TIC-TAC
por Amanda Encinas Mención especial del Jurado del XVII Certamen "Jóvenes Creadores" (Salamanca).
Camino lentamente por un lúgubre y húmedo pasillo, arrastrando mis huellas. El tintineo de los caducos fluorescentes del techo me acompaña como marcha de fondo. Parece que todo está a kilómetros de mí, y tan sólo puedo escuchar con claridad mi respiración. La senda se torna interminable, aunque ahora mismo el tiempo y su paso han perdido el sentido. Una puerta de madera me da la entrada a una desapacible sala repleta de gente. Al fin he llegado a mi destino. Me siento en una gélida silla, pero no en el palco de los espectadores. Hoy estoy en el escenario como protagonista de la función. El olor de lo más primario y morboso del ser humano se percibe en la habitación. Un hedor que atraviesa el cristal que me separa de ellos; de aquellos que han venido a ver cómo voy a morir. Tic-tac. Recuerdo todo lo que pasó. Recuerdo aquella noche en la que alguien entró en nuestra casa y se las llevó. Las dos personas a las que más he querido en mi vida desaparecieron en un instante. Recuerdo cómo mi pequeña lloraba desesperada y cómo su madre hacía lo imposible por salvarla. Recuerdo mi intento por impedirlo y mi fracaso. Pero no recuerdo su cara, la de ese hombre que en pocos segundos cambió todo y las apartó de mí. ¿Por qué ellas? Tic-tac. Mis manos y pies están inmovilizados, convirtiéndome en el blanco de una diana a la que todo el mundo desearía disparar. Mi frente, húmeda. Pero no es mi sudor. Tic-tac. Tenía que hacer algo de forma inmediata. Pensé en acudir a mi hermano, ya que él
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podía ayudarme. Pero sabía con seguridad que no lo haría por un pasado que nos mantiene separados desde hace décadas. Fue entonces cuando la comisaría se convirtió en mi segunda casa, donde el policía que llevaba el caso ignoraba cada día más todas y cada una de las palabras que escuchaba sobre lo sucedido. “Estamos haciendo todo lo que podemos”, me repetía una y otra vez de forma automática y vacía. Dos mesas más allá se renovaban permisos y pagaban multas. Junto con la indiferencia de sus ojos, me di cuenta de que allí no encontraría la solución. Tic-tac. Me invitan a expresar mis últimas palabras, a verbalizar los últimos pensamientos de mi existencia ante personas que anhelan que mi voz se apague para siempre. Tic-tac. Pasé interminables noches investigando, buscando cualquier indicio que me pudiese acercar a lo que había ocurrido. Cada día que pasaba sin respuestas me alejaba poco a poco de la cordura. Pero un día recibí una llamada anónima que me dio pistas sobre dónde estaba mi familia. Abrí por primera vez en mi vida el último cajón de mi mesilla de noche, y con las manos invadidas por una especie de seísmo, cogí un arma para llevar como único acompañante. Tic-tac. Todos me están mirando, esperando a que de mi interior emerjan palabras que les hagan sentir menos culpables por desear mi muerte. Aunque, irónicamente, la mayoría de ellos ni siquiera sabe por qué estoy aquí. Tic-tac. Llegué a un lugar a las afueras completamente desierto, a excepción de una casa en ruinas. Cuando entré en la oscura estancia escuché gritos que eran totalmente
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reconocibles para mí. Mi mujer y mi hija estaban allí. El corazón me empezó a latir desbordado, y avancé en dirección al punto de donde provenían sus voces. Un alterado joven estaba a punto de acabar con ellas a punta de pistola. Los segundos eran cruciales: quien apretase el gatillo antes, ganaría la batalla. Impulsado por la tensión del momento, saqué el arma de mi bolsillo sin vacilar ni un instante. Un ruido seco y ensordecedor me indicó que había acabado con él. Y también conmigo. Tic, tac. Soy consciente de que los segundos se están consumiendo, y que por mucho que intente alargarlos, al final llegará lo inevitable. Sé que en cuanto abra mi boca todo acabará. Tic, tac. Con las manos temblorosas tiré la pistola al suelo y fui corriendo hacia mi familia. Pero no sabía que aquello aún no había terminado. Unos pasos detrás de mí me hicieron darme la vuelta. Allí estaba él, la persona que llevaba tantos años deseando mi castigo, con una imperturbable sonrisa en su rostro y con mi pistola y mis huellas en sus manos: mi hermano, incapaz de superar la pérdida de su mujer y su hijo en un accidente de coche… …en el que conducía yo. Su placa de jefe de policía brillaba al igual que su corrompida mirada, llena del disfrute de su victoria y superioridad frente a mí. Muy pronto, varias luces azules y rojas acompañadas del sonido de las sirenas invadieron el lugar.
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Tic, tac. Al otro lado del cristal, un hombre de mediana edad se levanta de su asiento. Lleno de rabia y desolación, me acusa de ser un asesino. Intento contener las lágrimas. Puedo imaginar lo duro que habrá sido para él perder a su hijo. Tic, tac. Todo había sido una trampa. Mi hermano lo había planeado todo, pieza por pieza, para conseguir un perfecto e irrompible puzzle. Aquel joven al que yo había disparado era una víctima inocente, un señuelo que actuaba bajo su amenaza y que estaba haciéndose pasar por el culpable de todo. No sólo acabé con la vida ese chico; también cometí mi propio asesinato ante una condena segura de pena de muerte. Sin ninguna esperanza, me senté durante varios días frente a un juez altivo que parecía tener muy claro desde el principio su veredicto. Defendí con las pocas fuerzas que me quedaban mi inocencia, pero sabía que ya todo estaba perdido. Tic, tac. La hora ha llegado. Y junto a ella, el punto y final de una vida que me ha sido arrancada y destrozada en pedazos. Mis labios se separan: “Hoy, en esta sala, no morirá un hombre inocente”. Mi corazón empieza a bombear frenéticamente, haciendo que mis sentidos empiecen a nublarse. Ahora es el momento en el tengo que afrontar que voy a cruzar el umbral para siempre. “Hoy, lo que morirá delante de vuestros ojos será la justicia”. El tic-tac del reloj ha marcado su fin.
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