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MIÉRCOLES 9 Y 03 Y 2011

la mirada de

EZEQUIEL FERNÁNDEZ MOORES

C

alentita, sin el cuero y con la parte de arriba de la cámara recortada, la pelota de rugby era un objeto codiciado. Cuando se llenaba y otro quería hacer pis, Carlitos Páez, el menor del grupo, tenía que salir para vaciarla. Afuera, 35 grados bajo cero durante las 72 noches que los rugbiers, amplia mayoría del grupo, pasaron dentro del fuselaje partido del avión Fairchild 571, a 3700 metros de altura, en la inmensidad de la cordillera de los Andes. Los botines de rugby sirvieron a Fernando Parrado para caminar durante diez días junto con Roberto Canessa, cruzando de Este a Oeste la Cordillera, subiendo hasta 5000 metros por paredes heladas, con el deseo de vivir como única guía. Cada uno llevó ocho pares de medias de rugby que envolvieron la comida. Antonio “Tintín” Vizintín lo subió primero hasta la cima más alta. Su fuerza de pilar ayudó a cargar una mochila con 40 kilos y a mantenerse firme aun cuando el ascenso por la pared de nieve se hizo vertical. Gustavo Zerbino se abrigó los 72 días con la camiseta número 4 del equipo uruguayo de Old Christians. Hasta la cinta curita, típica de los rugbiers, fue usada por Roy Harley para aislar el enjambre de cables de la radio del avión. Botines, medias, camiseta, tiritas y pelota ayudaron. Más ayudaron los rugbiers. Para la disciplina de equipo solidario fue clave el capitán. Marcelo Pérez del Castillo reaccionó primero apenas el turborreactor de dos motores de la Fuerza Aérea Uruguaya se estrelló, por error de los pilotos, en el centro de los Andes, a 300 kilómetros por hora. Fue el 12 de octubre de 1972. De 45 que viajaban 29 quedaron vivos porque la parte delantera del avión partido se deslizó sobre la nieve. Una galleta, un sorbito de vino, un cuadradito de chocolate. Pérez del Castillo distribuyó roles y alimentos. Llevó calma en la primera noche cuando 29 personas en 18 metros cuadrados sobrevivían al frío abrazadas, algunas arriba de otras, en medio de cadáveres, delirios y lamentos agónicos. Tres más murieron esa noche. A Parrado también lo dieron por muerto. Estaba en la fila 9, la última de los que sobrevivieron. Su madre no soportó el impacto, igual que sus grandes amigos Francisco Abal y Guido Magri. Su hermana murió en sus brazos, unos días después. A Parrado lo dieron por muerto porque no le sintieron el pulso. Hasta que Diego Storm vio que se movía. Reubicaron su cuerpo. El cráneo fracturado se movió de modo involuntario durante la noche y quedó apoyado sobre el hielo. La hipotermia y la deshidratación, dicen los médicos, fueron la cura ideal para las neuronas dañadas. Pasó tres días en coma. Recuperado, él también recordó sus tiempos de capitán de rugby en el Stella Maris School. Pérez del Castillo murió diecisiete días después de la caída, en el alud que mantuvo a todos tres días bajo nieve, enterrados en un “féretro de metal”. Pérez del Castillo ya no tenía el mismo ímpetu. “Empezó a bajar los brazos

Para LA NACION

VULNERABLES Cuando llegó el rescate, el 22 de diciembre, los andinistas se asustaron ante la escena. “Lo comprendo; nosotros veíamos hombres y ellos veían animales”, dice Zerbino. Pancho Delgado cree que cada día en la montaña fue un siglo para atrás. 72 días, 7200 años. Por eso, el viaje de apenas media hora en helicóptero que los devolvió al siglo XX transportó rocas que habían congelado sus emociones para sobrevivir. Muchos tardaron 30 años en volver a hablar públicamente del tema. La exposición no era fácil. A Eduardo Strauch la anfitriona de una fiesta glamorosa en Marbella pidió silencio para presentarlo a los invitados: “C’est le caníbal sudamericaine”. Parrado soñó una noche que sus compañeros se lo comían. Y temió que tuvieran que comerse a su madre y a su her-

ciones, pagas para empresas y universidades poderosas. Hoy, además de volver cada tanto a los Andes, dan charlas incluso quienes no hablaron durante 30 años, porque sentían que su silencio respetaba a los muertos y a sus familiares, casi todos vecinos en el barrio acomodado de Carrasco. “Hablar cura”, dice José Luis “Coche” Inciarte. Este verano leí en el balneario uruguayo de La Paloma La sociedad de la nieve, el gran libro publicado a fines de 2008 por el escritor y periodista Pablo Vierci, compañero de los rugbiers. De su relato y de los textos que escribieron allí los dieciséis sobrevivientes tomé la mayor parte de los datos. A los pocos días leí en LA NACION la crónica reciente de Leandro Milan sobre el partido homenaje que la fundación Rugby Sin Fronteras (RSF) realizó en la Cordillera, a 3200 metros de altura, con la presencia de Zerbino. “El temple, el estado físico y la amistad de los «rugbistas» ayudaron a la unión, pero «rugbistas y

“RUGBISTAS Y NO RUGBISTAS FORMAMOS UN EQUIPO ÚNICO”, ME DICE JAVIER METHOL, UNO DE LOS SOBREVIVIENTES DE LA TRAGEDIA DE LOS ANDES

porque habíamos pisoteado una cantidad de principios que para él eran sagrados”. Adolfo Strauch, autor de la confidencia, fue también quien al sexto día de la caída, sin noticias de rescate y ya casi sin víveres, planteó al grupo que había que comer los cuerpos de los compañeros muertos. Ramón “Moncho” Sabella, que no era del grupo del rugby, llegó a temer que lo mataran para comérselo. Lo mismo pensó Bobby Francois, porque él, físicamente bien, pero deprimido, no colaboraba con nada. Siempre se preguntó por qué él se salvó y no otros, que sí hacían todo. “No tengo la respuesta. Nunca la tuve ni jamás la tendré. Por eso, un día dejé de formulármela, porque me mortificaba demasiado.” Sus compañeros no sólo no lo mataron, sino que lo protegieron siempre. Y jamás le reclamaron por ello. Fue comerse a la muerte. Ni siquiera los animales comen a su propia especie. Lo dice Canessa, ex rugbier notable, el estudiante de medicina de primer año que curó a todos en la montaña y lo sigue haciendo hoy en su casa, donde también recibe a extraños que buscan amparo.

mana. Fue acaso el más decidido para salir en busca de auxilio. Su padre no debía sufrir más pérdidas. Llegó a la cima creyendo que la salvación estaba a un paso. Pero la sucesión interminable de montañas y picos iba de Cabo de Hornos a Panamá. 7240 kilómetros de extensión. Eligió morir caminando, no esperar la muerte. “Fue la decisión más difícil de mi vida”. Vizintín aceptó dejar la carga y volver al avión. “El rugby te enseña a sufrir”, dijo el hombre que estaba siempre listo, “a lo rugbier, a lo pilar”. El sacerdote John McGuiness, que a la vuelta aconsejó decir siempre la verdad, cuando otros sugerían silencio, recibió a Vizintín en el Stella Maris a su estilo. “Up Tintin, up, up”, para que no se quebrara. Canessa sufría diarrea, pero aun así siguió firme junto con Parrado hasta que apareció el salvador arriero chileno. Parrado, que ayer me contó por correo que está en Chicago, vive dando charlas sobre el tema. Escribió su propio libro, igual que Carlitos Páez. Cuentan que hay 18 libros, 3 películas y 9 documentales. Más decenas de charlas anuales, gratis para escuelas y otras institu-

no rugbistas» formamos un equipo único”, me responde por correo Javier Methol. “El rugby nos salvó”, llegó a decir Vizintín, que fue presidente de la Unión de Rugby de Uruguay, cargo que ahora ocupa Zerbino. Sabella era del grupo de los “no rugbistas”. En su testimonio en el libro de Vierci cuenta que la unión de amor del grupo fue no sólo para sobrevivir, sino también para que, si llegaba, la muerte los encontrara en paz. “¿De qué héroes me hablan?”, se pregunta Sabella. El concepto de héroes, agrega, es “una mala traducción que hicieron abajo” y que fue “recreada artificialmente en las películas y los libros. Arriba no había películas”. Le pregunto a Methol si sabe qué pasó con esa pelota de rugby del avión. “No creo que nadie la haya traído porque de linda no tenía nada, pero vaya que fue útil.”

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