OPINION
Sábado 31 de marzo de 2012
La opinión de los isleños VICENTE PALERMO
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PARA LA NACION
L pasado miércoles 21 de marzo, Ricardo Gil Lavedra, en un mesurado artículo publicado en LA NACION, ha dado continuación al debate en curso sobre la cuestión Malvinas. Como firmante de la declaración “Malvinas: una visión alternativa”, a la que Gil Lavedra alude, deseo proseguir este debate convencido de que el cambio de ideas en torno a la cuestión es imprescindible. Sostiene Gil Lavedra que en 1964 el representante argentino ante el Comité de Descolonización de las Naciones Unidas, José María Ruda, argumentó en contra de “la aplicación forzada del principio de autodeterminación de los pueblos respecto de las islas Malvinas”, y que desde entonces el objetivo nacional es el restablecimiento de la integridad territorial. Según el autor, lo que justificaría insistir hoy en esta política no es la continuidad, sino la solidez del argumento: el origen de los antecesores de los actuales ocupantes de las islas es discutible, ya que se asentaron debido a un desplazamiento forzoso de ocupantes argentinos por parte de británicos en 1833, por un lado y, por otro, el hecho de que los actuales residentes sean aproximadamente 3000, de los cuales 1000 serían civiles relacionados a la base Mount Pleasent y otros 1000 trabajarían ocasionalmente en las pocas industrias existentes. Por estas razones, el principio de autodeterminación no sería aplicable y sí el de la integridad territorial. Hasta aquí, se trata de un despliegue impecable de la posición oficial argentina. Prefiero no discutir la apoyatura histórica de ella –el origen dudoso de los malvinenses– para concentrarme en la fuerza o debilidad de la posición actual en relación con los isleños, aunque se tratara (lo que es materia de controversia) de simples ocupantes. Antes de eso, sí me parece necesario observar
La gran novedad del debate es la convicción de que los deseos de los malvinenses deben ser tomados en cuenta que estos malvinenses (algo más de 1300 nativos de una población de 3000, pero no puede descartarse la condición de pertenencia de los inmigrantes) constituyen un grupo humano con identidad, historia (un hito de esa historia es la guerra de 1982) y sentido de comunidad política. En otras palabras, que la descalificación que habitualmente formula la ortodoxia diplomática argentina –de la que da cuenta Gil Lavedra en su artículo– no se sostiene. Si estamos dispuestos a reconocer, junto a intereses, el modo de vida de los habitantes, no podemos, inmediatamente después de afirmarlo, negar que existe un sentido de pertenencia comunitario, una voluntad colectiva, porque esa negación de lo que existe realmente supondría llevarse por delante tanto intereses como modo de vida. Y si no negamos que existen, entonces forman parte de aquello que debemos reconocer y respetar. Pero lo más relevante es que Gil Lavedra acusa recibo de este problema; porque luego de ceñirse a la posición oficial, afirma –en forma algo sorpresiva– entender que “no es incompatible reclamar nuestra soberanía respetando, al mismo tiempo, la voluntad ciudadana de los malvinenses y todos sus derechos”. Esto se aproxima mucho a la posición sostenida en “Malvinas: una visión alternativa” y a la de sus firmantes, con anterioridad, por separado. Respetar la voluntad ciudadana de los malvinenses y todos sus derechos es muchísimo menos indeterminado que hablar de “intereses” y “modo de vida” y, en todo caso, recupera, siquiera implícitamente, la gran novedad del debate en los últimos tiempos: la convicción de que los deseos de los malvinenses, no ya apenas los intereses, deben ser tomados en cuenta. ¿Qué significa que los deseos de los malvinenses deban ser tomados en cuenta? Se trata de una aproximación política, más que jurídica, a la cuestión. Cuando, por ejemplo, el propio Gil Lavedra habla de “entablar con los residentes un diálogo cada vez más intenso”, ¿cabe acaso esperar que este diálogo no abarcaría las cuestiones políticas que más intensamente preocupan a los isleños? Y el hecho de que las Naciones Unidas reconocen dos partes –Gran Bretaña y la Argentina– ¿significa por ventura que la Argentina deberá negarse a dar garantías de respeto a la formulación de sus propios deseos e intereses por parte de un tercero que, como sujeto, no puede quedar fuera de juego? En verdad la posición oficial es un galimatías de la que si se quiere salir por la apuesta a un diálogo más intenso con los isleños, deberá admitirse lo que ello entraña: la opinión de los isleños, sobre todos los temas, nos importa. © LA NACION
El autor es investigador principal del Conicet y miembro del Club Político Argentino
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LA LUCHA ENTRE SENDERO LUMINOSO Y LOS MILITARES, EN EL PERU DE LOS AÑOS 80
Una temporada en el infierno MARIO VARGAS LLOSA PARA LA NACION
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MADRID
UANDO termino de dar una conferencia me ocurre a veces ser asaltado por personas que me entregan papelitos, cartas, regalos, libros que se me van desparramando y voy perdiendo por el camino hasta el automóvil salvador. Pero esta vez, no sé por qué, retuve uno de los libros que me alcanzaron, y, ya en el hotel, comencé a hojearlo mientras me venía el sueño. Cinco horas después, cuando ya asomaba por la ventana el amanecer, terminé de leerlo. Estaba descompuesto, triste, desalentado y con la cabeza revuelta con recuerdos de un texto de Rimbaud que había sido uno de mis libritos de cabecera en mi juventud, uno de los primeros que pude leer en francés: Une saison en enfer. El libro que me tuvo en vilo y desvelado toda una noche se titula Diario de vida y muerte y es, en efecto, un diario que llevó, a lo largo de tres años y medio –1988-1991–, Carlos Flores Lizana, entonces un joven jesuita. Había hecho su noviciado en México y fue destinado a Ayacucho cuando este departamento de los Andes peruanos vivía el infierno, devastado por la guerra que libraban el terrorismo de Sendero Luminoso y las fuerzas militares y policiales contrasubversivas. El horror de esa experiencia está documentado con lujo de detalles en los doce volúmenes de testimonios recogidos por la Comisión de la Verdad, que presidió el filósofo Salomón Lerner. Pero todo informe, por más riguroso que sea, mantiene siempre un distanciamiento verbal y conceptual con aquello que refiere, y algo o mucho de lo vivido se eclipsa en su esfuerzo de reconstrucción histórica de los hechos. El diario de Flores Lizana nos sumerge de lleno, y sin escapatoria, en una violencia enloquecida, vertiginosa, indescriptible, que él fue descubriendo y viviendo cada día y cada noche en esa temporada de casi cuatro años que pasó en el infierno ayacuchano. El joven jesuita llegó allí sin sospechar lo que lo esperaba. Venía lleno de ilusiones y de empeño a realizar una tarea que él creía sería pastoral y espiritual, y de pronto se vio rodeado por doquier de un salvajismo homicida que llenaba las calles de Ayacucho, de Huanta, y hasta de las más diminutas aldeas, de cadáveres, de torturados, de fantasmas de desaparecidos, y de familias enteras paralizadas por el espanto, la miseria y la impotencia. El diario lo escribía en las noches, al correr de la pluma, sin pretensión literaria alguna, volcando los menudos o grandes incidentes de la jornada, y sus propias vacilaciones y angustias, y, a veces, transcribiendo cosas que oía o que le decían, como aquella frase de esa campesina que, le aseguró, el miedo que se padecía en su pago era tan grande que “hasta los perros se esconden y los pajaritos huyen. ¿Será esto el fin del mundo?” Si alguna vez llega, ese fin del mundo no podrá ser peor que el indecible calvario
vivido por el pueblo de Ayacucho en esos años finales de los años 80 y comienzos de los 90 que el diario de Flores Lizana hace revivir al lector contagiándole unos recuerdos impregnados de estupor, compasión y locura. Terroristas y fuerzas del orden parecen empeñados en demostrar que no hay límites para el sadismo, que siempre se puede superar al adversario en ferocidad a la hora de ejercer la
Carlos Flores Lizana, entonces joven jesuita, autor de estos diarios, llegó a un Ayacucho azotado por el terrorismo crueldad. Comandos de aniquilamiento senderistas ocupan un pueblo y castigan a los “ricos” (el boticario y el almacenero, por ejemplo) obligando a la población a lapidarlos hasta la muerte. A la esposa y a los dos hijos pequeñitos de un “soplón” los exterminan también a pedradas. La jefa del comando asesino es una estudiante de 17 años. Policías y soldados violan sistemáticamente a las mujeres de las
casas que registran –niñas impúberes, mujeres adultas, ancianas– y saquean tiendas, chacras y despensas. Cadáveres decapitados, miembros mutilados aparecen a diario en los basurales. Los alaridos de los torturados estremecen no sólo las noches, también las mañanas y las tardes de Ayacucho. La ciudad vive recorrida por rumores, amenazas y profecías apocalípticas y en el pánico cerval que es el aire que todos respiran la credulidad de la gente se traga los embustes y disparates más extravagantes. La razón desaparece, sepultada por una irracionalidad primitiva. Porque, aquí, la anormalidad es lo normal, la vida cotidiana. El diario transmite monótonamente la angustia de los padres al ver partir a sus hijos a la escuela o a la universidad, pues no saben si volverán a verlos, ya que podrían ser secuestrados, tal vez por los “terrucos”, tal vez por los propios soldados, y nunca más volverán a saber de ellos. Los niños y jóvenes desaparecen no por decenas sino por centenares y hasta millares. Las páginas más desgarradoras de este libro son las gestiones –heroicas pero inútiles– del puñadito de sacerdotes y de monjas que, con Flores Lizana, se atreven
a ir a las comisarías o al cuartel “Los Cabitos” y al de Huanta, acompañando a las familias a averiguar el paradero de sus desaparecidos, sólo para enfrentarse a la prepotencia, a la matonería y a las amenazas de la autoridad. Una tarde, le vienen a decir que su nombre figura en una lista de personas que las fuerzas paramilitares van a eliminar esa misma noche por sospechosas de ayudar a la subversión. En esa interminable noche, a la luz de una vela, Flores Lizana pasa revista a su vida, reconoce que lo que ve y padece le ha llegado a producir “una crisis de la fe en la Iglesia Católica” y se pregunta, desgarrado, “¿por qué los obispos se portaron como lo hicieron y por qué no defendieron la vida como lo esperaban las víctimas y muchos de los agentes pastorales de su tiempo?” La respuesta es muy simple: porque la primera prioridad de esos jerarcas eclesiásticos era acabar con la Teología de la Liberación, aunque ello significara mirar al otro lado “cuando se cometían estos crímenes sin nombre contra los campesinos y los detenidos desaparecidos”. En los diarios de Flores Lizana no hay ni el más mínimo indicio de simpatía por la demencia ideológica y los espantosos crímenes que cometía Sendero Luminoso. Todo lo contrario: su testimonio abunda en acusaciones constantes a las atrocidades de los senderistas. Pero su indignación y su protesta son idénticas contra quienes, en su lucha contra el terrorismo, perpetraron también matanzas y torturas escalofriantes. Su libro me ha conmovido mucho por su dolida humanidad, porque demuestra que, en contra de lo que le dice todo lo que ve a su rededor, es posible ser generoso, comprensivo, solidario y decente en medio de ese desplome sanguinario de todos los valores y sentimientos, cuando el instinto de muerte y destrucción se habían adueñado de la sierra peruana. Su testimonio resucitó en mi memoria aquel breve pero terrible texto, Une saison en enfer, que escribió Rimbaud en 1873, después de recibir el balazo de Verlaine, imaginando, en prosas y versos alucinatorios, un mundo bestializado y pesadillesco, conquistado por el mal, un mundo de delirio y crueldades vertiginosas, de deseos despavoridos en libertad y de imágenes incandescentes. Fue el último texto que escribió este joven de belleza luciferina de apenas 19 años. El infierno que imaginó en su hermoso testamento era sólo literario y anunciaba el surrealismo y sus tumultos. El infierno de verdad iría a vivirlo después, en sus vagabundeos miserables de varios años por Adén y Abisinia traficando con metales, armas y acaso esclavos, asqueado de la literatura. A diferencia de Flores Lizana, Rimbaud no dejó testimonio alguno de esa aventura infernal. Pero es seguro que no pudo ser nunca peor que la que vivió en Ayacucho este humilde religioso que pasó por el infierno y sobrevivió para contarlo. © LA NACION
Los caídos en Malvinas FERNANDO A. IGLESIAS
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NTRE los argumentos del nacionalismo malvinero hay uno, el de la sangre derramada, que es el preferido a la hora de intentar hacer obligatoria una posición discutible y de justificar lo injustificable. “Cientos de argentinos murieron en la guerra. Luchar por la soberanía argentina es, por lo tanto, nuestro deber.” Suena auténtico, pero ¿lo es? Pongamos el mismo discurso en labios de un inglés: “Cientos de británicos murieron en la guerra. Luchar por la soberanía inglesa en las Falklands es, por lo tanto, nuestro deber”. Ya no suena tan bien, ¿no? Demos un paso más. Arriesgado. “Miles de honrados soldados alemanes murieron en la Segunda Guerra Mundial. Luchar por el Tercer Reich es, por lo tanto, el deber de todo alemán.” Apenas lo enunciamos, se hace evidente la falacia: ningún sacrificio humano, ningún sufrimiento, puede ser invocado como legitimación de una causa. Si ésta es noble, lo es independientemente de quienes hayan muerto, o no, por ella. Si no lo es, la sangre derramada no la limpia ni la convierte en tal. El dolor es siempre respetable. Su uso como argumento político no lo es, sino todo lo contrario. De manera que la cuestión sigue siendo si la causa Malvinas es o no justa, y si el logro de su objetivo –la soberanía argentina sobre las islas y las miles de personas que allí viven– es compatible con el derecho internacional y los derechos humanos. En este sentido, la referencia al nazismo
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no es gratuita, ya que la alianza entre la sangre y la tierra no sólo presagiaba el célebre Blut und Boden (Sangre y Tierra) de los emblemas nazis, sino que era el núcleo central de la soberanía nacionalsocialista, según los principales teóricos nazis, el olvidado Richard W. Darré y el célebre Carl Schmitt, tan admirado hoy por cierta “izquierda”. Esta soberanía unipersonal, aplicada desde arriba hacia abajo sobre un territorio y sus habitantes reducidos a súbditos, es exactamente lo contrario del concepto democrático-republicano de soberanía, que va de abajo hacia arriba y supone, por lo tanto, que a nadie puede imponérsele una ciudadanía, un pasaporte y un gobierno que rechaza. De manera que por doloroso que sea recordar a los caídos en Malvinas y el horrendo sacrificio que la dictadura les impuso con el apoyo de la mayor parte de nuestra sociedad, nadie puede hablar por ellos. Quienes lo hacen, ¿están seguros de que los que murieron en Malvinas –soldados conscriptos, forzados y no voluntarios– apoyaban unánimemente la guerra? ¿Habrán muerto gritando “Viva la Patria” o insultando a los generales y sus sostenedores de las plazas, expertos en “Animémonos y que vayan los cabecitas negras”? Y aun si hubieran muerto apoyando la guerra: ¿no habrían cambiado de opinión en los treinta años transcurridos? Yo mismo me anoté como voluntario entonces y hoy no estoy de acuerdo con la causa malvinera ni con el “Soberanía o Muerte” de sus heraldos. Supongo que si
me hubiera tocado ver cómo las Fuerzas Armadas Argentinas estaqueaban a sus soldados en el suelo helado de las islas estaría más en contra todavía. En una carta insultante que llegó al correo de “Malvinas: una visión alternativa”, había un párrafo que me pareció terrible. “Vayan a Gregorio de Laferrere y expliquen allí su «visión alternativa» a la gente, pero antes pongan al día el seguro médico”, habían escrito. En efecto, en ochenta años de gobierno casi ininte-
Cuando pienso en los que murieron en las islas, creo que lo fundamental para ellos hubiera sido tener un país justo y próspero rrumpidos del Partido Militar y el Partido Populista le han robado todo a la gente de Gregorio de Laferrere y a cambio le han dejado una cosa sola: la ilusión de que las Malvinas son argentinas. A quien intente sacársela, lo matan, advertía la carta, y con buenas razones. El nacionalismo es lo último que le queda a quien ya no le queda nada, y es también la razón por la que a millones de argentinos ya no les queda casi nada. Cuestionar su argumento principal, la causa Malvinas, es ayudar a que la vida sea más digna. Por eso, cuando pienso en los caídos en Malvinas quiero creer que lo fundamental para ellos es que la
República Argentina sea un país libre, justo y próspero, y respetuoso de la justicia, la libertad y la prosperidad ajenas. Y puesta la mano sobre el corazón, no creo que la batalla a todo o nada por Malvinas lleve en esa dirección, sino exactamente en la contraria, hacia el statu quo y la derrota de los aspectos legítimos del reclamo argentino (el retiro del Reino Unido y su base militar), y hacia el país fracasado, frustrado y rencoroso que los argentinos hemos construido, pero del que ya hemos tenido suficiente. Al elegir cómo recordar a nuestros caídos elegimos la Argentina que queremos. ¿Respetuosa del derecho ajeno o seguidora de causas irredentas? ¿Republicana o monárquica? Quienes creemos que nuestras peores desgracias no han provenido nunca de la falta de territorio y recursos, sino de las violaciones a la ley, las instituciones y los derechos humanos, quienes pensamos que un país no se hace con tierra ni con sangre, sino con respeto, inteligencia, pasión de justicia y vocación de futuro, queremos pensar en los caídos en Malvinas no como los héroes del delirio alucinado de quienes sólo querían conservar el poder y evitar ser juzgados por sus crímenes, sino como las últimas víctimas de la dictadura más sanguinaria que haya asolado nuestro país, cuya muerte abrió el camino a la democracia. Y tenemos todo el derecho. © LA NACION
El autor, ex diputado, escribió La cuestión Malvinas. Crítica del nacionalismo argentino