OPINION
Lunes 4 de octubre de 2010
El peligro de ser demasiado E literal
LA NACION
N
OBLEZA obliga y, aun a riesgo de que esta columna termine pareciéndose a una novela por entregas (pero con final abierto), corresponde transcribir el correo electrónico del lector Juan Manuel Mascali, en el que da cuenta de que encontró la cita de Borges que andaba buscando, según su e-mail anterior. Escribe Mascali: “Encontré el cuento en el que Borges compara la conducta de un personaje adulto (en este caso, una familia de tres integrantes, los Gutres) con la naturaleza de la conducta de un niño. Es «El Evangelio según Marcos» y se encuentra en el Informe de Brodie. Cuenta el narrador: «Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. Espinoza sintió que eran como niños, a quienes la repetición les agrada más que la variación o la novedad». “Los Gutres, como los niños pequeños, eran analfabetos –señala Mascali–. Su educación y cultura eran muy limitadas. En su limitada vida de troperos, no sólo no sabían leer ni escribir, sino que tampoco sabían explicar lo que habían aprendido de la vida en el campo. Es un cuento hermoso.” Es cierto: es un cuento hermoso y con un final inquietante (para los que no lo leyeron, Espinoza, traductor aficionado, muere crucificado). La cita de “El Evangelio según Marcos” le recordó a quien esto escribe el cuento “La gallina degollada”, de Horacio Quiroga. Ya se trate de una “literalidad” auditiva (como la de los Gutres), o de una “literalidad” visual (como la de los cuatro hermanos idiotas de Bertita), la intención de copiar o imitar lo que se ha oído o visto llevó a los personajes a la acción, a una “traducción”, para seguir con el tema de la columna pasada. A los niños, “la repetición les agrada más que la variación o la novedad” porque de ella aprenden muchas cosas: a memorizar vocablos y estructuras gramaticales, por ejemplo, o apuntar nuevas estrategias para la vida, que serán probadas al día siguiente. Pero esto es privilegio de los niños. En el mundo adulto, no siempre la literalidad es lo más aconsejable, aunque a veces puede sorprender. En primer lugar, conviene aclarar qué entendemos por “literal”. Lo define muy bien el Diccionario de la Lengua Española (DLE): “literal. (Del lat. litteralis). 1. adj. Conforme a la letra del texto, o al sentido exacto y propio, y no lato ni figurado, de las palabras empleadas en él. 2. adj. Dicho de una traducción: En que se vierten todas y por su orden, en cuanto es posible, las palabras del original. 3. adj. Que reproduce lo que se ha dicho o se ha escrito”. Es interesante recordar aquí lo que contaba el traductor y escritor norteamericano Norman Thomas Di Giovanni, quien tradujo muchos cuentos de Borges al inglés (y fue “acusado” varias veces de hacer una traducción demasiado libre). Cuando Di Giovanni fue a traducir El hacedor (el título del libro y del cuento), quiso escapar a la literalidad de traducir The maker (¡era Borges!), pero, como no estaba seguro de cómo resolverlo, le planteó su duda al propio autor. Borges contestó que en realidad él había pensado primero el título en inglés (the maker) y luego lo había traducido al español: el hacedor. No siempre está el autor a mano para ser consultado, y muy pocas veces la traducción literal es la más feliz o adecuada. En un artículo periodístico recientemente publicado, “Contra las notas al pie”, su autor, el poeta y traductor Guillermo Piro, al recomendar la traducción de El Gatopardo hecha por el escritor argentino Ricardo Pochtar, pone como ejemplo feliz un fragmento donde Pochtar se aleja de una posible literalidad y, en cambio, reescribe y recrea una metáfora. También da Piro su opinión sobre algunas traducciones hechas por españoles, que coincide, en su escepticismo, con la conclusión a la que había llegado el lector Eduardo Acosta (en el e-mail transcripto la columna pasada). Escribe Piro: “Creo que, salvo alguna excepción perdida por ahí, los españoles aún no han aprendido a traducir. [...]. No traducen para un solo país. No traducen para una sola ciudad. Traducen para una sola calle”. © LA NACION
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CRITICA AL PROYECTO DE PARTICIPACION EN LAS GANANCIAS DE LAS EMPRESAS
LINEA DIRECTA
GRACIELA MELGAREJO
I
Una idea que atrasa ALBERTO BENEGAS LYNCH (H) PARA LA NACION
N nuestro país acaba de aflorar otro adefesio, esta vez de la mano de la usina misma del fascismo más acabado que opera en base a legislación calcada de la Carta del Lavoro de Mussolini, es decir, de la cúspide de la estructura sindical con el entusiasta apoyo de integrantes del Gobierno. Esos jerarcas proponen reglamentar y hacer efectivo el injerto constitucional del artículo 14 bis, que entre varias sandeces propone la instauración de la “participación en las ganancias de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección”. Este engendro no sólo contradice abiertamente el mismo artículo 14 de la Constitución en cuanto a que garantiza a todos los habitantes “usar y disponer de su propiedad”, y el 17, que proclama que “la propiedad es inviolable”, sino que da por tierra con todo el andamiaje jurídico constitucional establecido por los constituyentes de 1853, inspirados principalmente por Juan Bautista Alberdi y en los trabajos de Pellegrino Rossi, también liberal y brillante sucesor en la cátedra de Jean Baptiste Say. El primer capítulo de declaraciones, derechos y garantías fue especialmente fruto de la redacción de Juan María Gutiérrez en la Convención Constituyente, y Alberdi, por su parte, advirtió una y otra vez que había que estar en guardia de las reglamentaciones de derechos que podían alterar su espíritu. En esta línea argumental escribió en su Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina según su Constitución de 1853 que “no bastaba reconocer la propiedad como derecho inviolable. Ella puede ser respetada en su principio, y desconocida y atacada en lo que tiene de más precioso: en el uso y disponibilidad de sus ventajas. Los tiranos más de una vez han empleado esta distinción sofística para embargar la propiedad, que no se atrevían a desconocer […] la propiedad sin el uso ilimitado es un derecho nominal […] El ladrón privado es el más débil de los enemigos que la propiedad reconozca. Ella puede se atacada por el Estado en nombre de la utilidad pública”. Muchos son los que parecen contrariados con los modales del actual gobierno. Sin embargo, en gran medida, comparten el modelo, léase la redistribución coactiva del fruto del trabajo ajeno. Es de algún interés oponerse a la arrogancia, la soberbia y el espíritu confrontativo y, desde luego, es muy higiénico poner coto a los métodos antirrepublicanos y patoteriles, pero es necesario tener presente que el continente de poco vale si se acepta el desmoronamiento y desmantelamiento del contenido. Los marcos institucionales civilizados resultan indispensables para preservar derechos, pero si en la práctica éstos se vulneran, de poco valen las formas. Parecería que buena parte de la oposición comparte la idea de la antedicha redistribución, lo cual significa que el aparato estatal vuelve a distribuir por medio de la fuerza lo que libre y voluntariamente la gente distribuyó en el supermercado. La reasignación coactiva de recursos se traduce inexorablemente en consumo de capital y, como es sabido, la única causa del aumento de salarios e ingresos en términos reales es la tasa de capitalización. Esto explica la diferencia en el nivel de
vida entre Uganda y Canadá. No es que en este último país los empresarios sean más generosos; es que las tasas de capitalización (la inversión per cápita) los obligan a pagar salarios más elevados. Por esto es que en países de alta tasa de capitalización prácticamente no existe tal cosa como servicio doméstico: los salarios de mercado son muy elevados, lo cual no justifica esas labores. La participación forzosa en las ganancias implica trasladar factores productivos a áreas ineficientes, lo cual nuevamente produce consumo de capital y caída en los salarios reales. Idéntico fenómeno ocurre con la cogestión o la coactiva “colaboración en la dirección” de las empresas. En una sociedad abierta, los empresarios, para mejorar sus patrimonios, deben servir a sus semejantes; los que aciertan obtienen ganancias y los que yerran incurren en quebrantos, con lo que se aprovechan del mejor modo los siempre escasos factores productivos, situación que, desde luego, no tiene lugar cuando irrumpen en la escena los empresarios prebendarios que hacen negocios en los despachos oficiales a través de privilegios de diversa naturaleza: son los ladrones de guante blanco que explotan miserablemente a sus congéneres; son los genuflexos que siempre aparecen aplaudiendo al gobernante de turno para que no le retiren los mercados cautivos. Desafortunadamente, los discursos en este sentido están hoy fuera de uso en la Argentina y nos estamos alejando a pasos agigantados de concepciones de la democracia como las de Giovanni Sartori en cuanto al respeto de los derechos de las minorías, para encaminarnos a modelos como el chavista de cleptocracia. Es importante tener en cuenta que allí donde hay arreglos contractuales libres nunca habrá sobrante de aquel factor indispensable para la producción de bienes
y para la prestación de servicios, es decir, no sobra aquel factor esencial: en otras palabras, no hay desempleo. La tragedia de la desocupación es consecuencia de la interferencia en el mercado laboral por parte de los gobiernos. Si se establecen salarios mínimos superiores a los que permiten las tasas de capitalización, naturalmente habrá desempleo. Sería en verdad muy atractivo que se pudiera hacer rica a la gente por decreto, en cuyo caso personalmente sería partidario de disponer que todos seamos millonarios y no andar con propuestas mezquinas. Supongamos que los gobernantes de hoy decidieran promulgar una legislación en la que cada habitante deba obtener ochenta mil dólares mensuales de
La participación coactiva en las ganancias no sólo vulnera el derecho de propiedad sino que reduce salarios ingresos y que el poder de policía prohíba la contratación por una cifra menor. El resultado de semejante disposición sería que todos nos moriríamos por inanición: nadie encontraría trabajo a ese salario. Es cierto que el salario mínimo y equivalentes no asciende a la mencionada suma, pero, como queda dicho, en la medida en que sobrepasa el salario de mercado habrá desempleo y, paradójicamente, de los que más necesitan trabajar. El gerente general, el gerente de finanzas o el gerente comercial no se enteran del problema, a menos que la “conquista social” supere sus honorarios puesto que en ese caso ellos serán barridos del mercado. Por eso es que existe una proporción tan alta de trabajadores en negro; no es
que les divierta la situación, es que si no proceden de esa manera los impuestos al trabajo no les permiten trabajar. Alberdi, en la obra citada, se explaya en torno a este tema: “Comprometed, arrebatad la propiedad, es decir, el derecho exclusivo que cada hombre tiene de usar y disponer ampliamente de su trabajo, de su capital y de sus tierras para producir lo conveniente a sus necesidades o goces, y con ello no hacéis más que arrebatar a la producción sus instrumentos, es decir, paralizarla en sus funciones fecundas, hacer imposible la riqueza […] El salario es libre por la Constitución como precio del trabajo, su tasa depende de las leyes normales del mercado, y se regla por la voluntad libre de los contratantes […] Garantizar trabajo a cada obrero sería tan impracticable como asegurar a todo vendedor un comprador, a todo abogado un cliente, a todo médico un enfermo, a todo cómico, aunque fuese detestable, un auditorio. La ley no podría tener ese poder sino a expensas de la libertad y de la propiedad, porque sería preciso que para dar a los unos lo quitase a los otros; semejante ley no podría existir bajo el sistema de una Constitución que consagra a favor de todos los habitantes los principios de libertad y propiedad, como bases esenciales de legislación”. Entonces, la participación coactiva en las ganancias no sólo vulnera el derecho de propiedad sino que reduce salarios. Cierro esta nota con un pensamiento de James Madison que, a través de Alberdi, tanta influencia ejerció en nuestra arquitectura jurídica: “El gobierno ha sido instituido para proteger la propiedad […] Este es el fin del gobierno, sólo un gobierno es justo cuando imparcialmente asegura a todo hombre lo que es suyo”. © LA NACION El último libro del autor es Pensando en voz alta
Las causas de la inseguridad ALBERTO FERNANDEZ PARA LA NACION
L
OS datos dicen que los argentinos viven la inseguridad como el mayor de sus problemas. Los crímenes ocurren y se convierten rápidamente en titulares de diarios, en palabras quebradas de las víctimas que fluyen de las radios y en imágenes televisivas que muestran ladrones en el mismo instante en que ejecutan su fechoría. Los delitos, y también el modo en que son difundidos, son la causa central de esa percepción ciudadana. Para entender qué nos pasa, sepamos de antemano que la inseguridad ha aumentado sensiblemente en el mundo. En los últimos tiempos, la ONU advirtió que los índices criminales han crecido globalmente en forma acelerada. Sólo entre 1980 y 2000, la delincuencia aumentó casi un 30%. Otros de sus informes indicaron que el miedo creciente que la sociedad expresa ante el delito se asocia directamente “a la difusión por la prensa de los registros oficiales de muertes y violencia”. En la Argentina, la cantidad de crímenes (no la calidad de su organización y el nivel de violencia) no es hoy significativamente mayor que la registrada en el año 2003. Una economía más inclusiva explica la razón de esa realidad. Así se entiende que algunos reportes internacionales hayan colocado a nuestro país como uno de los cinco que registraban un mejor clima de seguridad en el continente. De cualquier manera, es necesario hacer una salvedad. Los datos estadísticos del total del país no coinciden con los que surgen de los lugares de mayor concentración urbana, en donde se localizan bolsones de marginalidad social y en los que crece significativamente la criminalidad más
violenta. El Gran Buenos Aires es uno de esos lugares. Allí se advierte un fenómeno preocupante de violencia delictiva semejante al que exhiben ciudades como San Pablo, Río de Janeiro, Caracas o México. Cuando uno observa el aumento de la inseguridad como un fenómeno global, entiende por qué la Argentina, con todo lo que debió afrontar, no puede quedar al margen de ese resultado. ¿Por qué iba a escapar al fenómeno de la inseguridad con el deterioro social que sufrió en las últimas dos décadas del siglo XX? ¿Por qué podría ver mejorar sus índices de criminalidad si el enorme crecimiento
La marginalidad es el mejor caldo de cultivo de la delincuencia. Allí nadie asume las normas de conducta de la sociedad económico experimentado no repercutió todo lo necesario como para garantizar un mejor desarrollo de los sectores más postergados de la sociedad? La marginalidad es el mejor caldo de cultivo que encuentra la delincuencia. Allí, donde no llega ninguna política pública, los controles sociales no funcionan y nadie hace propias las normas de conducta de la sociedad. Las familias se quiebran, los mayores carecen de trabajo y los más niños –alejados de la escuela– son empujados hacia la mendacidad y suelen crecer con las “reglas de la calle”. De ahí al delito hay sólo un paso.
Aun así, no es ésa la única causa que explica el delito entre nosotros. Hay otras: un sistema policial que en muchos casos acaba asociado a quienes debe combatir, un procedimiento penal que a partir de cierta flexibilidad facilita liberaciones anticipadas no siempre entendibles y un régimen penitenciario que día tras día demuestra su formidable incapacidad para recuperar a quienes han sido condenados. Hay además una cuarta causa que parece ser exacto corolario de las ya citadas: la sensación de impunidad. Una policía que no persigue, una Justicia que no sanciona y una cárcel que ni castiga ni educa son un cóctel perfecto para que nadie se sienta conminado a respetar la ley. Para recuperar la seguridad ciudadana es importante atender todos esos aspectos. Es tan necesario integrar socialmente a los hoy marginados, como es imperioso depurar y prestigiar los cuadros policiales, hacer menos abuso de la discrecionalidad en el sistema procesal y volver más humano y compatible con la reinserción social este patético sistema penitenciario. Básicamente, se trata de centrar la lucha contra la inseguridad atacándola en sus causas y no en sus consecuencias. La propalación mediática del delito tiene mucho que ver con el clima de inseguridad que nos agobia. Pero aún así, no es bueno pretender superar ese clima sobreactuando en esos mismos medios la reacción ante el delito. No representa solución alguna asumir públicamente y con total complacencia los “mandatos viscerales” que expresa la opinión pública cuando clama por venganza sensibilizada ante la desdichada víctima. Ese malestar social que el delito provoca,
tampoco se supera demonizando a quienes respetan las garantías constitucionales de quienes son sometidos a juicio. Será imposible resolver el problema si el combate al delito se funda en una “urgencia política” nacida de encuestas que indagan en el ánimo de seres saturados de voces e imágenes que les acercan el crimen hasta el living de su casa. Nunca se ha gobernado bien preguntando qué hacer a quienes se sienten agobiados. A esos seres desesperados sólo los calma oír que alguien va a sacarlos del pozo en el que han quedado sumidos. Pero, más temprano que tarde, ha de quedar al descubierto la inconsistencia de esos discursos hechos tan sólo para calmar expectativas. Erradicar el delito va a demandar tanto tiempo como el que demande alcanzar un desarrollo económico y social más equilibrado. Si todos entendieran lo complejo que eso resulta, a nadie debería tolerársele usar el tema para endulzar el oído de los abatidos en busca de un voto, ni para desgastar interesadamente la credibilidad de los gobiernos. Y si los gobiernos entendieran cabalmente la magnitud de la cuestión, seguramente se encargarían de fortalecer las fuerzas de seguridad sin tolerar las peores prácticas que aún hoy persisten entre sus miembros. Se ocuparían también de agilizar los procesos penales para que la Justicia se materialice eficazmente y garantizarían que las penas se cumplan en cárceles que por lo menos dejen de ser “productoras” de futuros reincidentes. © LA NACION El autor de la nota es ex jefe de Gabinete del gobierno de Néstor Kirchner