MÁS QUE UNA CUESTIÓN DE FAMILIA
Una heroína de novela, pero real de las ocho puertas (Sudamericana) narra cómo escribió la historia de Mira Ostromogilska, que logró escapar al exterminio nazi POR ALEJANDRO PARISI Para La Nacion - Buenos Aires, 2009
L
a categoría “novio/marido/pareja de la amiga de tu mujer” es como el último cajón de la mesada: allí uno puede encontrar de todo. Y no quiero decir que está mal que sea así, pero por eso más de una vez me vi compartiendo cenas, cumpleaños y salidas con tipos con los que no llegaría a establecer ni la más mínima relación aunque estuviéramos solos en una isla desierta. Con Ary Erlich, “el marido de Alejandra Cosovschi,la amiga de mi mujer”, venimos soportando esto hombro a hombro por más de diez años. La amistad que antes sólo unía a nuestras mujeres hace tiempo se extendió hasta nosotros, a base de comidas y sobremesas, y desde hace mucho que los considero mis amigos, tanto a él como a su mujer. Por eso, el día que vino a mi casa y, sentado en el sillón del living me dijo que quería que escribiera la historia de su familia me sentí bastante incómodo. Todos tenemos la fantasía de que nuestra vida y la de nuestra familia son dignas de ser contadas en un libro. Sin embargo, en este caso los méritos no eran injustificados. A lo largo de nuestros diez años de amistad, Ary y Alejandra me habían ido contando algunas historias extraordinarias de la vida de los abuelos y del padre de Ary, judíos polacos sobrevivientes del gueto de Varsovia. ¿Cómo negarse al pedido de un amigo? Acepté, y pocos días después de su visita, al fin conocí a los Erlich. Me esperaban en la casa de Mira Ostromogilska de Erlich, la abuela de Ary, viuda de Edek Erlich, y estaban su hijo Teo, padre de Ary, Ary y su primo Santiago, hijo de Alice, la otra hija del matrimonio Erlich. Con temeridad, hice mi presentación como autor y les hablé de 10 | adn | Sábado 12 de septiembre de 2009
los cuentos míos que integraron diversas antologías y de la novela que había publicado hacía ya unos años, aunque creo que evité decirles que trataba de un adolescente que reparte empanadas y cocaína. No quería que se hicieran la misma pregunta que yo venía haciéndome desde la visita de Ary: “¿Y vos vas a poder escribir esto?” Me apuré en aclararles que sólo escribiría la historia en forma de novela, que si bien seguiría el hilo de sus vidas y respetaría cada hecho, año y lugar en que había ocurrido lo que me contasen, lo escribiría como ficción, es decir, recreando las situaciones e inventado otras. Antes de empezar, prefería escribir un capítulo para que ellos pudieran decidir si les gustaba o no mi trabajo. Aceptaron con un parpadeo, como si no tuvieran tiempo para detenerse en mis estúpidas formalidades. Atropelladamente, Teo comenzó a decir que esa mujer que estaba junto a él y decía ser su madre en verdad era su tía y que habían guardado el secreto durante 50 años... Si quería que escribiera su historia, no era para vanagloriarse de las hazañas de sus padres, sino para conocer su propio pasado, su origen, a esos padres biológicos que había tenido y de los que no sabía casi nada. Por lo tanto, mi responsabilidad era doble: el primer lector interesado sería el mismo protagonista de la novela.
En aquella reunión inicial, Mira apenas si habló. Agregaba datos, respondía las preguntas de un Teo excitado, pero no se explayaba mucho. Por lo que sabría más tarde, también hablaba polaco, alemán, inglés y francés, pero en su español aún quedaban sonidos polacos y le costaba traducir algunas expresiones. Eso inmediatamente me hizo pensar en Chichina, mi abuela siciliana, que vive desde hace más de 50 años en la Argentina y está convencida de que esa mezcla de dialectos que ella habla es español puro. La asociación sirvió para acercarme a Mira no sólo como personaje, sino también como abuela de mi amigo. Esa vez Mira sólo contó un episodio que había tenido con un miembro de las SS, algo muy violento, y lo relató con tal precisión que lo elegí como argumento para probar el tono y la postura narrativa del posible relato. Me despedí de los Erlich y una semana después, en agosto de 2007, les envié cuatro páginas. Hice trampa: la anécdota de Mira era demasiado buena como para detenerse en las nimiedades literarias del texto. Así fue que ellos aceptaron y yo comencé a escribir mi segunda novela. La forma de trabajo era simple: me encargaba de confeccionar una guía de preguntas siguiendo el orden cronológico de la novela, algo que Mira nunca respetaba. A lo sumo respondía las dos primeras
JULIAN BONGIOVANNI
El autor de El ghetto
MIRA OSTROMOGILSKA. Contar para que “eso” no vuelva a pasar
preguntas, pero luego hacía un silencio con la vista perdida y una sonrisa a veces de satisfacción, otras de pánico, y decía: “¿Yo le conté la historia de…?” Imposible detenerla o regresarla a mi cuestionario cuando yo sabía que esa historia que comenzaba a contar era más asombrosa que las anteriores. Por momentos, tenía ganas de decirle: “Disculpe, Mira, me voy a escribir esto y vuelvo”. En otras ocasiones me costaba mantener la entereza frente a las cosas desgarradoras que contaba con tanta naturalidad; era capaz de interrumpir el relato de un fusilamiento para decir: “¿No quiere comer un pepinito?”, señalando la mesa cubierta de platos riquísimos. Conversamos una docena de veces a lo largo de un año. Tenía un humor fino, y podía hacer chistes incluso con las anécdotas más terroríficas. Supongo que eso la ayudaba a seguir viviendo. Nunca dejaba de sorprenderme su memoria. A veces, casi con infantilismo, la probaba con preguntas ridículas que no necesitaba que me respondiera, pero que ella igual contestaba. Las pocas oportunidades en que no recordaba algo, se mortificaba e insultaba en polaco, pero al cabo de unas horas me llamaba a mi casa para darme la respuesta. Había tenido que callar su historia durante 50 años, pero no se le había borrado ni la más mínima escena de aquellos años. Cuando hablaba de su hermana, se le nublaban los ojos; cuando hablaba de París, sonreía con nostalgia. Recordaba todo: la invasión de Polonia, los nazis, el gueto y las deportaciones. Algunas circunstancias las recordaba con una nitidez escalofriante. Si bien ni ella ni su marido habían pasado por campos de concentración, poco a poco me fui enterando de las estratagemas que habían tenido que inventar para sobrevivir: habían vivido de incógnito entre soldados alemanes poco después de haberlos combatido junto con los partisanos polacos, y encerrados en una fosa, en una fábrica y otros escondites salvadores; habían vivido en la Berlín de la ocupación estadounidense, en París durante la posguerra; habían navegado dos semanas en un transatlántico escapando de la Europa desolada en búsqueda de la felicidad en América para llegar a una Argentina enlutada por la muerte de Evita... Mira se fue revelando como lo que era: una heroína de novela de aventuras en el con-