OPINIÓN | 25
| Miércoles 17 de julio de 2013
plata sucia. Amparada en su misión espiritual, la economía vaticana se ha movido en condiciones de secreto y privilegio que
facilitaron maniobras oscuras. En lograr ponerles fin se juega el crédito de la Iglesia y también parte del carisma de Francisco
Una cruzada contra las finanzas non sanctas Loris Zanatta —PARA LA NACIoN—
C
BoLoNIA
onocido en el mundo como el “banco del Vaticano” (aunque en sentido estricto no sea un banco), el Instituto para las obras de Religión, el célebre IoR, volvió a verse envuelto en las sombras del desprestigio. Y con él, la propia Iglesia, por supuesto. Y sucedió justo cuando el austero presidente de la entidad, el alemán Ernst von Freyberg, había lanzado una campaña para restaurar su reputación. En eso se estaba cuando, dos semanas atrás, cayó preso monseñor Nunzio Scarano, que tenía varias cuentas en el IoR y manejaba operaciones financieras por millones de euros, fuera de todo control, en sociedad con personajes nada recomendables. Este viernes, la justicia italiana dispuso el congelamiento de los fondos que manejaba el IoR y el Vaticano anunció que investiga el presunto lavado de dinero por parte de Scarano. El banco del Vaticano había servido una vez más para reciclar dinero sucio. A Scarano lo llamaban “Mister 500”, dada su familiaridad con los billetes de alta denominación. Mientras se espera que la investigación judicial revele detalles sobre la red de laicos y religiosos que aprovecharon las oscuras maniobras de Scarano en beneficio propio, el escándalo conmovió –una vez más– los cimientos del IoR y de la Santa Sede. Es verdad, en efecto, que en su intento de limpieza el papa Francisco ya había intervenido el IoR, había puesto al frente a un prelado de confianza, monseñor Battista Ricca, y había establecido una comisión encargada de investigar a fondo las actividades de la banca vaticana. Nada, sin embargo, parece fácil en los sagrados y muy enfermos palacios donde ya se murmura –al igual que en los blogs mejor informados de los vaticanistas– que sobre el nuevo papado revolotean antiguos fantasmas. Fantasmas por cierto incómodos para el Pontífice, que acaba de denunciar las presiones de un “lobby gay” vaticano. Nadie duda de la decisión con que el papa Francisco ha declarado su objetivo de purificar las costumbres de la curia. Pero todo indica que la voluntad del Papa no es suficiente y que en la administración vaticana, como en toda organización compleja, los verdaderos cambios deben tocar la estructura institucional y la cultura de sus miembros. En este sentido, no hay especial diferencia entre las finanzas seculares y las de la Santa Sede, aunque sea evidente para todos que, dada la naturaleza de su misión, la Iglesia padece como nadie la herida que estos escándalos producen en su credibilidad ante el mundo y ante sus fieles. Mi ambición, había reconocido Ernst von Freyberg poco antes del último
escándalo, es que cuando la gente piense en el Vaticano lo haga para escuchar la palabra del Papa y no para pensar en el IoR. Así las cosas, se entiende que muchos hayan empezado a pensar que, ante la dificultad de reformar un sistema tan carcomido, Francisco podría haber llegado a la conclusión de que más vale tomar decisiones drásticas, como podría serlo renunciar a la existencia misma del IoR. Y aún más se entiende que, ante el inmenso daño que el IoR viene infligiendo no sólo a la imagen de la Iglesia, sino a su autoridad espiritual, todos se pregunten para qué sirve mantenerlo en pie. Quien en su momento dio una célebre y brutal respuesta a tan candorosa cuestión fue monseñor Paul Marcinkus, el prelado norteamericano, jefe del IoR en sus tiempos más negros, cuando quebró el Banco Ambrosiano, cuando se sucedieron misteriosos homicidios y se hablaba de las relaciones peligrosas con la mafia, cuando frecuentes versiones vincularon los escándalos del IoR con la imprevista muerte del papa Juan Pablo I. En la cúspide del cinismo, Marcinkus se atrevió a más: “La Iglesia –dijo– no vive sólo de avemarías”.
Brutal y cínico, sin duda, pero eficaz. A su manera señalaba el fondo del problema. Es decir: la Iglesia tiene una misión espiritual, pero está en el mundo; se supone que la guía el Espíritu Santo, pero está formada por hombres de carne y hueso; sus fines son sobrenaturales, pero sus medios son muy humanos; predica la pureza moral, pero para sus obras necesita dinero, que todo lo ensucia. Que los fieles se escandalicen es legítimo y comprensible, y será responsabilidad del Papa darles una respuesta eficaz a la brevedad. Pero sería también un error perder de vista que se trata de un escándalo basado en una visión angelical, demasiado idealizada de la Iglesia, una visión que desconoce parte de su historia, en la que la convivencia espuria entre fines espirituales y medios materiales siempre generó distorsiones en su relación con el poder, con el dinero, con el sexo. Preguntarse, como se preguntan muchos creyentes mortificados por la vergüenza, cuándo fue que el Vaticano dejó de verse a sí mismo como la sede de la iglesia de Dios para concebirse como un Estado tan cínico como los otros, implica una sana indignación, pero también una visión distorsionada de
la historia de la Iglesia. ¿Cómo olvidar, en efecto, que hasta bien avanzado el siglo XIX la Iglesia fue un Estado que ejercía el poder temporal, administraba las finanzas, se involucraba en guerras y preveía la pena de muerte? Nada de todo aquello, por supuesto, justifica lo que sucede hoy. Y en lograr poner fin al manejo oscuro de las finanzas vaticanas se juega una parte del carisma de Francisco. Pero también hay riesgos y entre ellos no es el menor la ilusión pauperista de una Iglesia tan pobre y limpia, tan santa y etérea que en nombre de su pureza sale a combatir cruzadas contra el demonio de las finanzas, el nuevo Moloch del siglo XXI. La verdad, come dice el propio Von Freyberg, es que si la gestión de las finanzas se hiciera de forma honesta y eficiente, podría cumplir una función importante para la Iglesia católica, al tratarse de una institución presente en cada rincón de la Tierra, que recibe donaciones y ofertas y que tiene gastos enormes, tanto para mantener a su personal como para realizar sus obras educativas y asistenciales. Más aún si se piensa que el propio IoR –a través de depósitos realizados en su mayoría por congregaciones religiosas– re-
cibe varios milliones de euros por año, que no divide entre accionistas, sino que pone a disposición del Papa y que forma parte importante del presupuesto de la Santa Sede. Después, que ese dinero lo administre una institución ya muy desacreditada que se llama IoR, que sea confiado a otras instituciones bancarias –como ya hacen muchas iglesias nacionales y órdenes religiosas– o que se ponga todo en manos de un llamado “banco ético” dependerá de las decisiones del Papa. Pero no cabe duda de que una institución del tamaño y de las características de la Iglesia Católica necesita de una frondosa actividad financiera, aunque les resulte feo a muchos fieles. Negarlo es ingenuo. o peor, demagógico. El dilema irresoluble de la doble naturaleza –espiritual y secular– de la Iglesia Católica, que proyecta tantas ambigüedades, causa y siempre causará delicados escrúpulos morales a los creyentes. Es lógico. Sin embargo, visto desde una perspectiva laica como la de quien escribe, el mismo problema puede encararse desde otro punto de vista. Parece evidente que el problema de los escándalos financieros de la Iglesia no se debe tanto a un grado especialmente perverso de corrupción: en realidad, la finanza vaticana padece más o menos de los mismos defectos que han padecido y siguen padeciendo todas las instituciones financieras, algunas más, otras menos. El problema es que muchos de esos escándalos se han producido porque, en nombre de su especial misión espiritual, la gestión financiera del Vaticano ha eludido los controles normales, ha evitado impuestos, ha trabajado en condiciones de absoluto secreto y privilegio, ha cambiado la transparencia por el amiguismo y las clientelas; no ha suscripto acuerdos para la lucha contra el blanqueo de dinero sucio, etcétera. Si es así, entonces, la solución suena obvia: urge normalizar las finanzas vaticanas, “secularizarlas” por entero poniéndolas bajo las mismas reglas a las que están sujetas todas las demás instituciones financieras. En caso contrario, el Vaticano seguirá apareciendo ante el mundo como una especie de paraíso fiscal y su imagen seguirá en caída. ¿Se podría poner fin así a los escándalos? Difícil, tratándose de una institución humana. Pero sería, por lo menos, la patología de un sistema más transparente, no la fisiología de un sistema que emplea sus fines espirituales para ocultar maniobras atrevidas, cuando no sucias. No todo está por hacerse: exactamente en ese sentido se están moviendo Ernst von Freyberg y el papa Francisco. ojalá tengan éxito. © LA NACION
El autor, italiano, es docente de historia en la Universidad de Bolonia
La OEA fija criterios sobre la libertad de expresión Adrián Ventura —LA NACIoN—
L
a relatora para la Libertad de Expresión de la oEA, Catalina Botero, cuestionó la ley de medios de Ecuador. La Comisión Interamericana recomendó a Venezuela que permita a Radio Caracas Televisión (RCTV) participar en una licitación transparente para recuperar la licencia que le revocó Hugo Chávez, un asunto que ya está en estudio de la Corte Interamericana. Parece una coincidencia, pero esas dos decisiones, que establecen una muy fuerte defensa de la oEA en favor de la libertad de expresión, pueden convertirse en un escollo inesperado para el gobierno argentino en momentos en que el caso Grupo Clarín acaba de ingresar a estudio de la Corte Suprema argentina. La Convención Americana de Derechos Humanos, la Comisión Interamericana, la Relatoría y la Corte Interamericana establecen las normas que todos los países deben respetar en materia de libertad de expresión. Y dos de esos organismos acaban de decir que “la pretensión de un gobierno de garantizar el pluralismo no puede justificar que se violen las normas
internacionales”. ¿Cumple la ley de medios aprobada en la Argentina en 2009 con esas pautas? El 14 de junio, a instancias del presidente Rafael Correa, la Asamblea Nacional de Ecuador aprobó una ley de comunicación audiovisual bastante similar a las que rigen en Venezuela y en la Argentina. Pero la relatora Botero, en una extensa carta que le envió al canciller de ese país, Ricardo Patiño, el 28 de junio último, criticó formalmente los aspectos centrales de esa norma: dice la relatora especial que una ley no puede regular en forma uniforme a la TV abierta y a los diarios y la TV por cable, porque “lo que puede resultar legítimo” para los canales de aire y para las radios, que usan un espectro radioeléctrico escaso, “puede no ser legítimo cuando se aplica a la TV por cable, a la prensa escrita y a lo que se difunde por Internet”. Ésa es, precisamente, la diferencia que también hizo, en su fallo de abril último, la Cámara Civil y Comercial Federal cuando limitó las licencias de aire del Grupo Clarín, pero declaró inválidas las normas que afectaban a Cablevisión, que no usa
espectro radioeléctrico. El Gobierno, para avanzar en contra de la cableoperadora, intentará contradecir ese criterio. Botero también le recordó al presidente Correa que “el Estado debe ser neutral respecto de los contenidos emitidos por los medios de comunicación”. ¿Puede el gobierno argentino alegar que es neutral cuando la Corte argentina y una cámara de apelaciones condenaron al Gobierno a asignarles a Perfil y a Clarín publicidad que el Poder Ejecutivo les retacea y sólo entrega a los medios más cercanos al poder? Y, por otro lado, ¿es neutral con la publicidad que se emite a través de Fútbol para Todos? Por si fuera poco, Botero también señaló que cada medio –no el gobierno– es el responsable de “establecer voluntariamente su propio código de ética”. El Estado, dice la carta, “no es el guardián de la ética periodística”. En otras palabras, ni el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, ni ningún otro funcionario pueden imponerles criterios de conducta a los medios ni a los periodistas. Pero el otro caso, tal vez el más resonante
en América latina, es el de RCTV, un canal de aire independiente que se emitía desde Caracas y que dirigía Marcel Granier. En 2007, el entonces presidente Hugo Chávez dijo que “no se iba a tolerar ningún canal que esté al servicio del golpismo, contra el pueblo” y decidió no renovar la licencia de ese medio, permiso que además debería haber vencido sólo en 2027. Por eso, el año último, la Comisión Interamericana, en un muy extenso informe oficial, recomendó a Venezuela que le permita a RCTV participar en un proceso licitatorio, sin discriminar a ese medio por su línea editorial. Del citado documento surgen algunos conceptos claros: ●Los medios de comunicación “son verdaderos instrumentos para la libertad de expresión”. ●La decisión de Venezuela de no renovar la licencia de RCTV respondió a su línea editorial crítica y fue resultado de un abuso y “desvío de poder”. ●La Comisión reconoce que la “asignación o no de una licencia de radio o televisión tiene un impacto definitivo sobre el derecho a la libertad de expresión” para los
ciudadanos y para la democracia. Varios fallos argentinos habían negado esa vinculación directa, que ahora la Comisión Interamericana sí reconoce expresamente. ●La asignación y renovación de licencias deben estar estrictamente reguladas por una ley y deben sujetarse a criterios “imparciales y transparentes”. La Comisión afirmó que “otorgar o no esas licencias a canales y radios para presionar, castigar o premiar a los periodistas y a los medios es una restricción indirecta a la libertad de expresión”. Desde hace dos meses, este caso que afecta a RCTV y al régimen venezolano está a estudio de la Corte Interamericana. Con un detalle importantísimo: los fallos de este tribunal son obligatorios para todos los países, incluso para la Corte Suprema nacional. ¿Hasta dónde conviene a la Argentina arriesgarse a contrariar a la oEA? Esta semana, un fallo de la Corte Interamericana condenó a nuestro país por no haber establecido un adecuado régimen de menores. ¿Podrá la Argentina incurrir en otra violación internacional? © LA NACION
libros en agenda
Ernesto Schoo, el caballero de la alegre figura Silvia Hopenhayn —PARA LA NACIoN—
A
yer, con un gran amigo de Ernesto Schoo, repasábamos sus gestos. No me refiero a los grandes gestos –que los tuvo, siempre fue generoso con lo bello y lo bueno–, sino a su particular expresión luego de leer un libro, ver una obra de teatro, escuchar unos acordes que le resultaron extraños o lidiar con el porvenir de sus propios escritos. Era vital hasta en sus desconciertos. Con las palabras justas –más a lo Henry James que Flaubert– expresaba su deleite o repudio, acompañándolas con un meneo de la cabeza –indulgente o severo, según el caso– y
una sonrisa de curiosidad que le permitía abordar lo nuevo con pasión y alegría. “Vivir es un lujo”, dice un personaje de Clarice Lispector, y Ernesto no se lo perdió. Lo encontró en distintos sitios, en el campo, sus olores y cielos; en la ciudad, discurriendo por las calles con amigos o paseando a sus perros (inolvidable el carácter de su scottish Francisca); inmerso en los teatros, aferrado a una máquina de escribir en la redacción de un diario (Primera Plana, La opinión, Panorama, Tiempo, El Cronista), o frente a su colmada biblioteca de la calle Beruti. El interés por la obra de los demás pro-
venía siempre de una indagación vital, de preguntas no tanto existenciales sino por la forma. La plasticidad como hallazgo. El arte, para Ernesto, era el escenario privilegiado de la vida, pero también la vida, un espacio digno del arte. No se le escapaba detalle de su alrededor. Parecido a lo que propone oscar Wilde en “La decadencia de la mentira”, al decir que la vida imita al arte, porque en éste se encuentra la huella del hombre. Mezcla de enciclopedista, flâneur, gozador y crítico observador, Ernesto se distinguió también por su fino estupor. Era capaz
del mayor asombro y sus escritos lo reflejan de maravillas. La elegancia estaba en su modo de mirar. Con su gran amigo recordamos también el gesto de acompañar. Ernesto era compañero de artistas. Seguía sus obras en los distintos escenarios de la ciudad, era fiel a sus descubrimientos. o más bien, confiaba en la creación de los demás, sobre todo la de los dramaturgos. Y no tanto en la propia. Le resultaba curioso que sus libros no terminaran de hallar un lugar en la librería del mundo. Publicó cuentos (Coche negro caballos blancos), novelas (Función de Gala,
El baile de los guerreros, El placer desbocado, Ciudad sin noche), cientos de crónicas y críticas, y su personal libro Mi Buenos Aires querido (pre-textos 2011), “una excursión totalmente subjetiva por las calles, los lugares y los edificios que me son familiares”. La frase tersa, evocativa y punzante lo distinguía. Así como el subrayado esencial de su observación: su quijotesco levantar de ojos. Al evocar el repertorio de sus gestos, la muerte de Ernesto Schoo nos entristeció. Pero de una manera vital, con lo que Robert Musil llama “la felicidad del adiós”. © LA NACION