OPINION
Miércoles 6 de junio de 2012
I
LIBROS EN AGENDA
EL GOBIERNO Y LA CONSTRUCCION DE SU RELATO
El país que cabe en mil páginas
Blindarse contra las preguntas
SILVIA HOPENHAYN
S
PARA LA NACION
IEMPRE es tentador considerar la ficción como un terreno donde se gesta alguna verdad. No me refiero a las moralejas de los cuentos tradicionales. Es algo indiscernible, más propio del efecto que producen ciertas lecturas. Roland Barthes se refería a las frases o pasajes en los que uno levanta la cabeza y mira hacia el cielo, entre absorto y feliz. Breves instantes de reconocimiento de lo humano. El libro La Argentina como narración, recién publicado por el Fondo Nacional de las Artes, explora esas verdades en distintas épocas y estilos. Nuestro guía en esa búsqueda es Jorge Monteleone, responsable de la edición, selección y estudio crítico. En sus frondosas páginas se eslabonan los textos de la narrativa argentina, pero no de manera cronológica, sino por recurrencia. Es decir, aquello que vuelve, insiste y se recrea. Cada capítulo (son diez, más uno dedicado a la novela Zama, de Antonio Di Benedetto) es una propuesta identitaria a través del tiempo. El primero es “Las fundaciones”, donde se combinan relatos, a veces bajo la forma de fragmentos, otras completos, de Macedonio Fernández (sus deliciosos prólogos: a la eternidad, a mi persona de autor, el prólogo de indecisión, etc) con Agosto, de la joven escritora Romina Paula o Las garras del niño inútil, de Luis Mey, entre muchos otros. En la misma senda se cruzan Esteban Echeverría con El Matadero, Miguel Brascó con su asadito, Juan José Saer con El entenado, Osvaldo Lamborghini, Liliana Heker y Raúl Scalabrini Ortiz, con El hombre que está solo y espera. El segundo capítulo es una marca territorial, “El desierto”. De Sarmiento a Eduardo Belgrano Rawson; de la Patagonia de Sara Gallardo o la playa de Alan Pauls a la llanura de Juan José Becerra o los confines de Liliana Bodoc. Los siguientes capítulos revelan el carácter argentino a partir de narraciones diversas: “Las dicotomías”, “La violencia”, “El destierro”, “La anarquía y el orden” y “La amistad y la conspiración”. Luego entramos en el terreno de individual, las letras de la subjetividad: “La paranoia y el delirio” (cap. 8), “El ser de excepción” (cap. 9) y finalmente, por decantación borgeana, “El otro, el mismo” (cap. 10), que incluye a Lugones, Beatriz Sarlo, Luis Chitarroni, Cambaceres o Claudia Piñeiro. A su vez, cada capítulo culmina con un ensayo –que funciona como remanso reflexivo de los distintos recorridos temáticos–, escrito para esta edición por Dardo Scavino, Sylvia Iparraguirre, Noé Jitrik, Miguel Dalmaroni, María Negroni, Christian Ferrer, Graciela Montaldo, Martín Kohan, Horacio González y Enrique Foffani. En el prólogo, Héctor Valle establece una distinción: “En esta antología no se recopilan sólo escritos ilustres, sino que se reseña con agudeza el núcleo principal de la narrativa argentina”. Su formato permite viajar literariamente por las páginas de nuestra historia, hecha de pérdidas, pero también de creencias y filiaciones. Una limitación del viaje: hay que hacerlo sentado. La antología no es portátil. Son casi mil páginas. © LA NACION
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PABLO MENDELEVICH PARA LA NACION
H
ACE unos días, varios dirigentes del Frente Amplio Progresista (FAP) fueron en subte hasta la Plaza de Mayo para abrazar el Cabildo. Dijeron que lo hacían para reclamar “transparencia”. A la misma hora, los dirigentes de Pro se tomaban de las manos para intentar cubrir el perímetro del Palacio de los Tribunales con otra consigna. Lo que demuestra que cuando se trata de abrazar edificios públicos, extravagante cordialidad con inmuebles a los que se busca exorcizar, los distintos opositores toman el recaudo de sincronizar sus relojes de modo de desencontrarse puntualmente. Es probable que la dispersión de esfuerzos aumente el desinterés de las masas por estas causas, pero antes está la falta de contundencia. En el supuesto de que la virtud de la transparencia consiga ser impresa en una pancarta, ¿tiene sentido pedirle transparencia a un gobierno que, si uno mira bien, cada día está más transparente? Por cierto que muchos datos oficiales son rigurosamente inaccesibles (salvo cuando La Cámpora fastidia a Daniel Scioli con pedidos de informes legislativos). Pero ahora por lo menos el hermetismo estatal está al descubierto. Incluso se lo practica con jactancia. En su período lactante, el kirchnerismo había enarbolado la bandera del acceso a la información. Dictó un decreto específico y propuso una ley. Pero enseguida embrolló el debate y enrolló la bandera. ¿Cómo fue el embrollo? La senadora Cristina Kirchner, presidenta de la Comisión de Asuntos Constitucionales, pretendía equiparar la información del Estado con la información de las empresas privadas para legislar en consecuencia. ¿Suena actual? Claro, es el argumento que restauran quienes le ofrendan una salida por la tangente al reclamo de conferencias de prensa que hoy agita a los periodistas no alineados. “Está bien preguntarle al poder político –dicen los custodios ad honorem de la fortaleza oficial–, pero también hay que preguntarle al poder económico.” Adaptación del acertijo de cómo esconder un elefante en la calle Florida: la única salida es poner cien elefantes. Las preguntas al Gobierno tienen en realidad diferentes formatos según quien las haga. Pueden proceder de periodistas en una conferencia de prensa, de legisladores en una rendición de cuentas del jefe de Gabinete o en la interpelación a un ministro, de un pedido de informes parlamentario o de cualquier persona que haga una presentación dentro de lo que permite el recortado acceso a la información pública. Visto así, es incorrecto aseverar que a los gobernantes actuales les disgustan las preguntas de los periodistas porque ellos odian a los periodistas. Les disgustan todas las preguntas, vengan de donde vinieren (lo que no significa que a los periodistas no alineados les tengan algún aprecio). El motivo es obvio: la ausencia sostenida de preguntas fue lo que le permitió al kirchnerismo construir un relato oficial integrado, que se resquebrajaría si se echara luz sobre sus zonas oscuras. La fortaleza del relato reside justamente en su carácter blindado, por eso el Gobierno devuelve los pedidos de preguntas libres con toda clase de contraataques. El recurso esgrimido (“¿por qué no le hacen preguntas al poder económico?”) tal vez sea el más contradictorio. Pretende una equivalencia entre las obligaciones
nunciante se habría expresado mejor? Ahora bien, cabe preguntarse si es cierto lo que dice la Presidenta, que se pretende que ella hable “contra sí misma”. Si fuera cierto en términos universales, los presidentes y primeros ministros de las democracias en las que son habituales las conferencias de prensa serían unos masoquistas de atar. Hasta resultaría difícil entender cómo algunos incluso son reelegidos en sus países pese a que semanalmente contestan preguntas de los periodistas. Sin embargo, la presidenta argentina, dotada de una astucia impar, parece aprovechar la idea de que las preguntas que a ella se le reservan la pondrían contra la pared. Sugiere así que los preguntadores de aquí no son
Una conferencia de prensa de la Presidenta quebraría el hilo de la propaganda oficial, resguardada en sus discursos
El Gobierno ya admite sin pudor el rasgo totalitario de administrar en forma monárquica la información estatal del Estado y las del sector privado inversa a la que habitualmente se sostiene en materia de derechos humanos. El kirchnerismo siempre repudió la teoría de los dos demonios con fervor institucionalista. ¿Por qué si se entiende que un Estado totalitario no es equiparable a los grupos terroristas “privados”, cuando se trata de información pública se pretende que el Estado es sólo un actor más y, consecuentemente, que los funcionarios son tan servidores públicos como los empresarios? Fatigado, tal vez, de ensayar justificaciones para no aceptar preguntas, la novedad es que el Gobierno se volvió transparente para ejecutar su falta de transparencia. Ya no se esmera por aparecer cultor de una causa noble como el acceso a la información pública, a la
que luego desvirtúa, sino que admite sin pudor el rasgo totalitario de administrar en forma monárquica la información estatal, como si fuera propiedad privada del gobernante. Cristina Kirchner hizo cumbre en este sinceramiento la semana pasada, cuando rechazó el pedido de la prensa para que incorporara el hábito republicano de responder preguntas. “Yo no voy a hablar contra mí misma –dijo–. Para información oficial están mis discursos.” El Gobierno, se ve, cambió de argumento en pos de sus motivaciones reales. Juan Manuel Abal Medina, jefe de Gabinete, había sostenido –si cabe el verbo cuando se dice algo insostenible– que no hay conferencias de prensa porque el Gobierno está muy ocupado gobernando. Pero ahora la Presidenta explicó que la verdadera razón del escamoteo es que ella tiene por seguro que dar una conferencia de prensa y salir mal parada es exactamente la misma cosa. Una conferencia de prensa presidencial, sugiere la propia Cristina Kirchner, quebraría el hilo de la propaganda oficial, resguardada en sus discursos nunca interrumpidos por nadie, cuya relectura ella recomienda. ¿Algún opositor acalorado puesto a de-
profesionales neutros sino perversos diablos enmascarados, ansiosos por hacerla hablar contra ella misma. En verdad, las conferencias de prensa a las que se someten los presidentes de otros países y las que algún día pudiera dar nuestra presidenta no serían iguales, pero ello no sería atribuible a alguna diferencia genética entre los periodistas argentinos y los uruguayos, franceses, españoles o estadounidenses, y tampoco a la diseminación de un virus ideológico entre los periodistas criollos, sino a la existencia de rutina en un caso y a la falta de rutina en el otro. Tantos años de hermetismo cesarista causaron sobreabundancia de preguntas pendientes, muchas de ellas mayúsculas. Paradójicamente, las preguntas que varios conocidos periodistas dijeron tener in pectore durante el clamor grupal teatralizado en un reciente programa de Jorge Lanata abonaron la idea de que la Presidenta debería esmerarse si se decidiera a enfrentar a los preguntadores. ¿Tendría forma de salir bien parada de treinta o cuarenta preguntas (y repreguntas) sobre Boudou, Ciccone, Vandenbroele, la diferencia entre Mariotto y Cobos, su antigua admiración por Alemania, no se sabe si Occidental u Oriental (menos ahora que la AFIP tiene a ambas por vigentes) o la fantástica compraventa de terrenos que hizo Kirchner en El Calafate siendo presidente? ¿Saldría airosa de preguntas bien formuladas sobre las tres “i” (inflación, inseguridad, inversiones) y otros tabúes del esterilizado discurso oficial? El día que le contestó al clamor profesional para que dé conferencias de prensa, cuando mandó a los periodistas a conformarse con sus discursos, Cristina Kirchner tuvo que atajar una pregunta al vuelo relacionada con las medias repartidas entre niños angoleños con la leyenda “Clarín miente”. La Presidenta eludió responder mediante el recurso de mostrar simpáticamente sus medias lisas, lo cual no alcanzó para que se sepa qué piensa de aquel desagradable suceso. Quizá lo que quiso mostrar no fueron sus medias sino que los temas incómodos se seguirán sorteando así, con salidas del paso adaptadas a cada tema. Algo que una conferencia de prensa no digitada restringiría. © LA NACION
La cultura del esfuerzo MAXIMILIANO GREGORIO-CERNADAS
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UNQUE sabemos que en nuestra sociedad el mérito cotiza menos que la picardía y que a menudo sólo nos vigila nuestra conciencia, dudamos ante los dilemas constantes que debemos enfrentar, pues ignoramos y tememos las consecuencias de nuestros actos. Aun para los que creen tener todo resuelto, el futuro plantea incógnitas indescifrables. Cuando el joven Hamlet encuentra al fantasma de su padre asesinado, asume que “hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que puede soñar tu filosofía”. Sobre esta intuición se ha construido el edificio de la sabiduría humana: la naturaleza azarosa de la existencia y el reconocimiento de sus limitaciones y contingencias. Felizmente, esa misma única certeza en nuestro océano de incertidumbres –que tarde o temprano nos toparemos con inesperados obstáculos– encierra también una clave: si todo es posible, ergo existe un piélago de recursos para atravesar cualquier tormenta. Sin embargo, desafiar al destino no es inocuo, y allí surge el primer obstáculo: ¿estaremos dispuestos a pagar el precio de enfrentar a las Moiras que tejen los hilos de nuestra fortuna? Con rigor lógico, Hamlet nos conduce a su célebre dilema vital: “Ser o no ser: he ahí la cuestión./¿Qué es más noble al espíritu: sufrir/golpes y dardos de la airada suerte,/o tomar armas contra un mar de angustias/y
PARA LA NACION
darles fin a todas combatiéndolas?”. En otras palabras, se nos presentan dos caminos. Uno corto, pavimentado de indolencia, holgazanería, imprevisión, acomodo o la ventaja competitiva de la amoralidad. Un atajo que –como lo indica la moraleja de la didáctica ópera de Stravinski inspirada en los grabados de Hogarth, La carrera del libertino– está acechado por el diablo. Por el contrario, la alternativa del esfuerzo conduce hacia un camino más largo y exigente: vivir con coraje y sin temor a la incertidumbre, desafiar la rutina, prevenir los avatares, prepararse para los tiempos infaustos, levantarse de cada traspié (“Kopf hoch!”; “¡arriba la cabeza!”, exclaman los alemanes), superar la adversidad con entereza, mirar más allá del instante y proponerse progresar inmaterialmente. Así el espíritu se refuerza y eleva sobre las vicisitudes, se prosigue con mayor ímpetu y se adquiere el goce de contar con un sentido para la existencia, como enseñó Viktor Frankl. Esta disposición puede incluso dotarnos de una nueva perspectiva hacia el mundo material, pues hay honra y belleza moral en la estética del viejo traje de un abuelo querido, en el cuero ajado de un libro favorito, en unas galopadas botas de montar, en el banquito destartalado de Leloir o en la Mesa de trabajo y reflexión (1994) de Víctor Grippo, uno de los más conmovedores símbolos de la cultura del esfuerzo
que haya producido el arte argentino. En la vida –como en el deporte– se trata menos de acumular triunfos que de evitar errores y de superar fracasos. Ella semeja menos a la carrera del sprinter, cuya suerte se resuelve en escasos segundos, que a la del fondista, cuya tarea es de largo aliento, pues requiere administrar esfuerzos, aprender a levantarse tras cada tropiezo, cultivar la modestia y la paciencia. El brillo efímero de un genial impromptu se desvanece más raudo que la luz discreta pero tenaz de una disciplina constante. Séneca, el filósofo del estoicismo –la vigorosa moral de resistencia a la adversidad–, trazó una hoja de ruta cósmico-existencial para aquellos que desean enfrentar al destino con coraje y empeño: per aspera ad astra (“a través de las dificultades, hasta las estrellas”). La vida asumida de este modo deviene en una epopeya, en la aventura de desafiar las limitaciones de la juventud, la inexperiencia, la inseguridad, una cuna modesta o la desgracia, en la que “the limit is the sky” (“el límite es el cielo”), tal como se proclama en las naciones que enaltecen la iniciativa. Es cierto que la cultura de vivir sin esfuerzo no es desconocida en nuestra pródiga sociedad, como lo acreditan varios prototipos –el especulador, el pariente acomodado, el “ñoqui”, el fullero o el zángano profesional–, difundidos personajes del sainete que podría titularse “La Argentina generosa”. Incluso las subculturas del
piola o la del sabiondo de cafetín (“bebí mis años y me entregué sin luchar”) suelen ser apreciadas. No obstante, los cultores del trabajo constituyen la inmensa mayoría que ha hecho y continuará haciendo grande a este país. Nuestra historia y presente están poblados de notables ejemplos. Las virtudes sanmartinianas han ofrecido a generaciones de argentinos un modelo de tesón y sacrificio. Martín Fierro advirtió que “el trabajar es la ley”, mientras el sabio Almafuerte enseñó: “No te des por vencido, ni aún vencido”. En un olvidado fortín de frontera, el coronel Levalle arengaba a sus soldados: “No tenemos yerba, ni tabaco, ni pan, ni recursos, ni esperanza de recibirlos; estamos en la última miseria, pero tenemos deberes que cumplir y los cumpliremos. Muchachos: adelante y ¡viva la Patria!”. El legado del genial director de orquesta argentino-austríaco Erich Kleiber rezaba en una pared del Teatro Colón: “La rutina y la improvisación son los enemigos mortales del arte”. En su camino hacia el Premio Nobel, Bernardo Houssay fue antes bachiller a los 13 años y farmacéutico a los 17. Nuestro exquisito pianista Bruno Gelber es tenido en el mundo como un paradigma de quien ha sabido elevarse desde una dura enfermedad infantil hasta el estrellato. El recordado René Favaloro logró proyectarse desde el barrio El Mondongo, de La Plata, hasta convertirse en una eminencia de la
medicina mundial. El popular tenor Darío Volonté trabajó desde niño para ayudar a su madre, sobrevivió al hundimiento del acorazado Belgrano y, a pura guapeza de vivir, se convirtió en un artista requerido en todo el mundo. Esta tradición argentina de la cultura del esmero puede ser enseñada y alentada, especialmente entre los más jóvenes. A ellos no los acecha el demonio, sino una minoría de pillos, ansiosa de ganar cómplices y clientes que justifiquen sus trapisondas. Es claro que los frutos de la molicie y el glamour de los epicúreos o del éxito fácil son más atractivos para los jóvenes que la idea del “sacrificio”. Recuerdo lo mal que juzgué a mi padre –cultor del trabajo– cuando a mis 16 años, a pesar de estar de vacaciones, me obligaba a trabajar a la par de sus cadetes sobre una cubierta bañada por las gélidas olas del Mar del Norte. En rigor, con su ira momentánea, los jóvenes buscan, precisamente, comprobar si creemos en lo que decimos y si tenemos agallas para perseverar en la ardua tarea de transmitirles el amor al trabajo duro y bien hecho. El tiempo, que todo lo sabe, nos enseña que la cultura del esfuerzo se inculca con el ejemplo y se adquiere practicándose a sí misma, que el desaliento es el peor consejero y que, tarde o temprano, el mérito prevalece. © LA NACION El autor es diplomático de carrera