EDICIÓN ESPECIAL | 15
| Sábado 16 de marzo de 2013
bergoglio, papa | la visión de los analistas
Un pontífice jesuita con el alma franciscana opinión Juan Arias EL PAÍS
S
ROMA
i el nuevo papa, el jesuita Mario Bergoglio, escogió el nombre de Francisco pensando en san Francisco de Asís, como interpretó enseguida la comunidad cristiana mundial, y no en san Francisco Javier, tendríamos por primera vez un curioso y emblemático injerto de un jesuita franciscano. Si hay dos órdenes religiosas más diferentes son las de la Compañía de Jesús, fundada por Ignacio de Loyola para preparar intelectualmente a las elites de la sociedad y bucear en el mundo de la cultura, la ciencia y el arte, y la orden Franciscana, fundada por el poverello de Asís, que se caracteriza por su acercamiento a la gente más sencilla, a los más pobres. En la Edad Media, cuando aún no existían los bomberos, los franciscanos se ofrecían a apagar los fuegos, lo que los hizo muy populares. Que un papa jesuita haya escogido, por primera vez en 2000 años, el nombre de Francisco no deja de tener un valor simbólico y gestual. En verdad, los cardenales de la periferia de la Iglesia, que son quienes lo eligieron, lo hicieron más por sus características franciscanas que jesuíticas, por su estilo de vida sencilla como cardenal, su cercanía a los más pobres y su
fuerte espiritualidad para contrarrestar las sucias maniobras vaticanas. Me han preguntado en varias entrevistas de radio y televisión qué puede significar para la Iglesia un papa jesuita. Para responder hay que recordar que ese jesuita se llama papa Francisco. Y hay que remontarse, para entenderlo mejor, a cuando el Concilio Vaticano II, que supuso la gran conversión de la Compañía de Jesús, que, de ser una orden dedicada al estudio, a la enseñanza y las elites, pasó a empeñarse también en las vanguardias de la Iglesia, promoviendo la Teología de la Liberación en América latina y llegando hasta a flirtear con ciertas guerrillas de liberación. Fue entonces cuando en El Salvador empezaron a pagar con la vida. Allí fueron acribillados a balas seis profesores jesuitas y dos mujeres que atendían la casa. De noche, mientras dormían, a traición. Su pecado fue defender la causa de los pobres y propiciar un diálogo entre las dos partes en conflicto de la guerrilla. Y quien le escribía los discursos de fuego contra los poderosos a monseñor Romero, también asesinado por los militares, esta vez mientras celebraba la eucaristía, era un teólogo jesuita. Esa transformación de la Compañía de Jesús –que de las universidades bajó a las favelas y a la violencia de las comunidades más pobres de América latina– le valió al carismático y místico superior
general, el padre Pedro Arrupe –el médico vasco que, en Hiroshima, el día de la tragedia atómica, operó con tijeras de coser ropa en medio de los escombros– una ruptura con el entonces papa Juan Pablo II. Tuve ocasión de escuchar de viva voz del padre Arrupe una serie de confidencias las semanas en las que pasé muchas horas con él para filmar un reportaje de una hora para la RAI-Televisión de Italia, titulado “El papa negro”. Arrupe, que era de una espiritualidad tan fuerte y auténtica que impresionó al equipo agnóstico de televisión que me acompañó, me contó, por ejemplo, en relación
Que un papa jesuita haya escogido, por primera vez en dos mil años, el nombre de Francisco no deja de tener un valor simbólico y gestual Quizá, pues, por lo menos después del Concilio, el matrimonio jesuita-franciscano no sea tan raro como parece
con el cambio que en ellos operó el Concilio con estas palabras textuales: “Cuando hoy vemos actuar al Opus Dei, es como mirarnos en el espejo para decir: así fuimos y así no podemos seguir siendo”. Y cambiaron. Antes del Concilio, eran 36.000 en la compañía. El Concilio los desangró. Perdieron cerca de 10.000, al mismo tiempo que empezaron a actuar en nuevos campos de acción. Me contó que el papa Juan Pablo II, que ya en Cracovia había escogido al Opus Dei como su escudo en vez de a los jesuitas, los únicos religiosos de la Iglesia que además de los tres votos hacen un cuarto voto de “obediencia al Papa”. Cuando el papa polaco recibió en el Vaticano al padre Arrupe y a su equipo mayor, les dijo textualmente: “Fuiste motivo de preocupación para mis predecesores y lo seguís siendo para el Papa que les habla”. Arrupe me contó que pensó enseguida en dimitir. Tuvo un encuentro a solas con el Papa. “Juan Pablo II me pidió que me arrodillara”, relató. Y añadió: “Y me recordó con severidad que los jesuitas deben obediencia especial al Pontífice”. Al final, Juan Pablo II pidió a Arrupe que no dimitiera. Temía que un nuevo general pudiera ser más duro y con el que habría podido tener más choques dada la tensión que existía en aquel momento entre la Compañía de Jesús y el Vaticano. Algo que chocó e impresionó a mis colegas técnicos de la RAI
fue cuando Arrupe me habló de lo que para él significaba la muerte. El operador de televisión tuvo que detener unos minutos la grabación y se lo veía emocionado. Supe después que más adelante aquel operador televisivo se presentó un día en la Casa Generalicia de los Jesuitas a pedir que Arrupe rezase por una hija suya muy enferma. Al padre Arrupe, ya enfermo y entristecido, aunque nunca deprimido, lo sustituyó el holandés Peter Hans Kolvenbach, que, curiosamente, en sus hábitos en Roma, donde daba clases, era muy parecido a cómo se portaba el cardenal Jorge Bergoglio en Buenos Aires. Recuerdo haberlo visto en ómnibus o en bicicleta o a pie. Rezaba con la postura de loto de los yoguis, hacía meditación hindú y era vegetariano. Quizá, pues, por lo menos después del Concilio, el matrimonio jesuita-franciscano no sea tan raro como parece. Francisco de Asís, según algunos historiadores, pertenecía a un grupo sufí islámico y llevaba a cabo ritos de tipo sufí con sus primeros compañeros de aventura. Quizás el papa Francisco sea capaz de encarnar las características de las dos mayores fuerzas, junto con los dominicos, que posee la Iglesia Católica. Todo ello, como me decía Arrupe, “gracias al milagro del Concilio” promulgado por un papa anciano al que, según los romanos, se parece de alguna forma el papa jesuita franciscano.ß ©El País SL
El papa Francisco entra a su residencia en el Vaticano, rodeado por los cardenales
REUTERS
El hombre que interpela al corazón humano opinión Gabriel Astarloa PARA LA nACIOn
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ste miércoles, la Catedral Metropolitana desbordaba de gente. Fue la celebración religiosa más jubilosa a la que yo haya asistido. A muchos les resultó imposible contener las lágrimas cuando se rezaba por Francisco, que desde hacía unas horas era el nuevo Romano Pontífice. En medio de tanta emoción recordé que exactamente un mes atrás, en ese mismo templo, participé de la misa del Miércoles de Ceniza, celebrada por el entonces cardenal Bergoglio, y hasta tuve la fortuna de recibir la comunión de sus manos. Pero lo más impactante fue la hondura de la homilía de Bergoglio, al que le faltaban pocos días para viajar a Roma y asistir al cónclave del que saldría como Papa. Es decir, esa homilía (contenida en un impreso que se repartía en el
mismo templo) es una ventana que nos permite asomarnos al interior del futuro pontífice y descubrir en qué cosas estaba pensando en ese momento, cuando la sede de Pedro estaba vacante; qué cosas lo preocupaban, qué mensaje quería hacer llegar a sus fieles. La fuerza de sus palabras en la Catedral Metropolitana aquel día, en el comienzo de la cuaresma, resuenan ahora con inusitada actualidad. Bergoglio expresó que nos hemos acostumbrado a convivir con la violencia y con “la envidia, el odio, la calumnia y la mundanidad en nuestros corazones”. Parecemos débiles e impotentes, dijo, frente al sufrimiento de los inocentes, el desprecio a los derechos de los más frágiles, “el imperio del dinero y sus demoníacos efectos como la droga, la corrupción y la trata de personas –incluso de niños–”, la destrucción del trabajo digno y de los valores éticos, la falta de futuro, los egoísmos personales y hasta los “errores y pecados” de la propia Iglesia.
Se preguntaba: ¿vale la pena intentar cambiar esto cuando el mundo parece seguir una danza carnavalesca que todo lo disfraza? Frente a tal interrogante, decía, la cuaresma se nos presenta como “un grito de verdad y de esperanza” que nos ayuda a responder que sí, que es posible dejar de lado los maquillajes, empezando por re-
Es un hombre humilde, profundo y comprometido con los que más sufren conocer que algo no va bien. Y recordando las palabras del profeta Joel (“Rasguen el corazón, no los vestidos: conviértanse al Señor su Dios”), nos invitó a “abrir el corazón”, a adoptar una actitud sincera de penitencia, ayuno y oración, para poder mirarnos de verdad, dejar
entrar el amor divino y con ello poder cambiar el modo de vivir. Destacó que este tiempo litúrgico debe servir no sólo para la vida personal sino, a partir de ello, para transformar nuestra familia, la comunidad, la Iglesia, el país, el mundo entero. De la conversión interior debe brotar el gesto eficaz que alivie el dolor de muchos, porque Dios se hace visible en el rostro de los chicos sin futuro, en las manos temblorosas de los ancianos olvidados y en las rodillas vacilantes de muchas familias que siguen viviendo sin encontrar quien los sostenga. Finalmente, terminó pidiendo que recemos por él, al igual que imploró en silencio y con proverbial humildad un mes después en sus primeras palabras ya como Francisco. El flamante Papa nos interpela al corazón, a ese corazón que en la inmensa mayoría de los argentinos hoy explota de alegría por su elección. Aunque el mundo empieza ya a descubrirlo por sus pequeños
gestos en estas primeras horas de su pontificado, nadie mejor que sus compatriotas pueden atestiguar acerca de su austeridad y humildad, su exquisita mixtura entre firmeza y comprensión, su apertura al diálogo fraterno, la profundidad de su mirada y religiosidad, y su compromiso permanente con los que más sufren. Por sus virtudes humanas y cristianas a lo largo de su vida, Francisco es un espejo en el que nos podemos mirar. Su asunción como sucesor de Pedro debe ser un acto inspirador, que nos sirva para mejorar en la vida personal y progresar como sociedad, como país. El mundo entero mira hoy a la Argentina, que parece haber recibido una nueva y predilecta bendición divina. Ojalá nos ayude cuanto antes a recuperar el clima de diálogo y concordia necesarios para avanzar en la búsqueda del bien común. ß Abogado y profesor universitario
Un freno al poder simbólico de Cristina opinión Enrique Valiente Noailles PARA LA nACIOn
U
no de los momentos más emocionantes de la elección de Francisco como papa fue el de la bendición. Allí introdujo una forma novedosa: pidió ser bendecido antes de bendecir. Pidió que la gente primero pidiera por él, inclinó la cabeza e hizo silencio. Transmitió con ello que no se concebía como el punto de origen de la bendición, sino también como su receptor. Y fue una muestra de necesitar de los demás, del mismo modo que los demás necesitan de él. Creó con este gesto una indicación de reciprocidad y hermandad que es más necesaria para estos tiempos que la pura verticalidad. Y que es todo el reverso de quienes son entronizados en el poder, y que pretenden apropiarse de él en vez de administrarlo como un préstamo. Lo que nos retrotrae a nuestro país y a la pregunta: ¿por qué la indisimulable molestia inicial y frialdad de la Presidenta ante la elección de Francisco? Probablemente no sea sólo por las razones ideológicas que explican un historial de desplantes, sino por la súbita aparición de una competencia en el campo del poder simbólico, del poder de la palabra. En efecto, todos en nuestro país, aún sus más acérrimos opositores, viven pendientes de lo que dice o calla Cristina. Es el punto de referencia obligado, ante el que se arrodillan sus acólitos y del que dependen para guiar sus pasos también sus opositores. Apropiándose para sí de la sentencia de Protágoras, hasta ahora había logrado que su palabra funcionara como la medida de todas las cosas. Esto cambió súbitamente esta semana. De un inesperado plumazo, la palabra de quien vive del relato quedó a la sombra de una palabra que la arrasa en términos de poder simbólico. Y que encima comenzó predicando exactamente lo inverso de lo que la Presidenta exalta: concordia y humildad. La certeza de que es una batalla perdida de antemano es lo que lleva ahora a esas idas y vueltas en el tono y en el posicionamiento del oficialismo frente a la novedad. no hay que olvidar, encima, que el relato invadió ilícitamente, con sus herramientas mitológicas, el campo en el que ahora se desenvuelve con naturalidad Francisco. En efecto, en el ámbito de los rituales y de los gestos, cada vez más la Presidenta ha echado mano de la deificación, con la deliberada omisión del nombre de néstor Kirchner cuando se lo alude con el simple artículo “Él”. Este intento se lleva a cabo también con la muerte de Hugo Chávez. Sin ir más lejos, para el presidente encargado de Venezuela, nicolás Maduro, Chávez hizo lobby en el cielo para que Francisco fuera designado. Es que el “vamos por todo” intenta también utilizar las zonas ultraterrenales. Pero del dominio de este terreno el kirchnerismo acaba de ser desalojado en forma abrupta. no sin cierto temor de que el poder de límites intangibles de Francisco pueda extenderse a su vez sobre cuestiones terrenales mucho más concretas. La elección de Francisco colocó en el horizonte una figura humilde que contrasta fuertemente con el estilo de la Presidenta. Pero sería injusto contrastar a Francisco sólo con ella. En algún punto representa también la contracara de la altanería argentina. Pero así como un viejo dicho sostiene “Dime de qué te jactas y te diré de qué careces”, a estas alturas es evidente que la elevada autoestima nacional es una fabricación artificial que tiene como posible motivación un sentimiento exactamente inverso. Velozmente autorreferenciales para los méritos, sería ilegítimo que los argentinos sintamos como propios los de la elección de Francisco como papa, que le pertenecen a él. Curiosamente, sentimos que las virtudes de nuestros grandes hombres nos pertenecen, pero no que los vicios de nuestros peores ejemplos nos conciernan. En todo caso, el tono, la sencillez y la humildad que ha mostrado Francisco no se parecen en nada hoy al rostro de la Argentina. Tal vez nos sintamos como aquel hombre que le pidió un retrato a Picasso. Luego de posar esforzadamente durante algunos meses, Picasso le mostró el resultado, que nada tenía que ver con el original. Y le dijo, con una palmada en el hombro: “Ahora, hombre, a parecerse.”ß