Un mano a mano con uno de los platos más picantes de la ciudad

Sábado 16 de agoSto de 2014. SÁBADO | 3. Luna de miel en la Riviera. Maya, y yo con la cara des- compuesta, afiebrado, con lágrimas corriendo por las.
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SÁBADO | 3

| Sábado 16 de agoSto de 2014

EXPERIENCIAs Sebastián A. Ríos

Un mano a mano con uno de los platos más picantes de la ciudad Un cronista se enfrenta a una degustación de intensos sabores, tratando de encontrar el límite de tolerancia de su paladar

L

una de miel en la Riviera Maya, y yo con la cara descompuesta, afiebrado, con lágrimas corriendo por las mejillas. El mozo que sirvió la cena me había advertido acerca de la presencia de “auténticos” chiles en mi plato, advertencia que no sólo pasé por alto en mi avidez por probar comidas típicas, sino que me impulsó a que mi primer bocado fuese... ¡un chile entero! Fue así como terminé “enchilado”, vaciando en segundos las cervezas de la mesa en un inútil intento de calmar el picor. Esa experiencia marcó mi relación con el picante: generó un respeto a veces exagerado a la hora de hojear un menú, respeto que me llevó más de una vez a descartar algún plato atractivo, pero que la carta ilustraba acompañado de varios íconos representando ajíes. ¿Qué tan picante podría ser tal plato? O, mejor dicho, ¿sería tan picante como para hacerme llorar como un bebe otra vez, suplicando por algo que traiga paz a mi boca? Ese mismo respeto por el picante es el que, de alguna forma, me llevó días atrás hasta la puerta de Sudestada, el ya tradicional restaurante palermitano de comida del sudeste asiático, que se destaca no sólo por su buena cocina sino por ofrecer varios platos realmente picantes. Después de años de escuchar a amigos y conocidos hablar sobre las bondades de este tipo de comida decidí que era tiempo de recomponer mi relación con ella, y así me encontré sentado a la mesa junto a Leonardo Azulay, chef de Sudestada, pidiéndole consejo. “Nunca hay que tomar agua ni ninguna otra bebida si, como le

dicen en México, te enchilás. El ají tiene un aceite, que es el que causa el picor, y si tomás algún líquido, el aceite flota en el agua y se esparce por los lugares más recónditos de tu boca”, me advierte Leonardo, tirando abajo la única premisa que tuve en la vida para lidiar con el picante: ahogarlo (preferentemente en cerveza). En su lugar, aporta una estrategia más racional: “Hay que comer algo neutro, como pan o arroz blanco, algo que arrastre y limpie el paladar”. El salón se ha llenado –lo que en alguna medida confirma el creciente idilio entre el argentino y la comida picante– y Leonardo debe partir para retomar sus quehaceres en la cocina. Me anticipa que me espera una sucesión de platos ordenados de mayor a menor en función de su picor. Mientras aguardo su llegada miro con algo de decepción la botella de agua fría que descansa sobre la mesa, y que hasta ahora representaba mi antídoto. Llega el primer plato. Cuatro buñuelos de una masa pálida que asoman prolijamente dispuestos sobre un líquido oscuro decorado con frutos secos. Me han dicho el nombre del plato –jiaozi de cerdo con vinagre negro y aceite de ají–, pero olvidé preguntar dónde se esconde el picante. De todos modos, me aliento, se trata del menos intenso de los que me esperan, por lo que salomónicamente opto por reunir en mi primer bocado todos los componentes que lo conforman. El primer contacto con el paladar me tranquiliza: parece que pica poco. Bueno, no tan poco... Uh, sí, ¡pica, pica! Mi primer reflejo es agarrar el vaso de agua, pero recalculo la ma-

niobra y decido llevar a la boca un poco del arroz que sabiamente han colocado en un pequeño cuenco a un lado del plato. Increíble: el paso tibio de los granos es como una caricia que calma el paladar. El resultado me anima a un nuevo bocado, en el que descubro que el picor no es acumulativo; pica, pero no más que el primero. De a poco empiezo a disfrutarlo. La sucesión de bocados va dejando mi boca con una temperatura y una sensibilidad particulares que amplifican las texturas y potencian los sabores. Se va el primer plato y viene un segundo, un tercero y un cuarto, en los que la intensidad del picor se va incrementando levemente, y en los que puedo ir modulándola merced al arroz. Pasan por mi mesa una sopa de origen tailandés con mariscos, pollo y langostinos llamada tom kha gai, una ensalada de carne, hierbas y pasta de ají que responde al nombre de yum nehua, y una cazuela de hierro de cuyo interior conviven vegetales y ostras. A un lado, la botella de agua sobrevive olvidada. El último round Hace poco más de una hora que comenzó el almuerzo y los únicos signos visibles de mi contienda con el picante son las mangas arremangadas de la camisa y un botón de la misma que opté por liberar de su ojal para ayudar a combatir el calor interno que me invade, de a oleadas, ante ciertos sabores. A mi lado, la ventana del restaurante me muestra que afuera sigue siendo invierno. Entonces me anuncian la llegada del último plato –un curry rojo de vaca–, y me advierten sobre su intenso picor. Siento un déjà vu y re-

mariana araujo

cuerdo lo que dijo Leonardo en el instante previo a la comida: “En Tailandia, se usa cuchara para comer el curry, lo que permite administrar el picante. Si uno tiene alta tolerancia toma con la cuchara una mayor proporción de curry que de arroz; de lo contrario, se sirve más arroz que curry”. Miro hacia el interior de la cazuela y veo allí un guiso de aspecto inocentemente tentador. Tomo la cuchara y me arriesgo a un 50-50, en el que tácticamente dispongo el curry en la mitad que primero tomará contacto con mi lengua, dejando la otra parte para el arroz salvador. Cierro los ojos, pruebo el bocado y entonces sí: de pronto siento como si en mi lengua alguien hubiese apoyado una caldera que extiende rápidamente su temperatura a mi paladar, pri-

Scoville o la escala del ardor El grado de picor se mide según la escala de Scoville, que determina cuánto hay que diluir un extracto de ají para que desaparezca el efecto de ese componente (la capsaicina) que lo causa.

mero, y luego al resto del cuerpo. Mi rostro se enciende y una lágrima resbala de mi ojo izquierdo. Abro la boca convencido de que saldrá una llamarada, cual dragón del me-

dievo. Estoy transpirando. Mucho. Cierro la boca, pero mantengo los ojos cerrados; me concentro en el leve hormigueo que hace vibrar el punto de mi lengua en donde recién estaba el curry. Es una sensación rara, pero de algún modo podría decir que lo estoy disfrutando. Me pregunto qué habrá sido del arroz, tan evidentemente relegado a un papel de reparto, en este bocado. Aunque, pensándolo bien, de no haberlo incluido en la cuchara su ausencia podría haber liberado una explosión mucho, muchísimo mayor. Al fin abro los ojos. Como una cucharada de arroz para calmar el ardor que permanece ahí, como una nota sostenida en el ecosistema de mi paladar. Respiro hondo, espero unos minutos y vuelvo a llenar la cuchara. Esta vez, sólo con curry. ß