1 Un andante niño en los Porongos
En un lugar del Venantino1 Flores, de cuyo nombre no puedo olvidarme, no ha mucho tiempo el Cielo fue servido de dar a ver su luz primera a don Sendic de Chamangá y de la Santísima Trinidad de los Porongos, el más único caballero andante de nuestra nación, ca el tal caballero muchos entuertos desfizo espada en ristre y arremangado el brazo, como ansimesmo discreta justicia ministró con su gentil caletre, para alivio de menesterosos y pavor de la codicia injusta, en el su suelo patrio que corre en una banda al Oriente del Gran Río de los Pájaros.
En los pagos de Chamangá, departamento de Flores, Raúl Sendic cursó una primaria donde aprendió muy poco. A su ingreso ya sabía leer y las cuatro operaciones aritméticas elementales. Su hermana Alba, ocho años mayor, se las había enseñado. Cuando se mudaron a la que fuera chacra de su abuelo Salvatore Antonaccio, el niño asistió un tiempo a una escuela de enseñanza agrícola a dos leguas de Trinidad. Al saberse tan cerca, quiso visitarla, y como no tenía motivos para justificar aquel deseo ante su padre, un día se hizo la rabona y a paso redoblado emprendió su marcha hacia la primera ciudad que vería en su vida. Mientras subía una cuesta oyó acercarse un vehículo por detrás. Era un camioncito cargado con bolsas de cemento. 1 Este gentilicio alude al general Venancio Flores, cuyo apellido inspira el nombre de ese departamento uruguayo. 17
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Raúl hizo señas para que lo llevasen, pero aquella catramina iba atiborrada y en subida. Al ver que no le paraban la corrió, se trepó sobre la carga y se acostó en la única parte libre, entre los bultos. El chofer alcanzó a verlo por el espejo y cuando superó la loma se bajó a desalojarlo. ––Salí de ahí, gurí, que si te cae un saco encima y te mata, yo pago el pato. Y Raúl, en el tono más respetuoso que pudo articular, respondió con una pregunta: ––¿Este camión, señor, no se dirige a Nuestra Señora de la Santísima Trinidad de los Porongos? Y se quedó mirando al hombre en espera de su reacción. Camionero y ayudante soltaron carcajadas. Venían de San José e ignoraban el nombre fundacional de Trinidad. Aquel vocabulario les hizo gracia y pensaron que debía de ser un niño muy católico o algo chiflado, pero lo hicieron subir a la cabina, donde cupo entre los dos. En el momento de hacerles señas desde el camino, el Bebe había divisado la efigie de una Virgen colgada junto al parabrisas, y dio por seguro que el muy santificado nombre de Trinidad debía infundir respeto a un camionero tan devoto. En efecto, así era, y por el camino, durante la media hora que demoraron hasta la ciudad, el hombre elogió a San Cristóbal, protector de los viajeros, que también se balanceaba frente a él, un poco más arriba. Y dos veces se persignó mientras refería que en una ocasión, la milagrosa estatuilla lo despertó con un fulgor intenso, a pocos pasos de desbarrancarse en una curva de las sierras de Minas. Y esa misma Virgen de Fátima, que él siempre tenía ante sus ojos, se le apareció en Montevideo durante un sueño a las dos de la mañana, para anunciarle que su mamá se hallaba en trance de muerte. Más tarde, al despertarse muy impresionado, llamó por teléfono a San José de Mayo y así supo que la viejita estaba gravísima. Eso le permitió irse en el primer ómnibus de la CITA y tener por lo menos el consuelo de despedirla antes de fallecer. Y para reiterarle su gratitud a la milagrosa Virgen de Fátima, la descolgó de su gancho y le dio un beso. En realidad, Raúl había sacado a plaza dos aptitudes innatas que mucho le servirían en su vida polémica: la primera, su con18
Don Sendic de Chamangá
dición de observador muy agudo, y la segunda, su velocidad para desconcertar a los interlocutores con algo inesperado. Diez años tenía Raúl cuando vio por primera vez en Porongos un conglomerado urbano con edificios de hasta tres plantas y modernas calles de adoquines. Así pudo conocer la urbe capitalina de su departamento natal, entonces de unos 8000 habitantes. Al cumplir los doce, comenzó a frecuentar el liceo de Trinidad adonde ya asistía, desde hacía dos años, su hermano Alberto. En Flores, Trinidad o Porongos, estudiaba también Walter Beloqui, fiel admirador del Bebe desde que vio sus puños de ordeñador asestar un nocaut de sueño profundo al Catalán Robert, temible pandillero, más grande que él. Con sus secuaces, el Catalán solía aparecerse a maltratar a los “pitucos” que iban al liceo. Los obligaba a abrir sus carteras y les quitaba de prepo los útiles o cualquier alimento que llevaran. El Bebe se trasladaba desde la finca de su padre hasta Trinidad en bicicleta, pero una vez, durante su época de liceal, se le rompió, y un paisano de la zona que compraba leche a su familia le prestó un caballito flaco. En pelo sobre aquel matungo viejo, solo con jerga y cojinillo, entró ese día Raúl en Trinidad, peor montado que D’Artagnan en París, y el Catalán, en la esquina de 25 de Mayo y República Española, tuvo el infortunio de carcajearse ante la rusticidad de aquel transporte. Total, que de un solo piñazo cayó sobre el empedrado. Hubo que montarlo en un coche y llevarlo hasta la farmacia Dell’Acqua, perteneciente al director del liceo, para que lo despertaran con amoníaco. Desde ese día, el Canario Raúl tuvo entre sus compañeros estudiantes varios admiradores. Era una caja de sorpresas. Para su edad había leído mucho y de los temas más diversos. Un día le explicó a Walter que la ortografía de Beloqui era la adaptación de un apellido italiano que así sonaba en español, pero se escribía Bellocchi, que quería decir “bellos ojos”. Después supo que Walter era un huérfano adoptado por el barbero Julio Eschifino, como lo llamaban en todo Flores, aunque él firmaba Schiffino. Así las cosas, en ocasión de su primer corte de pelo en manos de un profesional, el Bebe le informó a don Julio que a su apellido
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le faltaba una “a”. Debía ser Schiaffino, diminutivo de schiaffo, que en italiano significa “cachetada”. El deslumbrado fígaro divulgó entre sus clientes que aquel botija sabía italiano; pero el Bebe le mandó decir con Walter que él no lo hablaba ni entendía todo lo que leía y que para hacerle aquellos comentarios había tenido que consultar un libro donde lo explicaban. Walter respetaba también al Bebe por su honestidad, modestia y ausencia de alardes sobre sus capacidades y conocimientos. Había aprendido a leer desde muy pequeño y luego fue tan adicto a los libros como los condenados a treinta años. En la finca de su abuelo Antonaccio encontró un diccionario italiano-español que se convirtió en entretenimiento y le permitió memorizar centenares de palabras. Sin embargo, según él mismo le informó a Beloqui, ninguno de los muchos vascos franceses de Flores supo explicarle bien qué significaba su apellido, Sendic. Y le molestaba ignorarlo. Con los años, un filólogo vasco le dijo que en una pequeña comarca al norte de los Pirineos, Séndic —y no Sendic— significaba “alcalde”, en una inexplicable coincidencia con el “síndaco” de los italianos. Al descubrir la avidez y velocidad con que el Bebe leía, más su puntualidad en las devoluciones y el buen trato que daba a los libros, la bibliotecaria del liceo le facilitó atiborrarse de los temas más diversos. Entre otros leyó deslumbrado a Darwin. Mientras cursaba secundaria se inició en el periodismo combativo. Su hermano Alberto figuraba entre los fundadores de Rebeldía, una publicación estudiantil de izquierda. También allí escribía el Negro Carlos María Gutiérrez, que devendría fiel amigo del Bebe. No obstante, la severa disciplina familiar de los Sendic determinaba que el muchacho se levantara a ordeñar, y a las 4 se iba en una jardinera a Trinidad con sus hermanos Alberto y Marito, para repartir leche a domicilio. A veces, cuando despachaban en casa del barbero Eschifino, Walter Beloqui los acompañaba por el gusto de pasear en carro y conversar con Raúl. Y así tuvo ocasión de conocer otro rasgo de su personalidad.
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