Sueños y apariciones de Fogwill

13 ago. 2011 - a la módica cuota de felicidad a la que pueden aspirar los humanos. Y enton- ces el título que le ha puesto a La ga- viota adquiere sentido.
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OPINION

Sábado 13 de agosto de 2011

A

PARA LA NACION

Daniel Veronese no le gusta que le pregunten por los títulos de sus obras. La espléndida versión que ofrece en el Teatro San Martín de La gaviota, de Anton Chejov, se presenta como Los hijos se han dormido. Del mismo autor hizo antes Tres hermanas, con el nombre de Un hombre que se ahoga, y Tío Vania, como Espía a una mujer que se mata. Títulos aparentemente caprichosos, pero que en realidad ya son fuertes intervenciones del director en las obras que elige. Veronese capta la contemporaneidad de Chejov y trata de apresarla ya desde el nombre que le otorga a la obra. Lo demás es puro teatro. Se aleja de toda concepción literaria del texto y se aboca a crear en el escenario situaciones creíbles y potentes. Dirige un elenco de actores excepcionales, capaces de crear cierta asombrosa vitalidad escénica. El autor de El jardín de los cerezos también trabaja una veta cómica en sus personajes. Las criaturas chejovianas a menudo causan gracia. Cierto patetismo lírico o un sinsentido de la vida exacerbado pueden derivar en el absurdo y el grotesco. Y todo eso, mal que les pese a los que creen que el remanido tedio chejoviano es una marca de fábrica, forma parte sustancial de este dramaturgo extraordinario. El problema fue que muchos directores, a lo largo del tiempo, trasladaron el tedio a la platea, cosa que jamás debe ocurrir en el teatro. Lo que hace Veronese en Los hijos se han dormido, como lo hizo también en sus dos puestas anteriores sobre el autor ruso, es cambiarle el ritmo a la obra. Vestir a los personajes con ropa de calle alejada de la época en la que fueron concebidos y lanzarlos al ruedo de las pasiones, de los enfrentamientos, de las cosas no dichas, de los amores no correspondidos, de las verdades a medias, de las frustraciones y, sobre todo, de la imposibilidad para encontrar un camino que los acerque a la módica cuota de felicidad a la que pueden aspirar los humanos. Y entonces el título que le ha puesto a La gaviota adquiere sentido. Porque los hijos se duermen cuando quedan atados a los esquemas heredados, cuando no buscan opciones superadoras y cuando la vida los encierra en una espiral hacia adentro, es decir, en un callejón sin salida. Eso es lo que le ocurre en La gaviota a Kostantin Gavrílovich, hijo de Irina Nikoláievna, una madre incapaz de ver a su hijo y mucho menos de ayudarlo para que encuentre un camino propio. Pero lo más impactante de La gaviota es que ninguno de los personajes está conforme con la vida que lleva. Todos sospechan que hay algo más detrás de lo que les pasa, pero no saben qué es. En ese sentido, y en muchos otros, esta pieza escrita en 1896 da cuenta de cierta insatisfacción fácilmente reconocible en nuestros días. “¿Por qué va usted siempre de negro?”, le pregunta Medvdenko, un humilde maestro de pueblo, a Masha. Y ella responde: “Es el luto por mi vida. Soy desgraciada”. Lo dice tan brutalmente que casi parece una broma. Ese es el estilo Chejov. Avanza a latigazos y cuando el espectador reacciona ya está invadido por el drama de todos sus personajes. El otro gran tema de La gaviota es el teatro. “Hacen falta formas nuevas, y si no las hay, más vale que no haya nada”, sostiene Tréplev. Y más adelante dice: “Hay que pintar la vida, no tal como es ni tal como tiene que ser, sino tal como la vemos en nuestros sueños”. Y en este punto, precisamente, hay que buscar la complejidad del teatro chejoviano. Porque el impresionismo que el autor despliega en el espacio escénico apunta a mostrar y ocultar la realidad al mismo tiempo. Una broma, un dicho popular, una confesión pueden desencadenar una tragedia. Hay que aprender a leer a Chejov nuevamente. Veronese emprende el camino cuando en el programa de mano escribe: “Me gustaría que flote una pregunta entre la obra y la platea: ¿no se puede intentar evitar ese despojo espiritual y permitir que fluya la energía necesaria para vivir en plenitud?”. Galina Tomalcheva, que conoció y trató a Chejov, en un prólogo fechado en 1950 y reeditado en el Teatro Completo, ha escrito con acierto: “En realidad, son comedias trágicas o bien trágicas farsas de las pobres gentes arrastradas por algo mucho más fuerte que ellas: la vida. Frente a ella, todos están igualmente indefensos y para cada uno está servida su copa de alegría y amargura”. Quien se acerque a la sala Casacuberta del San Martín sólo tendrá que dejarse llevar por la acción que despliegan los personajes de Los hijos se han dormido. Lo que le ocurrirá, seguramente, es que constatará una vez más que allí donde hay vida hay conflicto y que los grandes autores, lejos de cualquier encasillamiento, saben que se escribe y se piensa con la gramática de los sueños. © LA NACION

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SEMBLANZA DEL AUTOR DE VIVIR AFUERA, A CASI UN AÑO DE SU MUERTE

Una nueva lectura de Chejov OSVALDO QUIROGA

I

Sueños y apariciones de Fogwill PABLO GIANERA LA NACION

H

ACE algunas semanas, mi hija soñó con Fogwill. En el sueño, como en la vigilia, él estaba muerto, pero se presentaba imprevistamente en una reunión familiar. Ella le sacaba una foto, pero luego, al mirar la imagen en el visor de la cámara, Fogwill no aparecía. “Pero no salís, no se te ve…”, decía ella en el umbral de la desesperación. “Claro, ¿cómo voy a salir, si estoy muerto?”, contestaba él, y cambiaba de tema, hablaba de otra cosa. La frase –que hay que escuchar con su voz– era verosímilmente fogwilliana. El 21 de agosto se cumplirá un año de su muerte, y es de suponer que a muchos de quienes lo conocieron les habrá pasado lo mismo que a mi hija: la imposibilidad de reconocer que Rodolfo Enrique Fogwill no está ya en este mundo. Pensado de otra manera, sin embargo, Fogwill sigue aquí. El vacío de su ausencia es, de hecho, una variedad de la presencia. No pasa un día sin que se lo mencione en una conversación. En un mail recibido hace menos de una semana, un amigo decía, a propósito de cierta minucia de la vida cultural argentina: “Si Fogwill viviera…”. ¿Qué pasaría si Fogwill viviera? No lo sabemos, naturalmente, pero esa posibilidad, esa especulación, pesa como un imperativo. No era necesario; era imprescindible. Esa es su marca: se extraña su figura también porque ahora somos nosotros quienes, para no deshonrar su memoria, debemos ilusoriamente hacer lo que suponemos que él habría hecho, lo que deriva en un absurdo, porque nunca se sabía lo que Fogwill iba a hacer, decir o pensar. Es la condición inapelable del ejemplo. ¿Fogwill, un ejemplo? En la Feria del Libro de este año, hubo una mesa en su homenaje. Se dijo allí que, en los últimos tiempos, Fogwill, en su condición de lector, fue tal vez en los últimos tiempos menos infalible que en los años 80 y 90, su época imbatible. Uno de sus hijos, Andrés, imaginó una curiosa y conmovedora interpretación de esa presunta decadencia: a mayor falibilidad en la literatura, mayor infalibilidad como padre. Tenía una idea competitiva en la que se mezclaban sexualidad, procreación y literatura. Decía: “Soy el mejor escritor argentino con hijos…, y cinco”. Los hijos son, justamente, quienes se están ocupando de los libros del escritor, sobre todo de aquellos libros todavía no publicados, que por ahora son tres: Nuestro modo de vida, su primera novela –descubierta ahora en Chile, aunque escrita hacia 1980 y desde entonces inédita–; otra novela, La introducción, y La gran ventana de los sueños, un diario de sueños que Fogwill llevaba desde hacía años y del que apenas había publicado algunos en una revista. A diferencia de la mayoría de los sueños, que sólo interesan a quien los sueña, los de Fogwill interpelan también, por sus premoniciones, a quien no los soñó ni los protagoniza. En algunos, conversa con Franz Kafka o con Gabriel García Márquez. En otro, pasea con la Presidenta luego de la muerte de Néstor Kirchner, de la que él no llegó a enterarse. Su último sueño es simplemente un título: “Sueño con hospitales… Italiano, París y Quilmes...” El resto está inconcluso. Meses después, Fogwill murió en el Hospital Italiano y fue enterrado en Quilmes, donde había nacido. Era el reverso de algunas de sus obsesiones durante el último tiempo en la vigilia; una vigilia atenta, por lo

“Su gusto por la variación y las formas musicales le hacía generar ciclos que son, casi solos, ciclos de canciones”. En su caso, la música venida de afuera podía parecer una redundancia o una duplicación. Esto fue siempre válido no sólo para los poemas. En principio, lo es también para los cuentos. A nadie más a que a él, en “Help a él”, le estaba reservado reescribir a Jorge Luis Borges y alcanzar una radiactividad equivalente. El título (un anagrama) alude a “El Aleph”; la trama, sin embargo, muestra un desplazamiento desapacible, como si los hechos ocurrieran por segunda vez y mantuvieran la contundencia adánica de la novedad. Hay una muerta que simula volver, y al final se fue para siempre. Borges es una de las matrices de “Help a él”; la otra es Tristán e Isolda, de Richard Wagner, que el protagonista escucha en la voz de la soprano Birgit Nilsson: “De las doscientas cuarenta mil y pico de armonías posibles para un compás…, no menos de tres mil son legítimas –razona el personaje–; de ellas, unas cien podrán ser justifica-

De alguna manera, Fogwill sigue aquí. El vacío de su ausencia es, de hecho, una variedad de la presencia

menos en las conversaciones, a las misas musicales, la de Bach, las de Haydn, Mozart, Schubert… Los descubrimientos recientes se completan con notas manuscritas que Fogwill escondía desde 1978, y correspondencia con Osvaldo y Leónidas Lamborghini, Juan José Saer, Héctor Viel Temperley y César Aira. Todos estos materiales están siendo archivados y cuidados en Malba-Fundación Costantini, que después los pondrá accesibles para la consulta pública. A la vez, sigue activa su página personal de siempre (www.fogwill.com.ar) y se abrió hace poco la Mediateca Fogwill (www.mediatecafogwill.blogspot.com), que administran justamente sus hijos. En ese blog se pueden consultar, además de artículos y entrevistas, varios videos, entre ellos los de las charlas que Fogwill dio en Montevideo dos semanas antes de su muerte. En uno, muy inspirado, empieza hablando del poeta alemán Friedrich Hölderlin. Recuerda allí, en alemán, los versos finales del poema “Andenken”: Was bleibet aber, stiften die Dichter. Lo traduce, literal e idiosicrásicamente: “Cosas que duran, pero las fundan los poetas”. De

manera más civilizada, se podría decir: “Pero lo que perdura, lo fundan los poetas”. Si la poesía, dice Fogwill, revela algo, eso que revela pasa a pertenecer al mundo de las verdades eternas, ese mismo mundo que habita, por ejemplo, el teorema de Pitágoras. Muchos de sus poemas participan de la verdad y de la revelación. Pensemos en Ultimos movimientos, el último libro de poemas que publicó. Todo empieza allí con el “Llamado por los malos poetas” (“Se necesitan malos poetas./ Buenas personas, pero poetas/ malos”) y concluye, significativamente, con el verso “es sueño”, del poema “La sed está en la boca”. En el medio, conocemos al “señor Fogwill”, personaje de sí mismo que fuma en pipa tabaco latakia (el miedo al cáncer no mitiga el sabor), que juega con una granada y que espera. Pero la verdad de los poemas, los cuentos y las novelas del Sr. Fogwill no estaba únicamente en el sentido. Es más: se diría que allí era donde menos estaba. Es notable que sus poemas, tan rítmicos, no hayan deparado más obras musicales. El compositor Luis Naón, que compuso una pieza con uno de esos poemas, encuentra una causa:

damente wagnerianas y cincuenta son plausibles para un fragmento de Tristán... Sin embargo, Wagner había elegido una. ¿Qué es Wagner? Wagner, pienso ahora, es convencer al mundo de que sólo esa combinación es la que corresponde para cada compás wagneriano”. Con la necesaria sustitución de los términos, lo mismo vale para la prosa de Fogwill. Después, por supuesto, están las novelas, desde la primigenia Los pichiciegos hasta Vivir afuera. En cierto momento de esta última, Wolff, el protagonista, se obsesiona con la teoría imposible de un matemático según la cual si se toma una pelota de material suficientemente flexible y extensión suficientemente grande, y se la pliega sobre sí misma como un par de medias, bastaría repetir la operación muchas veces para que, después del enésimo pliegue, aparezca un sector de la cara interna de la pelota, lo que volvería inútil la distinción entre exterior e interior. Hay aquí una alegoría de la novela. Para estar “afuera” tiene que existir un “adentro”. Vivir afuera no tiene “adentro”: la interioridad se conoce por sus signos exteriores. Los personajes mismos están a la intemperie, fuera de sí, “sacados”, algo que sabemos no por lo que hacen, por las anécdotas y sus peripecias, sino por cómo hablan, por la materialidad de la lengua con la que Fogwill escribe. Y a propósito de escritura: “Escribir es pensar”, lee Saúl, otro personaje de la novela, en un libro que hojea en la biblioteca de Wolff. En el arte, la forma suele ser también la huella del pensamiento. Dice un poema de Ultimos movimientos: “Pasan los muertos/ Y cuántos son […].Y el arte de enterrarlos, negarlos/ y volverlos relatos/ en la memoria”. Como apariciones incesantes, nos siguen llegando las palabras y las formas de Fogwill. También es mucho todavía lo que falta escribirse sobre ellas y sobre él. © LA NACION

Thoreau viene al rescate HECTOR M. GUYOT

C

UANDO creemos marchar decididos hacia un lugar en verdad nos dirigimos, sin saberlo, hacia el sitio opuesto. Volví a confirmar esto hace poco, cuando me entregaron uno de esos teléfonos móviles que hacen de todo. En la práctica, serviría para comunicarme más y mejor. En un plano simbólico, representaba mi llegada –tarde, lo admito– al futuro. Pronto advertí que estaba equivocado. Mi teléfono es un viaje, sin escalas, al pasado. El primer viaje fue así. Caminaba por la ciudad cuando me calcé los auriculares y pulsé, casi por azar, sobre un viejo disco de Gordon Lightfoot (obviamente, mi nuevo amigo carga archivos de música). Sonó “Rainbow Trout”, una canción ingenua pero de encanto discreto, producto cabal del folk de los años 70. Buenos Aires se esfumó y me vi dentro de un Toyota azul, surcando una ruta flanqueada por praderas cubiertas de nieve. Aquello era Canadá, yo tenía veinte años menos y quien conducía era una amiga de Toronto que se iba a establecer en una provincia de hermoso nombre: Saskatchewan. Allá lejos y hace tiempo tenía otra vida. La había olvidado. Pero había pescado su banda sonora en el infinito mar de Internet y ahora, en la esquina de Alem y Corrientes, mi teléfono me devolvía aquellos días. Después de ese viaje en el tiempo ensayé otros. Y así desperté a la paradoja: con la promesa de llevarnos al futuro, la revolución digital lo que ha hecho es traer al presente una inconmensurable porción de pasado. Un pasado que habíamos olvidado, como en mi caso, pero también, y sobre

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todo, un pasado que jamás habíamos soñado conocer, junto a otro que ni siquiera sabíamos que había existido. No hace falta que lo explique: ¿quién no ha tenido oportunidad de ver en YouTube al músico que veneraba en su adolescencia? Una cosa lleva a la otra y de allí pasamos a músicos y grupos aledaños hasta exhumar, cual arqueólogos aficionados, una época y un mundo. Lo mismo pasa con los viejos discos. Hoy se bajan con un clic. En mi teléfono nuevo ordené la música en distintas carpetas: folk, jazz, clásico, brasileño… Un día me demoré en hacer clic sobre un tema y en la vacilación sentí vértigo. Me asaltó un deseo insensato: quería escuchar todo a la vez. Cuando me decidí por algo, enseguida perdí interés. Pasé a otro tema y sucedió lo mismo. Cambié de disco, de músico, de género, pero no hubo caso. Me quité los auriculares, guardé el teléfono en el bolsillo y seguí caminando bajo el rumor sordo de motores y bocinas. Algo, un entusiasmo, una fascinación, un encanto, se había roto. Cuando era chico, cerca de mi casa había un lugar que se llamaba Centro Cultural del Disco, un nombre ambicioso para una disquería de barrio a la que de vez en cuando llegaba un LP importado y fresco de alguno de los grupos que mis amigos y yo amábamos entonces: Yes, Genesis, Pink Floyd… Allí dejábamos nuestros ahorros y de ese disco, que pasaba de mano en mano, vivíamos todos durante varios meses. Recuerdo haber escuchado The Lamb Lies Down on Broadway una y otra vez. Y siempre descubríamos algo nuevo. Trato de re-

cuperar esa vieja sensación pero no puedo. En esos días accedíamos a la parte. Y esa parte era nuestro territorio, nuestra baldosa para experimentar el ancho mundo. Hoy las cosas se han invertido. Si antes llegábamos al todo por la parte, hoy tenemos el todo a nuestro alcance, aunque desmembrado en millones de partes que reclaman nuestra atención. Las queremos todas y allí vamos a los saltos. Tras el empacho, esas partes pierden el gusto y el

¿Cómo preservar el misterio cuando todas las respuestas y los mundos posibles están a la distancia de un clic? valor. De allí a que el mundo nos aburra hay un solo paso. “Cuando todo se puede bajar, puede perderse el misterio de la historia”, advirtió el historiador inglés Tristam Hunt, en alusión a la Web. ¿Cómo hacer, entonces, para preservar el misterio cuando todas las respuestas y los mundos posibles parecen estar a la distancia de un clic? Aquellos que por vicio generalista lo queremos todo a la vez quizá deberíamos equilibrar ese impulso con el ejemplo de Henry David Thoreau, que en julio de 1845 se internó en los bosques de Walden “para afrontar sólo los hechos esenciales de la vida”. Más de 150 años atrás, Thoreau ha de haber sentido algo parecido a lo que sentimos nosotros hoy. Al fin y al cabo, su

gesto fue una reacción romántica contra la aceleración de la vida y contra el proceso de masificación y despersonalización que trajo aparejada la Revolución Industrial, por entonces en pleno apogeo. Construyó una cabaña y pasó más de dos años en los bosques, pero no fue un ermitaño: “Tengo tres sillas en mi casa. Una para la soledad, dos para la amistad, tres para la sociedad”, escribió en Walden o la vida en los bosques, uno de los libros más reeditados en la historia literaria de Estados Unidos que, lejos de envejecer, se ha vuelto necesario en estos tiempos de cultura cibernética. Ya nadie cree en utópicos regresos a la naturaleza. Sin embargo, Thoreau puede enseñarnos cosas muy concretas. En mi caso, por ejemplo, me ayudó a superar el problema que les contaba. Lo hizo con una frase que pronunció en su lecho de muerte. Cuando una tuberculosis hereditaria lo mantenía postrado en su cama, un amigo le preguntó si ya podía ver “la costa más lejana”. Thoreau, que algo había aprendido en los bosques, le respondió, pragmático y sabio: “Un mundo por vez”. Un mundo por vez. Es una idea revolucionaria para estos tiempos. Yo empecé a aplicarla al menos en el ámbito de mi teléfono móvil. Desde hace unos días, en mis diarias caminatas sólo escucho folk inglés de los años 70. Claro que eso también tiene sus peligros. La compañía de Pentangle, Fairport Convention o Steeleye Span hacen de aquél un mundo tan rico y lleno de agradables sorpresas que uno corre el riesgo de no querer volver de allí nunca más. © LA NACION