OPINIÓN | 29
| Jueves 18 de septiembre de 2014
Corrupción e impunidad, dos males argentinos Mariano Grondona —LA NACION—
U
na vez, irritado, Perón dijo que cuando los pueblos se cansan, “hacen tronar el escarmiento”. Podríamos traducir escarmiento por castigo ejemplar. Cuando ocurre, el escarmiento induce a quienes lo contemplan a experimentar en cabeza ajena el daño que sufrirían ellos mismos de cometer un entuerto. Su función, por lo tanto, es eminentemente preventiva o, si se quiere, educativa. A la inversa, cuando a un delito no lo sucede un castigo ejemplar, cuando un crimen se queda huérfano del castigo que le correspondería, su orfandad puede inducir a otros a repetir el intento, con la esperanza de obtener otra vez la impunidad. Se habla mucho de corrupción, pero se habla menos de impunidad. Cuando hay corrupción, el transgresor tuerce el sentido de la ley en beneficio propio. Cuando hay impunidad, no recibe el castigo que le correspondería por haberlo hecho o por haberlo intentado.
En este sentido, ¿cuál es el mal argentino? La corrupción es un mal general, y también podría decirse que abunda entre nosotros. La impunidad, en cambio, nos afecta particularmente como la sociedad desorganizada que somos, como una sociedad a la que Rawls llamaría “mal ordenada”, en donde más aún que las irregularidades de cada día campearía la desconexión entre el mal que cometemos y sus consecuencias para con nosotros mismos y para con los demás. Esta observación nos describe a nosotros mismos más que como “individuos” sueltos, librado cada cual a su destino personal, como ciudadanos, como parte de una empresa colectiva. ¿Somos lo uno o lo otro? ¿Qué nos ata más a los demás? ¿Nuestra común condición de argentinos o nuestros lazos familiares o afectivos? Aquí palpita una tensión. Así se llega a una condición que no querríamos tener, pero que nos felicitamos por haber tenido: la guerra, que es una semilla cruel y al mismo tiempo generosa. Trajo, sin
duda, sufrimientos pavorosos. Dejó, como herencia, el orgullo de haber participado en ella. Y también la decisión de no volver a ella ligeramente, a la primera oportunidad. Estamos aquí frente a una contradicción: nos enorgullecemos por las guerras de nuestros antepasados, pero no querríamos repetirlas. ¿En qué quedamos entonces? El precio en sangre que ellos debieron pagar fue muy alto. Lo que nosotros sus herederos obtuvimos a cambio, ¿valió la pena? ¿Cómo se confecciona la contabilidad de la historia? Pero la introducción de la palabra “contabilidad” sería un error en este balance. Ocurre, por lo pronto, que no hay un solo balance sino muchos, cada cual atado a una perspectiva generacional. Desde el momento que ganó varias veces en el pasado, Estados Unidos ha sido un país ganador. ¿Lo seguirá siendo? Paraguay también fue un país ganador hasta el siglo pasado, cundo la triple alianza de Brasil, Argentina y Uruguay lo descuartizó. El dilema no es tanto, quizás,
ganar o perder, sino ser lo que debamos ser, en dirección de nuestra propia esencia. Y aquí irrumpe otra paradoja. ¿Quiénes somos? ¿Cuál es nuestra verdadera identidad? ¿Podemos aspirar a ser lo que en verdad somos si todavía no lo sabemos? El dilema de nuestra identidad, ¿cuándo se resolverá? ¿A través de qué combates? A lo mejor, el recurso, para responder a estos interrogantes, no es ganar o perder, sino lanzarse en demanda de una respuesta vital. “Argentinos, a las cosas”, nos invitó Ortega y Gasset. Allá vamos, confiados en nuestra esperanza. Las virtudes teologales, sabemos que son tres. Fe, esperanza y caridad. Al fin de esta reflexión, quisiéramos acentuar la esperanza, que mira hacia un futuro por definición incierto. Los países maduros, que ya tienen un pasado cierto, viven como los Estados Unidos en un pletórico presente. Los países de antaño tienen la memoria de lo que ya han logrado, tal como Francia. ¿Y qué nos queda a los países nuevos? Nos queda la esperanza.
Si nos ponemos a examinar lo que nos ha tocado a los argentinos en este reparto imaginario, no nos ha ido tan mal. Tenemos poco pasado. Tenemos un presente apenas incipiente. Somos en consecuencia casi todo futuro. Lo nuestro, recién está por comenzar. Vamos por él. Sería ridículo pretender ese largo pasado del que todavía carecemos. Apenas contamos con un breve presente y un exiguo pasado. Por lo tanto, si aspiramos a ir de lo que somos a lo que debemos ser, es un largo trayecto, pero aún estamos a tiempo. Así es como se irá articulando nuestro destino nacional. Para ser, las naciones nacen a su propio destino. Un destino único, singular. Una estrella más en el cielo de la historia. Sin agravios con los vecinos, sin forcejeos con los competidores. Como dijo el Papa, por algo nos tocó desempeñar este papel. Por algo y para algo. Para cumplir aquello en virtud de lo cual los argentinos hemos nacido. © LA NACION
violencia vial. La falta de estadísticas y la tendencia del sistema penal argentino a privilegiar el cuidado de los
acusados antes que el de los damnificados dejan a la intemperie a quienes buscan justicia
Sin lugar para las víctimas Ema Cibotti —PARA LA NACION—
¿C
uál es el lugar de la víctima en nuestro sistema penal? Creía que ocupaba uno de los platillos de la balanza de la Justicia. Lo que sigue es una reflexión testimonial. Mi hijo Manuel ingresó como un número en las estadísticas de víctimas de homicidios viales de la ciudad de Buenos Aires del año 2006. Fue atropellado sobre la vereda del Monumento de los Españoles. Si logré soportar la morosidad judicial que mortifica a los deudos, si puedo hacer memoria de lo que pasó, es porque el poco Estado que funciona hizo el debido registro y habilitó mi derecho a saber la verdad. La estadística judicial, el número frío, es la primera evidencia de lo que le sucedió a una víctima y, más allá de toda ironía, resulta vital. No imaginaba que ese registro podía ser omitido. Lo comprendí cuando una madre comentó –en una marcha pública en reclamo de justicia– que la muerte de su hijo Alejandro, embestido en una avenida del Gran Buenos Aires, no había sido registrada por la autoridad policial hasta que ella, a los gritos, se lo exigió al jefe de la comisaría correspondiente. El “olvido” del funcionario policial le negaba al hijo de Norma su condición de víctima; sin el expediente, no habría causa en la fiscalía de turno. ¿Cuántas víctimas padecen esta omisión violatoria de derechos básicos? Entre los familiares, el temor ante la inequidad es palpable. En la Argentina no hay estadísticas comparadas entre el número de hechos de tránsito y las causas iniciadas en sede judicial. Tampoco se hace un seguimiento de los homicidios viales en proceso y menos aún sabemos cuál es su resultado penal, a excepción de ciertos estudios sobre lo que sucede en algunos juzgados provinciales. Esto debe interpelar a los aparatos estatales de todo el territorio nacional porque, como sabemos, el Código Penal es único, pero el procedimiento de imputación, acusación y eventual juicio es específico de cada provincia, pues depende del código procesal penal de cada jurisdicción. Y explica por qué las experiencias judiciales de los familiares de víctimas de la violencia vial –de malas a peo-
res– dependen de cada contexto procesal. ¿Por qué si actuamos con la ley en la mano nuestro camino es un calvario? ¿Qué clase de equilibrio preserva así el sistema judicial? El principio de inocencia no necesita mancillar a la víctima para ser respetado. ¿Por qué el Código, tanto el que rige y más aún el actual anteproyecto, computa el delito por la intención de quien lo comete y no por el resultado que provoca el autor con su acción? ¿Cómo se tutela entonces el derecho a la vida y a la integridad física de las personas? Frente a cada crimen vial, el Código nos
responde lo mismo: no había intención, no hubo dolo. Nuestros argumentos para explicar que no se trató de un accidente, que quien conducía era un violento al volante pues iba alcoholizado y/o superaba la velocidad permitida y/o cruzó en rojo… sólo harán sonreír al legislador/a, al operador judicial, al funcionario que nos atiende. “Nadie sale con el auto a matar, insisten. Y aun cuando la ley hoy admite algunas pocas penas de cárcel efectiva para hechos viales culposos agravados, los jueces no las aplican casi nunca, los tribunales las rechazan. ¿Las causas viales los abruman
porque son muchas y abarrotan los juzgados? No es ésta la respuesta. Basta con mirar a nuestro alrededor para saber lo que sucede en aquellos casos brutales en los que el acusado ha demostrado su intención asesina. La mano dura que gatilla y mata, que viola y mata o que asalta y mata no tiene el impacto numérico de la que atropella y mata, embiste y mata. Es cierto que hay muchísimos más casos de inseguridad vial que de delito común, la relación es de 4 a 1. Sin embargo, los autores de delitos contra la vida tampoco reciben sanciones severas porque la idea de
castigo está impugnada en la concepción que hoy anima al grueso de la justicia argentina, como muy bien lo analiza Diana Cohen Agrest en su libro Ausencia perpetua. Todavía es imposible dialogar con esa vertiente del pensamiento jurídico, pero los familiares de víctimas de violencias lo seguiremos intentando. Quiénes sostenemos el derecho de la víctima creemos que es necesario castigar la violencia contra el vulnerado, para disuadir y evitar la reiteración. Pero el sistema penal funciona con otra premisa. La administración de las penas gira en torno a las formas de hacer disminuir su afectación sobre el vulnerador. ¿Quién puede ver a la persona vulnerada si lo que importa es el contacto, personal, directo y hasta clínico con el causante? Es el acusado y eventual condenado quien es atendido como si fuera el verdadero afectado. Concluye así el primer acto de la sustitución de la víctima por el victimario. El segundo acto se desarrolla en la misma cárcel. Paradójicamente, el sistema se desentiende de lo que sucede, pese a las precisas denuncias por malos tratos y vejámenes a los presos. También por esto las madres gritan. Las requisas se hacen a los palazos y tirándoles gas pimienta. ¿Por qué no enfrenta el Estado la violencia de los servicios penitenciarios? ¿Por qué no actúa sobre las redes criminales que se reproducen? La abolición de la pena no es la respuesta. Sólo desaparecería la víctima, pero no el delito. El tercer acto de sustitución de la víctima se produce fuera del sistema, cada vez que alguien, con aires de saber de qué va la cosa, prejuzga a una persona vulnerable como si fuera un delincuente en potencia. Así se repite, en clave positiva –“yo en su lugar también robaría”– la visión menemista que criminalizaba a la pobreza en los años 90. Las madres que enfrentan el flagelo del paco conocen esta falacia y luchan por el acceso a la Justicia. ¿Por qué les cuesta tanto? Porque el sistema atiende al vulnerador, sea vulnerable o no, y olvida al vulnerado. La víctima pobre es la primera que desaparece y siguen las demás, porque no hay lugar para ninguna en nuestro sistema penal. © LA NACION
La autora es historiadora, presidenta de Activvas, asociación civil contra la violencia vial
Si Cristina se presentara, perdería las elecciones Luis Majul —PARA LA NACION—
A
lguna vez, el humorista Diego Capusotto dijo que el kirchnerismo era menemismo con un poco de derechos humanos. Pero ahora que Máximo Kirchner insiste con la idea de que la Presidenta sería invencible en las urnas, también se podría agregar que el cristinismo es menemismo con un poco de derechos humanos y otro poco de relato voluntarista. Es increíble cómo el final del mandato de Cristina Fernández se va pareciendo, en términos de lógica política, a las postrimerías del último gobierno de Menem. Es una buena noticia que Máximo haya salido del closet y haya pronunciado un discurso que se instaló en la agenda pública con bastante fuerza. Fue mucho mejor verlo hablando ante una multitud que imaginar cómo opera desde las sombras para influir en las decisiones de la jefa del Estado. Por lo pronto, su aparición pública sirvió para desmentir que se trata de un posadolescente glotón que se la pasa jugando a la PlayStation. Además, su análisis político no habrá sido el de un estadista, pero tuvo la virtud de evidenciar no sólo el pensamiento en bruto de los cuadros de La Cámpora, sino también el de Cristina Fernández y su pequeño círculo de incondicionales. Sin embargo, ¿por qué desafió Máximo a la oposición para que
compita con la Presidenta? Ni él ni su mamá son tan ingenuos como para suponer que sería imposible reformar la Constitución para permitir que la jefa del Estado presente su candidatura. De hecho, la propia Cristina acaba de dar la orden, por lo bajo, de que no insistan con esa posibilidad. La razón es una sola: Ella no quiere aparecer como la jefa de una “orga” ambiciosa que lo único que desea es perpetuarse en el poder. ¿Máximo Kirchner desafió al resto de la dirigencia por puro cálculo político o para volver a colocar a su madre en el Olimpo de los supuestos invictos y así demorar la inevitable pérdida de poder que sufrirá hasta el momento en que deje su mandato? Los principales cuadros cristinistas están repitiendo parte del libreto de la invencibilidad. Por ejemplo, Juan Cabandié afirmó, hace algunas horas, que la Presidenta ganaría las elecciones de 2015 por escándalo. Y su colega Héctor Recalde calculó que si las elecciones fuesen hoy, a Cristina Fernández la votaría por lo menos el 40% del padrón. Pero ni Máximo ni Cabandié ni Recalde ni Carlos Kunkel son originales. Al contrario: están copiando el análisis chapucero de una corriente política a la que desprecian: nada más y nada menos que el menemismo. Más precisamente, a los menemistas que, lidera-
dos por Alberto Kohan, decían en 1999 que tenían que evitar “la proscripción” y dejar votar a la gente, porque los argentinos volverían a reelegir a Carlos, más allá del corset de la Constitución. En aquel entonces, al riojano también lo subían al Olimpo de los invictos, y la oposición llegó a sentirse muy disminuida ante semejante amenaza. “A Menem le tienen miedo. Menem es invencible”, repetían. Sin embargo, cuatro años después, Menem se golpeó con la realidad y se bajó cobardemente de la segunda vuelta. ¿Algún lector desprevenido puede suponer que, si pudiera competir, a Cristina Fernández no le pasaría lo mismo que a Menem en mayo de 2003? Imaginemos que la Presidenta se pudiera presentar y compitiera. ¿Qué sucedería entonces? Muy probablemente ganaría la primera vuelta pero perdería la segunda. Y caería derrotada casi contra cualquiera. ¿Y por qué pasaría esto? Porque mucho más del 65% de los argentinos se manifiesta harto del “kirchnerato”, tan cansados como en un momento se sintieron frente al “menemato”. Y eso, sin incorporar, en esta hipótesis, el enorme rechazo que causaría la posibilidad de que se forzara un cambio de la Constitución sólo para satisfacer el capricho presidencial. Pero si quisiéramos profundizar todavía
más el análisis, deberíamos recordar que durante las últimas elecciones legislativas de octubre de 2013, los candidatos del Frente para la Victoria (FPV) y en especial los que recibieron la bendición explícita de la Presidenta, fueron derrotados de manera contundente. La derrota más rutilante fue la de Martín Insaurralde frente a Sergio Massa. Al ex intendente de Lomas de Zamora no sólo lo había elegido y sostenido Cristina, también había hecho campaña por él el gobernador Daniel Scioli. La jefa del Estado, Máximo Kirchner y gente como la diputada Diana Conti o Artemio López podrían argumentar entonces que este último razonamiento no es válido porque Cristina no encabezaba ninguna boleta, ¿pero cómo se debería interpretar la derrota de todos los candidatos del FPV en la mayoría de las provincias más grandes y los más importantes centros urbanos del país? La gran incógnita de acá a diciembre de 2015 no es saber si Cristina Fernández ganaría o no unas elecciones imaginarias, sino cuánto poder real conservará una vez que el final se haga evidente. Por ejemplo, ¿podrá imponer Cristina su lista de candidatos a diputados y senadores nacionales y mantener así una cantidad crítica de leales para seguir en carrera política? ¿Cuántos de los fiscales y los jueces que hoy son funciona-
les al Gobierno lo seguirán siendo cuando la Presidenta entregue la banda a su sucesor? ¿Cómo se comportarán los medios y los periodistas a los que Néstor y Cristina intentaron pulverizar desde 2008 en adelante? ¿A qué nuevo patrón obedecerán los periodistas y los medios que existen y se sostienen sólo a través de la pauta oficial? Menem también tenía un núcleo duro que representaba la primera minoría, por encima de la del entonces FPV. Sus seguidores, igual que los militantes rentados de hoy, habían tomado la precaución de mantener a ciertos incondicionales en las primeras y segundas líneas de la mayoría de los organismos del Estado. Es cierto que Menem no contaba con la penetración territorial y los cuadros jóvenes que presenta La Cámpora, ¿pero cuántos menemistas se mantuvieron fieles al caudillo invicto después de la derrota? Para contarlos, sobran los dedos de una mano. En enero de 2008, cuando recién acababa su segundo mandato, Kirchner le comentó a un empresario de medios: “En la Argentina, los presidentes tenemos sólo dos salidas: la cárcel o la reelección”. Para evitar la cárcel o los tribunales, planeaba alternar la presidencia con Cristina hasta diciembre de 2019. Su repentina muerte malogró el sueño de perpetuidad. Y el de Cristina también. © LA NACION