Schnitzler y la ronda del amor

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NOTAS

Lunes 9 de febrero de 2009

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EL ESCRITOR AL QUE FREUD ADMIRABA Y TEMIA

Schnitzler y la ronda del amor EDUARDO FIDANZA PARA LA NACION

E

L escritor austriaco Arthur Schnitzler (Viena, 1862-1931) ha sido señalado por la crítica como un autor moderno debido a la penetración psicológica de sus personajes, que reflejan la cultura finisecular del diecinueve, pero cuyas pasiones se extienden hasta alcanzar las nuestras, contemporáneos del siglo veintiuno. Schnitzler, además de dramaturgo, médico hipnotizador, pacifista y amante empedernido, era vecino de Sigmund Freud. Sin embargo, según cuenta la crónica, nunca llegaron a cruzarse. Mantuvieron un brevísimo aunque significativo intercambio epistolar, que contiene una conmovedora confidencia del padre del psicoanálisis, quien temía, admiraba y envidiaba a Schnitzler por igual. En una carta fechada en 1922, Freud le escribió: “Voy a hacerle una confesión que usted tendrá la bondad de reservarse por consideración a mí, y de no comentar con ningún amigo ni extraño. Una pregunta me atormenta: ¿por qué […] en todos estos años nunca he intentado visitarlo y tener una conversación con usted [...]? Creo que lo he evitado por […] miedo a encontrar a mi doble. No se trata de que tenga una fácil tendencia a identificarme con otro, o que haya querido pasar por alto la diferencia de dones que nos separa, sino que, al su-

asentar en un aforismo imperdible: “No es el exceso de confianza, sino la escasez de fantasía, lo que hace tan difícil que el varón crea en la infidelidad del ser amado”. Un cruce sutil de angustia, humor y compasión envuelve la obra y la persona de Arthur Schnitzler. Parecería una trama tejida para sobrevivir a la constricción social y el devenir. Nuestro autor creía en la función liberadora del erotismo frente a la sociedad. Como Freud advirtió, Schnitzler supo describir con metáforas la lucha incierta entre las pulsiones de la vida y la muerte. La desesperación de su Casanova, entrado en los cincuenta, ante el cuerpo huidizo de una jovencita, es el principio del fin de la vida signada por la pasión. Schnitzler lo aceptó con lucidez: “Para aquel que alguna vez haya comprendido totalmente que es mortal, la agonía ha comenzado ya”. Pero eso no es todo. El humor matiza la angustia. Freud lo consideraba una licencia que el superyo otorga al yo. Y Schnitzler lo elevó a condescendiente devoción: “Nada le está prohibido a esa criatura divina que es el humor […] El humorista deambula en el interior de lo infinito”. Anatol, el personaje que mejor lo representa, es diletante y seductor. Le dice

“¿Por qué nunca he intentado conversar con usted? Creo que lo he evitado por miedo de encontrar a mi doble”

No somos distintos de los personajes de Schnitzler. Como ellos, buscamos la cifra de nuestro deseo. Y la evasión ante el dolor

mergirme en sus espléndidas creaciones, siempre he creído encontrar en ellas, detrás de la apariencia poética, las hipótesis, los intereses y los resultados que […] sabía que eran los míos”. Más allá del miedo a toparse con su alter ego, tal vez la ambivalencia de Freud por Schnitzler escondía una amarga constatación: a menudo el arte doblega a la ciencia. O acaso resulta un camino más directo que ella para revelar las claves del deseo humano. La confesión freudiana concluye así: “He tenido la impresión de que usted aprendió por intuición –aunque en realidad fue por introspección […]– todo lo que yo he tenido que desenterrar en otras personas mediante una labor agotadora”. La impresión de Freud es, en algún sentido, parecida a la que experimentamos al leer a Schnitzler hoy. Lo que narra encaja en nuestra experiencia. Sus temas son el deseo erótico y la muerte. El humor y la desesperación. La represión y la culpa. El sueño y el tic, que reflejan distorsionados los contenidos mudos del inconsciente. A pesar del tiempo, lo sustancial de Schnitzler es actual: poco encontraremos en él que la evolución haya logrado abolir. Para captar el sentido de su obra es preciso entender a una clase social, a una ciudad y a una época. Como los pacientes de Freud, la mayoría de los personajes de Schnitzler pertenecían a la clase media alta vienesa. Representaban su papel social explícito dentro de un espacio urbano característico, limitado por la Ringstrasse, el famoso bulevar que ceñía a la Viena de los burgueses y los nobles. En la segunda mitad del siglo diecinueve, la capital austríaca era la gran ciudad imperial de Europa, espléndida y

a su amigo, que lo insta a abandonar a su amante el mismo día de su casamiento: “... ni nosotros mismo nos lo creemos. Porque en medio de […] la agonía hay momentos […] en lo que todo resulta más bello que nunca… […]. Se está tan agotado del miedo a morir… y de repente ahí está de nuevo la vida, más cálida, más ardiente y más engañosa que nunca.” Anatol es ansioso, no sabe lo que quiere, se siente culpable, es –según se define– un “hipocondríaco del amor”. Pero se lo toma con sorna. Evoca, después del baile y la sexta copa de champagne: “Por un rato pensé que era feliz”. Ese es el humor irónico de Schnitzler. El guiño con que saluda a sus personajes y se redime a sí mismo. Allí asoma también la compasión. ¿Cuánta distancia nos separa de él? Por cierto, Viena no es nuestra ciudad. Ni aquella época es asimilable a ésta: la mujer se emancipó; el sexo ya no se oculta. Sin embargo, la hipocresía social es parecida. El erotismo continúa acechando más allá del matrimonio. Y la neurosis vacila entre el deber y el placer. Hace cien años, Arthur Schnitzler era un autor incómodo, perturbador. De esos que espantaban a los burgueses. Hoy no le ocurriría lo mismo, aunque la tragicomedia que escribió nos retrata e interpela, punzante. Tal vez no seamos tan distintos de sus personajes. Como ellos, buscamos la cifra de nuestro deseo. Y la evasión ante el dolor. Mientras la ronda del amor sigue girando.

anacrónica. Conservaba, a pesar de la industrialización, vestigios de una topografía clasista, dispuesta en barrios férreamente diferenciados, cuyos habitantes coincidían por razones económicas, mirándose con recelo. La moral sexual no era menos restrictiva que el urbanismo. Los personajes de Schnitzler transgreden esos límites para consumar fantasías y vínculos inconfesables a resguardo de sus pares. La prostituta, el homosexual, el artista bohemio, la corista, la muchacha pobre y disponible, vivían en los suburbios. La oscura ribera del Danubio, más allá del puente Imperial, servía de refugio a los amantes, como sucede en el relato Los muertos callan. El afán de borrar límites, a contracorriente de la cultura, toma en Schnitzler dos formas: el traspaso de fronteras y la ronda. La línea y el círculo. Su puesta en escena La Ronda, que escandalizó a Viena y fue prohibida por años, describe en clave de farsa las relaciones entre diez personajes en cuadros sucesivos. Se trata de liaisons eróticas, con coito sugerido, que ligan progresivamente a la prostituta, el soldado, la criada, el soltero, la joven esposa, el marido, la muchachita ingenua, el poeta, la actriz, el conde y otra vez la prostituta hasta completar el ciclo. En esta carrera de postas caen las distancias sociales y

geográficas, las ocupaciones, los pudores y las ideologías. El desafío al destino, el riesgo, una apuesta que puede torcer el curso de los hechos, forman parte también del anhelo de las criaturas de Schnitzler. El médico Fridolin, personaje central de Relato soñado, una de sus nouvelles más logradas, provoca a la suerte sumergiéndose en la embriaguez de una noche de carnaval, mientras le dice a su esposa que visita pacientes terminales. En medio del frenesí se interroga: “¡¿Había que jugársela siempre sólo por deber, por espíritu de sacrificio, y nunca por capricho, por pasión o, simplemente, para medirse con el Destino?!”. Al amigo que lo introduce con recelo al mundo nocturno le confiesa: “Ya sé que es «peligroso»… quizá sea eso precisamente lo que me atrae”. El carácter femenino es otra clave del universo schnitzleriano. Una amplia galería de mujeres, con sus matices emocionales y sus diferencias de edad, clase y costumbres recorren la obra. Ellas luchan contra una sociedad que las oprime. En La señorita Else, la protagonista, aún adolescente, debe decidir si se desnudará ante un baboso noble multimillonario para obtener un préstamo que salvará de la cárcel a su padre estafador. Es una hija de la hipocresía burguesa: banal, histérica y desvalida. En su monólogo íntimo describe el trato familiar:

ternura cuando estás linda, preocupación cuando tienes fiebre; colegio privado, piano y francés; campo en el verano, regalos para el cumpleaños, y en la mesa una charla sobre cualquier cosa. “Pero –interroga con amargura– ¿se preocupan alguna vez por saber qué me pasa adentro, lo que se agita y tiene miedo en mi interior?” Albertine, la mujer de Fridolin, el médico cautivado por la noche vienesa, tiene otros recursos. Se venga tiernamente de las infidelidades de su marido soñando escenas eróticas y mostrándole cuán poco conoce el mundo femenino. Lo descoloca con un simple “Si ustedes supieran…”. Lo aflige relatándole un cruce de miradas insinuantes con un extraño en el salón de un hotel en las últimas vacaciones. Y, al fin, estimando suficiente la ansiedad de su marido, lo tranquiliza, diciéndole: “Sospecho que la realidad de una noche, incluso la de toda una vida humana, no significa también su verdad más profunda”. A lo que él contesta como un niño antes de dormirse: “Y que ningún sueño es totalmente un sueño”. Schnitzler sabía acerca de lo que narraba. Por experiencia de amante y por oído de artista. Vivía en una sociedad machista y participaba de sus ritos y ceremonias. Consideraba un enigma a la mujer. No obstante, su lado femenino le permitió

© LA NACION

El autor es sociólogo, director de la consultora Poliarquía y profesor de la UBA

DIALOGO SEMANAL CON LOS LECTORES

Una grafía que suena como arpa vieja “U

NO de los placeres que el diario me brinda son los crucigramas. Lamento el alejamiento de su anterior creador, ya que desde entonces mi diccionario está más que usado... y encuentro que últimamente figuran en esos entretenimientos términos inexistentes. Por ejemplo, en el autodefinido de la Revista del 18 de enero, a la definición de «instrumento musical con cuerdas colocadas verticalmente» le corresponde la palabra arpa... pero escrita con h. ¿Harpa? ¿Se trata de alguna excepción? ¿Será un error? ¿O, como diría mi profesora de castellano, un horror?”, escribe la licenciada Susana C. Fernández de Cánaves. Concuerdo con la lectora en que se extraña al anterior autor de los juegos, el fallecido Stanko Jerebic, pero en este caso no se trata de un error ni de un horror, sino de una grafía anticuada. La palabra arpa viene del francés harpe y la h es etimológica (la palabra francesa proviene, a su vez, de una antigua palabra alemana, también con h). La forma harpa figura en todas las ediciones del Diccionario de la Real Academia Española y en la primera, de 1726, arpa remite a harpa. Pero la grafía con h, aunque sigue figurando en el DRAE, ha caído en desuso y el Diccionario panhispánico de dudas dice que debe evitarse. Claro que, si el autor del juego necesitaba esa letra, podía hacerse el desentendido y considerar que, mientras figurara en el DRAE, tenía derecho de usarla. No es este el único caso de una h etimológica que ha caído en desuso. La palabra

armonía, por ejemplo, de origen griego, tiene la variante gráfica harmonía, con la h que se escribía en latín y que representa la aspiración que tenía esa palabra en griego. Las dos grafías figuran en el DRAE, pero el DPD dice que la variante con h, hoy desusada, es desaconsejable.

LUCILA CASTRO LA NACION

Pulpos con costra Escribe Rodolfo Héctor Ciccarella, farmacéutico y bioquímico: “En la sección Turismo del domingo 1º, se escribe sobre el plato más típico que hemos podido degustar en Galicia, el pulpo. La autora se explaya con mucho detalle sobre las pulpeiras, la ancestral Festa do Pulpo, las guarniciones que pueden acompañar el plato, etcétera. Lástima que empaña el artículo cuando dice: «Diferencias al margen, es decir, sin tener en cuenta si a la reunión acuden decenas o miles de personas o si el crustáceo es acompañado por pan, vino...». El pulpo no es un crustáceo, sino un molusco cefalópodo de la familia de los octópodos. Los crustáceos deben su nombre a que son animales que tienen «costra», como el cangrejo, la langosta, la centolla, la cochinilla, etcétera.”

Esas infografías… “En la descripción de la Casa Blanca del lunes 2 («La Casa Blanca por dentro», página 3), se menciona una sala que «las primeras damas usaban para guardar piezas de porcelana». ‘Porcelana’, en inglés, se dice china; sin embargo, de allí a llamar a ese lugar «Sala de China», tal como hace el diario, hay una gran

distancia. The China Room en la Casa Blanca es «la Sala de la Porcelana» y no un lugar dedicado a esa nación del Lejano Oriente. Agradeceré la aclaración en beneficio de los lectores”, escribe Juan Javier Negri. Y Roberto E. Oltra observa otro error, también en una infografía, y recuerda lo manifestado por otro lector la semana pasada, a propósito de una falta similar: “En la página 39 del suplemento «Bienvenidos al futuro», en la infografía «Televisión analógica vs. digital», escribieron la palabra transmisión con c. Estoy de acuerdo con el señor Alfonso Reuther: debemos cuidar el prestigio de LA NACION”.

La gente y las personas Escribe Francisco Llorens: “En la página 16 del 2 de febrero, se lee: «Lo mejor fue la solidaridad de la gente; siempre me ayudaron». Si bien aparece entre comillas, ya que fueron palabras de un entrevistado, ¿no debería

haberse corregido el número del verbo? Resulta, por lo menos confuso, creo yo. «Ayudaron» puede remitir a «gente», por lo que debería ser «ayudó». Pero mi duda es: ¿puede remitir también a un sustantivo tácito con el que concuerde en número, como por ejemplo «personas»? De esta última forma, no estaría mal enunciado.” En efecto, la posibilidad que observa el lector es lo que ocurre en la segunda proposición, por lo que la concordancia es correcta. Un sustantivo colectivo en singular, como gente, lleva el verbo en singular. Por ejemplo, si decimos “Lo mejor fue la solidaridad de la gente, que siempre me ayudó”, el singular “ayudó” es obligatorio, pues el sujeto es el pronombre relativo “que”, que representa al antecedente “gente” y por lo tanto vale por un singular. Pero cuando, después de haber usado un sustantivo colectivo, se pasa a otra oración o proposición, con sujeto tácito, puede admitirse el plural porque puede entenderse que el sujeto no es el colectivo, sino un pronombre o sustantivo en plural que designe los seres que componen ese colectivo (en el caso citado, “ellos” o “las personas”).

Períodos de años “Los sustantivos que identifican un período de varios años derivan directamente del latín, como bienio, trienio, cuatrienio, quinquenio, sexenio, septenio y decenio. Sin embargo, octenio y novenio no aparecen en el DRAE y sí en otras lenguas latinas. ¿Por qué?”, pregunta Osvaldo R. Agatiello desde Pays de Gex, Francia.

No todos esos sustantivos vienen directamente del latín. Cuatrienio, por ejemplo, viene de cuatro. En latín es quadriennium, que dio en español la variante cuadrienio. Y milenio es una creación moderna, sobre una forma latina millennium, que no se usaba en la Antigüedad. Si el lector necesita hablar de períodos de ocho o nueve años, puede usar las formas que propone. Posiblemente lo entiendan, porque esas palabras están formadas según el mismo procedimiento morfológico que las otras. Pero el hecho de que esas palabras estén bien formadas (con el elemento prefijo que indica el número, y la terminación -enio, del latín -ennium, derivado del sustantivo annus, ‘año’) no significa que el diccionario deba registrarlas si no están documentadas. Es lícito crear palabras según las reglas (de hecho, lo hacemos constantemente, aun sin darnos cuenta, con formas de flexión que no hemos oído nunca, y lo mismo podemos hacer con formas de derivación), pero esas palabras solo adquirirán el derecho de entrar en el diccionario si se hacen usuales para la comunidad hablante, si la comunidad hablante las acepta y las hace suyas. Si no, los diccionarios deberían incluir todas las formas posibles según las reglas, aunque fueran palabras que nadie hubiera usado nunca. © LA NACION

Lucila Castro recibe las opiniones, quejas, sugerencias y correcciones de los lectores por fax en el 4319-1969 y por correo electrónico en la dirección [email protected]