Sancho después de Don Quijote

28 ago. 2010 - cura, ni la sobrina de Don Quijote, ni el nuevo mesonero. ... te sus andanzas con Don Quijote había ... doncella más hermosa de La Mancha.
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CUENTO

¿Q

ué fue de Sancho Panza después de la muerte de su patrón, Don Quijote? Cervantes no nos lo dice, pero yo se los contaré, porque lo supe de buena fuente. Al volver a su choza, Sancho la encontró desierta y en ruinas. No quedaban esposa ni hijos, cerdos ni gallinas. Fue en busca de sus vecinos, pero no quedaba nadie que lo reconociese después de tantos años de ausencia. Tampoco lo reconocieron el señor cura, ni la sobrina de Don Quijote, ni el nuevo mesonero. Al anochecer, después de mucho andar sin provecho, Sancho cayó en la cuenta de que ya nada tenía que hacer en su vieja aldea. ¿Adónde ir? Ya lo pensaría mañana. De momento, tenía que encontrar dónde pasar la noche. Volvió a la ruina de su choza y se tumbó en el jergón. Estaba tan fatigado que no oyó a los ratones ni a los pájaros que habían anidado en el tejado. Amaneció sobre los campos manchegos, verdes, húmedos y con parches de escarcha, como todos los inviernos. Sancho se encaminó al mesón, donde comió un desayuno campesino: un tazón de leche recién ordeñada, media hogaza de pan de ayer y unas rodajas del salchichón que colgaba de una viga del techo. Una vez repuesta su panza, el cerebro de Sancho retomó su ritmo normal, lento pero firme. Sancho siempre había sido cuerdo y práctico, pero durante sus andanzas con Don Quijote había visto y aprendido mucho. Además, había adquirido una nueva facultad escasamente desarrollada en los aldeanos: imaginación. Sancho decidió que tenía que empezar una nueva etapa de su vida. Por lo pronto, confirmó la decisión que había tomado la víspera, de marcharse de la aldea, puesto que ya no era la suya. Además, no tenía con qué reconstruir su choza, ni con qué comprar un par de cerdos, ni siquiera una pareja de gallináceos. Sólo tenía lo puesto. También tenía lo más importante: una fuerte voluntad, optimismo, un par de piernas vigorosas y una imagen del mundo más allá de su aldea. A marcharse, pues. Pero ¿adónde? De pronto, recordó la obsesión de su viejo amo por Dulcinea del Toboso. ¿Existía o era un producto más de su imaginación febril de hidalgo ocioso? Para averiguarlo no había más que un método: buscar la aldea de Toboso. Pero ¿qué rumbo tomar, y a cuántos días de marcha que14 | adn | Sábado 28 de agosto de 2010

Sancho después de Don Quijote Decidió que tenía que empezar una nueva etapa de su vida. A marcharse, pues. Pero ¿adónde? Recordó la obsesión de su amo por Dulcinea del Toboso. ¿Existía o era un producto más de su imaginación febril de hidalgo ocioso? Cada vez que se encontraba con gentes que parecían provenir de Toledo, Sancho les preguntaba por el Toboso, pero nadie había oído hablar de esa aldea POR MARIO BUNGE

daría? (Para beneficio de mis lectores de menos de veinte años: en esa época no había Wikipedia, ni siquiera mapas de ruta del Automóvil Club.) Sancho recordaba vagamente que su hidalgo le había contado que Toboso quedaba cerca de Toledo, sobre el Tajo, que en aquella época llevaba aguas claras. Se encaminó, pues, a esa hermosa ciudad, que antes de la Reconquista había sido un gran centro cultural, donde se habían congregado sabios musulmanes, cristianos y judíos. Cada vez que se encontraba con gentes que parecían provenir de Toledo, Sancho les preguntaba por Toboso. Nadie había oído hablar de esa aldea. Un día, cuando Sancho empezaba a sospechar que Toboso sólo había existido en el cerebro de su antiguo caballero andante, se topó con un sacerdote montado en una mula. Le dijo que venía de Toboso, donde había casado a algunas parejas ya maduras y bautizado a sus hijos, muchos de ellos ya adultos. El señor cura también le informó que para llegar a su meta debía torcer a la izquierda en la próxima encrucijada y caminar du-

rante toda una jornada más. Al anochecer del día siguiente, Sancho alcanzó su meta. En cuanto hubo llegado a la plazoleta de la aldea, preguntó por Dulcinea, reputada como la doncella más hermosa de La Mancha. Le informaron que, en efecto, en la periferia del pueblo residía una mujer a quien llamaban la Dulcinea, pero que no era doncella, sino una viuda treintañera. Llegado a la choza que le habían descripto, Sancho se anunció de la manera habitual: “¡Ave María purísima!”. Al cabo de un rato acudió una mujer madura, pero robusta, de andar ágil y sonrisa fácil, a la que no le faltaban sino dos dientes de adelante, y que le preguntó qué se le ofrecía. Sancho le contó brevemente su historia y le pidió que lo alojara esa noche. Sancho se quedó donde la viuda esa noche y las siguientes y la ayudó en los quehaceres domésticos. Al cabo de unas semanas, Sancho y Dulcinea dormían juntos y empezaron a planear su vida en común. Dulcinea, que jamás había salido de su aldea, quería quedarse en

ella. En cambio Sancho, ya hombre de mundo, sabía que había lugares mejores que Toboso. Y le habló de América, sobre la que había oído maravillas a su paso por Sevilla. Sancho se salió con la suya y poco después ambos emprendieron el camino a Sevilla. Al cabo de un par de meses divisaron la Giralda, y un par de días después visitaron el puerto. Allí, hablando con un anciano marino de más de medio siglo de edad, se enteraron de que los lugares más ricos del Nuevo Mundo eran lo que hoy llamamos México y Perú, éste último vía Panamá. Pero también se enteraron de que los viajes a Veracruz y Panamá eran muy peligrosos, porque los piratas sospechaban que los barcos españoles iban cargados de oro y plata. El viejo marino les recomendó que tomasen una ruta mucho menos riesgosa, que llevaba al Río de la Plata. Este era un lugar sin oro ni plata, al que sólo iban unos pocos labriegos sin tierra, artesanos con poco oficio, curas de pueblo y funcionarios de la Corona, tales como escribanos y verdugos. Además, en ese lugar se favorecía a las parejas, porque las indias rioplatenses eran pocas y ariscas. Finalmente, era fácil conseguir pasaje al Río de la Plata a cambio de colaborar en las tareas del barco. Para resumir: Sancho y Dulcinea consiguieron pasaje al puerto de Santa María de los Buenos Ayres. Llegados a la gran aldea, se instalaron en una casa de inquilinato, en la que Dulcinea encontró empleo. Sancho, en busca de ocupación, recorrió las tabernas. Allí se hizo popular narrando sus aventuras con Don Quijote. Nadie le creyó: lo tomaron por loco o bromista, de modo que nadie le ofreció empleo. Un día, cuando Sancho ya desesperaba de poder ganarse la vida en ese lugar tan pobre e inhóspito, fue a buscarlo un alguacil. Sin darle explicaciones, lo condujo a la alcaldía, donde le hizo sentarse en una humilde silla hecha de sauce y junco. Sancho sudaba y temblaba, y protestaba su inocencia. Consumidas sus raciones de angustia y de protesta, el alguacil lo condujo a la augusta presencia del alcalde, quien le indicó con un ademán que se sentara frente a su escribanía, adornada con un hermoso juego de Talavera. –Sancho Panza, para servir a Vuecencia. No sé de qué se me acusa, pero os juro que soy inocente. –Sosegaos, Don Sancho, pues nada te-

ILUSTRACION: SEBASTIAN DUFOUR

nemos que reprocharos. –¿En qué puedo serviros, excelentísimo señor? –Han llegado a mis oídos algunas de las historias que habéis contado entre copas. –Son todas verdaderas, señor. Os lo juro. –No lo dudo, pero me gustaría escucharlas de vuestros labios. –Será un gran honor para mí, señor. ¿Por dónde empezamos? –Dado mi cargo, la historia que más me interesa es la del día que gobernasteis la ínsula de Barataria. –Ése fue mi día de gloria, señor. Fue la única vez en mi vida que logré hacer algo por mi prójimo. –Contad, contad, buen Sancho. El alcalde lo escuchó atentamente,

Era fácil conseguir pasaje al Río de la Plata a cambio de colaborar en las tareas del barco. Para resumir: Sancho y Dulcinea consiguieron pasaje al puerto de Santa María de los Buenos Ayres

aunque interrumpiéndolo a menudo con exclamaciones de asombro y admiración. A terminar Sancho la narración de lo mucho bueno que había hecho ese día, el alcalde le habló así: –Os lo creo todo, porque los problemas que afrontamos los gobernantes son los que vos habéis resuelto. Lo que no es usual es dar con funcionarios ingeniosos y honestos como vos. –Gracias, señor. Me pongo a vuestra disposición para lo que deseáseis mandar. –Muy bien. Veamos si puedes ayudarme a resolver el peor de los problemas que me ha tocado enfrentar: cómo recabar fondos para mandar hacer las obras públicas más urgentes en esta villa barrosa y maloliente. –Eso será fácil, excelentísimo señor.

Empezad por cobrar el impuesto a los hidalgos y por obligar a los villanos a una corvea semanal, para que trabajen en favor de la comuna. –Pero ¿cómo hacer para cumplir semejantes ordenanzas con sólo un puñado de alguaciles, un escribano y un verdugo? –Muy fácil, vuecencia. Haced que los hidalgos organicen las corveas a cambio de perdonarles el impuesto y autorizad a los villanos a que muelan a palos impunemente a los hidalgos remolones. –Sabio consejo, Don Sancho. Creo que la gobernanza de esta villa ganaría mucho si yo contara con vuestro consejo cotidiano. ¿Estáis dispuesto a asesorarme diariamente? ¿Os apetece el título de consejero? –Me honraría, señor. Pero reparad en que no tengo letras. –Eso es lo de menos. Mi amanuense y mi escribano estarán a vuestra disposición. Además, en su momento gestionaré que la Universidad de Alcalá de Henares os confiera un diploma de li-cenciado ad honorem. Seguramente lo merecéis más que muchos letrados que no hacen sino embrollar los asuntos. Así fue que Sancho Panza empezó la tercera y última etapa de su larga existencia. Por consejo del alcalde, quien le advirtió que los pobladores de la gran aldea tenían en mucho los apellidos que llamaban tradicionales, y que según Sarmiento olían a bosta, Sancho agregó su apellido materno: en adelante se le llamó licenciado Sancho Panza y Salmuera, que era como fajar la panza. Dulcinea dejó su empleo y puso a punto su casa. Ésta era de piso de tierra apisonada, paredes de adobe blanqueado y techo de quincho. Además, Dulcinea aprendió a hacer sabrosos dulces coloniales, tales como dulce de membrillo, alfajores de maicena y huevos quimbos, que por las tardes pregonaba un muchacho de la vecindad. (¡Qué pena que no se hayan conservado y recopilado esos pregones, algunos de ellos musicales y otros graciosos!) No pregunten por qué los libros de historia patria no registran el nombre de Sancho Panza y Salmuera. Ya se sabe que los porteños no admiran la sabiduría ni agradecen a los héroes rurales ni municipales: estiman más una gambeta que una alcantarilla y admiran más a un curandero que a una maestra rural. Sábado 28 de agosto de 2010 | adn | 15