Pétalos de papel. Capítulo 1. - Goodreads

Es como un vértigo. Como un mareo. Lo es todo en la nada. Escuchar su voz es sentir que nunca he estado completa antes. Que nunca volveré a estarlo.
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Prólogo Es como caer. Es como tropezar y sentir que pierdes el equilibrio. Es como caminar entre las nubes y, de pronto, perder pie. Es como un vértigo. Como un mareo. Lo es todo en la nada. Escuchar su voz es sentir que nunca he estado completa antes. Que nunca volveré a estarlo. Sentir que la oscuridad se convierte en plata, que el silencio se ondula y se quiebra. Y entonces solo existe su hechizo. Solo existen sus palabras, que no alcanzo a comprender, pero que me hablan. Que me llaman desde algún otro lugar lejano. Que me queman y me arrastran. Se convierten en cadenas que me atan a la magia. Al sueño. A él. Solamente dura un segundo. Olvidarlo será imposible.

Marcus Preludio. El silencio de la noche engulle nuestra precipitada carrera. Se traga el ir y venir de mi respiración fatigada. Ahoga el inquieto repiqueteo de mi corazón acelerado. Las sombras mismas parecen querer devorarnos, pequeños en comparación con su presencia. Las campanas de alguna iglesia lejana tocan dos veces y llenan con el sonido de oro las calles vacías. Nos recuerdan la hora pero a mí, que corro con el aire frío arañándome las mejillas y el estruendo de mis pasos palpitándome en los oídos, me parece que abren la veda de caza. El aviso se hace eco entre los muros de piedra, resonando para llegar a todos los rincones. A todos los escondites en los que nuestra presa podría esconderse, esperando a que las tornas cambien y pueda convertirse en el cazador de esta contienda. Me detengo bruscamente para orientarme y escuchar lo que la brisa tenga que decirme. Durante un instante todo se queda callado a excepción de mis pulmones, que gritan por aire sin importar que cada gota de este helado comienzo de primavera caiga dentro de mí como una aguja que me hiere. Me duelen los músculos de las piernas, desacostumbrados a correr. Me digo que soy demasiado humano. Demasiado imperfecto. Y mi presa, en cambio, es sobrenatural en fuerza y cuerpo. Mis ojos van al cielo, en un intento de buscar ayuda de las estrellas. Ellas, titilando indiferentes, no tienen hoy consejos para mí. La luna parece reírse de mis dudas, de mi confusión. La niebla, reptando y estremeciéndose a ras del suelo, intenta enredarse a mis piernas, anclándome. Yinn también se ha detenido, siguiendo mi ejemplo. Su silueta, oscura pero aún apreciable contra las demás sombras de la noche, es mi única compañía. Tan ansioso como yo y al menos tan falto de aliento, busca con los ojos entornados algún elemento

que se haya colado en la noche de Amyas, esta ciudad durmiente que recorremos. No dice nada, pero su mano se alza y señala hacia delante con mucho cuidado de que nada delate su movimiento. Yo lo sigo con la vista justo a tiempo para ver un pedazo de oscuridad deslizarse rápidamente dentro de un callejón. Mis dedos se aferran con fuerza al bastón que sostengo en la diestra, hasta que el pico del águila que sirve de adorno en su empuñadura se me clava en la palma. Asiento en silencio. Avanzamos a tiempo de escuchar un grito de mujer que parece llegar al mismo firmamento y hacer temblar el suelo que piso. Un estremecimiento se desprende por mi espalda y siento que cualquier rastro de color huye de mi rostro. Nuestra carrera vuelve a empezar, aunque esta vez somos perfectamente conscientes del rumbo. De cada paso. Hay alguien en peligro. Una punzada de culpabilidad me araña por dentro, pero me obligo a olvidarla y a concentrarme solamente en mi tarea, que es la caza. Dentro del bolsillo de mi abrigo, el pequeño libro que ha estado dormitando parece despertar de pronto y pedirme que lo abra. Todavía es pronto, sin embargo. Cuando nos asomamos al callejón, con el miedo de llegar demasiado tarde latiéndome en las sienes, la más extraña de las escenas nos recibe. La criatura, más salvaje que humana, se alza imponente sobre los adoquines, rodeada de sombras pero sin llegar a fusionarse con ellas. No hay sitio para él entre las tinieblas de este mundo. No hay sitio para él fuera de su propio hogar, donde debería quedarse. Su aullido, cuando nace de lo más profundo de su cuerpo, es de miedo y de tristeza, llamando por todo aquello que conoce. Por todo aquello que no está. Y aunque me gustaría decirle que lo comprendo, hacerle entender que pronto todo estará bien, sé que es inútil razonar con él… o con su terror.

Me doy cuenta de que la alta figura se encorva sobre una más pequeña y frágil. La luna, asomada desde una nube, me permite ver la silueta imprecisa de una muchacha encogida contra el muro. Podría ser de cualquier edad, aunque es delgada y no muy alta. Aunque no puedo ver su rostro sé que en él se dibujará la sorpresa y el horror de la situación. Trago saliva y me concentro en pensar. Yinn es más rápido que yo. Se lleva una mano a la boca y un silbido sale de sus labios. Es todo lo que necesitamos. Hay un segundo de silencio al que sigue otro de tensión y después, lentamente, nuestra presa se vuelve. Me fijo en sus ojos, más negros incluso que lo que nos rodea. Que los muros centenarios. Que el suelo regado aún de charcos. Que el cielo por el que viajan las nubes. La luna se oculta y yo respiro hondo, con el bastón firmemente sujeto en caso de necesitarlo. El libro lo agarro con la zurda, mostrándoselo en un intento de que entienda. Parece hacerlo, porque hay algo de reconocimiento en el gruñido que escapa entre sus fauces entreabiertas. Se acerca tambaleante, tentado. No parece que vaya a atacar pero, por si acaso se le ocurre hacerlo, dejo el volumen en el suelo, abierto. Las páginas parecen hablarle. Parecen contar historias, mientras una brisa suave las mueve. Puede que logre escuchar su nombre de labios incorpóreos, lejanos. Más allá de lo que me ocupa oigo a la mujer proferir un suspiro de alivio lo suficientemente alto como para que vuele hasta mí. Más tarde me aseguraré que está bien, pero ahora me concentro. Le indico a Yinn con un ademán que se aparte y yo mismo doy un paso hacia atrás. No es miedo lo que me mueve, sino cautela. Respiro hondo, controlando cualquier instinto de supervivencia que pueda salir a flote cuando siento el aliento húmedo demasiado cerca de mi rostro. Me aseguro que no me hará daño. Sabe, de alguna manera primitiva e inconsciente, que yo lo voy a salvar. Que no soy una amenaza.

Una palabra se desliza sobre mi lengua. No sería capaz de contenerla aunque quisiese. El aire parece detenerse. El libro, cerca de mis pies, tiembla y guarda silencio en su somnolencia. Contra el paladar, fluyendo quedamente, las sílabas se deshacen y parten de mis labios. Es como si cada una de las letras tuviese vida propia. Conozco cada inflexión desde incluso antes de nacer, pero su llegada siempre me sorprende por su belleza, por cómo se respira la magia y cómo la siento correr por mis venas incluso cuando la mayor parte del tiempo solamente duerme, plácida y recogida en algún secreto rincón de mi mente. El portal se abre y yo cierro los párpados, disfrutando del poder que eso me da. Es como si durante un segundo, un breve instante de tiempo detenido, me hallase en el umbral entre dos mundos. Dos lugares diferentes por completo, brillantes, que me llaman con su sinfonía de voces y olores. Tengo la lejana certeza de que alguien susurra un agradecimiento en su corazón, aunque la frase nunca llega a ser articulada. Un destello breve que sobresalta a las sombras. Después, silencio. Cuando vuelvo a abrir los ojos, preso de una súbita paz, lleno con el sabor del trabajo bien hecho y con la certeza de que todo vuelve a estar en su lugar, suspiro. Ya no hay aquí ninguna criatura a la que temer. El hombre lobo estará en algún bosque, ahora, que pueda reconocer, muy lejos de aquí, de Albion. La brisa se vuelve a poner en marcha. El reloj se mueve de nuevo, inquieto por los momentos perdidos. La noche vuelve a ser noche. Me agacho con cuidado y recojo el tomo del suelo, que cierro. El aliento escapa de entre sus páginas al tiempo que lo hago. Me parece que se acomoda en mi mano y cae inerme una vez más. Lo guardo en el bolsillo.

Recuerdo que otro asunto requiere mi atención, así que dirijo mi mirada hacia ella. Aún encogida sobre sí misma, probablemente asombrada y asustada a partes iguales, la contemplo arropada entre sombras. Me doy cuenta de que ella tampoco encaja aquí. Que no es una de los nuestros. Me fijo en Yinn, a mi lado, esperando que él comparta mis hipótesis. Un gesto suyo es suficiente para que entienda que así es, unidos por una muda complicidad. Con pasos rápidos se aleja, probablemente en busca de un farol con el que poder ayudarnos a evaluar la situación. Me adelanto con cautela, en un intento de que se acostumbre a mi presencia. Pienso en ella como en un animalillo asustado. Si no soy lo suficientemente delicado escapará y no la podré coger jamás. Como un cervatillo. Como una ninfa que se escurrirá entre mis dedos. En principio, al menos, no lo hace. Me humedezco los labios y la escucho coger aire bruscamente. Me detengo. —¿Se encuentra bien? No parece muy segura. Turbada por todo lo que ha visto en apenas unos minutos, ni siquiera ella es capaz de decirlo a ciencia cierta. Aún encogida sobre sí misma, percibo que me observa. La sombra de su mano se alza hasta su sien. Se palpa la cabeza pero no parece encontrar nada que la alarme. Finalmente, con un titubeo, la veo asentir. Entiendo su perplejidad. Entiendo que esté confundida y aterrada. Pero no hay nada, en esta oscuridad que nos acecha, que yo pueda hacer por devolverla a su hogar. Le tiendo la mano, en un intento de ayudarla a levantar. De mostrarme amistoso. Detrás de mí escucho los pasos acelerados de Yinn, que ha conseguido un farol probablemente de algún portal. Lanza un poco de luz sobre la frágil figura, que se vuelve aún más pequeña al comprobar que no estamos ella y yo solos. Tengo el fugaz atisbo de una muchacha. Cabellos oscuros. Rostro adolescente. Ropas extrañas.

—Me llamo Marcus Abberlain —me presento, decidiendo dejar a un lado detalles en ese nombre que solamente añadirían preguntas a su cabeza y problemas para su entendimiento—. Estoy aquí para ayudarla. Ella no responde. Sus labios apenas sí se separan. Nos observa como si fuésemos dos fantasmas salidos de un sueño. O como si estuviera viviendo una pesadilla. En un segundo parece que abre la boca, pero entonces sus párpados caen y se aprietan. Su mano se alza y toca su cabeza, aunque esta vez el gesto es iluminado y no tengo problemas para verlo. Parece que le duele. Un gemido escapa de su garganta y un jadeo me llena de ansiedad. No hay sangre en sus rizos castaños, sin embargo. Me agacho junto a ella, en un intento de examinarla mejor. Cuando consigo que aparte los dedos de su propia piel, sin embargo, no hay heridas que reclamen mi atención. Eso, sin embargo, no significa que no haya recibido ningún golpe. —Tranquila —le digo, aunque ni siquiera sé si me entiende. No tiene por qué hablar mi idioma, al fin y al cabo. No obstante, creo que puedo hacer que mi tono transmita lo que siento—. Todo va a estar bien. La cojo del brazo y, a pesar de que ella no es de mucha ayuda, la alzo y la obligo a ponerse en pie. Me parece más liviana de lo que había esperado. Noto su cuerpo cálido apoyado contra el mío y lo siento estremecerse en la noche fría. Le tiemblan las piernas. La luz lanza sombras sobre su rostro cuando sus párpados se entrecierran. No parece mirarme, sino que se fija en el suelo oscuro, como si tratase de enfocarlo. —Marcus… —Su voz me sobresalta, suave, pero me aseguro de no soltarla. No voy a dejarla caer—. Yo soy… —Hace el esfuerzo de alzar la cabeza, pero no llega a conseguirlo del todo. Sus ojos se fijan en los míos solamente entre las pestañas. Hay un suspiro y unos labios que luchan por volver a decir algo—. Me llamo Ilyria… Yo…

La insto a avanzar, pero ella no es capaz de responder a mis esfuerzos. No voy a conseguir que se quede despierta. Trastabilla y cae entre mis brazos, los cuales ya están preparados para recibirla. —¿Señorita? No hay respuesta incluso cuando la muevo, acomodándola contra mi pecho. Su rostro se ve blanco e inquietante, con las sombras acariciando su piel, ahora envuelta en una palidez mortal. La luz del candil titila y se apaga.