Pensamiento Agnes Heller
La filósofa húngara habla de su vida y de la noción de dignidad de la obra artística, imprescindible, a su juicio, para comprender la producción contemporánea
El arte, un fin en sí mismo POR GUSTAVO SANTIAGO Para La Nacion
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Viernes 12 de noviembre de 2010
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gnes Heller (Budapest, 1929) es una de las mayores pensadoras que dio el siglo XX. Su trayectoria como filósofa se inició en la Escuela de Budapest comandada por György Lukács. Pero pronto Heller pudo desarrollar un pensamiento singular. Sus trabajos sobre ética, política, filosofía de la historia y estética han sido objeto de un amplio reconocimiento internacional. No menos conocidas son sus experiencias de vida, que la llevaron a enfrentar el horror del nazismo y la persecución del estalinismo. –Cuando se menciona su nombre, se lo hace por su obra. Pero también surgen alusiones a su vida. –He contado mi vida en un libro publicado en Hungría, en Holanda y en Alemania, cuyo título es Un mono en bicicleta. Cuando tenía trece años estaba enamorada de un chico que tenía quince. Me acompañó a casa, y tuvimos una discusión. Cuando llegamos me dijo: “Qué inteligente que sos, siendo una mujer”. Fue como si me dijera: “Sos un mono, pero qué bien andás en bicicleta”. Por eso el título del libro, que dice mucho sobre un aspecto de mi vida. –¿Cuáles serían los otros aspectos? –Ser una sobreviviente. Siendo una niña pasé el Holocausto. Mi padre fue asesinado en Auschwitz, y yo estuve ante el pelotón de fusilamiento. Pero tuve una “segunda vida” que llega hasta hoy. Es como un regalo, porque debí haber muerto cuando tenía catorce años. Pero tengo ochenta y uno. Y eso me hace sentir muy afortunada. –Pero usted pasó por momentos difíciles. Pocas personas considerarían a eso tener buena suerte. –Todos podemos tener momentos desgraciados. Pero yo tuve buena fortuna, porque pude hacer algo con esos momentos desgraciados. Cuando tenía 18, por casualidad, fui a una clase de György Lukács; ese “accidente”
cambió mi vida, ya que sin él no me habría vuelto filósofa. Luego tuve suerte de vivir en Hungría en 1956, durante la revolución húngara, mi experiencia política más grande. Allí fui despojada de todas mis posesiones, perdí mi trabajo en la universidad. Y fui suficientemente afortunada como para ver que quienes habían sido mis amigos me daban la espalda en la calle. Tuve suerte como para ir al infierno. Cuando uno es tirado por sus hermanos, abandonado como un objeto, surge la posibilidad de ser uno mismo. –Finalmente, la salida apareció. –Así es. Fue el momento en el que con un grupo de amigos formamos “la escuela de Budapest”. Allí discutíamos sobre textos, sobre nuestros problemas, leíamos nuestros trabajos, nos criticábamos mutuamente. Pude vivir en una magnífica comunidad humana. Luego aparecieron las posibilidades de dar conferencias, mis libros se tradujeron y eso me permitió ser conocida en distintos lugares del mundo. Al principio no podía dar un paso fuera de Hungría, un país muy provinciano, en medio de una dictadura totalitaria. Pero tuve la suerte de tener que irme, como exiliada, primero a Australia y finalmente a Nueva York. En toda vida hay sufrimiento. Sin esto no hay vida humana. Pero en mi caso, la buena suerte prevaleció. –En cuanto a su producción, usted ha abordado problemas de diversas ramas filosóficas, como la estética, la política, la ética, la filosofía de la historia. ¿Cómo fue ese recorrido? –Cuando era joven, escribí el libro sobre la vida cotidiana. Fue bajo la influencia de lo que me afectaba en ese momento: “¿Cómo se puede poner un fin a la alienación?”. También me dediqué a la estética, pero la abandoné. Una razón era personal: Lukács trabajaba
en estética y, aunque yo adoraba a mi profesor, no quise ser una simple “seguidora”. Quería hacer algo por mí misma. El interés por la política viene de la experiencia de guerra, de la primera experiencia de Auschwitz. Allí surgieron planteos éticos: “¿Cómo puede la gente hacer tal cosa?”; o de filosofía de la historia: “¿Cómo pueden existir las condiciones que permitan que la gente mala tenga un rol protagónico?”. Estas fueron las dos preguntas con las cuáles empecé a pensar la ética y la filosofía de la historia. No hice filosofía política, porque era imposible en Hungría. No sólo hubiera perdido mi trabajo, hubiera ido a prisión. Nunca fui cobarde, pero tampoco me gusta tentar al destino. –En sus últimos años se percibe un retorno a la estética. ¿Por qué se produce este regreso? –Volví a la estética hace quince años. En ese momento tuve la impresión de que ya había dicho todo lo que podía decir sobre ética y filosofía de la historia. Por eso quise hacer otra cosa. Es un regreso pero desde una perspectiva completamente diferente. –Uno de los puntos centrales de ese trabajo es la distinción entre “autonomía” y “dignidad” en relación con el arte. –Así es. Planteo que el concepto de “autonomía” se ha desdibujado en la filosofía del arte y que difícilmente pueda hacer una contribución significativa para la comprensión contemporánea de la obra de arte, mientras que la concepción de “dignidad” de la obra de arte puede hacer una importante contribución en este sentido. –¿Cuáles serían los aspectos problemáticos de pensar el arte desde la noción de autonomía? –Mi punto de partida es la alta modernidad y sus teorías. Si uno habla del “Arte” –con mayúscula–, se puede sostener que se trata de una esfera separada. Esto significa que la esfera del arte se emancipa de la religión, de la política, y saca su valor, únicamente de sí misma. Pero si se sostiene que es una esfera autónoma, se está obligado a enumerar o indicar las normas o reglas que deben ser seguidas en esta esfera, que la van a diferenciar de las demás. El problema es que parecería que la esfera del arte necesitara tener normas comunes y reglas, sin tomar como diferencia a qué rama o a qué género pertenecen las obras: edificios, pinturas, óperas, canciones o cuentos. –Puede hablarse de una liberación del arte, pero también de nuevas formas de sometimiento. –Esto llegó a aterrorizar a los artistas. Lucian Freud cuenta que sentían terror en relación con los museos, terror a los historiadores del arte, a las galerías. No se podía exhibir una pintura figurativa, pero tampoco una novela que tuviera una historia, personajes, porque era considerada kitsch. Esto era algo muy serio, porque todo tipo de medios, géneros y de obras eran evaluados y juzgados por las mismas normas estándar. Lo cual llevó a que muchos artistas importantes como Bela Bártok o Igor Stravinski –en el caso de la música– fueran excluidos, mientras que otros, que eran incluso mediocres, fueran bien considerados porque respondían apropiadamente a esas normas. Por esto creí que era necesario buscar una nueva propuesta, no centrada en la autonomía del arte en general, sino en la dignidad de la obra de arte singular. –¿Cómo surge esta propuesta?