Otra de las evocaciones patrísticas Desde mi ingreso al Seminario Menor Nuestra Señora de Lujan, en marzo de 1963, la edad se hizo sentir, al menos en algunas cosas. Por más que estaba orgulloso cuando el Rector, Monseñor Enrique Ciao, me paraba delante de todos (como en la oportunidad en que lo visitara el Arzobispo Plaza, que allí conocí) para mostrar al más pequeño de los seminaristas, muchas veces me invadía una extraña nostalgia, quizá la morriña propia de cualquier niño (al percibirla mis padres, en la visita de los domingos, me insistían en llevarme con ellos de vuelta a casa y no sé por qué algo llevaba a persistir en el anhelo interior de permanecer allí...) y entonces debía atravesar la pared de ligustro que separaba la calle 64 y desde allí (la esquina de 149 y 64) contemplar la torre de San José. Las aguas de la afectividad se aquietaban. Y algo me henchía de sano orgullo, pensando que representaba una comunidad parroquial comandada por el Padre Arturo Ignacio Ferreya y en cuya jurisdicción vivía el Padre Juan Carlos Ruta, de quien me había llegado referencias como gran catequista y estudioso, pero también por comentarios de papá, médico muchos años del Seminario San José, para quien ese "gran muchacho" (también vecino, ya que nuestra casa distaba tres cuadras de donde el Padre residía con su mamá) debía "cuidar siempre sus bronquios". En agosto de ese mismo año, escucharía de boca de varios sacerdotes y laicos comentarios fascinantes acerca de un discurso pronunciado por Ruta en el teatro Argentino, en el marco del IIo Congreso Catequístico Arquidiocesano ("Vivir la Verdad en la Caridad"). Pero no recuerdo haber tratado con él hasta esa edad y crecía mi expectativa por conocerlo y escucharlo. El encuentro personal iba a ser en febrero de 1964, en la "San Ramón", pequeña estancia en las proximidades de Tandil donada por la familia Santamarina a la Arquidiócesis de La Plata, en la que por entonces (como creo que aún hoy) los Seminaristas pasan parte de sus vacaciones y también hacen retiros. Allí se levanta una hermosa iglesia, con vitraux y con paredes exteriores por entonces cubiertas de hiedra, que le daban un aspecto tan singular. Ese febrero fue todo un acontecimiento porque llegaron muchos sacerdotes de la Arquidiócesis de la Plata que nunca había visto en el Seminario y....hasta el Arzobispo Plaza (quien trataba con mucho respeto al Rector del Menor y él, por su parte, curiosamente, lo trataba de "che"...) Ese febrero de 1964 allí, en Tandil, nos-reunimos todos en un mismo gran salón y de pronto apareció el Padre Ruta. Venía de Roma, de participar en los trabajos preliminares y elaboración de la Sacrosanctum Concilium ("Constitución sobre la Sagrada Liturgia"), promulgada el 4 de diciembre de 1963 y nadie mejor que él -consideraba muy justamente el Arzobispo- para exponer el primero de los documentos aprobados por los Padres Conciliares, que entraba en vigencia... el 16 de de ese mismo mes (!).
Quizá podamos imaginar el interés que despertaron sus exposiciones, a lo largo de tres días ni bien reparemos en la expectativa general envolvía la Iglesia por la reforma de ritos que venían casi invariables desde el siglo XVI. Mucho más, para quien alcance a sospechar que la Constitución no trataba de un mero cambio de "rúbricas", sino de volver a dar a la Liturgia el lugar que debía ocupar en el seno de la Iglesia. Ciertamente, nadie mejor que él. El Padre Ruta ni se presentó. Comenzó con la lectura de un párrafo del artículo 6° de la Introducción que nos acompañaría toda la vida: "Con razón se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y cada uno a su manera realiza la santificación del hombre y así el cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia." No sólo ante mí, de escasos 11 años, se abrían las puertas de una nueva dimensión espiritual con este enfoque de la Liturgia. Todos estaban palmariamente fascinados. Particularmente los sacerdotes, formados en la Misa Tridentina, al escuchar lo de "cumbre (hacia donde tiende la actividad de !a iglesia) y fuente (de donde mana toda su fuerza)" han debido experimentar en esa ocasión la nueva primavera que vivía la Iglesia y tenido por definitivamente superada esa concepción que -pese a años de movimiento de renovación litúrgica (lo sabría yo mucho años después, también por el Padre Ruta), había obturado aquellas puertas con un sentido tan pobre y esclerosado como el que la reducía a la forma ritual. Porque conocer la Constitución era descubrir una nueva dimensión mucho más amplia que la que traducían los signos exteriores del idioma -a partir de allí se dejó de celebrar en Latín- o posturales -el altar sería cara al pueblo-. Esa dimensión era teológica. Definitivamente me marcó y con eso tienen que ver las breves anécdotas siguientes. Pese a que en 1969 tomé distancia del Seminario, seguí en contacto con el Padre Ruta durante los diez siguientes, que anduve como vagabundo, lejos de la vida de la Iglesia y peregrinando por mis propias rutas interiores a la búsqueda de lo que consideraba sería "mi camino". Solía verlo con ocasión de la Misa que seguía él celebrando en San José y una razón casi familiar. La rutina era bastante simple, mi papá llevaba en su auto a mi hermana menor al Colegio y, de vuelta, pasaba a buscar al Padre por su casa en calle 61 y lo traía hasta el templo parroquial. En 1986, en un día y ocasión que recuerdo perfectamente (pero estas páginas sólo tratan de mi vida tangencialmente) vi algo muy claro: mi formación en materia de fe era raquítica. Sólo tenía lo aprendido en el catecismo y en el
Seminario (donde no llegué a estudios filosóficos ni 'teológicos). Debía formarme y no dudé en elegir el Instituto de Teología. Esos años fueron de una-riqueza increíble. Riqueza que viví como un regalo inconmensurable. Las clases diarias del Padre Ruta (lo encontré ya "Monseñor") no tenían desperdicio. Nos enseñaba como buen amaestro, generosamente. Sus textos y sus autores empezaron a formar definitivamente parte de mí biblioteca. Pero lo fundamental: nos ayudó a descubrir la riqueza y amar la Liturgia. No me detendré en los cursos paralelos -algunos anuales- de Monseñor. Sería ir demasiado lejos. Sólo recordaré, como de paso, qué en el Instituto tuve profesores inolvidables. Algunos, como Marta Villamayor, era como si irradiaban el entusiasmo y la mística del maestro en sus clases de introducción a la Liturgia. Pero también recuerdo y atesoro los apuntes de Narciso Pousa -filosofía medieval y moderna- y del Profesor Demarchi -Introducción a la filosofía-. De él me permitiré recordar, como anécdota, algo que me conmovió. Sus clases me habían parecido atrapantes, porque no "dictaba" filosofía, sino que filosofaba y, nosotros, con él. Se daba cuenta de mi entusiasmo. El día previsto para el examen final, dudaba yo de presentarme no porque no hubiera estudiado, sino porque veía que los temas eran inmensos y, además, tenía cierta necesidad de no "clausurar" ese ciclo de estudio. Demarchi llegó esa tarde muy sobre la hora del examen (luego sabría que llegaba de un largo viaje). Le comenté en el pasillo mi indecisión y me dijo vehementemente que ni lo dude y me presente. Fui el último alumno (por la "T") en rendir y el coloquio fue apasionante. Nos dependimos luego con un abrazo. Esa misma noche, ya la madrugada del 27 de julio de 1988, llama a mi teléfono una compañera y me cuenta que el Profesor Demarchi había fallecido, tras sufrir un infarto. Quedé mudo en el teléfono. No sólo por haber sido el último de sus alumnos en tratarlo como docente, sino por haber perdido un profesor que mucho me había dado y consideraba capaz de seguir sembrando y despertando en el filosofar. Vuelvo a Monseñor para concluir con dos anécdotas. Con los años era mucho más que simpatía lo que nos unía. Me dio pruebas palpables de ello en los encuentros cotidianos de la misa de San José. Allí me fui asociando a él de manera definitiva. Pasé a ser como el acólito diario oficial -incluso muchos domingos, donde presidía la Misa en el templo de Nuestra Señora del Valle- y nuestro trato se hizo, obviamente, cotidiano. Alrededor del altar se consolidó una amistad. De la cual participaba también mi papá, al que él aludía cariñosamente como "el patriarca". Respecto de "el patriarca" me dijo algo realmente conmovedor. Mi padre en momentos en que escribo esos recuerdos, a días de cumplir cien años- fue un hombre de eucaristía diaria hasta 2006, en que un sacerdote le "prohibió" (sic) concurrir al templo. La Misa era, sencillamente, el eje central de su día y de su vida. Cierta tarde en que, luego de la Misa en San José, llevé en mi auto a nuestro tan apreciado Monseñor hasta su casa, me hizo saber lo que había
significado el Testimonio de Ramón Tau para su vida sacerdotal. Que en oportunidades en que se había sentido cansado y hasta desganado a la hora de la Eucaristía, había pensado en ese concurrente infaltable, esperándolo allí, en el Testimonio de San José y eso le había dado una gran fuerza y hasta servido de estímulo (no olvidemos que en su carácter de Prelado de su Santidad podía tener su casilla personal y celebrar la eucaristía en la casa). Una tarde de principio de 2006, charlando en su casa en presencia ce Olga -su discípula, colaboradora y compañera fiel e incondicional hasta el final, infaltable a la hora del trabajo editorial- me dice de pronto cómo podía ser que yo no figurara entre los numerosos autores de las "Evocaciones Patrísticas que ya llevaba 72 números a los largo varios años. En vano fue mi intento de evadir el compromiso. Colocó en mis manos dos ejemplares de "De Consolatione" y me dijo que esperaba la glosa o el comentario. Conocía a Boecio por referencias tangenciales, ya que en los estudios de Derecho se lo cita frecuentemente. Pero su "Consolación de la Filosofía" me deslumbre. Redacté con verdadera pasión el comentario y se lo llevé. Y allí recibí otra muestra de la genialidad de Monseñor Ruta. Sin decir palabra tomó el escrito y se puso a leerlo. Lo leyó de corrido en mi presencia. Me sorprendió su velocidad de lectura. De vez en cuando movía la cabeza, como en señal de asentimiento. Cuando terminó mi dijo: "está muy bien, lo publicamos tal cual..." y le dio a Olga los papeles de lo que sería salió el cuadernillo N° 73, de agosto de 2006. Luego de su muerte, al año siguiente, no pude evitar interrogarme si su invitación -tan simpática como perentoria- no era una manera de asociarme, mínimamente y con este pequeño comentario, a su colosal obra escrita y no escrita. Sin que se lo pidieran, o nosotros percibirlo, Olga (intuición femenina?) plasmó ese momento en una fotografía que conservo con cariño. Termino con algo que tiene que ver con el título elegido para esta evocación, acaso también una "evocación patrística". Año 1990, en la Sacristía de San José, al concluir la Misa vespertina. El Padre Ruta había llevado dos ejemplares de "La Trinidad. Revelación y Conocimiento del Misterio" que acaba de editarse. Uno para mi padre y otro para Monseñor Ferreira, quien residía en la casa Parroquial luego de haber cesado el curato. Entonces Monseñor Ferreya (alguna vez tendré que escribir un testimonio de lo que significó para mi familia, de la que nunca estuvo lejos desde que presidió la misa esponsalicia de mis padres el 8 de noviembre de 1941, siendo párroco en Santa Florentina de Campana, hasta su fallecimiento el 10 de noviembre del año en que transcurría el encuentro que narro) con el libro en la mano y en presencia del autor, parados los tres junto a la gran mesa de mármol de la Sacristía, me mira y señalándolo a él me dice: "José María, sí seguís lo que escribe este Ruta no te vas a equivocar. Te lleva por la verdadera Ruta..." Si Tal vez todo esto deba ser parte de otra -la última- de sus
"ev ocaciones patrísticas" La Plata, 4 de agosto de 2009, Memoria de san Juan María Vianney (Cura de Ars) e inicio del año sacerdotal. José María Tau.