Nunca es tan atractivo el abismo como cuando se le

apuntando a su cabeza con el viejo Smith & Wesson heredado de su padre. La habitación es amplia, impersonal, exhibe un orden artificial, es un espacio que da ... cómo, con los años, se ha ido vaciando –terrible e inapropiada metáfora–, se ha vuelto una masa borrosa sin emociones, viviendo entre placeres de cartón y.
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Nunca es tan atractivo el abismo como cuando se le observa, desafiante, desde el borde, piensa el detective Boris Brickman mientras el revólver besa su sien y le transmite una ráfaga de sensaciones contradictorias: el tacto frío del metal se mezcla y se confunde con la cálida premonición del alivio que experimentará en el instante en que hale el gatillo. Nunca se tiene tanta consciencia del cuerpo como cuando el revólver apunta la sien y el eco de un

bang que aún no se produce (y que no podrá ser escuchado) se anticipa. El cuerpo se vuelve una manifestación de voces que se replican e intentan ensordecer al resto: los músculos, hartos de tanta tensión, reclaman no retrasar más el final; el cerebro intenta demostrar la futilidad del acto planteando nuevos escenarios, volviendo sobre los mismos pensamientos descartados un millón de veces; el corazón convulsiona en un frenesí indeciso, cercano al delirio, y el dedo índice de la mano derecha, sin saber a cuál de tantas voces obedecer, se aferra a muerte con la fuerza de la indecisión, propiciando el suspenso en una escena estática, en la que el tiempo se ha tomado un tiempo para deleitarse viendo el espectáculo de sus hijas bastardas: la espera y la incertidumbre. La habitación de hotel parece anclada en la memoria de una deidad anónima que observa desde arriba, con indiferencia, la postal del detective apuntando a su cabeza con el viejo Smith & Wesson heredado de su padre. La habitación es amplia, impersonal, exhibe un orden artificial, es un espacio que da vueltas sobre su propio eje, donde idénticos episodios se repiten día a día con

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una única variación: los actores. Brickman piensa en el ciclo de vida de la habitación, de ese espacio exiguo que es escenario de brotes de lujuria clandestinos, de peleas, de copas y botellas rotas, de ebrios errantes, de mujeres de limpieza que son como divinidades del tiempo que devuelven todo a su estado (anti)natural. El detective se ríe de sí mismo, se burla de sus cavilaciones, ¡estar a punto de volarse la cabeza y pensar en el ciclo de vida de la habitación de un hotel! Siempre que había imaginado el escenario del suicidio elaboraba en su mente discursos rimbombantes sobre la existencia, y casi podía saborear dos lágrimas que recorrían su rostro mientras, acompañado por una gloriosa sinfonía, el film de su vida era proyectado en su cabeza. Romanticismo patético. Clichés. La realidad es que el único sonido que ambienta la escena es el de la calle, el tráfico nocturno, las alarmas, el zumbido de la muerte en las aceras. El eco de una ciudad sucia, desalmada, fría como una morgue. Llena de muerte como una morgue. La muerte le es familiar. Siempre cerca. Siempre acechando. Ha sido detective durante los mejores años de su vida y ha observado de frente la dinámica de la degradación; cada caso que ha sido para él un enorme rompecabezas cuyas piezas se encontraban enterradas bajo el manto de inmundicia que cubre la ciudad. Y por más que se ensuciase las manos, no hay culpables cuando todos son culpables. La ciudad ha vertido en él sus peores vicios y, sin que pudiese hacer nada al respecto, el gigantesco monstruo de concreto lo ha desarmado y vuelto a armar a su imagen y semejanza. Piensa en su apellido, Brickman, y se imagina a sí mismo como un hombre hecho de ladrillos que se desmoronan y se van deteriorando con los años, hasta ese punto en el que se encuentra, en el que cada ladrillo pronto devendrá en arena rojiza. El dedo índice casi se contrae con un ímpetu que en un instante se convierte en timidez. La resolución se diluye cuando imagina el rostro de la joven mucama que encontrará a la mañana siguiente el cuerpo de un extraño en un charco de sangre y sesos. Como detective de homicidios está acostumbrado a ver escenas similares con cierta frecuencia; le viene a la mente su último caso,

un enigma proteico cuya respuesta cambiaba cada vez que se acercaba a descubrir la verdad, obligándolo a volver al punto de partida, mientras lentamente iba perdiéndose en un laberinto de investigaciones, conjeturas, insomnio, alcohol y frustración. Evoca el cuerpo desnudo y pálido, marmóreo, con las manos atadas a la cama y las magulladuras como rayones impertinentes en una obra de arte, y la expresión de extático alivio en un rostro otrora tenso, de cejas gruesas pero femeninas que hacían que su mirada adquiriese un tono de constante amargura: una simple apariencia. La impertinencia de las circunstancias alterando con obscenidad el flujo natural de la vida. Durante meses ha trazado la cartografía del crimen; incontables veces ha intentado unir los puntos para formar una figura clara de los motivos, el rostro nítido del culpable, pero todo el esfuerzo ha sido inútil. Cada vez que se acerca a completar el trazado los puntos se dispersan formando otra figura, y el ciclo se repite una y otra vez. De nada han servido sus habilidades, su prestigio, su olfato, su persistencia; el verdugo es también un fantástico prestidigitador capaz de desaparecer a su antojo en un espacio en blanco. Sabe que por meses ha sido una sombra persiguiendo otra sombra, y es momento de aceptar la derrota. Estirar la tensión le produce ganas de orinar. En el baño, mientras apunta cuidadosamente para evitar ensuciar el retrete, vuelve a pensar en el tiempo, en cómo, con los años, se ha ido vaciando –terrible e inapropiada metáfora–, se ha vuelto una masa borrosa sin emociones, viviendo entre placeres de cartón y sueños prestados. El tiempo demacra los frisos y los rostros, incluso los recuerdos. Piensa que los suyos son como granitos de arena escapando de un puño cerrado con patética firmeza. Esta sensación lo estremece, su puntería falla, salpica y evoca la imagen de una deidad que lo observa desde arriba, fuera de

su tiempo. Una carcajada en la distancia inventada. Más que un observador pasivo, piensa en un titiritero que por mucho tiempo (¿desde siempre?) ha movido los hilos de su vida, que no es más que una ficción escrita al antojo de ese ser distante que ha sellado las salidas del laberinto y dispuesto aquel como el punto final de su historia. Ríe, recrimina en sus pensamientos al lúgubre titiritero por no ambientar ese último capítulo en un lugar más privado, más digno, donde una

pobre mujer de servicio no fuese a desmayarse al encontrar su cuerpo al día siguiente. Ni siquiera un último trago a su alcance o una melodía de jazz marcando el tempo de sus últimos latidos. Qué bien le vendría un trago, piensa tras vaciarse por completo. Vuelve a situarse en medio de la habitación. Nada ha cambiado, excepto que una mosca revolotea a su alrededor. El arma apunta de nuevo a su sien, pero los músculos del detective se han relajado mientras explora el vacío del ensimismamiento. El Smith & Wesson se va alejando inconscientemente de la piel; el dedo índice disfruta de una tregua momentánea mientras el detective piensa en el amor perdido, en el tiempo malgastado, en cómo sus inútiles cacerías no han sido más que una pantomima para drenar el dolor. (Imagina la

sangre impregnando la alfombra barata). Con los años, piensa, ha ido transformándose en una caricatura dibujada por una mano cruel y poco talentosa. (Imagina la expresión grotesca en lo que quedará de su rostro). Entre cada caso, cada botella y cada vicio ha ido dejando una pequeña parte de su humanidad, y solo al saborear la negrura inescrutable del fondo ha sido capaz de notar su pérdida de espesor, de consistencia. Sabe que ya no hay manera de volver sobre sus pasos para recuperar los pequeños millones de fragmentos que componían su identidad. (Imagina los restos de su cerebro salpicando la

ventana). Sabe que todo su odio hacia aquellos asesinos a los que perseguía como una hiena no es más que la mascarada de su odio hacia el monstruo en el que ha degenerado. (Imagina la cinta policial en la puerta, un grito de mujer. La

mancha que jamás saldrá de la alfombra. Un titular amarillista). Su ensimismamiento es interrumpido por la mosca impertinente, que vuela cerca de su oreja. Su zumbido infernal queda grabado como una pintura rupestre milenaria en el oído del detective y, en ese último instante, el asco que le produce la mosca se mezcla con el asco hacia sí mismo y la tormenta de ascos corta todos los circuitos de la indecisión dilatada ya por mucho tiempo. El tan esperado bang estremece por un segundo la habitación. Un sonido seco, impersonal, otra risa inoportuna. La bala rasga la secuencia de imágenes proyectadas por el cerebro del detective, un collage de recuerdos, de tiempos

mejores, de lugares comunes: imágenes nítidas recuperadas del fondo de la memoria. Al mismo tiempo que la mosca, espantada por el ruido, choca con su propio reflejo en la ventana, Boris Brickman se reconoce a sí mismo en el fondo del abismo, mientras, desde arriba, el autor anónimo sonríe con la satisfacción de dar cierre a su obra.