EL MARTIRIO DEL MULATO BERNARDO
Nueva Guatemala de la Asunción, 1812 El cuerpo ensangrentado de Sanjuana levitaba suspendido sobre el camastrón de mezcla. Convulsionaba de dolor arqueando la cabeza hacia la espalda, mientras su rostro iluminado parecía cargar desde adentro una vela aliada con la magia. Su boca deshidratada emanaba jadeos incongruentes que dejaron en el viento un olor tan fuerte a jazmín, que para soportarlo había que cubrirse la nariz. El corredor estaba salpicado por candelas desperdigadas al azar. El arzobispo, Ilustrísimo Cornelio Santacruz, perseguido por los pasos inseguros del confesor, padre Bartolo Tirado, recién entraba por la puerta principal del convento. Esta vez no pasó al despacho de la priora, tampoco saludó; no puso su anillo pastoral en los labios de una fila de religiosas, ni ofreció la bendición. Mucho menos se tomó la molestia de disminuir el ritmo al pasar frente a las más de veinte jaulas que custodiaban uno de tantos pasadizos de aquel laberíntico lugar que subsistía a cuadras de la plaza central. El convento carmelita, asentado en la calle del Carmen, era de constitución austera, con paredes menos anchas que las acostumbradas durante la colonia en decadencia. Las celdas conducían a tres modestos patios centrales con seis pilares cada uno y al-
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gunos macetones con escuálidos geranios. Las del primer patio gozaban de privilegios para las monjas de familias que donaban suculentas propinas. Tenían una pequeña habitación contigua que albergaba al personal de su servicio y contaban con aguamanil, espejo, lupa, Biblia, mesita de noche, almohada y candil. Además, algunos recovecos destinados a esconder objetos prohibidos por la congregación. Las del patio central eran más austeras: alojaban una cómoda sin espejo, y la habitación contigua para una novicia puesta al servicio de la pudiente ocupante. Las últimas no tenían más que un camastrón de mezcla y el crucifijo, lo único que no discriminaba, porque era igual para todas. Los corredores eran el lugar de recreo para las religiosas; ahí caminaban sumidas en su aletargada devoción a primera hora de la mañana y última de la tarde. Aparte de los pájaros traídos de extrañas regiones de un continente selvático en apogeo, no había otra cosa que les recordara a las religiosas que aún existían los colores. Eso sin contar a Hermano, un perro callejero café canela que se había regalado por su propia providencia para compartir el eterno retiro de la salvación. A un costado de los patios estaba la pequeña iglesia de una nave, con un coro alto, otro bajo, el erguido campanario con campana de corona tallada, y lo indispensable para oficiar todo tipo de eventos apostólicos. Debajo de la cúpula blanqueada, un órgano con el infeliz defecto del desacorde; el arpa de una monja albina a cuyo son las hermanas asentaban la punta de los pies en el Paraíso, y una gran figura del Cristo Crucificado con muchas bandejas de cobre y recipientes para recibir las veladoras en nombre de los dolientes de la ciu-
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dad. En la parte trasera estaba el huerto con siembras variadas de hierbas y verduras, perales que nunca dieron fruto, palos de durazno, de membrillo, de guayaba y un poblado aguacatal que, desdichadamente, nació torcido. A su costado se levantaba una celda llamada “la cárcel”, y contiguo, la bodega de los alimentos con puertas de dos manos y un corral que albergaba gallinas, una alfombra de pequeños pollos moribundos, chompipes, cerdos y una vaca. Esa celda se había destinado a las monjas que frecuentemente perdían la razón y entraban en tal furia que había que apartarlas de las demás y refundirlas en un destierro permanente. Había sido diseñada para una desquiciada de abolengo que jamás la estrenó, porque a última hora optó por la fuga luego de haber emprendido una guerra campal contra sus custodias. Era de adobe medio estucado y masticado por la hiedra, con cuatro tirantes labrados y los demás de maderas de algarrobo. Techo de caña y paja con una ventana con balaustres de palo torneado. Lugar perfecto para albergar a las pulgas más panzonas del continente. Por el techo se filtraban flacos hilos de luz fresca, que en más de alguna oportunidad causaron confusión por su asombroso parecido con el Espíritu Santo. Por último, al lado de la pila grande, estaba escondido el contraído edificio del noviciado, junto al cementerio, desde donde se escuchaba, fuera día o fuera noche, a alguna jovencita llorar de nostalgia. La cocina contaba con lo elemental. Sus ollas, resguardadas por las monjas mellizas, siempre hervían sobre enormes fogones donde calentaban agua para el baño de la priora. El convento tenía una sola puerta de en-
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trada en donde desembocaba el barrio San Sebastián, aunque en los muros traseros, que colindaban con el Sagrario, había dos puertas pequeñas de reja clausuradas con más de siete cuñas y candados, por donde nadie podía entrar, mucho menos salir. Según la priora, ni un sollozo pasaba por ahí. En cada esquina aparecía la imagen de la Virgen del Carmen, veinte en total, con los pies cundidos de veladoras y luego, desperdigados en pequeños altares y nichos como mordidas en la pared, diversidad de santos, para que las monjas jamás se olvidaran de la verdadera razón que las había sepultado en el retraimiento: servir a Dios con sus oraciones para salvar a la humanidad. Había un solo baño con una tina de metal oscuro, dos letrinas y un aguamanil, pues cada religiosa contaba con su bacinica personal con tapadera incluida. El comedor tenía una mesa de cinco metros de largo con sillas de palo. En ese lugar se reunían no únicamente para comer, sino para conversar sobre asuntos internos del convento. La priora conservaba en su oficina personal, un buzón de correo y un candelabro enorme con minúsculas lágrimas de cristal. La imagen de La Pasión a sus espaldas era tan real que si se le miraba detenidamente daban ganas de llorar. Si algo llamaba la atención de aquel recinto santo era su pulcritud, ni las sombras se reflejaban en los pisos confundidos con espejos de tan brillantes que lucían y hasta un suspiro era capaz de ofender al silencio. La hermana portera persiguió al arzobispo apresurado; sus pasos de pierna corta no se daban abasto y el hábito se enredaba en sus rodillas haciendo sonar el puño de llaves que colgaban de la cinta.
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No hablaron palabra, porque sabían muy bien a qué iban y hacia dónde. Además, ella no tenía permiso para iniciar conversación a no ser que se le solicitara. Se les notaba desorientados por el desasosiego. El arzobispo se paró firme antes de entrar en la celda, contuvo la respiración y abrió lentamente la reja. El ensayo del coro enclenque se escuchaba a lo lejos tratando de rimar con el órgano desafinado, como si los ángeles desganados acompañaran sus voces sin fe ni entusiasmo. Al unísono, los murmullos de las monjas curiosas delataban su secreta presencia en el callejón oscuro que conducía a la puerta definitiva: a la celda de sor Sanjuana de Córdoba. Cerraron la reja y se encontraron a solas con ella. El padre Bartolo se quedó en una esquina de la celda contemplando la figura de la monja detrás de una cortina de gasa que traslucía sus tormentos. No tenía toca ni velo puestos y el hábito desgarrado yacía sobre una silla desvencijada. La cubría un largo camisón de manta que se pegaba en algunas partes de su cuerpo desnutrido dándole un aura de clemencia. Las heridas brotaban sangre espesa que goteaba sobre las sábanas cambiadas por tercera vez durante el día, formando pequeños charcos que no terminaban de coagular. —¡Sanjuana! —gritó el confesor Bartolo desde su esquina, para traerla de nuevo al mundo—: ¡usted no puede continuar así! Dicen que no ha probado alimento en días. —Es por mandato de los ángeles —respondió felizmente mientras aterrizaba su cuerpo sobre la cama y se aferraba a la sábana para no volver a levitar.
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Luego, menos sofocada, colocó los dedos contraídos a un costado de su cuerpo. —Bien, explíquese mejor —dijo el arzobispo, conmovido por aquel cuadro sobrenatural que jamás había presenciado durante su vida de misterios y turbulencias. Sanjuana retomó la rigidez de sus piernas y recostando su cabeza sobre la mejilla, se deslizó para besar el anillo pastoral del arzobispo. Trató de distinguir quién más invadía el placer de su delirio en medio de una penumbra viscosa, y al ver que únicamente ellos la presenciaban, tomó aire con un pitillo que lloraba en sus pulmones. —El Señor me dio ímpetus grandes para hacer algo por su amor —dijo con un jadeo quedo que confirmaba el estado calamitoso de su cuerpo—, así me determiné mantener una disciplina en desagravio de las ofensas que recibe Jesús en la misma noche de su pasión. La misma prelada me puso unos petates para no manchar de nuevo la celda a donde acudo. Detuvo el aliento. Su cuerpo se retorció a tal extremo que se enredó con la cortina arrancándola con algunas migas de techo. El confesor intentó cubrirla porque ya el camisón estaba teñido por la transparencia del sudor. El arzobispo volteó el rostro dramáticamente, mientras el confesor se encaramaba sobre una mesa para amarrar de nuevo la cortina a una viga apolillada. Sin percatarse de lo sucedido, Sanjuana continuó su confesión: —Como a las nueve de la noche me encerré con pasador y comencé la disciplina que duró dos horas. Allí fui regalada con indecible consuelo, pues
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no veía en la habitación otra cosa que a mi buen Jesús. Y tenía que acompañarlo en su padecer, ¿no lo hubieran hecho ustedes? —preguntó intentando levantar el cuello para enfrentarlos—. Al presenciar la prelada cómo quedó el aposento, me puso un castigo muy penoso: quitarme las disciplinas y comer carne durante tres días. Eso me hizo mucho daño y caí en cama —terminó diciendo con tristeza. —No puede seguir castigándose así —interrumpió de nuevo el confesor—, ya hemos hablado en repetidas ocasiones que para alcanzar el cielo basta con la oración. No hubo más diálogo. Los ojos blanqueados de Sanjuana desvirtuaron de nuevo el volumen de sus palabras dejando atrás cualquier asunto que la mantuviera de este lado del mundo. El arzobispo salió apresurado seguido del confesor. La oscuridad era cada vez más molesta, y al toparse cara a cara con sor Clemencia Barrutia, la custodia de Sanjuana, le dio la orden de no moverse de los pies de la extática e impedir que alguien entrara sin su autorización. Recorrió el convento a pasos agigantados hasta llegar al despacho de la superiora. Antes de que pasara la ráfaga de tan imponente autoridad, las hermanas escondieron sus rostros cerrando las rejas de sus celdas y se hincaron angustiadas a rezar, porque aquello más bien parecía un batallón de cien hombres invadiendo los pasillos. Hermano se enredó entre su sotana y divulgó un estridente ladrido por el recinto. Al entrar bruscamente al despacho, ahí lo esperaba la priora con unos papeles en la mano.
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—Sus purificaciones son terribles, su Ilustrísima —dijo sin siquiera dar la vuelta para encararlo, mientras seguía el guion de sus apuntes—, pero la historia de sus laceraciones, ayunos y vigilias, cilicios, cadenas de hierro, de sus disciplinas y del pobre vestido que envuelve su cuerpo exánime a causa de la enfermedad, es una realidad —concluyó con pesadumbre—. Yo sé que el señor Armindo Hernández es un médico de renombre, jamás pondría en duda sus diagnósticos, también sé que las enfermedades pueden acumular el dolor del cuerpo humano; pero me sorprende, si usted me lo permite decir, el valor con que Sanjuana lo soporta. Ante el silencio, la priora tomó un membrillo recién cortado del último árbol del huerto mientras hablaba viendo distraída una basurita en el piso. Con una navaja rebanó dos trozos y los ofreció al arzobispo y al confesor. Después de tragar intempestivamente contrayendo las papilas, la superiora tomó valor para continuar con su denuncia: —Si le quito una disciplina, la suple con abrojos de la huerta, si le quito los abrojos, busca los clavos y los coloca en las extremidades de los cordeles, y, según ella misma lo declara, la ayudan los ángeles a torcer y asegurar los clavos. —¡Basta! —dijo el arzobispo sin ánimo de seguir escuchando—, sólo deme la carta. La prelada recogió la miga del piso e hizo una mueca de desagrado que él distinguió claramente aunque le estuviera dando la espalda. Entonces, con
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un gesto de su dedo índice, envió al confesor a buscar el sagrado documento a la celda de Sanjuana. El padre Bartolo recorrió una vez más aquel laberinto de pasillos y celdas, y sólo pensó con alivio que era domingo y que cuanto más rápido cumpliera con la diligencia, más rápido iba a encarar de nuevo la luz del sol y la bulla de las calles pobladas de gente emperifollada y normal. Pensó que los feligreses lo esperaban en su parroquia para celebrar el día de Corpus Domini con panes dulces y cientos de niños disfrazados de ángeles con sus aureolas de diadema y alas cosidas a sus espaldas. Planeó bañarse antes, para arrancar de sus poros el olor a jazmín que ya le había quitado el apetito. El arpa de la monja albina le incomodó, el coro desafinado terminó de malhumorarlo y los rostros fantasmales de las mujeres asomando de sus celdas, le parecieron simplemente aterradores. El convento de las Carmelitas Descalzas de San José mantenía activas a diecinueve novicias, a un puñado de monjas ordenadas y una decena de enfermas desahuciadas, todas consignadas al retiro absoluto de las cosas del mundo. Nada comparado con el de la Nueva España, que para entonces contaba con más de dos mil recluidas. En las afueras de sus paredes, se rumoreaba que pocas estaban ahí por vocación; que muchas eran llevadas para corregir los desagravios de deshonra familiar. Ante la disyuntiva del barco de locos, la opción por el convento siempre resultó más acogedora. Se contaban infinidad de anécdotas sobre lo que ocurría detrás de sus muros, donde Sanjuana se convirtió en la figura principal. A la mayoría de la gente le encantaba referirse a sus manio-
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bras sin darles mucha credibilidad, es más, el barullo popular la acusaba de tener algo que ver con la magia y de ser poco privilegiada por la fe. Había rumores de brujería y se decía de la exagerada austeridad que las obligaba a pasar hambre, frío y abandono. Hasta se comentaba de un repertorio de ánimas y fantasmas que deambulaban por sus largos, casi infinitos corredores, porque a un costado del huerto habían chapeado un cementerio que siempre fue provisional. Con pocas criptas y sin lápida, solo la monja albina, la más anciana de todas, sabía el nombre, historia y ubicación de las difuntas. Cuando los niños pasaban por los muros del convento, para asistir a la escuela pública que quedaba a tres cuadras de distancia, aceleraban el paso porque temían ver por sus ventanas algo que les quitaría el sueño de por vida. Por esos días de principio de siglo, era sor Clemencia Barrutia quien estaba de boca en boca en pleno atrio de la Catedral que aún no llegaba a más que un trazo con piedra caliza. La gente recibía misa debajo de unas lonas azules para disimular el sol calcinante en el terreno baldío. Contaba su historia que la habían recluido en el convento por una sencilla razón: odiaba bañarse. Murmuraban que, saliendo del comercio de Telas Mallorca, un perro rabioso se lanzó a su yugular y que, aunque no la contagió con la enfermedad, la corrompió con una singular fobia al agua. No podía recibir el rocío de la mañana y enloqueció con las primeras lluvias de mayo; con sólo pensar en la posibilidad de una gotera en su habitación era capaz de matar de furia; no soportaba acercarse al agua bendita y con goteros le hidrataban el corazón que se fue secando de a poco. Ante esas cir-
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cunstancias, nadie iba a desposarla, así que el llamado de la Santa Iglesia resultó ser más conveniente y cómodo para la familia. Había heredado tierras en el norte del país y, sin marido, no estaría en capacidad de hacerlas prosperar como se debía. Así que sin consultarle, los padres la llevaron al convento en un domingo de Pascua. Sor Clemencia se anotó en los turnos nocturnos para hacerse cargo de los cuidados de Sanjuana, no sólo porque padecía de insomnio, sino porque la cocina, otra alternativa para sus oficios, siempre la puso de mal humor. La asistía como a un recién nacido. Sin chistar palabra ni emitir juicio, le curaba las heridas de sus laceraciones con lienzos de agua tibia y sal; le bajaba la fiebre con emplastes de miel; le lavaba los pies con aceite de luna; le ponía tres sanguijuelas en los brazos para purificar sus males; la alimentaba con extractos vegetales en una pistera de porcelana blanca con flores abultadas y en las noches le contaba, consciente de no ser escuchada, los diretes del convento. Sanjuana le hablaba con sus ojos expresivos y su cara alargada habitada por un lunar expandido en la mejilla izquierda: tocaba una campanita dos veces para decir que no y una para decir que sí. Pero sor Clemencia no necesitaba de tal esfuerzo, porque ya se las podía con las voluntades de su custodiada. Pasaba día y noche sentada a los pies de su cama con entrega incondicional, mientras le contaba una y otra vez, con nostalgia profunda, las verdaderas razones de su encierro, que a decir verdad, no distaban tanto de los rumores. Era noviembre y había frío. A Clemencia la bañaban a la fuerza detrás del solariego patio de su
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casa. La habían atado del tobillo con una cuerda larga a un palo de aguacates y sumergido en la pila de piedra, mientras intentaba escaparse de semejante castigo. Con desprecio, cuatro sirvientas aruñadas por la furia le tiraban guacaladas de agua, todavía escarchada. Una se le encaramaba en el costado para lavarle la cabeza con jabón negro a base de grasa de cerdo, mientras las otras le abrían las piernas para quitarle la mugre acumulada durante semanas. Desesperada, buscando refugio, se prendió del cuello del mulato Bernardo quien la arrancó de tal martirio y cargó desnuda hasta su habitación. Ambos enloquecieron por un eterno segundo y se enredaron en un nudo de inesperada pasión, hasta que entró una empleada que sorprendida ante la impensable escena, corrió a dar aviso de lo presenciado. Al mulato lo engrilletaron y amarraron a un palo de nísperos que lo vio morir. A ella la encerraron bajo cuatro llaves y le prohibieron para siempre volver a ver a sus hermanas. Clemencia cayó en cama durante semanas. La pulmonía, muchas veces causada por la nostalgia, la debilitó de tal manera que deliraba mientras dormía, o dormía mientras deliraba, que para ella era igual, porque los gritos del mulato Bernardo traspasaban las paredes de su corazón. Durante el encierro y la penumbra, su padre llegó con un pergamino de papeles y una pluma con todo y su tintero. No leyeron el contenido, sólo la obligaron a firmar lo que era su destierro. Y así cedió los bienes que había heredado por casualidad o por venganza de una tía loca. Al escribir su nombre, abandonaron el cuarto, llamaron al cura para que la condujera al más allá con cierto decoro espiritual y
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conciliación por sus pecados mortales, y se dedicaron a esperar la llegada de su muerte. Los estertores alborotaban la casa en plena madrugada, pero justo con la fuga del último aire, empezaba un silbido interno que le devolvía la vida. Eso gracias a la hermana menor, única que se escurría entre puertas y paredes para tomarle la mano. La madre doliente ya se había vestido de luto anticipado para acostumbrarse a la dolorosa pérdida de una hija. Caminaba por las calles como si la hubiera enterrado semanas atrás confundiendo a transeúntes que paraban para darle las condolencias. Pero la santa señora no se perdía ni un almuerzo en el único club de la nueva ciudad, ni mucho menos las fiestas pomposas. Pasaban los días sin tener tiempo para visitar a la hija traidora, agonizante, y se fueron olvidando de ella. No era para menos, porque la novedad de una joven metrópoli ajedrezada, de auténtico estilo español, era tan avasalladora que sustituyó los mortuorios sentimientos de la casa. Luego de tres décadas de su traslado al nuevo valle, a diario se estrenaba un comercio, un salón de juegos, un café o una obra de teatro y eso era para prestarle la atención necesaria, porque, a pesar de cargar con la vergüenza de una hija corrompida por la maldad, estaban todavía a tiempo de posicionarse, como Dios manda, en un puesto privilegiado de la sociedad. Un día, mientras los padres de Clemencia almorzaban con el marqués de Córdoba y su esposa, ocurrió lo inesperado; se abrió la gran puerta con vitrales de cuatro manos y una figura fantasmal se acercó a la mesa como si se desplazara a centímetros del piso.
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—Tengo hambre. —¡Santo suplicio! —alcanzó a gritar la aristócrata antes de sufrir el desmayo. —¿Qué vamos a almorzar hoy? —siguió campante Clemencia, como si nada estuviera ocurriendo, perdida en el reproche y dispuesta a vengar la muerte de su mulato que en una noche de luna nueva, ya no gritó más. La joven convaleciente se sentó en medio del silencio lapidario de su padre y del escándalo de la invitada a quien hubo que desvestir delante de los empleados para aflojarle el corsé y hacerla recobrar el aire. Mientras corrían de un lado al otro ante el asombro del marqués desorientado, Clemencia tomó una cuchara y devoró la sopa de su madre. Botó la mantequillera que pegó un grito aguado contra el piso. Luego, con cierta risa perversa, le arrancó de la mano el pan a su padre. Abrió las piernas cómodamente e insolente disfrutó ver cómo se traslucían por el camisón de seda fina, y soltó una carcajada campal gozando del ridículo espectáculo que había causado su súbita y planificada aparición. La pestilencia que emanaba era insoportable, porque nadie se había atrevido a bañarla de nuevo. Cuando la marquesa despertó del susto, su imagen amenazaba con devolverle el desmayo, sólo que esta vez la curiosidad pudo más y se colocó con el vestido abierto frente a la que según ella, era la aparición de un espanto. —Pero si esta ciudad no puede tener fantasmas, porque ningún conocido ha muerto todavía —dijo tapándose la boca y la nariz con un pañuelo infestado de colonia—. ¿Quién es esta niña? —insistió.
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—Es mi hija, la que acaba de morir —respondió la madre tomándola de las trenzas despeinadas, para llevarla de vuelta a su habitación. Esa misma tarde, el padre de Clemencia se vistió de gala y se dirigió al convento de las Carmelitas Descalzas, el más austero de la región. La priora lo recibió media hora después, de espaldas porque no podía darle la cara sin testigos. —La pobre perdió la cabeza a causa de la pulmonía y de ciertos atisbos de rabia —dijo el hombre intentando ocultar la cólera que le carcomía el ridículo pasado ante el marqués, y el repudio de imaginar a su hija en los brazos de un mulato—. Dicen que ustedes están mandadas por Dios a recibir a las jóvenes creyentes con misericordia. Yo le aseguro que si la reciben, nada les va a faltar. La superiora no pidió detalles, pero a cambio, con el rostro agachado y afilando sus bigotes mal habidos, elevó la mano para recibir el bultito de monedas. —Váyase tranquilo, señor, que Dios no se le niega a nadie. A las pocas horas, al terminar el almuerzo torcido por los sucesos, Clemencia estaba instalada en su refugio irrevocable y, con cierto toque de entusiasmo, pidió agua fresca para darse el primer baño feliz de su vida, en el pozo del huerto, delante del retrato imaginario de su mulato Bernardo. La ubicaron con las monjas del servicio, porque no había razón alguna en su mirada para creer en semejante historia de rabia o de locura. Y desde entonces le asignaron servir y custodiar a Sanjuana porque se necesitaba de alguien familiar al delirio pa-
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ra comprenderla en silencio y no regar más los rumores que invadían el convento y que por inexplicables razones, habían salido a las calles alborotando la ciudad. En cada herida que curaba, se sentía más cerca de su redención. El confesor Bartolo Tirado salió de nuevo de la habitación de Sanjuana con cara de consternación. Pidió a sor Clemencia que no la dejara sola ni un segundo y se dirigió a recoger la carta que estaba trabada a un costado del crucifijo. En el sobre decía claramente con tinta de sangre: Para el arzobispo Santacruz del Arcángel San Gabriel. Sanjuana recobró las fuerzas para llamarlo y decirle al oído: “Por favor, llévese el pañuelo”.
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