Mon Mar 20 05:40:07 2017 1 Amma Amma Charles Saunders Titulo ...

20 mar. 2017 - pequeña revista de fantasía Beyond the Fields We Know. .... rodear con sus delgados dedos una estaca ennegrecida por el fuego que había ...
36KB Größe 8 Downloads 43 vistas
Mon Mar 20 05:40:07 2017

1

Amma

Amma Charles Saunders

Titulo original: The pitch Del libro: Las mejores historias de terror 4 Traducción: Jordi Fibla © 1978 © Ediciones Martínez Roca, S. A., 1984 Gran vía, 774, 7.°, 08013 Barcelona ISBN 84-270-0890-2 Edición digital de Sugar Brown

Charles Saunders es una de las figuras más importantes en el campo de las revistas especializadas en fantasía. Pertenece a la media docena, más o menos, de escritores capacitados cuya obra inicial apareció casi exclusivamente en las pequeñas revistas de fantasía. En fecha más reciente ha empezado a establecerse como editor importante con su revista de «fantasía heroica» Dragonbane. Como si eso no bast ara, es el creador de Imaro, uno de los pocos personajes realmente interesantes que han aparecido en la ficción fantástica de los últimos años. De hecho, todas sus incursiones en el mercado editorial destinado al gran público han tenido como protagonista a Imaro. Sin embargo, en algunos de los más interesantes relatos de Saunders no aparece Imaro. Son narraciones de ambiente africano que tienen un sabor folklórico y que han aparecido en publicaciones como la muy apreciada Weirdbook. Es, pues, un placer ofrecer aquí uno de tales relatos, que apareció por primera vez. en la pequeña revista de fantasía Beyond the Fields We Know.

Mon Mar 20 05:40:07 2017

2

Una suave tonada flota delicadamente entre los ruidos familiares en el mediodía de Gao, capital del imperio de Songhai. Tenuemente se abre camino entre el agudo regateo de las mujeres del mercado, la impertinente porfía de los mercaderes, las estridentes admoniciones de los sacerdotes adhana para rezar y hacer sacrificios en los santuarios de los dioses, y el tintineo de los soldados vestidos con cota de malla que se pavonean por las calles. La música es fácilmente reconocible: son notas arrancadas por hábiles dedos de las siete cuerdas de un ko sudanés. Hay otras melodías de ko que se mezclan con el rumor general de la ciudad, pues el ko es popular y Gao grande. No obstante, hay algunos entre la pululante población que se detienen cuando las notas de este instrumento llega a sus oídos. Por la singular calidad de su melodía, saben que no se trata de un anticuado tañedor local de cansadas canciones ni de un joven enamorado que trata de impresionar al objeto de su inexperto afecto. Pues estos conocedores del ko saben que un nuevo griot ha llegado a Gao. Antes de que se desvanezcan las últimas notas de la canción, se ha reunido un pequeño grupo en el saffiyeh, una pequeña plaza junto al mercado principal donde, tradicionalmente, el griot recién llegado acude para exhibir su talento. El desconocido se sienta apoyando la espalda en una pared enjalbegada. Sus dedos se mueven ligeros sobre las cuerdas de su instrumento. Son las suyas unas manos más endurecidas por sujetar la espada o el arado que acostumbradas sobre todo al contacto de la madera lacada y las finas cuerdas. Bajo las ropas raídas de un vagabundo, el físico del griot es de grandes dimensiones y, sin embargo, extrañamente flaco, como si los músculos que en otro tiempo fueron macizos se hubieran reducido al volumen mínimo necesario para la actividad física. Su rostro de color sepia es solemne y maduro, cruzado de arrugas marcadas por la adversidad. Unos ojos grandes, negros y luminosos, parecen fijados en algún punto que está por encima de las cabezas de su auditorio. Dos tira, bolsitas de cuero que contienen amuletos, cuelgan de unos collares de cuentas alrededor de su cuello. Junto a él hay una gran concha de tortuga vacía, puesta del revés para recibir las monedas de bronce y los canutos de polvo de oro que confía recibir de quienes le escuchan. La multitud permanece en silencio. Hay hombres con turbante envueltos en voluminosos johos sobre pantalones de algodón, mujeres también enturbantadas que visten pintorescas asokabas desde la cintura hasta los tobillos, dejando desnudo el resto del cuerpo. Niños ataviados a la manera de los adultos se estrujan entre los cuerpos de sus mayores para poder oír mejor el ko del nuevo griot. El sol de la estación seca arde como una antorcha en el cielo sin nubes, bañando la piel de ébano con una brillante pátina de sudor. Finaliza la canción del griot. Los oyentes patean el suelo polvoriento, lo que es signo de aprobación. Aunque todavía no ha caído ninguna moneda ni canuto de polvo de oro en la concha de tortuga, el griot sonríe. Sabe que un hombre de su profesión es ante todo un narrador de historias y luego un músico. El ko ha servido a su propósito. Ahora es el momento de ganarse el pan del día. —Voy a contar una historia —dice el griot. —Ya-ngani!—responde la muchedumbre, lo que significa «¡Bien!» —Puede que sea mentira. —Ya-ngani! —Pero no todo en ella es falso. —Ya-ngani!

Mon Mar 20 05:40:07 2017

3

El griot da inicio a su cuento.

Con un zapapico apoyado en su ancho hombro, Babakar iri Sounkalo estaba en medio de su campo de legumbres calcinado y meneaba la cabeza. Por milésima vez maldijo a los Sussu, cuyos soldados habían bajado desde el norte para saquear ciudades aisladas como Gadou, la más cercana a la granja en ruinas de Babakar. Como siempre, los Sussu habían sido repelidos hacia sus yermas montañas por los soldados de Songhai. El mismo Babakar había tomado la lanza y el escudo para unirse a las fuerzas de Kassa iri Ba, el invencible general de Gao, y la sangre de no pocos Sussu había bañado su hoja. Pero ahora, mientras revisaba la extensión chamuscada del campo que había pertenecido a su familia desde que se colocó la primera piedra en Gadou, Babakar había perdido el sabor del triunfo. Sus legumbres wassa habían quedado reducidas a negruzcos rastrojos, y aunque sabía que la próxima cosecha crecería aún con mayor rapidez en el suelo enriquecido por las cenizas, él solo nunca podría replantar sus judías antes de que terminara la estación húmeda. Solo... Cruzó de nuevo su mente el amargo recuerdo: su esposa y sus dos hijas muertas bajo las espadas de los Sussu que casi habían destruido Gadou con su traicionero ataque. Varios Sussu habían pagado con sus vidas por la pérdida de la familia de Babakar; el mismo Kassa iri Ba había alabado su ferocidad en el combate. Pero ahora, Babakar se hallaba ante una sombría elección como recompensa. Podía labrar de nuevo su campo con la leve esperanza de que la estación húmeda durase lo suficiente para que creciera otra cosecha, salvándole de morir de hambre, o bien podía unirse a los otros muchos que ya huían hacia el sur, a las provincias no afectadas por la guerra fronteriza. La idea de abandonar la tierra todavía nutrida por los espíritus de sus antepasados seguía siendo impensable para Babakar. «No conseguirás nada arguyendo contigo mismo», se amonestó Babakar. Exhalando un profundo suspiro, alzó el zapapico del hombro y lo descargó sobre la tierra.

Fue entonces cuando la vio, caminando airosamente por el camino que separaba su campo del de un vecino muerto por los Sussu. El zapapico casi se le cayó de las manos, pues aquella mujer venía del oeste, y Babakar sabía que al oeste de Gadou no había más que un desierto llamado Tassili. La mujer no podía proceder de allí... Debía de haber huido en aquella dirección para escapar de los merodeadores, y ahora regresaba en busca de un terreno más habitable. Cuando la mujer se aproximó más, Babakar vio que, a pesar de su desaliño, era grato contemplarla. Aunque no era alta, su delgadez cimbreña hacía que pareciera de mayor altura. El estado andrajoso de su asokaba contrastaba con el turbante muy bien plegado que le ceñía la cabeza. Entre las dos prendas, una agradable extensión de piel negra desnuda estaba cubierta por una fina película de polvo del camino, la cual recordaba la capa de cenizas que las jóvenes extendían por su cuerpo antes de las danzas puberales. Un vistazo a la forma en que oscilaban sus senos cónicos a cada paso convenció a Babakar de que la desconocida había pasado aquella edad, aunque por la tirantez de su piel no podía tener mucho más de veinte estaciones lluviosas. Su rostro, de expresión reservada y pensativa, no habría estado fuera de lugar en la Corte de las Cien Esposas del Keita, el emperador de Songhai, quien sólo aceptaba a las mujeres más hermosas del Sudán en su dorada cámara del amor. Salvo las ropas y unos pocos adornos en el cuello y los brazos, la joven mujer no llevaba nada consigo. Babakar estaba preguntándose si debería llamar a la desconocida, cuando ella percibió su mirada, sonrió y se dirigió

Mon Mar 20 05:40:07 2017

4

hacia él. Aquella sonrisa agitó algo en Babakar que había permanecido apagado, latente, desde el día —hacía ya más de un mes— que regresó de su campo y descubrió los cuerpos violados por los Sussu de su esposa, Amma, y de sus hijas entre las ruinas calcinadas de su hogar. —¿Lleva este camino a Gadou? —preguntó la desconocida. Su misma voz le recordaba a Babakar los amados tonos de otra, silenciada para siempre por los tajos de una espada Sussu. —Lo que queda de él, sí —replicó. Entonces, obedeciendo a un impulso, añadió—: ¿De dónde vienes? Sólo lagartos y gacelas viven en el Tassili. La mujer bajó la vista. —Me apresaron unos desertores del cuerpo principal de soldados. Ni siquiera eran Sussu, sino renegados Nobas que se habían unido a los Sussu para el saqueo. Eran cinco de ellos. Me montaron en uno de sus caballos y me llevaron al oeste, encontraron unos arbustos y entonces ellos..., ellos... —Se contuvo, incapaz de continuar. Esta vez el zapapico de Babakar cayó al suelo, y cruzó el campo para acercarse a la mujer y ponerle una mano en el hombro. —La guerra produce víctimas —le dijo—. Todos nosotros perdemos algo. Los Sussu mataron a mi esposa, Amma, y a mis dos hijas. Tú, al menos, estás viva. La desconocida alzó bruscamente la cabeza y sostuvo la mirada de Babakar. —¿Amma? También yo me llamo Amma... La mano de Babakar presionó la suave piel, pero era una presión suave y ella no retrocedió, como podría haber hecho al con- tacto de una fuerte mano de hombre. —Abusaron de mí hasta que deseé morir —continuó Amma tensamente—. Y podrían haberme llevado a su propio país si no les hubieran perseguido unos guerreros Sussu que estaban airados por la deserción de los Noba. Hubo una lucha... Me escapé mientras se mataban unos a otros por el oro que los Noba habían robado además de apoderarse de mí. Caminé por el desierto, cogiendo alimento donde lo hallaba. Cuando salí del Tassili, había muerte por todas partes. Tomé estas ropas del cuerpo de una mujer que ya no las necesitaba. Pensé que podría encontrar algo en Gadou, pero, según dices, también aquí hay muerte. Bajó la vista de nuevo. Babakar apartó su mano del hombro de Amma y apretó el puño como si empuñara una espada. —Sí, hay muerte —dijo amargamente—. Con esta mano he matado a tantos Sussu como he podido. Pero al final sólo tengo este campo quemado. Mi familia ha muerto y no hay nadie que me ayude a replantar mi cultivo antes de que pasen las lluvias. Permanecieron algún tiempo en silencio, cada uno sumido en tristes ensueños. Luego Amma dijo: —Nada hay para mí en Gadou y estoy cansada de andar. Me quedaré aquí y te ayudaré a labrar. Asombrado, Babakar sólo pudo responder: —No tengo más que un zapapico. Amma rió. Su rostro risueño era aún más atractivo que antes.

Mon Mar 20 05:40:07 2017

5

—Usaré esto —replicó, agachándose para rodear con sus delgados dedos una estaca ennegrecida por el fuego que había pertenecido a una valla que protegió en otro tiempo el campo de Babakar. Sin decir más, Amma empezó a introducir en la tierra la punta mellada de la estaca. A medida que cavaba comenzó a emerger la tierra fresca.

Babakar sólo se quedó mirándola un momento. En seguida recogió su zapapico y se puso a trabajar al lado de Amma. De repente, apareció una nube, como suele ocurrir en la estación húmeda, y una lluvia cálida y brumosa pronto se derramó sobre dos negras espaldas desnudas dobladas sobre la tierra.

Los días se sucedieron inexorables, y la tierra recién removida sustituyó progresivamente los restos calcinados del campo de Babakar. La intensidad de las lluvias disminuyó de manera perceptible. Trabajando duramente para terminar antes de que llegara el día en que la lluvia cesaría de caer, Babakar y Amma se afanaban desde la salida hasta la puesta del sol. Con inflexible determinación, se esforzaban para preparar el suelo y plantarlo mientras aún había tiempo de que creciera otra cosecha. Compartían el trabajo y la casa con tejado de paja que Babakar había levantado al lado de la que habían destruido los Sussu. Compartían frugales comidas a base de mijo y judías que compraban a los casi menesterosos mercaderes de Gadou tras agotadores regateos. La gente que quedaba en la ciudad prestaba escasa atención a la nueva compañera de Babakar, que no era más que uno de los muchos refugiados del campo desolado. Por la noche compartían el sueño de los trabajadores exhaustos, y sus cuerpos sólo se tocaban casualmente en la única estera de dormir de Babakar. Pues, por tácito acuerdo, no se relacionaban físicamente como hombre y mujer. A veces la mirada de Babakar se detenía en el suave juego muscular bajo la piel de Amma mientras ella se afanaba al sol. Tales miradas no duraban mucho, pues el recuerdo de la primera Amma seguía siendo una sombra de pesar en su mente. Y recordaba cómo la habían mancillado los Noba... ¿Iba él, un campesino que le había dado refugio, a abusar así de ella? Si Amma reparaba en aquellas ocasiones de pasión rápidamente suprimidas, no daba señal alguna de que así fuera. En verdad parecía más decidida que Babakar a conseguir que la cosecha de su siembra tardía fuera un éxito. No le pedía nada más que el alimento y el abrigo que él le proporcionaba. Una vez, a la puesta del sol, les visitó Kuya Adowa, la tynbibi o adivina de la localidad. A pesar de su edad avanzada, Kuya se mantenía orgullosamente erecta y sus ojos brillaban bajo el turbante como ascuas de una fogata.

Dirigió sus palabras a Babakar, pero su oscura y portentosa mirada no se desviaba de los ojos de Amma. —El dyongu, el gallo-espíritu que encarna la suerte de Gadou, murió ayer—anunció siniestramente la vieja. Babakar se puso rígido. La muerte del gallo negro sagrado siempre presagiaba un período de desgracias. Cuando murió el antecesor de aquel último dyongu, se produjo la invasión de los Sussu. Babakar no se molestó en pensar qué nuevas calamidades presagiaba la muerte del pájaro de Kuya. Lo que le preocupaba era por qué Kuya Adowa había decidido acudir a él para hablarle del asunto...

Mon Mar 20 05:40:07 2017

6

—La guerra no sólo desorganiza las tierras de los hombres, sino también el mundo de los espíritus —dijo la tynbibi—. Los kambu, los espíritus de la fuerza y el poder, se manifiestan en nuestro mundo, y los tyerkou se desprenden de sus pieles por la noche para vagar por el país y beber la sangre de los desprevenidos. Ten cuidado, Babakar iri Sounkalo. Ten cuidado. Sólo después del segundo «ten cuidado» Kuya desvió su mirada de los ojos de Amma a los de Babakar. —¿Qué quieres decir con eso, Kuya Adowa? —preguntó Babakar—. ¿Acaso Amma y yo corremos alguna clase de peligro? La vieja arrugó la nariz con gesto desdeñoso. —Te dejo que le des la interpretación que te parezca. Ahora debo ir en busca de un polluelo negro que llegará a ser el nuevo dyongu. Dicho esto, les volvió la espalda desnuda y huesuda y se alejó con porte orgulloso por el polvoriento camino, de regreso a Gadou. Agitado, Babakar se volvió hacia Amma..., y le desconcertó el odio que adivinó en sus ojos mientras miraba la figura de la tynbibi cada vez más empequeñecida por la distancia...

Llegó la mañana en que los primeros brotes de wassa surgieron audaces del suelo. De la noche a la mañana las semillas habían crecido varios centímetros, como es característico en esta clase de leguminosa. Una sonrisa de satisfacción apareció en el semblante de Babakar. No sonreía así desde la llegada de los Sussu... Entonces miró a Amma... y su sonrisa desapareció, reemplazada por una expresión de absoluta perplejidad. En una actitud que se aproximaba a la reverencia, Amma se arrodilló ante un grupo de plantones. Acarició con un dedo los frágiles tallos verdes, con la delicadeza de una sacerdotisa que ofrece un sacrificio a la diosa de la fertilidad. Inclinó tanto la cabeza que sólo la anchura de un cabello separaba su rostro de las plantas. Vacilante, Babakar tocó el hombro de la mujer arrodillada. El efecto del roce de los dedos contra su piel fue instantáneo y desconcertante. Amma saltó al aire como un animal asustado. Sin embargo, a pesar de la precipitación de su salto, aterrizó suavemente de pie y se enfrentó a Babakar medio en cuclillas, tensa y temblorosa. Fue como si estuviera preparada para huir al menor pretexto. Sus ojos, vidriosamente fijos en algo que estaba más allá de la cabeza de Babakar, se abrían con desmesura, llenos de temor. Su liviano cuerpo se estremeció. Entonces la expresión vidriosa desapareció de sus ojos y, de repente, cayó hacia delante. Rápidamente, Babakar tendió los brazos para sujetarla, impidiendo que se estrellara contra el suelo. Por un momento quedó inerte en sus brazos. Babakar tenía conciencia del esbelto cuerpo que presionaba contra el suyo, y esta vez sus pensamientos no se dirigieron a la Amma que había perdido o al ultraje cometido por los desertores Noba... —Amma —musitó, acercando la cabeza a los ceñidos pliegues de su turbante. Había percibido que se agitaba contra él—. ¿Qué te ocurre, Amma? Ella alzó la cabeza. Nunca había sido

Mon Mar 20 05:40:07 2017

7

Babakar tan consciente de la auténtica belleza de aquella extraña mujer. Era como si mirase una escultura tallada en perla negra pulimentada, veteada con líneas diamantinas donde la luz del sol se reflejaba en sus lágrimas. —Lo siento —dijo quedamente—. Es sólo que recordaba la última cosecha de mi familia... antes de que llegaran los Sussu. —¡Los Sussu se fueron! —dijo Babakar violentamente, apretando los brazos de Amma. Repitió en silencio lo que había dicho. Los Sussu se fueron..., igual que su primera Amma. Era triste y siempre lo sería. Pero la mujer que tenía entre sus brazos no era un recuerdo, sino cálida y real. Y él la quería. Babakar se inclinó hacia ella. Sus rostros se acercaron lentamente, y cuando sus bocas se encontraron, los brazos de Amma rodearon los hombros de Babakar y se aferró a él con suave firmeza. Aquel primer abrazo de su amor fue cálido como el sol que nutría la tierra. —Mi Amma... —susurró Babakar cuando sus labios se separaron. —Tu segunda Amma... —No —dijo Babakar con vehemencia—. Sólo tengo una Amma. Y quiero que seas mi esposa. —¿No pides esto sólo por gratitud, por mi ayuda para la cosecha? —¿Cómo puedes decir eso? —preguntó Babakar—. Te quiero como mujer, no como mano de obra a contratar. Lo mío es tuyo, incluso mi vida. Ejerciendo una presión suave pero insistente, los brazos de Amma atrajeron la cabeza de Babakar y sus bocas se unieron de nuevo. Transcurrió un largo momento antes de que se separasen. Fue Amma la que habló primero. —Cuando empiece la próxima estación húmeda, ¿iremos al adhana para que nos case en el santuario de la Madre de la Tierra?

Babakar asintió sin vacilación, y atrajo a Amma hacia sí. No se dio cuenta de que Amma bajaba la vista y miraba con una extraña avidez los brotes de wassa que crecían en el suelo...

La noche había llegado con rapidez, como ocurría siempre durante las breves semanas de la estación húmeda. Las miradas de Amma y Babakar ya no eran huidizas ni se desviaban con rapidez. Cuando dejaban el campo para ir a la vivienda de Babakar, Amma le cogió de la mano por primera vez. La tenue media luz de las estrellas penetraba por la única ventana de la casa y dibujaba los contornos del cuerpo semidesnudo de Amma, recostada en la estera de dormir. Abrió los brazos a Babakar cuando éste se acercó a ella. Toda la restricción que había impuesto a sus emociones se derritió en seguida en el calor del abrazo de Amma. Él le quitó el asokaba de la cintura y luego alzó las manos para desatarle el turbante de la cabeza, a fin de poder experimentar la sensación del cabello ensortijado de la mujer en sus palmas. Pero cuando los dedos de Babakar tiraron del nudo del turbante, Amma emitió un leve grito que no tenía nada que ver con la pasión o el placer. Cogió las manos de Babakar y, con una fuerza

Mon Mar 20 05:40:07 2017

8

sorprendente, las apartó de su cabeza. Las puntas de sus uñas se hundieron como espolones en la carne de Babakar, mientras le decía siseando: —¡No! No debes tocar mi turbante. Un perplejo «¿por qué?» fue la única respuesta de Babakar. Amma no replicó de inmediato. Permaneció tendida en silencio, con el cuerpo tenso y rígido junto al de Babakar, sus manos sujetándole firmemente las muñecas como abrazaderas de acero. Entonces, estremeciéndose, le soltó las manos y se deslizó a un lado, separándose de él. Se sentó, abrazándose las rodillas, y finalmente habló con un tono apagado.

—No te dije todo lo que sucedió cuando los desertores me capturaron. Luché con ellos. Se enfadaron y uno de ellos quiso enseñarme a no desafiarles. Cogió una brasa de su fogata y la acercó a mi rostro. Me volví... ¡y el fuego me quemó la parte superior de la cabeza! Hay cicatrices... es horrible. ¡No debes verlo! Babakar tendió los brazos y atrajo a Amma hacia su amplio pecho. Ella cedió sin resistencia y se acurrucó pasivamente contra él. —Un ultraje más del que deben responder los Sussu —dijo él amargamente—. Ojalá matara a tantos de ellos por ti como maté por... mi otra familia. —Entonces añadió con más suavidad—: Mis sentimientos hacia ti no son tan superficiales que no podría resistir la visión de lo que te hicieron los Noba. Pero si prefieres que no lo vea, nunca volveré a poner mi mano en tu turbante. Amma se inclinó hacia delante y cubrió los labios de Babakar con los suyos. Él la abrazó con fuerza y Amma le devolvió el abrazo con un ardor que superaba todo el que Babakar había experimentado hasta entonces. Su amor se consumó con una intensa oleada de pasión que dejó a Babakar rendido y soñoliento. Tan profundo fue su sueño que no se enteró de que Amma se liberaba de su abrazo, se ponía apresuradamente su asokaba y salía con toda precaución de la vivienda, cuidando sobre todo de no rozar el rectángulo de tela que colgaba en la puerta. Tampoco se despertó cuando ella regresó solamente una hora antes de que saliera el sol.

Amma parecía extrañamente alicaída por la mañana, cuando se dirigía con Babakar al campo de wassa. Su mano estaba inerte en la de él, y bajaba la vista. Babakar se preguntaba si la noche anterior se habría conducido con torpeza sin saberlo. Estaba seguro de que Amma había gozado de su amor tanto como él... ¿O no había sido así? Quizás ella recordaba ahora las depredaciones de los Noba que la habían violado, mientras que en el éxtasis de la noche lo había olvidado. Babakar quería convencerla de que con él estaba segura. Pero si ella había empezado a olvidar los horrores del pasado, sería estúpido que Babakar los sacara a colación una vez más. De repente recordó la extraña advertencia de Kuya Adowa... El panorama que se presentó ante sus ojos cuando llegaron al campo barrió todos los pensamientos conflictivos que giraban en la mente de Babakar. El campo estaba en ruinas. Todos los retozantes brotes de wassa habían desaparecido. Los habían arrancado y sólo quedaban de ellos unos patéticos fragmentos que apenas sobresalían del suelo. En medio de la destrucción se veían las firmas burlonas de los perpetradores: docenas de pequeñas huellas de cascos hendidos desparramados entre las hileras de plantas devastadas. ¿Cabras?, pensó Babakar. No, no podía ser. No había rebaños de cabras tan al sur de las montañas Gwaridi-Milima.

Mon Mar 20 05:40:07 2017

9

Cuando se arrodilló para mirar más de cerca los daños, se dio cuenta de que las huellas seguían una larga y desordenada línea desde el oeste y luego se separaban en dirección a los campos vecinos, después de que los animales se hubieran atracado de su wassa. Había otras huellas más frescas que le indicaron que los animales habían regresado por donde habían venido, y aquel camino conducía al Tassili. Babakar sabía que en el Tassili no vivían cabras salvajes. No había suficiente forraje en el desierto para satisfacer sus voraces apetitos. Pero sí había... gacelas. El misterio se hacía más profundo. Confuso, Babakar fruncía el ceño. Nunca los gráciles y evasivos antílopes del desierto se habían aventurado tan lejos de su desértico entorno. Nunca, al menos en las generaciones que los griot podían recordar, y éstas parecían remontarse al pasado más remoto. Sin embargo, aquello que según la tradición jamás podría ocurrir, había sucedido. La prueba estaba en el campo, en los restos de las plantas devoradas a sus pies. Meneando la cabeza con desesperación, Babakar se levantó y se volvió a Amma. Ella bajó la mirada con una expresión rígida, inexpresiva. Dioses, pensó Babakar, está aún más afectada que yo mismo por esto... Cautelosamente, recordando su reacción de pánico de la mañana anterior, le rodeó los hombros con un brazo. —Amma —empezó a decirle con vacilación—. No comprendo por qué ha sucedido esto, pero de alguna manera hemos de superarlo. Ahora la tierra no nos sirve de nada, pues no hay tiempo para sembrar de nuevo. Podemos ir a Gao o alguna otra ciudad, y alquilar nuestros servicios a un Amo Mercader. Eso sólo está a un paso por encima de la esclavitud, pero es mejor que morirse de hambre... —Así pues, Babakar, también te han atacado a ti —dijo una voz tras ellos. Babakar se volvió y vio a dos de sus colegas granjeros, Mwiya iri Fenuka y Atuye iri Sisi, cuyos campos estaban más cerca de Gadou que el suyo. —¿Las gacelas han destruido también vuestros cultivos? —preguntó Babakar—. ¿Atacaron a todo el mundo? —El mío sí, pero no el de este —dijo agriamente Atuye. Al igual que Babakar, Atuye era un ex soldado, de fuertes músculos y lleno de cicatrices de combate. Mwiya, un hombre rechoncho de mediana edad, parecía aún más agitado que Atuye, aunque era la cosecha de Mwiya la que se había salvado.

—Así ocurre en toda esta zona —dijo Mwiya—. Las criaturas atacan al azar. Ya conoces a Atuye, aquí presente, sabes que somos vecinos y nuestros campos están uno al lado del otro. Sin embargo. el mío está igual que ayer, mientras que el de Atuye está tan arrasado como el tuyo. —Pensamos que podrías haber visto algo, ya que tu campo es el último en la dirección por la que vinieron las gacelas —dijo Atuye. Babakar meneó la cabeza. —Desgraciadamente, dormí de un tirón toda la noche. —¿Y tú qué dices? —dijo secamente Atuye, dirigiéndose a Amma.

Mon Mar 20 05:40:07 2017

10

Amma se sobresaltó y su hombros se tensaron bajo el brazo de Babakar. —Nada —replicó ella rápidamente—. No sé nada. —¿Estás segura? —insistió Atuye. —¡Por Motoni! ¿Qué te sucede, hombre? —exclamó Babakar, adelantándose un paso—. Amma no pudo ver nada, pues estuvo a mi lado toda la noche. Atuye permaneció sin moverse de donde estaba, aunque no dejó de ver el puño cerrado de Babakar ni su disposición a usarlo.

—Todo lo que sé es que cuando esta mañana fuimos a ver a la vieja Kuya Adowa para preguntarle si podía ayudarnos, nos dijo que buscáramos las respuestas a nuestras preguntas en la nueva mujer de Babakar iri Sounkalo. Algo próximo al miedo hizo presa en Babakar mientras recordaba de nuevo la visita de la tynbibi y su advertencia... Airado, dejó de lado aquella sensación. —¿Preferís la palabra de una vieja medio loca a la mía? —les desafió. Los dos granjeros permanecieron en silencio. Sabían, naturalmente, lo que le había sucedido a la familia de Babakar durante la guerra, y Atuye había sido testigo de la ferocidad de aquel hombre en el combate. Era improbable por absurdo que el Babakar al que él y Mwiya conocían pudiera estar implicado en la misteriosa destrucción de los campos. Pero la mujer..., ¿se debía su evidente nerviosismo al miedo... o a la culpabilidad? La tensión entre Babakar y Atuye amenazaba con estallar en cualquier momento y conducir a un conflicto físico. Mwiya lo evitó prudentemente.

—Cálmate, Babakar. Claro que te creemos. Pero tú y Atuye no sois los únicos que habéis sufrido a causa de esas gacelas merodeadoras. Nuestras preguntas no han sido respondidas aquí, y de alguna manera hemos de encontrar las respuestas. —Puedes depender de eso —añadió Atuye. —Hemos luchado juntos contra los Sussu, Atuye. Pero cualquiera que intente hacerle daño a Amma es tan enemigo mío como lo fueron ellos —dijo serenamente Babakar. Mwiya interrumpió con rapidez la acalorada réplica de Atuye. —De acuerdo, Babakar, te comprendo. Debemos volver a hablar de esto más tarde. Esta noche se reúne en Gadou el Consejo de Ancianos. ¿Acudirás? —¡A Motoni con los Ancianos! —rezongó Babakar—. ¿Acaso nos salvarán de las gacelas como nos salvaron de los Sussu? —Siento que adoptes esa actitud —dijo Mwiya—. Puede que lo lamentes antes de que este asunto haya concluido. Como Babakar no replicaba, los visitantes emprendieron el regreso por el camino que conducía a Gadou. Babakar

Mon Mar 20 05:40:07 2017

11

se volvió a Amma, la cual no había dicho nada desde que replicara a Atuye. —Nos marcharemos esta noche —le dijo—. Ahora no tenemos nada que hacer aquí. —¡No! —exclamó Amma con vehemencia—. Si nos vamos esta noche, las sospechas de la vieja resultarán correctas, al menos para la gente como Atuye. Hemos de aguardar un día, tal vez dos, antes de partir. Por entonces ellos tendrán otras cosas en las que pensar. —¿Qué clase de cosas? —Las gacelas. —¿Qué sabes realmente de las gacelas? —le preguntó Babakar, hundiéndole los dedos en el hombro. Amma le dirigió una mirada iracunda y replicó: —Nada. Contrito, Babakar le soltó el brazo. Antes de que pudiera decirle nada más, Amma giró sobre sus talones y se dirigió con paso rígido a su vivienda. Babakar la siguió después de echar un último y desesperado vistazo a su campo de wassa devastado por segunda vez.

Mientras recogían sus escasas pertenencias, en su mayor parte de Babakar, Amma no se mostró nada comunicativa. Luego cenaron tortas de mijo y un ligero cocido, y Babakar le habló alentadoramente acerca de las posibilidades que les aguardaban en las ciudades del sur. Podría utilizar sus habilidades guerreras como guardia de un Amo Mercader o incluso del Emperador... Y los Amos Mercaderes siempre buscaban mujeres para que vendieran sus géneros bajo los grandes toldos multicolores de las plazas de mercado. Desde la época de los Primeros Antepasados, el mercado había sido el dominio de las mujeres, y una mujer atractiva como Amma no tendría dificultad en hallar sitio en una plaza. Tal vez la pérdida de su cosecha no era tan desastrosa como parecía. Amma se mostraba indiferente a su entusiasmo. Después de que el sol se hundiera con un resplandor carmesí más allá del horizonte y los dos se prepararon para pasar la noche, ella rechazó los avances de Babakar, manteniendo su asokaba firmemente ceñido mientras se acurrucaba al borde de la estera de dormir. Cuando Babakar tendió la mano para tocarle el hombro, notó fría la piel antes de que se retirase. Era como si el fuego y la ternura de la noche anterior nunca hubieran existido... La cólera creció en Babakar a medida que su ardor disminuía. Entonces el relámpago de resentimiento se desvaneció con tanta rapidez como se había presentado. La experiencia que Amma había soportado desde la llegada de los Sussu podría haber llevado a otra persona al borde de la locura. La destrucción de la cosecha de legumbres perpetrada por las gacelas debía de parecerle una más en una larga serie de calamidades. Aunque ella prefiriese luchar sola aquella noche con los demonios de su pasado, Babakar juró que cuando llegara la mañana, Amma sabría que nunca más tendría que enfrentarse a ellos sola. Con esta resolución se sumió en un profundo sueño que no se turbó cuando Amma se levantó silenciosamente de la estera y se mezcló con las sombras nocturnas, al otro lado de la puerta...

Unas fuertes manos zarandearon a Babakar hasta despertarle. Abrió los ojos: unas sombras amorfas en la oscuridad se agitaron ante él mientras le levantaban rudamente. Se despejó de pronto mientras los intrusos le arrastraban fuera de la puerta de su vivienda. —¿Qué significa esto? —gritó con voz ronca... Entonces las

Mon Mar 20 05:40:07 2017

12

palabras de indignación que iban a seguir se extinguieron en su garganta ante la escena iluminada por la luz de la luna. Rígidamente silueteada por el pálido resplandor estaba Kuya Adowa, apretando con firmeza la bolsa de tira que pendía entre sus senos, y su rostro tenía una expresión de ira y odio. Tras ella se encontraban varios granjeros vecinos, en un apretado círculo que rodeaba... a Amma. Iban armados con estacas y largas dagas, y dos de los hombres llevaban antorchas. Una rápida mirada a izquierda y derecha confirmó a Babakar que eran Mwiya y Atuye los que le sujetaban fuertemente de los brazos. Enfurecido, Babakar se revolvió con brío contra sus captores.

—Malditos seáis. ¿Os atrevéis a invadir la casa de un hombre y sacar a su mujer a rastras del lecho? ¿Sois Songhai o Sussu? El insulto hirió a Atuye y propinó a Babakar un fuerte golpe en la cabeza. Mientras Babakar se tambaleaba, Atuye gruñó: —Sabes muy bien que ella no estaba en tu casa, hijo de Sounkalo. La cogimos cuando volvía del campo de Falil iri Nyadi. Babakar se quedó paralizado, pues la conmoción anuló su espíritu de lucha. Había supuesto que arrancaron a Amma de su lado momentos antes de que le despertaran. —Amma... ¿Es eso cierto? —le preguntó. Ella no respondió. Inclinaba la cabeza, ocultando sus ojos. Kuya Adowa habló entonces abruptamente. —Dejadle ir. El no tiene la culpa. —¿De qué no tengo la culpa? —gritó Babakar. —Deberías haber acudido al Consejo de los Ancianos, Babakar —dijo Kuya, con un dejo de lástima en su voz—. Decidimos que los granjeros cuyos campos se habían librado de la destrucción vigilaran esta noche sus cosechas a fin de alejar a las gacelas si regresaban. Falil, aquí presente, fue uno de los que vigilaron. Dile a Babakar lo que nos has dicho a nosotros, Falil. Falil, que no debía contar más de dieciocho estaciones húmedas, salió tímidamente del apretado grupo de gente que rodeaba a Amma. Sus ojos parecían reflejar la luz de la luna en su rostro negro mientras hablaba. —Vigilé nuestro campo desde un árbol que crece cerca de él, para poder ver mejor la aproximación de las gacelas. Durante largo tiempo no sucedió nada. Estaba a punto de quedarme dormido cuando oí algo que se acercaba al campo. Pensé que podrían ser las gacelas. Pero cuando miré, la vi a ella. Movió la cabeza hacia Amma, sin atreverse a mirarla. Era evidente que la temía. —Pero no me vio —siguió diciendo—. Iba a bajar del árbol y preguntarle qué estaba haciendo en mi campo, cuando ella se quitó el turbante de la cabeza. Vi que la luz de la luna relucía en algo que tenía en el pelo. Entonces se quitó el asokaba y rodó por el suelo... Lanzando un grito de ultraje, Babakar saltó hacia el joven. Pero Atuye y Mwiya no habían aflojado su presa y le

Mon Mar 20 05:40:07 2017

13

hicieron retroceder. —¡Ella no me vio! —gritó Falil, con sus grandes ojos llenos de miedo—. Rodó y rodó, y cambió. Cuando se puso en pie de nuevo, ya no era una mujer. ¡Era una gacela!

—¡Eso es una locura! —rugió Babakar—. ¿Habéis perdido el juicio? ¿Cómo prestáis oídos a historias que ni un niño creería? —¡Sé lo que vi! —exclamó el joven irritado—. Era una gacela. Alzó la cabeza y lanzó un grito distinto a todo lo que había oído hasta entonces. Luego permaneció inmóvil... no sé durante cuánto tiempo. Entonces oí un retumbar de cascos y un murmullo en el viento, y de repente apareció en el campo toda una manada de gacelas. Había docenas de ellas y se comían nuestro mijo. Debí de haber bajado y gritar para asustarlas, pero tenía miedo. Si hubieras visto cómo cambió... Al fin terminaron de comer y se alejaron corriendo al oeste. Todas excepto ella. Rodó de nuevo por el suelo, cuando las otras se hubieron ido, y cuando se levantó volvía a ser una mujer. Se puso el turbante y el asokaba y se marchó del campo. Yo bajé del árbol y corrí al campo de mi vecino. La capturamos cuando venía por el camino a esta casa, y entonces la llevamos a Kuya Adowa. El resto ya lo sabes. Babakar meneó la cabeza, incrédulo. Miró suplicante a Amma pero ella no le devolvió la mirada. —Kambu —susurró Kuya Adowa—. Un animal imbuido con el poder de un espíritu que está más allá del reino humano. Controlan las acciones del animal que invaden y pueden adoptar la forma humana y hablar el lenguaje de los hombres. Leen nuestros pensamientos y nos dicen lo que saben que más nos gustaría oír. Sin embargo, aunque parezcan humanos, no lo son. ¡Babakar! Tu mujer es un kambu. Un kambu no puede amar. Sólo quiere hacerte daño, Babakar. Si no es así, ¿por qué sus criaturas no respetaron tu campo? —No —dijo Babakar con voz quejumbrosa—. ¡No! No puedo creerlo... —¡Sí! —gritó Kuya Adowa. Su aracnoide mano negra se alzó y arrancó el turbante de la cabeza de Anima. Babakar se quedó boquiabierto. No era el suyo el cuero cabelludo calvo, chamuscado por el fuego, que él esperaba ver a la desolada luz lunar, pues así se lo había hecho creer Amma. Su cabeza estaba recubierta de rizado pelo negro, como la de cualquier mujer de Songhai. Pero de la parte delantera del cráneo brotaban dos pequeños cuernos espiralados..., los cuernos de una gacela hembra del desierto. Una oleada de desesperación invadió a Babakar. Recordó las palabras de Amma la noche anterior: «No debes tocar mi turbante...». —Amma —dijo él con un sollozo, preguntándose si incluso el nombre sería una mentira, pues ella no lo había mencionado antes de que él le hubiera hablado de su primera Amma...

Por primera vez aquella noche, la mirada de Amma se encontró con la suya. Su rostro, incluso con los cuernos en espiral, aún le absorbía por su encanto. —Uno de los Sussu a los que mataste era hijo de un sabane, un poderoso brujo, maestro del Habla Negra —le explicó ella—. Utilizó sus habilidades para descubrir al que mató a su hijo, y entonces usó su Habla Negra para someterme a su voluntad y obligarme para que mi pueblo llevara a cabo su venganza. Me resistí, pero su poder era demasiado fuerte. El esfuerzo que hubo de hacer para someterme mató al sabane, pero el poder de su Habla Negra continúa y me veo obligada a cumplir su orden y llamar a mi pueblo para que destruyan tus cosechas como una plaga de langostas. El sabane estaba loco de aflicción y quería que todos los de tu ciudad sufrieran por lo

Mon Mar 20 05:40:07 2017

14

que hiciste... —¡Mentiras! ¡Mentiras! —gritó Kuya Adowa—. ¿No puedes ver que ésta es una criatura del mal, un ser que merece la muerte? ¡Si su mismo aspecto es falso! Amma dirigió su mirada a Kuya, y la vieja emitió un leve grito y retrocedió un paso. La mirada de Amma volvió al apenado granjero. —Un kambu puede amar, Babakar—le dijo quedamente. Entonces, con un repentino movimiento, se abrió paso entre los hombres que la rodeaban. Uno de ellos logró cogerle el asokaba, pero ella se desprendió y echó a correr, una sombra desnuda bajo la luz de la luna. —¡Detenedla! —gritó la tynbibi. Uno de los granjeros arrojó su bastón, el cual giró en el aire y alcanzó a Amma en la nuca. La mujer cayó pesadamente al suelo. Antes de que pudiera levantarse de nuevo, llegaron a ella y la golpearon salvajemente con sus estacas, con el frenesí de un hombre que da muerte a una serpiente venenosa. Enloquecido de pesar y furia, Babakar se liberó de Atuye y Mwiya y corrió en pos de los atacantes de Amma. Se oyó un grito espantoso cuando llegó a ellos. Con una ferocidad que no había experimentado desde los últimos días de la guerra, cogió a dos de los hombres y los tiró violentamente al suelo. Entonces se detuvo, bajó la vista y se tambaleó como un hombre que se ha emborrachado con vino de palma, pues el cuerpo deshecho y sangrante tendido ante él no era el de una mujer. Era una gacela muerta lo que allí había, sus ojos abiertos con una expresión vacía, tan vacía como la del propio Babakar que los contemplaba. Cayó de rodillas y tendió la mano para tocar la criatura muerta. —Ese sonido —dijo nerviosamente Falil iri Nyadi—. Era igual que el grito que lanzó cuando convocó a las gacelas. —¡Escuchad! —dijo Atuye—. ¿Podéis oírlo? Un sonido retumbante que viene del oeste... Aunque no le respondieron, los demás lo habían oído. El sonido se hizo más intenso. Era como la música de un tambor insistente, cuya intensidad crecía pero manteniendo subyacente una delicadeza de tono. —¡Mirad! —gritó Falil, señalando al negro horizonte occidental. Los demás siguieron la dirección de su mirada y contemplaron una masa umbría que se destacaba en la penumbra. Formas individuales se hicieron discernibles, gráciles formas que avanzaban velozmente con asombrosos saltos. Los cuernos espiralados destellaban y relucían a la luz lunar. —Gacelas —susurró Kuya Adowa, cuyas manos aferraron convulsamente su tira. Extrañas palabras de hechicería brotaron de sus labios. —¿Qué te ocurre, vieja? —rezongó Atuye—. ¿Qué daño puede hacer un rebaño de tímidas gacelas? —No me parecen tan tímidas —dijo Mwiya—. Creo que has dicho que se contaban por docenas, Falil. Ahora parece que son centenares.

Mon Mar 20 05:40:07 2017

15

—Ella las llamó —musitó Falil. —No puedo detenerlas—gritó Kuya Adowa—. ¡Corred! ¡Huid! —¿De las gacelas? —se burló Atuye. Un cuerpo con cuatro patas se lanzó contra él como una flecha, con la cabeza gacha y los cuernos apuntando hacia fuera. Las agudas puntas de los cuernos alcanzaron a Atuye en pleno pecho. Lanzó un grito sofocado y cayó, con una expresión de incredulidad en sus ojos muy abiertos, mientras la sangre le brotaba de la boca. Aterrados, los demás se volvieron y echaron a correr, tirando al suelo las estacas y las antorchas, llenos de un pánico que les desgarraba el alma. Pero eran demasiado lentos. Vivos proyectiles dotados de cascos y cuernos se lanzaban entre ellos como rayos. La velocidad que tan provechosa les era a las gacelas para huir de Ias grandes fieras de presa se había convertido ahora en un arma, mortal y certera. Se alzaban gritos entre el sordo estrépito de los cascos mientras los antílopes hundían los cuernos en los cuerpos de su presa humana... Babakar no se había movido cuando los demás huyeron. Parecía ajeno a todo salvo al cuerpo muerto que yacía ante él..., hasta que uno de los proyectiles vivos le alcanzó un hombro y le hizo caer de espaldas. Levantó defensivamente los brazos, pero el gesto no fue lo bastante rápido. Un par de cascos delanteros le golpearon el estómago. Se quedó sin aliento y se encogió de dolor. Fue entonces cuando vio a los saltarines mensajeros de la muerte y oyó los gritos de sus víctimas. Era curiosa la ausencia de miedo mientras esperaba su propia muerte. Pero el golpe final no llegó... Apretándose el vientre herido, Babakar alzó la cabeza y miró los ojos de una gran gacela macho. En aquellas órbitas oscuras vio... ¿reconocimiento? ¿Simpatía? ¿Lástima? Creyó poder detectar estas cosas en el brillo de los ojos de la gacela, pero sólo supo que el antílope no le atacaría más. Gimiendo por el dolor que le producía el esfuerzo, Babakar se levantó apoyándose en un codo y contempló la triste escena sanguinaria. Kuya Adowa, Falil, Mwiya y todos los demás yacían muertos como el animal que había sido su Amma. Ahora el gran rebaño de gacelas estaba quieto, la sangre goteando de sus cuernos y coagulándose en sus cascos. Regueros plateados brillaban en sus estrechos morros. Estaban llorando. Y Babakar lloró con ellas, pues ¿qué hombre podía resistir las lágrimas de aquellos bellos asesinos, lágrimas que se mezclaban con la sangre que corría por la grácil espiral de sus cuernos? El jefe de la manada se acercó a Babakar. La bestia agachó la cabeza, sacó la lengua y lamió la sangre de las heridas que sus cascos habían abierto en el estómago de Babakar. Luego la gacela se volvió y echó a correr hacia el oeste. Como si obedecieran a una señal, los demás antílopes la siguieron, y en un abrir y cerrar de ojos habían desaparecido, y sólo el débil retumbar de sus cascos atestiguaba que habían estado allí. Aquello... y los diez cuerpos inmóviles de los asesinos de Amma. Ignorando el dolor que le atravesaba del estómago a la espina dorsal, Babakar iri Sounkalo cogió en sus brazos el cuerpo inerte de Amma y se levantó. La abrazó tiernamente y la llamó por su nombre, mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro de ébano. Un kambu puede amar, le había dicho ella antes de morir. Babakar se preguntó si aquellas eran sus propias palabras verdaderas. ¿O acaso se había limitado ella a repetir el desesperado

Mon Mar 20 05:40:07 2017

16

pensamiento que al final había pasado por la mente de Babakar? Nunca sabría la verdad. Y, seguro de ello, Babakar lloró amargamente.

Cuando termina el cuento del griot, hay una considerable muchedumbre congregada en el saffiyeh. La gente permanece unos momentos en silencio. Luego empiezan las chanzas. —¡Nunca te ganarás la vida en Gao contando relatos como este, griot! —¿Quién ha oído hablar de gacelas que atacan a la gente? —¡Y de una gacela que se transforma en mujer! ¡Ja! —Vengo de un pueblo cerca de Gadou y jamás oí hablar allí de semejante cosa. Algunos de los oyentes se han dado ya la vuelta para marcharse cuando el griot se levanta. Es un hombre alto, más alto de lo que parecía en cuclillas. Fuegos de antaño brillan en sus ojos. Con un brusco movimiento se quita la parte superior de la vestidura. Desnudo de cintura para arriba, su cuerpo se revela de grandes dimensiones pero descamado, flaco. No es, empero, su torso desnudo lo que arranca agudas exclamaciones de sorpresa a la multitud, sino las dos cicatrices que resaltan contra la oscura piel de su estómago..., cicatrices en forma de dos cascos puntiagudos y estrechos, los cascos de una gacela... Las monedas y los canutos de los oyentes llenan la concha de tortuga del griot. Pero el griot no presta atención a su generosidad. Toca las cuerdas de su ko. «Amma, Amma...», murmura quedamente.