Me disculpan que suene tan extraño, como ido, como si no estuviera aquí presente; y es que es difícil tener todo mi ser aquí, cuando acabo de ser testigo de mi muerte. Me disculpan que mi voz suene temblorosa y mis pensamientos aparezcan a borbotones, como en vómito, primero en arcadas, dos cortitas y una larga, y luego en un par de baldazos, como si no tuviera más tiempo en este mundo. Bueno, es que la pelona, desde donde la contemplo, acecha desde hace unos segundos el propio latir de mi existencia: hoy fue el día de mi muerte. Y si lo que digo al comienzo parece confuso e incoherente, me disculpan, y sigan leyendo, que tendrá más sentido una vez que me haya acomodado un poco en este asiento, y me vuelva a colocar el sombrero vaquero en su lugar y me limpie las botas de auténtica piel de culebra, que tanto esfuerzo le costó comprar a mi madre al inicio de mi carrera. En fin, cuando me haga a la idea de estar muerto. Mi nombre es Plumbago Torres. Mi historia empezó con bombos y platillos, y termina... pues no sé cómo termina, porque todavía estoy en transición. Pero, lo que sí les puedo decir es que el día de mi muerte me levanté como si fuera mi último día en este mundo: todos los
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huesos me dolían y todas las penas del planeta parecían haber encontrado un buen lugar para detenerse sobre mis hombros. Es extraño, porque debería haber sido un buen día. ¿Pero qué estoy diciendo? Debo estar momentáneamente tarado por la sorpresa, por este final inesperado. Hoy debería haber sido no solamente un buen día; debería haber sido el momento más importante de mi vida, la culminación de muchas penas y muchos logros. Una premonición, tal vez, de lo que me estaba deparando el destino es lo que me hizo sentir, desde este amanecer, inmensamente triste. Es una sensación similar a la de jugar al escondite. Sea que lo disfrutes o no, siempre sabes cómo terminará: tarde o temprano te van a encontrar. Y es así como me siento hoy, como que no importa qué hice para contener la respiración por tanto tiempo y en el momento preciso salir corriendo de mi escondite, correr hacia el lugar acordado y gritar a voz en cuello ¡Ampay me salvo y salvo a todos mis compañeros! No importa cuánto quise llegar a mi meta, cuántas promesas hice a millones de personas, cuántas luchas sostuvimos durante tanto tiempo, cuántas lágrimas derramadas... Al final, el destino es el destino: donde estés, te encuentra. Tal vez no es importante ese desaliento encontrado al final de la ruta, que sabes vendrá, sin importar qué camino has tomado. Lo que me es más valioso en este día es recordar las palabras de mi padre, don José Matías Torres Rodríguez, que desde que yo era chiquito me decía Plumbago, que no te importe lo que otros digan acerca de lo que puedes o no puedes lograr en esta vida. No escuches, hijito, tú sigue para adelante, no mires para atrás, no mires para los costados... y, más que todo, hijo, no escuches a las ratas. ¿Sabes por qué? Porque las ratas no pueden hablar, y si no pueden hablar... ¿pues qué te importa lo que dicen?
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Una lección muy importante la que mi padre me enseñó. Sé que todos pueden apreciarla, pues han lidiado con ratas en sus respectivas vidas. Pero ahora me doy cuenta de que lo que mi padre se olvidó de decirme es que, si bien las ratas no hablan, sí muerden, y lo hacen con rabia, rompiendo la piel, transmitiendo enfermedades. Cuando las ratas muerden, su saliva queda impregnada, preñando la sangre con toxinas que matan. Por eso es importante hacerles caso a las ratas, tienes que llevar la cuenta de dónde están y qué es lo que están haciendo, porque al minuto que te descuidas, las ratas muerden, y cuando muerden, matan. —Perdón. ¿Me permite la palabra? —Flaquito, estoy hablando. ¿Ni siquiera en la otra vida me vas a dejar hablar sin querer interrumpir? —Pero, señor pre... —No te preocupes de títulos ni sobonerías aquí, flaco, no creo que sean importantes adonde nos dirigimos, ¿no crees, primo? Con tal de que no me llames «presidente Plum», o peor, como esos desgraciados del partido egocentrista de esa rata de Drew Crowes, «presidente Vago», estamos bien. Y hablando de ratas, ese Crowes es una rata gorda de la que el país no se va a poder liberar. ¿Sabes por qué está gorda? —No lo sé, primo querido. —Esencial, flaco, esencial: Crowes es una rata gorda porque se alimenta de los miedos de la gente ignorante que lo sigue a ciegas. Cuando él mete diente, clava duda. Ahí está el detalle. Una vez que la duda está clavada, manipular a las personas es tan sencillo como hacer gelatina de caja, ya que no ponen resistencia. ¿Viste que sus cerebros están tan fofos como la gelatina? Es inevitable encontrarse a muchos que están perfectos para inocularles la ponzoña del radicalismo. Lo que yo no entiendo
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es cómo hace Crowes para encontrar a tanto ciego que no pueda ver más allá de las mentiras que les transmite. Es como si estuvieran hipnotizados. —¿Quiénes están hipnotizados por él? —Muchos. La mayoría de gente no piensa por sí misma. La mayoría de gente acepta como la verdad lo que una persona en posición de autoridad les dice. El hecho es que de una rata salen miles de ratitas, se multiplican y empiezan a propagar toxinas hasta que, de tener un problema con una rata, pasas a sufrir una epidemia. —Estás bastante amargado con ese concha su madre. Deberías calmarte y dejar que yo hable por ti. ¿Te acuerdas cuando me confiabas el manejo de todo? —Eso era antes de que tuviéramos que lidiar con tantas ratas. El problema fue que nos infestamos y yo no supe limpiar la casa a tiempo... Perdona, flaco, la verdad es que no debería hablar así, tan despechado. Total, que ya no importa si soy el presidente, si este era mi primer día en la Casa Blanca, si nunca llegué a juramentar oficialmente. Adonde vamos, flaquito, es más importante liberarnos de todas esas angustias y prepararnos para ver a nuestro Creador en toda su dulzura. —¿Puedo hablar, Plumbago? Deja que yo quiero hacer esta narración. Veo que te estás yendo, y como tu ministro de Comunicaciones quiero hacer esta última presentación antes de que nos despidamos del todo de esta vida, presidente Torres. —Flaco, perdón, señor ministro de Comunicaciones, ¿qué crees que pasó? —No puede haber sido un ataque desde afuera. Esta limo es blindada. Supuestamente puede ser atacada hasta con misiles sin que le pase nada. —Entonces, ¿qué crees?
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—Pregúntale al ministro de Defensa. Lo veo todavía sentado adelante. Se ve maltrecho, completamente bañado en sangre, y la mitad de su cara está colgándole sobre el hombro... Pero el diablo todavía no ha venido por él. —¿El diablo? ¡Qué maldito eres, primo! ¿Qué crees que fue, José Armando? —Creo que nos pusieron una bomba dentro del vehículo, señor presidente. ¿No sintió cómo explotamos desde adentro hacia afuera? —¿Estaremos muertos de verdad? Yo me siento igualito. Y aquí seguimos sentados, como si nada. ¡Tenía que ser justo este día! ¡Qué pena! ¡Nunca llegamos al poder de verdad, a hacer los cambios que queríamos, a lograr que Estados Unidos sea un país donde todos podamos prosperar! El primer presidente latino electo, pero no llegué siquiera a levantar mi mano y jurar con Dios como testigo. Flaquito Henrique, José Armando, qué pena que hayan muerto por mi culpa. —Es un honor, primo, yo voy contigo hasta la otra vida. Pero, mira, parece que tenemos para rato. Deja que yo narro esta historia. Así queda perfectamente detallada y no cabe la menor duda de cómo sucedieron los eventos. —Pero estamos muertos, flaco. ¡No hay quién escuche! —Aun así, parece que estaremos estancados en esta limo un buen rato y me parece justo y necesario decir todo lo que se debe, antes de que las circunstancias cambien. —Tú siempre estratégico y pensando en el futuro, ¿no es cierto? —Le imploro silencio, señor presidente, la novela que nunca llegué a escribir en vida, la pondré en blanco y negro ahora, ya en mi muerte. Es mi momento celestial para narrar.
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—Un momentito. ¿Quién te ha dicho que lo hagas? Es mi historia. Yo voy a hacer la narración, chingue pendejo. —Ya veremos. —¿Ya veremos? Hasta la otra vida, veremos quién manda aquí, güey.
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De Yungay a Estados Unidos
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Dos maestros en Yungay
Como el presidente Torres Vallerín venía diciendo... Plumbago Torres era el tercero de una familia de cuatro: dos hombrecitos, dos mujercitas. Todos nacidos en Estados Unidos. El padre de Plumbago, un joven peruano de nombre José Matías Torres Rodríguez, se acababa de recibir como educador por la Universidad de San Marcos, en la capital limeña, cuando, convencido por ideales revolucionarios a los que se había adherido en los ámbitos académicos, decidió realizar sus prácticas en una provincia distante y olvidada. Sus padres recibieron la noticia con desagrado, pues soñaban con que su hijo adorado enseñaría en colegios de distritos como San Isidro o Miraflores, o que por lo menos tendría metas más ambiciosas que la de ser profesor en pueblo de la sierra. —Sé que tengo oportunidades para un mejor futuro presentándome a un colegio parroquial o a uno privado; sé que ganaría más dinero y me podría codear con buenas familias; pero pienso que puedo hacer una gran diferencia en la vida de nuestros niños y niñas si me voy a alguna provincia que no le interese a nadie —explicó José Matías a sus padres, a los pocos días de su graduación.
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Era una tarde de domingo, el cielo gris, desganado, apenas soplaba una pequeña brisa marina con garúa adefesiera sobre la casa de los Torres, pero lo suficiente para despertar el olor a moho impregnado en ropa y paredes, y causar un cosquilleo conocido en la garganta de la mamá del recién licenciado. —Te vas a congelar, hijito, no te va a gustar. ¿Quién te va a cocinar? ¿Quién te va a lavar la ropa? ¿Quién te va a tender la cama? —preguntó la mujer, tratando de convencerlo de quedarse, pues él no contaba con talentos domésticos. La irritación causada por las esporas en el aire se convirtió en una hinchazón en la garganta de la señora, que trató de componer rascándose el paladar con la lengua. —Ya me las arreglaré, mami; ya verás que todo va a salir muy bien. Y solamente serán unos cuantos añitos y luego regresaré a la capital y seguiré las metas que habíamos trazado. Es solo un pequeño desvío, pero tengo que hacerlo: algo me empuja a tomar este camino ahora. —¿Y adónde vas a ir? —preguntó su padre, dándole unas palmaditas de cólera dosificada al sillón marrón con pintitas blancas donde se había sentado para escuchar el anuncio de su hijo. El café se le había enfriado y el cigarrillo se le había consumido esperándolo en la mesita auxiliar, mientras él, enfrascado en sus pensamientos, buscaba algo que pudiera decir para convencer a su hijo de quedarse en Lima. —He decidido hacer las prácticas en una escuelita de Yungay —contestó José Matías con gran orgullo. —¿Yungay? ¿Dónde queda Yungay? —preguntó su padre con desdén—. Ese lugar no está siquiera en el mapa, hijito. ¡Hazme el favor!
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—En Áncash, papi, en el Callejón de Huaylas. Mi vista va a ser el imponente nevado Huascarán. ¿Te imaginas un lugar más hermoso para vivir? Aguas cristalinas; cielos claros, azules, preciosos; nubes de algodón gordas y gruesas que parecen hechas a mano por los ángeles mismos; gente amistosa, de esa que te brinda lo que tiene y lo que no tiene sin nunca pensar en su conveniencia, de esa que ya no existe en Lima. Es el cielo en la tierra, y ahí es donde quiero enseñar por primera vez. —Por qué no te vas para Estados Unidos, a hacer una maestría. Podrías encontrarte con tu primo Jeorge, que dice que le está yendo muy bien —insistió su mamá, sirviéndole una tacita de té con galletas dulces que acababa de traer en una bandeja desde la cocina, mientras intentaba dominar la tos alérgica que se había posesionado de su garganta, haciéndola estremecerse descontroladamente en cada ataque. —No, mamá, yo quiero irme a Yungay. Estados Unidos puede ser para otro momento —contestó José Matías, dándole un mordisco a una de las galletas y llevándose la tacita de té hacia su cuarto.
José Matías era de armas tomar, y cuando se le metía una idea en la cabeza no había manera de sacársela. Así que cuando el mes de vacaciones terminó y su hijo hizo sus maletas y tomó un taxi para ir a la estación, a sus padres no les quedó más remedio que despedirse de él con lágrimas en los ojos.
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Los vecinos de Yungay recibieron al docente con algarabía. No había quien no se admirara de la suerte de recibir en la pequeña escuelita de apenas quinientos alumnos a un profesor de la capital. El alcalde en persona llegó para recogerlo de la terminal y mostrarle su nuevo recinto de trabajo. —Señor Torres, bienvenido a nuestro humilde pueblo. Hemos estado esperándolo desde que recibimos la noticia de su interés por enseñar en Yungay. Por favor, déjeme llevar su equipaje a mi automóvil, yo mismo le serviré de guía en esta oportunidad —explicó el alcalde, mientras le hacía todo tipo de reverencias al joven maestro y colocaba sus pertenencias en un Chevrolet del año que se veía bastante fuera de sitio en las alturas andinas, pues contrastaba con el ambiente rústico. El edificio donde residía la escuela era antiguo, sus paredes desteñidas mostraban garabatos con mensajes, firmas e ilustraciones diversas en un mural del recuerdo que abarcaba por lo menos un par de generaciones de alumnos. Las aulas presentaban sencillos pizarrones negros en el frente, con una estrecha y larga bandeja donde se colocaban las tizas blancas y los borradores, hechos a mano por la esposa del director con retazos de tela, los cuales debían ser repuestos constantemente, pues tendían a desaparecer. Los escritorios donde los alumnos aprendían habían visto tiempos mejores y la escuela no contaba con suficientes libros para todos, pero al amauta no le interesaba más que llenar esas cabecitas con lo mejor que él podía ofrecer: su amor y su devoción total por las letras. José Matías se instaló en la casa de doña Marianela, una viuda que ofrecía una pensión que quedaba a corta distancia del colegio y con unas comidas de chuparse los dedos. El cuartito donde viviría sus años de
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prácticas era pequeñito, con las justas entraba la cama, acompañada de una mesita de noche y un escritorio con una lamparita de querosene. —Maestro Torres, espero que le acomode esta habitación. No es a lo que usted debe estar acostumbrado, pero es lo mejorcito de Yungay —explicó la señora, ayudándolo a desempacar y colocar cada cosa en su lugar—. Ah, por cierto, no tenemos quién le lave la ropa aquí, pero le puedo conseguir a alguien del pueblo, si usted quiere. —No se preocupe, señora, que yo aquí me acomodo perfecto. ¿Me dicen que cocina muy rico? —Ay, señor Torres, ¿quién le ha dicho? —se rio, abrumada por la cortesía del jovencito. —Su fama llega hasta Lima. —Ah, bueno. La cena es a las seis y media en punto. No falte, que yo soy pensión, pero no soy hotel, y no estoy sirviendo a toda hora. —No me la pierdo —contestó cariñosamente, colocando una libretita de apuntes y un lapicero sobre la mesita de noche. —Por cierto, llega mañana de Piura una señorita que es maestra de gimnasia y música —agregó la señora, interrumpiendo el párrafo que empezaba a escribirse en la mente del profesor. —¿Ah, sí? No me diga —contestó, volteando para concentrar su atención en la señora, y no en el poema con el que había estado jugando durante el recorrido de subida hasta Yungay. —Sí, estamos con mucha suerte este año. Su nombre es Leticia, Leticia Vallerín Sarmiento. Lo veo a las seis y media, señor Torres, no me falle y traiga bastante hambre, que esta noche estoy haciendo un arrocito con pollo divino.
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Su asignación principal era enseñar literatura universal, tarea a la que entró de lleno el mismo lunes posterior a su arribo. Vestido con un terno y una corbata que estrenaba ese día, el nuevo profesor dejó la casa de doña Marianela antes de las siete de la mañana y se dirigió a pie hacia la escuela. El frío de la sierra colándose por su traje de lino veraniego lo sorprendió un poco, pues esas temperaturas no se vivían en Lima hasta mediados de junio, pero no fue suficiente para detenerlo, sino que más bien lo envolvió en una capa de energía vigorizante, que hasta le dio más gusto emprender esa corta caminata. José Matías encontró todo lo que había esperado y más en Yungay: un cielo de un azul intenso con nubes blancas, de un blanco que nunca había visto, aguas frías y cristalinas en las decenas de arroyitos y ríos aledaños, y una vista impactante de los Andes desde las lagunas de Llanganuco. La belleza del lugar inspiraba su vena poética diariamente, a la hora del almuerzo, cuando el joven maestro pasaba unos minutos meditando y contemplando cada uno de los regalos que esa vida simple le obsequiaba. Un día, mientras se encontraba en ese trance, escribiendo en su libretita libremente todo pensamiento que le venía a la mente, una mujer joven se le acercó. Llevaba puesta una falda azul de invierno, una blusa blanca de mangas largas y una chompita también azul. Estaba tiritando, pero se había sentido atraída por José Matías y las misteriosas anotaciones que le había observado hacer todos los días durante el recreo. —Señorita Leticia, ¿qué hace usted aquí afuera? —preguntó el maestro, terminando de escribir unas palabras y cerrando la libreta de apuntes.
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—Profesor Torres, ya llevamos algunas semanas enseñando aquí y me da curiosidad qué hace usted todos los días aquí afuera, solito, escribiendo en ese cuaderno que siempre lleva —contestó la profesora Vallerín. —¿Esto? ¿Curiosa, no? No es nada, solo unas cuantas palabritas sueltas que me gusta escribir en mi tiempo libre —contestó, sintiéndose sonrojar. —¿Palabritas? ¿Como apuntes de sus pensamientos o como cartas? Ya sé: cartas a su enamorada en Lima, seguro —dijo la señorita, sobándose las manos para calentarse un poquito. —¿Yo? ¿Enamorada? No, no tengo enamorada en Lima. Mi único amor son los libros, la literatura, y ahora último me he enamorado de este lugar. ¿Y usted, tiene un enamorado que la espera en Piura? —Yo no soy el tema de esta conversación. No se salga del asunto, profesor Torres. Ahora sí ya me picó la curiosidad de saber qué tanto escribe que no quiere soltar prenda. —Mire, si me acompaña a Llanganuco este sábado, le cuento qué estoy escribiendo. —¿Hasta Llanganuco? Espero que valga la pena. Y ya me despido, que la campana nos está llamando de regreso a clase. ¡Nos vemos, profe!
Leticia y José Matías se pasaron la semana pensando en su cita del sábado y cuando el día por fin llegó, partieron al alba hacia la laguna, llevándose una canastita con el almuerzo que doña Marianela les había preparado.
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Recorrieron el camino de trocha en el camión de un amigo que los condujo hasta la laguna y prometió regresar para recogerlos esa tarde. Leticia estaba ensimismada con el paisaje. —Este lugar es espectacular. Con razón te gusta tanto, con esta laguna inmensa que refleja el cielo tan nítidamente que parece que todo fuese cielo o todo fuese laguna, y este aire tan ligero, que te deja sin aliento. Nunca había visto nada como esto en mi vida —dijo Leticia, dando saltitos alrededor de José Matías, hasta que perdió el balance y cayó sobre el pasto que bordeaba la laguna. —Cuidado, no puedes estar haciendo piruetas en estas alturas, que te puede dar soroche —se rio el profesor, sentándose a su lado para ayudarla a restablecerse. —¿Esto es soroche? Uy, en verdad que te agarra fuerte. ¡Qué mal me siento! —contestó Leticia, agarrándose la cabeza. —Te debí advertir. Te voy a dar un matecito de coca para que te sientas mejor —contestó, sirviéndole de un termo que traía en la canasta. Cuando por fin Leticia se recuperó de la falta de oxígeno y prometió actuar con calma, empezaron a caminar alrededor de las lagunas de Llanganuco para disfrutar de la naturaleza, deteniéndose de cuando en cuando para gozar de la variedad de peces que nadaban felices en las aguas heladas. Llegado el mediodía, se detuvieron bajo un árbol frondoso para almorzar. —Bueno, ya vine hasta aquí contigo. Ahora te toca decirme qué hay en esa libretita —dijo Leticia, mirando hacia el morral donde José Matías cargaba sus secretos.
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—¡Qué curiosa eres! Espero que no te desilusiones cuando te enteres de qué es —contestó el maestro, abochornado por la insistencia. —Dime qué es y yo te cuento un secreto mío. —¿Un secreto tuyo? ¿Me prometes? —Sí. Dime ya, que la curiosidad me está comiendo. José Matías abrió la bolsa y sacó la libreta de apuntes. Con parsimonia la abrió y empezó a buscar entre sus hojas hasta que encontró un poema que le pareció el más presentable. —Esto no lo sabe nadie, no te rías, pero yo escribo poemas —explicó, las mejillas chaposas por el clima y el bochorno. —¿Poemas? ¡Qué romántico! Me parece lindo. ¿Me lees uno? —aplaudió Leticia con voz cantarina. —Uno, bueno, te leo uno —contestó José Matías, sintiendo desaparecer la calentura. La vista: magnífica El agua: serena y cristalina El aire: fresco, haciéndome cosquillas Todos me recuerdan que soy un ser humano Que vibra Que llora Que siente Todos me recuerdan que soy un ser humano Que al verte no se arrepiente De sentir De vibrar De llorar De, en un solitario magnífico momento infinito, soñar Contigo, mi vida, mi ser, mi eternidad En tus ojos, mi futuro, soñar
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Música y letras Unión perfecta Unión celestial Soñar que en tus brazos me pongo a soñar. Se pasaron la tarde leyendo poemas y contándose historias. José Matías le contó completas su infancia y juventud, creciendo en Lima, hijo único, y cómo sus padres no estaban muy contentos de que hubiese querido ser maestro, y menos de que escogiera venir a Yungay para hacer sus prácticas. Leticia le reveló que su sueño era ser cantante, pero que no había tenido la buenaventura de nacer con bonita voz y que por eso había aprendido a tocar instrumentos musicales y se había dedicado a enseñarles a tocar a otros. Mientras Leticia hablaba, José Matías no podía dejar de pensar en lo atraído que se sentía por esa piuranita de tez canela, cabello negro azabache, largo y ensortijado, que se agitaba libre en el viento, gozando de cada caricia que la brisa le brindaba, y ojos marrones y almendrados, bellísimos y puros, llenos de inocencia, como si en ellos encontrara perfecta conexión con todo lo auténtico, real y hermoso que hay en el espíritu humano. Sentado frente a ella, no le cabía la menor duda de que aquello iba más allá de la atracción física, más bien sentía que se había forjado un lazo por el cual nunca se podrían separar. Leticia lo tenía embelesado con su belleza exterior e interior. Había encontrado lo que muchos describen como su «alma gemela». Décadas después, don José Matías comentaría que ese preciso instante de felicidad, compartiendo sus inquietudes juveniles con la mujer y el lugar más hermo-
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sos que había visto en su vida, fue determinante para el resto de sus días. Leticia Vallerín Sarmiento se convirtió, en las historias familiares que se contarían en tantas sobremesas, en la piuranita que le robó el corazón ese día en la laguna.
Lo cierto es que los dos profesores se hicieron inseparables desde ese día en Llanganuco. Un romántico empedernido, José Matías no quería declarar su amor hasta haber cortejado a la señorita Leticia como todo un caballero debe hacer, y no le faltaron momentos y motivos para enamorarla con paciencia, dosis diarias de poemas y visitas a lugares remotos con los clásicos de la literatura universal. La hora del almuerzo en la escuelita, que José Matías dedicaba antes a su poesía, se transformó en un estrado para que la pareja soñara con la plenitud que solamente el amor más puro podía brindar. Al ver a sus maestros retirarse diariamente hacia las mesitas de la parte de atrás de la escuela, cerca de una arboleda que colindaba con una granja de pollos, los estudiantes empezaron a espiarlos y poco a poco se fueron pasando la voz de que el profesor Torres y la profesora Vallerín dedicaban toda una hora, todos los días, a leer y conversar acerca de lo que habían leído. En poco tiempo no eran solamente los alumnos los que venían a sentarse cerca para escuchar también las lecturas, sino que muchos pobladores de Yungay se daban cita cada mediodía para tomarse un descanso, almorzar y disfrutar de esa puerta al mundo que los profesores habían abierto.
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Un día era un poema de Gustavo Adolfo Bécquer, al otro un cuento de Charles Dickens o una tradición de Ricardo Palma, o una historia de Gabriel García Márquez o de Marie Louise Alcott. Todos fueron invitados a darse el encuentro durante el recreo en la escuelita de Yungay. Los sábados, Leticia tomaba la batuta de las actividades y organizaba presentaciones del coro o conciertos al aire libre de los alumnos que, bajo su tutelaje, estaban aprendiendo a tocar los instrumentos que tenían a mano. De vez en cuando, los dos cooperaban, convirtiendo un poema de José Matías en canción y haciendo que los alumnos la aprendieran para cantarla ante los padres de familia durante eventos especiales. Viviendo y trabajando juntos, la relación de la joven pareja evolucionó con rapidez, hasta que, una mañana de primavera, José Matías decidió que había sido lo suficientemente diligente en sus avances amorosos como para decirle a Leticia que ella era el amor de su vida. —Leticia, hemos estado juntos por corto tiempo, lo sé, pero en estos meses me he dado cuenta de que no puedo vivir sin ti; que pierdo mi compás, mi sentido, si tú no estás cerca; que los momentos sin ti parecen un desierto en el que me siento ahogado en un mar de nada, de ausencia, de carencia... Lo que quiero decir es que sin ti, mi existir estaría marcado por horas que pasan burlándose de mí en soledad, mustio y marchito, apenas musitando un monólogo eterno bajo un sol que únicamente me calienta por fuera, pero no hace nada por mi alma. Sin ti, Leticia, mi piuranita hermosa, la que trae música a mis oídos y levanta mi espíritu con solo una sonrisa, sin ti yo no soy nada —expresó José Matías, declamando de un porrazo, como para no perder la valentía a medio camino, u olvidarse de las palabras tan sentidas que había memorizado.
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—Yo también me siento muy cerca de ti, JoMa —así lo llamaba ella—, pero, aunque todo lo que has dicho está precioso y deberías asegurarte de escribirlo en tu poemario, la verdad, mi cariño, no entiendo qué quieres decir —contestó Leticia, encandilada por las palabras de José Matías. —Perdóname, mi princesa canela, pero lo que quiero decir, en palabras más sencillas, es: ¿me harías el honor de casarte conmigo? —contestó José Matías, arrodillándose y presentándole un anillo con un diamantito que con las justas se veía en el centro de la joya que había mandado traer de Lima. —¡JoMa, me sorprendes! ¿Estás seguro? Somos jóvenes y recién estamos haciendo nuestras prácticas. ¿Qué va a decir tu mamá? ¿Qué va a decir mi papá? —No importa qué dirá nadie, lo que importa es lo que vas a decir tú —contestó, mirándola fijamente a los ojos, rogando por dentro no haberse equivocado. —Sí. Mi respuesta es sí, sí, sí, mil veces sí —contestó Leticia, estirando la mano y el dedo anular para que le colocara el anillo.
Leticia y José Matías contrajeron nupcias en una bellísima, sencilla, ceremonia bajo el árbol de su primera excursión, junto a las lagunas de Llanganuco. Todo el pueblo acudió esa tarde de sábado para bendecir la unión, junto con las familias que, contra de sus deseos y los sueños que habían delineado para sus hijos, vinieron de Lima y Piura, y a regañadientes fueron testigos de la boda de estos jovencitos que habían decidido casarse mucho antes de lo que los cánones sociales especificaban.
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Poco después de la boda, la gente del pueblo se reunió, sin invitar a los recién casados, para discutir un asunto de tremenda importancia. —Señores y señoras, miembros del concejo de la alcaldía, padre Alberto, como ustedes saben, el profesor Torres y la señorita Leticia, perdón, la maestra Vallerín de Torres, son muy queridos en este pueblo. Ambos nos han traído alegría y, a través de la literatura y la música, nos han abierto los ojos a lo que este mundo nos puede ofrecer. Muchos de nuestros hijos están interesados en profesiones fuera de la pobreza de esta zona, muchos desean ir a la universidad, estudiar para ser como Leti y JoMa. Y no hay quien no se haya dado cuenta de que su hijo se interesa ahora en escribir bonito. Estos profesores nos han dado tanto, y ahora quiero proponer que nosotros les demos algo a ellos. Como ustedes saben, esta parejita se casó y no se tomó un descansito para una luna de miel. Esto no está bien. ¡Así que lo que queremos proponer es una colecta para darles las vacaciones que se merecen! —propuso el alcalde de Yungay. —¿Pero cómo? ¿Adónde los podríamos mandar? —preguntó uno de los vecinos. —Hemos calculado que entre todos podríamos recaudar unos cuantos miles de dólares para darles unas vacaciones pagadas en Disneylandia, ¡el lugar más feliz del mundo! —¿Y cómo se supone que vamos a juntar tanto dinero? Por si no se ha dado cuenta, este es uno de los pueblos más pobres de la zona —resondró una anciana. —Ah, es que tenemos un plan y creo que les va a gustar. Primero, pasamos el sombrero y entre todos ponemos una porción. La segunda parte de nuestro plan no es ortodoxa, y por favor no vayan corriendo a contársela a sus amigos en el palacio presidencial en Lima: sacare-
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mos un porcentaje de los impuestos recabados sobre ventas y otras cositas, y así, poquito a poco, para que nadie se dé cuenta en el gobierno, vamos a juntar el dinerito para enviar a estos tórtolos a hacer sus cositas como Dios manda —contestó el alcalde, bajando la voz, preocupado de que alguien escuchase lo que había tramado.
A los pocos meses, el pueblo entero llegó para despedirse de la parejita que partía rumbo a Estados Unidos. En una gran fiesta coronaron a José Matías y Leticia con las orejitas de Mickey Mouse, les entregaron sus boletos de avión, las reservaciones del hotel en Anaheim y hasta una modesta bolsa de viaje. El alcalde dijo unas palabras, doña Marianela les alcanzó una canasta con comida que les duraría hasta el aeropuerto de Panamá, los niños y niñas declamaron unos poemas que el profesor Torres les acababa de enseñar, y la nueva banda que la profesora Vallerín de Torres había hecho practicar todos los días a la una de la tarde les ofreció tres numeritos musicales. Al final de la fiesta, el fotógrafo del pueblo agrupó a todos en la pérgola de la Plaza de Armas de Yungay para tomar una fotografía especial. El recuerdo, una magnífica instantánea que maravilló a todos cuando mágicamente apareció en el papel brillante, fue colocado en la cartera de Leticia, junto con unos regalitos que sus estudiantes habían hecho. Para que se acuerden de nosotros en Disneylandia, les dijeron al entregárselos.
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