Lo llaman “atrasismo”

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NOTAS

Viernes 2 de julio de 2010

Más riesgo para las ballenas EMILIO J. CARDENAS

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PARA LA NACION

OCOS animales generan más simpatía que las ballenas. Año tras año, muchos argentinos se acercan a ellas cuando éstas llegan a la costa para aparearse en aguas del Golfo Nuevo. En algunos jóvenes, ese contacto directo con la naturaleza ha crecido, hasta transformarse en una suerte de liturgia. Por eso, muchos seguimos de cerca las conversaciones internacionales que tienen que ver con los esfuerzos para evitar que las ballenas se extingan, como consecuencia de la caza implacable de los balleneros japoneses, islandeses y noruegos, que hoy son los únicos que las persiguen, cazando unas 1500 al año para la alimentación y la industria farmacéutica. Aprovechan pícaramente algunos resquicios legales y, disfrazados de investigadores científicos, las terminan llevando a las mesas de unos pocos privilegiados. La reunión anual de la Comisión Ballenera Internacional –esta vez en la bucólica Agadir, en Marruecos–, a la que fueron invitados los ochenta y ocho miembros del organismo, había generado expectativa. Más que eso, preocupación, porque podía llegar a fracasar. Y así fue. Las posiciones de las partes estuvieron tan distantes que no hubo posibilidades de entendimiento alguno. La moratoria dispuesta en 1982 para proteger a las ballenas no pudo ser reemplazada por un régimen de diez años, promovido por el eficaz diplomático chileno Cristián Maquieira, presidente de la Comisión, que hubiera permitido continuar con la caza comercial, pero con límites y cupos decrecientes y bajo un estricto control.

En el Atlántico, incluidas las aguas antárticas, Japón da muerte bárbaramente a cientos de ballenas cada año Por eso, la protección a las ballenas está ahora en serio peligro. La caza de la ballena incluye, recordemos, a las aguas antárticas, en las que Japón da muerte bárbaramente a cientos de ballenas cada año. Ese país, intransigente, no quiso acordar un límite a esas actividades balleneras y, menos aún, suscribir un eventual proceso que, en el tiempo, pueda llegar a prohibir la caza. Y las conversaciones por ende naufragaron. Mientras tanto, Australia está demandando formalmente a Japón ante la Corte Internacional de Justicia para evitar que la caza de las ballenas incluya las aguas del océano en torno de la Antártida, a las que pretende transformar en santuario para los cetáceos. La Argentina, que presentó una nueva propuesta en Agadir para que se cree un santuario ballenero austral, debería considerar unirse a ese esfuerzo judicial, sumándose al reclamo y procurando incluir en el mismo a las aguas del Atlántico Sur. Japón, por su parte, no cede en sus pretensiones y ha sido formalmente acusada por un conocido diario británico de comprar los votos de algunos pequeños Estados que pertenecen a la Comisión, para así asegurarse de que las propuestas conservacionistas no se aprueben. Lo que Japón ha negado. Lo sucedido pone ciertamente a la protección de la ballena en clara zona de riesgo. Y hoy más que nunca. © LA NACION

El autor fue embajador argentino ante la ONU

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LA IDEOLOGIA QUE, EN LUGAR DE ASPIRAR AL PROGRESO, IMPULSA HACIA EL ATRASO

Lo llaman “atrasismo” MARCOS AGUINIS PARA LA NACION

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ESDE España, el escritor Horacio Vázquez-Rial nos provee de una palabra develadora que acaba de acuñar: “atrasismo”. Se refiere a una potente ideología, infiltrada en los espacios de la izquierda (o llamada izquierda), que en lugar de querer un avance hacia el progreso, impulsa hacia el atraso. Es cierto que ama a los pobres y marginados, pero no los ayuda a superar la miseria. Por el contrario, la miseria de franjas cada vez más grandes es celebrada como una victoria. Vázquez-Rial cita a Carlos Alberto Montaner, quien describió a los miembros de esta filiación absurda como “gentes que, paradójicamente, admiran el modelo de desarrollo de los pueblos que menos progresan”. Aparecen los ejemplos de Venezuela, Bolivia y Cuba, entre otros. En vez de apuntar hacia el mañana, se atornillan a un ultraconservadurismo empobrecedor que les impide avanzar. Un líder indigenista boliviano confesó que “nuestro futuro es nuestro pasado”. Terrible. Porque el derecho a cultivar la hermosa identidad indígena y los valores que ella contiene son distorsionados hacia una dirección autodestructiva. En lugar de ponerse al día, para que esos factores sean dinámicos y productivos en el presente, aspiran a quedarse atados a las tumbas. Es tan ridículo como si los egipcios pretendieran vivir en los tiempos de los faraones y los italianos en los de César Augusto. La solidaridad con los que sufren privaciones no es acompañada por un análisis profundo de sus causas, como lo hicieron grandes pensadores y estudiosos, entre los que incluyo, claro, a Karl Marx. No. Se manejan con esquemas que no miran las evidencias de los cambios en el mundo. Esos esquemas fueron útiles y acertados tiempo atrás. Por ejemplo, el proletariado, que adquirió luminosidad mesiánica porque era la clase social que redimiría a todos los hombres, ya no existe o no existe con las características del siglo XIX. Sólo mencionarlo es una antigüedad. Otras categorías e instituciones siguen su mismo destino. El capitalismo tampoco es igual al descripto por los clásicos y ya se duda si el nombre es suficientemente abarcativo de sus proteiformes rasgos. Sin embargo, el “atrasismo” lo ve como el claro enemigo número uno. Y todo lo que pueda destruirlo es apoyado con alegría. Por eso, algunos fracasos de este sistema (crisis financiera, perseverancia de la pobreza, castigo de la desocupación, desigualdad insolente y otros flagelos) son voceados como victorias. Hasta se desea que haya más crisis, pobreza, desocupación y desigualdad. Cuanto peor, mejor. Se ansía que el capitalismo caiga en ruinas. Pero ¿con qué reemplazo? ¿Cuál socialismo o cuál comunismo es inmune al fracaso y garantiza el Edén? No se mira lejos. Sólo se quiere la descomposición y la caída del capitalismo. Este anhelo se vigorizó con el indigerible fracaso de las experiencias estalinista, maoísta, castrista y guerrillera. El deseo de muchos Vietnam expresado con sinceridad tanática por el Che no se ha cumplido. Algunos reemplazan esa catástrofe (con antifaces de cierta respetabilidad) por el terrorismo islámico. No hay que ser muy agudo para descubrir estalinistas, maoístas y castristas entre quienes aparentan defender ahora la democracia y, de un modo artero, esquivan la mirada y el discurso ante el avance de los talibanes y la persistencia de muchas dictaduras. El “atrasismo” tiene hondas raíces. Proviene de los tiempos en que comenzó la esclavitud entre los seres humanos. Una persona encadenada a otra y obligada a producirle riquezas de modo forzado no podía dejar de anhelar quemárselas. Su primera aspiración era sabotearlo, herirlo y asesinarlo. Luego quitarle lo que tenía. Esto se mantuvo e incrementó a lo largo

de milenios. Las crónicas y la literatura ofrecen infinitos testimonios. La epopeya radicaba en asesinar al tirano, no en narrar cómo el oprimido luego se dedicaba a crear su propia riqueza. Esto último es aburrido y no estremece. Estremece demoler al opresor. En la misma línea va la saga de Robin Hood: quitar al que tiene. La distribución alegra, pero no estimula a seguir produciendo, de esto no se habla. Una línea semejante cursa el tema de la plusvalía. Cuando Marx la estudió, no tuvo a su alcance las pruebas de que la riqueza también se produce sin robo. Después Lenin desarrolló el concepto del imperialismo mediante el traslado de la plusvalía a países enteros saqueados por una potencia. Pero resulta que ahora existen individuos y países que han prosperado de una forma asombrosa sin atracar ni colonizar a nadie. ¿Entonces? También abunda la tendencia a culpar de los fracasos a factores externos. Buscar un chivo expiatorio es muy frecuente. A nivel global ahora el chivo expiatorio, según la oportunidad, se llama capitalismo, FMI, imperialismo, Israel, liberalismo, etcétera. En la Argentina y Venezuela sus gobiernos añaden a la prensa independiente. Son los culpables. Los malditos culpables. Los que hay que erradicar para que el mundo funcione mejor. ¿Funcionará mejor? En el “atrasismo” se confunden las cosas. Ha incorporado racionalizaciones y clichés que pretenden justificar errores graves. Incluso se ha llegado a invertir el objetivo inicial de la izquierda. En efecto, en su origen la izquierda fue libertaria, crítica, no aceptaba dictaduras, ni cercenamiento de los derechos individuales, ni quedarse en la pobreza. El objetivo máximo era llegar a que hubiese tanta abundancia para que “cada uno dé según su necesidad y cada uno produzca según su capacidad”. Se deseaba

la riqueza. Sin coerciones. Sin tiranías. Sin envidia ni rencor. El paraíso. Pero esto fue distorsionado tras la Revolución Francesa misma, que impuso el terror para liquidar a los antiguos dueños, devoró sucesivas capas de revolucionarios y desembocó en la dictadura napoleónica. La segunda gran distorsión de la izquierda, cuyas consecuencias duran hasta el presente, ocurrió tras la Revolución Rusa. Cayó en la tragedia de otra dictadura, esta vez “en nombre” del proletariado. Gulags, genocidio, purgas, regresión artística, antisemitismo, cercenamiento de los derechos individuales, silencio de la prensa, censura en todos los campos de la actividad humana, abominación de la democracia y degüello

En Gaza se practica el “atrasismo” en plenitud. No se construyen centros turísticos ni aprovechan las bellezas del mar de la libertad. Ese modelo “progresista” fue reproducido por Mao, Pol Pot y otros regímenes. Todos ellos generaron atraso económico, político y social. Pero sus fanáticos no lo quieren reconocer. Inventan argumentos risueños para mantener la ilusión. Ninguno de ellos consiguió desarrollos excepcionales, a lo sumo efectuó plagios del capitalismo horrible. Un ejemplo perfecto de “atrasismo” lo ofrece ahora la Franja de Gaza. Empecemos por reconocer la legitimidad de sus habitantes por conseguir la autodeterminación porque nunca, nunca desde los tiempos de los filisteos, habían gozado de entera libertad. Después del mandato británico

cayeron bajo dominio egipcio por dos décadas. En ese período no se les facilitó la autonomía ni el progreso, sino que se los utilizó para hostilizar a las poblaciones civiles de Israel. Aumentó la pobreza y no se permitió que los refugiados de la guerra se integrasen al mercado. Luego cayeron bajo el control israelí. Tras varias décadas de una convivencia aceptable, que incluía trabajo para cientos de miles en la misma Israel y los beneficios de sus hospitales, universidades, provisión de insumos y comercio bilateral, surgieron los antagonismos. Unos diez mil israelíes construyeron en ese territorio varios asentamientos que lograron un despliegue alucinante, porque hasta exportaron flores a Holanda y quesos a Suiza. ¡Desde la Franja de Gaza! Los reclamos de terminar con la ocupación israelí, sin embargo, hicieron que un duro como Ariel Sharon decidiese retirar todas sus fuerzas e incluso sacar de los pelos y las orejas a los colonos judíos. Gaza se convirtió en un territorio Judenrein (limpio de judíos). Terminó la ocupación, a la que se le echaba la culpa de todos los males. Sharon tuvo la esperanza que de ahí nacería un significativo avance hacia la paz. Pero Gaza no se convirtió en la piedra basal de un Estado palestino fraterno y progresista, sino en la plataforma de lanzamientos de inclementes misiles. Hace poco visité Sderot, cerca de la frontera, y vi una cantidad impresionante de esos misiles, disparados contra centros comerciales, hospitales y escuelas. Vi también los búnkeres donde huyen a refugiarse cada vez que suena la alarma. Del lado de Gaza, en cambio, no hay refugios porque usan de escudo humano a la población. Si mueren muchos, mayor será su éxito mediático. Advertí que en Gaza se practica el “atrasismo” en plenitud. No se construyen centros turísticos, ni aprovechan las bellezas del mar, ni los descubrimientos arqueológicos, ni las fértiles huertas y granjas que habían construido los israelíes, ni se marcha hacia una producción que lleve a la prosperidad del pueblo. Al contrario, se gastan millones de dólares en misiles y en demostraciones estériles. En aumentar el atraso. Antes de que Hamas tomase el control, no había “crisis humanitaria”. La crisis fue creada por el gobierno fundamentalista, precisamente, luego de rebelarse contra la Autoridad Palestina y asesinar a un centenar y medio de sus funcionarios. No acepta la solución de dos Estados (uno judío y otro árabe) porque sólo quiere la destrucción del envidiado y exitoso Israel. Su objetivo es destruir, no construir. Echan la culpa al otro e invocan el bloqueo, olvidando por qué nació. Antes de que empezaran a disparar su lluvia de misiles no había bloqueo alguno. Incluso en las actuales circunstancias ingresan a diario en la Franja de Gaza camiones con toneladas de insumos israelíes, que incluyen alimentos, vacunas y artículos medicinales. Muchísimo más de lo que podría aportar la más nutrida flota extranjera. He visto también a numerosos habitantes de Gaza en los hospitales israelíes. La aún parcialmente ocupada Cisjordania, por el contrario, dejó de enviar criminales suicidas y se dedica a progresar en serio. Por haber disminuido la corrupción y dejar de llamar a la guerra, su crecimiento llegará este año ¡al 10%! Ahí comienzan a ponerse las bases de un brillante Estado palestino. Pese a estos datos, el “atrasismo” de Gaza convoca más simpatías. Y estas simpatías sabotean el progreso, eternizan al atraso. Quienes de verdad aman a los palestinos deberían exaltar el modelo de Cisjordania y condenar el de Gaza. No es fácil, sin embargo, desprenderse de la confusión que el “atrasismo” genera. Es una diabólica trampa de la que ni siquiera pueden liberarse muchas mentes lúcidas. © LA NACION

El fútbol y el soccer EDGARDO KREBS PARA LA NACION

WASHINGTON UNCA falla: todo viaje en taxi se convierte en una conversación no buscada sobre fútbol. No ahora, en pleno tobogán de la Copa del Mundo. Siempre. Yo descubro que el taxista es de Nigeria, Mali, Burkina Faso, Somalia, Sudán, Sri Lanka, Rusia, Eritrea, el Líbano, pero apenas confieso mi nacionalidad me convierto en un interlocutor válido, el viaje cambia y lo único que les interesa es el fútbol. Dos veces en menos de un mes tuve que apaciguar a un excitado, indignado eritreo que, sin mirar el tránsito, con la cabeza totalmente vuelta hacia mí, insistía en demandarme: “¿Por qué lo pusieron a Maradona? ¿Por qué? ¿Por qué lo pusieron a Maradona?”. Para este fanático, Maradona había sido un gran jugador, “un rey, un dios”. Ahora –insistía, sin dejar dudas sobre su furia– es a great looser, un gran perdedor. Lo que le importaba a este gourmet era la posibilidad de quedarse pronto sin ver buen fútbol. Uno de sus equipos predilectos es el argentino, y Maradona se le aparecía como el descontrol capaz de arruinarle la fiesta. Descubro también que el común denominador de este interés casi univer-

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sal por el fútbol es lírico. A todos mis ocasionales taxistas, urbi et orbi, más que la nacionalidad les interesa el juego bonito. “El espacio del juego y el espacio del pensamiento –decía el filósofo Eugen Rosentock-Huessy– son los dos teatros de la libertad.” Cualquiera que haya practicado el deporte sabe que en algún iluminado momento el lenguaje del cuerpo y el de la

Hasta ahora, los comentarios que suscita el fútbol en los EE.UU. fueron mayoritariamente despectivos y burlones imaginación serán indivisibles. Aunque fugaz, es el momento que cuenta, culminante y liberador. Los griegos clásicos usaban el término “ataraxia” para aludir a ese estado armónico, regalo divino a los atletas olímpicos y norte de los epicúreos y los estoicos. En el terreno más modesto del potrero o el estadio, para atinar con las movidas precisas que cruzan a la otra orilla ayuda ser osado, insolente, “cara

sucia” y “loco.” Y el espectador de fútbol (conocedor, feligrés tranquilo o patológico) sabe cuándo esa barrera es rota, y por eso, sobre todo, es “hincha”. No en los Estados Unidos. Los comentarios y actitudes que suscita el fútbol, especialmente en la hora pico de un mundial, son mayoritariamente despectivos y burlones. A menudo, xenófobos y homofóbicos. Para el notorio comentarista de radio Gordon Libby –notorio porque fue uno de los “plomeros de Watergate”–, el fútbol fue inventado por indígenas sudamericanos, que usaban las cabezas de sus enemigos como pelota (no da fuentes). La cadena de noticias satíricas Onion News armó un largo y laborioso segmento cuya gracia derivaba de comentar una supuesta noticia de la FIFA que anunciaba oficialmente que el fútbol es un deporte gay. Hace años solía jugar picados en el campus de una universidad norteamericana. Cuando aparecía el equipo de fútbol para practicar (el de cascos y hombreras) nos volaban de la cancha como si fuésemos hojas secas. Me sorprendía, entonces, la sumisión de mis compañeros locales. Es que ellos conocían su lugar en la taxonomía del machismo autóctono. Siempre percibido

como cercano a lo femenino, el hombre futbolero prefería irse con la pelota a otro lado antes que sufrir pesadeces de los patoteros. En cierta oportunidad, The Washington Post me publicó una reseña sobre un libro en el que analizo por qué el fútbol no es popular en los EE.UU. A los pocos días, recibí una llamada de la redacción. Había una carta para mí. La carta era de

Algunos creen que la política exterior ganaría si su modelo fuera el fluido soccer y no el choque del fútbol americano un conocido estudio de abogados. ¿Habría ofendido algún prurito nacionalista? Con cierta trepidación, abrí el sobre y no pude menos que sonreír. La carta estaba firmada por James W. Symington, ex congresista, respetable intérprete ocasional de música country, miembro de una legendaria familia política de Missouri y fanático del fútbol. Me adjuntaba un artículo que él mismo había escrito sobre el tema,

extraído de sus “largamente no leídas memorias”, en las que evocaba el “aislado esplendor” de sus años de jugador en Yale y la transparencia de un deporte en el que cada participante entra en el campo “como Dios lo ha hecho”, sin “aperos” ni armaduras, y es libre para improvisar. La política exterior norteamericana, dice, ganaría en eficacia si su modelo fuera la fluidez del soccer y no el choque del fútbol americano; la invención constante y el dinamismo de los once atletas, no el pase Hail Mary, o “bomba larga”. Por unas horas, en 1959, el senador antisegregacionista Stuart Symington (su padre) fue el compañero de fórmula de Kennedy, quien lo eligió como su vicepresidente. Siguiendo los dictados del kabuki interno del Partido Demócrata, Kennedy se sintió obligado a llamarlo también a Lyndon Johnson y ofrecerle el cargo. Era tal la incompatibilidad entre ambos, la mutua antipatía, que la única respuesta imaginable a esta formalidad ritual era un firme no. Pero, contra todo cálculo, el texano aceptó. El resto es historia. © LA NACION

El autor es argentino, antropólogo y escritor