Leer, un modo de descubrirnos

16 nov. 2011 - compus, consolas de juego, teléfonos celu- lares ..... de gestión, a tal punto que convirtió la gestión en ... El kirchnerismo es una construcción.
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OPINION

Miércoles 16 de noviembre de 2011

Un crimen en la Grecia de la crisis ¿ P U

PARA LA NACION

NA novela policial actual tiene sus ventajas. Si es buena, quizá contemple los problemas agudos del presente a través de la mirada de un detective distinto del que solemos encontrar dentro del género. Un hombre no necesariamente rudo ni adusto. Más bien maleable a su tiempo. Este tipo de personaje nos permite ingresar en el mundo desde un ángulo nuevo, amparados en alguien con olfato contemporáneo, acostumbrado a los vicios y crímenes de la época. Es lo que sucede en Millenium con Lisbeth y Mikael, quienes perfectamente podrían vivir en un barrio cercano; el mismo detective Wallander, de Mankell, tiene el aspecto de un tío jubilado y justiciero. O el inspector chino Chen Cao, filólogo y poeta, que pasaría por corrector de pruebas de una editorial de culto. El detective Kostas Jaritos está en el epicentro de la tormenta. Es un ateniense desengañado. Su creador, el escritor griego Petros Márkaris, tiene peculiares antecedentes: como miembro de la minoría armenia en Grecia, recién obtuvo la ciudadanía griega después de la caída de la Dictadura de los Coroneles, en 1974; estudió economía y realizó una elogiada traducción del Fausto, de Goethe. Con el agua al cuello, recién editada en castellano, es la última hazaña de Jaritos, metido de lleno en el descalabro financiero de su país. Desde el comienzo no sabemos si el cruento asesinato de Nikitas Zisimópulos, director del Banco Central, fue un acto de venganza personal o de justicia social. ¿Acaso el crimen puede pagar la desolación y falta de sentido ocasionadas por el desempleo? En todo caso, nunca basta con una cabeza, cuando son muchos los que la esconden o se agachan. Serán varias las víctimas. Y existe además un cartel instigador. Según el propio Jaritos, “los asesinatos y el cartel que insta a los ciudadanos a no pagar sus deudas son obra de la misma persona; el asesino no es un terrorista, es alguien que se vio perjudicado por los bancos y ahora se está vengando”. O sea, un asesino serial de banqueros en un país en bancarrota… ¡que además promueve la cancelación de las hipotecas! No en vano la novela cuenta con un epígrafe de Brecht, la célebre y ácida pregunta formulada en La ópera de los tres centavos: “¿Qué es el atraco a un banco comparado con la creación de un banco?”. Jaritos ahonda en su pesquisa: busca una definición de “préstamo” y encuentra dos acepciones que se transcriben en la mitad de la novela. La primera define al préstamo como “dinero o valor que se toma para su futura devolución con intereses”. La segunda lo considera “crédito indigno y amargoso”. El delincuente obviamente responde a la segunda y actúa en consecuencia. Jaritos piensa en voz alta: “Tanto él como Grecia se acostaron sin deuda y amanecieron con ella, y corren, por lo tanto, la misma suerte. Grecia también ha contraído un crédito indigno y amargoso con el FMI y la Unión Europea”. Como las anteriores novelas protagonizadas por el mismo detective, no faltan sentimientos. Tampoco faltan, lamentablemente, algunas “gilipolleces” propias de la traducción. © LA NACION

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UN HABITO QUE SE VA PERDIENDO EN LA ERA DEL ESPECTACULO

LIBROS EN AGENDA

SILVIA HOPENHAYN

I

Leer, un modo de descubrirnos

OR qué alguien, en pleno siglo XXI, puede querer leer literatura? ¡Hay tantas otras cosas en que ocupar el tiempo! Vivimos en la edad del espectáculo, el fisgoneo y la diversión. Tenemos teles, compus, consolas de juego, teléfonos celulares, Internet, Twitter, Facebook, Skype, películas de amor, de terror... Pantallas y pantallas y más pantallas que nos hechizan con esa facilidad que tiene la imagen para llamar nuestra atención sin pedir nada a cambio. Uno se sienta delante de la computadora, una tarde de sábado, pensando que va a mandar un solo e-mail y, sin darse cuenta, salta del correo al diario de otro país, y de ahí a YouTube, y de pronto ha pasado media hora, 50 minutos, la tarde entera, y ya es de noche y tiene la mirada ida, y no sólo no empezó el libro que había dejado sobre la mesa, sino que la disposición de ánimo para leer, para concentrarse en una riada de palabras que no son las propias, ha desaparecido por completo para ser reemplazada por otra, más similar a la de quien camina distraído por un patio de comidas que a la del nadador de fondo que se sumerge en la vida de personajes desconocidos, en la cadencia de unos versos o en la dificultad de ideas novedosas. Hace poco, el gran Philip Roth dijo que creía que dentro de 25 años casi nadie leería novelas. La entrevistadora le preguntó si no estaba exagerando, y él respondió: “No, al contrario: estoy siendo optimista. Pienso que leer novelas va a ser una cuestión de culto. Siempre va a haber gente que lea, pero será un grupo muy pequeño. En el futuro cercano, leer novelas será tan infrecuente como hoy leer poesía del siglo V”. La periodista le preguntó si lo que volvía impopulares a las novelas era el tiempo que llevaba leerlas. Y Roth respondió: “No, no tiene que ver con la longitud de una novela. Tiene que ver con la imprenta. Tiene que ver con el libro, con el objeto en sí. Leer requiere cierta clase de concentración, de devoción, de entrega. Si uno se demora más de dos semanas en leer una novela, no la ha leído. Ese tipo de concentración es cada vez más difícil de encontrar. El libro no puede competir contra todas esas pantallas”. A diferencia de ver tele, jugar un videojuego o navegar por Internet, leer no es fácil. Para qué nos vamos a engañar. La lectura exige tiempo, atención, trabajo. Y no sólo eso: para leer se necesita práctica. No basta saber leer para convertirse en lector. Cuando los niños aprenden a leer, al principio pronuncian lentamente cada letra y, cuando llegan al final de la palabra, no saben qué han dicho. Es que para que la palabra pueda entenderse debe ser leída a una velocidad determinada. Lo mismo ocurre cuando, después de leer palabras, empiezan a intentarlo con oraciones: si no las leen a la velocidad justa, cuando llegan al final ya no recuerdan qué dijeron al principio. Y lo mismo sucede cuando pasan a leer un párrafo, un capítulo, un libro entero. Por eso Roth dice que quien tarda más de dos semanas en leer una novela, no la ha leído realmente. Es decir: no ha captado su sentido, no ha nadado en ella. Leer una novela, una página hoy, otra mañana, no es leerla. Leer significa sumergirse, entregarse. Encontrar un ritmo, ni muy rápido, ni muy lento, que nos lleve a descubrir no sólo el significado de las palabras, sino, tras ellas, una forma armónica: el sentido que todas ellas juntas comunican. La trama del bordado. No es fácil aprender a leer, no es fácil leer, y no es fácil seguir haciéndolo. Creo, como Roth, que hoy es más difícil que

MORI PONSOWY PARA LA NACION

antes, que cada vez será más difícil, y que los verdaderos lectores se van a convertir en seres extraños y anacrónicos, como los filatelistas. A veces, sospecho que en el futuro habrá menos lectores que escritores. ¡Hay tanta gente deseosa de ser leída y publicada que no lee a los demás! ¿Por qué leer si podemos dedicar el tiempo a tantas otras cosas, más divertidas, más fáciles, más rápidas? En una novela maravillosa, La noche de los tiempos, del

Hay cosas que sabemos, pero que no sabemos que sabemos. Leer ayuda a descubrirlas y nos permite entender qué pensamos español Antonio Muñoz Molina, hay un niño, justo antes de que se desencadene la Guerra Civil Española, que es testigo de cosas que pasan en su casa, de la pérdida de amor de sus padres, y del caos y la violencia que se apoderan de la ciudad, pero es muy pequeño para entender y, sobre todo, para poner palabras a lo que sucede a su alrededor. A diferencia de su hermana, a la que esas cosas no perturban, el niño, Miguel, vive en un estado de alerta y conmoción. Miguel no es un personaje principal en la novela. Es el hijo del protagonista y sólo

aparece en algunas escenas. Hubo una, en especial, que me resultó muy reveladora. La familia está cenando y, de pronto, a esa hora en la que nunca suena el teléfono, alguien llama, interrumpiendo la paz doméstica. El lector descubrirá, páginas después, que quien ha llamado es la amante del padre de Miguel. Muñoz Molina escribe: “Miguel observaba e intuía sin comprender, con la inmediatez física con que se percibe la humedad o el frío [...], asombrado, casi admirado, de que su hermana no percibiera nada. [...] Si ella podía concentrarse tanto en todo lo que hacía y moverse con tanta serenidad y en línea recta era porque no la distraían ni la alarmaban los ruidos de peligro, porque le faltaban las antenas invisibles de percibir anticipadamente trastornos que él estaba siempre agitando. [...] Por eso a él le costaba tanto concentrarse: porque estaba atento a demasiadas cosas al mismo tiempo; porque adivinaba el pensamiento de los otros o intuía los cambios en sus estados de ánimo como esos barómetros que había en la escuela y que registraban con sus veloces agujas las turbulencias atmosféricas”. Miguel sabía cosas que no podía pensar, cosas para las que no tenía palabras. No eran cosas felices, ni fáciles de entender. ¿Pero qué vida es fácil de entender? ¿Qué vida es feliz, pacífica, o tranquila, todo el tiempo, siempre? ¿Qué vida no oculta secretos, pecados, dolores? Al leer esa escena, al ver a Miguel moviendo su pie bajo

la mesa sin poderlo controlar, al sentir su ansiedad de barómetro enloquecido, me di cuenta de que la literatura tiene que ver con eso. Con lo difícil. Pero no sólo con lo difícil que nos sucede, sino con lo difícilmente decible. Con aquello que, para ser dicho, primero debe ser descubierto o inventado. Con aquello que, para ser dicho, debe encontrar palabras exactísimas, y no una, ni dos, sino tantas que muchas veces forman largos poemas, historias enteras, libros inacabables. Palabras que vale la pena buscar, y que vale la pena leer, porque nombran lo que realmente importa. Eso que uno sabe, pero no sabe cómo decir. Eso que uno sabe sin saber. Eso que uno sabe, a veces, sin siquiera poderlo pensar. ¿Por qué leer? Hay miles de razones: para intentar entender el mundo; para encontrar sentido a lo que de otra manera muchas veces parece no tenerlo; para sentir que no estamos solos con algunas preguntas. Quedarse leyendo hasta las tres de la mañana sin poder soltar el libro. Despertarse y pensar, en vez de en la rutina que nos espera ese día, en qué será lo que le espera al personaje. Dejarse llevar por las palabras como se deja un árbol mecer por la brisa. Esas son algunas razones para leer. Pero, me parece, aún más importante que todos esos motivos es que leer puede ayudarnos a descubrir qué pensamos. Cuántas veces nos sucede que leemos algo, y decimos, “esto, exactamente esto, es lo que pienso”, pero hasta ese momento carecíamos de las palabras para decirlo. En el fondo, quizá, ni siquiera sabíamos que pensábamos eso. Leer ayuda a pensar, a esclarecer las ideas propias, a pulirlas y, a veces, hasta a cuestionarlas. Y entonces nos ocurre como a aquel niño de Muñoz Molina. Hay cosas que sabemos, pero que no sabemos que sabemos. Hay cosas que pensamos, pero no sabemos que pensamos. Leer ayuda a descubrirlas, pues, antes que nosotros, el escritor se tomó el trabajo de buscar lo que realmente importa en medio del desorden informe de nuestras vidas, y de encontrar las palabras exactas para desplegarlo ante nuestros ojos, iluminando detalles y matices que nos despiertan del letargo y la costumbre. Así, leer se convierte en una manera de saber quiénes somos. Una forma de dejar de ser simples miembros de una manada en la noche gris, para convertirnos en personas con nombre y apellido. Leer en serio es un modo de negarse a ser ovejas en un rebaño, ovejas que no están muy seguras de qué piensan o en qué creen –o que si lo están es porque otros se lo han dicho–, para convertirnos en individuos con rasgos peculiares, con claridad de pensamiento, con ideas propias y precisas. ¿Por qué leer? Para huir de las grandes abstracciones y las palabras grandilocuentes. A diferencia del derecho, las ciencias y la política, la buena literatura está hecha de detalles. Una rosa es una rosa es una rosa, y el amor siempre será el amor, pero no es lo mismo Anna Karenina enamorada que Emma Bovary. ¿Por qué leer? Para sumergirse en lo particular y único de cada vida. Para huir de los prejuicios de las grandes palabras. Para no ser una piedra sin nombre, un árbol anónimo. Para ser alguien, para ser distintos, para ser personas singulares, con una huella digital, vital, clara, única y precisa. ¿Por qué leer? Para descubrir quiénes somos. ¿Por qué leer? Para poder pensar. © LA NACION La autora es escritora. Su último libro es Abundancia, novela.

El kirchnerismo, inconsciente colectivo CARLOS MARCH

U

N destacado catedrático de Harvard, el brasileño Roberto Mangabeira Unger, se pregunta cómo cambiar la historia de la Argentina, “el único país que logró subdesarrollarse”. Hoy, parecería ser que este país sin remedio encontró una sociedad mayoritariamente dispuesta a tomar de su propia medicina, renovando por cuatro años una receta prescripta hace ocho. El kirchnerismo se ha convertido en un tratamiento prolongado sin medicina alternativa a la vista, en el que los opositores parecen marcas de remedio compitiendo con un genérico. Los insaciables se construyen solos y cuando ya nada les alcanza para saciar su avidez, también solos superan el síndrome de abstinencia devorándose a sí mismos. Pero no se sienten suicidas sino mesías. Poseen la certeza de que devorando al hombre alimentan el mito, tal cual lo ha demostrado quien prestó su apellido al kirchnerismo y tal cual lo sigue prolongando quien lo heredó. Los insaciables no miden el tiempo desde la eternidad del reloj, sino desde el instante del cronómetro. Y como carecen de eternidad para construir creencias individuales basadas en la consistencia entre el origen del ser y la legitimidad del hacer, saben que tienen los días contados para formar imaginarios colectivos sustentados en la relación entre lo que simboliza el hacer y la habilidad del parecer.

PARA LA NACION

Los insaciables se despiertan abriendo la agenda pública y se duermen cerrando la agenda oculta. Se duermen soñando con el poder acumulado y se despiertan pensando en el poder que aún les resta obtener. No se preocupan por la legitimidad de origen porque saben que impondrán la legitimidad de gestión. Muestran sus garras en privado, aprietan su puño en las relaciones bilaterales y sobreactúan sus caricias en público. Tienen gran habilidad para medir sus palabras, que emplean para crear sentido de realidad y cuentan con una gran precisión para exacerbar sus tonos, que utilizan para resaltar las conductas públicas que quieren imponer y para esconder los incentivos privados que no pueden revelar. No negocian, ordenan. No piden, exigen. No dialogan, monologan. No pierden, se repliegan. No se caen, se agachan para tomar impulso. Puede que cedan algún espacio, jamás poder. No participan, disputan. No se asocian, se alían. Sus vínculos no están definidos por el afecto hacia el aliado, sino por los efectos que el aliado produce en la realidad. El líder instalado, por caso el presidente en ejercicio, debe ser capaz de construir tres tipos de legitimidades: de origen, de gestión y de contraste. El kirchnerismo se vio obligado a amasar el primero en simultáneo con el segundo, y al tercero lo construyó desde la fatalidad.

La legitimidad de origen le fue negada cuando Carlos Menem desertó de la segunda vuelta en las elecciones de 2003, hecho que terminó consagrando a Néstor Kirchner como el presidente menos votado de la historia. Pero supo rápidamente, desde el ejercicio del rol, incrementar meteóricamente los porcentajes de aceptación popular y logró construir, en simultáneo, legitimidad de origen y de gestión, a tal punto que convirtió la gestión en su origen. La legitimidad por contraste llegó a partir de la muerte del propio Kirchner, lo que brindó la posibilidad, brillantemente aprovechada por el kirchnerismo, de no tener que buscar un contraste externo, sino que pudo crearlo dentro del propio espacio. Así, Cristina se vistió de viuda para despedir a su marido y dar la bienvenida a sí misma. Cuanto más recuerda a El desde la retórica, más se diferencia desde las formas. Logró distinguirse de su figura sin traicionarlo, porque al ungirlo como único, ella renunció a toda competencia. Si alguien busca apoyar un contraste a aquel kirchnerismo exacerbado y hostil, encontrará la opción en este kirchnerismo medido y amigable. En definitiva, Néstor y Cristina son dos nombres para un mismo apellido. La ideología es una cosmovisión que organiza las ideas en pos del bienestar. El kirchnerismo es una construcción

aggiornada que sabe que la sociedad define sus tendencias ya no a partir de principios –que requieren mucho tiempo para consolidarse–, sino desde estímulos, que responden a la inmediatez del golpe y efecto. Esta ideología del estímulo encuentra su expresión en la ideografía kirchnerista. La ideología es racional, intangible, rígida y pretende enamorar. La ideografía es emotiva, icónica, plástica y aspira a seducir. La ideología busca causas. La ideografía, efectos. Por eso, el kirchne-

El kirchnerismo no es una ideología que ordena ideas, sino una ideografía que visibiliza símbolos y expresa emoción rismo no es una ideología que ordena ideas, sino una ideografía que visibiliza símbolos. Mientras que la ideología es la expresión retórica de la racionalidad, la ideografía es la expresión estética de la emoción, no necesita convencer sino impregnar sentido. Y lo hace desde una receta magistral: el kirchnerismo no es la expresión del abuso de poder, sino del poder simbólico abusivo y no apunta a la dominación tiránica de la plebe, sino

a la creación tiránica de oportunidades. En definitiva, una inyección (el insaciable ánimo de poder), una radiografía (convertirse en el propio contraste) y un remedio (la ideología de la ideografía) que explican el tratamiento: mientras los diversos referentes de la oposición se concentran en medir la temperatura, el kirchnerismo se dedica a informar la sensación térmica. Santo remedio, pues los habitantes de las sociedades modernas no reclaman datos rigurosos para diagnosticar realidades, sino que viven la realidad a partir de lo que los mensajes les hacen sentir. Hace rato que el rigor fue reemplazado por la fruición. Es por eso que esta misma sociedad que en octubre pasado votó por la Presidenta, dos años antes castigó al ex presidente. Pero el kirchnerismo atendió el síntoma y comprendió a tiempo que los argentinos no están demandando al gobierno que garantice un Estado democrático, ni siquiera un Estado benefactor, sino apenas un estado de ánimo. Por eso, cuando la Presidenta arrasó en las elecciones primarias dijo que “los votos no son de nadie”. Que es otra manera de decir que los votos son y serán ya no de quien encarne la conciencia de un pueblo, sino de quien interprete el inconsciente colectivo. © LA NACION El autor es representante de la Fundación Avina en Buenos Aires. Escribió el libro Dignidad para todos