Editorial
Placeres secretos
Una pregunta muy complicada
Las herramientas de Federico Jeanmaire
POR HUGO CALIGARIS
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Cada vez se lee menos y se escribe más. Se escribe tanto y tan rápido que el escritor, como diría Macedonio Fernández, no alcanza a leer lo que va escribiendo. La aparición de un nuevo libro ya no es un acontecimiento prodigioso, sino algo habitual, porque también se publica buena parte –no, afortunadamente, todo, porque todo sería imposible– de lo escrito. ¿Por qué escribimos? ¿Escribiríamos aun si supiéramos de antemano que no vamos a tener ningún lector? ¿Escribiríamos incluso en el caso de que el presidente de la Real Academia nos pidiera que en beneficio de la lengua común no lo hiciéramos? ¿Escribiríamos aunque nos dijeran que ya no hay sitio para nuestras palabras en ninguna biblioteca del mundo ni tampoco en el sólo aparentemente infinito espacio de la Red? ¿Escribiríamos aunque supiéramos que es cierto que el año que viene se acaba el mundo? En nuestra nota de tapa, cincuenta escritores de los que importan cuentan por qué, en todo caso, escriben ellos. Es una manera de comenzar a responder una pregunta, como se ve, demasiado compleja.
Humor
Añopág. X número 180
2
viernes 21 de ENERO de 2011
Viernes 21 de enero de 2011
Buenos Aires, Argentina
POR TUTE
El escritor, ganador del Premio Emecé 2008, publicará este año una nueva novela, Fernández mata a Fernández; acá explica por qué siente tanta pasión por la carpintería
S
ospecho que la inteligencia siempre ha sido sobrevalorada. Que hay otras cosas que importan más, quiero decir. La voluntad, por ejemplo. O la perseverancia, mejor. Esto último es lo que me ha convertido en escritor. Y también en carpintero, que de eso es de lo que tratarán estas líneas. Empecé hace mucho, con un ropero y los muebles para la cocina de mi primer departamento. Seguí unos años después, construyendo una galería alrededor de una casa que supe tener en el Delta. Aunque, claro, mi obra máxima ha cumplido, hace pocos días, siete años. En aquella época, el amor por una mujer me llevó algún tiempo a Finlandia. El amor se acabó, cuestión que, lamentablemente, cada tanto me suele pasar. Pero de esa historia me quedó una novela, Vida interior, y también un sauna. Aproveché aquellos días nórdicos para observar hasta el detalle cada uno de los infinitos saunas que visitábamos y para hacer infinitas preguntas al respecto a cada finlandés que me encontraba por la calle. Al llegar hice un plano y lo construí en el jardín de mi madre, en Baradero: mi departamento del barrio de Congreso era demasiado pequeño para albergarlo. Un auténtico y tradicional sauna finlandés a leña. Hace cuatro años me mudé a un PH, en Constitución. Con terraza. Y me lo traje, por supuesto. Tuve que desarmarlo allá y volverlo a armar acá. Sin embargo, y de manera inexplicable, sobrevivió. Este verano lo tendré que arreglar; la puerta, sobre todo, que se ha arqueado por las lluvias, y una de las paredes. Me gusta. Me hace bien el trabajo con la madera. Uno tiene que concentrarse en lo que está haciendo, pensar sólo en lo que está serruchando o en el clavo que está martillando. Uno se olvida de que tiene otra vida; la vida es sólo eso, lo que tiene delante en ese preciso momento; un descuido puede ser fatal. Y eso está bien: es lo más parecido a poner el resto del mundo entre paréntesis que he conocido a lo largo de los años. Casi como escribir.
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