La soledad. No sé porque mi cabeza se empeña en recordar los ...

La soledad. No sé porque mi cabeza se empeña en recordar los peores momentos de una forma tan nítida, de una forma que me permite revivirlos de forma ...
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La soledad. No sé porque mi cabeza se empeña en recordar los peores momentos de una forma tan nítida, de una forma que me permite revivirlos de forma casi exacta, cada palabra, cada pensamiento, cada paso, cada lágrima. Uno destaca de entre todos. Creo que sé por qué, aunque me da miedo reconocerlo. Aquella mañana, de las casi diez mil mañanas que he vivido, ha sido la mas larga que puedo recordar. Tal vez efectivamente haya sido la más larga de mi vida, más larga que todas las otras. Me gusta pensar que el tiempo cambia su duración según mi estado de ánimo, como en el momento de tener un accidente, cuando los segundos se hacen eternos, cuando la vida es un parpadeo a cámara lenta. Es difícil de describir. Sólo se conoce esa sensación cuando la has vivido. Es absurdo pensar que un minuto tendrá noventa segundos simplemente porque estoy deprimido

o

porque

me

duele

el

estómago

o

porque

en

el

próximo

segundo

posiblemente moriré, pero hay tantas cosas absurdas en el mundo. Creo que efectivamente fue la mañana más larga de mi vida. Al despertar la habitación tenía otro color. Parecía haber cambiado. Las cosas no estaban donde debían de estar, parecían fuera de lugar. El paquete de hojas, tan absurdo encima de la mesa, esperando a que lo colocara en algún otro sitio. Tal vez debajo de mi vieja pluma, o entre el cenicero y la taza de café de la mañana anterior, o tímidamente bajo el pálido chorro de luz que entraba por la ventana. Esperando. Creo que la habitación había cambiado y esperaba que la pusiese en orden, estaba convencido de ello, la recordaba diferente, trémula. Aunque seguramente yo era el que era diferente. Yo era el que necesitaba ponerse en orden. Fue una mañana de sábado de Mayo del año 2007, el cielo era gris, como si se hubiese olvidado de ser azul. No corría aire. Las sábanas se me pegaban al cuerpo como plásticos. Me ahogaban. Eran frías. Tal vez era yo el que desprendía frío aquella mañana, el que se pegaba a las sábanas, el que no era capaz de ver el azul del cielo. No lo sé. Ella se había ido y yo estaba solo en mi cama y en la radio sonaba una canción. Olvidé quitar el radio despertador la noche anterior. Nunca me acuerdo de quitarlo. La música retumbaba en mi cabeza y no la conocía, pero tenía la sensación de haberla escuchado antes. Es extraña esa sensación de conocer algo pero no saber por qué. Creo que era una canción antigua, mejor dicho, vieja. Siempre escucho música vieja en la radio, música pasada de moda. Tenía resaca, aunque no recordaba haber bebido la noche anterior. Ojalá hubiese bebido hasta reventar. Debería de haberlo hecho. Entonces todo tendría algún sentido. Ella se había ido. Eso es todo. No quedaba nada más que aquella canción sin título, aquellas sábanas frías y un cielo grisáceo, y la sensación de que algo había cambiado. Sentí miedo. Miedo a estar solo. Miedo a no querer estar solo.

Miedo a no saber estar sólo. A volverme viejo de la noche a la mañana. Recordaba las últimas palabras que me dirigió: “Yo no temo estar sola”. Estaba preciosa mientras decía aquello. Con una camiseta negra, sin mangas. Siempre pensé que el negro era su color, contrastando con su piel, casi blanca. La recuerdo diciendo aquello con la determinación de los insensatos que creen en lo que ellos mismos dicen. Yo también la creí. No temía estar sola, pensé. También recordaba que me había dicho que había encontrado a alguien nuevo. Bendita contradicción pensé. Fue la única sonrisa que salió de mi aquella mañana. Me senté a escribir una carta. Lo recuerdo perfectamente. Suelo hacerlo cuando no sé que hacer. Aquella carta no tenia sentido, ni destino. Sin embargo es una forma de olvidar lo que siento, al transmitirlo al papel. Terapia lo llaman algunos. No pude escribir ni una sola palabra; estaba vacío. Solo y vacío como nunca había estado antes. Quise sentir rencor, pero tampoco pude. Estuve toda la mañana delante de aquel maldito papel que no se dejaba escribir. Impotente. Humedeciéndolo con lágrimas. Demasiado blanco para mancharle. Creo que aquella lenta mañana sentí por primera vez la soledad encima de mí. La soledad del que no quiere estar solo. La peor de las soledades. ___