Albert Mathiez
La Revolución francesa
El Cocodrilo Lector.
El Cocodrilo Lector Historia LA REVOLUCIÓN FRANCESA De ALBERT MATHIEZ (Haute Saône, 1874 – París, 1932) Libro impreso fuente: EDITORIAL LABOR S.A. Biblioteca de Iniciación Cultural 1ª edición en español (en dos tomos), 1935 Edición original en francés: La Révolution française (jusqu’au 9 Thermidor), París, Armand Colin, 1922-1924 Traducción de Rafael Gallego Díaz Esta edición: diciembre, 2009
ADVERTENCIA GENERAL
Aunque de esta obra se ha suprimido voluntariamente –por la clase de público a que va dirigida– todo aparato de erudición, no quiere ello decir que se haya prescindido de ponerla a tono con los últimos descubrimientos científicos. Los especialistas han de ver, al menos así lo esperamos, que ella se basa en extensa documentación, a veces hasta inédita, y que la interpretación de la misma se ha llevado a cabo con una crítica independiente. La erudición es una cosa y la Historia es otra. Aquélla investiga y reúne los testimonios del pasado, estudiándolos uno a uno y enfrentándolos para que de ello surja la verdad. La Historia reconstituye y expone. La erudición es análisis. La Historia, síntesis. En la ocasión presente hemos intentado hacer obra de historiador, es decir, que hemos querido trazar un cuadro, tan exacto, tan claro y tan animado como nos ha sido posible, de lo que fue la Revolución francesa en sus diversos aspectos. Ante todo hemos procurado poner en claro el encadenamiento de los hechos, ex-
plicándolos por los modos de pensar de la época y por el juego de los intereses y de las fuerzas en cada momento concurrentes, sin despreciar los factores individuales en todos aquellos casos en que hemos podido contrastar su acción. Los límites que se nos habían impuesto no nos permitían decirlo todo. Veníamos obligados a realizar una selección de sucesos. Esperamos no haber dejado en olvido nada de lo esencial.
CAPÍTULO I LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN
Las revoluciones, las verdaderas, aquellas que no se limitan a cambiar las formas políticas y el personal gobernante, sino que transforman las instituciones y desplazan la propiedad, tienen una larga y oculta gestación antes de surgir a plena luz al conjuro de cualesquiera circunstancias fortuitas. La Revolución francesa, que sorprende, por su irresistible instantaneidad, tanto a los que fueron sus autores y beneficiarios como a los que resultaron sus víctimas, se estuvo preparando por más de un siglo. Surgió del divorcio, cada día más profundo, entre la realidad y las leyes, entre las instituciones y las costumbres, entre la letra y el espíritu. Los productores, sobre los que reposaba la vida de la sociedad, acrecentaban cada día su poder; pero el trabajo, si nos atenemos a los términos de la legislación, continuaba siendo una tara de vileza. Se era noble en la misma medida que se era inútil. El nacimiento y la ociosidad conferían privilegios cada vez más irritantes, para los que creaban y, realmente, poseían la riqueza.
En teoría, el monarca, representante de Dios sobre la tierra, gozaba de poder absoluto. Su voluntad era la ley. Lex Rex. En la realidad no lograba hacerse obedecer ni aun de sus funcionarios inmediatos. Mandaba tan suavemente que parecía ser el primero en dudar de sus derechos. Por encima de él se cernía un poder nuevo y anónimo, la opinión, que iba trastrocando el orden establecido en los respetos humanos. El viejo sistema feudal reposaba esencialmente sobre la propiedad territorial. El señor confundía en su persona los derechos del propietario y las funciones del administrador, del juez y del jefe militar. Pero, desde hacía ya mucho tiempo, el señor había perdido sobre sus tierras todas las funciones públicas, que habían pasado a los agentes del rey. La servidumbre había desaparecido de casi todo el territorio. Sólo en algunos dominios eclesiásticos del Jura, de Nevers, de la Borgoña, quedaban personas sujetas a la mano muerta. La gleba, casi enteramente emancipada, sólo permanecía unida al señor por el entonces bien débil lazo de las rentas feudales, cuyo mantenimiento no podía justificarse ya como retribución a los servicios prestados. Las rentas feudales, especie de arrendamientos perpetuos, percibidas bien en especie –terrazgos– bien en
dinero –censos–, apenas si producían a los señores una centena de millones por año, suma poco importante en relación con la disminución constante del poder adquisitivo del dinero. Fijadas de una vez para siempre, hacía ya siglos, en el momento de la supresión de la servidumbre, lo fueron con arreglo a una tasa invariable, en tanto que el precio de las cosas había ido subiendo sin cesar. Los señores desprovistos de empleo, sacaban, sin embargo, la parte más importante de sus recursos de las propiedades que se reservaron como de su peculiar dominio y que explotaban directamente o por medio de sus intendentes. Los mayorazgos amparaban y hacían persistir el patrimonio de los llamados herederos del nombre, pero, a su vez, hacían que los segundones que no lograban encontrar puesto en la milicia o en la Iglesia, se vieran reducidos a cuotas ínfimas que bien pronto eran insuficientes para poder vivir. En la primera generación se dividían el tercio de la herencia paterna, a la segunda el tercio de este tercio y así a través de los tiempos. Reducidos a la penuria vense obligados, para poder subsistir, a vender sus derechos de justicia, sus censos, sus terrazgos, sus tierras, pero no piensan en trabajar: pasan por todo, todo, menos lo que ellos entienden
«humillarse». Una verdadera plebe nobiliaria, muy numerosa en ciertas provincias, como Bretaña, Poitou, Boulogne-sur-Mer, llegó a formarse. Vegetaba ensombrecida en sus modestas y cuarteadas casas solariegas. Detestaba a la alta nobleza, poseedora de los empleos de la corte. Despreciaba y envidiaba a la burguesía de las poblaciones que progresaba y se hacía rica en el ejercicio del comercio y de la industria. Defendía con aspereza sus últimas inmunidades fiscales contra los ataques de los agentes del rey. Se hacía tanto más arrogante cuanto era más pobre y menos poderosa. Excluida la baja nobleza de todo poder político y administrativo desde que el absolutismo monárquico tomó carta de naturaleza con Richelieu y Luis XIV, los hidalgos de gotera llegaron, con frecuencia, a ser odiados por los campesinos, ya que aquéllos, para poder vivir, hubieron de aumentar sus exigencias respecto al cobro de las rentas que les correspondían. La administración de la justicia en los asuntos de pequeña importancia, último vestigio que les queda de su antiguo poder, se convierte, en manos de sus mal pagados jueces, en un odioso instrumento fiscal. Se sirven de tal medio para apoderarse especialmente de los bienes comunales, cuyo tercio reivindican en nombre del derecho de
elección. La cabra del pobre, desaparecidos los bienes comunales, no encuentra en dónde pastar, y las quejas de los desposeídos se hacen cada vez más acres. La pequeña nobleza, a pesar del reparto en su provecho de las propiedades del común de vecinos, se juzga sacrificada. En la primera ocasión manifestará su descontento. En lo por venir será un elemento propicio al desorden. En apariencia la alta nobleza –sobre todo las 4.000 familias que se decían «presentadas»– que pulula cerca de la corte, que caza con el rey y monta en sus carrozas, no tiene derecho a quejarse de su suerte. Dichas familias se reparten los 33 millones a que ascienden los sueldos de los cargos en las casas del rey y de los príncipes, los 26 millones de las pensiones que, en macizas columnas, se alinean en el gran Libro rojo, los 46 millones a que montan las soldadas de los 12.000 oficiales del Ejército y que absorben más de la mitad del presupuesto militar; todos los millones, en fin, de las innumerables sinecuras, tales como gobernadores de las provincias y otros puestos semejantes. Obtienen en su provecho más de un cuarto del presupuesto total. También recaen en miembros de estas familias las ricas abadías que el rey distribuye entre sus hijos segundo-
nes, tonsurados muchos de ellos a los doce años. En 1789 ni uno solo de los 143 obispos existentes dejaba de ser noble. Estos gentiles hombres-obispos vivían en la corte, lejos de sus diócesis, de las que muchos sólo conocían las rentas que les reportaban. Los bienes del clero producían unos 12 millones por año, y el diezmo, percibido sobre los productos de los campesinos, producía otro tanto, es decir, que deben añadirse otros 240 millones a las dotaciones anteriores asignadas como ingresos de la alta nobleza. El bajo clero, que era quien aseguraba el servicio divino, sólo obtenía las caspicias. La porción congrua de los párrocos se fijó en 700 libras y en 350 la de los coadjutores. Mas tales pecheros ¿de qué podían quejarse? Es visto que la alta nobleza costaba muy cara. Y como, además, era dueña de grandes dominios, que al ser vendidos bajo el Terror sobrepasaron la suma de 4.000 millones, debiera suponerse que dispone de recursos abundantes que habían de permitirle sostener su estado con magnificencia. La realidad llega a ser otra. Un cortesano es pobre si no tiene más de 100.000 libras de renta. Los Polignac obtenían del Tesoro, en pensiones y gratificaciones, al principio 500.000 libras por año, luego 700.000. Ahora bien,
conviene no olvidar que el cortesano pasa todo su tiempo en perpetua función de representación. La vida de Versalles es una vorágine en la que desaparecen las mayores fortunas. A ejemplo de María Antonieta, se juega de un modo desenfrenado. Los vestidos suntuosos, bordados de plata y oro, las carrozas, las libreas, las cacerías, las recepciones, los placeres exigen sumas enormes. La alta nobleza se endeuda y arruina con sin igual desenvoltura. Entrega a intendentes que la roban el cuidado de administrar sus rentas, de las que muchas veces ignora hasta el importe exacto. Biron, duque de Lauzun, don Juan notorio, a los 21 años ha dilapidado 100.000 escudos y ha contraído deudas por unos 2 millones. El conde de Clermont, abad de SaintGermain-des-Prés, príncipe de la sangre, con 360.000 libras de renta, dióse maña para arruinarse dos veces. El duque de Orleáns, el mayor propietario de Francia, contrae deudas por valor de 74 millones. El príncipe de Rohan-Guémenée quiebra por una treintena de millones, de los que Luis XVI contribuye a pagar la mayor parte. Los condes de Provenza y de Artois, hermanos del rey, deben a los 25 años una decena de millones. Los demás cortesanos siguen la corriente, y las hipotecas se van amontonando sobre sus tierras. Los
menos escrupulosos se dedican al agiotaje para irse manteniendo a flote. El conde de Guînes, embajador en Londres, se ve mezclado en un asunto de estafa que tiene su epílogo en los tribunales. El cardenal de Rohan, obispo de Estrasburgo, especula en París con la venta de inmuebles que pertenecen a la Iglesia y que él enajena como solares para edificar. Hay otros, como el marqués de Sillery, marido de madame de Genlis, que convierten sus salones en verdaderos garitos. Todos tienen trato íntimo con las gentes del teatro y poco a poco se van descalificando. Obispos, como Dillon de Narbona y Jarente de Orleáns, viven públicamente con sus concubinas, que presiden sus recepciones. Cosa curiosa, estos nobles de la corte, que lo deben todo al rey, están lejos de serle dóciles. Muchos se aburren en su ociosidad dorada. Los mejores y los más ambiciosos sueñan con una vida más activa. Querrían, como los lores de Inglaterra, desempeñar un papel en las funciones del Estado, ser algo más que figurones. Recibían con satisfacción las ideas nuevas, conciliándolas con sus deseos. Muchos, y no de los menores, los La Fayette, los Custine, los dos Vioménil, los cuatro Lameth, los tres Dillon, que pusieron sus espadas al servicio de la libertad americana, a su regreso a
Francia son como figuras de oposición a las viejas tendencias. Los otros se dividen en fracciones que intrigan y conspiran en torno de los príncipes de la sangre contra los favoritos de la reina. En la hora del peligro la alta nobleza no estará unida, ni mucho menos, en la defensa del trono. El orden de la nobleza comprende en realidad castas distintas y rivales de las que las más potentes no son precisamente las que pueden alegar mayor antigüedad en sus ejecutorias. Al lado de la nobleza de raza o de espada se ha constituido, al correr de los dos últimos siglos, una nobleza de toga o de funcionarios que monopoliza los empleos judiciales y administrativos. Los miembros de los Parlamentos, encargados de aplicar la justicia en instancia de apelación, están a la cabeza de la nueva casta tan orgullosa y tal vez más rica que la de la vieja sangre azul. Dueños de sus cargos, que han comprado muy caros y que se van transmitiendo de padres a hijos, los magistrados son de hecho inamovibles. La función de aplicar la justicia pone en sus manos al mundo innumerable de los litigantes. Se enriquecían y compraban grandes propiedades. Los jueces del Parlamento de Burdeos poseían las mejores tierras. Los de París, cuyas rentas igualaban a veces a
las de los grandes señores, sentían enojo al no poder ser presentados como cortesanos por falta de escudos y cuarteles suficientes. Se encerraban en un torvo ceño altivo de ricos improvisados y aspiraban a dirigir el Estado. Como todo acto real, edicto, ordenanza y aun los mismos tratados diplomáticos no puede entrar en vigor sino después de que sus respectivos textos queden sentados en sus registros, los magistrados toman pretexto de este derecho de anotación para inmiscuirse en la administración real y aun para hacer advertencias. En el país, obligado a ser mudo, sólo ellos tienen el derecho de crítica y lo ejercen, para alcanzar popularidad, protestando contra los nuevos impuestos, denunciando el lujo de la corte, y haciendo públicos los despilfarros y abusos de todo género. A veces se atreven hasta a lanzar órdenes de comparecencia ante ellos contra los más altos funcionarios a quienes someten a interrogatorios o investigaciones depresivas o infamantes. Así lo hicieron con el duque de Aiguillon, comandante de Bretaña. Así lo harán con el ministro Calonne al día siguiente de caer en desgracia. Pretextando que en los tiempos antiguos el Tribunal de Justicia, el Parlamento propiamente dicho, no era sino una sección de la asamblea general de los vasallos de la coro-
na, que los reyes, por aquellos entonces, venían obligados a consultar antes de establecer cualquier nuevo impuesto, alegando también que en ciertas sesiones de su corporación –los célebres Lits de justice– los príncipes de la sangre, los duques y los pares venían a tomar asiento al lado de ellos, afirmaron que en ausencia de los Estados Generales, representaban los Parlamentos a los vasallos de la corona e invocaban el derecho feudal, la antigua constitución de la monarquía, para poner en jaque al gobierno y a la realeza. Su resistencia llega hasta la huelga, hasta la dimisión en masa. Los diferentes Parlamentos del reino se coligan. Pretenden que no forman sino un cuerpo único dividido en clases y los otros tribunales soberanos o supremos, el Tribunal de Cuentas y el Tribunal de Impuestos, que apoyan estas conductas facciosas. Luis XV, que era rey a pesar de su indolencia, acabó por cansarse de su perpetua oposición y, siguiendo los consejos del canciller Maupeou, suprimió, al final de su reinado, el Parlamento de París y lo reemplazó por consejos superiores limitados a las solas funciones judiciales. La debilidad de Luis XVI, cediendo a las que él creía exigencias de la opinión pública, restableció, a su exaltación al trono, el Parlamento y contribuyó con ello a preparar la pérdida
de su corona. Es cierto que las publicaciones ligeras y los libelos de los filósofos coadyuvaron a desacreditar al Antiguo Régimen; pero no lo es menos que las interesadas advertencias y alegaciones de la gente de toga hicieron más por extender entre el pueblo la irrespetuosidad y el odio hacia el orden establecido. El rey, que ve cómo actúan en su contra los funcionarios que aplican en su nombre la justicia, ¿qué confianza iba a poner en la obediencia que pudieran prestarle o en la adhesión que hubieran de tenerle los demás funcionarios que forman sus Consejos o que administran por él las provincias? No eran ya aquellos los tiempos en que los agentes del rey eran los enemigos natos de los antiguos poderes feudales a quienes aquéllos habían desposeído de sus influencias. Los funcionarios se aristocratizan. Desde tiempos de Luis XIV se da a los ministros el tratamiento de monseñor. Sus hijos se convertían en condes o en marqueses. Con Luis XV y Luis XVI, los ministros fueron escogidos, cada vez con más rigor, entre los elementos nobles y no ya entre la nobleza de toga, sino también entre la vieja nobleza de espada. De los 36 personajes que desempeñaron las carteras desde 1774 a 1789, sólo hay uno que no es noble, el ciudadano de Ginebra,
Necker, quien desde luego convirtió en baronesa a su hija. Contrariamente a lo que con frecuencia se afirma, los mismos intendentes, sobre quienes descansaba la administración provincial, no eran escogidos entre los hombres de nacimiento vulgar. Todos los que ejercieron tales funciones en el reinado de Luis XVI pertenecían a familias nobles o ennoblecidas y a veces desde hacía muchas generaciones. Un de Trémond, intendente de Montauban, un Fournier de la Chapelle, intendente de Auch, podían remontar su genealogía de nobleza hasta el siglo XIII. Había dinastías de intendentes como las había de individuos del Parlamento. Es cierto que los intendentes, no teniendo su puesto en concepto de oficio enajenado, eran amovibles como lo eran los magistrados de París en los Consejos del rey, clase entre la que se reclutaban generalmente; pero sus riquezas y las funciones judiciales que ordinariamente se acumulaban a sus cargos administrativos, aseguraban en realidad su independencia. Muchos trataban de hacerse populares en su «generalidad». No eran en modo alguno los dóciles instrumentos que habían sido durante el gran siglo. El rey era cada vez menos obedecido. Los Parlamentos no hubieran sostenido tan frecuentes, largas y enconadas luchas con
los ministros, de saber que éstos contaban con la cooperación absoluta de todos los administradores, sus subordinados. Cada vez más los diferentes órdenes de la nobleza afirmaban el espíritu de solidaridad entre ellos y en ocasiones sabían olvidar sus rivalidades para formar un frente único en oposición a los pueblos y a los reyes cuando éstos, por azar, se sentían inspirados por el espíritu de reforma. Los llamados «países de Estado», es decir, las provincias unidas al reino en tiempos relativamente recientes, que habían conservado como un esbozo de representación feudal, manifiestan bajo Luis XVI tendencias particularistas. Los Estados de Provenza, en 1782, forzaron al rey, con su resistencia, a dejar sin efecto ciertas imposiciones sobre el consumo de aceites. Los de Bearn y Foix, en 1786, rehúsan votar un nuevo impuesto. Por su parte, los de Bretaña, coligados con el Parlamento de Rennes, llegan a hacer fracasar a los intendentes del tiempo de Luis XV, a propósito de las prestaciones personales. Lograron ser ellos quienes asumieran la dirección de las obras públicas. Con procederes tales, la centralización administrativa va perdiendo rigidez por no decir existencia. Por todas partes reina la confusión y el caos. En el
centro, dos órganos distintos: el Consejo, dividido en numerosas secciones, y los seis ministros, independientes los unos de los otros, simples secretarios de despacho en el sentido más restringido del concepto, que ni deliberan en común ni tienen todos entrada en el Consejo. Los diversos servicios públicos van de un departamento a otro según las conveniencias personales. El interventor general de Hacienda confiesa que le es imposible actuar dentro de los límites de un presupuesto regular –que no existe–, a causa del embrollo que reina entre los diversos ejercicios, la multiplicidad de cajas y la falta de una contabilidad precisa y regular. Cada cual tira por su lado. Sartine, ministro de Marina, gasta millones a más y mejor, a escondidas del interventor general. No existe unidad de criterio en las medidas tomadas o que deban tomarse; tal ministro protege a los llamados filósofos; otro, los persigue. Todos intrigan, y se sienten envidiosos los unos de los otros. Su gran preocupación no es la de administrar bien la nación, sino la de conservar el favor del amo o el de aquellos que viven en su íntimo alrededor. El interés público se tiene poco en cuenta. El absolutismo de derecho divino sirve para cubrir todas las arbitrariedades, todos los despilfarros y todos los abusos. También los
ministros y los intendentes son detestados en su mayor número, y la centralización imperfecta que personifican, lejos de fortificar a la monarquía, hace que se ponga en contra de ella la opinión pública. Las circunscripciones administrativas reflejan la formación histórica del reino. No están en relación con las necesidades de la vida moderna. Las fronteras, aun aquellas que marcan la división con los países extranjeros, no son precisas. No se sabe a punto fijo en dónde acaba y en dónde empieza la autoridad territorial del rey. Villas y lugares son a medias Francia e Imperio. El municipio de Rarécourt, cerca de Vitry-leFrançois, en plena Champaña, paga tres veces 2 sueldos y 6 dineros, por vecino cabeza de familia, a sus tres señores feudales: el rey de Francia, el emperador de Alemania y el príncipe de Condé. La Provenza, el Delfinado, el Bearn, la Bretaña, la Alsacia, el FrancoCondado, etc., invocan las viejas «capitulaciones» en mérito a las cuales se habían unido a Francia, y consideran, ufanándose de ello, que, en sus territorios, el rey no es otra cosa que el señor, el conde o el duque. El alcalde del municipio de Morlaas, en el Bearn, formula, al comienzo del cuaderno de quejas de 1789, la siguiente cuestión: «¿Hasta qué punto nos conviene de-
jar de ser bearneses para ser más o menos franceses?» Navarra continúa siendo un reino distinto que rehúsa el estar representado en los Estados Generales. Según afirmaba Mirabeau, Francia no era otra cosa que «un agregado inconstituído de pueblos desunidos». Las viejas divisiones judiciales, bailías en el Norte y senescalías en el Mediodía, son algo que permanece, en mezcolanza sorprendente, como superposiciones a los antiguos feudos. Las oficinas de Versalles no saben, a punto fijo, el número de juzgados que existían en Francia y, con mucho más motivo, la extensión de cada uno de ellos. En 1789 cometieron curiosos errores en el envío de los edictos convocando los Estados Generales. La división militar, que data del siglo XVI, puede decirse que no ha variado; las circunscripciones financieras o «generalidades» administradas por los intendentes y que tienen su origen en el siglo anterior, no han sido ajustadas a las necesidades de los tiempos nuevos. Las llamadas provincias o diócesis eclesiásticas han permanecido casi inmutables desde los tiempos del Imperio romano. Se entrecruzan a través de las fronteras políticas. Sacerdotes franceses dependen de prelados alemanes, y viceversa. Cuando el orden social sea trastocado, la vieja
máquina administrativa, enmohecida, remendada, rechinante al menor roce, será incapaz de dar de sí esfuerzo alguno de seria resistencia. Enfrente de los privilegiados y de los funcionarios en posesión del Estado, se levantan, poco a poco, las nuevas fuerzas, nacidas del comercio y de la industria. De un lado, la propiedad feudal y de la tierra; de otro, la propiedad mobiliaria y burguesa. A pesar de las trabas del régimen corporativo, menos opresivo, sin embargo, de lo que por muchos se ha creído a pesar de las aduanas interiores y de los derechos de peaje y similares; a pesar de las diferencias de pesos y medidas, tanto de extensión como de capacidad, el comercio y la industria han aumentado durante todo el siglo XVIII. Atendiendo a la cuantía de su comercio, Francia ocupa el lugar inmediatamente inferior a Inglaterra. Es dueña del monopolio de su producción colonial. La posesión de Santo Domingo le proporciona la mitad del azúcar que se consume en el mundo. La industria sedera, que da vida en Lyon a 65.000 obreros, no tiene rival. Los aguardientes, vinos, tejidos y confecciones franceses se venden en el mundo entero. La misma metalurgia, cuyo desarrollo ha sido tardío, progresa. Creusot, que entonces aún se lla-
maba Montcenis, es ya una factoría industrial modelo, provista de los últimos perfeccionamientos, y Dietrich, el rey del hierro de la época, empleaba en sus altos hornos y en sus forjas de la Baja Alsacia, provistos de utillaje al estilo inglés, centenares de obreros. Un armador de Burdeos, Bonaffé, poseía, en 1791, una flota de 30 navíos y una fortuna de 16 millones. Este millonario no constituye la excepción, ni mucho menos. En Lyon, en Marsella, en Nantes, en el Havre, en Ruán, existen grandes fortunas. El florecimiento económico es tan intenso que los bancos se multiplican en el reinado de Luis XVI. La Caja de Descuentos de París emite billetes análogos a los del actual Banco de Francia. Los capitales comienzan a agruparse en sociedades por acciones: Compañía de Indias, compañías de seguros contra incendios, de seguros de vida, Compañía de las Aguas de París, etc. La fábrica metalúrgica de Montcenis se constituyó con capital emitido en acciones. Los títulos cotizados en Bolsa, al lado de los valores del Estado, daban lugar a activas especulaciones. Ya, por aquel entonces, se practicaban operaciones a plazo. El servicio de la deuda pública absorbía, en 1789, 300 millones por año, o sea algo más de la mitad de
todos los ingresos del Tesoro. La Compañía de Arrendatarios Generales, que percibe por cuenta del rey los productos de los impuestos indirectos: subsidios, impuesto sobre la sal, tabaco, timbre, etc., tenía a su frente financieros de primer orden que rivalizaban en magnificencia con los nobles más encopetados. En manos de la burguesía se encuentra un caudal de negocios enorme. Los cargos de agentes de cambio duplican en una anualidad su valor en precio. Necker ha escrito que Francia poseía cerca de la mitad del numerario existente en Europa. Los negociantes compran las tierras de los nobles empeñados y construyen elegantes hoteles que hacen decorar por los mejores artistas. Los arrendatarios generales, que antes se mencionaron, tienen, como los grandes señores, casas en los arrabales de París, en que se rinde culto a los placeres. Las fincas de recreo se transforman y se embellecen. Un signo infalible de que el país se enriquece es el de que la población aumenta rápidamente y que el precio de los productos, de las tierras y de las casas experimenta un alza constante. Francia llega a contar 25 millones de habitantes, es decir, casi el doble que Inglaterra o Prusia. El bienestar desciende poco a poco de la alta burguesía a la media y a la pequeña. Se viste y
se come mejor que antaño. Sobre todo la instrucción se extiende. Las hijas del estado llano comienzan a llamarse señoritas, usan corpiños ahuecados y emballenados, y compran pianos. El aumento de los impuestos sobre el consumo atestigua, también, el progreso del bienestar. No es en un país agotado, sino, por el contrario, en un país floreciente, en pleno auge, en el que estallará la Revolución. La miseria, que a veces produce revueltas, no puede provocar las grandes conmociones sociales. Éstas nacen siempre del desequilibrio de clases. La burguesía poseía, en efecto, la mayor parte de la fortuna francesa. Progresaba sin cesar, en tanto que las clases privilegiadas se arruinaban. Su mismo desarrollo le hacía sentir más vivamente las inferioridades legales a que seguía condenada. Barnave se convirtió en revolucionario el día en que un noble expulsó a su madre de la localidad que ocupaba en el teatro de Grenoble. La señora Roland se queja de que, habiéndose visto obligada a detenerse, con su madre, para cenar, en el castillo de Fontenay, se les sirvió en la cocina. Heridas de amor propio: ¿a cuántos habéis convertido en enemigos del Antiguo Régimen? La burguesía, que se ha adueñado del dinero, se ha
enseñoreado, también, del poder moral. Los escritores salidos de sus filas se han ido libertando, poco a poco, de la domesticidad con que su clase aparecía ante los nobles. Escriben para la generalidad de los lectores, quienes aceptan sus obras, y, al escribir, siguen los gustos de la mayoría de su clase y defienden sus reivindicaciones. Sus plumas irónicas se burlan sin cesar de todas las ideas sobre las que reposa el antiguo edificio, y sobre todo de las ideas religiosas. Su tarea en este punto se ve muy favorablemente facilitada por las querellas teológicas que desacreditan a los hombres de la tradición. De las luchas entre jansenistas y ultramontanos, la filosofía saca su provecho. La expulsión de los jesuitas, en 1763, echó por tierra el último baluarte un poco serio que se oponía al espíritu nuevo. La vida religiosa deja de atraer a las almas. Los conventos se despueblan y las donaciones piadosas decaen a cifras ínfimas. Los innovadores van ganando terreno. El alto clero apenas si opone resistencia. Los prelados cortesanos se creerían heridos si alguien les tuviera por místicos o aun devotos. Llevan su coquetería hasta el punto de ser ellos también propagadores de las modernas luces. Aspiran sólo a ser, en sus diócesis, auxiliares de la administración. Su celo hace más referencias a
la dicha terrenal que a la celeste. Un ideal utilitario se impone uniformemente a cuantos hablan o escriben. La fe tradicional se deja relegada a cosa propia del pueblo como complemento obligado de su ignorancia y de su plebeyez. Los propios sacerdotes con cura de almas leen la Enciclopedia y se saturan de Mably, de Raynal y de Rousseau. Muchos de aquellos grandes señores que aplauden las audacias y las impertinencias de los llamados filósofos, no se dan cuenta de que las ideas religiosas son la clave que sostiene todo el arco sobre que reposa el Antiguo Régimen. ¿Cómo la libre crítica, una vez desencadenada, había de contentarse con tan sólo burlarse de las supersticiones? En su carrera ataca a las más venerables instituciones. En su camino siembra al pasar, y en todos los campos, la duda y la ironía. ¡Y los ciegos privilegiados no quieren verlo! El conde de Vaudreuil, tierno amigo de la Polignac, hace representar en su castillo de Gennevilliers Las Bodas de Fígaro, es decir, la sátira más severa y más audaz de la casta nobiliaria. María Antonieta influye para que la obra, hasta entonces prohibida, pueda representarse en la Comedia Francesa. Mucho antes de traducirse en sucesos, la Revolución estaba hecha en los espíritus, y entre sus
autores responsables es preciso incluir, sin excusa alguna, a muchos de aquellos que serán sus primeras víctimas. La Revolución sólo podía venir desde arriba. El pueblo de trabajadores, cuyo estrecho horizonte no se extendía más allá del ejercicio de sus respectivas profesiones, era incapaz de tomar la iniciativa y con mucha más razón la dirección de ella. La gran industria apenas si comenzaba. En parte alguna formaban los obreros grupos coherentes. Los obreros y empleados de las diversas corporaciones de artes y oficios estaban divididos en hermandades rivales, más atentas a querellarse unas contra otras por razones mezquinas que a formar un frente contra los patronos. Tenían, a más, la esperanza y la posibilidad de ser patronos a su vez y andando el tiempo, ya que las modalidades de la industria en pequeño o domiciliaria era la forma normal de la producción industrial. Y en cuanto a los otros, a los que comenzaban a ser empleados en las fábricas, eran en su mayor parte campesinos que consideraban su salario fabril como ayuda o complemento de sus recursos agrícolas. La mayor parte se mostró dócil y respetuosa con aquellos que les proporcionaban trabajo, hasta el punto de considerarlos, en 1789, como sus re-
presentantes naturales. Los obreros se quejaban, sin duda, de la exigüidad de sus jornales, que no habían aumentado, al decir del inspector de fábricas señor Roland, con la misma rapidez y tónica que el precio de los productos. Se agitaban a veces, pero carecían del sentimiento preciso que hubiera de permitirles darse cuenta de que eran algo distinto del tercer estado. Los campesinos son las bestias de carga de esta sociedad. Diezmos, censos, terrazgos, prestaciones personales, impuestos reales, servicio militar: todas las cargas pesaban sobre ellos. Las palomas y la caza del señor destruían, impunemente, sus cosechas. Habitaban en casas construidas con tierra, frecuentemente cubiertas con cañas y paja, a veces sin chimenea. Comían carne sólo en los grandes días de fiesta, y el azúcar no llegaba a ellos sino en caso de enfermedad. Comparados con los campesinos de hoy, es innegable que viven una vida miserable; pero también puede afirmarse que eran menos desgraciados de lo que fueran sus padres o lo que eran, a la sazón, sus hermanos los campesinos de Italia, de España, de Alemania, de Irlanda o de Polonia. A fuerza de trabajos o de economías, algunos han podido comprar un pedazo de campo o de prado. El alza de los productos agrícolas
ha favorecido sus comienzos de liberación. Los que más se quejan son aquellos que no pudieron adquirir una parcela de tierra. Éstos claman ante el reparto de los bienes comunales llevado a cabo por los señores, ante la supresión de los baldíos y del espigueo, que les priva de los pocos recursos que les producía el comunismo primitivo. Son también muchos los jornaleros que tienen que padecer del paro forzoso por crisis de trabajo y que se ven obligados a ir de granja en granja en busca de ocupación. Entre ellos y la multitud de los vagabundos y mendigos es muy difícil trazar la línea divisoria o diferencial. De entre este abigarrado conjunto se recluían los contrabandistas y matuteros de sal, en lucha perpetua con los agentes del fisco. Obreros y campesinos, capaces de producir breves sobresaltos con revueltas aisladas, no disciernen los medios de subvertir el orden social. Por aquel entonces sólo hacen una cosa: aprender a leer. Pero al lado de ellos, y para iluminarlos, existen dos personas: el cura y el procurador; el cura, al que confían sus pesares; el procurador, que defiende, en justicia, sus intereses. Y el cura, que ha leído los escritos del siglo, que conoce la existencia escandalosa que llevan sus superiores en sus palacios suntuosos, y que vive penosa-
mente con su asignación o congrua, en lugar de predicar a sus fieles, como otras veces, la resignación, lo que hace es pasar a sus corazones un poco de la indignación y de la amargura en las que el suyo vive anegado. El procurador, por su parte, obligado, por necesidad profesional, a analizar los viejos libros feudales, no puede dejar de estimar en su justo valor los arcaicos títulos en que encontraron asiento la riqueza y la opresión. Babeuf aprende a despreciar la propiedad practicando su profesión de hombre versado en el estudio de las cuestiones que tienen relación con el derecho feudal. Se apena ante los campesinos, a quienes la avidez del señor que le emplea en organizar su archivo va a arrancar nuevas rentas olvidadas. Todas estas circunstancias unidas, van dando pábulo, desde mucho tiempo atrás, a una sorda labor de crítica que prepara la explosión. Cuando la ocasión propicia llegue, todas las cóleras acumuladas aparecerán en escena y armarán los brazos del populacho, excitado y guiado por una muchedumbre de descontentos.
CAPÍTULO II LA REBELIÓN DE LOS NOBLES
Para encauzar la crisis que todos preveían, hubiera sido preciso que a la cabeza de la monarquía existiera un rey... y sólo se contaba con Luis XVI. Éste, hombre obeso, de maneras vulgares, sólo atento a los placeres de la mesa, dirigía sus preferencias a la caza o al taller del cerrajero Gamain. El trabajo intelectual le fatigaba. Se dormía en el Consejo. Bien pronto fue objeto de burla para los cortesanos frívolos y ligeros. Se le vituperaba hasta en su propia antecámara. Sufrió que el duque de Coigny le diera un escándalo a propósito de emolumentos. Su casamiento era cantera inagotable de zumbas crueles. La hija de María Teresa, con la que él se había desposado, era linda, coqueta e imprudente: se lanzaba a los placeres con un ardor insaciable. En tanto que su frío marido permanecía en Versalles, María Antonieta marchaba al baile de la Ópera, en donde saboreaba las más osadas familiaridades, recibiendo los homenajes de los más afamados cortesanos: de un Lauzun, de un Esterházy. Con cierta verosimilitud se le atribuían amores con el bello Fersen, coronel
del ejército sueco. Se sabía que Luis XVI no había podido consumar su matrimonio sino a los siete años de casado, y aun gracias a una intervención quirúrgica. Las murmuraciones tomaban cuerpo en vergonzosas canciones, llenas de ultrajes, sobre todo después del tardío nacimiento del Delfín. Desde los círculos aristocráticos, los epigramas llegaron a la burguesía y al pueblo, y la reina había perdido su buena reputación desde bastante tiempo antes de que la Revolución estallara. Una aventurera, la condesa de Lamothe, descendiente de un bastardo de Carlos IX, hizo creer al cardenal de Rohan que tenía el medio de reconciliarlo con María Antonieta, y que no era otro que el de ayudarla a comprar un magnífico collar que la tacañería de su marido le negaba. El cardenal celebró en diversas noches, y detrás de los bosques de Versalles, varias entrevistas con una mujer a quien tomó por la reina. Cuando la intriga se descubrió, por las demandas del joyero Boehmer, a quien el collar no había sido pagado, Luis XVI cometió la imprudencia de recurrir al Parlamento para vengar su honor ultrajado. La condesa de Lamothe fue condenada; pero el cardenal fue absuelto entre universales aplausos. El veredicto significaba que el hecho de considerar a la reina de Francia como fácil
de seducir no era delito. Siguiendo consejos de la policía, María Antonieta se abstuvo durante largo tiempo de presentarse en París, para evitarse así manifestaciones desagradables. Por aquellos tiempos (1786), la Casa de la Moneda de Estrasburgo acuñó una cierta cantidad de luises de oro en los que la efigie del rey aparecía como coronada por un cuerno bochornoso. Esta situación hacía concebir a los príncipes de la sangre esperanzas de subir al trono. El conde de Artois y el conde de Provenza, hermanos del rey, y el duque de Orleáns, su primo, intrigaban en la sombra para aprovecharse del descontento que, entre los más encumbrados cortesanos, habían hecho nacer las preferencias exclusivas de la reina por determinadas familias repletas de sus gracias y mercedes. Théodore de Lameth cuenta que un día la señora de Balbi, querida del conde de Provenza, le dijo: «¿Sabéis cómo se habla del rey en las tabernas cuando hay necesidad de moneda fraccionaria? Pues se arroja un escudo sobre el mostrador, y se añade: Cambiadme este borracho.» Entiende Lameth que tal principio no era sino el medio inicial de sondearle, sobre la oportunidad de un cambio de monarca. Y el luego miembro de la Asamblea Legislativa no duda de que ciertos príncipes acariciaban el proyec-
to de que el Parlamento declarase la incapacidad de Luis XVI. A pesar de todo, éste ni oía ni veía nada. Su cetro iba cayendo de sus manos, hecho astillas, en su continuo dudar entre los reformadores hasta los partidarios de los abusos y corruptelas de los pasados tiempos. Y caminaba sin otra guía que el azar de las sugestiones de aquellos que le rodeaban y sobre todo de los deseos de la reina, que ejercía sobre su espíritu un influjo creciente. La frase de Vaublant: «En Francia son siempre los jefes de Estado y los ministros quienes derriban a los Gobiernos», debe tomarse aquí en su sentido más literal. La más recia crítica de los abusos, de que el régimen agonizaba, la hicieron, en los preámbulos de sus decretos, los ministros Turgot, Malesherbes, Calonne, Brienne y Necker. Sus edictos habían sido leídos desde los púlpitos por los curas. Sus frases habían llegado hasta los oídos de los más humildes. La necesidad de las reformas se colocaba en ellos, bajo la égida del rey. Mas como las mudanzas prometidas se desvanecían pronto o sólo se realizaban parcial e imperfectamente, a la amargura de los abusos se unió la desilusión del remedio. La prestación vecinal parecía más intolerable
a los campesinos desde que Turgot había, vanamente, ordenado su supresión. Y así llegó a verse, en determinada ocasión, a los lugareños de la provincia del Maine invocar palabras del ministro para negar al marqués de Vibraye el pago de las rentas que reclamaba, sitiarlo en su castillo y obligarle a huir. La supresión de la mano muerta, realizada en los dominios de la corona por Necker, hacía más acerbo a los interesados su mantenimiento en las tierras de los nobles y eclesiásticos. La abolición, por Malesherbes, de la cuestión preparatoria, o sea la tortura, en los sumarios criminales, hacía parecer más inicua la permanencia de la llamada cuestión previa. La institución, por Necker, de asambleas provinciales en las dos generalidades de Berri y Alta Guyena, en 1778, parecía la condena del despotismo de los intendentes, pero sólo sirvió para exasperar el deseo de instituciones representativas, de las que las dos asambleas nuevas, nombradas pero no elegidas, no eran, a decir verdad, sino una caricatura. Descorazonaron ellas a los intendentes, cuya autoridad abatieron, sin provecho alguno para el poder real. Y así pudiera decirse de otras muchas veleidades reformadoras, que sólo sirvieron para justificar y fortificar el descontento. No podía suceder de otra manera, teniendo en
cuenta, sobre todo, que a los decretos liberales sucedían rápidamente medidas reaccionarias, inspiradas por el espíritu feudal, que eran aplicadas con todo rigor. El famoso Reglamento de 1781, que exigía a los futuros oficiales la prueba de cuatro cuarteles de nobleza para ingresar en las escuelas militares, fue algo que ejerció innegable influencia en la posterior defección del Ejército. Cuanto más amenazada se veía la nobleza en sus privilegios, más se las ingeniaba para consolidarlos. No sólo excluyó a los plebeyos de los grados militares, sino que hizo cuanto pudo para alejarlos de las funciones judiciales y de los altos puestos eclesiásticos. Y en tanto que aplaudía a Fígaro, maquinaba por agravar su monopolio. Otro rey que no hubiera sido Luis XVI, ¿habría podido poner remedio a situación tan anómala? Aunque no neguemos la posibilidad, estamos lejos de darla por segura. Desde que los Borbones habían arrancado a la feudalidad sus poderes políticos dirigieron sus esfuerzos, para consolarla, a colmarla de beneficios. Luis XIV y Luis XV crearon la nobleza que entendieron necesaria para su gloria y solidarizaron su trono con tales privilegios. Luis XVI se limitó a seguir la tradición establecida. Para emprender reformas radicales
hubiera necesitado entablar una lucha a muerte con los favorecidos. Y a las primeras escaramuzas emprendió la retirada. Por lo demás, lo que dominaba a las otras cuestiones era el problema financiero. Para hacer reformas, precisaba dinero. En medio de la general prosperidad, el Tesoro estaba cada vez más exhausto. No podía llenársele sino a costa de los privilegiados y con la autorización de los Parlamentos, poco propicios a sacrificar los intereses privados de sus miembros en aras del bien público. Cuanto más se tergiversaba, más profunda era la sima del déficit y más se acentuaban las resistencias. Ya Luis XV, en los últimos años de su reinado, estuvo a punto de tener que declarar la bancarrota. La férrea mano del abate Terray evitó la catástrofe y prolongó por veinte años la permanencia del régimen. Desaparecido Terray, comenzó nuevamente la zarabanda de los millones. Los ministros de Hacienda se sucedían con toda rapidez, y entre ellos, sin exceptuar a Necker, que sólo fue un excelente contable, no hubo ni un solo financiero. Se economizó el chocolate del loro, como vulgarmente se dice, en los gastos de la casa real, lo que sirvió para irritar a los cortesanos, sin
provecho efectivo para el Tesoro, ya que, en cambio, las prodigalidades se multiplicaron: 100.000 libras a la hija del duque de Guînes para que se casara; 400.000 libras a la condesa de Polignac para pagar sus deudas; 800.000 libras para constituirle una dote a su hija; 23 millones para enjugar las deudas del conde de Artois; 10 millones para comprar al rey la residencia de Rambouillet; 6 millones para que la reina adquiriera el castillo de Saint-Cloud; y pudiera seguirse. Añádase que todo esto eran minucias al lado de lo que suponía la participación de Francia en la Guerra de la Independencia Americana, que alguien ha calculado en 2.000 millones. Para hacer frente a todos estos gastos, Necker se vio en la precisión de llamar en todas las puertas pidiendo prestado de todas las maneras, llegando a tener que emitir deuda con intereses del 10 y del 12%. Con su famoso Informe engañó a la nación haciendo aparecer un excedente imaginario. Sólo aspiraba a inspirar confianza a los prestamistas, y dio armas a los miembros de los Parlamentos que sostenían era inútil y fuera de sazón la profunda reforma en materia tributaria. Terminada la guerra, el inquieto Calonne encontró el medio de, en tres años, obtener aún del crédito 653 millones, que hubieron de añadirse al monto de los
empréstitos precedentes. Era cosa sabida que el Rey Cristianísimo no calculaba sus gastos atendiendo a sus ingresos, sino éstos atendiendo a sus gastos. En 1789, la deuda pública ascendía a 4.500 millones. Durante los quince años del reinado de Luis XVI se había triplicado. A la muerte de Luis XV, el servicio de la deuda exigía 93 millones; en 1790 precisaba muy cerca de 300, y ello en un presupuesto total de ingresos que apenas si pasaba de los 500 millones. Entonces, como ahora, es innegable que en esta tierra todo tiene fin, y Calonne se vio obligado a confesar al rey que era próxima la bancarrota. Su último empréstito se había cubierto con grandísimas dificultades. Hubo de poner en venta nuevos oficios, reacuñar moneda, aumentar las fianzas, enajenar dominios, rodear a París de una verdadera barrera de fielatos y obtener de los arrendatarios generales un anticipo de 255 millones, a descontar en los ejercicios siguientes. Llegó a estar dispuesto a tomar, como fianza, 70 millones de la Caja de Descuentos. Pero a pesar de todos estos expedientes extremos, el déficit llegaba a 101 millones. Y, a mayor abundamiento, se estaba en vísperas de una guerra con Prusia, a propósito de Holanda, y el ministro de la Guerra reclamaba créditos para atender a la defensa de
los patriotas de este pequeño país, a quienes el rey había ofrecido su ayuda en contra de los prusianos. Calonne se encontraba acorralado. No creía posible aumentar más los impuestos existentes que, en menos de diez años, habían sufrido un alza de 140 millones. Temía, por sobradas razones, que los Parlamentos le negasen el registro de todo empréstito y de todo nuevo impuesto. Sus relaciones con ellos eran muy tirantes: estaba en lucha abierta con el Parlamento de París, que había hecho observaciones sobre la acuñación de la moneda; con el de Burdeos a propósito de los terrenos de la Gironda; con el de Rennes, por cuestiones relacionadas con el tabaco rapé; con los de Besançon y Grenoble, a propósito de la sustitución provisional de la prestación vecinal por una contribución pecuniaria. Calonne tomó valerosamente y con todo ardor una resolución extrema, y marchando en busca del rey, el 20 de agosto de 1786, le dijo: «Señor, lo que el Estado necesita para recobrar su salud, no es posible lograrlo con medidas parciales; es necesario reedificar el edificio entero si es que queremos prevenir su ruina. Es imposible buscar nuevas materias impositivas; ruinoso el emitir a cada momento empréstitos y nuevas deudas; no es suficiente limitarse a sólo reformas
económicas. El único partido que se puede tomar, el solo medio de llegar a establecer un orden verdadero en la Hacienda pública, estriba en vivificar el Estado por entero por la reforma y extirpación de cuanto en su constitución hay de vicioso.» Los impuestos existentes eran muy vejatorios y poco productivos, porque su reparto era defectuoso, por no decir francamente malo. Los nobles, en principio, estaban obligados a las vigésimas y a la capitación, de la que estaban exentos los eclesiásticos. A pagar la talla sólo venían obligados los campesinos –y aun variando, según se tratase de país de Estado o de elección–,1 y ello tanto en su forma real, parecida a nuestra contribución, cuanto a la personal, análoga a la cuota mobiliaria. Había villas exentas, villas igualadas o concertadas, villas de países redimidos, etc. Lo que antecede vale tanto como decir que reinaba una complicación infinita. El precio de la sal cambiaba según las personas y los lugares. Los eclesiásticos, los funcionarios, los privilegiados, en virtud del llamado derecho de franquicia de la sal, la pagaban al solo precio de coste. Pero cuanto más alejados se encontraban los parajes de las maQue vale tanto como decir de percepción. El elegido cobraba los impuestos bajo la vigilancia del intendente. 1
rismas o de las minas de sal, tanto más pesada se hacía la gabela y más inquisitorial era su percepción. Calonne propuso dulcificar la gabela y la talla, suprimir las aduanas interiores y pedir a un nuevo impuesto –la subvención territorial, que reemplazaría a las vigésimas– los recursos necesarios para nivelar los presupuestos. Pero así como las vigésimas se percibían en dinero, la subvención territorial se percibiría en especie sobre los productos de todas las tierras, sin distinción de propietarios eclesiásticos, nobles o plebeyos. En este punto se imponía la igualdad ante el impuesto. La Caja de Descuentos se convertiría en Banco del Estado. Se crearían asambleas provinciales en aquellos territorios en que aún no existieran, a fin de que «el reparto de las cargas públicas cesara de ser desigual y arbitrario». Como no podía contarse con los Parlamentos para que inscribieran en sus registros un plan de reforma tan vasta, se reuniría una Asamblea de Notables que la aprobara. No se recordaba ocasión en que las asambleas elegidas y reunidas por el rey se hubieran opuesto a su voluntad. Pero se olvidaba que las cosas habían cambiado mucho en el último siglo transcurrido. Los notables: 7 príncipes de la sangre, 36 duques,
pares o mariscales, 33 presidentes o procuradores generales de los Parlamentos, 11 prelados, 12 consejeros de Estado, 12 diputados de los llamados países de Estado, 25 alcaldes o regidores de las principales ciudades, etc., en total 144 personajes, distinguidos por sus servicios o por sus funciones, se reunieron el 22 de febrero de 1787. Calonne hizo ante ellos, en elocuentes y justos términos, el proceso de todo el sistema financiero. «No se puede dar un paso –decía– en este vasto reino, sin encontrar en él leyes diferentes, usos contrarios, privilegios, exenciones y franquicias en materia de impuestos, derechos y pretensiones de toda especie, y esta disonancia general complica la administración, interrumpe su curso, embaraza sus resortes y multiplica en todo momento y lugar los gastos y el desorden.» En su discurso formulaba un cargo definitivo en contra de la gabela: «impuesto tan desproporcionado en su reparto que hace pagar en una provincia veinte veces más de lo que en otra se paga; tan riguroso en su percepción que su solo nombre causa pavor..., un impuesto, en fin, cuyos gastos de recaudación representan el veinte por ciento de lo que produce y que, por lo mucho que se presta al contrabando, hace condenar todos los años a cadenas o a prisión a más de 500 padres de
familia y ocasiona más de 4.000 embargos anuales». A la crítica de los abusos sucedió la exposición de sus proyectos de reforma. Los notables pertenecían, ya lo hemos visto, a la clase de los privilegiados. Innumerables folletos, inspirados por los miembros de los Parlamentos, los agobiaban con zumbas y epigramas, anunciando su capitulación. Se decidieron a mantener una actitud rígida, inflexible, a fin de probar su independencia. Evitaron el proclamar que ellos no querían pagar los impuestos, y derivaron a mostrarse indignadísimos por el monto del déficit, que, decían, los había dejado estupefactos. Recordaron que Necker, en su célebre Informe, aparecido cuatro años antes, había anunciado un excedente de los ingresos sobre los gastos. Exigieron que se les diera conocimiento de las piezas justificativas de la contabilidad del presupuesto. Reclamaron que el Tesoro real y su estado fueran comprobados todos los meses, y que todos los años se imprimiese la cuenta general de ingresos y gastos, la que sería remitida para su conocimiento y verificación al Tribunal de Cuentas. Protestaron, también, contra el abuso de las pensiones. Calonne, para defenderse, tuvo que hacer públicos y patentes los errores del Informe de Necker. Replicó éste y fue
desterrado de París. Toda la aristocracia, nobiliaria y parlamentaria, se irritó. Libelos virulentos se dedicaron a lanzar fango en contra de Calonne. Mirabeau formó en el coro de los difamadores con su Denuncia contra el agiotaje, en que se acusa a Calonne de jugar en la Bolsa con los fondos del Estado. Debe reconocerse, por otra parte, que el ministro era vulnerable. Tenía deudas, queridas, y un conjunto de amigos íntimos bastante sospechoso. El escándalo del golpe de Bolsa intentado por el abate de Espagnac sobre las acciones de la Compañía de las Indias acababa de hacerse público, y Calonne aparecía complicado en el asunto. Los privilegiados encontraron la ocasión propicia para desembarazarse del ministro reformador. En vano tomó éste la ofensiva haciendo redactar al abogado Gerbier unas Advertencias que eran un vivo ataque contra el egoísmo de los nobles y un llamamiento a la opinión pública. Las Advertencias, repartidas profusamente por todo el reino, aumentaron la rabia de los enemigos de Calonne. La opinión no reaccionó según él esperaba. Los rentistas se mostraron desconfiados. La burguesía no tomó en serio los proyectos de reforma redactados en su provecho. El pueblo permaneció indiferente ante disputas superiores a sus medios intelectuales: necesi-
taba tiempo para meditar las verdades que se le hacían patentes, y que, en aquellos momentos, sólo lograban excitar su asombro. La agitación fue violenta en París, pero quedó circunscrita a las clases superiores. Los obispos que tomaban asiento entre los notables exigieron la destitución de Calonne. Luis XVI se sometió y, a pesar de su repugnancia, acabó por nombrarle un sucesor, recayendo la elección en el arzobispo de Toulouse, Loménie de Brienne, designado por la reina. Los privilegiados respiraron a sus anchas, pero hay que confesar que habían tenido miedo. Se cebaron en Calonne. El Parlamento de París, a propuesta de Adrien Duport, ordenó una investigación sobre sus dilapidaciones, y el ex ministro no tuvo otro recurso que el de huir a Inglaterra. Brienne, aprovechándose de un momento de debilidad, obtuvo de los notables y del Parlamento un empréstito de 67 millones, en rentas vitalicias, que, de momento, permitió evitar la bancarrota. ¡Liviana tregua! El nuevo ministro, por la fuerza misma de las circunstancias, se vio obligado a hacer suyos los proyectos del hombre al que había sustituido en el desempeño del cargo. Con más espíritu de perseverancia que su antecesor, trató de romper la coalición existente entre
los privilegiados y la burguesía. Estableció asambleas provinciales en las que el tercer estado tenía una representación igual a la que sumaban los otros dos órdenes reunidos. Concedió a los protestantes los derechos inherentes al estado civil reconocido, levantando, con ello, unánimes protestas del clero. Transformó la prestación vecinal en una contribución metálica, y pretendió, por fin, obligar a los nobles y al clero a que abonasen la contribución territorial. Bien pronto la aristocracia de todo orden se sublevó. Sólo una comisión de las siete existentes adoptó el nuevo proyecto de contribución territorial; las otras seis se declararon sin poder bastante para asentir a él. Valían tanto sus respuestas como indicar la necesidad de convocar los Estados Generales. La Fayette iba más lejos: reclamó una Asamblea Nacional semejante al Congreso que gobernaba a los Estados Unidos y la concesión de una Carta que asegurase la periodicidad de esta Asamblea. Si Brienne hubiese tenido tanto valor como inteligencia, habría accedido a los deseos de los notables. La convocatoria de los Estados Generales, llevada a cabo voluntariamente en mayo de 1787, cuando el prestigio real no estaba aún en entredicho, hubiera, sin duda alguna, consolidado el poder de Luis XVI. Los privile-
giados hubieran caído en sus propios lazos, y la burguesía hubiera comprendido que las promesas de reformas eran sinceras. Pero Luis XVI y la corte temían a los Estados Generales. Se acordaban de Étienne Marcel y de la Liga. Brienne prefirió volver a llamar a los notables, dejando escapar con tal medida la última probabilidad de evitar la Revolución. Desde este momento la rebelión nobiliaria, de la que la aristocracia judicial tomó la dirección, no reconoció ya freno. Los Parlamentos de Burdeos, de Grenoble, de Besançon, etc., protestaron contra los edictos que concedían el estado civil y sus derechos a los herejes y heterodoxos, y que instituían las asambleas provinciales, cuya competencia temían. Alegaban, mañosamente, que estas asambleas, nombradas por el poder público, no eran sino comisiones ministeriales sin independencia alguna, terminando por demandar la reunión de los Estados Feudales, de cuya convocatoria no se tenía ya ni memoria. El Parlamento de París, en concomitancia con los Tribunales de Subsidios y de Cuentas, logra hacerse popular rehusando a Brienne el registro de un edicto por el que se sometían al impuesto del Timbre a las peticiones, recibos, correspondencia, periódicos,
anuncios, etc., y el 16 de julio reclama la reunión de los Estados Generales, al solo efecto de consentir –decía el Parlamento– los nuevos impuestos. Nuevamente el Parlamento rechazó el edicto sobre la subvención territorial, denunciando las prodigalidades de la corte y exigiendo economías. El rey quiso hacer patente lo que le había molestado tal oposición, pero se contentó con celebrar, el 6 de agosto, una sesión presidida por él, en que los edictos quedaron registrados. Pero, al día siguiente, el Parlamento se reunió y anuló, como ilegal, el registro hecho la víspera. Un destierro a Troyes castigó esta rebelión, logrando la medida que la agitación se extendiese a todos los tribunales de provincias y llegando ella a ganar a la burguesía: aparentemente, al menos, los magistrados resultaban defensores de los derechos de la nación. Se les llamó Padres de la Patria y se les llevó en triunfo. Los curiales, mezclados entre los artesanos, empezaron a perturbar el orden público en las calles. De todas partes afluían peticiones a Versalles reclamando la restauración del Parlamento de París. Los magistrados saboreaban su popularidad; pero en el fondo sentían profunda inquietud. Al reclamar la convocatoria de los Estados Generales habían querido,
por un golpe de efecto, ahorrar a la aristocracia de toga, de espada y de sotana, los gravámenes de las reformas financieras. Pero no estaban seguros de escapar a las decisiones de los Estados Generales. Si éstos adquirían carácter de periodicidad, como quería La Fayette, los aristócratas temían perder su preponderancia en la vida política. Se comenzó a parlamentar. Brienne renuncia al impuesto del Timbre y a la subvención territorial. En compensación se le otorgaría una prórroga en la percepción de las dos vigésimas, que serían cobradas «sin distinción alguna y sin atender a razones de excepción que pudieran alegarse, fuera cualquiera su motivo o causa». Mediante estas transacciones, el Parlamento registró, el 19 de septiembre, las decisiones tomadas y volvió a París, en donde fue recibido con fuegos artificiales. Desgraciadamente, las dos vigésimas –cuya percepción exigía tiempo– no bastaban a cubrir las necesidades urgentes del Tesoro. Aunque Brienne abandonó y dejó en desamparo a los patriotas holandeses, quedando en mal lugar la regia palabra empeñada, la bancarrota seguía amenazando. Fue preciso acudir nuevamente al Parlamento solicitando la autorización de un empréstito de 420 millones, prometiendo que los Es-
tados Generales serían convocados en 1792. La guerra se inició nuevamente con más violencia que antes. Ante la orden del rey que, el 19 de noviembre, mandó registrar el empréstito solicitado, el duque de Orleáns se permitió decir que tal medida era ilegal. Al día siguiente el duque fue desterrado a Villers-Cotterêts, y dos consejeros amigos suyos, Sabatier y Fréteau, encerrados en el castillo de Doullens. El Parlamento reclamó la libertad de los proscriptos y, a propuesta de Adrien Duport, el 4 de enero de 1788, votaba unas peticiones a propósito de las órdenes arbitrarias de detención o destierro –lettres de cachet– peticiones en las que insistió poco después, no obstante la prohibición real de ocuparse del asunto. En abril inmediato el Parlamento llevó su audacia al punto de llenar de inquietud y zozobra a los suscriptores del último empréstito y de alentar a los contribuyentes para que no pagaran las nuevas vigésimas. Esta actitud colmó la paciencia de Luis XVI, quien hizo arrestar, en pleno Palacio de Justicia, a los consejeros Goislard y Duval de Eprémesnil, que se habían refugiado en él, y aprobó los decretos que Lamoignon, ministro de Justicia, le presentó con objeto de poner fin a la resistencia de los magistrados y de reformar y reorganizar la justicia. Un Tribunal
Plenario, compuesto de altos funcionarios, sustituía al Parlamento en la función de registrar las decisiones reales. Los Parlamentos perdían el conocimiento de muchas causas civiles y criminales que antes le estaban conferidas. Todas ellas se entregaban, desde entonces, al juicio de los llamados grandes bailíos, quienes, en número de 47, aplicarían la justicia entre los litigantes. Numerosos tribunales especiales, tales como el de la sal, impuestos y otros semejantes, fueron suprimidos. La justicia criminal se reformaba con un sentido más humano, haciendo desaparecer el tormento y el interrogatorio sufrido en la fatídica banqueta. Se trataba de una reforma aun más profunda que la propuesta por el canciller Maupeou en 1770, y la que tal vez, llevada a la práctica nueve meses .antes, es decir, con anterioridad al confinamiento del Parlamento en Troyes, hubiera tenido éxito. La instalación de las grandes bailías no encontró oposición alguna, y es de creer que las palabras de Luis XVI denunciando al país a la aristocracia de los magistrados, que querían usurpar su autoridad, encontraron eco. Pero después de la sesión del 19 de noviembre, después de haber sido atacado el duque de Orleáns, la lucha no se empeñaba sólo entre el Ministerio y los Parlamentos. En torno de este conflicto ini-
cial, todos los otros descontentos y todas las quejosas querellas se habían manifestado y, lo que era peor, se habían coligado. El partido de los americanos, el de los anglómanos, el de los patriotas, que contaban entre sus prosélitos no sólo a miembros de la rancia nobleza y de la alta burguesía, sino también a consejeros judiciales como Duport y Fréteau, entraron en escena. Sus jefes se reunían en casa de Duport o en la de La Fayette. En estas reuniones se veía al abate Sieyès, al presidente Lepeletier de Saint-Fargeau, al abogado fiscal Hérault de Séchelles, al consejero del Parlamento Huguet de Sénoville, al abate Louis, al duque de Aiguillon, a los hermanos Lameth, al marqués de Condorcet, al conde de Mirabeau, a los banqueros Clavière y Panchaud, etc. Para todos éstos los Estados Generales sólo eran una etapa. Se transformaría a Francia en una monarquía constitucional y representativa. Se aniquilaría el despotismo ministerial. Las ideas americanas ganaban los clubes, las sociedades literarias, ya numerosas, los cafés, que se convirtieron, dice el consejero Sallier, en «escuelas públicas de democracia y de rebelión.» La burguesía se agitaba también, pero a remolque de la nobleza. En Rennes la Sociedad Patriótica Bretona co-
locó a su cabeza a grandes damas que se honraban con el título de ciudadanas. Dicha entidad organizó una serie de conferencias que se dieron en una sala adornada con profusión de sentencias cívicas. A dicha sala se la llamaba pomposamente, y siguiendo el léxico antiguo, el Templo de la Patria. La dirección del movimiento era llevada aún por la aristocracia judicial. Ella, desde París, transmitió a todos sus corresponsales de provincias la misma consigna e idénticas órdenes: impedir la instalación de los nuevos tribunales de apelación o grandes bailiatos, organizar la huelga de los tribunales inferiores, desencadenar, si fuera preciso, desórdenes, reclamar la convocatoria de los Estados Generales y la reunión de los antiguos Estados Provinciales. El programa se cumplió al pie de la letra. Los Parlamentos de provincia organizaron la resistencia con su numerosa clientela de hombres de ley y de toga. A fuerza de represiones y de arrestos fulminantes se dedicaron a provocar disturbios. La nobleza de espada se solidarizó en masa con los Parlamentos. La nobleza eclesiástica siguió igual senda. La asamblea del clero rebajó en tres cuartas partes el subsidio que se le había solicitado. Y al mismo tiempo que tomaba tal resolución, protestaba –15 de
junio– del Tribunal Plenario, del que decía era «tribunal del que la nación temía siempre demasiadas complacencias». En Dijon y Tolouse se produjeron alteraciones de orden público. En las provincias fronterizas, tardíamente unidas a la corona, la agitación revistió caracteres insurreccionales. En Bearn el Parlamento de Pau, cuyo edificio había sido cerrado manu militari, declaró que habían sido violadas las viejas capitulaciones del país. Los campesinos, excitados por los nobles, sitiaron al intendente en su residencia y reinstalaron a la fuerza y en sus antiguos puestos –19 de junio– a los magistrados. En Bretaña la agitación se desarrolló libremente, sin traba alguna, merced a la lenidad, tal vez mejor complicidad, del comandante militar Thiard y, sobre todo, del intendente Bertrand de Moleville. Los nobles bretones provocaban a duelos y cuestiones personales a los oficiales del ejército que permanecían fieles al rey. Durante los meses de mayo y junio fueron frecuentes las colisiones entre las tropas y los manifestantes. En el Delfinado, el país más industrial de Francia, al decir del señor Roland, el tercer estado jugó papel preponderante en estas conmociones, pero de acuerdo con los privilegiados. Después de haber sido expulsa-
do de su palacio, el Parlamento declaró que si los edictos eran mantenidos, «el Delfinado se consideraba completamente desligado de su promesa de fidelidad al soberano», sublevándose la ciudad de Grenoble el 7 de junio, rechazando a las tropas a golpes de tejas que les arrojaban desde lo alto de las casas y reinstalando en su palacio al Parlamento entre el vocinglero voltear de las campanas de la ciudad. Enardecidos con la llamada Jornada de las Tejas, los Estados de la provincia se reunieron espontáneamente–sin convocatoria, ni autorización real–, congregándose, el 21 de julio, en el castillo de Vizille, propiedad de los grandes industriales Périer. La asamblea, que el mando militar no se atrevió a disolver, decidió, a instancia y consejo de los abogados Mounier y Barnave, que, desde aquel momento, el tercer estado tuviera doble número de representantes y que en los Estados no se votase por órdenes, sino por cabezas. Invitaron a las demás provincias a que se les unieran y juraron no pagar más impuestos hasta que hubieran sido convocados los Estados Generales. Las resoluciones de Vizille, tomadas con entusiasta unanimidad, se convirtieron prontamente en el deseo de todos los patriotas. Brienne sólo habría podido triunfar de la rebelión si
el éxito hubiese coronado sus intentos de romper la inteligencia establecida entre el tercer estado y los privilegiados. Dedicóse a ello con todo ahínco y opuso las plumas de Linguet, de Rivarol y del abate Morellet a las de Brissot y Mirabeau. Anunció, el 5 de julio, la convocatoria próxima de los Estados Generales, y el 8 de agosto fijó como fecha de su reunión la del 1.º de mayo de 1789. ¡Demasiado tarde! Aun las mismas creaciones suyas, tales como las asambleas provinciales, constituidas por él a su gusto, se le mostraron poco dóciles. Muchas se opusieron al aumento de los impuestos que se les había solicitado. La de Auvernia, inspirada por La Fayette, formuló una protesta de tal modo viva, que hubo de sufrir una severa amonestación del rey. La Fayette fue licenciado y dejó de prestar servicios en el Ejército. Para concluir con la insurrección del Bearn, de la Bretaña y del Delfinado, hubiera sido preciso estar seguro de las tropas, y éstas, mandadas por nobles hostiles a las reformas y al ministro, se batían débilmente, cuando no se negaban terminantemente a ello, como sucedió en Rennes. Muchos oficiales pidieron el retiro. Y, para colmo de desventuras, Brienne se veía reducido a la impotencia por falta de dinero. Las adver-
tencias y excitaciones de los Parlamentos por un lado y las alteraciones por otro, habían paralizado la percepción de los impuestos. Después de haber agotado todos los medios y expedientes, luego de haber puesto mano en los fondos de los Inválidos, en los de las suscripciones a favor de los hospitales y de los perjudicados por los pedriscos, de haber decretado el curso forzoso de los billetes de la Caja de Descuentos, Brienne tuvo que suspender los pagos del Tesoro. Estaba perdido. Los rentistas, que hasta entonces habían permanecido en silencio, pues se sabían odiados por las gentes de justicia, juntaron sus gritos a los de los nobles y patriotas. Luis XVI sacrificó a Brienne como antes había sacrificado a Calonne, y pasó por la humillación de volver a llamar a Necker, a quien había dimitido el 25 de agosto de 1788. La realeza había perdido la capacidad de poder nombrar libremente a sus ministros. El banquero ginebrino, sabiéndose hombre necesario, puso condiciones: la reforma judicial de Lamoignon, causa más visible de la revuelta, sería anulada; los Parlamentos volverían a sus antiguas funciones, los Estados Generales serían convocados para la fecha fijada por Brienne. El rey tuvo que aceptarlo todo. La rebelión nobiliaria había puesto en trance dificilísimo a
la corona, pero había franqueado el camino a la Revolución. Brienne y después Lamoignon, fueron quemados en efigie en la plaza de la Delfina, entre la general alegría. Las manifestaciones, que duraron varios días, degeneraron en motín. Hubo muertos y heridos. El Parlamento, recién restablecido, en lugar de prestar su debida asistencia a la autoridad, condenó la represión y citó ante él al comandante jefe de la vigilancia nocturna, quien perdió su empleo. Las gentes de justicia alentaban al desorden y desarmaban a los agentes del rey. No sospechaban que bien pronto serían las víctimas de la fuerza popular desenfrenada.
CAPÍTULO III LOS ESTADOS GENERALES
Unidos, bien que mal, pero sin desacuerdo aparente para oponerse a los designios del despotismo ministerial, los nobles y los patriotas se dividen desde el momento en que Brienne cae. Los primeros, a quienes bien pronto se les llamará «los aristócratas», no concebían la reforma del reino sino en la forma de un retorno a las prácticas de la feudalidad. Entienden que deben garantizarse a los dos primeros órdenes sus privilegios honoríficos y útiles, y restituirles, por otra parte, el poder político que Richelieu, Mazarino y Luis XIV les habían arrebatado en el siglo precedente. A lo sumo consentirían, y de bastante mala gana, a pagar, desde entonces, la parte de contribuciones públicas que pudiera corresponderles. Se creían, siempre, vivir en tiempos de la Fronda y del cardenal de Retz. Los nacionales o patriotas, por el contrario, querían la supresión radical de todas las supervivencias de un pasado maldito. No habían combatido ellos al despotismo para reemplazarlo por la oligarquía nobiliaria. Tienen puestas sus miradas en Inglaterra y en América. La
igualdad civil, judiciaria y fiscal, las libertades esenciales, el Gobierno representativo, formaban el fondo invariable de sus reivindicaciones, cuyo tono llegaba hasta las estridencias de la amenaza. Necker, antiguo empleado del banquero Thélusson, que en una aventurada especulación de Bolsa, operando sobre los consolidados ingleses, se había enriquecido en vísperas del tratado de 1763, no era sino un recién llegado a las altas esferas, vanidoso y mediocre, muy dispuesto a adular a todos los partidos y en particular a los obispos, a quienes su cualidad de heterodoxo debía haber obligado a tratar con ciertas reservas. Satisfecho con haber logrado para el Tesoro algunos fondos, merced a empréstitos concertados con los notarios de París y con la Caja de Descuentos, dejó pasar el momento de imponer su mediación. La lucha le producía miedo. Había prometido reunir los Estados Generales, pero no se atrevía a reglamentar, con la urgencia debida, el modo de su convocatoria. Los privilegiados, como es natural, tendían a las formas antiguas. Como en 1614, fecha de la última vez que se reunieron, cada bailía, es decir, cada circunscripción electoral, no enviaría sino un solo diputado de cada orden, cualesquiera que fuesen su población e importancia.
La nobleza y el clero discutirían aparte. Ninguna resolución sería valedera sino por el acuerdo unánime de los tres órdenes. Los patriotas denunciaron con indignación este sistema arcaico, que conduciría, en la práctica, al aplazamiento indefinido de las reformas, al descrédito de los Estados Generales y a la perpetuidad de los abusos. Los magistrados se obstinaron en la primera fórmula. En 1614 las poblaciones habían sido representadas por los delegados de sus municipalidades oligárquicas, y los países de Estado, por diputados que los listados habían elegido por sí solos, sin intervención de los otros habitantes. Los aldeanos no habían sido consultados. De mantenerse la vieja fórmula, el tercer estado hubiera sido, seguramente, representado por una gran mayoría de hombres de toga y de ennoblecidos. Necker permanecía perplejo ante uno y otro bando. Aprovechándose de estas vacilaciones, el Parlamento de París le tomó la delantera, y el 25 de septiembre dictó un decreto según cuyos términos los Estados Generales debían ser «regularmente convocados y compuestos siguiendo las formas observadas en 1614». Los patriotas entendieron que este decreto constituía una traición y se dedicaron a atacar a la aristocracia ju-
dicial. «Es el despotismo de la nobleza –decía Volney en el Centinela del Pueblo– quien, en la persona de sus altos magistrados, regula a su gusto la suerte de los ciudadanos, modificando e interpretando a su placer el contenido de las leyes, erigiéndose en fuente de derechos: se cree autor de las leyes quien sólo debe ser su ministro.» Desde tal momento las plumas del tercer estado se dedicaron a denunciar la venalidad y la permanencia en determinadas familias de los cargos judiciales, los abusos de los encarecedores de la administración de justicia, y a negar a un cuerpo de funcionarios el derecho de censurar las leyes o el de modificarlas. Declararon con rudeza y claridad que una vez reunidos los Estados Generales no quedaría otro recurso que el de someterse, ya que la nación sabría hacerse obedecer mucho mejor que lo había logrado el rey. MarieJoseph Chénier proclamó que la inquisición judicial era mucho más tremenda que la de los obispos. El Parlamento de París, intimidado, volvió de su acuerdo dictando el 5 de diciembre un nuevo decreto por el cual se rectificaba. En el decreto último se aceptaba el hecho de que el tercer estado duplicara sus votos en los Estados, como ya sucedía en las asambleas provinciales creadas por Necker y por Brienne. La capitula-
ción era inútil y, además, incompleta. El decreto no decía nada del voto por cabeza. La antigua popularidad del Parlamento se había convertido, y no muy despacio, en execración. Necker había pensado, como vulgarmente se dice, sacudirse la mosca de encima, sometiendo las formas de la convocatoria a la Asamblea de Notables, nuevamente reunida por él. Los notables, como debía sospecharlo el ministro, se pronunciaron por las formas antiguas, y el día de su separación –el 12 de diciembre–, cinco príncipes de la sangre: el conde de Artois, los príncipes de Condé y de Conti, los duques de Borbón y de Enghien, denunciaron al rey, en un manifiesto público, la revolución inminente si, mostrándose débil, cedía en el mantenimiento de las reglas tradicionales. «Los derechos del trono –decían– se han sometido a discusión; los derechos de los dos órdenes del Estado dividen las opiniones, pronto los derechos de la propiedad serán atacados; la desigualdad de las fortunas será presentada como objeto de reformas, etc...» Los príncipes se excedían, porque, en aquella fecha, el tercer estado extremaba sus manifestaciones de lealtad a fin de tener de su lado al rey. Y no existía, por entonces, otra propiedad amenazada que la de los derechos
feudales. La táctica dilatoria de Necker sólo había conducido a aumentar las dificultades y a reunir en torno de los príncipes a la facción feudal. Pero, inversamente, la resistencia de los privilegiados había impreso al movimiento patriótico un tal ímpetu, un tal arrojo, que el ministro se sintió bastante fuerte para obtener que el rey resolviera, en definitiva, en contra de los deseos de los notables, de las manifestaciones de los príncipes. Mas, como siempre, sus medidas pecaron de incompletas. Concedió al tercer estado un número de diputados igual al de los otros dos órdenes reunidos, relacionó el número de los representantes con la importancia de las bailías, permitió a los simples sacerdotes tomar asiento y parte en las asambleas electorales del clero, medida que debía conducir a las consecuencias más funestas para la nobleza eclesiástica; pero, a pesar de estas concesiones hechas a la opinión, no se atrevió a atacar la cuestión capital del voto por órdenes o por cabezas en los Estados Generales. Y la dejó entregada a las pasiones desenfrenadas. La aristocracia opuso una resistencia desesperada, sobre todo en las provincias que habían conservado sus antiguos Estados o que los habían recuperado. En
Provenza, en Bearne, en Borgoña, en Artois, en el Franco-Condado, los órdenes privilegiados, sostenidos por los Parlamentos locales, aprovecháronse de las sesiones de sus Estados para dedicarse a manifestaciones violentas en contra de las innovaciones de Necker y de las exigencias subversivas del tercer estado. La nobleza bretona adoptó una actitud tan amenazadora, que Necker se vio obligado a suspender los Estados de la provincia. Los nobles excitaron a sus criados y a las gentes que estaban a su devoción en contra de los estudiantes de la Universidad que habían tomado partido por el tercer estado. Y se llegó a las manos. En los choques hubo diversas víctimas. De todas las poblaciones de Bretaña, de Angers, de Saint-Malo, de Nantes, la juventud burguesa acudía a Rennes para defender a los estudiantes, capitaneados por Moureau, el futuro general. Los gentiles-hombres, atacados y perseguidos en las calles, asediados en las salas de los Estados, hubieron de abandonar la ciudad con sus corazones ardiendo en rabia, y en enero de 1790 tuvieron que retirarse a sus casas solariegas. Despechados, juraron no hacerse representar en los Estados Generales. En Besançon, como el Parlamento tomara partido por los privilegiados, que habían votado una protesta
violenta en contra del Reglamento de Necker, la multitud se amotinó e hizo objeto del pillaje la casa de muchos consejeros, sin que la fuerza pública interviniera para defenderlos. Su jefe, un noble liberal, el marqués de Langeron, declaró –marzo de 1789– que el Ejército tenía como función la de marchar en contra de los enemigos del Estado, pero no la de ir en contra de los ciudadanos. Un buen observador, Mallet du Pan, escribía en enero de 1789, sobrándole la razón: «La discusión pública ha cambiado de aspecto; no se habla ya sino secundariamente del rey, del despotismo y de la Constitución; se trata, en realidad, de una guerra entre el tercer estado y los otros dos órdenes.» Los privilegiados debían ser vencidos, y ello no solamente porque no podían contar con los agentes del poder real, cuya paciencia habían agotado con su anterior rebelión, ni porque estuviese en su contra la nación entera, salvo una ínfima minoría de parásitos, sino porque estaban divididos. En el Franco-Condado, 22 gentiles-hombres protestaron contra las resoluciones de su orden y declararon que aceptaban el doble número de votos del tercer estado, la igualdad ante la ley y ante el impuesto, etc. La municipalidad de Besan-
çon los inscribió en su lista de ciudadanos burgueses. En Artois, en donde sólo estaban representados en los Estados los nobles de siete cuarteles y poseedores de un feudo local, los aristócratas no comprendidos en estas cualidades, sostenidos por el abogado Robespierre, protestaron de la exclusión de que eran objeto. Los hidalgüelos del Languedoc manifestaron iguales quejas respecto a los altos barones de la provincia. La llamada «nobleza de campanario», compuesta por los plebeyos que habían comprado cargos municipales que ennoblecían, se colocó, casi toda ella, del lado del tercer estado, sin que éste, por otra parte, llegara a mirarlos con buena voluntad. La agitación se iba apaciguando. La convocatoria de los Estados Generales, anunciada y comentada desde los púlpitos, por los sacerdotes de todas las parroquias, había despertado grandes esperanzas. Todos los que tenían algo de que quejarse, y eran legión, prestaban atención profunda a las polémicas que se suscitaban y se preparaban para «el gran día». Burgueses y campesinos habían comenzado, desde hacía dos años, a practicar su aprendizaje político actuando en las asambleas provinciales, en las asambleas de los departamentos y en las nuevas municipalidades rurales crea-
das por Brienne. Estas asambleas habían repartido el impuesto, administrado la beneficencia y los trabajos públicos, vigilado el empleo de los fondos locales. Estas municipalidades rurales, elegidas por los mayores contribuyentes, habíanle tomado gusto al desempeño de sus funciones. Hasta entonces el síndico había sido nombrado por los intendentes; pero elegido, desde las últimas reformas, por los cultivadores, dejó de ser un simple agente pasivo. Alrededor del Consejo, en que él formula sus opiniones, va formándose la opinión pública de la población. Se discuten los intereses comunes, se preparan las que han de ser sus reivindicaciones. En Alsacia, desde que las nuevas municipalidades se forman, su primer cuidado fue intentar el proceso de los señores, quienes se quejan amargamente de los «abusos sinnúmero» a que ha dado lugar su establecimiento. La campaña electoral coincidía con una grave crisis económica. El tratado de comercio firmado con Inglaterra en 1786, al rebajar los derechos de aduanas provocó y permitió la entrada y el paso de las mercaderías inglesas. Los fabricantes de telas hubieron de restringir bastante su producción. El paro alcanzó en Abbeville a 12.000 obreros y 20.000 en Lyon. Y así y proporcio-
nalmente en los demás centros productores. Al finalizar el invierno, que fue muy riguroso, fue preciso organizar comedores y talleres de caridad en las grandes poblaciones, tanto más cuanto el precio del pan aumentaba sin cesar. La cosecha de 1788 había sido muy inferior a la normal. La penuria de forrajes se hizo tan grande y general, que muchos labradores se vieron forzados a sacrificar parte de sus ganados, a dejar grandes parcelas de tierra sin cultivo y a hacer la sementera sin emplear abono alguno en los terrenos. Los mercados estaban desguarnecidos. El pan no era solamente caro, sino que escaseaba: llegó a temerse que faltara. Necker arbitró el impedir las exportaciones de granos y hacer compras en el exterior. La crisis, lejos de mejorarse, empeoraba y aumentaba por momentos. Los necesitados dirigían miradas de envidia codiciosa a los bien repletos graneros de los grandes señores, eclesiásticos o laicos, en que unos y otros encerraban el producto de los terrazgos y diezmos, de los censos en especies. Denunciaban, de numerosas maneras, la conducta de la aristocracia y de los privilegiados. Desde que en el mes de marzo comenzaron las operaciones electorales, estallaron las conmociones populares. La multitud se congrega alrededor de los graneros y de
los hórreos diezmeros, exigiendo la apertura de los mismos. La muchedumbre detuvo la circulación de los granos, los detentó y los tasó por su propia y exclusiva autoridad. En Provenza los obreros y los campesinos sublevados no se contentaron con pedir la tasa de los granos y la disminución del precio de los víveres, sino que exigieron la supresión del impuesto sobre la harina y luego intentaron, por la amenaza y la fuerza, que los señores y los eclesiásticos renunciaran a los diezmos y a los demás derechos señoriales. A fines de marzo hubo sediciones y robos en cuadrilla en Aix, en Marsella, en Tolón, en Brignoles, en Manosque, en Aubagne y en otros varios puntos. Perturbaciones análogas, aunque de menor gravedad, se produjeron en Bretaña, en Languedoc, en Alsacia, en el Franco-Condado, en Guyena, en Borgoña y en la Isla de Francia. En París, el 27 de abril, la gran fábrica de papeles pintados de Réveillon fue saqueada en el curso de una sangrienta algarada. El movimiento no se dirigía sólo contra los acaparadores de géneros alimenticios, de los viejos sistemas impositivos, de los gravámenes sobre el consumo, del feudalismo, sino que se extendía contra todos los que explotaban al pueblo y vivían de su substancia. Estaba en relación estrecha con la agitación política.
En Nantes la multitud sitió la casa Ayuntamiento al grito de «¡Viva la libertad!». En Agde reclamó el derecho de ser ella quien nombrara a los cónsules o supremos magistrados locales. En muchos casos la agitación coincidía con la apertura o comienzo de las operaciones electorales. Es ello fácilmente explicable: estas pobres gentes, desconocidas de las autoridades desde hacía siglos, a quienes no se acudía sino para reclamarles el impuesto y la prestación vecinal, ven que, de repente, son llamadas para que den su opinión sobre los asuntos del Estado, y al hacerlo se les advierte que pueden libremente dirigir sus quejas a sus agravios al rey. «Su Majestad –dice el Reglamento Real leído desde los púlpitos– desea que de todos los ámbitos de su reino, desde las más apartadas habitaciones, quede cada uno seguro de que puede hacer llegar hasta él sus deseos y sus reclamaciones.» La frase se les quedó impresa en los oídos y fue tomada al pie de la letra. Los desdichados creyeron que, decididamente, no estaba en su contra toda la autoridad pública, como había sucedido otras veces; que tenían un valedor en la cúspide del orden social y que las injusticias habían, por fin, tocado a su término. Es esta consideración la que les hace tan impulsivos. Con toda la fuerza de su voluntad y
con toda la rigidez de sus amargos sufrimientos pasados, se lanzaban hacia los objetos de sus deseos y de sus quejas. Haciendo cesar la injusticia, realizaban, o, al menos, así lo creían ellos, el pensamiento real. Más tarde, cuando se percaten de su error, se apartarán del rey. Pero necesitarán tiempo para desengañarse. En medio de esta gran fermentación se llevó a cabo la consulta de la nación. Desde hacía seis meses, a pesar de la censura, a pesar del rigor de los Reglamentos sobre la imprenta, la libertad de prensa existía de hecho. Hombres de toga, sacerdotes, publicistas de todo género, ayer desconocidos y trémulos, criticaban ardorosamente todo el sistema social en los miles de folletos que eran leídos con avidez, lo mismo en los coquetones gabinetes femeninos de las damas de alcurnia, que en las humildes y desmanteladas chozas. Volney lanzaba en Rennes su Centinela del Pueblo, Thouret en Ruán su Aviso a los buenos normandos, Robespierre en Arras su Llamamiento a la nación arresiana, Mirabeau en Aix su Llamamiento a la nación provenzal, el abate Sieyès su Ensayo sobre los privilegiados y luego su célebre ¿Qué es el tercer estado?, Camille Desmoulins su Filosofía al pueblo francés, Target sus Cartas a los Estados Generales, etc. No quedó abuso que no fuera denuncia-
do ni reforma que no fuera estudiada y exigida. «La política –dice madame de Staël– era un campo nuevo que se abría a la imaginación de los franceses; cada uno se sentía halagado por la idea de representar en ella un papel, cada uno encontraba un objetivo que lograr en las múltiples eventualidades que desde todas partes se anunciaban.» Los individuos del tercer estado se concertaban entre sí, provocaban reuniones oficiosas en las corporaciones y comunidades de que formaban parte, sostenían frecuente correspondencia y comunicación de población a población y de provincia a provincia. Redactaban peticiones y manifiestos y se dedicaban, con ardor, a reclutar firmas para los mismos. Ponían en circulación modelos de «cuadernos de quejas» que hacían llegar hasta los más recónditos rincones de las campiñas. El duque de Orleáns, que pasaba por ser el protector oculto del partido patriota, hacía redactar por Laclos las Instrucciones que él dirigía a sus representantes en las bailías de sus tierras, y a Sieyès, un modelo de Deliberaciones a tomar por las asambleas electorales. Necker ordenó a todos los funcionarios que guardasen la neutralidad más absoluta, y si hubo quejas sobre este asunto, fueron denunciadas más bien por los privile-
giados que, como en el caso de Amelot, intendente de Dijon, se lamentaban de que las autoridades más bien favorecían a sus adversarios. Los Parlamentos intentaron hacer autos de fe con algunos folletos y publicaciones para ver si así lograban intimidar a sus autores e impresores. El de París citó ante él al doctor Guillotin por la publicación de su Petición de los ciudadanos domiciliados en París. Guillotin se presentó rodeado de una multitud inmensa que le aclamaba, y el Parlamento no se atrevió a arrestarlo. El mecanismo electoral, fijado por el Reglamento Real, era bastante complicado, pero de un gran liberalismo. Los miembros de los dos primeros órdenes habían de reunirse, precisamente, en la capitalidad de su bailía para constituir la asamblea electoral del clero y la asamblea electoral de la nobleza. Todos los aristócratas de nobleza incontestable y transmisible tenían derecho de formar parte de la asamblea, personalmente. Las mismas mujeres nobles, que lo fueran por título personal, y siempre que estuvieran en posesión de un feudo, podían hacerse representar por un procurador, mediante la correspondiente otorgación de poderes. Los simples sacerdotes tenían derecho a tomar asiento, personalmente, en la asamblea del clero, en
tanto que los canónigos, considerados como personas nobles, mandaban sólo un representante por cada diez, y los regulares o monjes, un delegado por convento. Así, el que pudiéramos llamar bajo clero, tenía asegurada una importante mayoría en la asamblea de su orden. En las poblaciones, los habitantes de 25 años de edad e inscritos en la matrícula de los impuestos, se reunían, en primer lugar, por corporaciones. Las corporaciones de artes y oficios sólo podían designar un delegado por cada 100 miembros, en tanto que las de artes liberales, negociantes y armadores, designaban dos, ventajas concedidas al saber y a la riqueza. Los habitantes que no formaban parte de una corporación, así como los de aquellos lugares en que no existían corporaciones, habían de reunirse por cuarteles, barrios o distritos y designar dos delegados por cada 100 miembros. Todos estos delegados o electores debían reunirse seguidamente en la casa Ayuntamiento para constituir la asamblea electoral del tercer estado de la población de que se tratara, redactar el cuaderno de quejas y peticiones comunes y nombrar los representantes en la asamblea del tercer estado en la bailía respectiva, que era la que, en realidad, estaba encargada
de elegir, en definitiva, a los diputados del orden en los Estados Generales. Los campesinos de las parroquias o aldeas fueron representados en esta asamblea a razón de 2 delegados por cada 200 hogares. Cada parroquia, como cada corporación o cada barrio urbano, proveía a sus respectivos delegados de un cuaderno especial de peticiones y quejas que debía fundirse luego en el cuaderno general de la bailía. Cuando la bailía principal se dividía en bailías secundarias, la asamblea electoral de la bailía secundaria designaba una cuarta parte de sus miembros para que la representasen en la asamblea de la bailía principal. En este último caso, que fue bastante frecuente, el mecanismo electoral se componía de cuatro grados: parroquia, corporación o barrio, asamblea de la población, asamblea de la bailía secundaria, asamblea de la bailía principal. En las asambleas de los privilegiados la lucha fue viva entre la minoría liberal y la mayoría retrógrada, entre los nobles de corte y los hidalgos de las campiñas, entre el alto y el bajo clero. La nobleza de la bailía de Amont-Vesoul, en el Franco-Condado, se dividió y nombró dos diversas diputaciones para los Estados Generales. En Artois, Bretaña, los nobles miembros
de los Estados se abstuvieron de comparecer a la capitalidad de la bailía como protesta del Reglamento Real que les obligaba a compartir el poder político con la pequeña nobleza. Las asambleas del clero fueron, por lo general, muy turbulentas. El bajo clero impuso su voluntad, y los meros sacerdotes descartaron de las diputaciones a la mayor parte de los obispos, salvo una cuarentena de ellos, elegidos entre los más liberales. Las asambleas del tercer estado fueron más tranquilas. Sólo hubo conflictos en ciertas poblaciones, como Arras, en donde los delegados de las corporaciones discutieron ásperamente con los concejales que pretendían formar parte de la Asamblea no obstante su carácter de ennoblecidos, y en ciertas bailías, como Commercy, en donde los del campo se quejaron de que los de las ciudades habían dejado fuera del cuaderno de peticiones y quejas, presentado con el carácter de general, sus peculiares reivindicaciones. En casi todos los sitios el tercer estado elegía sus diputados entre las personas de su seno, probando así el vigor del espíritu de clase que le animaba. Sólo estableció excepciones en favor de algunos nobles populares, como Mirabeau, que, habiendo sido excluido de la asamblea de su orden, fue electo por el tercer estado de Aix y de
Marsella, o en favor de algún eclesiástico que, como Sieyès, rechazado, también, por el clero, fue elegido por el tercer estado de París. Más de la mitad de la diputación del tercer orden estaba compuesta por hombres de toga que habían ejercido una influencia preponderante en la campaña electoral o en la redacción de los cuadernos de quejas y peticiones. La otra mitad comprendía a todas las otras profesiones, debiéndose hacer notar que la porción netamente campesina, iletrada en su mayor parte, no envió representante alguno de la misma. Varios de los publicistas que más se habían distinguido en sus ataques a la nobleza obtuvieron mandato, sucediendo así con Volney, Robespierre, Thouret, Target, etc. El examen de los cuadernos de quejas y peticiones pone bien a las claras que el absolutismo era condenado unánimemente. Sacerdotes, nobles y plebeyos coincidían en reclamar una Constitución que limitase los derechos de la realeza y de sus agentes, y que estableciese una representación nacional periódica con facultad para votar los impuestos y para hacer las leyes. Casi todos los diputados habían recibido el mandato de no acordar subsidio alguno antes de que la Constitución fuese aceptada y asegurada en su cumplimiento.
«El déficit –según la afirmación de Mirabeau–, constituía el tesoro de la nación.» El amor a la libertad, el odio a la arbitrariedad inspiraban todas las reivindicaciones. El propio clero, en muchos de sus cuadernos, protestaba del absolutismo en la Iglesia con el mismo vigor que contra el del Estado. Reclamaban para los sacerdotes el derecho de congregarse y de participar en el gobierno de la Iglesia por el restablecimiento de los sínodos diocesanos y de los concilios provinciales. La nobleza no ponía menos ardor que los plebeyos en la condenación de las autorizaciones para las detenciones arbitrarias y de las violaciones de la correspondencia y en la reclamación del juicio por jurados y de las libertades de pensamiento, palabra e imprenta. Los privilegiados aceptaban la igualdad fiscal, pero rechazaban, en su mayoría, la igualdad de derechos y la libre admisión de todos los franceses a la universalidad de los empleos públicos. Sobre todo defendían bravamente el voto por órdenes, considerado por ellos como la suprema garantía de sus diezmos y derechos feudales. La nobleza y el tercer estado caminaban de acuerdo en pensar que, con los bienes eclesiásticos, podía pagarse muy bien la deuda existente, y que aqué-
lla era unánime con el clero en condenar el sistema financiero en vigor. Todos los impuestos, directos e indirectos, debían desaparecer para ceder su plaza a una contribución más equitativa que sería repartida por asambleas electivas y no por los agentes del poder real. El tercer estado estaba unido en cuanto significaba enemiga a los aristócratas; pero sus reivindicaciones privativas eran distintas según fueran enunciadas por los burgueses, los campesinos, los artesanos o los comerciantes. Toda la gradación de los intereses y de los pensamientos de las diversas clases se reflejan en ellas. Las quejas contra el régimen señorial son, naturalmente, más acres en los cuadernos redactados por las parroquias que en los redactados por los ciudadanos de las poblaciones en los cuadernos de las bailías. En la condena de las corporaciones la unanimidad estaba muy lejos de existir. Las protestas contra la supresión de los baldíos y del espigueo, contra la desaparición de los bienes comunales, sólo representaban una insignificante minoría. Se echa de ver que la burguesía, propietaria ya de una buena parte de la tierra, se solidariza en la defensa de los derechos sobre ésta con la propiedad feudal, en contra de los campesinos pobres y desposeídos. Las reivindicaciones propiamente obreras
brillan por su ausencia. Son los «amos» los que tienen la pluma entre sus dedos. El proletariado de las poblaciones no tiene aún voz en el capítulo. En revancha, los deseos de los industriales y de los comerciantes, sus protestas contra los perniciosos efectos del tratado de comercio con Inglaterra, la exposición de las necesidades de las diferentes ramas de la producción son objeto de estudios bien precisos y dignos de ser notados. La clase que va a tomar la dirección de la Revolución siente plena conciencia de su fuerza y de sus derechos. No es cierto que se deje seducir por una ideología vacía de contenido. Conoce a fondo las realidades y posee los medios de conformar a ellas sus intereses.
CAPÍTULO IV LA REBELIÓN PARISIENSE
Las elecciones habían afirmado con una claridad meridiana la firme voluntad del país. La realeza, habiendo permanecido neutral, se encontraba con las manos enteramente libres. Pero no podía homologar los deseos del tercer estado sino al precio de su propia abdicación. Luis XVI podía continuar reinando, pero al modo de los reyes de Inglaterra, y aceptando a su lado el control permanente de la representación nacional. Ni por un momento el esposo de María Antonieta transigió con renunciación semejante; ni siquiera pensó en su posibilidad. Sentía la altivez de su sacerdocio y no quería cercenarlo. Para defenderlo sólo le quedaba un camino, al que, por otra parte, le llevaron los príncipes: la inteligencia estrecha con los privilegiados y la resistencia. Parece ser que quince días antes de los Estados Generales, Necker le había aconsejado hacer cuantos sacrificios fueran necesarios para ser él quien llevara la dirección de los sucesos. El rey debía ordenar a los tres órdenes que deliberaran en común y votaran por
cabezas en cuanto se relacionara con los impuestos. Debía, al mismo tiempo, fusionar a la nobleza y alto clero en una cámara alta al estilo de la inglesa, creando una cámara baja o popular para la reunión del tercer estado y de la plebe clerical. Es dudoso que éste, que pudiéramos llamar estado llano, se hubiera conformado con este sistema que, en realidad, le entregaba sólo el control del impuesto. Pero es cierto que una prueba inequívoca de la buena voluntad real hubiera amortiguado los conflictos y preservado a la corona. Necker prefería que los Estados Generales se reunieran en París, sin duda para dar confianza al mundo de la Bolsa. El rey se pronunció por Versalles «a causa de las cacerías». Y fue éste el primer error, porque los hombres del tercer estado iban a tener constantemente ante sus ojos estos palacios suntuosos, esta corte ruinosa que devoraba a la nación. Y, por otra parte, no estaba París tan lejos de Versalles que no hiciera sentir su acción y su influencia sobre la Asamblea. La corte se ingenió, desde un principio, para mantener en todo su rigor la separación de los diversos órdenes aun en los más ligeros detalles. En tanto que el rey recibía con toda cortesía, y en sus salones, a los diputados del clero y de la nobleza, los del tercer esta-
do le fueron presentados en grupo y con toda prisa en su dormitorio. El tercer orden se vio obligado a aceptar como traje de etiqueta uno enteramente negro que contrastaba, por su severidad, con las áureas y argentadas casacas de los otros dos órdenes. Y si no se les hizo escuchar de rodillas el discurso real de apertura, como a ello se les había obligado en 1614, sí se les ordenó que penetrasen en el Salón de los Estados por una pequeña puerta casi excusada, en tanto que la principal se abría de par en par para dar paso a los representantes de la nobleza y del clero. Los diputados pertenecientes al bajo clero se habían visto ya, en la procesión del día anterior, heridos en su dignidad, pues en lugar de agrupar a todos los representantes de su orden por bailías, se separó de ellos a los prelados y se les indicó formaran aparte y alejados de ellos por el amplio espacio que ocupó la banda de música del rey. La sesión de apertura, celebrada el día 5 de mayo, agravó la mala impresión creada por tales torpezas. En un tono sentimentalmente lacrimoso, Luis XVI puso a los diputados en guardia contra el espíritu de innovación y les invitó, en primer lugar, a que se ocuparan de los medios conducentes a llenar las arcas del exhausto Tesoro. El ministro de Justicia, Barentin, que habló en
seguida, y al que apenas se oía, sólo invirtió el tiempo de que dispuso en cantar las bondades del monarca y en exponer los beneficios que debían al rey. Necker, en fin, en un largo discurso-informe atiborrado de cifras, que duró tres horas, se limitó a tratar de la situación financiera. A creerle, el déficit, cuya importancia atenuaba, era fácil de reducir merced a algunas medidas de detalle, de moderación, de economía, etc. Parecía estarse oyendo el discurso de un administrador de cualquier sociedad anónima. Los diputados se preguntaban si era para esto para lo que se les había hecho venir de sus lejanas provincias. Necker ni se pronunció en sentido alguno sobre la cuestión capital del voto por cabeza, ni despegó sus labios para referirse a reformas políticas. El tercer estado manifestó la decepción que le habían causado estos silencios. Y comprendió que para triunfar de los privilegiados no debía contar sino con sus propios recursos. La conducta a seguir fue rápidamente acordada por sus miembros. Los individuos que lo componían se congregaron aquella misma tarde, por provincias: los bretones, que eran los más animosos en contra de los nobles, alrededor de Chapelier y de Lanjuinais; los del Franco-Condado, en torno del abogado Blanc; los ar-
tesienses, alrededor de Robespierre; los del Delfinado, en torno de Mounier y de Barnave; y así los demás. De todos estos conciliábulos salió una resolución idéntica: el tercer estado o, más bien, los Comunes –nombre nuevo que quisieron tomar y que expresaba sus deseos y voluntad de ejercer los derechos de que hacían uso los Comunes ingleses– invitarían a los otros dos órdenes a reunirse con ellos para examinar en común los poderes de todos los diputados, sin distinción alguna, y en tanto que esta verificación en común no fuera efectuada, los Comunes se negarían a constituirse en cámara particular. No tendrían ni mesa ni acta y se limitarían a designar un decano encargado de que reinase el orden en su asamblea. Y así se hizo. Desde el primer día los Comunes afirmaron, por un acto, su resolución de obedecer a los deseos de Francia, considerando como inexistente la vieja división de órdenes. Pasóse un mes en conferencias inútiles entre las tres cámaras, que actuaban separadamente. Por la presión del bajo clero, el orden de éste, que había ya suspendido el examen de los poderes de sus miembros, se ofreció como intermediario conciliador. Se nombraron por una y otra parte comisarios encargados de concertar un acuerdo imposible. El rey intervino también y
encargó al ministro de Justicia que presidiera en persona las conferencias de avenencia. El tercer estado supo aprovechar, con suma habilidad, las reservas que formuló la nobleza para apuntar en el haber de ésta la responsabilidad del fracaso. Luego, haciendo público en toda Francia que los privilegiados permanecían irreducibles, abandonó su anterior actitud expectante. Dirigió a los dos primeros órdenes una invitación para que se les reunieran, y el 12 de junio procedió por su sola autoridad y cuenta a la verificación de los poderes de los tres órdenes, procediendo al llamamiento general de todas las bailías convocadas. Al día siguiente tres sacerdotes del Poitou, Lecesve, Ballard y Jallet, respondieron al ser pronunciados sus nombres, y en los días siguientes otros 16 eclesiásticos les imitaron. Terminado el llamamiento, los Comunes decidieron por 490 votos contra 90 constituirse en Asamblea Nacional. Afirmaron así que se bastaban para representar a la nación. Después, dando un paso más, decidieron que el pago de los impuestos dejaría de ser obligatorio el mismo día en que, por la violencia, se obligase a la Asamblea por ellos constituida a cesar en sus funciones. Habiendo, con tal medida, amenazado a la corte con una posible huelga de contribuyentes, establecie-
ron la confianza entre los acreedores del Estado, colocando sus créditos bajo la salvaguardia del honor francés; y por un acto aun más atrevido que los anteriores, negaron al rey el derecho a interponer su voto contra las medidas que acababan de tomar y contra todas aquellas que tomasen en el porvenir. Dos días más tarde, el 19 de junio, después de violentos debates y merced una pequeña mayoría –149 votos contra 137–, el orden del clero decidió, por su parte, unirse con el tercer estado. Si el rey no intervenía rápidamente para impedir esta reunión, los privilegiados perdían la partida. Príncipes, grandes señores, arzobispos, magistrados, ejercían presión cerca de Luis XVI para que actuase. De Eprémesnil ofreció hacer juzgar por el Parlamento de París a los inspiradores del tercer estado y al mismo Necker como culpables del delito de lesa majestad. El rey decidió, el 19 por la noche, anular las deliberaciones y decisiones del tercer estado en una sesión solemne que se consideraría como extraordinaria del Parlamento y que presidiría el rey. Y laborando por hacer imposible la unión del clero a los Comunes, ordenó que, a pretexto de obras y arreglos en su interior, se cerrasen las salas de los Estados. ¡Ridículas medidas
en tales circunstancias! El 20 de junio por la mañana, los diputados del orden tercero se encontraron cerradas las puertas del salón en que se reunían, y rodeadas de soldados. Se trasladaron a un lugar inmediato, al llamado Salón del Juego de Pelota, estancia que servía para el recreo de los cortesanos. Algunos propusieron trasladarse a París para deliberar en condiciones de seguridad. Mounier logró conciliar las diversas opiniones, rogando a todos y a cada uno que, con su juramento y su firma, se comprometieran «a no separarse jamás y a reunirse siempre y donde las circunstancias lo exigieran hasta que la Constitución fuese un hecho y estuviera asentada sobre fundamentos sólidos». Todos, absolutamente todos, menos Martin Dauch, diputado de Carcasona, prestaron el juramento inmortal en medio del mayor entusiasmo. La sesión real había sido convocada para el día 22 de junio. Se retrasó una fecha para dar tiempo a que pudieran desaparecer las tribunas públicas –en las que podían tener acomodo 3.000 personas–, y desde las que se temía mucho pudieran hacerse manifestaciones. Esta dilación constituyó una gran torpeza, porque ella permitió que la mayoría del clero llevara a la práctica
su decisión del día 19. Dicha mayoría se unió al tercer estado el día 22 de junio en la iglesia de San Luis. Cinco prelados, teniendo a su cabeza al arzobispo de Vienne, en el Delfinado, y ciento cuarenta y cuatro sacerdotes, aumentaron así los escaños de la Asamblea Nacional. Dos nobles del Delfinado, el marqués de Blacons y el conde de Agoult, vinieron también a tomar asiento en ella. Desde que tales sucesos tuvieron desarrollo, el resultado de la sesión real aparecía más que comprometido. La corte acumuló las faltas de sentido de la realidad. En tanto que los diputados privilegiados entraban directa y seguidamente en el Salón de los Estados, los representantes del tercer orden hubieron de esperar ante la estrecha puerta a que antes se hiciera referencia, sufriendo los rigores de una lluvia inclemente. La imprudente ostentación de tropas, lejos de intimidarles, sirvió sólo para excitar su irritación. El discurso del rey les indignó. Fue una reprensión acre, plagada de declaraciones brutales e imperativas. El monarca ordenaba el mantenimiento de los tres órdenes y su deliberación en cámaras separadas. Anuló, por su sola autoridad, las decisiones del tercer estado. Si prestaba su aquiescencia a la igualdad ante el impuesto, se cuidaba seguida-
mente de especificar el mantenimiento absoluto de todas las propiedades; «y Su Majestad entiende expresamente con el nombre de propiedades los diezmos, censos, rentas y obligaciones feudales y señoriales, y, en sentido general, todos los derechos y prerrogativas útiles u honoríficos ligados a las tierras y feudos que estén en posesión de persona cualquiera». ¿Qué importaba que a continuación prometiese, vagamente, consultar, en lo por venir, con los Estados cuanto se relacionara con materias impositivas y financieras? La reforma política y social se había desvanecido. Luis XVI, volviendo a hacer uso de la palabra, terminó la sesión real con estas amenazas: «Si por una fatalidad que está lejos de mi mente, vosotros me abandonarais en tan bella empresa, haría yo solo el bien de mis pueblos y me consideraría como su único verdadero representante... Tened presente, señores, que ninguno de vuestros proyectos, ninguna de vuestras disposiciones pueden tener fuerza de ley sin mi especial aprobación... Ordeno, señores, que os separéis seguidamente y que mañana por la mañana os reunáis en los salones afectos a cada orden para, en ellos, continuar vuestras sesiones. En su consecuencia, ordeno al gran maestre de ceremonias que haga preparar dichos
compartimientos.» Obedeciendo a una consigna que la noche antes habían hecho circular los diputados bretones, y que éstos habían adoptado en su club, los Comunes permanecieron inmóviles en tanto que la nobleza y una parte del clero se retiraban. Los obreros enviados para quitar el estrado real suspendieron su tarea por miedo a turbar la labor de la Asamblea del tercer estado, que aún continuaba. El maestro de ceremonias, de Brèzé, volvió para repetir a Bailly, que presidía, las órdenes del rey. Bailly le replicó secamente que la nación constituida en Asamblea no podía recibir órdenes de nadie, y Mirabeau, con su voz tonante, le lanzó el tan repetido famoso apóstrofe: «Id a decir a quienes os envían que nosotros estamos aquí por la voluntad del pueblo, y que no abandonaremos nuestros sitios sino por la fuerza de las bayonetas.» Camus, apoyado por Barnave y por Sieyès, hizo decretar que la Asamblea Nacional persistía en sus acuerdos y decretos. Era esto renovar, insistiendo en ella, la desobediencia. Mirabeau, temiendo que de un momento a otro se extendiesen órdenes de prisión en contra de los individuos influyentes en el tercer orden, propuso se decretara la inviolabilidad de los miembros de la Asamblea, y que
cualquiera que atentase a ella se hiciese reo de crimen capital. Pero era tal la fría resolución que animaba a todos los corazones y tal la desconfianza que inspiraba Mirabeau, cuya inmoralidad hacía sospechosas todas sus intenciones, que muchos diputados quisieron que se desechara tal proposición como pusilánime. Sin embargo, se votó. Fueron estas resoluciones memorables y mucho más audaces y valerosas que las del 20 de junio, porque el 20 de junio el tercer estado ignoraba la voluntad del rey, que aún no se había manifestado. El 23 de junio dicho orden renovó y agravó su rebelión en la misma sala en que acababa de oír la contraria palabra real. La Revellière, que tomaba asiento en la Asamblea como diputado del Anjou, cuenta que Luis XVI, ante las manifestaciones que le hizo el marqués de Brèzé, dio orden a los guardias de corps de penetrar en el salón y dispersar violentamente a los diputados. Como los guardias se dispusieran a cumplir la orden, muchos de los diputados de la minoría del estado noble, los dos Crillon, de André, La Fayette, los duques de La Rochefoucauld y de Liancourt, y otros varios, echaron mano a sus espadas e impidieron el paso a los guar-
dias. Prevenido el rey de este suceso, no insistió en sus mandatos. De buena gana hubiera hecho acuchillar a la canalla del tercer estado. Desistió de su propósito ante la necesidad de tener que hacer sufrir el mismo trato a una parte de su nobleza. Necker no había asistido a la sesión real. Corría el rumor de que había sido destituido o de que había presentado la dimisión. Una multitud inmensa acudió en manifestación de simpatía ante su domicilio, llegando hasta los patios del castillo. El rey y la reina lo llamaron y le prodigaron ruegos para que siguiera en su puesto. La pareja real disimulaba para así preparar mejor su venganza. Una violenta efervescencia reinaba tanto en París como en Versalles y las provincias, puestas éstas al corriente de cuanto ocurría merced a las cartas de sus representantes, leídas, generalmente, en público. Desde primeros de junio la Bolsa bajaba sin cesar. Al anuncio de la sesión real, a que tanto hemos aludido, todos los bancos de París cerraron sus ventanillas. La Caja de Descuentos hubo de enviar a Versalles a sus administradores para expresar los peligros de que se veía amenazada. La corte tenía en su contra al mundo financiero.
Las órdenes del rey, por la fuerza misma de las circunstancias, no eran ejecutadas y, hasta los humildes pregoneros públicos dejaron de anunciarlas en los sitios de costumbre. El 24 de junio la mayoría del clero, desobedeciendo, a su vez, el mandato real, se unió a las deliberaciones del tercer estado, y al día siguiente 47 miembros de la nobleza –el duque de Orleáns al frente de ellos– hicieron otro tanto. Luis XVI devoró la afrenta; pero aquella misma noche decidió, en secreto, llamar a 20.000 soldados, prefiriendo a los regimientos extranjeros por juzgarlos más seguros. Las órdenes partieron el 26. Al día siguiente, para esquivar toda sospecha, invitó a los presidentes de la nobleza y del clero a que se unieran también a la Asamblea Nacional, y, para decidirlos, les hizo saber por el conde de Artois que esta reunión era necesaria para proteger su amenazada vida. Ninguna algarada se preparaba en contra del rey, pero sí era cierto que los patriotas, desde la sesión real, estaban en guardia y vigilaban. El 25 de junio los 400 electores parisienses que habían nombrado los diputados para los Estados Generales, se reunieron espontáneamente en el Museo de París, desde donde, un poco más tarde, se trasladaron al Ayuntamiento, para celar
los manejos de los aristócratas y estar en estrecha relación con la Asamblea Nacional. Luego, el 29 de junio, formularon las bases iniciales de un proyecto de guardia burguesa que comprendería a los principales habitantes de cada barrio. El llamado Palacio Real, que pertenecía al duque de Orleáns, se había convertido en club al aire libre, que ni de día ni de noche dejaba de estar animado. Los proyectos de la corte se conocían y comentaban en él apenas concebidos. Los patriotas se dedicaron a trabajar el Ejército. Los guardias franceses, el primer regimiento de Francia, fueron ganados prontamente. Estaban descontentos de su coronel, que los obligaba a una severísima disciplina, y se contaban entre sus oficiales a hombres que, como Hulin, Lefèbvre, Lazare Hoche y otros, no lucirían charreteras en tanto estuvieran en vigor los Reglamentos de 1781. El 30 de junio, 4.000 habituales del Palacio Real liberaron a una decena de guardias franceses encerrados en la Abadía por desobediencia, y los pasearon en triunfo. Los húsares y los dragones enviados para restablecer el orden gritaron «¡Viva la Nación!» y se negaron a cargar contra la multitud. Los propios guardias de corps habían dado muestras de indisciplina en Versalles. Los regimientos extranjeros
¿serían más obedientes? Si Luis XVI hubiera montado a caballo; si, en persona, hubiera tomado el mando de las tropas, como hubiera procedido Enrique IV, tal vez hubiera logrado mantenerlas en su deber y disciplina y conseguido que su golpe de fuerza lograra éxito. Pero Luis XVI era un burgués. La llegada de los regimientos, que acamparon en Saint-Denis, en Saint-Cloud, en Sèvres y aun sobre el mismo Campo de Marte, fue acogida con vivas protestas. Todas aquellas bocas, que habría que alimentar, iban a agravar la penuria reinante. Se creyó, además, que la Asamblea Nacional iba a ser dispersada por la fuerza. Los oradores del Palacio Real propusieron, el día 2 de julio, destronar a Luis XVI y colocar en su lugar al duque de Orleáns. Los electores parisienses solicitaron de la Asamblea el alejamiento de las tropas, y Mirabeau hizo votar su petición el día 8 de julio, luego de un discurso terrible en que denunció a los malos consejeros que rodeaban al trono. Luis XVI contestó a la indicación de la Asamblea que había llamado a las tropas para proteger su libertad, pero que si temía por su seguridad estaba presto a transferirla a Noyon o a Soissons. Esto era añadir la ironía a la amenaza. La
noche en que esta burlona respuesta fue dada a conocer se reunieron 100 diputados en el Club Bretón, avenida de Saint-Cloud, para concertarse en los medios de resistencia. Luis XVI precipitó los acontecimientos. El 11 de julio, y con gran secreto, destituyó a Necker y reconstituyó el Ministerio con el barón de Breteuil, contrarrevolucionario declarado. Al día siguiente corrió el rumor de que se iba a declarar la bancarrota. Seguidamente se reunieron los agentes de cambio y decidieron cerrar la Bolsa en señal de protesta por la destitución de Necker. Se repartió dinero entre los soldados, a fin de ganarlos para la causa que se propugnaba. Muchos banqueros, como Étienne Delessert, Prévoteau, Coindre, Boscary y otros, se alistaron con su personal en la guardia burguesa que se estaba formando. Los bustos de Necker y del duque de Orleáns se pasearon procesionalmente por las calles de París. Se obligó a cerrar a los teatros y demás espectáculos. A propuesta de Camille Desmoulins, quien anunció a los concurrentes del Palacio Real una nueva San Bartolomé de patriotas, se adoptó la escarapela verde, que era el color de la librea de Necker. En fin, ante la noticia de que el Regimiento Real Alemán, del príncipe de Lambèse, cargaba
sobre la muchedumbre en los jardines de las Tullerías, se tocó la campana de alarma y se reunió a la población en las iglesias para alistarla y proveerla de armas, que, previamente, se habían arrebatado de las tiendas de los armeros. Se descartó, con todo cuidado, a los vagabundos y gente maleante. El armamento de la población civil continuó al día siguiente merced a la toma de 20.000 fusiles y algunos cañones encontrados en los Inválidos. Por su parte, la Asamblea decretó que Necker merecía la estima y reconocimiento de la nación. Se declaró en sesión permanente e hizo responsables de cuanto ocurriera a los nuevos ministros. Cosa extraña, la corte, desconcertada, dejaba hacer; Bezenval, que mandaba los regimientos acampados en el Campo de Marte, esperando órdenes, no se atrevió, por su cuenta, a penetrar en París. El 14 de julio, los electores, que, con la antigua municipalidad, habían formado en el Ayuntamiento un Comité Permanente, solicitaron, en varias ocasiones e insistentemente, del gobernador de la Bastilla que entregase las armas a la milicia ciudadana y retirase al interior los cañones que guarnecían las torres de la fortaleza. Una última diputación, que iba a interesar tales medidas, fue recibida con disparos de fusil, a pesar de
ostentar sus componentes la bandera blanca de los parlamentarios. En aquel momento comenzó el asedio de la Bastilla. Reforzando a los artesanos del barrio de San Antonio, los guardias franceses, conducidos por Hulin y Élie, aportaron a la lucha un cañón y dirigieron sus fuegos en contra del puente levadizo, a fin de derribar las puertas de la fortaleza. Después de una acción bastante viva, en la que los asaltantes tuvieron un centenar de muertos, los inválidos que con algunos suizos formaban la guarnición, y que no habían comido por falta de víveres, forzaron a de Launay, gobernador de la fortaleza, a capitular. La multitud se dedicó a ejercer terribles represalias. De Launay, que, según creía ella, había ordenado tirar sobre los parlamentarios, y el corregidor Flesselles que había intentado engañar a los electores sobre la existencia de depósitos de armas, fueron muertos en la Plaza del Arsenal, y sus cabezas paseadas por París clavadas en las puntas de las picas. Algunos días más tarde, el consejero de Estado Foullon, encargado del avituallamiento de los ejércitos acampados en las cercanías de la capital, y su hijo político el intendente Berthier, fueron ahorcados en los faroles del Ayuntamiento. Babeuf, que asistió a su suplicio con el corazón oprimido, hacía estas re-
flexiones en una carta a su mujer: «Los suplicios de todo género, el descuartizamiento, la tortura, el potro, la hoguera, la horca, los verdugos multiplicados en todos los lugares, nos van haciendo a pésimas costumbres. Los amos de la situación, encargados de civilizarnos, nos van convirtiendo en bárbaros porque lo son ellos mismos. Recogen y recolectarán lo que ellos mismos han sembrado». París no podía ser sometido sino merced a una guerra de calles, y los propios regimientos extranjeros no se consideraban ya muy seguros. Luis XVI, informado por el duque de Liancourt, que regresó de París, de cuanto había ocurrido, se presentó en la Asamblea, el 15 de julio, para anunciarle la retirada de las tropas. Declaró ésta su deseo de que fuera llamado nuevamente Necker, pero el rey no estaba aún decidido a una completa capitulación. Mientras que una diputación de la Asamblea se trasladaba a París y que los habitantes vencedores de la capital nombraban a Bailly –el hombre del Juego de Pelota– alcalde de la Villa, y a La Fayette –el amigo de Washington– comandante de la Guardia Nacional; en tanto que el arzobispo de París hacía entonar en Nuestra Señora un Tedeum en honor de la toma de la Bastilla, y el martillo de los demoledo-
res se ensañaba sobre la vieja prisión política, se esforzaban los príncipes en decidir al tornadizo monarca para que se retirara a Metz, desde donde volvería al frente de un fuerte ejército. Pero el mariscal de Broglie, jefe de las tropas, y el conde de Provenza se opusieron a la partida. ¿Temía Luis XVI que, durante su ausencia, la Asamblea proclamase al duque de Orleáns? No es imposible. El monarca permaneció, pues, en su puesto y hubo de apurar el cáliz hasta las heces. Destituyó a Breteuil, llamó a Necker y, luego de haber dado garantías, al día siguiente, 17 de julio, se trasladó a París y sancionó, con su presencia en el Ayuntamiento, la obra de la algarada, firmando su propia destitución al aceptar del alcalde Bailly la nueva escarapela tricolor. Indignados por la debilidad real, el conde de Artois y los príncipes, Breteuil y los jefes del partido de la resistencia huyeron al extranjero, dando así principio y ejemplo a la emigración. Luis XVI, humillado, conservó la corona; pero hubo de reconocer que por encima de él existía un nuevo soberano: el pueblo francés, del que la Asamblea era el órgano. Nadie, en Europa, se engañó sobre la importancia y significación del suceso. «Desde este
momento –escribía a su corte el duque de Dorset, embajador de Inglaterra– podemos considerar a Francia como un país libre; al rey como un monarca cuyos poderes están limitados, y a la nobleza como colocada al mismo nivel que el resto de la nación.» La burguesía universal, trémula de alegrías y de esperanzas, comprendía que iba a sonar su hora.
CAPÍTULO V LA REBELIÓN DE LAS PROVINCIAS
Con toda regularidad las provincias habían estado al corriente de cuanto ocurría, merced a las cartas de sus representantes, las que, como sucedía, entre otras, con las de los bretones, eran impresas a su recepción, y así circulaban. Con la misma ansiedad que la capital habían seguido las provincias las peripecias de la lucha entre el tercer estado y los privilegiados. Con el mismo grito de triunfo que los parisienses recibieron los provincianos la toma de la Bastilla. Ciertas poblaciones no habían esperado a la realización del citado acontecimiento para actuar en contra del odiado régimen. En Lyon, en los primeros días de julio, y con objeto de abaratar el precio de la vida, los artesanos en huelga destruyeron y quemaron los fielatos y oficinas recaudadoras de los impuestos sobre el consumo. La municipalidad aristocrática, el Consulado, dirigida por Imbert-Colomés, se vio obligada a arrojar lastre. El 16 de julio aceptó el compartir la administración ciudadana con un Comité Permanente, formado por representantes de los tres órdenes. Algu-
nos días después el Comité Permanente organizó, a imitación de París, una Guardia Nacional, de la que fueron excluidos los proletarios. En todas las poblaciones, grandes o pequeñas, sucedió lo propio con sólo ligeras diferencias. Ya, como en Burdeos, fueron los electores que habían nombrado los diputados para los Estados Generales los que constituyeron la base del Comité Permanente; ya, como en Dijon, en Montpellier y en Besançon, el nuevo Comité, es decir, la municipalidad revolucionaria, fue elegido por la Asamblea General de los vecinos; ya, como en Nîmes, Valence, Tours y Évreux, el Comité Permanente surgió de la colaboración de la municipalidad antigua con los electores nombrados por las corporaciones. Dióse el caso de que, en una ciudad, como Évreux, se sucedieron con cierta rapidez varios comités permanentes, siendo cada uno de ellos elegido de distinta manera. Cuando las autoridades antiguas trataron de resistir, como sucedió en Estrasburgo, en Amiens y en Vernon, una algarada popular las obligaba pronto a entrar en razón. En todas partes de lo primero que se cuidaron los comités permanentes fue de organizar una Guardia Nacional para mantener el orden. Estas guardias, ape-
nas formadas, se hicieron entregar por sus respectivos comandantes –que, en su mayoría, lo hicieron de buen grado– los castillos, ciudadelas y Bastillas locales. Así, los bordeleses se adueñaron de Château-Trompette, y los de Caen, de la Ciudadela y de la Torre Levi, prisión, esta última, de los contrabandistas de sal. Fácilmente podrían multiplicarse los ejemplos. Con estas incautaciones se procuraban, ante todo, armas; se tomaban precauciones contra cualquier intento ofensivo del despotismo y se satisfacían también viejos rencores. Por regla general, los comandantes militares y los intendentes dejaban hacer. En Montpellier el Comité Permanente acordó un voto de gracias a favor del intendente. Los comités permanentes y los estados mayores de las guardias nacionales de las respectivas poblaciones formaban, con la flor y nata del tercer estado, el grupo de los notables de la región. A la cabeza de aquéllos se encontraban, con gran frecuencia, antiguos funcionarios reales. En Évreux, el lugarteniente general de la bailía, el consejero encargado de los depósitos de la sal y el procurador del rey, se codearon de igual a igual, en tales organizaciones, con los abogados, los médicos, los comerciantes y los curtidores.
Por otra parte, ¿habrían podido los llamados hombres del rey intentar siquiera la resistencia? Como en París, las tropas eran un enigma en las provincias. En Estrasburgo habían asistido al pillaje del Ayuntamiento en medio de la mayor indiferencia. El régimen antiguo desaparecía sin necesidad de grandes esfuerzos para que así ocurriera, como un edificio ruinoso y carcomido que se derrumba entero con un solo golpe. En tanto que los burgueses se armaban en todas las poblaciones, y con verdadero ardimiento se hacían cargo de las administraciones locales, ¿cómo explicar que los campesinos permanecieran, en cierto modo, pasivos? Después de la gran agitación de las elecciones parecían un tanto calmados. Los burgueses que como delegados habían enviado a Versalles, les aconsejaron tener paciencia y les aseguraron que las demandas contenidas en los cuadernos de peticiones serían satisfechas; en lucha con la miseria, esperaban desde hacía tres meses. La rebelión de París y la de las ciudades pusieron también las armas entre sus manos. Descolgaron sus escopetas de caza, sus hoces, sus horcas, sus mayales, y, movidos por un seguro instinto, se agruparon, al son de la campana de alarma, alrededor de los castillos de sus antiguos amos. Les exigieron que les
entregaran las cédulas reales en virtud de las cuales cobraban los innumerables derechos señoriales, y quemaron en los patios los malditos pergaminos. A veces, cuando el señor era impopular; cuando se negaba abrir sus archivos; cuando, ayudado por sus criados, pretendía defenderse, los palurdos quemaban el castillo y se vengaban del castellano. Un señor de Montesson fue fusilado cerca de Le Mans por uno de los soldados que habían servido a sus órdenes y que, a su decir, castigaba de semejante manera las severidades de su antiguo jefe; un señor de Barras pereció en el Languedoc; un caballero de Ambly fue arrojado a un estercolero, etc. Los privilegiados pagaron cara su falta de haber explotado a la gente de campo y de haberla dejado en la barbarie. La rebelión campesina comenzó en la Isla de Francia a partir del 20 de julio y se fue extendiendo progresivamente y con rapidez hasta llegar a los últimos confines del reino. Como era natural, los rumores públicos agrandaron los excesos de los amotinados. Se contaba que los malhechores cortaban las espigas del trigo, aún verde, que se dirigían en contra de las villas y que no respetaban propiedad alguna. Con tales noticias se propagó un terror insuperable que contribuyó podero-
samente a la formación de comités permanentes y de guardias nacionales. Pánico y sublevación campesina se confundieron y fueron simultáneos. Los malhechores, tan ajetreados por el público rumor, no se diferenciaban mucho, por lo regular, de los artesanos que quemaban los fielatos de consumos que tasaban el trigo en los mercados, ni de los campesinos que obligaban a los castellanos a entregarles los títulos en que constaban sus derechos señoriales. Pero era algo que por su misma naturalidad no podía ponerse en duda, el hecho de que la multitud de los miserables de la tierra y de los arrabales hubiera visto en la anarquía creciente un medio de actuar en contra del orden social imperante. Su rebelión no se dirigía sólo contra el régimen señorial, sino que se encaminaba contra los acaparadores de mercancías, contra los impuestos, contra los malos jueces, contra todos aquellos que explotaban a la población y se lucraban con el trabajo de la misma. En la Alta Alsacia, los campesinos se dirigieron contra los mercaderes judíos al mismo tiempo que contra los castillos y los conventos. A fines de julio centenares de judíos alsacianos se vieron obligados a refugiarse en Basilea. La burguesía acaudalada contemplaba con temor el
rostro feroz del Cuarto Estado. No podía ella dejar expropiar a la nobleza sin temer por sí misma, ya que a sus manos había ido buena parte de las tierras nobles, y también ella recibía de los zafios campesinos rentas señoriales. Sus comités permanentes y sus guardias nacionales se creyeron en el deber de restablecer el orden de un modo inmediato. Se enviaron a los párrocos circulares apremiantes invitándoles a que predicasen la calma. «Huyamos –decía el manifiesto del Comité de Dijon, fechado a 24 de julio– de dar ejemplo de una licencia de la que todos podríamos llegar a ser víctimas.» A los consejos, y sin tardar, siguió el empleo de la fuerza. En Mâcon y en el Beaujolais, en donde 72 castillos habían sido pasto de las llamas, la represión fue rápida y vigorosa. El 29 de julio una banda de campesinos fue atacada cerca del castillo de Cormatin, siendo muertos 20 de ella y quedando prisioneros otros 60. Otra banda, batida cerca de Cluny, tuvo 100 muertos y 170 prisioneros. El Comité Permanente de Mâcon se erigió en tribunal condenando a muerte a 20 revoltosos. En esta provincia del Delfinado, en que la unión entre los tres órdenes se había mantenido intacta, la revuelta adquirió un carácter neto de lucha de clases. Campesinos y obreros hacían causa común contra la
burguesía y la nobleza, que aparecían aliadas. La Guardia Nacional de Lyon prestó gran ayuda a sus compañeros del Delfinado en esta lucha contra los insurgentes, con los que simpatizaban los obreros lioneses. La Asamblea asistía aterrada a esta terrible explosión que no había previsto. Sólo pensó en organizar la represión, y es de advertir que los más decididos en que se extremasen los rigores no fueron los privilegiados, sino los diputados del tercer estado. El abate Barbotin, uno de aquellos párrocos demócratas que detestaban a los obispos, escribía, a fines de julio y desde Versalles, al capuchino que le reemplazaba en su curato del Hainaut, cartas amenazadoras que respiraban inquietud. «Inculcad vigorosamente que sin obediencia no puede subsistir sociedad alguna.» De creer lo por él afirmado, eran los aristócratas los que agitaban al pueblo. «Todo esto no ha tenido comienzo –añadía– sino cuando se han dispersado los enemigos que teníamos en la corte.» Evidentemente: ¡eran los emigrados, los amigos del conde de Artois y de la reina, quienes, para vengarse de su derrota, lanzaban a los desposeídos en contra de las propiedades! ¡Y cuántos diputados del tercer estado compartían la creencia de este oscuro sacerdote! El 3 de agosto, el ponente del comité encar-
gado de proponer las medidas que debieran tomarse, Salomon, sólo supo acusar con violencia a los autores de los desórdenes y aconsejar una represión ciega, sin palabra alguna de piedad para los sufrimientos de los desheredados de la fortuna y sin la menor promesa para el porvenir. Si la Asamblea hubiera seguido a este inexorable propietario, se hubiera llegado a crear una peligrosa situación. La represión, a todo trance y generalizada, tenía que ser confiada al rey, lo que valía tanto como otorgar los medios precisos para poner diques a la Revolución. Y, por otra parte, hubiera sido tanto como abrir un abismo insuperable entre la burguesía y la clase campesina. A favor de la guerra civil, que seguramente se prolongaría, el Antiguo Régimen podría perpetuarse. Los nobles liberales, más políticos, y más generosos también, que los burgueses, comprendieron que era preciso salir de aquel atolladero. Uno de ellos, el vizconde de Noailles, cuñado de La Fayette, propuso, el día 4 de agosto, por la noche, las siguientes medidas para tratar de conseguir que los campesinos abandonasen las armas: 1.º Que se hiciera público en una proclama que, desde la fecha, «el impuesto sería satisfecho por todos
los individuos del reino en proporción a sus rentas». Con ellos se echarían por tierra todas las exenciones fiscales. 2.º Que «todos los derechos feudales serían redimibles a voluntad mediante la entrega de su justa estimación o convertibles por las comunidades, es decir, por los municipios, en prestaciones en metálicos». Proponíase, por lo tanto, la supresión de las rentas señoriales mediante indemnización. 3.º Que «las prestaciones personales señoriales, las manos muertas y todos los demás servicios que pudieran indicar actos de servidumbre se suprimieran pura y simplemente, sin derecho a indemnización alguna». Establecía Noailles, por lo tanto, dos grupos o categorías en el sistema feudal: todo cuanto pesaba sobre las personas se suprimía en absoluto; todo lo que pesaba sobre la propiedad sería redimible. Los hombres serían libres; las tierras continuaban gravadas. El duque de Aiguillon, uno de los más grandes nombres y uno de los más ricos propietarios del reino, apoyó con calor las propuestas de Noailles. «El pueblo –dijo– busca el medio de sacudir, al fin, el yugo que, desde hace tantos siglos, pesa sobre sus hombros; y precisa confesarlo: esta insurrección, aunque culpable
–toda agresión violenta lo es–, puede encontrar su excusa en las vejaciones de que son víctimas aquellos que la promueven.» Este noble lenguaje produjo una viva emoción; pero, en este momento patético, un diputado del tercer estado, un economista que había sido colaborador y amigo de Turgot, Dupont de Nemours, persistió aún en reclamar medidas de rigor. Los nobles se entregaban a la piedad; la burguesía vituperaba la pasividad de las autoridades y hablaba de enviar órdenes severas a los tribunales. Pero la piedra estaba lanzada. Un oscuro diputado bretón, Leguen de Kerangal, que había vivido la vida rural en la pequeña aldea en la que era comerciante de tejidos, pintó, con una elocuencia conmovedora por su misma simplicidad, las penalidades de los campesinos. Y dijo así: «Seamos justos, señores. Que se traigan aquí los títulos que autorizan a ultrajar no solamente al pudor, sino a la misma Humanidad. Que se nos aporten los títulos que humillan a la especie humana, exigiendo que los hombres sean uncidos a los carros como si fueran animales de labranza. Que se presenten ante nosotros los títulos que obligan a los hombres a pasarse las noches removiendo estanques y charcas para impedir que el croar de las ranas turbe el sueño de sus
voluptuosos señores. ¿Quién de nosotros, señores, en este Siglo de las Luces, no formaría una pira expiatoria con estos infames pergaminos y se negaría a conducir el fuego para hacer con ellos un sacrificio en el altar de la patria? No llevaréis, señores, la calma a la Francia agitada sino cuando prometáis al pueblo que vais a convertir en prestaciones en dinero, redimibles a voluntad, todos los derechos feudales, cualesquiera que sean; que las leyes que vais a promulgar aniquilarán, hasta en sus menores detalles, las injusticias de que tan vigorosamente se queja.» Valentía, y no pequeña, era, a no dudarlo, el querer justificar la quema de los pergaminos ante una Asamblea de propietarios; pero la conclusión a la que llegaba era, a todas luces, bastante moderada ya que, en suma, el orador bretón aceptaba la indemnización de unos derechos cuya injusticia había proclamado previamente. La indemnización calmó a los diputados. El sacrificio que se les demandaba era más aparente que real. Los propietarios continuarían recibiendo las rentas o sus equivalentes. No perderían nada o casi nada en la operación y ganarían, en cambio, la reconquista de su popularidad entre las masas campesinas. En este momento, habiendo comprendido la sabia maniobra de la
minoría nobiliaria, la Asamblea se entregó al entusiasmo. Sucesivamente los diputados de las provincias y de las ciudades, los sacerdotes y los nobles, vinieron a sacrificar «sobre el altar de la patria» sus antiguos privilegios. El clero renunció a sus diezmos; los nobles, a sus derechos de caza, de pesca, de palomar y de conejeras, a sus justicias; los burgueses, a sus exenciones particulares. La abjuración grandiosa del pasado duró toda la noche. Al amanecer, una nueva Francia nacía, merced al que había sido ardiente empuje de los menesterosos. La unidad territorial y la unidad política podían darse como conseguidas. Desde aquel momento dejaban de existir los países de Estado y los países de elección, las provincias en cierto modo extranjeras, las aduanas interiores y los peajes, las regiones de Derecho consuetudinario y las de Derecho romano. Ya no habría provenzales y delfineses, un pueblo bretón y un pueblo bearnés. Desde tan célebre noche sólo habría franceses, sometidos a la misma ley, pudiendo aspirar a todos los empleos y pagando los mismos impuestos. Bien pronto suprimirán las Constituyentes los títulos de nobleza y los escudos de armas, llegando sus supresiones hasta las antiguas órdenes reales del Espiritu-
santo y de San Luis. Un espíritu de nivelación igualitaria pasará súbitamente sobre una nación dividida, desde hacía siglos, en castas estrechas y rigurosamente delimitadas. Las provincias y las ciudades sancionaron con diligencia el sacrificio de sus antiguas franquicias que, por otra parte y frecuentemente, eran sólo y más bien palabras pomposas vacías de todo contenido real. Nadie, o casi nadie, suspiró por el viejo particularismo regional, sino todo lo contrario. En la crisis del Gran Terror, para defenderse, a la vez, de brigantes y de nobles, las poblaciones de una misma provincia se habían ofrecido socorro y apoyo mutuos. Estas federaciones se sucedieron en el Franco-Condado, en el Delfinado y en Rouergue, a partir del mes de noviembre de 1789. Después tuvieron lugar las federaciones provinciales, bellas funciones, a la vez militares y civiles, en las que los delegados de las guardias nacionales, unidos a los representantes del ejército regular, juraban solemnemente renunciar a los antiguos privilegios, sostener al nuevo orden, reprimir las algaradas, hacer ejecutar las leyes, no formar, en fin, sino una sola familia de hermanos. Así se federaron los bretones y los angevinos en los días del 15 al 19 de enero de 1790, en Pontivy;
así los del Franco-Condado, los borgoñones, los alsacianos y los champañeses el 21 de febrero, en Dolc, en medio de una exaltación patriótica que tomó las formas de una religión. Luego, todas estas federaciones regionales se fundieron en la gran Federación Nacional, que tuvo lugar en París, en el Campo de Marte, el día 14 de julio de 1790, aniversario de la toma de la Bastilla. Sobre un inmenso anfiteatro de tierra y césped – levantado por las prestaciones personales voluntarias de los parisienses de todas las clases, desde los monjes y los actores, hasta los carniceros y carboneros– tomaron asiento más de 500.000 espectadores que aplaudieron, en transportes de entusiasmo, a los delegados de las guardias nacionales de los 83 departamentos y a las tropas de línea. Después que el obispo de Autun, Talleyrand, rodeado de 60 capellanes de los diversos distritos parisienses, con albas tricolores, hubo dicho la misa, sobre el altar de la patria, La Fayette pronunció, en nombre de todos, el juramento, no solamente de mantener la Constitución, sino también el de «proteger la seguridad de las personas y de las propiedades, la libre circulación de los granos y subsistencias y la percepción de las contribuciones públicas, en cualquier
forma que ellas existiesen». Todos repitieron: «Juramos». El rey, a su vez, juró respetar la Constitución y hacer ejecutar las leyes. Alegres y calados hasta los huesos, los concurrentes se retiraron, sufriendo las inclemencias de un violento aguacero y cantando el Ça ira! Las almas sencillas creyeron terminada la Revolución con la fiesta de la fraternidad. Ilusión engañosa. La fiesta de las guardias nacionales no era la fiesta de todo el pueblo. La fórmula misma del juramento que se había prestado, dejaba entrever que el orden no estaba asegurado, que quedaban descontentos en los términos del horizonte: arriba, los aristócratas desposeídos; abajo, la multitud de los campesinos. Éstos se habían aquietado con la supresión de los diezmos y de las servidumbres feudales. Luego de dictarse las disposiciones del 4 de agosto, cesaron de quemar castillos. Tomando a la letra la primera frase del decreto: «La Asamblea Nacional suprime enteramente el régimen feudal», no se habían cuidado de examinar, al detalle, las disposiciones que prolongaban la percepción de las rentas hasta su redención. Cuando se dieron cuenta de ellas, por la llegada de los portadores de los contratos y recibos, cuando pudieron com-
prender que, en cierto modo, quedaban aún en pie los derechos de la feudalidad señorial y que era preciso, como antes, pagar los terrazgos, los censos, la imposición sobre las ventas y aun los diezmos enfeudados, sufrieron una amarga decepción. No comprendieron que se les dispensase de redimir los diezmos eclesiásticos y se les impusiese la obligación de indemnizar a los señores. En muchos lugares se unieron para no pagar nada y acusaron a los burgueses, muchos de ellos poseedores de feudos, de haberlos engañado y hecho traición. La acusación no carecía de cierta justicia. Los sacrificios consentidos en el calor y entusiasmo comunicativos de la memorable sesión del 4 de agosto, habían dejado de ser gratos a muchos diputados. «Cambié en pesar toda mi satisfacción del 4 de agosto», escribía el párroco Barbotin, que añoraba sus diezmos y que pensaba, no sin cierta angustia, en que desde aquella fecha pasaba a ser funcionario que cobraría del Estado, ¡y de un Estado dispuesto a declararse en bancarrota! Hubo muchos Barbotines, aun entre los diputados del tercer estado, que comenzaron a decir en voz baja «que habían hecho una tontería». En las leyes complementarias que tuvieron por objeto el regular las modalidades de la redención de los derechos feudales
campeaba un amplio espíritu reaccionario. Visiblemente se esforzó la Asamblea en atenuar, en la práctica, las tendencias de la gran medida que hubo de votar, precisamente, a la luz siniestra de los incendios. Supuso que los derechos feudales, en su conjunto, eran el resultado de una transacción verificada en otros tiempos entre los terratenientes y sus señores para consolidar la tenencia de los fundos. Admitió, sin pruebas, que primitivamente el señor había poseído de un modo especial el feudo y sus campesinos. Y hasta llegó a dispensar a los señores de la prueba de que tales convenciones, entre ellos y los que fueron sus siervos, habían realmente existido. El goce de la posesión por espacio de 40 años bastaba para legitimarla. En cambio, se obligó a los censualistas a probar que no debían nada. ¡Y se comprenderá cuan imposible resultaba esta prueba! En otro orden de consideraciones, las modalidades de la redención se establecieron de modo tal que los campesinos, aun de haberlo querido, no hubieran podido someterse a ellas. Todos los rústicos de un mismo feudo eran declarados solidarios en la deuda debida al señor. «Ningún deudor que tenga obligaciones solidarias se puede liberar de la deuda si todos sus codeudores no pagan con él o él no paga por todos ellos.» Por
otra parte, la ley ordenaba que ninguna carga o deuda fija pudiera ser redimida si no se abonaban al mismo tiempo los derechos eventuales del fundo, es decir, sin satisfacer los derechos que hubieran sido debidos en caso de mutación de posesión ya por venta, ya por cualquiera otro motivo. Las modalidades y obligaciones impuestas al rescate no solamente mantenían indefinidamente el yugo feudal sobre todos los campesinos sin recursos, sino que se convertían en algo impracticable e imposible aun para aquellos que gozaran de algunos posibles. En fin, la ley no obligaba al señor a aceptar el rescate, no pudiendo, tampoco, constreñir al campesino a que lo verificara. Se comprende, con todo lo dicho, que un historiador, Doniol, haya podido preguntarse si la Constituyente había querido sinceramente la abolición del régimen feudal. «La forma señorial – dice– desaparecía; pero los efectos de la feudalidad necesitarían gran espacio de tiempo para dejarse de sentir; durarían por la dificultad de sustraerse a ellos; se habían, pues, conservado los intereses señoriales sin faltar, al menos en apariencia, a las promesas y ofrecimientos hechos el día 4 de agosto.» Puede creerse que la Constituyente adoptó este hábil modo de actuar como tranquilizadora norma de
conducta; pero los acontecimientos iban a demostrarle cuan errada andaba en sus cálculos. Los campesinos comenzaron a celebrar reuniones y a enviar a París peticiones vehementes en contra de los decretos y, en la confianza de que habría de hacerse justicia en sus demandas, cesaron, en más de un cantón, de abonar los censos que eran mantenidos en la legislación que regulaba la materia. Su resistencia esporádica duró tres años. Las agitaciones y algaradas que tal resistencia engendró han permitido a Taine pintar a la Francia de tal época como en rumbo a la anarquía. Confesemos que si hubo anarquía, la Asamblea fue la mayor responsable de ella por no hacer nada en el sentido de dar satisfacción a las legítimas reivindicaciones de los campesinos. Hasta en sus momentos postreros mantuvo su legislación de clases. Gracias a las guardias nacionales de las poblaciones, en su mayoría burguesas, y gracias, también, a la falta de unión de los campesinos, pudo lograrse que los tumultos no degeneraran en una insurrección general como la de julio de 1789; pero ni un solo día pudo conseguir la Asamblea que reinara en el país tranquilidad absoluta. Las municipalidades campesinas y las de las pequeñas poblaciones prestaban de evidente mala gana auxilio a los agentes centrales de la
ley cuando se trataba de estas materias. Muchos de estos agentes dejaron de exigir los censos feudales debidos por los campesinos si se referían a dominios eclesiásticos, los cuales habían sido confiscados por la nación. «Con esta manera de proceder –dice Jaurès– los funcionarios crearon un formidable precedente, una especie de jurisprudencia, en el sentido de la completa abolición, que los campesinos se apropiaron rápidamente y trataron de aplicar a los censos debidos por ellos a los señores laicos.» Es cierto que allí en donde la alta burguesía dominaba, como en Cher y en el Indre, las rentas feudales continuaron exigiéndose y haciéndose efectivas. Y aun tal vez pueda afirmarse que este hecho fue el más general y corriente. La Administración de Dominios se mostró inexorable en hacer efectivos los derechos señoriales que pertenecían a la nación. La abolición total de las últimas rentas feudales no se operará sino progresivamente: primero, por los votos de la Legislativa, luego de la declaración de la guerra a Austria el y derrumbamiento de la realeza; después, por los votos de la Convención, consumada la caída de la Gironda.
CAPÍTULO VI LAFAYETTE DUEÑO DE LA SITUACIÓN
Las jerarquías sociales son más sólidas que las jerarquías legales. Los mismos burgueses que habían hecho la Revolución para equipararse a los nobles, continuaron durante mucho tiempo escogiendo a nobles para guías y jefes. El marqués de La Fayette será su ídolo durante casi todo el tiempo de duración de la Constituyente. Poseedor de una gran fortuna, de la que usaba generosamente, muy apasionado por la popularidad, joven y seductor, La Fayette se creía predestinado a representar en la Revolución de Francia el mismo papel que su amigo Washington había ostentado en la Revolución de América. Fue el primero en reclamar la convocatoria de los Estados Generales en la Asamblea de Notables reunida por Calonne. Su casa había sido el centro de resistencia a la corte en los tiempos en que los parlamentarios y los patriotas luchaban juntos contra los edictos de Brienne y Lamoignon. Luis XVI le había privado del mando que ejercía en el Ejército, como castigo por haber inspirado la protesta de la asamblea provincial de Auvernia. Tan pronto como se
verificó la reunión de los tres órdenes, se apresuró a depositar en la mesa de la Constituyente un proyecto de Declaración de Derechos, imitación de la declaración americana. El 8 de julio pidió, con Mirabeau, el alejamiento de las tropas. El 13 del mismo mes la Asamblea lo elevó a su vicepresidencia. Dos días más tarde el Comité Permanente parisiense, a propuesta del distrito de las Hijas de Santo Tomás, inspirado por Brissot, le nombraba comandante de la Guardia Nacional recientemente formada. Tenía, pues, en su mano la única fuerza con la que podía contarse en tiempos de la Revolución: la fuerza revolucionaria. Para aumentar su poderío y eficacia tuvo cuidado de unir a las compañías burguesas otras sujetas a soldada y vida de cuartel, en las que entraron los antiguos guardias franceses. El orden tenía en él su punto de apoyo y como consecuencia de ello dependían de él, en cierto modo, la suerte de la Asamblea y la de la monarquía. De momento su ambición se limitaba a hacer sentir que era el hombre necesario y a ser el mediador o intermediario entre el rey, la Asamblea y el pueblo. Luis XVI, que le temía, le trataba con consideración. Creyendo que le agradaba con ello, el 4 de agosto llevó al Ministerio a tres hombres que le eran adictos:
los dos arzobispos de Burdeos y de Vienne, Champion de Cicé y Lefranc de Pompignan, y al conde de SaintPriest, este último muy especialmente ligado con La Fayette, a quien tenía al corriente de cuanto ocurría en el Consejo. «La elección que he hecho en vuestra misma Asamblea –escribía a los diputados Luis XVI– os anuncia el deseo que tengo de mantener con ella la más amistosa y confiada armonía.» Parecía ser que, conforme a los deseos de La Fayette, comenzaba la experiencia del gobierno parlamentario. Lo esencial para ello era reunir en la Asamblea una mayoría unida y adicta, y a conseguirlo dedicó La Fayette sus mayores esfuerzos. Pero no siendo orador y viéndose obligado, por razón de su cargo, a permanecer frecuentemente en París, hubo de verse reducido a actuar entre bastidores y valiéndose de sus amigos, de los que eran los más íntimos Lally Tollendal y La Tour Maubourg, hombres, uno y otro de segunda fila. Desde que comenzó la discusión de la Declaración de Derechos, se hicieron ostensibles los signos y diferencias que iban a dividir al partido de los patriotas. Los moderados, como el antiguo intendente de Marina Malouet y como el obispo de Langres, La Luzerne, asustados por los desórdenes que se sucedían, estima-
ban la Declaración inútil cuando no peligrosa. Otros, como el jansenista Camus, antiguo abogado del clero y el abate Grégoire, antiguo párroco de Embermesnil, en Lorena, deseaban que, por lo menos, se completase con una Declaración de deberes. La mayoría, una mayoría de sólo 140 votos, arrastrada por Barnave, fue más lejos y aceptó la Declaración tal y como había sido formulada. La Declaración fue, a la vez, la condenación implícita de los antiguos abusos y el catecismo filosófico del orden nuevo. Nacida al calor de la lucha, garantizaba «la resistencia a la opresión», o sea, y dicho de otra manera, justificaba la revuelta que acababa de triunfar, sin temor a legalizar por adelantado otras posibles posteriores revueltas. Proclamó los derechos naturales e imprescriptibles: libertad, igualdad, propiedad, voto y control del impuesto y de la ley, jurado, etc. Olvidó el derecho de asociación por odio a las órdenes y a las corporaciones. Colocó la majestad del pueblo en el lugar de la majestad del rey, y el magisterio de la ley en el sitio que antes había ocupado la arbitrariedad. Obra de la burguesía, lleva impresa su marca. Proclama la igualdad, pero una igualdad restringida, su-
bordinada a «la utilidad social». Reconoce formalmente la igualdad ante la ley y el impuesto, y la admisibilidad de todos a los empleos públicos según su capacidad; pero olvida que las capacidades están, casi siempre, en función de la riqueza y ésta misma en función del nacimiento por el derecho de herencia. La propiedad se proclama derecho imprescriptible, sin cuidarse de los que no la tienen y sin, por lo visto, referirse a las propiedades eclesiástica y feudal, de las que una parte acababa de ser confiscada o suprimida. En fin, la Declaración es obra de un tiempo en el que la religión aparece aún como indispensable para la sociedad. Ella misma se coloca bajo los auspicios del Ser Supremo. No otorga a los cultos disidentes sino una simple tolerancia encuadrada en los límites de orden público establecidos por la ley. El Correo de Provenza, periódico de Mirabeau, protesta de ello con toda indignación: «No podemos disimular nuestro dolor – escribía– porque la Asamblea Nacional, en lugar de ahogar el germen de la intolerancia, lo haya colocado como reserva en una Declaración de los derechos del hombre. En lugar de pronunciar sin equívoco alguno la libertad religiosa, ha declarado que la manifestación de las opiniones de este género podía ser disminuida,
que el orden público podía oponerse a esta libertad, que la ley podía restringirla. Aparecen los mismos principios falsos, peligrosos e intolerantes en que los Domingos y los Torquemadas han apoyado sus sanguinarias teorías.» El catolicismo seguía ostentando el carácter de religión dominante. Sólo él tenía derecho a figurar en el presupuesto nacional. Sólo él podía ocupar la calle con sus ceremonias. Los protestantes y los judíos habían de contentarse con un culto privado, casi subrepticio. Los judíos del Este, considerados como extranjeros, sólo se equipararon a los demás franceses el 27 de septiembre de 1791 cuando la Asamblea iba ya a dar por terminada su misión y existencia. De igual manera que no otorgaba la libertad religiosa, completa y sin reservas, la Declaración tampoco concedía la libertad de escribir sin limitaciones. Subordinaba la libertad de la prensa a los caprichos del legislador. Así y todo, la Declaración de Derechos fue una página magnífica de Derecho público; la fuente de todos los progresos políticos que se realizaron en el mundo durante el siglo siguiente. No es en relación con el futuro como debe juzgarse, sino en consideración al pasado. Los debates acerca de la Constitución comenzaron
tan pronto como fue votada la Declaración de Derechos, que vino a ser como el preámbulo de la misma. En las discusiones consiguientes se acentuaron las divisiones y se hicieron irreducibles. Los ponentes de la Comisión de Constitución, Mounier y Lally Tollendal, propusieron la creación de una cámara alta al lado de la popular y que se otorgara al rey el veto absoluto sobre las deliberaciones de ambas cámaras. Les animaba un sentimiento de conservación social. Mounier había expresado el temor de que la supresión de la propiedad feudal constituiría un rudo golpe para toda clase de propiedad. Para reprimir la revuelta campesina y defender el orden, quería conceder al poder ejecutivo, es decir, al rey, la fuerza para ello precisa. Ésta era también la tendencia de Necker y la del ministro de Justicia Champion de Cicé. Aconsejaron éstos al rey aplazara el conceder su aceptación a los decretos del 4 de agosto y días siguientes, y le hicieron firmar un mensaje en que dichas medidas eran extensas y minuciosamente criticadas. Valía ello tanto como volver a poner en debate toda la obra de pacificación emprendida después del llamado Gran Terror. Era aventurarse a reanimar el incendio apenas extinguido. Era procurar a la feudalidad la esperanza de una revancha. El veto
absoluto, facultad arbitraria contra la voluntad general, como la llamó Sieyès, colocaba a la Revolución a merced del juego de intrigas de la corte. En cuanto al Senado, sería el refugio y la ciudadela de la aristocracia, sobre todo si el rey lo formaba a su gusto y capricho. El club de los Diputados Bretones, que, poco a poco, había aumentado por la unión a él de los representantes más enérgicos de las otras provincias, decidió oponerse a toda costa al plan de los moderados. Chapelier organizó la resistencia de Bretaña. Bennes envió una petición amenazadora en contra del veto. Mirabeau, que congregaba a su alrededor a toda una turba de escritores y publicistas, agitó a los diversos distritos parisienses. El Palacio Real prorrumpió en denuestos y amenazas. El 30 y el 31 de agosto, Saint-Huruge y Camille Desmoulins intentaron empujar a los habitantes de París hacia Versalles para exigir la inmediata sanción de los decretos del 4 de agosto, protestar contra el veto y la segunda cámara, y hacer que el rey y la Asamblea se trasladasen a París para así sustraerlos de la seducción de los aristócratas. Costó gran trabajo a la Guardia Nacional el contener la agitación. La Fayette, cuyo arbitraje solicitaban ambos partidos, intentó buscar términos de conciliación y concor-
dia. Teniendo amigos en uno y otro bando, reunió en su casa y en la del embajador americano Jefferson a los más notables de ellos. De un lado asistieron Mounier, Lally y Bergasse; del otro, Adrien Duport, Alexandre y Charles Lameth y Barnave. Les propuso el sustituir el veto absoluto del rey por un veto suspensivo por solas dos legislaturas, reservar para la cámara popular la iniciativa de las leyes y limitar, en fin, a un año solamente el veto de la cámara alta sobre las decisiones de la cámara baja. No hubo acuerdo. Mounier quería una cámara alta hereditaria o por lo menos vitalicia. La Fayette propuso que fuera elegida cada seis años por las asambleas provinciales. En cuanto al triunvirato Lameth, Duport y Barnave, no aceptó aprecio alguno por la segunda cámara, temiendo dividir el poder legislativo, que valía tanto como debilitarlo, y sospechando pudiera reconstituirse con otro nombre la alta nobleza. No olvidaban sus componentes el que en Inglaterra los lores eran siempre adictos al rey. Se separaron llenos de odios. Barnave rompió con Mounier, del que hasta entonces había sido lugarteniente. «He desagradado a ambas partes –escribía La Fayette a Maubourg– y sólo he cosechado lamentos inútiles e incidentes desagradables que me molestan.» Se imaginó que los La-
meth, militares y nobles como él, le envidiaban y buscaban el modo de suplantarlo en la jefatura de la Guardia Nacional. Creyó que los alborotadores de París habían obrado por cuenta encubierta del duque de Orleáns, del que los facciosos –así llamaba siempre en privado a los diputados bretones– no habían sido sino instrumentos. La segunda cámara fue rechazada por la Asamblea, el día 10 de septiembre, por la enorme mayoría de 849 votos contra 89 y 122 abstenciones. Los nobles provincianos habían unido sus votos a los del tercer estado y a los del bajo clero por desconfianza a la alta nobleza. Al día siguiente se concedió al rey el veto suspensivo por dos legislaturas, es decir, casi por cuatro años, por una mayoría de 673 votos contra 325. Barnave y Mirabeau habían cooperado con su voto. El primero porque había celebrado una conferencia con Necker, y éste le había ofrecido serían sancionados los decretos del 4 de agosto; el segundo porque no quería cerrarse la puerta de acceso al Ministerio. Robespierre, Pétion, Buzot y Prieur de la Marne persistieron hasta el final en una oposición irreducible. Prestado el voto, Necker no pudo mantener la promesa hecha a Barnave. El rey, con diversos pretextos, continuó eludiendo
la sanción de los decretos del 4 de agosto y la de la Declaración de Derechos. Los «bretones se creyeron burlados y la agitación renació más activa que nunca». A pesar de su palmaria derrota en el asunto de la segunda cámara, el partido de Mounier se fortificaba constantemente. Desde finales de agosto se había coligado con buena parte de los elementos de la derecha. Se designó un Comité, compuesto de 32 miembros, en el que figuraban Maury, Cazalès, de Esprémesnil y Montlosier, al lado de Mounier, Bergasse, Malouet, Bonnal, Virieu y Clermont-Tonnerre, para que dirigiera la resistencia del grupo. Esta comisión solicitó del rey que el Gobierno y la Asamblea se trasladasen a Soissons o a Compiègne, para así colocarlos al abrigo de las asechanzas del Palacio Real. Montmorin y Necker apoyaron la demanda. Pero el rey, que poseía un cierto valor pasivo, consideraba como una vergüenza el alejarse de Versalles. Lo único que, a fines de septiembre, concedió a los monárquicos fue el hacer venir a la residencia real a algunas fuerzas de caballería y de infantería, y entre ellas el regimiento de Flandes. Esta concentración de tropas pareció una provocación a los elementos izquierdistas. El propio La Fayette se creyó en el caso de formular observaciones, ex-
trañándose de no haber sido consultado antes de tomar una medida que podía reavivar la agitación parisiense. La capital se encontraba falta de pan. Se formaban colas en los establecimientos encargados de su venta, en las que, a veces, se entablaban verdaderos combates para mejorar de puesto. Los artesanos comenzaron a sentir las consecuencias de la marcha de los nobles al extranjero. Obreros, peluqueros, zapateros y sastres, víctimas de la falta de trabajo, celebraban reuniones para demandarlo o para que se les aumentasen los salarios. Las comisiones peticionarias se sucedían en el Ayuntamiento. Marat, que acababa de lanzar su Amigo del Pueblo, y Loustalot, que redactaba las Revoluciones de París, soplaban sobre el fuego. Los distritos, el Ayuntamiento, reclamaron, al igual que La Fayette, el alejamiento de las tropas. Los diputados «bretones» Chapelier, Barnave, Alexander Lameth y Duport, dirigieron la misma petición al ministro del Interior Saint-Priest. Los antiguos guardias franceses comenzaron a manifestar sus intenciones de trasladarse a Versalles para volver a ocupar sus puestos en la guardia del rey. La Fayette no cesaba de formular avisos alarmantes. No obstante cuanto ocurría, los ministros y los
monárquicos se creían dueños de la situación porque la Asamblea acababa de elevar a su sillón presidencial al propio Mounier, dando al olvido, los que en tal signo se fundaban, que, en tiempos de revolución, el poder parlamentario puede poco cuando le falta la fuerza popular. Y la opinión pública lo que hacía era insurreccionarse, y La Fayette, que mandaba las bayonetas, comenzaba a mostrarse mohíno. Para calmarlo y atraérselo, el ministro de Negocios Extranjeros, Montmorin, le hizo ofrecer la espada de condestable y aun el título de lugarteniente general. Rehusó desdeñosamente, y añadió: «Si el rey teme una sedición, que se reintegre a París y no dude que se encontrará seguro entre la Guardia Nacional». Una última imprudencia provocó la explosión. El día 1.º de octubre, los guardias de corps ofrecieron al regimiento de Flandes un banquete de bienvenida en la sala de la Ópera del castillo. El rey y la reina, ésta llevando en sus brazos al Delfín, acudieron a saludar a los comensales, atacando la orquesta a su entrada en el local las notas del pasaje musical de Grétry que dice: «¡Oh, Ricardo! ¡Oh, mi rey, el universo te abandona!» Los asistentes al acto, excitados por la música y las libaciones, prorrumpieron en aclamaciones delirantes, y
muchos de ellos arrojaron al suelo la escarapela nacional, colocando en su lugar la escarapela blanca, y la mayoría la negra, símbolo ésta de la reina. Adrede se suprimieron en los brindis las frases acostumbradas para desear la salud de la nación. El día 3 de octubre, El Correo de Gorsas relató en París lo ocurrido en Versalles en el banquete de referencia. El Palacio Real se indignó con la lectura. El domingo 4 de octubre, la Crónica de París y el Amigo del Pueblo denunciaron el complot aristócrata, cuyo manifiesto fin era derrocar la Constitución antes siquiera de que estuviera acabada. La reiterada negativa del rey a sancionar las medidas adoptadas el día 4 de agosto y los artículos constitucionales ya aprobados atestiguaban la realidad del complot aun mejor que el banquete en el que la nación había sido menospreciada. Marat invitó a los diversos distritos a que empuñasen las armas y a que, retirando los cañones de la Casa Consistorial, se dirigieran con ellos sobre Versalles. Las secciones se reunieron y enviaron diputaciones al municipio. A propuesta de Danton, la sección de los Franciscanos solicitó del municipio se ordenase a La Fayette marchara el día siguiente, lunes, para demandar de la Asamblea y del rey el alejamiento de las tropas concen-
tradas. El día 5 de octubre una multitud de mujeres de todas condiciones forzó la entrada del Ayuntamiento, mal defendida por guardias nacionales que simpatizaban con el movimiento. El portero de estrados Maillard, uno de los vencedores de la Bastilla, se puso a su cabeza y condujo a las mujeres a Versalles, adonde llegaron al mediodía. A su vez, y unas horas más tarde, comenzó a dar muestras de agitación la Guardia Nacional. Los granaderos intimidaron a La Fayette para que marchara también a Versalles, llegando el general a verse amenazado con ser colgado de una farola, y ante tal actitud se hizo autorizar por el municipio para obedecer a los deseos populares. Partió, según dijo, porque temía que la revuelta, si se hacía sin contar con él, cediera en beneficio del duque de Orleáns. Llegó a Versalles por la noche. Ni la corte ni los ministros esperaban la irrupción. El rey estaba de caza. El ala izquierda de la Asamblea sí parecía estar al corriente de lo que iba a ocurrir. Precisamente en la mañana del 5 de octubre se entabló en la Asamblea un vivo debate acerca de una nueva negativa opuesta por el rey a la sanción de los decretos. Robespierre y Barère habían declarado en el curso de
la discusión que el rey no tenía derecho a oponerse a la Constitución, porque el poder constituyente estaba por encima de la realeza. El rey, cuya existencia podía, en cierto modo, decirse había sido nuevamente creada por la Constitución, no podía usar del derecho de veto sino con relación a las leyes ordinarias, ya que las leyes constitucionales, por su misma definición, no estaban sometidas en modo alguno a su voluntad y, por lo tanto, no era sancionarlas lo que debía hacer, sino aceptarlas pura y simplemente. La Asamblea hizo suya esta tesis, consecuencia inmediata del Contrato social, y, a propuesta de Mirabeau y de Prieur de la Marne, decidió que su presidente Mounier formulase seguidamente al rey la exigencia de la inmediata aceptación. Así marchaban las cosas cuando una delegación de las mujeres de París compareció en la barra de la Asamblea. Su orador, el ujier Maillard, se quejó de la carestía de los víveres y de las maniobras de los especuladores, pasando luego a ocuparse del ultraje hecho a la escarapela nacional. Robespierre apoyó las pretensiones de Maillard, y la Asamblea decidió enviar al rey una diputación para hacerle presente las quejas de los habitantes de París. En el ínterin, ante el castillo, se habían producido
algunas reyertas entre la Guardia Nacional de Versalles y los guardias de corps. El regimiento de Flandes, colocado en orden de batalla en la plaza de armas, mostraba, por su actitud, que no haría armas en contra de los manifestantes, y aun comenzó a fraternizar con ellos. El rey, vuelto al fin de su cacería, celebró Consejo. Saint-Priest, portavoz de los monárquicos, opinó que el rey debía retirarse a Ruán antes que dar su sanción a los decretos por la presión de la violencia. Diéronse órdenes para hacer los preparativos de marcha. Pero Necker y Montmorin lograron que se volviese de la decisión tomada. Hicieron presente que el Tesoro se encontraba vacío y que la crisis y penuria reinantes le ponían en condiciones de no poder proveer a una concentración de fuerzas por menguada que ella fuera. Añadieron, también, que la partida del rey dejaría el campo libre al duque de Orleáns. Luis XVI se rindió a sus razones y, con la muerte en el alma, sancionó los decretos. La Fayette llegó con la Guardia Nacional parisiense a eso de la medianoche y se trasladó seguidamente a la residencia real para ofrecerle sus servicios y sus condolencias, más o menos sinceras, por lo ocurrido. La guardia exterior del castillo fue confiada a la
Guardia Nacional de París, y la interior, a los guardias de corps. Al amanecer del día 6, y en tanto que La Fayette descansaba, una multitud parisiense penetró en el castillo por una puerta mal guardada. Un guardia de corps la quiso rechazar. Hizo fuego. Un hombre cayó, víctima de la descarga en el patio de mármol. Entonces la muchedumbre se abalanzó sobre los guardias de corps, que se vieron arrollados y precisados a concentrarse en sus cuerpos de guardia. Los patios y las escaleras fueron invadidos. La reina, apenas vestida, se vio obligada a huir desde sus habitaciones a las del rey. Muchos guardias de corps perecieron en la refriega y sus cabezas fueron colocadas en las puntas de las picas. Para que la matanza diese fin, el rey se vio precisado a presentarse con la reina, el Delfín y La Fayette en el balcón del patio de mármol. Se le acogió con el grito de «¡El Rey a París!» Prometió que se trasladaría a la capital, y aquella misma noche durmió en las Tullerías. La Asamblea se declaró inseparable del rey y, algunos días más tarde, marchó también a establecerse en París. El cambio de residencia tenía aún más importancia que la toma de la Bastilla. Desde el momento en que
se verificó, el rey y la Asamblea están bajo la férula de La Fayette y del pueblo de París. La Revolución estaba asegurada. La Constitución, «aceptada», aunque no «sancionada», quedaba fuera del arbitrio real. Los monárquicos, que desde la noche del 4 de agosto habían estado organizando su resistencia, eran los vencidos de la jornada. Su jefe, Mounier, abandonó la presidencia de la Asamblea y se trasladó al Delfinado para intentar sublevarlo. Encontró sólo frialdad cuando no hostilidad manifiesta. Desengañado, se trasladó bien pronto al extranjero. Sus amigos, tales como Lally Tollendal y Bergasse, tampoco obtuvieron éxito en sus intentos de agitar al país en contra del golpe de fuerza parisiense, y una nueva emigración, compuesta ahora por hombres que al principio habían contribuido a la Revolución, se unió a la primera, sin, desde luego, confundirse con ella. La Fayette maniobró con gran habilidad para recoger los beneficios de una jornada en la que, al menos en apariencia, no había participado sino hurtando el cuerpo. A su instigación, el municipio y las secciones multiplicaron, siguiendo las instrucciones que recibían, las manifestaciones de fidelidad monárquica. Las escenas de horror de la mañana del 6 de octubre se decla-
raron reprobables y se mandó abrir un sumario en contra de sus autores. El tribunal del Châtelet, que fue el encargado de su instrucción, lo prolongó cuanto pudo y trató de hacer derivar las responsabilidades hacia el lado del duque de Orleáns y de Mirabeau, ambos rivales de La Fayette. Un agente de este último, el patriota Gonchon, organizó el 7 de octubre una manifestación de mujeres de los mercados centrales de París, que, dirigiéndose a las Tullerías, aclamó al rey y a la reina y solicitó de ellos el que definitivamente fijaran su residencia en París. María Antonieta, que desde hacía mucho tiempo había perdido la costumbre de oír gritar: «¡Viva la Reina!», se conmovió hasta el punto de derramar lágrimas, y aquella misma noche expresó ingenuamente su alegría en una carta que escribió a su confidente y mentor, el embajador de Austria, MercyArgenteau. Se dio a la prensa la consigna de repetir, cuantas veces pudiera, que el rey permanecía en París voluntaria y libremente. Se tomaron medidas contra los «libelistas», es decir, contra los publicistas independientes. El día 8 de octubre se libró un mandamiento de prisión en contra de Marat. Después de la muerte del panadero François, asesinado por la multitud por haber negado pan a una mujer, la Asamblea votó, el 21
de octubre, la aplicación de la ley marcial a las multitudes revoltosas. La Fayette se mostró diligentísimo en todo cuanto afectase al matrimonio real. Le aseguró que la revuelta se había producido a su pesar y en su contra por los «facciosos», que fue designando, pronunciando el nombre del duque de Orleáns como jefe de ellos. Intimidó a éste, y en el curso de una entrevista que con él tuvo, el día 7 de octubre, en casa de la marquesa de Coigny, obtuvo del débil príncipe la promesa de que abandonaría Francia a pretexto de una misión diplomática en Inglaterra. El duque, luego de algunas excitaciones, partió para Londres a mediados de octubre. Su huida le hizo desmerecer en el concepto público. Dejó de ser tomado en serio aun por sus propios amigos. «Se afirma que soy de su partido –decía Mirabeau, quien ciertamente había trabajado para que no se marchara–; pues yo afirmo que no le querría ni aun para ayuda de cámara.» Desembarazado, así, de su más peligroso rival, La Fayette remitió al rey una Memoria en la que intentaba demostrarle que sólo ventajas obtendría reconciliándose francamente con la Revolución y rompiendo toda solidaridad con los emigrados y con los partidarios del
Antiguo Régimen. Una democracia real, le decía, aumentaría el poder del monarca, lejos de restringirlo. No tendría que luchar ya más ni contra los Parlamentos ni contra los particularismos provinciales. Podría ostentar su autoridad por el libre consentimiento de sus súbditos. La supresión de las órdenes y de las corporaciones se volvería en su provecho. Nada se interpondría, desde entonces en adelante, entre su persona y el pueblo francés. La Fayette añadía que sería el defensor de la realeza en contra de los facciosos. Respondía del orden, pero solicitaba, en cambio, una entera confianza. Luis XVI no había renunciado a nada. Procedió arteramente para ganar tiempo. Al mismo tiempo que mandaba a Madrid a un agente secreto, el abate Fonbrune, para atraer a su causa a su primo el Rey católico y para depositar en sus manos una declaración que anulaba, por adelantado, cuanto pudiera hacer y firmar por las presiones de los revolucionarios, aceptó el ofrecimiento de La Fayette. Se propuso tomar y seguir sus consejos y, para darle una prenda de su confianza, le invistió, el día 10 de octubre, del mando de todas las tropas regulares de París y de las que existieran en un radio de 15 leguas en torno a la capital. El conde de
Estaing había asegurado a la reina, el día 7 de octubre, que La Fayette le había jurado que las atrocidades de la víspera habían hecho de él un realista, y añadió de Estaing que La Fayette le había rogado persuadiese al rey de que tuviera en él plena confianza. La Fayette guardaba rencor a ciertos ministros por no haber seguido sus consejos antes de la revuelta. Se propuso deshacerse de ellos. A mediados de octubre, y en casa de la condesa de Aragón, celebró una entrevista con Mirabeau, a la que estuvieron presentes los jefes de la izquierda Duport, Alexander Lameth, Barnave y Laborde. Se trataba de formar un nuevo Ministerio en el que tendrían entrada amigos de La Fayette, tales como Talon, teniente fiscal en el Châtelet, y Semonville, consejero del Parlamento. El ministro de Justicia, Champion de Cicé, dirigía la intriga. La Fayette ofreció a Mirabeau 50.000 libras para ayudarle a pagar sus deudas, y una embajada. Mirabeau aceptó el dinero y rehusó la embajada. Quería ser ministro. Los tratos acabaron por hacerse públicos, y la Asamblea, que despreciaba a Mirabeau tanto como le temía, cortó por lo sano votando, el 7 de noviembre, un decreto por el que, desde tal fecha, se prohibía al rey el elegir los ministros de entre el seno de la misma. «Si un genio elo-
cuente –dijo Lanjuinais– puede arrastrar a la Asamblea cuando se es igual a todos sus demás miembros, ¿qué ocurriría si se juntase a la elocuencia la autoridad de un ministro?» Irritado Mirabeau, se mezcló en una nueva intriga, y esta vez con el conde de Provenza, hermano del rey. Se trataba, ahora, de que Luis XVI abandonase a París, siendo protegida su huida por un cuerpo de voluntarios realistas que se encargó de reclutar el marqués de Favras. Pero éste fue denunciado por dos de sus agentes, quienes contaron a La Fayette que se había tomado el acuerdo de darle muerte, así como a Bailly. Detenido Favras, se le encontró una carta que comprometía a Monseñor. La Fayette, caballerosamente, se la devolvió a su autor, y la existencia del documento no tuvo divulgación. Provenza leyó en el municipio un discurso, que le había redactado Mirabeau, en el que desautorizaba a Favras. Éste se dejó condenar a muerte, guardando silencio sobre las altas complicidades. María Antonieta pensionó a su viuda. Este complot abortado aumentó aún más la importancia de La Fayette. El amo del Palacio, como le llamaba Mirabeau, hizo presente al rey la conveniencia y necesidad de acabar, por una determinación decisiva,
con las esperanzas de los aristócratas. Dócil, Luis XVI se presentó en la Asamblea el 4 de febrero de 1790 para dar lectura a un discurso que, por la inspiración de La Fayette, le había redactado Necker. Declaró que tanto él como la reina habían aceptado sin reserva alguna el nuevo orden de cosas y que invitaba a todos los franceses a hacer otro tanto. Entusiasmados, los diputados prestaron juramento de ser fieles a la Nación, a la Ley y al Rey, y decretaron que todos los funcionarios, los eclesiásticos comprendidos, debían prestar también idéntico juramento. Los emigrados se indignaron por la desaprobación de que les hacía objeto el rey. El conde de Artois, refugiado en Turín, en casa de su suegro el rey de Cerdeña, tenía corresponsales en las provincias, por medio de los cuales se esforzaba en provocar levantamientos. Poco creyente, no se había dado cuenta del precioso apoyo que podía prestar a su causa el sentimiento religioso, convenientemente explotado. Pero su amigo el conde de Vaudreuil, que residía en Roma, se encargó de abrirle los ojos. «La quincena de Pascuas –le escribía el 20 de marzo de 1790– es un tiempo en el que los obispos y los sacerdotes pueden obtener un gran resultado laborando para conducir a la religión y a la fideli-
dad al rey a multitud de personas inducidas a error y en él perseverantes. Espero que comprenderán bien su interés y el de la cosa pública para no despreciar estas circunstancias, y si se lograra unidad de miras y de acción, el éxito me parece seguro.» El consejo fue seguido. Una vasta sublevación se preparó en el Mediodía. La existencia de un pequeño núcleo de protestantes al pie de los Cévennes y en la campiña de Quercy, permitía presentar a los revolucionarios como aliados o como agentes de los heresiarcas. Se explotó el nombramiento, el 16 de marzo, del pastor Rabaut de SaintÉtienne para la presidencia de la Constituyente, y sobre todo la negativa, el 13 de abril, de la Asamblea a reconocer al catolicismo como religión del Estado. La derecha de la Asamblea hizo circular una vehemente protesta. Un agente del conde de Artois, Froment, puso en movimiento a las hermandades de penitentes. En Montauban los vicarios generales ordenaron que, durante la devoción de las Cuarenta Horas, se hicieran rogativas por la religión en peligro. El municipio realista de esta población escogió para proceder a los inventarios de las casas religiosas suprimidas la fecha del 10 de mayo, que era día de rogativas. Las mujeres se agruparon ante la iglesia de los Franciscanos. Se en-
tabló un combate, en el curso del cual los protestantes obtuvieron desventajas. Muchos de ellos fueron muertos o heridos; los demás, desarmados y obligados a pedir perdón de rodillas sobre el ensangrentado suelo de las iglesias. Los guardias nacionales de Toulouse y Burdeos acudieron para restablecer el orden. En Nîmes los disturbios fueron aún más graves. Las compañías realistas de la Guardia Nacional, los cébets, o comedores de cebollas, enarbolaron primero la escarapela blanca; después, una especie de bonete femenino rojo. Hubo tumultos el 1.º de mayo. El 13 de junio Froment ocupó, luego de un verdadero combate, un torreón de las murallas y el convento de los Capuchinos. Los protestantes y los patriotas llamaron en su auxilio a los campesinos de los Cévennes. Agobiados por el número de sus enemigos, los realistas fueron vencidos y asesinados. En los tres días que duraron los sucesos perecieron cerca de 300 personas. Aviñón, que se había sacudido el yugo del Papado, constituido un Ayuntamiento revolucionario y pedido su unión a Francia, fue, por aquellos tiempos, teatro de sangrientas escenas. Los aristócratas, acusados de haber ridiculizado a los nuevos magistrados, fueron declarados absueltos por el tribunal que los juzgó; pero
los patriotas se opusieron a que fueran puestos en libertad. El 10 de junio, las compañías de la Guardia Nacional afectas al Papado se sublevaron y se apoderaron de un convento y del Ayuntamiento. Pero los patriotas, reforzados por los campesinos, penetraron en el palacio pontifical, lanzaron del Ayuntamiento a sus adversarios y se libraron a terribles represalias. El rey, que había condenado el ensayo de contrarrevolución en el Mediodía, encontró en la derrota de ella un motivo más para seguir el plan de conducta que La Fayette le había expuesto en una nueva Memoria que hubo de remitirle el 10 de abril. Al pie de dicho documento puso el monarca de su propio puño y letra: «Prometo al señor La Fayette la más entera confianza en todas aquellas cuestiones que puedan referirse al establecimiento de la Constitución, a mi legítima autoridad, tal como ella se enuncia en la Memoria que precede, y al retorno a la pública tranquilidad.» La Fayette se había empeñado en emplear toda su notoria influencia en fortificar lo que quedaba de la autoridad real. Por aquellos días, Mirabeau, sirviéndose del conde de La Marck como intermediario, ofrecía sus servicios al monarca para trabajar en el mismo sentido. El 10 de mayo el rey lo tomó a su devoción mediante
200.000 libras para pagar sus deudas, 6.000 libras por mes y la promesa de medio millón a la terminación de la Asamblea Nacional. Luis XVI intentó coligar a La Fayette y Mirabeau, y precisa confesar que hasta cierto punto lo logró. Mirabeau, sin duda alguna, envidiaba y despreciaba a La Fayette; le hacía objeto de múltiples epigramas, le llamaba Gil César y Cromwell-Grandisson, y hacía cuanto en su mano estaba para lograr que el favor real fuera disminuyendo hacia el general, puesta la mira en ver si se lo cercenaba y conseguía suplantarlo; pero al mismo tiempo lo adulaba y le hacía constantes promesas de colaboración. «Representad –le escribía el 1.º de junio de 1790– en la corte el papel de Richelieu para lograr así servir a la nación; obrando de tal manera reharéis la monarquía, agrandando y consolidando las libertades públicas. Pero Richelieu tenía su capuchino José; tened, también, vos vuestra Eminencia gris, pues si no lo hacéis os perderéis y nadie podrá salvaros. Vuestras grandes cualidades tienen necesidad de mi impulsión; mi impulsión tiene necesidad de vuestras grandes cualidades.» Y el mismo día, en la primera nota que redactaba para la corte, el cínico aventurero indicaba a ésta la marcha a seguir para arruinar la popu-
laridad de que gozaba el hombre del que él no aspiraba a ser sino la Eminencia gris. Hay que advertir que La Fayette no se forjó jamás ilusión alguna sobre la moralidad de Mirabeau. De todos modos, ambos se emplearon de concierto en defender la prerrogativa real cuando se planteó ante la Asamblea, en mayo de 1790, con ocasión de una ruptura inmediata entre Inglaterra y España, el problema del derecho a declarar la guerra y a hacer la paz. Protestaba España de la toma de posesión por los ingleses de la bahía de Nootka, en las costas del Pacífico, en lo que es hoy Colombia Británica. Reclamaba la ayuda de Francia, invocando el Pacto de Familia. En tanto que la izquierda de la Cámara no quería ver en el conflicto sino una intriga contrarrevolucionaria destinada a mezclar a Francia en una guerra extranjera que daría al rey el medio de resarcirse de su poder; en tanto que Barnave, los dos Lameth, Robespierre, Volney y Pétion clamaban contra las guerras dinásticas y la diplomacia secreta, y pedían la revisión de todas las viejas alianzas, reclamando para la representación nacional el derecho exclusivo de declarar la guerra, de controlar la diplomacia y de concluir los tratados. Mirabeau, La Fayette y todos sus partidarios: Clermont-To-
nnerre, Chapelier, Custine, el duque del Châtelet, Dupont de Nemours, el conde de Sérent, Virieu y Cazalès, exaltaban la fibra patriótica, denunciaban la ambición inglesa y concluían afirmando que la diplomacia debía ser dominio propio del rey. Argumentaron que las asambleas eran muy numerosas y demasiado impresionables para ser órganos de ejercicio de un derecho tan importante y peligroso como el de hacer la guerra. Citaron en apoyo de su opinión el ejemplo del Senado de Suecia y el de la Dieta de Polonia, corrompidos por el oro extranjero; ensalzaron la necesidad del secreto en estas materias, pusieron a todos en guardia contra el peligro de aislar al rey de la nación y de convertirlo en una figura sin prestigio, e hicieron notar, por último, que, según la Constitución, ningún acto del poder legislativo podía tener efectos plenos sin la sanción del rey. Los oradores de la izquierda les contestaron que si el derecho de declarar la guerra y de hacer la paz continuaba siendo ejercido por sólo el rey, «los caprichos de las queridas –fueron frases de Aiguillon– y la ambición de los ministros, decidirían, como antes, la suerte de la nación». Añadieron que serían siempre de temer, de prevalecer el criterio contrario, las guerras dinásticas, que el rey no era sino el encargado por la
nación de ejecutar su voluntad soberana y que los representantes del país «tendrían, constantemente, un interés directo y personal en evitar las guerras». Se burlaron de los secretos de la diplomacia y negaron que pudiera existir paridad alguna entre una asamblea elegida por un sufragio amplio, como la de Francia, y las asambleas de carácter feudal, como los citados Senado de Suecia y Dieta de Polonia. Muchos atacaron con violencia al Pacto de Familia y a la alianza austríaca, y recordaron los tristes resultados de la Guerra de los Siete Años. Todos denunciaron el peligro que el conflicto anglo-español podía entrañar para la Revolución. Charles Lameth expresó su opinión del modo siguiente: «Se quiere que los asignados no tengan valor, que los bienes eclesiásticos no se vendan: ¡he aquí las verdaderas causas de esta guerra!» Durante este gran debate, París vivió en una intensa agitación. Se voceó en las calles un libelo, inspirado por los Lameth, y que se titulaba La gran traición del conde de Mirabeau. La Fayette hizo rodear la sala de sesiones por numerosas fuerzas. Mirabeau tomó pretexto de esta fermentación para, el último día, dirigir a Barnave su famosa réplica: «También a mí, y hace bien pocos días, se me quería llevar en triunfo y, sin embar-
go, hoy se pregona en las calles La gran traición del conde de Mirabeau. No tengo necesidad de esta lección para recordar que es corta la distancia entre el Capitolio y la roca Tarpeya. Pero el hombre que combate por la razón y por la patria, no se da tan prontamente por vencido. Que los que desde hace ocho días profetizan mi opinión sin conocerla; que quienes calumnian en estos momentos mi discurso sin haberlo comprendido, me acusen de incensar a ídolos impotentes en los precisos instantes de su caída o de ser un sometido a soldada de los que no he cesado de combatir; que denuncien como un enemigo de la Revolución a quien, tal vez, no le haya sido inútil, a quien no encontró en ella su reputación y su nombre, aunque sí le deba su seguridad; que ellos libren a los furores del pueblo engañado al que, desde hace veinte años, combate todas las opresiones y ha hablado, sin cesar, a los franceses de libertad, de Constitución y de resistencia cuando sus viles calumniadores vivían de todos los prejuicios dominantes: todo ello ¿qué me importa? Estos golpes, de arriba y de abajo, no me detendrán en mi camino; yo les diré a todos: contestad si podéis, y en el ínterin calumniad cuanto os plazca». Esta soberbia audacia tuvo buen éxito. Mirabeau ganó sobradamente este día el
dinero de la corte. La Asamblea, subyugada por su genio oratorio, negó a Barnave la palabra para que rectificase. Votó la prioridad para el proyecto de ley presentado por Mirabeau y colmó de aplausos una breve declaración de La Fayette. Pero en los momentos de irse votando los artículos, la izquierda consiguió mayoría e introdujo en ellos una serie de enmiendas que cambiaron profundamente el sentido del decreto. El rey sólo conservó el derecho de proponer la guerra y, en su caso, la paz. La declaración definitiva la daría la Asamblea. En caso de hostilidades inminentes, el rey venía obligado a dar a conocer, sin excusa ni retraso, las causas y motivos de ellas. Si las sesiones del cuerpo legislativo estuvieran en suspenso, se reuniría seguidamente y se declararía en sesión permanente. Los tratados de paz, de alianza o de comercio, continuarían provisionalmente en vigor; pero una comisión de la Asamblea, que recibió el nombre de Comisión Diplomática, se nombró para revisarlos, ponerlos en armonía con la Constitución y seguir entendiendo en los asuntos exteriores. En fin, por un artículo especial, la Asamblea declaró al mundo que «la nación francesa renunciaba a hacer guerra alguna de conquista y jamás emplearía la fuerza contra la libertad de los pueblos».
Los patriotas saludaron la votación del decreto como un triunfo. «No tendremos ya guerra», escribía Thomas Lindet al salir de la sesión. Lindet tenía razón. Por el decreto que acaba de aprobarse, la dirección exclusiva de la política exterior escapaba de las manos del rey. Desde aquel momento había de compartirla con la representación nacional. Pero si su prerrogativa no había sufrido aún mayores cercenamientos, lo debía a La Fayette y a Mirabeau. La gran fiesta de la Federación, que presidió La Fayette, hizo ostensible de modo bien patente la inmensa popularidad de que el general gozaba; los federados le besaban las manos, el traje, las botas; besaban, también, los arneses de su caballo y aun el propio animal. Se fundieron medallas con la esfinge de La Fayette. La ocasión era propicia para que Mirabeau excitase la envidia del rey contra «el hombre único, el hombre de las provincias.» Pero era el caso que Luis XVI y María Antonieta habían recibido también las aclamaciones de los provinciales. La prensa democrática anotó con pena que los gritos de «¡Viva el Rey!» habían ahogado a los de «¡Viva la Asamblea!» y «¡Viva la Nación!» Luis XVI escribió a la señora de Polignac: «Creedlo, señora, no está todo perdido». El duque de Or-
leáns, que expresamente había regresado de Londres para asistir a la ceremonia, pasó inadvertido. Si el duque de Orleáns no era ya de temer; si «todo no estaba perdido», era a La Fayette a quien, en buena parte, se le debía. Sin duda que el rey guardaba rencor al marqués por sus rebeliones pasadas y su devoción presente hacia el régimen constitucional, y esperaba que llegaría una fecha en la cual pudiera pasarse sin sus servicios. Pero en tanto que llegaba, recurrió a él y lo hizo tanto más voluntariamente cuanto que su agente secreto, Fonbrune, que había mandado a Viena para sondear a su cuñado el Emperador, le hizo presente, hacia mediados de julio, que no podía contarse, por el momento, con el concurso de las potencias extranjeras. También, desde otro punto de vista, le resultaba indispensable La Fayette, ya que era el único que podía mantener el orden en su perturbado reino. El incorregible conde de Artois intentó de nuevo, poco después de la Federación, sublevar el Mediodía. Agentes suyos, clérigos, como el canónigo de la Eastide, de la Mollette y el párroco Claude Allier; nobles, como el alcalde de Berrias, Malbosc, convocaron para el 17 de agosto de 1790, en el castillo de Jalès, en los límites de los tres
departamentos del Gard, del Ardèche y del Lozère, a los guardias nacionales de su partido. Veinte mil guardias nacionales realistas comparecieron en la reunión ostentando la cruz como bandera. Antes de separarse, los jefes que habían organizado esta amenazadora demostración, formaron un Comité Central encargado de coordinar sus esfuerzos. Lanzaron seguidamente un manifiesto en el que declararon que «no depondrían las armas sino luego de haber restablecido al rey en su gloria, al clero en sus bienes, a la nobleza en sus honores y a los Parlamentos en sus funciones antiguas». El campamento de Jalès permaneció organizado durante bastantes meses. Realmente no será disuelto sino cuando lo efectúe la fuerza pública en febrero de 1791. La Asamblea envió tres comisarios para pacificar la comarca. Más graves, tal vez, que los complots aristocráticos eran los motines militares. Los oficiales, todos nobles y casi todos aristócratas, no podían sufrir que sus soldados frecuentasen los clubes y fraternizasen con los guardias nacionales, que ellos despreciaban. Colmaron a los soldados patriotas de castigos y de malos tratos. Los licenciaban de sus respectivos cuerpos con «cartuchos amarillos», es decir, con notas infamantes que les
imposibilitaban el encontrar quien los contratara para trabajar. Al mismo tiempo se entretenían en tomar a chacota a los burgueses, y en provocarlos, diciendo de ellos que, al usar el uniforme de guardias nacionales, se disfrazaban de soldados. Los reclutas patriotas, sintiéndose sostenidos por la opinión pública, se cansaron pronto de las pesadas bromas de sus jefes, y tomaron a su vez la ofensiva. Pidieron la liquidación de sus masitas, sobre las que los oficiales ejercían una intervención no sujeta a control. Con frecuencia las masitas no estaban en regla ni completas. Desde luego, los encargados de la contabilidad de ellas se aprovechaban de las mismas para atender a sus necesidades personales. A las demandas de verificación se respondió por el mando con castigos. Por todas partes surgieron motines. En Tolón, el almirante de Albert impedía a los trabajadores del puerto el enrolarse en la Guardia Nacional y el usar la escarapela en el arsenal. Por este solo delito, el 30 de noviembre de 1789, despidió a dos maestres de aparejo. Al día siguiente los marineros y los obreros se amotinaron, sitiaron la residencia del almirante, con ayuda de los guardias nacionales, y, por último, lo redujeron a prisión por haber ordenado a las
tropas regulares que disparasen contra los insurgentes. Sólo se le puso en libertad ante la presión de un decreto formal de la Asamblea. Trasladado a Prest, las tripulaciones sujetas a su mando no tardaron sino bien pocos meses en amotinarse a su vez. En todas las guarniciones se produjeron hechos del mismo género: en Lille, en Besançon, en Estrasburgo, en Hesdin, en Perpiñán, en Grey, en Marsella, etc. Pero el motín más sangriento fue aquel al que, en el mes de agosto de 1790, sirvió de escenario Nancy. Los soldados de la guarnición, particularmente los suizos del regimiento valdense de Châteauvieux, reclamaron de sus oficiales la liquidación de sus masitas, retenidas desde hacía muchos meses. En lugar de atender en justicia a las fundamentadas reclamaciones de sus soldados, los castigaron como a autores de faltas graves contra la disciplina. Dos de ellos fueron «pasados por las correas» y azotados de modo vergonzoso. La emoción fue grande en la población, en la que el regimiento de Châteauvieux era muy querido por haberse negado a tirar sobre la multitud cuando la toma de la Bastilla. Los patriotas y la Guardia Nacional de Nancy fueron en busca de las dos víctimas, las pasearon procesionalmente por las calles de la ciudad y obligaron a
los oficiales culpables a entregar 100 luises a cada una de ellas en concepto de indemnización. Los soldados investigaron la caja regimental y, encontrándola medio vacía, empezaron a gritar que se les había robado. Los otros regimientos de Nancy exigieron igualmente que se les liquidasen sus haberes y enviaron delegaciones a la Asamblea Nacional para exponer ante ella sus quejas y reclamaciones. En los motines precedentes, La Fayette había manifestado sus preferencias hacia los jefes y en contra de los soldados. Llegó hasta intervenir con apremiantes cartas, dirigidas a los diputados de su partido, a fin de que el conde de Albert, principal responsable de las revueltas de Tolón, fuera no sólo descartado del expediente mandado instruir, sino también colmado de alabanzas y de flores. Esta vez resolvió –tales fueron sus palabras– hacer un gran escarmiento. Al mismo tiempo que hizo arrestar a los ocho soldados del Regimiento Real que habían sido delegados para trasladarse a París, consiguió de la Asamblea –el 18 de agosto– se aprobase un decreto organizando una severa represión. Dos días más tarde escribió al general Bouillé, que era primo suyo y que mandaba en Metz, que se mostrase enérgico contra los amotinados. En fin,
hizo nombrar para que verificase las cuentas regimentales de la guarnición de Nancy al señor Malseigne, oficial de Besançon, considerado como «el hombre más bravucón y decidido del ejército». Aunque los soldados habían realizado actos de arrepentimiento a la llegada del decreto de la Asamblea, Malseigne los trató como a criminales. En el cuartel de los suizos, tiró de espada e hirió a muchos de ellos. Después se refugió en Luneville, manifestando que se había atentado contra su vida. Entonces Bouillé reunió la guarnición de Metz, la aumentó, añadiendo a ella un cierto número de guardias nacionales, y marchó sobre Nancy. Se negó a parlamentar con una comisión que le esperaba en las puertas de la ciudad, y ante una de éstas, llamada de Stainville, tuvo lugar, el 31 de agosto, un terrible combate en el que los suizos acabaron por ser vencidos. Una veintena de ellos fue ahorcada y cuarenta y un individuos sometidos a consejo de guerra, el que, sumarísimamente, los condenó a galeras. Bouillé cerró el club de Nancy e hizo reinar en toda la región un a modo de terror. La matanza de Nancy, abiertamente aprobada por La Fayette y la Asamblea, tuvo consecuencias graves. Dio ánimos a los contrarrevolucionarios, que asoma-
ron la cabeza por todas partes. El rey felicitó a Bouillé, el 4 de septiembre de 1790, dándole el siguiente consejo: «Cuidad vuestra popularidad; tanto a mí como al reino nos puede ser muy útil. La considero como áncora de salvación, que podrá servir un día para el restablecimiento del orden.» La Guardia Nacional parisiense celebró una fiesta fúnebre en el Campo de Marte en honor de los muertos del ejército de Bouillé. Ceremonias análogas tuvieron lugar en la mayor parte de las poblaciones. En cambio, los demócratas, que estaban de corazón al lado de los soldados reclamantes, protestaron, desde el primer momento, contra la crueldad de la premeditada represión. Los días 2 y 3 de septiembre tuvieron lugar en París manifestaciones tumultuosas en favor de los suizos de Châteauvieux. El joven periodista Loustalot, que los había defendido, falleció rápidamente. Se dijo que había muerto a causa del dolor que le causara la matanza de Nancy, por él condenada en su último artículo, que fue publicado en Revoluciones de París. La popularidad de La Fayette, que había sido grandísima, tanto entre el pueblo como entre la burguesía, comenzó a declinar. Durante un año «el héroe de ambos mundos» fue el hombre que gozó de
más consideración en Francia, y ello por ser la persona que aseguraba a la burguesía contra el doble peligro que la amenazaba: por la derecha, los complots aristocráticos; por la izquierda, las confusas aspiraciones de los proletarios. En esto estribaba el secreto de su fuerza. La burguesía se puso bajo la protección de este soldado porque él le garantizaba las conquistas de la Revolución. No sentía ella repugnancias a la existencia de un poder fuerte, en tanto que este poder se ejerciese en su provecho. La autoridad que actuaba La Fayette era, esencialmente, una autoridad moral libremente consentida. El rey accedía a abandonarle su cetro, y la burguesía accedía a obedecerle. El general se apoyó en el trono. Dispuso de todos los destinos, tanto de aquellos que el pueblo debía proveer cuanto de los que al rey estaba llamado a cubrir. Sus recomendaciones cerca de los electores eran decisivas. Por todo ello La Fayette tuvo una corte, o, hablando con más propiedad, una clientela. No estaba falto de sentido político. Aprendió en América el poder de los clubes y de la prensa, y se dedicó a servirse de ambos elementos. Después de las jornadas de octubre, el club de los Diputados Bretones se había trasladado a París al
mismo tiempo que la Asamblea. Celebraba sus reuniones en la biblioteca del convento de los Jacobinos de la calle de San Honorato, situado a dos pasos del lugar en el que la Asamblea celebraba las suyas. Se tituló Sociedad de los Amigos de la Constitución. Admitía como miembros no sólo a los diputados, sino también a los burgueses pudientes, quienes eran admitidos mediante consentimiento en votación de los socios ya existentes. En sus listas figuraban literatos y publicistas, banqueros y negociantes, nobles y sacerdotes. El duque de Chartres, hijo del duque de Orleáns, solicitó su entrada en el club, y fue admitido como socio en el verano del año 1790. La cuota de entrada era de doce libras, y la anual, de veinticuatro, pagadas por trimestres. A fines de 1790 el número de miembros sobrepasaba el millar. Se relacionaba con los demás clubes que se habían fundado en casi todas las poblaciones y hasta en los arrabales y villas. Les extendía títulos de filiales, les enviaba sus publicaciones, les participaba lo que pudiéramos llamar el santo y seña y los impregnaba de su espíritu. De tal modo, consiguió agrupar a su alrededor a toda la parte militante y distinguida de la burguesía revolucionaria. Camille Desmoulins, que formó parte de él, define bastante bien su papel y actuación
cuando escribe: «No sólo es el gran inquisidor que espanta a los aristócratas, sino que es también el gran fiscal que repara todas las injusticias y viene en socorro de todos los ciudadanos. Parece, en efecto, que el Club ejerce cerca de la Asamblea las funciones del ministerio público. Al seno de los Amigos de la Constitución llegan de todas partes las quejas de los oprimidos, antes de comparecer ante la augusta Asamblea. A las salas de los jacobinos afluyen sin cesar diputaciones que acuden a felicitar al Club o a solicitar su comunión, o a excitar su vigilancia, o a demandar el reparo de los entuertos.» Así se expresaba el ardiente periodista el 14 de febrero de 1791. El Club no poseía, por aquel entonces, órgano autorizado; pero las discusiones en él tenidas encontraban eco en numerosos periódicos, tales como El Correo, de Gorsas; los Anales Patrióticos, de Carra; el Patriota Francés, de Prissot; las Revoluciones de París, de Prudhomme, redactadas por Loustalot, Silvain Marechal, Fabre de Églantine y Chaumette; las Revoluciones de Francia y del Brabante, de Camille Desmoulins; El Diario Universal, de Audouin, etcétera. Los jacobinos se convertían en una potencia. La Fayette se cuidó de no desdeñarlos. Se hizo inscribir entre el número de sus miembros. Pero La Fa-
yette no es orador y siente que el Club se escapa de sus manos. Sus rivales los Lameth, grandes señores como él y mucho más elocuentes, se habían creado una clientela en los jacobinos. Con ellos forman: el dialéctico Adrien Duport, tan experto en ciencia jurídica como hábil en intrigas parlamentarias, y el joven Barnave, de elocuencia nerviosa, extensos conocimientos y de espíritu pronto para la réplica. El inflexible Robespierre logra, cada día, hacerse escuchar con más atención, porque es el hombre del pueblo y porque su elocuencia, toda sinceridad, sabe elevar los debates y desenmascarar a los arteros. El filántropo abate Grégoire, el ardiente Buzot, el solemne y vanidoso Pétion, el atrevido Dubois Grancé, el enérgico Prieur de la Marne, aparecen a la izquierda de los «triunviros», figurando largo tiempo como reserva de los mismos. Sin romper con los jacobinos, antes por el contrario prodigándoles, en público, palabras amables, La Fayette, ayudado por sus amigos el marqués de Condorcet y el abate Sieyès, fundó la Sociedad de 1789, que era una academia política y un salón, mejor que un club propiamente dicho. Esta sociedad no admitía al público a sus sesiones, que se celebraban en un fastuoso local del Palacio Real, en el que se hubieron de ins-
talar el 12 de mayo de 1790. La cotización, más elevada que en los Jacobinos, alejaba a las gentes de pocos posibles. El número de miembros se fijó en 600. Allí, en comidas solemnes y en torno de La Fayette y Bailly, se reunían los revolucionarios moderados, igualmente devotos del rey que de la Constitución. Veíanse en el local mencionado al abogado bretón Chapelier, acre y rudo, que el año precedente había sido enemigo declarado de la corte, pero que, decididamente, había cambiado de opinión, llevado a ello por su amor al juego y a las mujeres; al propio Mirabeau; al publicista Brissot, particularmente obligado a La Fayette y a quien el banquero ginebrino Clavière, agente de Mirabeau, había conducido a este afortunado medio; a André, antiguo consejero del Parlamento de Aix, ducho en los negocios y con real autoridad cerca del centro de la Asamblea; a algunos otros diputados, tales como el duque de La Rochefoucauld y su primo el duque de Liancourt; a los abogados Thouret y Target, que tomaron parte activa e importante en la votación de la Constitución; a los condes de Custine y de Castellane; a Démeunier, Roederer y Dupont de Nemours; a financieros como Boscary, Dufresne, Saint-Léon, Huber y Lavoisier; a literatos como los dos Chénier, Suard, de
Pange y Lacretelle; a obispos como Talleyrand. El equipo era, pues, numeroso y no falto de talento. El club tenía como órgano propio un periódico, el Diario de la Sociedad de 1789, que dirigía Condorcet y que era más bien una revista. A más de esta publicación, influía en buena parte de la gran prensa: el Monitor, de Panckouke, el periódico más completo y el mejor informado de aquella época; el Diario de París, vieja hoja volandera que databa de los comienzos del reinado de Luis XVI y que era leído por lo más selecto de la intelectualidad; la Crónica de París, de Millin y François Noël; el Amigo de los Patriotas, que redactaban dos que hoy se llamarían enchufistas –pues cobraban de la lista civil–, los diputados Adrien Duquesnoy y Regnaud de Saint-Jean-d’Angély. La Fayette y Bailly sostuvieron, algo más tarde, para proveer a la lucha de guerrillas contra las hojas de extrema izquierda, periódicos efímeros y violentos, tales como El Amigo de la Revolución o Las Filípicas, particularmente consagrado, como el subtítulo indica, a la polémica con el duque de Orleáns; la Hoja del Día, de Parisau; El Charlatán, El Canto del Gallo, etc. A la derecha del partido fayettista, el antiguo partido monárquico se organizó con otro nombre. Stanislas
de Clermont-Tonnerre, que lo dirigía desde la marcha de Mounier, fundó, en noviembre de 1790, el club de los Amigos de la Constitución Monárquica, publicando un periódico del que Fontanes fue el primer redactor. Celebraba sus reuniones cerca del Palacio Real, en la calle de Chartres, en un local que se llamaba el Panteón. Casi todos los diputados de la derecha se encontraban allí, a excepción del elocuente abate Maury y del cínico vizconde de Mirabeau, cuya aristocracia era demasiado notoria. Los amigos de Clermont-Tonnerre, Malouet, Cazalès, el abate de Montesquiou y Virieu, a quienes no faltaban ni el talento ni la habilidad, trataban de alejar de ellos el calificativo de reaccionarios. Se llamaban a sí mismos los imparciales. Intentaron hacerse con fuerzas en los arrabales distribuyendo a los pobres bonos de pan a precio reducido; pero la empresa, bien pronto denunciada como tentativa de corrupción, hubo de ser abandonada, y el círculo monárquico, objeto de manifestaciones hostiles, hubo de suspender sus sesiones en la primavera de 1791. En cuanto a los aristócratas puros, a los que aplaudían al abate Maury, se reunían primero en el convento de los Capuchinos, después en el Salón Francés, dedicándose a soñar en la contrarrevolución
violenta. Toda la escala de las opiniones realistas estaba representada por numerosas hojas que la lista civil alimentaba: El Amigo del Rey, del abate Royou, cuyo tono, generalmente serio, contrastaba con las violencias del Diario General de la corte y de la Villa, de Gauthier, y de la Gaceta de París, de Durozoy, y con las difamaciones de las Actas de los Apóstoles, en las que colaboraban Champcenetz y Rivarol. Hasta el gran debate de mayo de 1790, sobre el derecho a declarar la guerra y a concertar la paz, las relaciones entre el club Sociedad de 1789 y los Jacobinos, es decir, entre fayettistas y lamethistas, aparentaban una fingida cordialidad que, luego de aquellos citados debates, supieron aun revestirse con una reserva de buen gusto. Hombres como Brissot y Roederer tenían un pie en cada uno de los campos rivales. La Fayette se esforzaba, aún en el mes de julio, en la conquista de algunos agitadores que él sabía asequibles al dinero, tales como Danton. Mirabeau y Talon le servían de intermediarios y Danton se contenía, a veces, en su actividad revolucionaria. Pero si por ambas partes los jefes supremos se reservaban cuanto podían, «los hijos perdidos» de ambos bandos cambiaban algunos disparos. Marat, cuya clarividencia política raramente sufrió
eclipses, fue el primero en atacar a «el divino Mottier» y al infame Riquetti, al que denunciaba como vendido a la corte desde el 10 de agosto de 1790. Tal modo de proceder concitó en su contra las malquerencias del poder, siendo su periódico secuestrado por la policía y él sujeto a varias órdenes de detención, de las que pudo librarse gracias a la protección que le dispensó el distrito de los Cordeleros o Franciscanos. Después de Marat, Loustalot y Fréron, éste en El Orador del Pueblo, entraron en línea contra los fayettistas. Camille Desmoulins no se decidió sino un poco más tarde, al revelar a sus lectores que, en nombre de La Fayette y Bailly, se le habían ofrecido 2.000 escudos si se prestaba a guardar silencio. Todos los enredos y manejos del Ayuntamiento y del Châtelet se hicieron del dominio público. Al principio tales campañas sólo encontraron eco en la pequeña burguesía y entre los artesanos, es decir, en esa clase que se comenzó a designar con el nombre de «sin calzones» (sans-culottes), porque usaba pantalón. Robespierre era casi el único que, en los Jacobinos y en la Asamblea, protestaba de las persecuciones que se seguían, dedicándose a llevar a la tribuna algunas de las campañas que parecían vitandas... Y es que entre los jacobinos y los que pudiéramos llamar
«los hombres de 1789» no existían, al menos en los primeros tiempos, divergencias doctrinales esenciales, sino más bien rivalidades personales. La Fayette quiere vigorizar al poder ejecutivo porque el poder ejecutivo es él mismo. Los triunviros Lameth-Dupont-Barnave le acusan de sacrificar los derechos de la nación, pero es porque aún no participan de los favores ministeriales. Cuando la corte, un año más tarde, reclame sus consejos, se dedicarán a adaptar en su provecho las opiniones de La Fayette y a seguir la política por él puesta en práctica. De momento, la mayoría de la Asamblea pertenece a sus rivales, quienes, desde hace un año, están casi exclusivamente en posesión de la presidencia de la misma.2 Entre el 89 y los Jacobinos 2
Lista de los presidentes de la Asamblea a partir de las jornadas de octubre: Camus, 28 de octubre de 1789; Thouret, 12 de noviembre; Boisgelin, 23 de noviembre; Montesquiou, 4 de enero de 1790; Target, 18 de enero; Bureau de Puzy, 3 de febrero; Talleyrand, 18 de febrero; Montesquiou, 2 de marzo; Rabaut, 17 de marzo; de Bonnai, 13 de abril; Virieu, 27 de abril; Thouret, 10 de mayo; Beaumetz, 27 de mayo; Sieyès, 6 de junio; SaintFargeau, 27 de junio; de Bonnai, 5 de julio; Treilhard, 20 de julio; de André, 2 de agosto; Dupont de Nemours, 16 de agosto; de Gessé, 30 de agosto; Bureau de Puzy, 13 de septiembre; de Emmery, 27 de septiembre; Merlin de Douai, 11 de octubre;
no hay, en suma, para separarlos sino el grueso o espesor que representa el poder, es decir, la distancia que puede mediar entre el ejercicio y la no posesión del mismo: los unos son ministeriales, los otros aspiran a serlo. Las cosas cambiaron cuando, en el otoño de 1790, el rey, mudando de opinión, retiró su confianza a La Fayette. Entonces los lamethistas resultaron los afortunados; las ventajas del poder lloverán ahora en su campo. El 25 de octubre de 1790 hicieron nombrar a Barnave presidente de la Asamblea. Los periodistas de extrema izquierda se felicitaron de esta elección considerándola como una victoria de la democracia. Marat fue el único que no compartió sus opiniones. Escribió sabiamente: «Riquetti no fue jamás a nuestros ojos sino un tremendo satélite del despotismo. En cuanto a Barnave y a los Lameth, tengo muy poca fe en su civismo». Marat estaba en lo cierto. La idea democrática nunca tuvo mayoría en la Constituyente. Ésta, hasta el fin, fue una Asamblea burguesa y sobre un plano burgués es como reconstruyó a Francia.
Barnave, 25 de octubre.
CAPÍTULO VII LA RECONSTRUCCIÓN DE FRANCIA
Ninguna Asamblea de Francia, ni del mundo, es fácil que haya merecido los respetos de que gozó la llamada Constituyente, la que tuvo, como efecto, el honor de «constituir» la Francia moderna. Jamás el alboroto turbó sus deliberaciones. Las tribunas del Picadero, lugar en que celebraba sus sesiones desde que, en noviembre de 1789, se trasladó a París, se llenaban de un público elegante en el que dominaba la alta sociedad. Las damas de la aristocracia liberal lucían allí sus vestidos y atavíos, y sólo se permitían aplausos discretos. Eran dichas tribunas el punto de reunión de la princesa de Hénin, de la marquesa de Chastenois, de la condesa de Chalabre –aquella que confesó que profesaba culto a Robespierre–, de las señoras de Coigny y de Piennes, exaltadas patriotas, de la mariscala de Beauveau, de la princesa de Poix, de la marquesa de Gontaud, de las señoras de Simiane y de Castellane, de la bella señora de Gouvernet, de la agradable señora de Broglie, de la picante señora de Astorg, de la graciosa señora de Beaumont, hija de Montmorin, amada luego
por Chateaubriand, es decir, de una parte considerable del elegante barrio de San Germán. Todas van a la Asamblea como a un espectáculo. La política tiene para ellas el atractivo de la novedad y el grato sabor acre del fruto prohibido. Sólo al final de la legislatura, cuando se empeñó la lucha religiosa y tuvo lugar la huida a Varennes, el pueblo se conmovió profundamente y los artesanos se esforzaron en asistir a las sesiones, cambiando por ello un tanto el aspecto del público concurrente. Pero aun entonces la previsión de La Fayette y de Bailly sabrá disponer en sitios estratégicos la asistencia de 60 espías rodeados de enérgicos grupos de «alabarderos» para sostener con sus cerrados aplausos la causa del orden. Los votos de la Constituyente fueron emitidos con entera libertad. Un pensamiento único anima su obra de reconstrucción política y administrativa. Trátase de un pensamiento impuesto por las circunstancias y que no es otro que el siguiente: impedir el retorno de la feudalidad y del despotismo, asegurando el apacible reino de la burguesía victoriosa. La Constitución conservó al frente de la nación la existencia de un rey hereditario. Pero este rey, en ciertos aspectos, es creación de la Constitución misma. La
Carta constitucional lo subordina. El rey ha de prestarle juramento. Antes era «Luis, por la gracia de Dios, rey de Francia y de Navarra»; desde el 10 de octubre de 1789 es «Luis, por la gracia de Dios y la Constitución del Estado, rey de los franceses». El delegado de la Providencia se ha convertido en delegado de la Nación. El sacerdocio gubernamental adquiere carácter laico. Francia deja de ser la propiedad del rey; no es ya una propiedad que se transmite por herencia. Luis es rey de los franceses y el nuevo título implica un jefe, pero no un dueño. Las precauciones se adoptan con la mira puesta en que el rey constitucional no pueda nunca convertirse en déspota. Funcionario con sueldo, no podrá ya tomar nada a su antojo del Tesoro del Estado. Deberá, desde entonces, como el rey de Inglaterra, contentarse con una lista civil, que será fijada al comienzo de cada reinado, y que la Constituyente fijó en 25 millones para el de Luis XVI. Y aun se le obligaba a confiar la administración de esta lista civil a un funcionario especial –que será responsable de su gestión con sus propios bienes–, y cuya misión tiene por objeto impedir al monarca que contraiga deudas que puedan recaer en perjuicio de los bienes de la nación. El rey podrá ser
depuesto por la Asamblea en caso de alta traición, o si abandonare el reino sin su permiso. Si es menor y no hay ningún pariente varón, que haya prestado el juramento cívico, el regente del reino será elegido por el pueblo. Cada distrito elegirá un elector, y todos estos electores, reunidos en la capital, designarán al regente, sin estar obligados a tomarlo de entre los miembros de la familia real. Era esta disposición un correctivo grave impuesto al principio hereditario. Un regente designado en la forma prevenida valía tanto como un presidente de república con mandato a plazo fijo y con función representativa. El rey conserva el derecho de escoger a sus ministros; pero, para impedirle sembrar la corrupción entre los diputados, se le prohíbe tomarlos de la Asamblea, y, con el mismo espíritu, se prohíbe a los diputados que acabasen de serlo, aceptar cargo alguno que fuese de nombramiento del poder ejecutivo. Precisaba preservar a los representantes de la nación de toda tentación de honores y puestos, manteniéndolos rigurosamente en su papel de fiscalizadores y atentos vigilantes y desinteresados. Los ministros aparecen sometidos a una vigilancia muy estricta que se organiza judicialmente. No sólo puede la Asamblea acusarlos ante el Tribunal Supre-
mo, sino que cada mes se les exige un estado de la distribución de los fondos destinados a su departamento, y este estado mensual, examinado por la Comisión de Tesorería, no era ejecutivo sino después de la aprobación formal de la Asamblea. Todo cambio en la inversión del crédito presupuestariamente concedido, todo aumento en el mismo, se hacía así imposible. Los ministros estaban obligados, por otra parte, a dar cuenta a la Asamblea, a requerimiento de ésta, «tanto de su conducta cuanto del estado de los gastos y asuntos», y se les obligaba a presentar lo mismo los documentos de contabilidad que los expedientes administrativos y los despachos diplomáticos. Los ministros no podrán ya ser visires. Bien pronto se les exigirá que, al cesar en sus cargos, den cuenta de su gestión, que será una cuenta tanto financiera cuanto moral. En tanto que estas cuentas no sean aprobadas, los ministros a que se refieran no podrán abandonar la capital. El ministro de Justicia, Danton, sólo con gran dificultad obtendrá, bajo la Convención, la aprobación de su cuenta financiera, que será severamente criticada por el íntegro Cambon. El ministro Roland, dimisionario después de la muerte del rey, jamás pudo obtener el finiquito que le hubiera permitido abandonar París.
El rey no puede hacer nada sin la firma de sus ministros, y esta necesidad del refrendo ministerial le aleja de todo derecho a tomar decisiones por sí mismo, colocándole, constantemente, en dependencia de su Consejo, que a su vez está en dependencia de la Asamblea. A fin de que las responsabilidades de cada uno de los ministros puedan establecerse con la mayor facilidad, se ordenó que todas las deliberaciones del Consejo se consignaran en un registro ad hoc, llevado por un funcionario especial. Pero Luis XVI eludió el cumplimiento de esta obligación, que no llegó a ser efectiva sino después de su caída. Los seis ministros son los únicos encargados de toda la administración central. Los antiguos Consejos desaparecen, así como el llamado ministro encargado de la casa del rey, que es reemplazado por el intendente de la lista civil. El control de las finanzas, sin embargo, fue dividido entre dos departamentos ministeriales: Contribuciones Públicas, de una parte, y, de otra, Ministerio del Interior. Sólo éste era el llamado a entenderse con las autoridades locales. En sus atribuciones entraban: los trabajos públicos, la navegación, los hospitales, la asistencia pública, la agricultura, el comercio, las fábricas y manufacturas, la instrucción
pública. Por primera vez toda la administración provincial se concentra en una sola mano. El rey nombra los altos funcionarios, los embajadores, los mariscales, los almirantes, los dos tercios de los contraalmirantes, la mitad de los tenientes generales, mariscales de campo, capitanes de navío y coroneles de gendarmería, la tercera parte de los coroneles y tenientes coroneles y la sexta de los tenientes de navío; pero todo ello de acuerdo con las disposiciones vigentes en materia de ascensos y siempre con el refrendo de sus respectivos ministros. Continúa dirigiendo la diplomacia; pero ya hemos visto que no puede declarar la guerra ni firmar tratado alguno, sea cualquiera su clase, sin el consentimiento previo de la Asamblea Nacional, cuya Comisión Diplomática colabora estrechamente con el ministro de Asuntos Extranjeros. En teoría, el rey sigue siendo el jefe supremo de la administración civil del reino; pero, de hecho, ésta se le escapa, porque los administradores y los mismos jueces son elegidos por el nuevo soberano, que es el pueblo. También en teoría, el rey conserva una parte del poder legislativo, en cuanto que entre sus derechos figura el voto suspensivo. Pero este voto no podía apli-
carse ni a las leyes constitucionales, ni a las leyes fiscales, ni a las deliberaciones que se refirieran a la responsabilidad de los ministros, y la Asamblea se reservó aun el derecho de dirigirse directamente al pueblo por medio de proclamas que fueron sustraídas al veto real. Fue valiéndose de tal recurso cómo el 11 de julio de 1792 se declaró la patria en peligro; y esta proclama, que movilizó a todos los guardias nacionales del reino y puso en estado de máxima actividad a todos los ramos de la administración, fue el medio, o, por mejor decir, la triquiñuela de que se valió la Asamblea Legislativa para burlar el veto que precedentemente había puesto Luis XVI a algunos de sus decretos. Para colocar al rey en la imposibilidad de volver a sus tentativas del mes de julio de 1789, la Constitución estatuyó que ninguna fuerza militar pudiera, sin su permiso, permanecer ni concentrarse en lugar que distase menos de 30 millas de aquel en que la Asamblea celebrara sus sesiones. Ésta, por otra parte, creó policía especial para la celebración de sus sesiones y se atribuyó la facultad de poder disponer, para su seguridad, de las fuerzas de la guarnición del lugar en que residiera. El rey conservó una guardia propia; pero no podía pasar de 1.200 hombres de a pie y 600 de a caballo y
todos habrían de prestar el juramento cívico. Las atribuciones legislativas de los antiguos Consejos suprimidos pasaron a una Asamblea única elegida por la nación. Esta Asamblea –el cuerpo legislativo– sólo era elegida por dos años. Se reunía, por su propio derecho, sin necesidad de convocatoria real, el primer lunes del mes de mayo de cada año. La Asamblea, por sí, fijaba el lugar en que debía celebrar sus sesiones y el espacio de tiempo que había de comprender la legislatura sin que el rey pudiera acortarlo. Carecía también, el monarca, de la facultad de disolverla. Los diputados son inviolables. Toda diligencia judicial seguida contra uno de ellos –Derecho privado no comprendido– debe ser autorizada por la Asamblea, que no se pronunciaba sino luego de haber examinado los autos, siendo ella quien designaba el tribunal que debía proseguirlas. Cuando el Châtelet solicitó la dispensa de la inmunidad parlamentaria para poder proceder en contra de Mirabeau y del duque de Orleáns, a quien el tribunal quería encartar en las actuaciones comenzadas a instruir contra los autores de los sucesos del 6 de octubre de 1789, la Constituyente denegó los correspondientes suplicatorios. Por su derecho de investigación de la gestión mi-
nisterial, por sus prerrogativas financieras, por su intervención en la diplomacia, por las inmunidades judiciales de sus miembros, etc., el cuerpo legislativo es el primer poder del Estado. Con apariencias monárquicas, Francia se había convertido, de hecho, en una república, pero esta república era decididamente burguesa. La Constitución suprimió los privilegios fundados sobre el nacimiento, pero respetó y consolidó los que estaban fundados sobre la riqueza. A pesar del artículo de la Declaración de Derechos, que proclamaba: «La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen el derecho de concurrir a su formación, bien personalmente o por sus representantes», la Carta fundamental, en aquello que decía en relación al Derecho electoral, dividió a los franceses en dos clases: los ciudadanos pasivos y los ciudadanos activos. Los primeros estaban excluidos del derecho de sufragio, porque estaban excluidos de la propiedad. Eran, según dijo Sieyès, inventor de la nomenclatura: «máquinas de trabajo». Se temía que fuesen instrumentos dóciles en manos de los aristócratas y se creía, por otra parte, que siendo en su mayor parte iletrados, no eran capaces de participar, por pequeña que esta parti-
cipación fuese, en los asuntos públicos. Los ciudadanos activos, por el contrario, eran, según Sieyès, «los verdaderos accionistas de la gran empresa social». Pagaban un mínimo de contribución directa igual al valor local de tres jornales de trabajo. Sólo ellos habían de participar activamente en la vida pública. Los obreros asalariados se colocaron, así como los proletarios, en la categoría de los ciudadanos pasivos, porque se juzgaba que carecían de libertad. Los ciudadanos activos fueron, en 1791, 4.298.360, sobre una población total de 26 millones de habitantes. Tres millones de pobres quedaban también fuera de los derechos de ciudadanía. Este sistema significaba un retroceso en relación con el que había presidido la elección del tercer orden para los Estados Generales, ya que sólo se había exigido en ella para ser elector la circunstancia de aparecer inscrito en la lista de contribuyentes. Robespierre, Duport, Grégoire, protestaron en vano de este modo de organizar la ley electoral. Sus lamentos sólo encontraron eco fuera de la Asamblea, en la ardorosa prensa democrática que, por aquel entonces, se publicaba en París. Es un hecho significativo el que, desde el 29 de agosto de 1789, 400 obreros
parisienses venían reclamando del Ayuntamiento «la cualidad de ciudadanos y la facultad de que se les incluyera en las asambleas de los diversos distritos y el honor de formar parte de la Guardia Nacional». La protesta proletaria, entonces muy débil, no cesará de acentuarse con los sucesos subsiguientes. En el bloque de ciudadanos activos, la Constitución establecía nueve jerarquías. Las asambleas primarias, que con los electores de las campiñas se reunían en el pueblo capitalidad del cantón –a fin de alejar a los menos pudientes, a causa de los gastos de viajes–, no podían elegir como electores de segundo grado –a razón de uno por cada 100 miembros de la asamblea primaria– sino a aquellos ciudadanos activos que pagasen una contribución igual al valor de 10 jornales de trabajo. Estos electores, que seguidamente debían reunirse en la capitalidad del departamento – parecidamente a lo que ocurre hoy con los electores para senadores–, formaban la asamblea electoral que elegía a los diputados, a los jueces, a los miembros de las asambleas de departamento y de distrito, al obispo, etc. Pero los diputados no podían ser elegidos sino entre los electores que pagasen, cuando menos, una contribución directa igual al valor de un marco de plata –
alrededor de 50 francos–, o que fueran dueños de una propiedad territorial. En la ya aristocracia de electores se creaba, también, una aristocracia de elegibles. Los electores no eran muy numerosos: de 300 a 800 por departamento. Los elegibles a la diputación eran, aún, bastantes menos. A la aristocracia del nacimiento sucedía la aristocracia de la fortuna. Sólo los ciudadanos activos formaban parte de la Guardia Nacional, es decir, que ellos tenían derecho a llevar armas, en tanto que los ciudadanos pasivos aparecían desarmados. Contra el marco de plata, es decir, contra el censo de elegibilidad, Robespierre hizo una vigorosa campaña que lo popularizó. Marat denunció a la aristocracia de los ricos. Camille Desmoulins hizo observar que Juan Jacobo Rousseau, Corneille, Mably no hubieran podido ser electos. Loustalot recordó que la Revolución había sido hecha «por algunos patriotas que no tenían el honor de sentarse en la Asamblea Nacional». La campaña dio como resultado que 27 distritos de París protestasen del acuerdo tomado en el mes de febrero de 1790. Mas la Asamblea, segura de su fuerza, no hizo caso de semejantes quejas. Sólo después de la huida del rey
a Varennes, el 27 de agosto de 1791, se resignó a suprimir la obligación del marco de plata para los elegibles a la diputación; pero, en compensación, agravó las condiciones censatarias que debían reunir los electores designados por los ciudadanos activos. Desde entonces precisaría ser propietario o usufructuario de bienes evaluados en las listas impositivas en una renta igual al valor local de 200 jornales de trabajo, en las ciudades de 6.000 y más habitantes, y de 150 en las menores de dicho número de almas o en las campiñas; o ser arrendatario de una habitación del mismo valor; o aparcero o colono de un dominio evaluado en suma igual a 400 jornales de trabajo. Es verdad que este decreto, votado in extremis, fue letra muerta. Las elecciones a la Legislativa estaban terminadas y ellas se habían celebrado bajo el régimen del marco de plata. La Constitución hizo desaparecer todo el enmarañado caos de las antiguas divisiones administrativas, superpuestas por el correr de las edades: bailías, generalidades, gobiernos, etc. En su lugar estableció una división única: el departamento, subdividido en distritos, cantones y consejos. Se dice, a veces, que, al crear los departamentos, la Constitución quiso abolir el recuerdo de las antiguas
provincias, borrar para siempre el espíritu particularista y fijar, de algún modo, el nuevo espíritu de la Federación. Puede creerse así; pero conviene no olvidar que la delimitación de los departamentos respetó, en cuanto le fue posible, las antiguas divisiones. Así, el Franco-Condado se dividió en 3 departamentos; Normandía y Bretaña, cada una, en 5, etc. La verdad es que, sobre todo, se inspiró en las necesidades de una buena administración. La idea principal fue trazar circunscripciones tales que todos los habitantes de ellas pudieran trasladarse a la capitalidad de las mismas en una sola jornada. Se quiso aproximar la administración a los administrados. Formáronse 83 departamentos, cuyos límites fueron fijados por acuerdo amistoso entre los representantes de las diversas provincias. Se les dieron nombres tomados de sus ríos o montañas. En tanto que las antiguas generalidades estaban administradas por un intendente nombrado por el rey y todopoderoso, los nuevos departamentos tuvieron a su cabeza un Consejo de 36 miembros elegidos por escrutinio de lista por la asamblea electoral del departamento y tomados obligatoriamente de entre los ciudadanos que abonasen una contribución directa por lo menos igual al importe de 10 jornadas de trabajo. Este
Consejo, que era un órgano deliberante, se reunía una vez por año durante un mes. Como las funciones de sus miembros eran gratuitas, de hecho sólo podían formar parte de él los ciudadanos ricos o acomodados. El Consejo era elegido por dos años y se renovaba, por mitad, cada uno de ellos. Elegía de entre su seno un directorio de 8 miembros, que celebraban sesiones con carácter permanente y que cobraban sueldo. Este directorio era el agente ejecutivo del Consejo. Esta comisión permanente repartía las contribuciones directas entre los diversos distritos, vigilaba su recaudación y pagaba los gastos; administraba la beneficencia pública; tenía a su cuidado las prisiones, las escuelas, la agricultura, la industria, las carreteras, los puentes, y hacía ejecutar las leyes. En pocas palabras: el Consejo departamental y su órgano ejecutivo habían heredado los antiguos poderes y facultades de los intendentes. Junto a cada directorio, un síndico o procurador general, elegido por la Asamblea General departamental, por 4 años, estaba encargado de requerir la aplicación de las leyes. Presidía el directorio, pero sin voto. Tenía derecho a que se le comunicasen todos los documentos y piezas de los diversos expedientes y asuntos, y no podía tomarse acuerdo alguno sin que antes se le oye-
ran las observaciones que estimase oportuno formular. Era este procurador general el órgano de la ley y del interés público y comunicaba directamente con los ministros. El departamento era, pues, una pequeña república que se administraba libremente. La autoridad central no estaba representada en él por agente directo alguno. La aplicación de las leyes se ponía en manos de magistrados designados en su totalidad por elección. El rey podía suspender a los administradores departamentales y anular sus resoluciones; pero tenían ellos el recurso de apelar a la Asamblea, que decidía en última instancia. Se pasaba, bruscamente, de la centralización burocrática asfixiante del Antiguo Régimen a la más amplia descentralización, a una descentralización estilo americano. Los distritos estaban organizados a imagen de los departamentos con un consejo, un directorio y un procurador, igualmente elegidos. Estarán especialmente encargados de la venta de los bienes nacionales y del reparto del impuesto entre los municipios. Los cantones eran la unidad electoral elemental, al mismo tiempo que la residencia de los llamados juzgados de paz.
Pero, sobre todo, en la intensidad de la vida municipal fue en lo que más reflejó la Francia revolucionaria la imagen de la libre América. En las poblaciones, las antiguas municipalidades oligárquicas, compuestas de alcaldes y regidores que compraban sus cargos, habían, de hecho, desaparecido tiempo antes de que la ley las reemplazase por corporaciones que debieran su mandato a la elección. Pero en tanto que los administradores departamentales y de distrito eran elegidos por un sufragio censatario de doble grado, las nuevas municipalidades procedieron del sufragio directo. El alcalde y los «oficiales municipales» –éstos en número variable según la población– fueron elegidos, por dos años, por todos los ciudadanos activos, si bien habían de tomarlos obligatoriamente de entre los censatarios de contribución igual o superior a 10 jornadas de trabajo. Cada barrio formaba una sección electoral. Existían tantos oficiales municipales como secciones electorales, y estos oficiales, encargados con el alcalde de la administración local, se asemejaban más a nuestros actuales adjuntos que a nuestros consejeros municipales. La misión de aquéllos era llenada por «los notables», elegidos en número doble al de los oficiales municipales. Los notables se
reunían para todos los asuntos importantes. Formaban, entonces, con los oficiales municipales, el Consejo General del municipio. Al lado del alcalde, un procurador del Consejo, provisto de un suplente en las ciudades importantes, estaba encargado de defender los intereses de la comunidad. Representaba a los contribuyentes, a quienes servía con el carácter de abogado de oficio. Finalmente, actuaba, también, como acusador público ante el tribunal de mera policía formado por las diversas dependencias municipales. Los Ayuntamientos tenían amplísimas atribuciones. Era por su conducto que los departamentos y los distritos hacían ejecutar las leyes y por el que los impuestos eran repartidos entre los ciudadanos y hechos efectivos. Tenían el derecho de requerir el auxilio de la Guardia Nacional y de la fuerza pública. Gozaban de extensa autonomía, bajo la inspección y vigilancia de los cuerpos administrativos, que autorizaban sus acuerdos financieros y examinaban y censuraban sus cuentas. Los alcaldes y procuradores síndicos podían ser suspendidos, pero la asamblea municipal no podía ser disuelta. Renovables todos los años por mitad, el domingo posterior a San Martín, los Ayuntamientos estaban en
constante contacto con las respectivas poblaciones, de las que reflejaban fielmente los sentimientos. En las poblaciones de más de 25.000 almas las secciones, análogas a los cantones de las campiñas, tenían oficinas y comités permanentes y podían tener asambleas que controlaban la acción de la municipalidad central. Al principio se elegían los alcaldes y los oficiales municipales de entre la burguesía rica; pero como las municipalidades sufrieron más continuamente la presión de las poblaciones que los directorios departamentales y de distrito, ya en 1792, sobre todo después de la declaración de la guerra, se hizo patente un real desacuerdo entre las municipalidades, más democráticas, y los cuerpos administrativos, más conservadores. Este desacuerdo se agravó con el pasar de los tiempos y más aún cuando, después del 10 de agosto, los nuevos Ayuntamientos se vieron compuestos o influidos por elementos populares. De este punto arrancará la insurrección girondina o federalista. En las aldeas y en los arrabales fue la pequeña burguesía, cuando no los artesanos, quien se hizo cargo del poder. No fue raro que el párroco se viera elegido para ocupar la alcaldía. La organización judicial fue reformada con el mismo espíritu que la organización administrativa. Todas
las jurisdicciones antiguas, justicias de clase y justicias de excepción, desaparecieron, y en su lugar se estableció toda una jerarquía de tribunales nuevos, iguales para todos y emanados de la soberanía popular. En su base se encontraban los jueces de paz, elegidos por dos años entre los elegibles que pagaran contribución por valor igual o superior a 10 jornadas de trabajo, y asistidos de cuatro o seis asesores u hombres buenos y los que constituían con el juez el Tribunal de Paz. Sus funciones, más que de juzgadores, son de conciliadores de los litigantes. Sin embargo, en los casos de definitiva contienda conocían de los asuntos de pequeña importancia, dictando sentencia en única instancia cuando el asunto no pasaba de 50 libras y en primera instancia en aquellos cuya cuantía era de 50 a 100 libras. Justicia rápida y poco costosa que prestó grandes servicios y que bien pronto se hizo popular. Los tribunales de distrito, elegidos por seis años y compuestos de cinco jueces, se designaban obligatoriamente entre los profesionales que contasen, por lo menos, con cinco años de ejercicio, y juzgaban sin apelación los juicios cuya cuantía no excediera de 1.000 libras. En materia penal, la justicia de simple policía era
atribuida a los Ayuntamientos; la justicia correccional a los jueces de paz y la justicia propiamente criminal a un Tribunal Especial que celebraba sus reuniones o audiencias en la capitalidad del departamento y que se componía de un presidente y cinco jueces tomados por elección de entre los jueces de distrito. Un acusador público, elegido también como los jueces, abogaba por la aplicación de la ley. Los acusados se someten a un doble jurado: el de acusación, compuesto de ocho miembros presididos por un juez de distrito, que decidía sobre si se habían de continuar o no las actuaciones, y el jurado del juicio, compuesto de doce ciudadanos, que se pronunciaba sobre los hechos que se imputaban al acusado, pronunciando seguidamente los jueces la pena que correspondía. Una minoría de tres votos es bastante para acordar el sobreseimiento y en su caso la absolución. Los miembros de ambos jurados se toman por sorteo de entre una lista de doscientos nombres redactada por el procurador general síndico del departamento de entre los ciudadanos activos elegibles, es decir de entre aquellos que pagan contribución igual o superior a 10 jornadas de trabajo. Es notorio que, por este procedimiento, el jurado está siempre compuesto de sólo ciudadanos ricos o acomoda-
dos, pudiendo considerarse la justicia criminal como una verdadera justicia de clase. Robespierre y Duport solicitaron que la institución del jurado se llevase también a la jurisdicción civil, pero Thouret hizo que se rechazara tal proyecto. Las penas fueron, desde entonces, proporcionadas a los delitos y se sustrajeron al libre arbitrio de los jueces. «La ley –había dicho la Declaración de Derechos–, no debía establecer sino penas estricta y evidentemente necesarias.» En su consecuencia, se suprimieron la tortura, la picota, la petición de perdón y la marca infamante; se mantuvieron, sin embargo, la pena de argolla, como infamante, y la cadena. Robespierre no pudo lograr que se suprimiera la pena de muerte. No hubo verdaderos tribunales de apelación. La Asamblea, que se ha visto en la necesidad de imponerse por la fuerza a algunos Parlamentos rebeldes, no quiso resucitarlos con otro nombre. Los tribunales de distrito llenan la función de los tribunales de apelación, los unos respecto de los otros y según un ingenioso sistema que, entre otras cosas, permite a los litigantes el recusar tres tribunales de los siete que se le proponen. El privilegio de actuación de los abogados se suprimió a petición de Robespierre. Las partes podían,
libremente, defenderse a sí mismas o, aún, servirse de defensores oficiosos. Los antiguos apoderados, por el contrario, fueron mantenidos con el nuevo nombre de procuradores. Tribunales de Comercio, compuestos de cinco jueces, elegidos entre y por los que pagaban contribución de tal clase, entendían en los asuntos de índole comercial y hasta la cuantía de 1.000 libras. Un Tribunal de Casación, elegido a razón de un juez por departamento, puede anular los juicios de los otros tribunales, pero sólo por quebrantamiento de forma. No podía interpretar la ley. Este derecho se lo reservó para sí la Asamblea. Lo contencioso-administrativo no aparece atribuido a tribunal especial alguno, resolviendo las dificultades que en este orden pudieran surgir los directorios departamentales, salvo en materia de impuestos en la que entendían los tribunales de distrito. Se suprimió el Consejo de Estado; el de ministros y, en ciertos casos, la propia Asamblea, lo sustituían. En fin, un Alto Tribunal, compuesto por jueces del Tribunal de Casación y por jurados «eminentes» sacados por suerte de una lista de 166 nombres, elegidos a razón de dos por departamento, conocía de los delitos de los ministros y de los altos funcionarios, así como
también de los crímenes contra la seguridad del Estado. Los acusados le eran enviados por el cuerpo legislativo, quien escogía de su seno dos grandes procuradores encargados de disponer los procedimientos. Lo que extraña en esta organización judicial es que aparece completamente independiente del rey y de los ministros. El Alto Tribunal permanece en las manos de la Asamblea –como una arma dirigida contra el poder ejecutivo–, por ser ella la única que tiene el derecho de acusar. El rey sólo está representado en los tribunales por comisarios nombrados por él con el carácter de inamovibles. Estos comisarios han de ser oídos en los asuntos que afectan a los pupilos y a los menores. Deben, también, estos comisarios defender los derechos y las propiedades de la nación y mantener en los tribunales la disciplina y la regularidad del servicio. Pero carecían de poder propio y habían de limitarse a requerir a aquellos que tenían el derecho de actuar por propio imperio. La justicia seguía administrándose en nombre del rey; pero, de hecho, había venido a ser algo propio de la nación. Todos los jueces habían de elegirse obligatoriamente de entre los graduados en Derecho. Las obras de Douarche y de Seligman permiten darse cuenta de que,
en la generalidad de los casos, la designación de los electores fue acertada. Las quejas frecuentes de los jacobinos, en tiempos de la Convención, contra los que llamaban sus jueces «aristócratas» bastan para testimoniar su independencia. Bajo el Terror hubieron de ser depurados. Si de hecho las Constituyentes establecieron una república, siquiera se tratara de una república burguesa, fue porque tenían muchas razones para desconfiar de Luis XVI, cuya adhesión al nuevo régimen no les parecía muy sincera. No podían olvidar que sólo obligado por el motín y la revuelta prestó su sanción a los decretos del 4 de agosto. Sospechaban con razón que aprovecharía la primera oportunidad que se le presentara para arruinar la obra de la Asamblea. De aquí las precauciones que tomaron para evitarle toda autoridad efectiva. Si confiaron el poder político, administrativo y judicial a la burguesía no fue solamente por interés de clase, sino pensando en que el pueblo, aún iletrado en su mayor parte, no era capaz de asumir las tareas del Gobierno. Estaba por educar. Las nuevas instituciones eran liberales. El poder pertenecía en todo momento a corporaciones elegidas.
Pero si estos cuerpos flaqueaban, si llegaban a caer en las manos de los adversarios, vergonzantes o confesados, del orden nuevo, todo aparecía en riesgo de comprometerse. Las leyes no se cumplían o se cumplían mal. Los impuestos no se recaudaban. La recluta de soldados se hacía imposible. Se entronizaba la anarquía. Es ley de la democracia el no poder funcionar normalmente sino cuando es libremente aceptada. En los Estados Unidos las mismas instituciones dieron excelentes resultados por ser practicadas con un espíritu pleno de libertad por un pueblo ya por largo tiempo acostumbrado al gobierno de sí mismo. Francia era un viejo país monárquico habituado, desde hacía siglos, a esperarlo todo de la autoridad y al que se lanzaba de una vez en moldes nuevos. En América la democracia no se discutía. El pueblo era allí merecedor de que se pusiera en sus manos la suerte de sus destinos. En Francia una buena parte de la población no comprendía nada de las instituciones nuevas o no quería comprenderlas. Muchos sólo se servían de las libertades que les eran concedidas para desprestigiarlas. Reclamaban sus centenarias cadenas. Así, la descentralización inaugurada por la Constituyente, lejos de consolidar el nuevo régimen lo desorganizó y lo puso en
peligro de desaparecer. La burguesía revolucionaria había creído colocarse en buena situación parapetándose detrás de la soberanía popular, organizada en su provecho, y evitar así el retorno ofensivo del feudalismo. Y la soberanía popular llegó a constituir una seria amenaza en el sentido de ayudar este retorno al facilitar, en todos los órdenes, el desmayo de la autoridad de la ley. Para defender la obra revolucionaria, quebrantada por la guerra civil y por la guerra exterior, los jacobinos, dos años más tarde, habrán de volver a la centralización monárquica. Mas cuando se tomaron las primeras disposiciones, persona alguna había sentido la necesidad del mantenimiento de la misma. Sólo Marat, verdadero cerebro político, había comprendido, desde el primer día, que sería indispensable organizar el poder revolucionario en forma de una dictadura, a fin de oponer al despotismo de los reyes el despotismo de la libertad.
CAPÍTULO VIII LA CUESTIÓN FINANCIERA
La explosión de la Revolución, lejos de consolidar el crédito del Estado, consumó su ruina. Los antiguos impuestos fueron suprimidos. Los que se establecieron en su lugar: la contribución territorial, que afectaba a la tierra; la contribución mobiliaria, que afectaba a la renta, calculada ésta por los arrendamientos que se satisfacían; la patente o contribución industrial, que afectaba a los beneficios obtenidos en el ejercicio de la industria o del comercio, se percibían, por múltiples razones, con bastante dificultad. Fue preciso confeccionar nuevas listas de recaudación, adiestrar a una nueva burocracia de cobradores. Las municipalidades, encargadas de su inmediata recaudación, no estaban preparadas para tal fin. A más, los contribuyentes, sobre todo los nobles, no se mostraban prontos en el pago. La Asamblea no quiso hacer materia contributiva el consumo, considerando inicuos los impuestos de esta índole por gravar de forma idéntica fortunas y estados sociales diferentes. Por otra parte, nuevos gastos se añadieron a los antiguos. Fue preciso, en razón a la
penuria reinante, comprar mucho trigo en el extranjero. Las reformas que se decretaban hacían más ancho y profundo el abismo financiero. A la deuda antigua, que alcanzaba unos 3.119 millones, de los cuales más de la mitad estaban representados por créditos exigibles, hubo de añadirse más de otro millar de millones como resultado de la liquidación del Antiguo Régimen: 149 millones por el rescate de la deuda del clero; 450 millones por el rescate de los suprimidos cargos de justicia; 150 millones por el rescate de los cargos financieros; 203 millones para reembolso de las finanzas; 100 millones para el rescate de los diezmos enfeudados; etcétera. El capital global de las deudas, antigua y moderna, llegó a ser de 4.262 millones, exigiendo un interés anual de cerca de 262 millones. Advirtamos, en otro orden de consideraciones, que los gastos del culto, declarados obligación del Estado desde la supresión del diezmo, montaban a 70 millones, y las pensiones que obligatoriamente habían de pagarse a los religiosos, a 50 millones, en tanto que los gastos de los diversos departamentos ministeriales se valoraban en sólo 240 millones. Mientras que la corte parecía amenazar, la Asamblea se negó a votar todo nuevo impuesto. Con ello la
Asamblea realizaba un doble juego, ya que, al mismo tiempo que cercenaba todo crédito a favor del rey, infundía confianza a los rentistas, aparentando oponerse a toda bancarrota. Fueron las dificultades financieras, tanto como las sublevaciones, las que obligaron a Luis XVI a capitular. Para atender a los gastos corrientes, Necker debió recurrir a expedientes. Suplicó nuevos adelantos de la Caja de Descuentos, ya bastante agotada. Prorrogó el curso forzoso de sus billetes. En agosto de 1789 lanzó al mercado dos empréstitos, al 4 y 5%; pero la emisión no llegó a cubrirse. Hizo votar una contribución patriótica que se percibió mal, rindiendo insuficientes recursos. El rey envió su vajilla a la Casa de la Moneda y los particulares fueron invitados a hacer otro tanto. Las mujeres patrióticas ofrecieron sus joyas; los hombres, las hebillas de plata de sus zapatos. ¡Pueriles medios! Llegóse al extremo de no poder sacar dinero alguno de la Caja de Descuentos. Lavoisier, en nombre de los administradores, presentó, el 21 de noviembre de 1789, el presupuesto y estado del establecimiento. La Caja tenía 114 millones de billetes en circulación. Estos billetes estaban garantizados por cartera y un encaje metálico que, reunidos, ascendían a
86.790.000 libras. El descubierto era de 27.510.000 libras. La Caja podía contar con su fianza de 70 millones, depositada en manos del Tesoro y con los adelantos que a éste tenía hechos y que se elevaban a 85 millones. De los 114 millones de billetes en circulación, 89 se habían puesto a disposición del Tesoro y sólo 25 se reservaron para las necesidades del comercio. A partir del mes de julio de 1789, el encaje metálico había descendido del 25% estatutario. La simple lectura de este balance demostraba que la solvencia de la Caja dependía de la del Estado, ya que su descubierto contaba como única garantía con la de la deuda que el Tesoro tenía con ella. El Estado se servía de la Caja para vender un papel que él no había podido colocar entre el público. El 14 de noviembre de 1789, Necker se vio obligado a convenir en que «el edificio de la Caja se cuarteaba y que estaba pronto a derrumbarse». Se dio perfecta cuenta de que ya no podría prestar más dinero sino a precio de aumentar su capital social. Para facilitarlo propuso transformarla en Banco Nacional. La emisión de sus billetes se elevaría hasta la suma de 240 millones y todos ellos llevarían la inscripción: Garantía Nacional. La Constituyente rechazó el proyecto por razones
financieras y por razones políticas. Creyó que no encontraría la Caja medio hábil alguno para colocar 50 millones de nuevas acciones. Talleyrand dijo que si los billetes emitidos sólo se encontraban avalados por la deuda que con la Caja tenía el Estado, los nuevos a emitir carecerían de garantía distinta y que, por ende, no tenían mayor probabilidad de mantenerse que si fueran emitidos directamente por el Estado. Y añadió que percibiendo la Caja un interés bastante alto por sus adelantos al Tesoro, creía más conveniente el ahorrarse dicho interés haciendo la emisión directamente, supuesto que no se veía la manera de prescindir del papel-moneda. El proyecto del Banco Nacional hubo de considerarse como fracasado. Mirabeau hizo notar que dicho Banco sería un instrumento temible en manos y al servicio del poder ejecutivo y que con él la dirección de las finanzas escaparía al influjo de la Asamblea. «¿Qué hacer, pues, en el momento en que carecemos de crédito, en que no podemos, ni queremos, seguir hipotecando nuestras rentas y sí, por el contrario, queremos liberarlas?» Así preguntaba Lecouteulx de Canteleu, el día 17 de diciembre de 1789. Y él mismo contestaba: «Precisa hacer lo que hacen los propietarios probos que se encuentran en caso parecido:
vender las heredades». Estas heredades eran los bienes de la Iglesia, que la Asamblea, el 2 de noviembre, acababa de poner «a disposición de la Nación». Semejante medida flotaba en el ambiente. Calonne la había aconsejado. Numerosos cuadernos de quejas y peticiones la preconizaban. Ya, reinando Luis XV, la Comisión de Regulares había suprimido nueve órdenes religiosas y aplicado sus bienes a fines de utilidad general. Fue un obispo, Talleyrand, quien, el 10 de octubre de 1789, formuló la proposición formal de emplear los bienes de la Iglesia en el pago de la deuda. Estos bienes, decía, no han sido donados al clero, sino a la Iglesia, es decir, al conjunto de los fieles, o sea, empleando otras palabras, a la Nación. Los bienes fueron afectados por los donantes a fundaciones caritativas o de utilidad general. Al tomar los bienes del conjunto de los fieles, la Nación tomaría a su cargo los fines a que estaban afectos: la instrucción, la asistencia, los gastos del culto. Treilhard y Thouret añadían que el clero sólo podía poseer en virtud de autorización del Estado. Y el Estado conservaba el derecho de retirar su autorización. Él había destruido los llamados brazos del Estado. El orden del clero había dejado de existir. Sus bienes debían volver
a la comunidad. En vano Camus, el abate Maury, el arzobispo Boisgelin replicaban que los bienes no habían sido donados al clero en su calidad de orden, sino a establecimientos eclesiásticos determinados, a los que no se podía expoliar sino con notoria injusticia. En vano Maury, utilizando la estratagema de desviar la atención del punto principal, hizo alusión a que una banda de judíos y agiotistas codiciaba los bienes de la Iglesia. En vano Boisgelin ofreció, en nombre de sus colegas los obispos, el adelantar al Estado, sobre el valor de los bienes de la Iglesia, una suma de 400 millones. Todo fue inútil: la Constituyente tenía tomada su resolución. La cuestión, había dicho Talleyrand, estaba prejuzgada al suprimirse los diezmos. Sin pronunciarse explícitamente sobre el derecho de propiedad del clero, la Asamblea decidió, por 508 votos contra 346, afectar sus inmensos dominios, valuados en 3 mil millones, al afianzamiento de las deudas del Estado. Salvado este atrevido paso, lo demás era ya fácil. La Asamblea decidió, el 19 de diciembre de 1789, crear una nueva institución administrativa financiera, que estaría bajo su exclusiva dependencia y a la que denominó Caja de Imprevistos. La nueva Caja recibiría el
producto de los impuestos excepcionales, tales como la contribución patriótica, pero sobre todo sería alimentada por el supuesto descontado precio de la venta de los bienes de la Iglesia. Para comenzar se anunciaría la venta de bienes por 400 millones, que estarían representados por asignados en igual monto, con los que se reintegraría, desde luego, a la Caja de Descuentos los 170 millones de sus anticipos. Esta primera emisión de asignados, como claramente puede apreciarse, no era otra cosa que un expediente de Tesorería. El papel-moneda seguía siendo el billete de la Caja de Descuentos. Por aquel entonces el asignado no era otra cosa que un bono del Tesoro. Asignado; la palabra es significativa. Tratábase, pues, de ahí la propiedad del nombre, de una asignación, de una letra de cambio librada contra la Caja de Imprevistos, de una obligación hipotecaria sobre rentas determinadas. Un título, un billete privilegiado de compra, haciendo ésta referencia a las tierras patrimoniales, no es aún una moneda. El asignado que se creó el 19 de diciembre de 1789 producía el interés del 5% porque representaba un crédito abierto al Estado para que éste reintegrase otros que también lo producían, como los concedidos en efectivo por la Caja de Descuentos.
Tratábase, repetimos, de un bono del Tesoro reintegrable en tierras en lugar de serlo en especie. A medida que los asignados fueran volviendo a la Caja, como consecuencia de la venta de los bienes de la Iglesia, serían anulados y quemados, y así hasta que se extinguiesen las deudas del Estado. Si la operación hubiera tenido éxito, si la Caja de Descuentos hubiera podido aumentar su capital, negociando y colocando los 170 millones que en asignados le habían sido entregados, es de presumir que la Asamblea no hubiera tenido que recurrir al papelmoneda –hacia el que sentía gran desconfianza, que justificaban los no lejanos recuerdos del sistema de Law y el ejemplo aun más reciente de la Revolución americana–, ni, satisfecha de haber sostenido el curso del billete y de haber podido atender a los gastos urgentes y libre de dificultades de Tesorería, hubiera realizado la política financiera que, en cierto modo, se vio obligada a mantener. La Caja de Descuentos no llegó a encontrar tomadores para sus asignados. Los capitalistas rehusaron aceptarlos porque en aquella época, primeros meses de 1790, el clero, desposeído en teoría, detentaba de hecho la administración de sus bienes, gravados, por
otra parte, con deudas particulares: sin contar que la cuestión referente al procedimiento que debiera emplearse para la venta de ellos y para liquidar las deudas que pudieran afectarlos, no estaba completamente determinado. El público no prestó confianza a obligaciones que, en realidad, no eran otra cosa que promesas de compras problemáticas de bienes cuya adquisición no había sido purgada de las hipotecas que sobre ellos pesaban y las que ofrecían para lo por venir dificultades inextricables. «Los asignados –dijo Bailly el 10 de marzo de 1790– no han obtenido el favor que era de desear ni el curso de que se tenía necesidad, porque la confianza no puede reposar sino sobre bases establecidas y visibles.» Las acciones de la Caja de Descuentos bajaron y sus billetes sufrieron una depreciación que sobrepasó el 6%. Los luises se cotizaron, entonces, con 30 sueldos de prima. La Asamblea comprendió que para inspirar confianza en los asignados precisaba alejar del clero la administración, que aún conservaba, de sus bienes, y liberar a éstos de toda hipoteca y de cualquiera posible reivindicación ulterior, declarando de cuenta y cargo del Estado la deuda del clero y todos los gastos del culto. Así lo hizo por sus decretos fechas 17 de marzo
y 18 de abril de 1790. Realizado esto, se figuró tener suficientemente consolidado el asignado y enteramente facilitada su colocación, imaginándose que, desde tal momento, no tendría ya para qué acudir al billete. Hasta entonces el asignado había sido solamente la garantía del billete. Éste estaba depreciado porque la garantía era aleatoria. Ahora el asignado se ve libre de toda suspicacia, de todo impedimento, ya que los bienes del clero se han convertido en líquidos. Se está seguro de que el antiguo poseedor no inquietará al nuevo adquirente. Se está también seguro de que el bono del Tesoro, pagadero en tierras, no será protestado a su vencimiento. Consolidado y liberado, podía el asignado reemplazar con ventaja al billete. La Caja de Imprevistos colocaría ella misma los asignados entre el público, poniéndolos en curso, cosa que la de Descuentos no había podido lograr. Los primitivos asignados, que no habían logrado colocación, serían anulados y se llevaría a cabo una nueva emisión en condiciones distintas. Por exceso de precaución se decidió, el 17 de marzo de 1790, a propuesta de Bailly, que los bienes que se vendiesen lo fueran a través de las municipalidades. «Muchas personas –dijo Thouret– contratarán con más seguridad cuando los bienes eclesiásti-
cos lleguen a sus manos por tal conducto y luego de una primera y preventiva transmisión que los purgaría de su primitiva naturaleza.» Quisieron algunos que los nuevos asignados a crear tuvieran el carácter de libres, esto es, que, guardando el carácter de bonos del Tesoro, fuese permitido a cada uno el aceptarlos o rechazarlos. La Asamblea, sin embargo, se decidió por la teoría de los defensores del curso forzoso. «Sería injusto –dijo Martineau en la sesión del 10 de abril– obligar a los acreedores del Estado a que los aceptasen sin que ellos pudieran obligar a sus acreedores propios a también recibirlos.» El decreto del 17 de abril estatuyó que los asignados «tendrían curso de moneda entre todas las personas y en toda la extensión del reino, siendo recibidos como especies sonantes en todas las cajas públicas y particulares». Permitióse a los particulares, ello no obstante, el excluirlos en sus futuras transacciones. No era, pues, un verdadero curso forzoso lo que, en realidad, se había ordenado. Olvidó la Asamblea, y no tomó por ello medidas para evitarla, que se iba a establecer, fatalmente, una concurrencia entre el papel-moneda y la moneda metálica, y que la primera, forzosamente, perecería en la lucha. No quiso saber que la mala moneda expul-
sa a la buena. La Asamblea no intentó retirar el oro y la plata de la circulación: jamás tuvo tal pensamiento. Y es más, dos circunstancias parecían facilitar lo contrario. No existiendo al principio sino billetes de asignados representativos de 1.000 libras, el oro y la plata eran necesarios para las pequeñas compras y como moneda de saldo en las cantidades no múltiplos de 1.000 libras. Por otra parte, el Estado necesitaba escudos y pequeña moneda fraccionaria para el pago de la soldada de las tropas. Así, lejos de prohibir el canje de billetes-asignados por moneda metálica, lo alimentó y favoreció, llegando él mismo a comprar especies metálicas pagándolas en asignados, si bien consintió cierta pérdida en el cambio. Ahora bien, sucedió que esta pérdida fue aumentando sin cesar. En tales circunstancias, el comercio del dinero amonedado en su cambio con el papel-moneda se convirtió en algo legal. El decreto del 18 de mayo de 1791 consagró y alentó tal comercio. El luis y el asignado fueron admitidos ambos como objetos de contratación en Bolsa, pasando el dinero a ser considerado como mercancía de curso variable. Con tal medida el descrédito del papel ante el metal acuñado fue consagrado por la misma Asamblea. Había en su sistema financiero, desde el primer
momento, una grieta que el tiempo debía ir agrandando. Los primeros asignados, creados el 19 de diciembre de 1789, producían un interés del 5%. Los emitidos el 17 de abril de 1790 para reemplazarlos, sólo producían el 3%. El interés se contaba por días. El asignado de 1.000 libras producía diariamente 1 sueldo y 8 dineros; el de 300 libras, 6 dineros. El último portador cobraba al fin del año el montante del interés total en una Caja pública. Los tenedores intermedios percibían la fracción que les era debida de manos de sus adquirentes de asignados, obligados a pagar estas cuotas de interés parcial. Si bien estas operaciones de abonos de intereses cayeron en desuso en la vida corriente, el Estado las aplicaba siempre en los ingresos que se le hacían. Bajando el interés, la Constituyente quiso apartar a los capitalistas de guardar sus asignados en las carteras y cajas de caudales como títulos constitutivos de renta, en lugar de dedicarlos a su fin esencial de instrumentos adquisitivos de tierras. El diputado Prugnon había pedido la supresión de todo interés, ya que el asignado se había convertido en moneda. El escudo no producía interés. «O los asignados –decía– son buenos o no lo son. Si son buenos, cosa que yo no dudo, no necesitan
interés, y si son malos, la concesión del interés no los hará buenos y sólo servirá para dar a entender que se creyeron malos desde el momento mismo de su creación.» La Asamblea no se atrevió de primera intención a llegar hasta el fin marcado en la lógica argumentación de Prugnon. La creación de los asignados, que al principio fue una sola operación de Tesorería, iba a hacer caer a la Asamblea en la tentación de ampliar su plan. La Caja de Imprevistos servía a los mismos fines que la antigua Caja de Descuentos. Los asignados reemplazaban al billete. La Asamblea «fabricaba» moneda. Con la primera emisión había proveído al cuerpo legislativo a extinguir las deudas más notorias y apremiantes. ¿Por qué no había de entender que podía utilizar el mismo recurso para extinguir toda la deuda, para liquidar de una vez todos los atrasos del viejo régimen? El marqués de Montesquiou-Fézenzac, en nombre de la Comisión de Hacienda, propuso a la Asamblea, el 27 de agosto de 1790, la elección entre dos sistemas: o crear «recibos del Tesoro», con interés del 5%, que serían recibidos en pago de los dominios nacionales y con los cuales se reembolsarían los oficios suprimidos y las deudas exigibles, o recurrir a nuevas emisiones de
asignados por medio de las que se amortizaría la deuda por la venta rápida de los bienes del clero. Después de una larga y viva discusión, que duró más de un mes, la Constituyente se decidió por el segundo partido. En su mérito decretó, el 29 de septiembre de 1790, el reembolso «en asignados-moneda, sin interés», de la deuda del Estado, no consolidada, y de la del clero, elevando, al mismo tiempo, hasta 1.200 millones el límite de emisión de los asignados, fijado primitivamente en 400 millones. Los diputados constituyentes no se determinaron a tal medida sino a conciencia y después de madura reflexión. «Tenéis ante vosotros –les había dicho Montesquiou– la más grande cuestión política que puede someterse a hombres de Estado.» Rechazaron los recibos de Tesorería por razones poderosas. Estos recibos, sólo aceptables en pago de los bienes nacionales, tenían el inconveniente de no mejorar la situación financiera hasta tanto que la venta de dichos bienes se hubiera realizado. Llevando consigo la obtención de interés, no disminuían los gastos. «La deuda –dijo Beaumetz– no dejaría de existir.» Los recibos –añadió Mirabeau– permitirán a los capitalistas el agio en relación con los dominios y a vender «y los
constituirían en dictadores de la ley a las campiñas». Sus detentadores, en efecto, serían dueños y señores del encarecimiento de los mismos, toda vez que sólo con su papel podrían comprarse los bienes. Los rentistas habitantes de las ciudades no sentían interés alguno hacia la tierra. Ni sentirían tampoco necesidad de la colocación de los recibos, ya que ellos, por el interés que obtenían, eran valores constitutivos de renta. Ante esta consideración nacía el derecho de preguntarse: ¿Las ventas serán facilitadas o sufrirán, por el contrario, retraso? Era ésta la gran cuestión, pues, como advertía Montesquiou, todo el mundo había convenido en el seno de la comisión en que «la salud del Estado dependía de la venta de los bienes nacionales, y en que esta venta no sería rápida sino en tanto que se pusiera en mano de los ciudadanos valores especialmente propios para estas adquisiciones». Los asignados parecieron el medio preferible porque ellos circulaban entre todos y no tenían el peligro de inmovilizarse en las cajas de caudales, ya que ellos no producían interés, con lo que, además, se obtenía una economía, que calculó Montesquiou en 120 millones por año, cantidad esta última que hubieran tenido que satisfacer los ciudadanos en contribuciones si no
se hubiera acudido a este medio. Pesó también la creencia de que de no crearse los asignados, los bienes nacionales no se venderían nunca. «Desde hace más de veinte años –decía Montesquiou– 10.000 fincas se hallan a la venta sin que nadie las compre. Comprar para reembolsarse es el único medio de hacer posible las ventas, de aligerarlas.» Los adversarios de los asignados aducían que el reembolso de la deuda por medio de papel-moneda equivalía a una bancarrota parcial. Es una ilusión creer, decía Dupont de Nemours, que la deuda puede pagarse con asignados. Éstos son anticipos sobre los dominios. Su reintegro no será verdadero sino el día en que el dominio representado por el asignado sea vendido, de donde nace una pérdida o depreciación del asignado, que seguramente había de surgir en el cambio habitual del papel-moneda por el numerario. Talleyrand hacía notar que la bancarrota se dejaría sentir aun en las transacciones privadas. «Todos los acreedores a los que se pague en billetes perderán la diferencia entre el curso del billete y el curso del numerario, cantidad en que saldrán beneficiados aquellos que recibieron los préstamos estipulados en efectivo metálico, lo que traerá como consecuencia el trasto-
camiento de las propiedades y una cierta universal infidelidad en los pagos, mucho más odiosa en cuanto que resultará legal.» Lavoisier y Condorcet demostraron que lanzada a la circulación una nueva masa de signos monetarios, los objetos de consumo aumentarían seguidamente de precio. «Si dobláis los signos representativos de cambio –decía Peres– continuando siempre en la misma proporción los objetos a cambiar, es evidente que serán precisos dobles signos representativos para obtener la misma cantidad de mercancías.» El aumento de precio de los objetos producidos disminuirá el consumo y, por consecuencia, la producción. Las manufacturas francesas sucumbirán ante la competencia de las manufacturas extranjeras, tanto más cuanto que el cambio sería desventajoso para los adquirentes franceses. Las compras a los extranjeros no podrían hacerse con asignados, sino con metales preciosos, habiendo de desaparecer el encaje metálico francés, siguiéndose una espantosa crisis económica y social. Sin negar absolutamente estos peligros eventuales, los defensores del asignado replicaban que, a pesar de todo, no había otra solución que la suya. Habiendo ya, a la sazón, desaparecido el numerario, había que susti-
tuirlo con el papel-moneda para conseguir la venta de los bienes del clero. «El papel –se dice– arroja al dinero de la circulación. Está bien. Dadnos dinero y veréis cómo nosotros no os pedimos papel.» Así se expresaba Mirabeau. «Que no se nos hable del sistema de Law –decía Montesquiou–; el Misisipi no se puede comparar, ni oponer, a la abadía de Cîteaux o a la abadía de Cluny.» Argumentaban que, puestas las cosas en el peor de los extremos, en el de que los asignados llegasen a un enorme descrédito, ello no produciría sino la ventaja de que sus poseedores tuvieran mayor prisa en convertirlos en tierras. Y de esto era precisamente de lo que se trataba. El asignado era un supuesto necesario para la venta de los bienes nacionales. «Precisa desposeer a los usufructuarios – advertía Beaumetz– y destruir para siempre sus esperanzas quiméricas.» Dicho de otra manera: la cuestión no era sólo de orden financiero. Era, ante todo, una cuestión política. Lo entendía bien Chapelier cuando afirmaba: «Refiriéndonos a la Constitución, hemos de advertir que la admisión de los asignados no puede ser objeto de discusión y es el único medio infalible de establecer dicha Constitución. Refiriéndonos al aspecto financiero, hemos de advertir que no es posible razonar en los
momentos actuales como en aquellos otros que corresponden a una situación normal: no podemos nosotros hacer frente a nuestros compromisos sin obrar así; podremos sufrir ligeras pérdidas, pero no tolerar que la Constitución deje de asentarse sobre bases estables y sólidas.» «Se trata –decía Montesquiou con mayor precisión aún– de afirmar la Constitución, de ahuyentar de sus enemigos toda esperanza, de encadenarlos al nuevo orden por razón de su propio interés.» Era, pues, el asignado una arma de combate político al mismo tiempo que un instrumento financiero. Arma política, cumplió sus fines porque aceleró la venta de los bienes del clero y la hizo irrevocable, y porque permitió a la Revolución el vencer a sus enemigos, tanto interiores como exteriores. Instrumento financiero, no escapó a los peligros que sus adversarios habían previsto. Pero debe confesarse que estos mismos peligros, en su mayor parte, fue la política quien los hizo nacer, la que los desarrolló, los agravó y los hizo irremediables. Los billetes o títulos de asignados, representativos de cantidades altas, sufrieron, desde su aparición, una pérdida, al ser cambiados por dinero metálico. Para convertirlos en escudos había que pagar una prima que al principio fue de un 6 o un 7%, pa-
sando a convertirse, con cierta rapidez, en un 10, en un 15 y hasta en un 20%. Los títulos de 50 libras, aparecidos en la primavera de 1791, obtuvieron prima sobre los representativos de cantidades altas, y cuando se crearon los billetes de 5 libras, llamados corsés, desde el comienzo de su distribución, en julio de 1791, lograron, a su vez, beneficio sobre los de 50 libras. La Asamblea, durante mucho tiempo, vaciló antes de crear billetes o títulos pequeños, y ello por serias razones. Los obreros eran pagados en escudos y en moneda de cobre, siendo los patronos los que sufrían la pérdida del cambio del asignado por moneda metálica. Si se creaban billetes de 5 libras, era de temer que también desapareciesen los escudos, y que los obreros, que desde entonces serían pagados en papel, soportasen ellos la pérdida que habrían de experimentar en el cambio y que, hasta entonces, habría sido de cuenta de sus patronos. Los objetos, los artículos de consumo, tenían dos precios: uno si se pagaban en dinero metálico; otro si se pagaban en asignados o moneda papel. Pagar a los obreros en papel valía tanto como disminuirles el salario. Y así sucedió, en efecto. Se intentó en vano remediar el problema acuñando una enorme cantidad de calderilla con el bronce de las
campanas pertenecientes a las iglesias suprimidas. El metal amonedado desapareció, porque había interés en volverlo a fundir. Y la falta de moneda fraccionaria constituyó, desde un principio, una verdadera dificultad para comerciantes, industriales y obreros. En muchas poblaciones se sustituyó el pago en metálico con el pago en especies. A guisa de salario se daba trigo o efectos, especialmente telas. En Besançon, en marzo y abril de 1792, la falta de moneda menuda y el descrédito y consiguiente depreciación que sufrían los asignados dieron ocasión a tumultos y algaradas. Los obreros empleados en las fortificaciones se declararon en huelga, reclamando el pago de sus salarios en monedametal. Amenazaron a los panaderos con saquear sus establecimientos. E igual sucedió en otras muchas localidades. El pueblo se negaba a admitir la diferencia de precios según se pagase en papel o en metal acuñado, e irritado con los comerciantes, los maltrataba de palabra y de hecho. Los Monneron, opulentos comerciantes de París, batieron piezas de uno y dos sueldos con una marca suya especial. Su ejemplo fue seguido por otros. Se llamó a esta calderilla emitida por particulares, «medallas de confianza». Los bancos, a su vez, en Burdeos
desde luego, concibieron la idea de poner en circulación pequeños billetes con su nombre y firma, que se llamaron «billetes de confianza», y que dichos bancos cambiaban por asignados. Desde principios de 1791 estas emisiones de billetes de confianza se multiplicaron. Hubo administraciones departamentales, de distrito y aun municipales que recurrieron a ellas. En París llegaron a circular simultáneamente 63 especies de billetes de estas clases. Los bancos emisores obtenían en esta operación doble ganancia. Primeramente la obtenían haciéndose pagar, a veces, cierta prima por el cambio de sus propios billetes por asignados, y luego, en lugar de inmovilizar los asignados que percibían en el trueque, aprovechándose de la falta de control que en la materia existía, los dedicaban a especulaciones comerciales o financieras. Especulaban con el azúcar, con el café, con el ron, con el algodón, con la lana, con el trigo. El peligro estaba en que, en caso de mal éxito, habiendo perdido su garantía, el billete no podía ser reembolsado; la especulación había hecho que se desvaneciera la prenda dada en cambio o garantía. Las compras al por mayor de mercancías llevadas a cabo por los bancos de emisión, que querían colocar sus asignados, encarecie-
ron los precios e hicieron bajar los signos de sus propios valores. Cuando ciertos bancos emisores, como la Caja de Socorros de París, hubieron de suspender el reembolso de sus propios billetes, el crac que produjeron, y que se elevó a muchos millones, sembró el pánico entre el público. El descrédito de los billetes de confianza –que fue preciso retirar definitivamente de la circulación–, se reflejó en los asignados. No olvidemos, por último, que hábiles falsarios lanzaron al mercado grandes cantidades de asignados falsificados, y que Calonne, en el ejército de los emigrados, dirigía una fábrica especialmente dedicada a este fin. Otras causas contribuyeron aún a la baja del asignado, y, por consecuencia fatal, al encarecimiento de la vida. Los asignados debían ser quemados en el momento mismo en que volvieran a las arcas del Tesoro, ya como importe de compras de bienes nacionales, ya como abono de contribuciones. Una elemental prudencia aconsejaba el apresurar la entrada de asignados en las cajas del Estado, a fin de disminuir rápidamente la masa del papel en circulación. Y la Constituyente cometió la falta de conceder a los compradores largos plazos para satisfacer el precio de las adquisiciones: podían cumplir su compromiso en doce anualidades.
Otra falta consistió en recibir como pago en la adquisición de bienes nacionales, y en concurrencia con los asignados, los finiquitos de reembolso de los oficios suprimidos, los títulos de propiedad de los diezmos enfeudados y, en general, y según los preceptos de los decretos del 30 de octubre y 7 de noviembre de 1790, todo papel por medio del cual el Estado resultase saldando sus deudas. Valía ello tanto como crear al asignado una nueva concurrencia y era también arriesgarse en la aventura de inflar aún más la circulación fiduciaria. Quiso también la Asamblea que marchasen a tono semejante la venta de bienes nacionales y el reembolso de la deuda. Y este deseo le llevó a aumentar sin cesar la masa de asignados, agravando, por tanto, su depreciación. A la emisión primitiva de 1.200 millones, decretada el 25 de septiembre de 1790, se añadieron sucesivamente una emisión de 600 millones el 18 de mayo de 1791, otra de 300 millones el 17 de diciembre de 1791 y otra de 300 millones el 30 de abril de 1792. Es decir, unos 2.500 millones en año y medio; sin duda que una parte de estos asignados habían vuelto al Tesoro y habían sido quemados. Los datos que poseemos acusan la cifra de 370 millones el 12 de marzo de 1792.
Pero de todos modos, resulta evidente que la cantidad de asignados en circulación había ido aumentando con una regularidad inquietante: 980 millones el 17 de mayo de 1791; 1.700 millones el 30 de abril de 1792. Y todo ello antes de que la guerra comenzase. Desde el 30 de enero de 1792, si hemos de creer la correspondencia del internuncio pontificio, los asignados perdían en París el 44%. El luis oro valía 36 libras en asignados. Pudiera parecer sospechoso el testimonio del aristócrata Salomon; pero el de las tablas oficiales de la depreciación del papel-moneda ha de considerarse como verídico. Éstas nos dicen que, en la misma fecha, más de dos meses antes de la declaración de la guerra, 100 libras de asignados sólo valían en París 63 libras y 5 sueldos. En el departamento del Doubs, a fines de dicho mes de enero de 1792, la pérdida era del 21%; en el Meurthe, del 28%; en la Gironda y en las Bocas del Ródano, del 33%, y en el Norte, del 29%. Se ve, por todo esto, que si el precio de los productos se había elevado al compás de la baja del papel-moneda, el encarecimiento de la vida marcaba un coeficiente de aumento que fluctuaba del 25 al 33%. Y si los asignados perdían en su país de origen del 25 al 35%, en Ginebra, en Hamburgo, en Amsterdam,
en Londres, esa pérdida se elevaba al 50 o al 60%. De ordinario, cuando el cambio es contrario a un país, no es que este país produzca poco o venda poco, es que compra mucho. Para abonar sus compras necesita procurarse valores extranjeros, que paga tanto más caros cuanto más necesarios le son. Francia, en 1792, vendía mucho al extranjero y, en gran cantidad, sólo le compraba trigo. No eran, pues, las diferencias entre las compras y las ventas lo que podía explicar la baja del cambio. Tenía ella otras causas. El viejo régimen que perecía, había contratado, sobre todo durante la guerra de América, grandes empréstitos en Holanda, Suiza y Alemania. Cuando al principio de la Revolución se reembolsaron estos empréstitos, hubieron de exportarse grandes cantidades de numerario: de asignados y de otros valores. Estos bruscos reintegros hicieron afluir a los mercados extranjeros el papel francés, que seguidamente hubo de depreciarse. Las compras de numerario llevadas a cabo por el ministro de la Guerra para el pago de las tropas obraron en idéntico sentido. Las causas puramente económicas de la baja de los asignados y del cambio, que dieron por resultado el alza de los precios en el interior de Francia, son las que acabamos de enunciar. Pero a su lado precisa colocar
otras de carácter político. La huida de Luis XVI a Varennes y las amenazas de guerra que la siguieron inspiraron a muchas gentes, en Francia y en el extranjero, dudas sobre el éxito de la Revolución. Si hubo necesidad de crear los billetes de confianza para suplir la falta de billetes pequeños de asignados, fue, sin género de duda, porque el antiguo numerario, los luises, los escudos, las monedas blancas y hasta la calderilla habían desaparecido de la circulación. Es evidente que los emigrados habían llevado con ellos una cierta cantidad más allá de las fronteras; pero no es menos verídico que bastante cantidad de numerario había quedado en el país. Si el numerario no circulaba era porque sus poseedores no tenían confianza en la moneda de la Revolución y temían o esperaban una restauración monárquica. Y ante la posibilidad de ella, guardaban celosamente y ocultaban con ahínco las monedas del rey. Hasta tal punto se puede decir lo que antecede, cuanto que lo confirma el hecho de que al crearse, más adelante, los asignados reales, tuvieron prima sobre los asignados republicanos. Francia estaba profundamente dividida, y estas divisiones son una de las más profundas razones tanto de las crisis financieras cuanto de las económicas.
Ciertos historiadores, para probar que la masa tenía fe ciega en el nuevo régimen, citan, de ordinario, el innegable éxito de la venta de los bienes nacionales. En efecto, las ventas fueron rápidas y se encontraron compradores a precios frecuentemente superiores a los de las tasaciones oficiales. Pero esta buena fortuna de la gran operación revolucionaria es debida a causas diversas, de las cuales estimo ser la más notoria la del precisamente muy vivo deseo de los adquirentes de encontrar colocación a sus asignados, desembarazándose de ellos lo más pronto posible y cambiando, así, su papel por una propiedad sólida: la tierra. Como el asignado era recibido por su valor nominal en el pago de los bienes nacionales, el adquirente ganaba toda la diferencia existente entre dicho valor nominal del papel revolucionario y su valor real en el mercado. Es hecho comprobado, el de que aristócratas notorios compraron bienes de la Iglesia y el de que lo mismo hicieron curas refractarios y nobles como Elbée y Bonchamp, participantes en la insurrección vandeana. En Vienne se contaban 134 compradores eclesiásticos y 55 adquirentes nobles. Es lícito afirmar, con cierto sentido general, que fue la burguesía de las ciudades quien adquirió la mayor
parte de los lotes puestos en venta. Los campesinos, faltos de dinero, sólo recolectaron de este rico botín una mediocre parte. Fueron muchos también los adquirentes de pequeñas parcelas, bastando este innegable hecho para ligarlos a la Revolución. Se ha dicho también que al principio el asignado reanimó a la industria francesa. Durante algunos meses, en efecto, las fábricas conocieron una prosperidad ficticia. Los tenedores de asignados se dedicaron, para deshacerse de ellos, no solamente a comprar bienes nacionales, sino también a adquirir objetos manufacturados. Los astutos que preveían la guerra constituyeron grandes stocks de mercancías de todas clases. Sus repetidas compras estimularon ciertamente la fabricación; pero produjeron también, como efecto inevitable, el alza de los precios y el consecuente encarecimiento de la vida. Siempre y en todo lugar, con ocasión de las crisis económicas, han denunciado los revolucionarios maniobras de los aristócratas para producirlas. Han pretendido aquéllos que éstos se entendían, se coligaban para lograr el descrédito de la moneda revolucionaria, para acaparar los productos alimenticios y las demás mercancías, y para impedir la libre circulación de los
productos, creando así una crisis ficticia y un progresivo encarecimiento. Es cierto que estas maniobras existieron. El club de los Jacobinos de Tulle denunció, el 2 de febrero de 1792, al presidente del distrito de la ciudad, a un cierto Parjadis, que aconsejaba a los contribuyentes no pagasen los impuestos y les predicaba la próxima repatriación triunfal de los emigrados. El 18 de marzo de 1792 el Directorio del departamento de Finistère hizo presente al rey que le hubiera sido imposible recaudar los impuestos si no hubiera tomado la determinación de prender, en Quimper, a los sacerdotes refractarios. Por aquel tiempo un hombre de cierta popularidad, Séguier, parlamentario de vieja cepa, lanzó al público un volumen agresivo, titulado La Constitución trastocada, cuyo fin era sembrar la alarma entre los franceses haciéndoles consideraciones sobre su derecho de propiedad. «¿Cómo –decía– pueden los propietarios echar cuentas sobre sus propiedades en una crisis tan violenta, con un agiotaje tan infernal, con una emisión incalculable de asignados y de papel de todas clases, cuando las colonias están en guerra civil y Francia amenazada del mismo peligro, cuando, por una multitud de decretos, las propiedades mobiliarias son confiscadas, sometidas a formalidades amena-
zadoras, lentas, difusas y superfluas?» Séguier llegaba a amenazar a los compradores de bienes nacionales al decirles que los antiguos acreedores del Estado y del clero tenían sobre los bienes por ellos adquiridos una hipoteca que algún día habían de hacer efectiva. La lucha de las dos Francias se planteó y se ejerció en todos los terrenos. Toda crisis política se desdobla en una crisis económica y social. No conviene olvidar esto al juzgar a los hombres y a las cosas de esta época. La vida cara, consecuencia del asignado, iba a contribuir, en plazo breve, a la caída de la rica burguesía que había gobernado con las Constituyentes, tanto más cuanto que a las perturbaciones políticas y económicas se mezcló una agitación religiosa, que se hacía de día en día más aguda.
CAPÍTULO IX LA CUESTIÓN RELIGIOSA
La reorganización del Estado entrañaba forzosamente la reorganización de la Iglesia, ya que ambos aparecían, desde hacía siglos, ligados. No era posible separarlos de un plumazo. Nadie, aparte, tal vez, del excéntrico Anacharsis Cloots, deseaba esta separación que la opinión pública no hubiera comprendido o que hubiera, mejor, interpretado como una declaración de guerra a una religión que las masas practicaban con gran fervor. Mas es indudable que la reforma financiera, de la que dependía la salud del Estado, habría resultado incompleta si todos los establecimientos eclesiásticos –y en aquellos tiempos las escuelas, las universidades, los hospitales dependían de la Iglesia– hubiesen tenido que ser conservados, ya que sus atenciones habrían consumido, como antes, las rentas de los bienes vendidos. Era preciso, para realizar las economías necesarias, suprimir un buen número de los existentes. De aquí la obligatoriedad, para las Constituyentes, de designar cuáles establecimientos debieran conservarse y cuáles suprimirse; es decir, y en una palabra, la de pro-
ceder a reorganizar la Iglesia de Francia. Por medida de economía, tanto o más que por desprecio a la vida monástica, se dio libertad a los monjes de las órdenes mendicantes o contemplativas para poder abandonar el claustro, siendo muchos los que se apresuraron a aprovecharse de tal autorización. Con semejante medida pudieron suprimirse numerosas casas, respetándose, en cambio, las congregaciones dedicadas a servicios de caridad y de enseñanza. Cerrando conventos se hacía inútil la recluta de religiosos. También, y para el porvenir, se prohibió la prestación de votos perpetuos. Asimismo, por medida de economía, tanto como por postulado de una buena administración, el número de obispados se redujo a 83, es decir, uno por cada departamento. Las parroquias sufrieron una reducción análoga. Los obispos, nombrados antes por el rey, pasaron a ser –desde aquellas fechas y al igual de los demás magistrados– elegidos por el nuevo soberano, que era el pueblo. ¿No eran «funcionarios que tenían a su cargo la moral»? ¿No se confundía la nación con el conjunto de los fieles? El catolicismo no fue declarado religión oficial del Estado, pero era el solo culto subvencionado. Sólo él podía sacar a la calle sus procesio-
nes, debiendo estar aquélla obligatoriamente empavesada por los vecinos todos. Los disidentes, poco numerosos, se veían forzados a un culto privado, disimulado, simplemente tolerado. Los párrocos serían elegidos por los electores de su distrito, como los prelados debían serlo por los de su departamento. ¿Qué importaba que entre el número de los electores pudieran figurar algunos protestantes? ¿Es que, antes, los señores protestantes no designaban los párrocos de sus dominios, en virtud del derecho de patronato? La elección, desde luego, no era sino una «presentación». Los elegidos, designados obligatoriamente de entre los sacerdotes, debían ser instituidos por sus superiores eclesiásticos. Los obispos debían ser instituidos por sus metropolitanos, como en los primitivos tiempos de la Iglesia. Los metropolitanos no irían a Roma a obtener el palio. La Asamblea abolió las anatas, es decir, las rentas del primer año de los beneficios vacantes que los nuevos titulares pagaban a la Santa Sede. Los obispos que se eligieran por el nuevo procedimiento habrían de limitarse a escribir una carta respetuosa al Pontificado para indicarle que estaban en su comunión. Así, la Iglesia de Francia se convertiría en una Iglesia nacional. De allí en adelante no sería gobernada despótica-
mente. Los Cabildos, cuerpos privilegiados, desaparecieron, siendo reemplazados por Consejos Episcopales con participación en la administración de las diócesis. Un mismo espíritu animaría, desde entonces, a la Iglesia y al Estado, secularmente relacionados y confundidos, espíritu que sería de libertad y de progreso. Los párrocos adquirían la obligación de dar a conocer y explicar a los fieles, desde el púlpito, los decretos de la Asamblea. Se mostraba ésta confiada, y habiendo dado una Constitución Civil al clero, no creyó haber sobrepasado sus derechos. En nada había tocado a lo espiritual. Era cierto que, con la denuncia del Concordato y la supresión de las anatas, había lesionado gravemente los intereses del Pontífice; pero no creía que el Papado echara sobre sí las responsabilidades de desencadenar un cisma. En el año de 1790 no tenía aún el derecho de declarar los dogmas por sí, ni el de interpretarlos ni tampoco el de resolver, como soberano, las materias de disciplina y las de carácter mixto, como precisamente eran las que, en aquella ocasión, estaban en juego. La infalibilidad pontificia no sería pronunciada sino en el Concilio del Vaticano, celebrado ochenta años más tarde. Los obispos de Francia, por otra parte, eran, por aquel entonces, en su mayoría, galicanos,
es decir, hostiles al absolutismo romano. En los grandes discursos que pronunció en su nombre, el 29 de junio de 1790, con ocasión de la discusión de los decretos sobre el clero, el arzobispo de Aix, Boisgelin, sólo había reconocido al obispo de Roma una primacía, pero no una jurisdicción sobre la Iglesia, y todos sus esfuerzos se limitaron a pedir a la Asamblea permitiese la reunión de un concilio nacional que tomara las medidas canónicas indispensables para la aplicación de las reformas. No habiendo permitido la Constituyente la celebración del concilio, por creerlo atentatorio a su soberanía, Boisgelin y los obispos liberales se dirigieron al Pontífice en demanda de los medios canónicos, sin los cuales no podían, en conciencia, llegar a poner en vigor la reforma referente a las circunscripciones diocesanas y a los consejos episcopales. Confiaron a Boisgelin la redacción de proposiciones de acuerdo, que fueron enviadas a Roma por conducto del propio rey. La Constituyente conoció estas negociaciones y las aprobó. Creía ella, como los obispos de la Asamblea, como el mismo Luis XVI, que no habría titubeo en aceptar los decretos, que el Papa no rehusaría el darles su visto bueno, el «bautizarlos», según la frase del jesuita Barruel en su Diario Eclesiástico. «Creemos prever
–decía Barruel– que el bien de la paz, que importantes consideraciones influirán indefectiblemente en el Santo Padre para secundar estos deseos.» Lejos de desanimar a los obispos partidarios de la conciliación, el Nuncio les dio confianza: «Ellos imploran de Su Santidad –escribía en su despacho del 21 de junio de 1790– que, actuando de Padre afectuoso, venga en socorro de esta Iglesia y haga todos los sacrificios posibles para conservar la unión esencial. He creído, a este propósito, deber asegurarles que Su Santidad, instruido de la deplorable situación por que atraviesan los intereses de la religión en este país, de su parte hará todo lo posible para conservarla». Añadía el Nuncio que los obispos habían tomado ya las medidas necesarias para reconstruir las circunscripciones eclesiásticas, según el decreto, y que los obispos suprimidos entregarían ellos mismos sus dimisiones. «La mayor parte de los obispos –decía en su citado despacho del 21 de junio– ha confiado a monseñor el arzobispo de Aix el encargo de delimitar las diócesis. El clero desearía que el rey suplicase a Su Santidad se sirviera designar, de entre ellos y dentro de las libertades galicanas, dieciséis comisarios apostólicos, los que, divididos en cuatro comités, se ocupasen en fijar definitivamente los límites
de los nuevos obispados.» Un precedente, no lejano, permitía a los obispos y a los diputados constituyentes el abrir sus pechos a la esperanza. Cuando Catalina II, emperatriz de Rusia, se hubo anexionado la parte que le correspondió en el reparto de Polonia, había retocado, por su propia autoridad, las circunscripciones de las diócesis católicas de dicho país. Creó, en 1774, la sede episcopal de Mohilev, a quien extendió la jurisdicción sobre todos los católicos romanos de su Imperio. También, por su sola autoridad, había provisto a esta diócesis de un titular: el obispo in partibus de Mallo, personaje sospechoso a Roma; y prohibió al obispo polaco de Livonia el inmiscuirse desde entonces en la parte de su antigua diócesis anexionada a Rusia. Pío VI procuró no entrar en conflictos con la soberana cismática, cuyas intromisiones en el dominio espiritual eran sensiblemente del mismo orden de las que la Constituyente francesa iba a permitirse. Regularizó en aquella ocasión, aunque demasiado tarde, las reformas, ya llevadas a cabo por el poder civil, sirviéndose para ello exactamente de los mismos procedimientos a los cuales el episcopado francés le aconsejaba recurrir para «bautizar» la Constitución Civil del Clero.
El Papa, todo ello no obstante, fue impelido a la resistencia por numerosas razones, de las que las más determinantes no fueron, tal vez, las de orden religioso. Desde el primer día había condenado, en consistorio secreto, como impía, la Declaración de los derechos del hombre, a la que, sin embargo, el arzobispo Champion de Cicé prestó colaboración. La soberanía del pueblo le parecía una amenaza para todos los tronos. Sus súbditos de Aviñón y del Comtat estaban en plena revolución. Habían expulsado a su legado, adoptado la Constitución Francesa y pedido su anexión a Francia. En respuesta a las proposiciones de acuerdo que Luis XVI le había transmitido, para poder llegar a poner en vigor la Constitución Civil del Clero, solicitó que las tropas francesas le ayudasen a someter a sus insurreccionados súbditos. La Constituyente se limitó a aplazar la anexión reclamada por los habitantes de los dichos países.3 Entonces el Papa se decidió a condenar formalmente la Constitución Civil del Clero. Se habían pasado muchos meses en negociaciones dilatorias. 3
La anexión de Aviñón, justificada por el derecho de los pueblos al darse su propio régimen, no fue votada sino el 14 de septiembre de 1791.
Precisa añadir que el Pontífice fue lanzado a la resistencia no sólo por los emigrados, sino también por las potencias católicas, especialmente España, molesta con Francia por haberla abandonado en los momentos de su conflicto con Inglaterra. Y no puede dejarse en olvido, finalmente, la conducta de nuestro embajador en Roma, el cardenal Bernis, fogoso aristócrata, que hizo todo cuanto pudo para que fracasase la negociación cuyo éxito le había sido confiado. Al declarar al Papa que, en defecto de un Concilio Nacional, sólo él tenía los medios canónicos necesarios para convertir en ejecutoria la Constitución Civil del Clero, los obispos franceses quedaban a discreción de la Curia Romana. Cuando la Constituyente, cansada de esperar, les impuso el juramento no podían ya retroceder. Rehusaron prestarlo, y el Papa se aprovechó de esta repulsa, que había provocado con su táctica dilatoria, para fulminar, al fin, una condena que les sorprendió y que les ofuscó. Hasta última hora, el arzobispo de Aix, Boisgelin, que hablaba en nombre de la mayoría de los obispos, había confiado en que el Pontífice resistiría el lanzar a Francia hacia el cisma y hacia la guerra civil. En vísperas del juramento, el 25 de diciembre de 1790, escribía
al rey: «El príncipe de la corte de Roma debe hacer todo cuanto pueda y deba y no diferir lo que puede ser menos difícil y sí resulta urgente; cuando no faltan sino formas canónicas, el Papa las puede otorgar; las puede y las debe; y no otra cosa son los artículos que Vuestra Majestad le tiene propuestos». Aun después de la negativa a prestar juramento, los obispos confiaban en la conciliación, causándoles consternación los breves pontificios. Guardaron en secreto el primero de dichos breves, datado el 10 de marzo de 1791, durante más de un mes, y dirigieron al Pontífice una respuesta, un tanto agridulce, en la que tomaban la defensa del liberalismo y en la que le ofrecían su dimisión colectiva, en aras de la paz y la concordia. La dimisión no fue aceptada por el Pontífice, y el cisma se hizo inevitable. Todos los obispos, salvo siete, se negaron a prestar el juramento. Alrededor de la mitad de los sacerdotes de segundo orden les imitaron. Si en muchas regiones, como el Alto Saona, el Doubs, el Var, el Indre, los Altos Pirineos, etc., el número de juramentados fue muy considerable, en otras, en cambio, como en los Flandes, en el Artois, la Alsacia, el Morbihan, la Vendée, la Mayenne, fue muy débil. En toda una parte del territorio la reforma sólo podía im-
ponerse a la fuerza. Francia se había dividido en dos campos. El inesperado resultado encontró desprevenida a la Constituyente y sorprendió a los propios aristócratas. Hasta tal momento, el bajo clero, en su mayor parte, había hecho causa común con la Revolución, que casi dobló el haber de los párrocos y vicarios, pasando los primeros de 700 libras a 1.200. Pero la venta de los bienes de la Iglesia, el cierre de los conventos después de la supresión del diezmo, habían inquietado ya a más de un sacerdote ligado a la tradición. También los escrúpulos rituales hicieron su labor. Un futuro obispo constitucional, Gobel, había expresado la duda de que la autoridad civil tuviese derecho, por sí sola, de alterar los límites de las diócesis y de tocar a la jurisdicción de los obispos. Sólo la Iglesia, hubo de decir, «puede dar al nuevo obispo, sobre los límites del nuevo territorio, la jurisdicción espiritual necesaria para el ejercicio del poder que recibe de Dios». Gobel, por lo que a él concernía, se olvidó de su propia objeción y prestó el juramento; pero muchos sacerdotes escrupulosos se abstuvieron de ello. La Constituyente pretendió crear una Iglesia nacional, aspirando a que los ministros de esta Iglesia co-
operaran a consolidar el nuevo orden de cosas, y sólo creó la Iglesia de un partido político –del partido político que usufructuaba el poder–, en lucha violenta con la Iglesia antigua, convertida en Iglesia del partido político, de momento, vencido. La lucha religiosa se revistió, desde el primer día, de todo el furor de las pasiones políticas. ¡Qué alegría, qué buena fortuna para los aristócratas! El sentimiento monárquico resultó hasta entonces insuficiente para proporcionarles el desquite y ¡he aquí que el Cielo venía en su ayuda! El sentimiento religioso fue la gran levadura de que se sirvieron para provocar la contrarrevolución. Desde el 11 de enero de 1791, Mirabeau, en su nota 43, aconsejó a la corte soplar sobre el incendio y practicar una política de lo más improcedente posible, empujando a la Constituyente hacia las medidas extremas. Ésta adivinó la estratagema y trató de evitarla. El decreto del 27 de noviembre de 1790 sobre el juramento había prohibido a los sacerdotes no juramentados el inmiscuirse en toda función pública. Y bautizar, casar, enterrar, dar la comunión, confesar, predicar eran, en aquellos tiempos, funciones públicas. Tomando el decreto a la letra, los sacerdotes refractarios, es decir, y en ciertos departamentos, casi todos los sacer-
dotes, debían cesar súbitamente en sus funciones. La Asamblea temió la huelga de la práctica del culto. Y pidió a los refractarios que continuaran en sus funciones hasta que fueran reemplazados. Es de advertir que varios de ellos no fueron sustituidos hasta el 10 de agosto de 1792. Concedió, también, a los párrocos destituidos una pensión de 500 libras. Los primeros obispos constitucionales se vieron obligados a hacer uso de los notarios y aun de los tribunales para conseguir de los antiguos prelados la institución canónica. Uno solo de ellos, Talleyrand, consintió en consagrarlos. La falta de sacerdotes obligó a abreviar la duración de los cursos fijados para los aspirantes a las funciones eclesiásticas. Y como, aun así y todo, los seculares eran insuficientes, se recurrió a los antiguos religiosos. En vano los revolucionarios se negaron al principio a reconocer el cisma. Pero, poco a poco hubieron de rendirse a la evidencia. La guerra religiosa estaba desencadenada. Las almas piadosas se indignaban porque se les quitase sus antiguos párrocos, sus tradicionales obispos. Los nuevos sacerdotes elegidos se consideraban como intrusos por los que eran despojados. No podían instalarse en sus funciones si no era con la ayuda de la Guardia Nacional y de los clubes. Las con-
ciencias timoratas no querían hacer uso de sus servicios. Preferían hacer bautizar en secreto, por los buenos sacerdotes, a sus hijos, quienes así carecían de estado civil, ya que sólo los sacerdotes oficiales estaban en posesión de los registros de nacimientos, casamientos y defunciones. Los «buenos sacerdotes», tratados de sospechosos por los revolucionarios, se convierten en mártires a los ojos de sus fieles. Las familias se dividen: las mujeres, en general, oyen misa a los presbíteros refractarios; los hombres, al constitucional. Estallan alborotos en los propios santuarios. El párroco constitucional niega al refractario la entrada a la sacristía y el uso de los ornamentos sagrados cuando pretende decir la misa en la iglesia. En París, el nuevo obispo Gobel no es recibido en ninguna reunión femenina. Los refractarios se refugian en las capillas de los conventos y de los hospitales. Los patriotas reclaman el cierre de tales capillas. En las proximidades de las Pascuas, las devotas que se dirigían a oír la misa romana, luego de alzarles las ropas, eran públicamente azotadas, ante los guardias nacionales que toman acto semejante como una broma. Esta diversión se repite durante muchas semanas en París y en otras ciudades. Los refractarios perseguidos invocaron la Declara-
ción de los derechos del hombre para obtener el reconocimiento del ejercicio libre de su culto. El obispo de Langres, La Luzerne, hacia el mes de marzo de 1791 comenzó a aconsejarles que reclamasen formalmente los beneficios del edicto de 1787, que había permitido a los protestantes el registrar su estado civil ante los jueces de sus respectivas poblaciones, edicto que, en su tiempo, había sido condenado por la asamblea del clero. ¡Extraña cosa tal conducta! ¡Los herederos de quienes habían revocado hacía un siglo el Edicto de Nantes, que habían quemado Port-Royal, derruido las obras de los filósofos, colocándose ahora bajo la protección de tales ideas de tolerancia y de libertad de conciencia, contra las cuales la víspera no habían tenido anatemas bastantes! Caminando hasta el fin de la lógica de las circunstancias, el obispo La Luzerne reclamó la laicización del estado civil, a fin de sustraer a los fieles de su rebaño del vejatorio monopolio de los sacerdotes juramentados. Los patriotas entendieron que si retiraban a los sacerdotes constitucionales la posesión de los registros del estado civil, darían a la Iglesia oficial un rudo golpe que heriría, de rechazo, a la propia Revolución. Y rehusaron, de primera intención, ir tan lejos. Sosten-
ían, contra la evidencia, que los disidentes no formaban una Iglesia distinta. Pero los desórdenes, siempre en aumento, les obligaron a concesiones que les fueron arrancadas por La Fayette y su partido. La Fayette, cuya mujer, piadosa en extremo, protegía a los refractarios y se negaba a recibir a Gobel, había sido obligado por ella a aplicar en su hogar la tolerancia. Sus amigos del club de 1789 creyeron poner fin a la guerra religiosa proponiendo se permitiera a los refractarios la libertad de tener lugares propios en que practicar su culto particular. El Directorio del departamento de París, que presidía el duque de la Rochefoucauld, y en el que tomaban asiento el abate Sieyès y el obispo Talleyrand, organizó, por un acuerdo del 11 de abril de 1791, el ejercicio del culto refractario en las condiciones de culto simplemente tolerado. Los católicos romanos podían adquirir las iglesias suprimidas y reunirse en ellas con entera libertad. Inmediatamente se aprovecharon los aludidos de la concesión y arrendaron la iglesia de los Teatinos, en la que se instalaron, aunque no sin alborotos. Algunas semanas más tarde, luego de un debate movido y apasionado, la Constituyente, por su decreto del 7 de mayo de 1791, extendió a toda Francia la tolerancia acordada a los disidentes
parisienses. Pero es mucho más fácil inscribir la tolerancia en las leyes que introducirla en las costumbres. Los sacerdotes constitucionales se indignaron. Habían incurrido en las iras del Vaticano, habían ligado su causa a la de la Revolución, habían menospreciado todos los prejuicios, todos los peligros y, en recompensa, he aquí que se les amenazaba con abandonarlos a sus solas fuerzas a las primeras dificultades que surgían. ¿Cómo lucharían ellos contra sus concurrentes en aquella mitad de Francia que se les escapaba, si la autoridad pública se declaraba neutral después de haberlos comprometido en semejante empresa? Si se reconocía al sacerdote romano el derecho de abrir libremente una iglesia rival, ¿qué iba a ser del clérigo constitucional en medio de la suya desierta? ¿Por qué tiempo guardaría su carácter de privilegiado si en la mitad de los departamentos no podría justificar tal privilegio en mérito a los servicios rendidos? Un culto desierto es un culto inútil. La mayor parte del clero juramentado temió que el decreto y la política de libertad eran su sentencia de muerte. Y combatieron ambas cosas con furiosa rabia en nombre de los principios del catolicismo tradicional. El clero constitucional se separó, cada vez más, de La Fayette y
su partido, agrupándose en torno de los clubes jacobinos, que se convirtieron en sus fortalezas, de asilo y de defensa. Con el pretexto, frecuentemente fundado, de que el ejercicio del culto refractario daba lugar a tumultos, las autoridades favorables a los constitucionales rehusaron aplicar el decreto del 7 de mayo, referente a la libertad de cultos. El 22 de abril de 1791, el departamento de Finistère, a petición del obispo constitucional Expilly, tomó el acuerdo de ordenar a los sacerdotes refractarios se retirasen a 4 leguas de distancia de sus antiguas parroquias. En el Doubs, el Directorio Departamental, que presidía el obispo Seguin, acordó que, en el caso de que la presencia de los refractarios diera lugar a perturbaciones o divisiones, las municipalidades podían expulsar de sus territorios a los dichos sacerdotes. Los acuerdos de este género fueron muy numerosos. Todos afirmaban en sus considerandos que la Constitución Civil del Clero y aun la propia Constitución del reino no podrían mantenerse si no se colocaba a los refractarios fuera del Derecho común. Es cierto que en muchas ocasiones los refractarios dieron pie a las acusaciones de sus adversarios. Roma hizo bastante para lanzarlos en la vía de la revuelta.
Les fue prohibido declarar a los intrusos los bautismos y casamientos que ellos hubieran celebrado. Se les prohibió oficiar en las mismas iglesias que los constitucionales en tanto que el simutaneum no se practicase con cierta generalidad, y siempre con licencia de los antiguos prelados. El abate Maury se quejaba del decreto del 7 de mayo, pues sólo concedía a los refractarios un culto privado, es decir, un culto cercenado. Reclamó la igualdad completa con los juramentados. El obispo de Luçon, de Merci, denunció como una añagaza la libertad otorgada a los disidentes de decir misa en las iglesias nacionales. Es un hecho comprobado que en las parroquias en que los refractarios dominaban sobre sus contrarios, éstos no gozaban de seguridad. Fueron bastantes los sacerdotes constitucionales molestados, insultados, golpeados y aun muertos. Todos los informes están de acuerdo para acusar a los refractarios de servirse del confesonario para fines contrarrevolucionarios. «Los confesonarios son las escuelas en que la rebelión se enseña y se ordena», escribía el Directorio de Morbihan, al ministro del Interior, el 9 de junio de 1791. Reubell, diputado por la Alsacia, anuncia en la sesión del 17 de julio de 1791 que no hay un solo refractario en los departamentos del Alto y del
Bajo Rin que no esté convencido de que vive en estado de insurrección. La lucha religiosa no tuvo como sola consecuencia la de doblar las fuerzas del partido aristócrata; entrañó también la formación de un partido anticlerical que antes no existía. Para sostener a los sacerdotes constitucionales, y asimismo para poner en guardia a las poblaciones contra las sugestiones de los refractarios, los jacobinos atacaron con vehemencia al catolicismo romano. Las invectivas que dirigían antes contra «la superstición» y contra «el fanatismo», acabaron por dirigirse contra la propia religión. «Se nos ha reprochado –decía la filosófica Hoja Aldeana, que se consagraba a esta tarea– de habernos mostrado un poco intolerantes con respecto al papismo. Se nos reprocha, también, el no haber cuidado siempre del árbol inmortal de la fe. Pero que se considere de cerca este árbol inviolable y podrá verse que el fanatismo está de tal modo entrelazado a todas sus ramas, que no es fácil golpear sobre éste sin parecer herir a aquél.» Cada vez más los oradores y escritores anticlericales se enardecían y renunciaban a guardar, en lo que tocaba al catolicismo, y aun al mismo cristianismo, consideraciones hipócritas. Bien pronto casi todos ellos atacaron la Constitución
Civil del Clero y propugnaron el imitar a los americanos, que habían tenido el buen sentido de suprimir el presupuesto de cultos y de separar la Iglesia del Estado. Estas ideas se fueron poco a poco abriendo camino. Desde 1791, una parte de los jacobinos y de los lafayettistas, unidos a este propósito –los futuros girondinos en general–, Condorcet, Rabaut de Saint-Étienne, Manuel, Lanthenas, imaginaron completar, después reemplazar, la Constitución Civil del Clero por todo un conjunto de fiestas nacionales y de ceremonias cívicas, imitadas de las Federaciones, y hacer de ellas como una escuela de civismo. Y así se sucedieron fiestas conmemorativas de los grandes sucesos revolucionarios: 20 de junio, 4 de agosto, 14 de julio y fiestas de los Mártires de la Libertad, de Désilles, muerto en la desgraciada empresa de Nancy, de la traslación de las cenizas de Voltaire a París, de los suizos de Châteauvieux, liberados de los calabozos de Brest, del alcalde de Étampes, Simoneau, muerto en un motín de subsistencias, etc. Así se elaboraba poco a poco una especie de religión nacional, de religión de la patria, mezclada aún a la religión oficial, sobre la cual, y desde luego, calca ella sus ceremonias, pero que los espíritus libres
se esforzarán más tarde en destacar y hacer vivir una vida independiente. No creían aún que el público pudiese pasarse sin culto, pero entendían que la Revolución, en sí misma, era una religión que era posible elevarla, ritualizándola, por encima de los antiguos cultos místicos. Tanto cuanto desean separar al nuevo Estado de las Iglesias tradicionales y positivas, quieren que este Estado no aparezca desarmado ante ellas. Anhelan, por el contrario, dotarlo de todos los prestigios, de todas las pompas estéticas y moralizadoras, de todas las fuerzas de atracción que ejercen sobre las almas las ceremonias religiosas. Así camina insensiblemente el culto patriótico, que encontraría su expresión definitiva bajo el Terror, y que tuvo su origen, lo mismo que la separación de las Iglesias y del Estado, en el fracaso, cada vez más irremediable, de la obra religiosa de la Constituyente.
CAPÍTULO X LA HUIDA DEL REY
Jamás Luis XVI había renunciado sinceramente a la herencia de sus mayores. Si consintió, después de las jornadas de octubre, en seguir las indicaciones de La Fayette, fue por haberle éste prometido conservarle y fortificarle lo que le restase de poder. Y en octubre de 1790 comienza la Constitución a estar en vigor, se organizan las asambleas departamentales y de distrito, así como los tribunales, se cierran los conventos y capítulos y se ponen en venta los bienes nacionales. El rey comprende que algo definitivo echa raíces y se da cuenta al mismo tiempo de que la autoridad de La Fayette disminuye de día en día. Las 48 secciones que en el mes de junio de 1790, sustituyeron, en la capital, a los antiguos 60 distritos, son otras tantas pequeñas municipalidades turbulentas dentro de la grande. Pronto toman posiciones en contra del Ayuntamiento. En septiembre y octubre de 1790 votan acuerdos en censura de los ministros, a los que acusan de impericia y de connivencia con los aristócratas. Su orador, el abogado Danton, a excitaciones, sin duda, de los Lameth,
solicita, en su nombre, sean llevados los ministros a la barra de la Asamblea. Ésta desecha su moción de acusación, el 20 de octubre, pero por una tan pequeña mayoría que los ministros aludidos dimiten. Sólo Montmorin, no acosado por Danton en su alegato, permanece en su puesto. El rey recibió con cólera la violencia de que era objeto, y de muy mala gana aceptó, de manos de La Fayette, los nombres de los nuevos ministros que se le imponían: Duportail en Guerra, Duport-Dutertre en Justicia, Délessart en el Interior, etc. Experimentó la sensación de que la Constitución, que le daba el derecho de elegir libremente a sus ministros, había sido violada. No perdonó a La Fayette su actitud ambigua en este asunto de la crisis. Y se pasó decididamente a la contrarrevolución. El 20 de octubre, el día mismo en que terminaba el debate en la Asamblea acerca de los ministros, recibió a uno de los emigrados de primera hora, el obispo de Pamiers de Agout, llegado expresamente de Suiza para excitarlo a la acción, y dio plenos poderes a de Agout y al barón de Breteuil para, en su nombre, tratar con las cortes extranjeras, a fin de provocar la intervención de éstas en favor del restablecimiento de su autoridad legítima.
Su plan era simplicísimo. Adormecería a los revolucionarios con una aparente resignación a su voluntad, pero no ejecutaría acto alguno para facilitar la aplicación de la Constitución. Todo lo contrario. Cuando los obispos aristócratas protestaron con violencia contra los decretos sobre el clero, él no tuvo ni una palabra ni un gesto para reprochar su conducta y llamarlos al deber. Personalmente manifestaría su hostilidad a los decretos que había aceptado integrando su capilla con sólo sacerdotes no juramentados. Luis XVI se las había compuesto de modo adecuado para que la aceptación que tardíamente –el 26 de diciembre de 1790– otorgó al decreto sobre el juramento, resultara un acto forzado. Había esperado a que la Asamblea le dirigiese repetidos requerimientos y a que el ministro SaintPriest le ofreciese la dimisión, y manifestó ante sus allegados al otorgar, por fin, su firma: «En estas condiciones, mejor quisiera ser rey de Metz que no continuar en el puesto de rey de Francia; pero todo esto acabará pronto». Sin embargo, no alentó las insurrecciones parciales, que estimaba prematuras y llamadas a un desastre seguro, y condenó al conde de Artois y a los emigrados que las fomentaban –complot de Lyon en diciembre
de 1790–, en contra de sus manifestaciones y reiterados consejos. Sólo tiene confianza en una intervención colectiva de los reyes extranjeros, apoyada por demostraciones militares, y todos los esfuerzos de su ministro secreto Breteuil se dirigen en este sentido. Se regocija de la inteligencia a que, a fines de julio de 1790, habían llegado, en Reichenbach, Prusia y Austria por mediación de Inglaterra. Esta inteligencia iba a permitir a su cuñado, el emperador de Austria, la reconquista de Bélgica, que se había sublevado contra las reformas por él llevadas a cabo a fines de 1788. Las tropas austríacas entraron, en efecto, en los Países Bajos el 22 de noviembre, y el día 2 de diciembre todo el país estaba pacificado. Cuando el momento llegue, Luis XVI huirá secretamente hacia Montmédy, se unirá a las tropas de Bouillé, y el ejército austríaco, establecido cerca de aquel lugar, le prestará ayuda. El Emperador tiene un pretexto justificado para movilizar sus huestes en tal dirección. Los príncipes alemanes que poseen feudos señoriales en Alsacia y en Lorena han sido lesionados por los acuerdos del 4 de agosto, que suprimieron sus justicias y la servidumbre personal que pesaba sobre sus vasallos. La Constituyente les ha ofrecido indemnizaciones. Pero importa
que las rehúsen para tener siempre el conflicto en pie. Luis XVI envía a Alemania al arrendatario general Augeard para inducirlos secretamente a que lleven sus reclamaciones ante la Dieta del Imperio. Al terminar la reconquista de los Países Bajos, el Emperador toma por su cuenta el asunto. El 14 de diciembre de 1790 dirige a Montmorin una nota oficial para protestar, en nombre de los tratados de Westfalia, contra la aplicación de los acuerdos del 4 de agosto a los príncipes alemanes, propietarios en Alsacia y en Lorena. El apoyo del Emperador era la piedra angular sobre la que basaban todas sus esperanzas Luis XVI y María Antonieta. Pero, a mayor abundamiento, Breteuil trató de que entrasen en la Santa Liga Monárquica el Papa, España, Rusia, Suecia, Cerdeña, Dinamarca, y los cantones suizos. Se desconfiaba del concurso de Prusia y de Inglaterra; pero se buscaba el medio de, por lo menos, convertirlas en neutrales. Bouillé aconsejaba ceder una isla a Inglaterra, y Champcenetz fue enviado a este país, a principios de 1791, para ofrecerle compensaciones territoriales bien en la India o bien en las Antillas. España, liquidado su conflicto colonial con Inglaterra, hacía presión sobre el Pontífice para que desen-
cadenase en Francia la guerra religiosa. El rey de Suecia, Gustavo III, paladín del derecho divino, celebraba un tratado de paz con Rusia y se instalaba en Spa, desde donde enviaba notas estimulantes de resistencia a Luis XVI. El Papa protestaba, por medio de notas acerbas, contra la expoliación de sus territorios de Aviñón y el Comtat. Pero la clave era el Emperador, y el prudente Leopoldo, más preocupado con los asuntos de Turquía, de Polonia y de Bélgica que con los negocios de Francia, se mostraba escéptico sobre el proyecto de huida de su cuñado, acumulaba las objeciones y las dilaciones, y se parapetaba en el acuerdo preliminar de las potencias, aún por realizar, ofreciendo sólo un concurso condicional y a término. Se perdieron ocho meses en estériles negociaciones con Viena. El secreto dejó de serlo. Ya en diciembre de 1790 los periódicos demócratas El Amigo del Pueblo, de Marat, y Las Revoluciones de París, de Prudhomme, hacen alusión a la próxima huida del rey, y Dubois-Crancé, el 30 de enero de 1791, denuncia el proyecto a los jacobinos. Se esboza en la prensa de extrema izquierda, en el Mercurio Nacional, de Robert, en Crisol, de Rutledge, en La Boca de Hierro, de Bonneville, en Las Revoluciones de
París, una campaña de inspiración republicana. Durante el mes de noviembre de 1790 se representa en el Teatro Francés el Bruto, de Voltaire, y la obra se acoge «con embriague». Lavicomterie lanza su folleto republicano Del Pueblo y de los Reyes. El abate Fauchet termina uno de sus discursos, en febrero de 1791, ante los Amigos de la Verdad, con estas palabras, cuya resonancia fue enorme: «¡Los tiranos están en sazón!» El partido democrático acentúa sus progresos. En octubre de 1790, el francmasón Nicolas de Bonneville, director de La Boca de Hierro, reúne en el circo del Palacio Real, una vez por semana, a los Amigos de la Verdad, ante quienes el abate Fauchet comenta el Contrato social. Los Amigos de la Verdad son cosmopolitas. Sueñan con extinguir los odios entre las naciones y entre las clases sociales. Sus ideas sociales se consideran demasiado audaces por los propios jacobinos. Al lado de los grandes clubes aparecen los clubes de barrio. En el verano de 1790, el ingeniero Dufourny, el médico Saintex, el impresor Momoro fundan en el antiguo distrito de los Cordeleros, convertido en sección del Teatro Francés, la sociedad de Amigos de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, llamada también, y con un nombre más corto, club de los Cor-
deleros, por haberse instalado, en un principio, en el convento de los Franciscanos –llamados popularmente los cordeleros–, antes de ser expulsados por Bailly y de emigrar a la sala del Museo, calle de la Delfina. Los Amigos de los Derechos del Hombre no son una academia política, sino un grupo de combate. «Su fin principal –dicen sus estatutos– es el de denunciar a la opinión pública los abusos de los diferentes poderes y cuantos atentados se cometan en contra de los Derechos del hombre.» Se proclaman defensores de los oprimidos y enderezadores de entuertos. Su misión es vigilar, inspeccionar, obrar. Su papel oficial enarbola como membrete «el ojo de la vigilancia», especialmente abierto sobre todos los desfallecimientos de los elegidos y de los funcionarios. Visitan en sus prisiones a los patriotas perseguidos, emprenden encuestas, abren suscripciones, provocan peticiones, manifestaciones y, en caso de necesidad, motines. Por su mínima cotización, dos sueldos al mes, se recluían entre la pequeña burguesía y aun entre los ciudadanos pasivos. Y es esto lo que constituye su fuerza. Pueden en ocasiones impresionar y mover a las masas. Los cordeleros tuvieron pronto detrás de ellos a otros muchos clubes de barrio, que se multiplicaron en
el invierno de 1790 y en 1791, con el nombre de sociedades fraternales o de sociedades populares. La primera en fecha, fundada por un pobre maestro de escuela, Claude Dansard, celebraba sus sesiones en una de las salas del convento de los Jacobinos, en el que ya se habían establecido los Amigos de la Constitución; Dansard reunía, a la luz de una vela que llevaba en su bolsillo, a los artesanos, a los vendedores de hortalizas y legumbres, a los jornaleros del barrio y les leía los decretos de la Constituyente, que les explicaba. Marat, siempre clarividente, comprendió los útiles servicios que podían rendir a los demócratas estos clubes formados por gente de la clase baja. Y puso todo su empeño en la creación de ellos. Los hubo muy pronto en todos los barrios de París. A ellos se debió la educación política de las masas, a ellos la leva y alistamiento de los nutridos batallones populares. Sus fundadores, Tallien, Méhée Latouche, Lebois, Sergent, Concedieu, el abate Danjou, eran todos cordeleros que desempeñaron papel importante durante el Terror. De momento apoyaron con todas sus fuerzas la campaña democrática contra La Fayette, contra los sacerdotes refractarios y contra la corte. Su ideal, tomado de Juan Jacobo Rousseau, es el gobierno directo. Opinaban
que la Constitución, e incluso las demás leyes, debían ser sometidas a la ratificación del pueblo y no se ocultaban en mostrar suprema desconfianza hacia la oligarquía de políticos que había sucedido a la oligarquía de nobles y sacerdotes. Reprochaban a la Constituyente el no haber sometido al pueblo la nueva Constitución y el acumular obstáculos para su revisión. En el mes de mayo de 1791, los cordeleros y las sociedades fraternales entraron en relaciones y se federaron. Un Comité Central, presidido por el periodista republicano Robert, les servía de lazo de unión. La crisis económica provocada por la baja del asignado comenzaba a dejarse sentir. Robert y sus amigos comprendieron el partido que podían sacar de ello y se esforzaron en atraerse las simpatías de los obreros de París, que se agitaban para lograr la subida de sus salarios. Huelgas numerosas se suceden: de carpinteros, de tipógrafos, de sombrereros, de albéitares, etc. Bailly intenta impedir las reuniones corporativas. La Constituyente vota, el 14 de junio de 1791, la ley Chapelier, que reprime severamente como delito toda coalición para imponer un precio uniforme a los patronos. Robert protesta, desde el Mercurio Nacional, de la mala voluntad de los poderes públicos hacia los obreros. En sus
escritos mezcla hábilmente las reclamaciones democráticas con las reivindicaciones corporativas, y reemprende, con el apoyo de Robespierre, la campaña en contra del censo electoral. La agitación se extiende a las ciudades de provincias y toma, manifiestamente, el carácter de lucha de clases. El conjunto de los periódicos lafayettistas denuncia a los demócratas como anarquistas que van en contra de la propiedad. Si Luis XVI y María Antonieta hubiesen estado atentos a todos estos síntomas, hubieran comprendido que la creciente fuerza del movimiento democrático disminuía, de más en más, las probabilidades de una contrarrevolución, aun apoyada por las bayonetas extranjeras. Pero, lejos de eso, cerraban los ojos y se dejaban engañar por Mirabeau, quien les aseguraba que las divisiones entre los revolucionarios trabajaban en su favor. El antagonismo era, en efecto, cada vez mayor entre lafayettistas y lamethistas. Los primeros dejaron de asistir a los Jacobinos. Los segundos perdían, de día en día, su influencia sobre el club, en el que veían alzarse en su contra a Robespierre, quien les reprochaba su traición en el asunto del derecho al voto de los hombres de color. Barnave se había hecho impopular desde que, por ser grato a los Lameth –grandes
propietarios en la isla de Santo Domingo–, se había convertido en el órgano de los colonos blancos en contra de los negros libres. Mirabeau atizaba, cuanto mejor podía, estas luchas intestinas. Con Talon y Sémonville logró una fuerte dotación sobre la lista civil, para organizar una agencia de publicidad y de corrupción que repartía los volúmenes y periódicos realistas y compraba a los socios de los clubes capaces de venderse. La corte tenía agentes hasta en el Comité de los Jacobinos –Villars, Bonnecarrère, Desfieux, etc.–, hasta entre los cordeleros –Danton–. Todo esto le daba una falsa seguridad. Y seguían cometiendo imprudencias, de las que una de las más graves fue la partida de las hijas de Luis XV, tías del rey, quienes en el mes de febrero abandonaron Francia para establecerse en Roma. Su marcha provocó una viva agitación en todo el país. «La salud de la cosa pública –escribía Gorsas en su Correo– prohibía a Mesdames el trasladar sus personas y millones a los dominios pontificios o a parte otra cualquiera. Sus personas debemos guardarlas cuidadosamente, porque ellas contribuyen a garantizarnos contra las intenciones hostiles de su sobrino el conde de Artois y de su primo Borbón-Condé.» «Estamos en guerra contra los enemigos de la Revolución
–añadía Marat–, y precisa guardar a estas gazmoñas como rehenes y poner triple guardia al resto de la familia.» Esta idea de que la familia real debía considerarse como rehenes, que protegían contra las amenazas de los emigrados y de los reyes extranjeros, había echado raíces en el espíritu de los revolucionarios. Las tías del rey fueron detenidas en dos ocasiones –en Moret y en Arnay-le-Duc– en el curso de su viaje. Precisó una orden especial de la Asamblea para que pudieran continuar su camino. Estallaron alborotos en París. Las mujeres de los mercados se trasladaron al palacio de Monseñor el hermano del rey para exigirle les diera su palabra de honor de que no abandonaría París. Las Tullerías fueron sitiadas el 24 de febrero y costó trabajo a La Fayette el despejar sus alrededores. Mirabeau pretendía que el rey huyera hacia Normandía mejor que hacia Lorena. El 28 de febrero obreros del barrio de San Antonio se dirigieron a Vincennes para demoler el torreón allí existente. Mientras que La Fayette y la Guardia Nacional se trasladaron al mencionado lugar para apaciguar los alborotos, 400 nobles, armados de puñales, se dieron cita en las Tullerías. Prevenido de ello a tiempo La Fayette, regresó al castillo y desarmó a «los caballeros del puñal». Se su-
surró que el motín de Vincennes se había provocado con dinero de la corte y que los caballeros del puñal se habían reunido para proteger la huida del rey en tanto que la Guardia Nacional se encontraba ausente de París. La Asamblea, por hostil que fuese a los facciosos, es decir, a la oposición izquierdista, no dejaba de inquietarse ante las maniobras de los aristócratas. Lamethistas y lafayettistas estaban de acuerdo con Robespierre y con los elementos de extrema izquierda, para rechazar toda intervención de las cortes extranjeras en los asuntos interiores de Francia. Desde la celebración del Congreso de Reichenbach se cuidaron, con toda atención, de las fronteras. Ya, cuando a fines de julio de 1790, el Gobierno austríaco había pedido autorización para transportar por parte del territorio francés algunas de las tropas que enviaba a sofocar la revuelta belga, hicieron, el día 28, votar por la Asamblea un decreto negando terminantemente la autorización, y, el mismo día, otro decreto invitando al rey a que mandara construir cañones, fusiles y bayonetas. Cuando comenzaron a circular los rumores de la próxima huida del rey, la Asamblea decidió, el 28 de enero de 1791, que fuesen reforzados todos los regi-
mientos que guarnecían las fronteras. Al día siguiente de la partida de las tías del rey comenzó la discusión de una ley contra los emigrados, ante la gran indignación de Mirabeau, quien invocó en su favor y en contra de tal proyecto la Declaración de los derechos del hombre. El 7 de marzo, la Comisión de Investigaciones de la Asamblea tuvo conocimiento de una carta imprudente y comprometedora que la reina había dirigido al embajador austríaco Mercy-Argenteau. También abordó la discusión sobre la ley referente a la regencia. Alexander Lameth manifestó, con este motivo, que la nación tenía el derecho «de repudiar al rey que abandonara el lugar que le hubiera sido asignado por la Constitución», y añadió, entre las interrupciones de las derechas: «El Comité presenta, con razón, la posible deserción de un rey como un caso de abdicación». El decreto votado excluía a las hembras de la regencia. El golpe iba directo contra María Antonieta. Habiendo ocupado, a fines de marzo, las tropas austríacas el país de Porrentruy, el diputado alsaciano Reubell, apoyado por Robespierre, se alzó irritado contra esta amenaza y denunció violentamente las reuniones y andanzas de los emigrados en las cercanías de las fronteras. Mirabeau murió súbitamente, como consecuencia
de una noche de orgía, el 2 de abril de 1791. Los demócratas, advertidos de ello, sabían estaba, hacía largo tiempo, a sueldo de la corte. El club de los Cordeleros volcó, por así decirlo, todo género de imprecaciones sobre su memoria; pero la popularidad del maquiavélico tribuno era aún tan grande entre los medios populares, que la Asamblea no pudo impedir el que se le decretasen funerales oficiales, que se celebraron en la iglesia de Santa Genoveva, transformada en Panteón. La corte no se vio largo tiempo privada de consejeros. Los Lameth y Talleyrand se ofrecieron para continuar los oficios de Mirabeau, y sus servicios fueron aceptados. Alexander Lameth se convirtió en distribuidor de los fondos de la lista civil. Su hermano Charles y Adrien Duport fundaron seguidamente, con dinero de la corte, un gran periódico, El Logógrafo, destinado a suplantar al lafayettista Monitor. Talleyrand prometió hacer reconocer la libertad del culto refractario, y ya hemos visto cómo cumplió su promesa. Pero Luis XVI sólo se servía de estos hombres despreciándolos y jamás les confió su secreto. Se impacienta el rey con las moratorias de Leopoldo, a quien vanamente pidió un adelanto de 15 millo-
nes. Se resolvió a precipitar los acontecimientos. El 17 de abril tomó la comunión de manos del cardenal de Montmorency, con gran indignación de los guardias nacionales presentes, que hicieron llegar hasta la capilla real sus murmullos y sus protestas. Al día siguiente, 18 de abril, debía trasladarse a Saint-Cloud, para pasar allí las festividades de Pascuas, como lo había efectuado el año precedente. Se esparció el rumor de que el viaje de Saint-Cloud era el preludio de otro de más envergadura. La multitud se agrupó ante las Tullerías, y, cuando el rey quiso salir, los guardias nacionales, en lugar de abrir paso a los carruajes, impidieron la partida. La Fayette sospechó que el asunto se había amañado de antemano para proporcionar al rey medios que demostrasen al Emperador y a los reyes de Europa que se le guardaba en su palacio como si fuese un prisionero. El alboroto habría sido preparado, a tal fin, por Danton. Es lo cierto que, al subir nuevamente al castillo, la reina dijo a los que la rodeaban: «Por lo menos confesaréis que no somos libres.» Luis XVI no sintió escrúpulo alguno en engañar a los revolucionarios y así, al día siguiente se trasladó a la Asamblea, en la que declaró que era libre y que, por su propia voluntad, había renunciado al viaje a Saint-
Cloud. «He aceptado –dijo– la Constitución, de la que forma parte la Constitución Civil del Clero. Y como la he jurado, la mantendré con todo mi poder.» Y se dirigió a la misa del cura constitucional de Saint-Germain l’Auxerrois. Declaró a los soberanos, en una circular diplomática, que se había adherido a la Revolución sin reservas y sin ánimo de arrepentirse. Pero, al mismo tiempo advertía a los reyes, por conducto de Breteuil, que no concediesen importancia alguna a sus declaraciones públicas. María Antonieta rogó a su hermano el Emperador hiciera avanzar 15.000 hombres hacia Arlon y Virton para prestar auxilio a Bouillé en caso necesario. El Emperador respondió, el 18 de mayo, al conde de Durfort, que le había sido enviado a Mantua, que ordenaría el movimiento de las tropas, pero que sólo podría intervenir cuando el rey y la reina hubiesen abandonado París y repudiado la Constitución por medio de un manifiesto, y volvió a rehusar los 15 millones que se le solicitaban. Luis XVI se procuró el dinero por medio de un empréstito a los banqueros. Partió el 20 de junio, hacia medianoche, disfrazado de criado y en una enorme berlina construida exprofeso. El conde de Provenza se marchó al mismo tiempo, pero siguiendo ruta distinta.
Llegó a Bélgica sin estorbo alguno. Pero Luis XVI, reconocido en Sainte-Ménehould por el maestro de postas Drouet, fue detenido en Varennes. El ejército de Bouillé llegó demasiado tarde para librarlo. Los húsares, destacados en Varennes, se pasaron al pueblo. La familia real volvió a París entre filas de guardias nacionales acudidos desde las más lejanas ciudades para impedir a tan precioso rehén el pasarse al enemigo. El manifiesto que Luis XVI había lanzado en el momento de su partida para condenar la obra de la Constituyente y solicitar la ayuda de sus fieles, tuvo sólo por efecto el de poner en pie de defensa a toda la Francia revolucionaria. Los aristócratas y los sacerdotes refractarios fueron sometidos a vigilancia, desarmados, internados. Los más decididos emigraron, y esta nueva emigración debilitó aún más las fuerzas con que la realeza hubiera podido contar en el interior. En determinados regimientos desertó la oficialidad entera. Toda Francia creyó que la huida del rey era el preludio de la guerra extranjera. El primer acto de la Asamblea, el 21 de junio por la mañana, fue ordenar el cierre de las fronteras y prohibir la salida de numerario, de armas y de municiones. Movilizó a los guardias nacionales del Nordeste y ordenó la leva de 100.000
voluntarios, reclutados entre los guardias nacionales y pagados a razón de 15 sueldos por día. Delegó a muchos de sus miembros, a los que revistió de poderes casi ilimitados, para recibir en los departamentos el juramento de las tropas de línea, visitar las fortalezas y arsenales e inspeccionar los almacenes militares. Sin esperar a la llegada de tales delegados, las poblaciones del Este se habían declarado y puesto en estado de defensa. Los temores de una guerra extranjera no eran quiméricos. Ya se habían roto las relaciones diplomáticas con el Vaticano. El rey de Suecia ordenó a todos sus súbditos que abandonasen Francia. La emperatriz de Rusia, Catalina II, había sometido a vigilancia al encargado de Negocios Franceses Genêt. España expulsó a nuestros compatriotas por millares y ordenó movimientos de tropas en Cataluña y en Navarra. En cuanto al Emperador, el día 6 de julio, envió, desde Padua, una circular, dirigida a todos los soberanos, invitándolos a unirse a él «para, en consejo y de acuerdo, tomar los medios necesarios a reivindicar la libertad y el honor del Rey Cristianísimo y de su familia, y a poner límites a los extremismos peligrosos de la Revolución francesa». A su regreso a Viena hizo decir a nues-
tro embajador, el marqués de Noailles, que dejara de presentarse en la corte en tanto que durase la suspensión de Luis XVI. Su canciller, el viejo Kaumitz, firmó con Prusia, el 25 de julio, los preliminares de un tratado de alianza ofensiva y defensiva, y proyectaba convocar en Spa o en Aix-la-Chapelle un Congreso europeo para ocuparse especialmente de los asuntos de Francia. Sin embargo, fue evitada la guerra, en gran parte porque el propio Luis XVI solicitó de su cuñado que la aplazara y porque los jefes de la Constituyente, por temor a la democracia, no se atrevieron a destronar al monarca perjuro y fugitivo, y prefirieron, finalmente, devolverle la corona. La vuelta de Varennes, el espectáculo de las multitudes armadas y rugientes, el impresionante silencio del pueblo de París, que permaneció cubierto al paso de la comitiva real; la lectura de los periódicos demócratas, llenos de insultos y de exclamaciones de odio, todo ello hizo reflexionar seriamente al matrimonio real. Comprendió la extensión de su impopularidad. Y se dijeron que una guerra extranjera aumentaría la efervescencia y amenazaría su seguridad personal. Tuvieron miedo.
Monseñor soñó con proclamarse regente durante la cautividad de su hermano. Pero Luis XVI, que no tenía en sus hermanos sino una confianza limitada, no quiso abdicar en sus manos. Contuvo al Emperador. «El rey piensa –escribía María Antonieta a Fersen el día 8 de julio– que el empleo decidido de la fuerza, aun después de una reclamación previa, encerraría peligros incalculables no sólo para él y su familia, sino también para todos los franceses que, en el interior del reino, no piensan como los revolucionarios.» Añádase a todo ello que los dirigentes de la Constituyente quisieron, ellos también, conservar la paz, por motivos múltiples y graves. Habían sido sorprendidos y aterrados por la explosión democrática y republicana producida en París y en toda Francia ante la noticia de la huida del rey. En la capital, el cervecero Santerre había armado a 2.000 descamisados, ciudadanos pasivos del barrio de San Antonio. Se habían demolido, en bastantes lugares, las estatuas de los reyes. Se habían borrado de todas las enseñas y de las placas de las calles la palabra «real». Numerosas y violentas peticiones llegadas de Montpellier, Clermont-Ferrand, Bayeux, Lons-le-Saunier, etc., exigían el castigo del rey perjuro, su inmediata destitución y aun la república. Los con-
servadores de la Asamblea se reunieron para poner dique a los avances del movimiento democrático. Desde que el 21 de julio Bailly, para caracterizar la evasión del rey, se sirvió de la palabra «rapto», la Asamblea la hizo suya, queriendo con ella apartar toda responsabilidad personal de Luis XVI, a fin de así poderlo mantener eventualmente en el trono. El marqués de Bouillé, refugiado en Luxemburgo, facilitó indirectamente la maniobra con la publicación de un manifiesto insolente, en el que afirmaba ser él solo el responsable del suceso. Los constituyentes dieron, o aparentaron dar, veracidad a tales manifestaciones. Entre los patriotas conservadores hubo un pequeño grupo, compuesto por La Rochefoucauld, Dupont de Nemours, Condorcet, Aquilée Duchâtelet, Brissot, Dietrich y el alcalde de Estrasburgo, amigos todos de La Fayette y miembros del club de 1789, que pensó un instante en la República, con la idea preconcebida de poner a la cabeza de ella a «el héroe de ambos mundos». Pero La Fayette no se atrevió a decidirse. Hubiera tenido necesidad del apoyo de los Lameth para hacer frente a los ataques de los demócratas que, por boca de Danton, le acusaban de complicidad en la huida del rey. Y se adhirió a la opinión de la mayoría.
Cuando supieron que Luis XVI había sido detenido, los constituyentes respiraron. Pensaron que podrían evitar la guerra. La persona de Luis XVI, el rehén, les serviría de escudo. El cálculo se transparenta a través de los periódicos oficiosos. La Correspondencia Nacional del 25 de julio, dice: «Debemos evitar el dar a las potencias extranjeras, enemigas de nuestra Constitución, pretextos para atacarnos. Si destronamos a Luis XVI, toda Europa se armará en contra nuestra a pretexto de vengar al rey ultrajado. Respetemos, pues, a Luis XVI, aunque culpable ante la nación francesa de un crimen infame; respetemos a Luis XVI, respetemos a su familia, no por él, sino por nosotros.» Todas las buenas gentes que querían la paz comprendieron este lenguaje y lo aplaudieron. Por su parte, los Lameth tenían buenas razones para tratar con miramientos al rey, ya que, por su periódico El Logógrafo, cobraban sueldo de la lista civil. Hicieron valer también, para mantener a Luis XVI en el trono, que si se le destronaba precisaba nombrar una regencia. Y ¿quién sería el regente? ¿El duque de Orleáns? Pero ¿sería éste reconocido sin oposición? Los hermanos del rey, aunque emigrados, contaban con partidarios. Serían, por otra parte, mantenidos por
las potencias extranjeras. Además, se reprochaba a Orleáns el estar rodeado de aventureros. Se le acusaba también de subvencionar a los agitadores populares, especialmente a Danton, quien reclamó, en efecto, en unión de Real, el destronamiento de Luis XVI y su reemplazo por una especie de depositario y guardián de la realeza que no podía ser otro que el duque de Orleáns o su hijo el duque de Chartres –el futuro Luis Felipe–, cuya candidatura fue, sin ambages, llevada a la prensa. Si la regencia se rechazaba, ¿se iría a la República? Así lo reclamaban los cordeleros; pero tal régimen presuponía no sólo la guerra extranjera, sino aun también la interior, porque el pueblo no parecía preparado todavía para esta forma de gobierno, tan nueva para él. Los constituyentes prefirieron, pues, seguir manteniendo a Luis XVI, si bien tomando algunas precauciones. No le devolverían sus funciones sino después de haber revisado la Constitución y de que Luis la hubiese aceptado y jurado de nuevo. El monarca, luego de aquella revisión, sería un rey desacreditado y sin prestigio; pero de ello se regocijaban, precisamente, los Lameth y los Barnave. Suponían que un fantoche que les debiese la corona no podría gobernar sin ellos y sin
la clase social que representaban. A la vuelta de Varennes ofrecieron a la reina sus servicios, que fueron aceptados con aparente complacencia. Fue esta una alianza en la que la buena fe no brillaba por parte alguna. Lameth y Barnave pensaban ejercer la realidad del poder amparados con el nombre del rey. El rey y la reina se reservaban in mente la facultad de arrojar lejos de sí estos instrumentos en cuanto creyeran pasados los instantes del peligro. Fue, pues, declarado el rey por la Asamblea, ajeno a toda reclamación, a pesar de los esfuerzos vigorosos de Robespierre. Se procesó sólo a los autores de su «rapto»: a Bouillé, huido y declarado en rebeldía, y a alguno que otro comparsa. El 15 de julio, Barnave arrastró a la Asamblea con un gran discurso, en que se dedicó a confundir la República con la anarquía: «Voy a presentaros la verdadera cuestión: ¿Vamos a terminar la Revolución o vamos a recomenzarla? Habéis hecho a todos los hombres iguales ante la ley, habéis consagrado la igualdad civil y política, habéis reconquistado para el Estado todo cuanto se había usurpado a la soberanía del pueblo; un paso más sería un acto funesto y culpable: dado en el camino de la libertad, llevaría a la destrucción de la realeza; dado en la senda
de la igualdad, conduciría a la destrucción de la propiedad.» Este llamamiento al sentir conservador fue atendido por la burguesía. Pero el pueblo de París, alzaprimado por los cordeleros y por las sociedades fraternales, fue mucho más difícil de convencer. Las peticiones y manifestaciones amenazadoras se sucedieron. Los jacobinos, siquiera fuese por un instante, se dejaron arrastrar y pidieron la destitución del rey y «su reemplazo por los medios constitucionales», es decir, por una regencia. Pero los cordeleros negaron su aprobación a esta petición redactada, con miras orleanistas, por Brissot y Danton. El 17 de julio se reunieron en el Campo de Marte para firmar, sobre el altar de la patria, una petición francamente republicana redactada por Robert. La Asamblea tuvo miedo. Tomando por pretexto algunos desórdenes extraños al movimiento, producidos por la mañana en el Gros-Caillou, ordenó al alcalde de París que disolviera la reunión del Campo de Marte. La pacífica multitud allí congregada fue a las siete de la tarde fusilada, a mansalva y sin previa intimación, por los guardias nacionales de La Fayette, que entraron en el recinto a galope y a paso de carga. Los muertos fueron numerosos. A continuación de la matanza, la represión. Un de-
creto especial, verdadera ley de seguridad general, hizo cernerse el terror sobre los jefes de las sociedades populares, que fueron detenidos y procesados por centenares. Sus periódicos o se suprimieron o dejaron de publicarse. Se trataba de decapitar al partido democrático y republicano, precisamente en los momentos en los cuales iban a comenzar las elecciones para la Legislativa. Toda la parte conservadora de los jacobinos se separó de los mismos, el 16 de julio, y fundó un nuevo club en el convento de los Fuldenses. De los diputados, pocos más que Robespierre, Anthoine, Pétion y Coroller quedaron en los jacobinos; pero tuvieron la fortuna de poder mantener la integridad de casi todos los clubes departamentales. Desde entonces los fuldenses –lafayettistas y lamethistas reunidos– se opusieron con violencia a los jacobinos, ya depurados de su ala derecha. De momento, los primeros permanecieron en el poder. Adrien Duport, Alexander Lameth y Barnave comenzaron a negociar secretamente con el Emperador, para mantener la paz, por medio del abate Louis, que a tal objeto enviaron a Bruselas. Leopoldo dedujo de tal conducta que los revolucionarios habían tenido miedo a sus amenazas de Padua y que eran menos peligrosos de lo
que se había supuesto; y como le prometieron salvar a la monarquía, renunció al Congreso proyectado y a la guerra, con tanto más agrado cuanto que se daba cuenta, por las frías respuestas obtenidas a sus requerimientos, de las potencias extranjeras, de que el concurso europeo contra Francia era imposible de realizar. Para disfrazar su cambio de opinión y conducta convino en firmar, con el rey de Prusia, una declaración conjunta, que sólo condicionalmente amenazaba a los revolucionarios. Esta declaración de Pillnitz, del 25 de agosto de 1791, se explotó por los príncipes, quienes afectaron ver en ella una promesa de concurso. Les sirvió para lanzar un violento manifiesto, el día 10 de septiembre, en que se conjuraba a Luis XVI para que negase su firma a la Constitución. Nadie duda que los triunviros no debieron hacer esfuerzos serios para decidir al rey a que otorgase dicha firma, ya que la hizo esperar del 3 al 14 de septiembre. El triunvirato le hizo presente que la Constitución había sido mejorada con la revisión y reforma de que había sido objeto luego de la vuelta del rey y en la que directamente había tomado parte. Hicieron resaltar con todo cuidado que la Constitución Civil del Clero había dejado de ser ley constitucional, pasando a
la categoría de ley ordinaria, modificable, por lo tanto, por el cuerpo legislativo. Importantes restricciones se habían establecido en lo que tocaba a la libertad de los clubes. Si las condiciones censitarias de la elegibilidad –el marco de plata– eran suprimidas para los candidatos a la diputación, se habían agravado, en revancha, las exigidas al electorado. Se añadió que procurarían, en el porvenir, hacer prevalecer el sistema bicameral, por ellos tan rudamente combatido en septiembre de 1789, y se comprometieron, a más, a defender el veto absoluto y el derecho del rey a nombrar los jueces. El rey se sometió y, con gran habilidad, demandó a la Asamblea una amnistía general que fue votada con entusiasmo. Aristócratas y republicanos fueron puestos en libertad. A profusión se organizaron en todas partes fiestas para festejar la terminación de la Constitución. La burguesía creyó que la Revolución estaba terminada. Se sentía alegre porque el peligro de la guerra civil y el de la guerra extranjera parecía descartado. Restaba saber si sus representantes, los fuldenses, podrían dirigir, a la vez, a la corte y a la nueva Asamblea que iba a reunirse. Robespierre, haciendo un llamamiento al desinterés de sus colegas, les había hecho votar un decreto que hacía a todos ellos ilegibles para la Legislativa.
Un personal político nuevo esperaba a la puerta. Restaba saber también, y para terminar, si el partido democrático perdonaría a la burguesía conservadora la dura represión de que acababa de ser objeto y si consentiría en sufrir mucho tiempo la dominación de los privilegios de riqueza después de haber dado al traste con los del nacimiento.
CAPÍTULO XI LA GUERRA
A sólo juzgar por las apariencias, la Legislativa, que se reunió el 1.º de octubre de 1791, parecía como la continuadora de la labor y sentido de la Constituyente. En tanto que sólo 136 de sus miembros se inscribían en los jacobinos, 264 lo hacían en los fuldenses. En cambio, del centro, de los independientes, que, en número de 345, formaban, casi en realidad, la mayoría, sólo podía decirse que estaban adheridos sinceramente a la Revolución. Si por un lado temían hacer el juego a las facciones, no querían, por otro, ser juguete de la corte, de la que desconfiaban. Los fuldenses aparecían divididos en dos tendencias o, para hablar con más propiedad, en dos clientelas. Unos, como Mathieu Dumas, Vaublanc, Dumolard, Jaucourt y Théodore Lameth, hermano de Alexander y de Charles, seguían las inspiraciones del triunvirato. Otros, como Ramond, Beugnot, Pastoret, Gouvion, Daverhoult y Girardin, el antes marqués protector de Juan Jacobo Rousseau, recibían de La Fayette la norma de su conducta política.
La Fayette, que era odiado por la reina, sufría en su vanidad al no ser enterado de las relaciones de la corte con los triunviros. Si éstos iban demasiado lejos en el camino de la reacción, llegando a aceptar las dos cámaras, el veto absoluto y el nombramiento de los jueces por el rey, La Fayette se atenía a la Constitución aprobada y le repugnaba sacrificar la Declaración de los derechos del hombre, que consideraba como obra suya. No tenía, como ocurría a los Lameth, interés personal alguno en restaurar el poder real, sobre todo desde que la corte le había casi descartado. Las divisiones de los fuldenses les hicieron perder, en el mes de noviembre de 1791, la alcaldía de París. Después de la retirada de Bailly, La Fayette, que había dimitido sus funciones de comandante de la Guardia Nacional, presentó su candidatura para sucederle. Los periódicos de la corte combatieron su candidatura y la hicieron fracasar. El jacobino Pétion fue elegido, el 16 de noviembre, por 6.728 votos, en tanto que el general del caballo blanco sólo obtuvo 3.126. Las abstenciones –París tenía 80.000 ciudadanos activos– fueron enormes. El rey y la reina se felicitaron del resultado. Estaban persuadidos de que los revolucionarios se perderían por sus propios excesos. «De los propios excesos
del mal –escribía María Antonieta, el 25 de noviembre, a Fersen– podremos sacar más partido de lo que era de presumir; pero para ello precisa una gran prudencia.» Convengamos en que era ésta la peor política. Poco después, La Fayette fue nombrado para el mando de uno de los ejércitos que se encontraban en las fronteras. Antes de partir se vengó de su derrota electoral haciendo nombrar para el importante puesto de síndico general del departamento de París a Roederer, amigo de Brissot, en contra del candidato de los Lameth, el antiguo constituyente Dandré. En tanto que los fuldenses se debilitaban por sus querellas, los jacobinos emprendían con todo entusiasmo la iniciativa de una política de acción nacional en contra de todos los enemigos de la Revolución, tanto interiores como exteriores. Elegidos por la burguesía media, que compraba los bienes nacionales y se dedicaba a los negocios, tenían como preocupación esencial la de elevar la cotización del asignado, cuya depreciación frente al dinero en metal amonedado era mucha, y la de procurar la restauración del cambio, cuya alza depresiva nos arruinaba en provecho del extranjero. Para ellos, el problema económico se ligaba estrechamente con el problema político. Si la moneda
revolucionaria sufría una depreciación era porque las amenazas de los emigrados y de los reyes y las perturbaciones provocadas por los aristócratas y los sacerdotes refractarios hacían perder la confianza. Precisaba, por medidas enérgicas, convertir en ilusorias y baldías las esperanzas y andanzas de los contrarrevolucionarios y lograr el reconocimiento de la Constitución por la Europa monárquica. Sólo a este precio podía ponerse coto y hacer cesar la grave crisis económica y social que empeoraba por momentos. En el otoño las algaradas habían vuelto a empezar en las poblaciones y en los campos. Se agravaron con el invierno y duraron varios meses. En las poblaciones, y en primer lugar, tuvieron como causa el encarecimiento excesivo de los productos coloniales, azúcar, café, ron, que la guerra de razas desencadenada en Santo Domingo había hecho escasear. A fines de enero de 1792 hubo motines en París ante las puertas y en los alrededores de los almacenes y tiendas de ultramarinos, a cuyos dueños obligó la multitud, bajo amenazas de pillaje, a bajar el precio de sus mercancías. Las secciones de los arrabales comenzaron a denunciar a los «acaparadores», y algunos de ellos, como Dandré y Boscari, corrieron algún peligro. Para poner coto al al-
za y dar en qué pensar a los especuladores en Bolsa de tales artículos, los jacobinos juraron no tomar o consumir azúcar. En los campos, el precio exagerado que alcanzaron los trigos fue el origen de disturbios; pero éstos revistieron también el carácter de protestas contra el mantenimiento del régimen feudal y el de violenta réplica a las amenazas de los emigrados que, desde el otro lado de las fronteras, baladroneaban constantemente con la invasión. La agitación fue, tal vez, menos extensa y profunda que la de 1789. Sin embargo, se le asemejó por sus causas y por sus características. Desde luego, fue ésta tan espontánea como la otra. No hay posibilidad de encontrar en ella trazas de una acción conjunta y previamente concertada. Los jacobinos no aconsejaron esta que podríamos llamar acción directa. Antes bien, se asustaron. Y pensaron en prevenir los desmanes y luego en reprimirlos. Las multitudes sublevadas ejercían presión sobre las autoridades para conseguir la baja del costo de la vida. Y se reclamaron reglamentaciones y tasas. En su deseo de reducirlos a la imposibilidad de ser dañosos, saquearon las propiedades de los aristócratas y de los sacerdotes refractarios. Formularon también, aunque confusamente, un programa de
defensa revolucionaria que, más tarde y por grados, habría de llevarse a la práctica. Las revueltas en torno de los carros conductores de granos y el saqueo de los mercados se sucedieron un poco por todo el reino desde el mes de noviembre. En febrero las casas de muchos comerciantes de Dunkerque fueron saqueadas. Una refriega sangrienta dejó sobre el empedrado del puerto 14 muertos y 60 heridos. En Noyon, por el mismo tiempo, 30.000 campesinos, armados de horcas, alabardas, fusiles y picas, se ponen en camino, dirigidos por sus alcaldes, y detienen en el Oise unos barcos cargados de trigo, repartiéndoselo. A fines de mes, los leñadores y los fabricantes de clavos de los bosques de Conches y de Breteuil, a tambor batiente y bandera desplegada, arrastran a las multitudes hasta los mercados de la Bocé y fuerzan a las municipalidades a tasar no sólo los granos, sino también los huevos, la manteca, los hierros, las maderas, el carbón, etc. En Étampes, el alcalde Simoneau, rico curtidor que empleaba 50 obreros, quiere oponerse a la tasa. Dos disparos de fusil ponen fin a su vida. Los fuldenses y los propios jacobinos lo celebraron como un mártir de la ley e hicieron decretar una fiesta fúnebre en su honor. Más tarde, los leñadores del Morvan detuvieron las
flotaciones de madera y desarmaron a la Guardia Nacional de Clamecy. En el Centro y en el Mediodía, las perturbaciones alcanzaron, tal vez, mayor carácter de gravedad. Los guardias nacionales de las poblaciones del Cantal, Lot, Dordoña, Corrèze, Gard, etc., se trasladaron, en el mes de marzo, a los castillos de los emigrados y los incendiaron, o los desvalijaron. Continuando en este camino, obligaron a los aristócratas ricos a entregar contribuciones en beneficio de los voluntarios que marchaban hacia el frente. Reclamaron la supresión completa del régimen señorial y, en tanto que dicha supresión llegaba, se dedicaron a demoler las veletas y los palomares. Es verdad que, en las regiones realistas, como Lozère, eran los patriotas los que no estaban seguros. El 26 de febrero y días siguientes, los campesinos de los alrededores de Mende, fanatizados por sus curas, marcharon sobre la ciudad, forzaron a las tropas de línea a que evacuaran y se trasladasen a Marvejols, y exigieron a los patriotas contribuciones para indemnizarse de los jornales correspondientes a los días perdidos. Diez patriotas fueron reducidos a prisión, el obispo constitucional guardado en rehén, el club cerrado y muchas casas desmanteladas. Precisa hacer notar,
también, que muchas de estas algaradas realistas del Lozère precedieron a las revolucionarias del Cantal y del Gard, que les sirvieron de réplica. Si se piensa en que, en este invierno de 1791 a 1792, la venta de los bienes de la Iglesia estaba muy avanzada, ya que el 1.º de noviembre de 1791 aparecían operaciones de compra por 1.526 millones, se comprenderá la gran suma de intereses que estaban a la sazón en poder de los campesinos. La guerra amenaza. Lo que ellos ponen en juego es enorme. Si la Revolución resulta vencida, la gabela, las ayudas, las tallas, los diezmos, los derechos feudales, ya suprimidos, volverán a establecerse, los bienes vendidos se restituirán a la Iglesia, los emigrados volverán sedientos de venganza. El grito de «¡Fuera los villanos!» será el de todos los que retornen. Ante tales ideas los campesinos se estremecían, temblaban. En 1789, la burguesía de las ciudades –para reprimir, en un último vigor, las sublevaciones populares– estuvo unánime en armarse contra campesinos y obreros. Ahora la burguesía aparecía dividida. La parte más rica, como enloquecida desde la huida a Varennes, deseaba reconciliarse con la realeza. Formó la masa de que sacó sus votos el partido fuldense, que, cada día
más, se confundía con el antiguo partido aristocrático y monárquico. Temía a la República y a la guerra. Mas la otra parte de la burguesía, menos rica y menos tímida, había perdido, desde la mencionada huida, toda confianza en el rey. Sólo piensa en defenderse y comprende que, para lograrlo, no hay más que un camino: el guardar el contacto con la multitud de los trabajadores. Los que la dirigen se esfuerzan en prevenir toda escisión entre el pueblo y la burguesía. Pétion se queja, en una carta a Buzot, escrita el 6 de febrero de 1792, de que la burguesía se separe del pueblo: «Ella se coloca –dice– por encima de él, se cree a nivel de la nobleza, que la desdeña y que sólo espera momento oportuno para humillarla... Se le ha repetido tanto que se trataba de la guerra de los que no tenían contra los que tenían, que estas ideas le persiguen a todas partes. El pueblo, por su parte, se irrita en contra de la burguesía, se indigna de su ingratitud, se acuerda de los servicios que le ha prestado y no olvida que eran todos hermanos en los bellos días de la libertad. Los privilegiados fomentan sordamente esta guerra que, insensiblemente, conduce a nuestra ruina. La burguesía y el pueblo reunidos han hecho la Revolución; sólo su unión la puede conservar.» Para acabar
con los pillajes y los incendios, la Legislativa se apresuró a ordenar (9 de febrero) que los bienes de los emigrados pasasen a pertenecer a la nación. El 29 de marzo se reglamentó este secuestro. El ponente del decreto, Goupilleau, lo justificó diciendo que los emigrados habían causado a Francia grandes perjuicios, de los que debían la reparación. Al tomar medidas en contra de ella la habían forzado a que se defendiera y a su vez las tomase. «Sus bienes son las garantías naturales de las pérdidas y de los gastos que ellos ocasionan.» Gohier añadió que si se les dejaba el empleo de sus rentas, las harían servir en contra de su patria. La guerra no había sido declarada aún, pero el horizonte la apuntaba próxima. En la plena era de motines en el centro de Francia, el 29 de febrero de 1792, un amigo de Robespierre, el paralítico Couthon, diputado por el Cantal, declaró, desde la tribuna de la Asamblea, que, para vencer a la coalición que se preparaba, «precisaba asegurar la fuerza moral del pueblo, más potente que la de los ejércitos», y que para ello no conocía más que un camino: el de merecer su completa adhesión por medio de leyes justas. A tal fin, propuso suprimir, sin indemnización, todos los derechos feudales que no estuvieran justificados por una concesión verdad de los
fundos a los censitarios. Sólo serían conservados los derechos de los propietarios que probaran, exhibiendo los títulos primitivos, que cumplían con esta condición. Si se reflexiona que hasta entonces habían sido los campesinos los obligados a demostrar que no debían nada y que se pretendía, por el contrario, fueran los señores los que probaran que se les debía algo, y que sólo sería admisible como justificación la presentación de un contrato, que, tal vez, jamás existiera o que el tiempo habría contribuido a destruir o a perder, se comprenderá toda la importancia de la proposición de Couthon. Los fuldenses trabajaron por hacerla fracasar, empleando para ello una pertinaz obstrucción. La Asamblea acordó en definitiva, el 18 de junio de 1792, se suprimieran, sin indemnización, todos los derechos eventuales, es decir, los derechos de laudemio, abonables a los señores con los nombres de lods et ventes, cada vez que se enajenaban determinadas clases de propiedades censitarias. Y aun estos derechos eventuales se conservarían, de poder justificarse con los títulos primitivos. Fue necesario que la oposición de los fuldenses fuese arrasada por la revolución del 10 de agosto para que el resto de la propuesta de Couthon pasase a las leyes. La guerra se convirtió en determinante de la
liberación de los campesinos. La guerra fue querida, a la vez, por la izquierda de la Asamblea, por los lafayettistas y por la corte. Sólo trabajaron en mantener la paz, de una parte los Lameth y de otra el pequeño grupo de demócratas que se agrupaba en los Jacobinos en torno de Robespierre. Partidarios de la guerra y partidarios de la paz se inspiraban, desde luego, en puntos de vista diferentes y aun opuestos. La izquierda estaba dirigida por dos diputados elegidos por París, Brissot y Condorcet, y por brillantes oradores enviados como diputados por el departamento de la Gironda, tales como Vergniaud, Gensonné y Guadet, al lado de los cuales brillaban otros: el declamador Isnard, el pastor protestante Lasource y el obispo constitucional de Calvados, Fauchet, retórico grandilocuente, que luego de la huida a Varennes se había pronunciado por la República. En la extrema izquierda figuraban tres diputados a quienes unía estrecha amistad: Basire, Merlin de Thionville y Chabot, hombres de dinero y amigos de los placeres que formaban el trío cordelero. No tenían gran influencia en la Asamblea, pero ejercían acción considerable sobre los clubes y sociedades populares.
Brissot fue el director de la política extranjera de la izquierda. Había vivido largo tiempo en Alemania, en donde fundó un periódico y un salón de lectura, que no tuvo éxito y cuya liquidación le atrajo un proceso escandaloso. Un cierto tiempo tuvo cuentas pendientes con la policía de Luis XVI y aun estuvo preso en la Bastilla como autor o encubridor de libelos en contra de María Antonieta. Poco después especuló, con el banquero ginebrino Clavière, sobre los títulos de la deuda de los Estados Unidos, haciendo con tal motivo un breve viaje a América, acerca de la cual escribió un libro bastante ligero y superficial. Sus enemigos pretendieron saber que, falto de recursos, estuvo al servicio de la policía antes de 1789. Era, evidentemente, hombre activo, lleno de imaginación y de recursos, aunque poco escrupuloso en la elección de medios. Había pasado, sucesivamente, del servicio del duque de Orleáns al séquito de La Fayette. Detestaba a los Lameth, cuya política colonial reaccionaria combatía con saña, especialmente desde la sociedad Los Amigos de los Negros, que él había fundado. Los Lameth le reprochaban el haber provocado, con sus campañas antiesclavistas, la revuelta de las islas y la devastación de las plantaciones. Cuando la crisis de Varennes, en
unión de Aquilèe del Châtelet, amigo de La Fayette, se había declarado partidario de la República; pero, seguidamente y sin transición, se pronunció por la solución orleanista. Su elección para la Legislativa fue muy combatida y sólo posible, lo mismo que la de Condorcet, por la ayuda que le prestaron los votos lafayettistas. En resumen: era un hombre equívoco, un intrigante, que iba a ser el jefe más importante de la nueva Asamblea, su hombre de Estado. El antes marqués de Condorcet, importante personaje académico, antiguo amigo de D’Alembert y el sobreviviente más notorio de la escuela de los enciclopedistas, era, como Brissot, un carácter voluble y vario. En 1789 había defendido en la asamblea de la nobleza de Mantes a los órdenes privilegiados, mostrándose también hostil a la Declaración de los derechos del hombre. En 1790 escribió en contra de los clubes y en favor de la monarquía, protestando contra la supresión de los títulos de nobleza, contra la confiscación de los bienes del clero y contra los asignados. Con Sieyès, había sido de los fundadores del club lafayettista del año 1789, todo lo cual no le impidió, luego del suceso de Varennes, adherirse notoriamente a la República. Se comprende que Brissot y Condorcet se enten-
dieran fácilmente con los diputados de la Gironda que representaban los intereses de los comerciantes bordeleses. El comercio sufría con la crisis económica y reclamaba medidas enérgicas para resolverla. Condorcet, que era director de la Moneda, y que había escrito mucho sobre los asignados, pasaba por financiero. Brissotistas y girondinos estaban convencidos de que las perturbaciones que detenían el normal curso de los asuntos provenían, esencialmente, de la inquietud causada por las que se suponían disposiciones a tomar por las potencias extranjeras y por las amenazas de los emigrados. Creían en sólo un remedio: forzar a los reyes a reconocer la Revolución y obtener de ellos, por una intimación y, en caso necesario, por la guerra, la dispersión del agrupamiento de emigrados, y, al mismo tiempo, actuar en contra de sus cómplices del interior, especialmente contra los clérigos refractarios. Brissot presentaba a los reyes desunidos, a los pueblos dispuestos a sublevarse a imitación del francés y predecía una victoria fácil y segura, de ser preciso el combate. Los lafayettistas formaron coro. La mayor parte de ellos eran antiguos nobles que llevaban el espíritu militar en el fondo de sus almas. La guerra les daría mandos, y la victoria les devolvería la influencia y el poder.
Con el amparo de sus soldados se sentirían bastante fuertes para dominar a los jacobinos y para dictar su voluntad tanto al rey como a la Asamblea. El conde de Narbona, al que bien pronto hicieron nombrar ministro de la Guerra, se esforzó en realizar su política. Brissot, Clavière e Isnard se encontraron en los salones de madame de Staël con Condorcet, Talleyrand y Narbona. En estas condiciones, la Asamblea resultó fácil de convencer. La discusión no fue empeñada sino al tratar de las medidas a tomar en contra de los sacerdotes refractarios, porque los lafayettistas, partidarios de una amplia tolerancia religiosa, se mostraban reacios en abandonar la política que habían hecho triunfar en el decreto del 7 de mayo de 1791. Por decreto del 31 de octubre de 1791 se concedió un plazo de dos meses al conde de Provenza para restituirse a Francia, bajo pena de perder sus derechos al trono; por decreto del 9 de noviembre se hizo otro tanto con los demás emigrados, señalándoles como final de plazo para su regreso el día 1.º de enero de 1792, bajo pena de ver confiscadas sus rentas en provecho de la nación y de ser considerados como sospechosos de conspiración, y por decreto del 29 de noviembre se privó de sus pen-
siones a los sacerdotes refractarios que no prestasen un nuevo juramento puramente cívico, y se dio a las administraciones locales el derecho de deportarlos de sus domicilios, en caso de perturbaciones, y de sancionarlos con otras varias incapacidades. Otro decreto del mismo día invitó al rey a «requerir a los electores de Tréveris y Maguncia y a otros príncipes del Imperio, que acogían a los franceses fugitivos, para que pusieran fin al agrupamiento de los mismos en las fronteras y a los alistamientos que hacían, y que eran por dichos príncipes y electores tolerados». Se le rogaba también que terminasen cuanto antes, con el Emperador y el Imperio, las negociaciones entabladas hacía mucho tiempo para indemnizar a los señores alemanes que tenían posesiones en Francia y que habían sido lesionados por los acuerdos del 4 de agosto. Luis XVI y María Antonieta acogieron con secreta alegría las iniciativas bélicas de los brissotistas. Si habían invitado a Leopoldo, después de su arresto en Varennes, a demorar su intervención, era únicamente para alejar de sus cabezas el peligro que se cernía inminente. Pero en cuanto se encontró otra vez rey, Luis XVI había acudido a Leopoldo con vivas instancias para que pusiera en ejecución sus amenazas de Padua y
de Pillnitz, convocando lo más pronto posible el Congreso de monarcas que había de hacer volver a la razón a los revolucionarios franceses. «La fuerza armada ha destruido todo, y sólo la fuerza armada puede repararlo todo», escribía María Antonieta a su hermano el 8 de septiembre de 1791. Se imaginaba, cándidamente, que Francia iba a temblar en cuanto la Europa monárquica levantara su voz y blandiera sus armas. Conocía mal a Europa y a Francia, y su error nacía, sin duda, de la agradable y alegre sorpresa que había experimentado al ver y tratar a los hombres que habían desencadenado la Revolución: los Barnave, los Duport, los Lameth, cuando pudo apreciar cómo se convertían en cortesanos, cómo quemaban lo que antes habían adorado y se reducían al papel de consejeros y de peticionarios de favores. Creyó que los fuldenses representaban a la nación y que si se habían convertido en prudentes había sido por miedo, e intentó que Leopoldo compartiera sus opiniones. Éste, desde un principio, se mostró recalcitrante. Su hermana María Cristina, regente de los Países Bajos, le hizo notar el peligro de una nueva sublevación de los belgas si estallaba la guerra con Francia. María Antonieta desesperaba de poner fin a la inercia del Emperador, precisamente en
los momentos en que la misma Asamblea le ofrecía el medio de reanimar y dar nueva vida al conflicto diplomático. Con rapidez Luis XVI escribía el 3 de diciembre una carta personal al rey de Prusia, Federico Guillermo, pidiéndole viniera en su socorro: «Acabo de dirigirme –le decía– al Emperador, a la emperatriz de Rusia, a los reyes de España y Suecia, y les propongo la reunión de un Congreso de las más poderosas potencias de Europa, apoyado por un fuerte ejército, como la mejor manera de contener aquí las facciones, restablecer un orden de cosas más deseable e impedir que el mal que nos trabaja a nosotros pueda extenderse a los demás Estados de Europa.» El rey de Prusia hubo de reclamar una indemnización por los gastos que pudiera ocasionarle su intervención. Y Luis XVI ofreció abonársela en dinero. Como es de suponer, el rey ocultó a los Lameth estos tratos secretos; pero sí les pidió consejo respecto a la sanción de los decretos de la Asamblea. Estaban aquéllos profundamente irritados en contra de la Legislativa, poco dispuesta, por no decir que nada, a seguir sus inspiraciones. Los ataques de Brissot en acusación de los ministros de su partido les habían indignado. Y cada vez se sentían más lanzados hacia la cor-
te y hacia Austria, para poder lograr puntos de apoyo en su guerra con los jacobinos. Aconsejaron al rey hacer dos grupos de los decretos. Aceptaría los que, eventualmente, privaban a Monseñor de sus derechos a la regencia y le incitaban a dirigir un ultimátum a los electores de Tréveris y Maguncia y a negociar con el Emperador; pero opondría su veto a las medidas en contra de los emigrados y los sacerdotes refractarios. Al proteger a los emigrados y a los refractarios, los Lameth querían, sin duda, buscar la aproximación a su partido de todos los elementos conservadores. Querían también inspirar confianza al Emperador, demostrándole que la Constitución dejaba, de hecho, al rey un poder efectivo. Toda su política se basaba en una inteligencia, cordial y confiada, con Leopoldo. Esperaban que éste, que siempre se había mostrado hombre pacífico, emplearía sus buenos oficios cerca de los Electores amenazados para conseguir su sumisión amistosa. Así se evitaría la guerra y la actitud bélica que aconsejaban a Luis XVI tendría la ventaja de devolverle la popularidad. Todo quedaría reducido a una maniobra política interior. Si los Lameth hubieran podido ver la correspondencia secreta de María Antonieta, no se les escaparía
la gravedad y la imprudencia del acto que cometían. «Los imbéciles –escribía ella a Mercy, el 9 de diciembre– no ven que si ellos hacen tal cosa –el amenazar a los Electores–, es laborar en nuestro servicio, porque si nosotros comenzamos el ataque, se acabará en que todas las potencias intervengan, buscando cada una de las mismas su natural defensa.» Dicho de otro modo: la reina esperaba que de este incidente surgiera la intervención armada que ella reclamaba vanamente de su hermano. Luis XVI siguió al pie de la letra los consejos de los Lameth. Opuso su veto a los decretos en contra de los emigrados y de los sacerdotes, y el 14 de diciembre se dirigió a la Asamblea para declarar solemnemente que «Representante del pueblo, había sentido con él la injuria que se le hacía» y que, en su consecuencia, había hecho saber al Elector de Tréveris que: «si antes del día 15 de enero no había puesto fin, en sus Estados, a la aglomeración, principalmente en las fronteras, y a todos los manejos hostiles de los franceses que en sus dichos Estados estaban refugiados, sólo podría ver en él a un enemigo de Francia». Los aplausos que habían acogido esta fanfarronada estaban vivos, y aún resonaban sus ecos cuando Luis, al regresar seguidamente a
su palacio, hizo ordenar a Breteuil transmitiese al Emperador y a todos los soberanos era deseo suyo no tomase en cuenta seria el Elector de Tréveris, su ultimátum: «El partido de la Revolución ha visto en él un rasgo de arrogancia, y este éxito mantendrá la máquina por algún tiempo.» Pedía a los príncipes que tomasen el asunto en sus manos. «En lugar de la guerra civil tendremos la guerra política, lo que será mucho mejor... El estado físico y moral de Francia no le permite sostener esta guerra sino con mediano vigor; pero precisa que yo aparente lanzarme a ella francamente y con la propia energía con que se hubiera hecho en tiempos precedentes... Precisa que mi conducta sea tal que, cuando la nación, desgraciadamente, se vea en grave apuro, no encuentre otro recurso que el de arrojarse en mis brazos.» Siempre la misma confiada duplicidad y las mismas ilusiones sobre las fuerzas de la Revolución. Luis XVI precipitaba a Francia a la guerra con la esperanza de que ésta acabaría mal y que la derrota le devolvería su poder absoluto. Y se dedicó a preparar esta derrota saboteando, en cuanto podía, la defensa nacional. Dificultaba la fabricación de material, y su ministro de Marina, Bertrand de Moleville, alentaba y favorecía la emigración de oficiales procurándoles li-
cencias y pasaportes. Aún tardó algún tiempo en ser la guerra un hecho, debiéndose el retraso a la resistencia de Robespierre, apoyado por una parte de los jacobinos, y a la oposición de los Lameth, apoyados por la mayoría de los ministros y por el propio emperador Leopoldo. Desde la matanza de los republicanos en el Campo de Marte, Robespierre desconfiaba de Brissot y de Condorcet, cuyas fluctuaciones políticas y relaciones lafayettistas inquietaban a su clarividencia. Los girondinos, los Vergniaud, los Guadet, los Isnard, con sus excesos verbalistas, con sus declamaciones vulgares, le parecían retóricos peligrosos. Conocía sus gustos aristocráticos, sus estrechas relaciones con las clases altas mercantiles, y se ponía en guardia. Después de haber combatido la distinción entre ciudadanos activos y pasivos, el censo de electores y el censo de elegibles, las restricciones puestas a los derechos de reunión, de petición y de asociación, el privilegio reservado a los burgueses de llevar armas desde que se había pronunciado enérgicamente contra el restablecimiento del rey perjuro en sus funciones mayestáticas y había pedido la reunión de una Convención para dar a Francia una nueva Constitución, desde que, casi solo entre los constitu-
yentes, había permanecido en los Jacobinos y había impedido que se disolvieran, resistiendo valerosamente la represión fuldense, se había convertido, a no dudarlo, en el jefe indiscutible del partido democrático. Se conocían su rígida probidad, su repugnancia hacia todo aquello que supusiera intriga, siendo inmenso su ascendiente sobre el pueblo y sobre la pequeña burguesía. Y Robespierre, acuciado por su desconfianza, se dio cuenta seguidamente de lo que se proponían cada uno de los que en el asunto de la guerra participaban. La corte no era sincera, porque oponiendo su veto a los decretos sobre los emigrados y los sacerdotes refractarios y alentando, indirectamente, la continuación de las revueltas, privaba a la Revolución del medio de llevar la guerra a término feliz. Ya el 10 de diciembre, en una circular dirigida a las sociedades afiliadas, que él redactó en nombre de los jacobinos, denunció a Francia la maniobra de los Lameth y de la corte al querer prolongar la anarquía para llegar al despotismo. Se preguntó bien pronto si Brissot y sus amigos, que tendían a la guerra, a esta guerra que la corte tanto deseaba, no serían cómplices de una combinación sabiamente preparada para orientar a la Revolución hacia una vía peligrosa. «¿A quién confiaréis –les
decía, el día 12 de diciembre, en los Jacobinos– la dirección de esta guerra? ¿A los agentes del poder ejecutivo? Pues si así lo hacéis, entregaréis la seguridad de la nación a los que quieren perderla. De esto resulta que lo que más tememos nosotros sea esta guerra.» Y como si hubiera leído en el pensamiento de María Antonieta, añadía: «Se nos quiere llevar a una transacción que asegure a la corte una mayor extensión de su poder. Se quiere empeñar una guerra simulada que pueda dar lugar a una capitulación.» En vano Brissot intentó, el 16 de diciembre, disipar las prevenciones de Robespierre y demostrarle que la guerra era necesaria para purgar a la libertad de los vicios del despotismo y para consolidarla. «¿Queréis – decía Brissot– destruir de un solo golpe la aristocracia, los refractarios, los descontentos? Destruid a Coblenza. El jefe de la nación se verá forzado a reinar según la Constitución; sólo en su adhesión a ella podrá encontrar la salud, y no podrá guiar sus pasos sino siguiendo sus preceptos.» Brissot intentó en vano hacer vibrar la cuerda del honor nacional y hacer un llamamiento al interés: «¿Se puede titubear en atacar a los príncipes alemanes? Nuestro honor, nuestro crédito público, la necesidad de consolidar y de moralizar a
nuestra Revolución nos lo imponen». Robespierre, el 2 de enero de 1792, sometió el sistema y argumentación de Brissot a una crítica aguda y mordaz. Comprobó que la guerra placía a los emigrados, que agradaba a la corte, que era grata a los lafayettistas. Habiendo dicho Brissot que precisaba desterrar la desconfianza, le dirigió el siguiente dardo: «Vuestro destino es defender la libertad sin desconfianzas, sin molestar a sus enemigos, sin encontraros en oposición ni con la corte, ni con los ministros, ni con los moderados. ¡Qué fáciles y sonrientes se os han convertido las sendas del patriotismo!» Había afirmado Brissot que el mal radicaba en Coblenza. «¿Es que no está en París? –preguntó Robespierre–. ¿No hay ninguna relación entre Coblenza y algún otro lugar no lejano a nosotros?» Antes de ir a herir al puñado de aristócratas de fuera, quería Robespierre que se entregaran sin condiciones los de dentro, y antes de propagar la Revolución entre los otros pueblos, que se la afirmase seguramente en Francia. Ridiculizaba las ilusiones de la propaganda y no quería creer que los pueblos extranjeros estuviesen preparados y maduros para sublevarse a nuestro llamamiento en contra de sus tiranos. «Los misioneros armados –decía– no son queridos por nadie.»
Temía que la guerra acabase mal. Hacía presente que los regimientos carecían de oficiales o que éstos eran aristócratas, que los cuerpos de ejército estaban incompletos, los guardias nacionales sin armas y sin equipos, las fortalezas sin municiones. Preveía que, aun en el caso de guerra victoriosa, la libertad peligraría de caer a los golpes de los generales ambiciosos y evocó la sombra y el espectro de César. Durante tres meses Brissot y Robespierre se dedicaron a mantener en la tribuna, en el club y en los periódicos, una lucha ardiente que dividió más y más al partido revolucionario. Al lado de Robespierre se agruparon todos los futuros montañeses, BillaudVarenne, Camille Desmoulins, Marat, Panis, Santerre y Anthoine. Danton, siguiendo su costumbre, permaneció equívoco. Después de haber seguido a Robespierre, se colocó, finalmente, al lado de Brissot cuando pudo apreciar que decididamente la mayoría del club y de las sociedades afiliadas se pronunciaban por la guerra. Entre Robespierre y Brissot, el desacuerdo era fundamental. Robespierre no creía posible coalición alguna entre el rey perjuro y la Revolución. Confiaba y esperaba la salud en una crisis interior que derrumbaría
la monarquía traidora y quería provocar esta crisis sirviéndose de la misma Constitución, convertida en arma legal. Aconsejaba a la Asamblea que aboliera el veto real, argumentando que el veto no podía aplicarse sino a las leyes ordinarias y de ningún modo a las medidas de circunstancias. La supresión del veto hubiera sido la señal de la crisis que esperaba. Brissot, por el contrario, no quería empeñar con la corte un duelo a muerte. Se proponía, solamente, conquistarla para sus puntos de vista por medio de una táctica de intimidaciones. Sólo era revolucionario para el exterior. Como los girondinos, temía el dominio de la calle, el asalto a las propiedades. No quería una crisis social. Robespierre, por su parte, pregonando siempre un gran respeto hacia la Constitución, buscaba en sus propias disposiciones el medio de reformarla y de vencer al rey. Los Lameth y el ministro de Negocios Extranjeros Délessart, confiaban, a pesar de todo, en evitar la guerra, gracias a Leopoldo, con el que estaban en negociaciones secretas. El Emperador hizo, en efecto, presión sobre el Elector de Tréveris a fin de que dispersase los grupos de emigrados que pululaban cerca de las fronteras, y el Elector se disponía a ello. Leopoldo anunció a Francia que llegaría a París a principios de enero. El
pretexto de la guerra se desvanecía. Pero en esta misma nota el Emperador justificaba su conducta en los días de Varennes y no parecía dispuesto a desautorizar su declaración de Pillnitz, y añadía que si se atacaba al Elector de Tréveris acudiría en su socorro. Brissot hizo resaltar este final de la nota austríaca para reclamar nuevas explicaciones. El ministro de la Guerra, que volvía de inspeccionar las plazas del Este, afirmó que todo estaba dispuesto. La Asamblea invitó al rey, el 25 de enero de 1792, a preguntar al Emperador «si renunciaba a todo tratado y convención dirigida contra la soberanía, independencia y seguridad de la nación», o sea, dicho de otra manera, la exigencia de la desautorización formal de la declaración de Pillnitz. Ante esta actitud, Austria estrechó su alianza con Prusia, y ésta hizo saber a Francia, el 20 de febrero, que consideraría la entrada de los franceses en Alemania como casus belli. Brissot se dedicó a predicar la guerra ofensiva y el ataque brusco. Su aliado el ministro de la Guerra, Narbonne, apoyado por los generales del Ejército, pidió al rey dimitiera a su colega Bertrand de Molleville, a quien acusó de traicionar su deber, rogando también al monarca que lanzase de su palacio a los aristócratas que aún quedaban en él. Luis XVI, asombrado por tal
audacia, lo separó a él de la cartera que desempeñaba. Acto seguido la Gironda entró en juego. La Constitución no permitía a la Asamblea que obligara al rey a cambiar sus ministros, pero sí le daba el derecho de acusarlos ante el Tribunal Supremo por alta traición. Brissot pronunció, el día 10 de marzo, una violenta acusación contra el ministro de Negocios Extranjeros Délessart, partidario de la paz. Le acusó de haber ocultado a la Asamblea importantes documentos diplomáticos, de no haber ejecutado las decisiones de la misma y de haber obrado, en las negociaciones con Austria, «con una languidez y una debilidad impropias de un pueblo libre». Vergniaud apoyó a Brissot con una fogosa arenga en la que, con frases encubiertas, amenazó a la reina. El decreto de acusación que sometía a Délessart al Tribunal Supremo fue votado por una gran mayoría. Narbonne estaba vengado y la guerra se hacía inevitable. Los Lameth aconsejaron al rey la resistencia. Le recordaron la suerte de Carlos I, que había abandonado a su ministro Strafford en circunstancias análogas. Le aconsejaron disolver la Asamblea y el mantener a Délessart en sus funciones. Pero los brissotistas quedaron dueños de la situación. Hicieron correr el rumor
de que iban a acusar a la reina, suspender al rey y proclamar al Delfín. Esto no era sino una aviesa y turbia maniobra, ya que al mismo tiempo negociaban con la corte por medio de Laporte, intendente de la lista civil. Luis XVI se resignó a prescindir de sus ministros fuldenses y a tomar ministros jacobinos, casi todos amigos de Brissot o pertenecientes a la Gironda: Clavière, para Hacienda; Roland, para el Interior; Duranthon, para Justicia; Lacoste, para Marina; De Grave, para Guerra; Dumouriez, para Negocios Extranjeros. Dumouriez, antiguo agente secreto de Luis XVI, aventurero venal y desacreditado, era el hombre hábil del Gabinete. Había ofrecido al rey defenderlo contra los facciosos, comprando o paralizando a sus jefes. Su primer cuidado fue presentarse en los Jacobinos tocado con un gorro rojo, para así disipar las sospechas. Con gran tino, se creó entre ellos una clientela, merced al reparto de destinos, hecho a este propósito. Hizo de Bonnecarrère, antiguo presidente del Comité de Correspondencia del club, un director de servicios de su ministerio; de los periodistas Lebrun, amigo de Brissot, y Noël, amigo de Danton, jefes de sección, etc. Los ataques contra la corte cesaron en la prensa girondina; Luis XVI y María Antonieta sintieron renacer la
confianza. Y, a mayor abundamiento, Dumouriez era partidario de la guerra. En este camino el ministro se adelantaba a los deseos de los monarcas. Leopoldo murió súbitamente el 1° de marzo. Su sucesor, el joven Francisco II, militar de corazón, estaba dispuesto a acabar con aquella situación, y a las últimas notas francesas contestó con repulsas secas y perentorias, si bien se guardó mucho de declarar la guerra, porque, siguiendo los consejos de Kaunitz, haciendo aparecer que el derecho estaba siempre de su parte, se reservaba la facultad de hacer conquistas a título de indemnizaciones. El 20 de abril se presentó Luis XVI en la Asamblea para proponer, en el más indiferente de los tonos, el declarar la guerra al rey de Bohemia y de Hungría. Sólo el lamethista Becquey intentó valerosamente luchar por la paz. Mostró a Francia dividida y perturbada, a la Hacienda en mal estado. Cambon le interrumpió gritando: «¡Tenemos más dinero del que necesitamos!» Becquey continuó describiendo la desorganización del Ejército y de la Marina. Afirmó que Prusia, de la que nada había dicho Dumouriez en su informe, sostendría a Austria, y que si Francia penetraba en el Brabante, Holanda e Inglaterra se unirían a la coalición. Fue es-
cuchado con impaciencia y frecuentemente interrumpido. Mailhe, Daverhoult y Guadet reclamaron una votación inmediata y unánime. Sólo una docena de diputados votaron en contra. Esta guerra, deseada por todos los partidos, a excepción de los montañeses y de los lamethistas, como una maniobra de política interior, iba a echar por tierra todos los cálculos de sus autores.
CAPÍTULO XII EL DERRUMBAMIENTO DEL TRONO
Brissot y sus amigos, al desencadenar la guerra, habían renunciado, en cierto modo, a mantenerse en el poder. No podían guardarlo sino al precio de una condición: la pronta y decisiva victoria sobre el enemigo. Dumouriez ordenó la ofensiva a los tres ejércitos ya concentrados sobre las fronteras. Los austríacos no podían oponer a nuestros 100.000 hombres más que 35.000 soldados en Bélgica y 6.000 en el Brisgau. Los prusianos apenas si habían comenzado sus preparativos bélicos. Un ataque brusco nos valdría la ocupación de toda Bélgica, que se sublevaría a la vista de la bandera tricolor. Pero nuestros generales, La Fayette, Rochambau y Luckner, que habían aplaudido las fanfarronadas de Narbonne, se habían vuelto de repente demasiado circunspectos. Se quejaban de que sus tropas no estuviesen provistas de todos los equipos. Rochambeau, sobre todo, no tenía confianza en los batallones de voluntarios, que juzgaba indisciplinados. Ejecutó de muy mala gana la ofensiva que le había sido prescrita. La
columna de la izquierda partió de Dunkerque y llegó ante Furnes en donde no encontró a nadie. No se atrevió a entrar y se volvió. La columna del centro, que partió de Lille para tomar Tournai, se replegó precipitadamente, sin trabar combate, ante la vista de algunos ulanos. Dos regimientos de caballería que la precedían, se desbandaron gritando que se les había traicionado. Refluyeron hasta Lille y condenaron a muerte a su general Théobald de Dillon y a cuatro individuos sospechosos de espionaje. Sólo el 2º batallón de voluntarios parisienses se portó bien. Protegió la retirada y pudo llevarse con él un cañón tomado al enemigo. La columna principal, en fin, mandada por Biron, se apoderó de Quievrain, ante Mons, el 28 de abril; pero al día siguiente se batía en retirada, con gran desorden, a pretexto de que los belgas no acudían a su llamamiento. La Fayette, que de Givet debía darse la mano con Biron, en camino hacia Bruselas, suspendió su marcha al anuncio de la retirada de Biron, permaneciendo inactivo. Sólo Custine, con una columna formada en Belfort, llenó el objetivo fijado. Se adueñó de Porrentruy y de las gargantas del Jura que dominaban los accesos al Franco-Condado. Robespierre, quien el día mismo de la declaración
de guerra había requerido a los girondinos para que nombrasen generales patriotas y destituyeran a La Fayette, hubo de manifestar en los Jacobinos, el 1.º de mayo, que los reveses justificaban sus previsiones: «¡No! Jamás me fié yo de los generales y, haciendo algunas honrosas excepciones, digo que casi todos ellos añoran el antiguo orden de cosas y los favores de que disponía y otorgaba la corte. Yo únicamente tengo confianza en el pueblo, en el pueblo solo». Marat y los cordeleros creyeron que había existido traición. Y de hecho, María Antonieta comunicó al enemigo los planes de la campaña. Con frases altaneras, los generales hicieron caer las responsabilidades del fracaso sobre la indisciplina de las tropas. Rochambeau presentó bruscamente su dimisión. Numerosos oficiales desertaron. Tres regimientos de caballería se pasaron al enemigo: el Real Alemán, el 6 de mayo; los húsares de Sajonia y los de Bercheny el 12 del propio mes. El ministro de la Guerra, De Grave, poniéndose del lado de los generales, no quiso oír hablar más de ofensiva. Y como no pudo convencer a sus colegas de sus opiniones, dimitió el día 8 de mayo, siendo reemplazado por Servan, más dócil a las indicaciones y dirección de Dumouriez.
En vano los brissotistas trataron de calmar a los generales y de atraérselos a sus puntos de vista, y dirigieron en la prensa y lanzaron en la Asamblea un vigoroso ataque contra Robespierre y sus partidarios, a los que presentaron como anarquistas. El 3 de mayo, Lasource y Guadet se unieron a Beugnot y a ViennotVaublanc para hacer decretar la acusación contra Marat ante el Tribunal Supremo. El abate Royou, redactor de El Amigo del Rey, puede decirse que, como compensación, sufrió igual suerte que Marat. Una ley reforzó la disciplina militar, y los asesinos de Théobald Dillon fueron buscados con ahínco y castigados con rigor. La Fayette, que desde el primer día había tenido la pretensión de tratar con los ministros de igual a igual, rechazó todas las medidas avanzadas de los brissotistas. La sustitución de De Grave por Servan, acerca de la cual no había sido consultado, le indispuso con Dumouriez. Y definitivamente entabló relaciones con los Lameth para hacer frente a las amenazas de los demócratas. Admitió en su ejército a Charles y a Alexander Lameth, otorgándoles mandos en el mismo, y hacia el 12 de mayo tuvo una entrevista en Civet con Adrien Duport y con Beaumetz, decidiéndose seguidamente a dar un paso que, en un general, jefe de un ejército ante
el enemigo, revestía todos los caracteres de una traición. Envió a Bruselas, cerca del embajador austríaco Mercy-Argentau, un emisario, el ex jesuita Lambinet, para hacerle presente que, de acuerdo con los otros generales, estaba dispuesto a marchar con sus tropas sobre París, para dispersar a los jacobinos, para llamar a los príncipes y a los emigrados, suprimir la Guardia Nacional y establecer una segunda cámara. Solicitó, como medidas preventivas, una suspensión de hostilidades y la declaración de neutralidad por parte del Emperador. Mercy-Argenteau, que compartía con la reina las prevenciones en contra del general, creyó que sus proposiciones encerraban una asechanza. Y le contestó que se dirigiera a la corte de Viena. Los tres generales decidieron entonces, en una conferencia celebrada en Valenciennes el 18 de mayo, suspender de hecho las hostilidades. Dirigieron una Memoria a los ministros en la que les hacían presente que era imposible toda ofensiva. Los ayudantes de campo de La Fayette, La Colombe y Berthier, declararon a Roland que la cobardía era estado de ánimo corriente entre los soldados. Indignado Roland, denunció sus propósitos alarmistas al propio La Fayette, quien disculpó a sus ayudantes y contestó al ministro en to-
no altamente despectivo. El general escribió entonces a Jaucourt que aspiraba a la dictadura, de la que se creía digno. Tal declaración dio lugar a la ruptura definitiva entre La Fayette y los brissotistas. Roland no se atrevió a proponer al rey y a sus colegas –o hecha la indicación no pudo lograrla– la revocación de La Fayette. Pero desde entonces los girondinos se dieron a opinar que la corte estaba detrás de los generales y que precisaba, como consecuencia y siguiendo su táctica, intimar a Palacio. Emprendieron la tarea de denunciar al llamado Comité Austríaco, que, bajo la dirección de la reina, preparaba la victoria del enemigo. El 27 de mayo hicieron votar un nuevo decreto en contra de los sacerdotes perturbadores, en sustitución del que había sido objeto de veto por parte del rey en el anterior mes de diciembre. Dos días más tarde la Asamblea decidió la disolución de la guardia del rey, formada por aristócratas que se regocijaban con los reveses de las armas francesas. Su jefe, el duque de Cossé-Brissac, fue llevado ante el Tribunal Supremo. En fin, el 4 de junio, Servan propuso constituir en París un campamento de 20.000 federados, para defender a la capital, en caso de ataque del enemigo, y para –aunque esto se ocultaba– eventualmente resistir a cualquier golpe de Estado de
los generales. El proyecto se votó el día 8 de junio. Por estos vigorosos ataques los girondinos esperaban forzar a la corte a capitular y a los generales a obedecer. Servan renovó formalmente a Luckner y a La Fayette la orden de avanzar con decisión en los Países Bajos. Luis XVI se había sometido en el mes de marzo porque los generales se habían pronunciado por Narbonne. Pero esta vez se colocaban enfrente del ministro y deseaban volver a su gracia. Además, acababa de organizar, con el concurso de su antiguo ministro Bertrand de Moleville, su agencia de espionaje y corrupción. Bertrand había fundado, con el juez de paz Buob, el denominado Club Nacional, frecuentado por unos 700 obreros, reclutados principalmente en la gran fábrica metalúrgica de Perier, y que cobraban de la lista civil de 3 a 5 libras diarias. Entabló Bertrand reclamaciones en contra del periodista Carra, que le había acusado de formar parte del Comité Austríaco y había encontrado un juez de paz, lleno de celo monárquico, que dio curso a su demanda y acordó que compareciesen ante su presencia los diputados Basire, Chabot y Merlin de Thionville, informadores de Carra. Es verdad que la Asamblea desautorizó al juez de paz, llama-
do Larivière, y aun le acusó ante el Tribunal Supremo por el atentado, que no había dudado en cometer, en contra de la inviolabilidad parlamentaria. Pero, en compensación de todo esto, la corte podía apuntarse como un éxito la fiesta organizada por los fuldenses en honor del mártir de la ley, Simoneau, y como réplica a la que tuvo lugar en homenaje a los suizos de Châteauvieux. Este mismo éxito fue el que influyó en Adrien Duport para aconsejar al rey opusiese su veto a los últimos decretos votados por la Asamblea. Estaba decidido el rey a ello; pero para usar del veto le precisaba la firma ministerial, y ningún ministro quiso autorizar la carta que Luis XVI había preparado para notificar su veto al decreto sobre el licenciamiento de su guardia. Tuvo que sancionarlo con el corazón lleno de rabia. Si los ministros hubiesen permanecido firmemente unidos, seguramente que el rey también se hubiera visto en la necesidad de firmar los otros decretos. Pero Dumouriez, que de hecho era el ministro de la Guerra, sirviéndose como de pantalla de Servan, se indignó por haber éste sometido a la Asamblea el proyecto del campamento en París de los 20.000 federados, sin que le tomase opinión y consejo.
Hubo entre los dos ministros una escena violenta, en pleno Consejo. Se amenazaron y aun hubo intentos de sacar a relucir sus espadas ante los ojos del rey. Estas divisiones permitieron al monarca eludir la firma de los otros decretos. El 10 de junio, Roland, en un largo escrito requerimiento, en el que apenas si se guardaban las reglas de cortesía, hizo presente al rey que su veto provocaría una explosión terrible, ya que haría creer a los franceses que, de corazón, estaba el monarca con los emigrados y con el enemigo. Luis XVI no se dio por enterado. Adrien Duport le había dicho que la concentración que se proyectaba, y que tendría su existencia en París, sería un instrumento en manos de los jacobinos, quienes pensaban, en caso de derrota, apoderarse de su persona y conducirlo, como rehén, a los departamentos del Mediodía. Los guardias nacionales lafayettistas formularon una petición contraria al proyecto de concentración mencionado, por considerarlo como una injuria hecha a su patriotismo. Después de dos días de reflexión, el rey llamó a Dumouriez, de quien se creía seguro por haberle nombrado ministro atendiendo recomendaciones de Laporte. Le rogó que permaneciese en sus funciones y le facilitara medios para deshacerse de Roland, Clavière y Servan. Dumou-
riez aceptó. Aconsejó a Luis XVI el reemplazar a Roland con un ingeniero que él había conocido en Cherburgo, Mourgues, y reservó para sí la cartera de la Guerra. La destitución de Roland, Clavière y Servan era la contrapartida de la acusación decretada en contra de Délessart. Se empeñaba una batalla decisiva. Los girondinos hicieron decretar por la Asamblea que los ministros revocados se habían hecho acreedores al reconocimiento de la nación, y cuando Dumouriez se presentó en la tribuna el mismo día 13 de junio, para leer un largo informe pesimista sobre la situación militar, hubo de hacerlo entre una enorme gritería. En el curso de la sesión nombró la Asamblea una comisión compuesta de 12 miembros para que investigase la gestión de los sucesivos ministros de la Guerra y para, particularmente, verificar las afirmaciones de Dumouriez. Llegó éste a temer que la encuesta encargada no era otra cosa que el principio de su acusación ante el Tribunal Supremo. Se dedicó a hacer presión sobre el rey para que otorgase su sanción a los dos decretos que habían quedado en suspenso. Le escribió que en caso de negarse a ello corría el peligro de ser asesinado. Pero Luis XVI, que no se había dejado intimar por Roland, no quiso capitular ante Dumouriez, quien se
valía de los mismos procedimientos. Y así, el día 15 por la mañana le hizo presente que seguía dispuesto a mantener el veto. Dumouriez presentó su dimisión, que le fue admitida por el rey, quien le destinó a mandar una división en el ejército del Norte. Duport y los Lameth designaron al rey los nuevos ministros, que fueron tomados de entre sus clientelas y de entre la de La Fayette. El rey nombró: a Lajard, para Guerra; a Chambonas, para Negocios Extranjeros; a Terrier de Monciel, para el Interior; a Beaulieu, para Hacienda; Lacoste permaneció en Marina y Duranthon en Justicia. La destitución de Dumouriez, siguiendo a la de Roland, la persistencia en el mantenimiento del veto, acompañada de la formación de un Ministerio puramente fuldense, todo ello significaba que la corte, apoyada por los generales, iba a esforzarse en llevar a la práctica el programa de Duport y La Fayette: acabar con los jacobinos, disolver, en caso de necesidad, a la Legislativa, revisar la Constitución, llamar a los emigrados y terminar la guerra mediante una transacción con el enemigo. Desde el 16 de julio comenzó a circular el rumor de que el nuevo Ministerio iba a suspender las hostilidades, y algunos días más tarde se añadió
que el rey pensaba aprovechar las fiestas de la Confederación –14 de julio– para reclamar una entera y amplia amnistía en favor de los emigrados. Duport, en su periódico Indicador, subvencionado por la lista civil, aconsejó al rey que disolviera la Asamblea y proclamara la dictadura. La Fayette, desde su campamento de Maubeuge, dirigía –con fecha 16 de junio– al rey y a la Asamblea una violenta diatriba contra los clubes, contra los ministros dimitidos y contra Dumouriez. No se recataba de mencionar en ella el sentimiento de sus soldados y el apoyo que prestarían a sus requerimientos. Su carta fue leída en la Asamblea el 18 de junio. Vergniaud declaró que era anticonstitucional. Guadet lo comparó con el general Cromwell. Pero los girondinos, que habían hecho trasladar a Orleáns, por un delito bastante menos grave, a Délessart, no se atrevieron a emplear contra el general faccioso, que había sido su cómplice, el procedimiento de la acusación parlamentaria ante el Tribunal. Su respuesta fue la manifestación popular del 20 de junio, aniversario del juramento del Juego de Pelota y de la huida a Varennes. Los arrabales, conducidos por Santerre y por Alexandre, se dirigieron a la Asamblea y seguidamente a la residencia real, para protestar contra la cesantía de
los ministros patriotas, contra la inacción del Ejército y contra la negativa a sancionar los últimos decretos. El alcalde de París, Pétion y el procurador síndico del municipio, Manuel, no hicieron nada para estorbar la manifestación. Hicieron acto de presencia en Palacio mucho más tarde, cuando el rey había sufrido, durante dos horas y con tranquilo valor, el asalto de los manifestantes. Apoyado en el alféizar de una ventana, se tocó con el gorro rojo y bebió a la salud de la nación, pero se negó categóricamente a firmar los decretos y a volver a llamar a los ministros que no gozaban de su confianza. Los montañeses, siguiendo consejos de Robespierre, se habían abstenido por completo. No teniendo confianza en los girondinos, no querían participar sino en una acción decisiva y no en una simple demostración. El fracaso de la manifestación girondina se convirtió en provecho para el realismo. El departamento de París, enteramente fuldense, suspendió a Pétion y a Manuel. De todas las provincias afluyeron a la Asamblea y a las Tullerías peticiones amenazadoras en contra de los jacobinos y testimonios de devoción al rey. Un pliego depositado en casa del notario de París Guillaume y redactado a tal fin, se cubrió rápidamente con
20.000 firmas. Numerosas asambleas departamentales vituperaron los acontecimientos del 20 de junio. El jefe realista Du Saillant sitió con 2.000 partidarios suyos el castillo de Jalès, en el Ardèche, y tomó el título de lugarteniente general del ejército de los príncipes. Por las mismas fechas estalló otra insurrección realista en el Finistère. La Fayette, abandonando su ejército y su puesto ante el enemigo, compareció el día 28 de junio ante la barra de la Asamblea para pedir que seguidamente y sin excusa se disolvieran los jacobinos y solicitar se castigase con todo rigor y ejemplaridad a los autores de los excesos cometidos el día 20 en las Tullerías. La reacción realista había sido tan fuerte, que La Fayette escuchó numerosos aplausos. Una moción de censura presentada por Guadet a las manifestaciones del general, fue desechada por 339 votos contra 234, y la petición de La Fayette fue simplemente enviada a la Comisión de los Doce, que llenaba entonces el papel que cumpliría más tarde el Comité de Salvación Pública. No se contentaba esta vez «el héroe de ambos mundos» con la sola amenaza, sino que contaba con atraerse y arrastrar a la Guardia Nacional parisiense, una de cuyas divisiones, mandada por su amigo Acloque, deb-
ía ser revistada por el rey en el siguiente día. Pero Pétion, advertido por la reina, que temía al general aun más que a los jacobinos, suspendió la revista. En vano cacareó La Fayette la disciplina y empuje de sus partidarios. Los citó para que se reunieran aquella tarde en los Campos Elíseos, pero sólo una centena acudió al llamamiento. El general se volvió a su ejército sin haber intentado nada. Fracasó porque sus ambiciones eran contrarias al sentir nacional. La inacción en que había mantenido al Ejército por más de dos meses parecía inexplicable. Ella había permitido a los prusianos ultimar sus preparativos militares y concentrarse tranquilamente sobre el Rin. Luckner, después de un simulacro de ofensiva en Bélgica, abandonaba sin necesidad Courtrai y retrocedía hasta las murallas de Lille. La lucha iba a desarrollarse en territorio francés. El 6 de julio, Luis XVI informó a la Asamblea de la proximidad de las tropas prusianas. Ante la inminencia del peligro, los jacobinos olvidaron sus divisiones para pensar sólo en la salud de la Revolución y de la patria. El 28 de junio, en su club, tanto Brissot como Robespierre pronunciaron discursos de excitación a la concordia y reclamaron el pronto
castigo de La Fayette. En la Asamblea, los girondinos blandieron contra los ministros fuldenses la amenaza del decreto de acusación, tomaron la iniciativa de nuevas medidas de defensa nacional y trataron de contener la retirada de las fuerzas populares. El 1.º de julio hicieron decretar la publicidad de las sesiones de todos los cuerpos administrativos, que valía tanto como someterlos a la vigilancia popular. El día 2 hicieron ilusorio el veto del rey al decreto de concentración en París de 20.000 federados, haciendo votar un nuevo decreto que autorizaba a los guardias nacionales de los departamentos para trasladarse a la capital para celebrar la confederación del 14 de julio y concediendo a los que se aprovecharan de esta autorización la indemnización de los gastos de viaje, proporcionándoles también boletos de alojamiento. El 3 de julio, Vergniaud, elevando el debate, hizo cernerse una terrible amenaza en contra del mismo rey: «Ha sido en nombre del rey, valiéndose de él, que los príncipes franceses han intentado sublevar en contra de la nación a todas las cortes de Europa; para vengar la dignidad del rey se ha concluido el tratado de Pillnitz y formado la monstruosa alianza entre las cortes de Viena y de Berlín; es para defender al rey por lo
que se van a alistar en Alemania, con banderas de rebelión, las antiguas compañías de los guardias de corps; es para venir en socorro del rey para lo que los emigrados solicitan y obtienen su admisión en las tropas austríacas, aprestándose a desgarrar el seno de la patria...; es en nombre del rey que se ataca la libertad... y yo leo en la Constitución, capítulo 2.º, sección 1ª, artículo 6.º: Si el rey se coloca a la cabeza de un ejército y dirige estas fuerzas en contra de la nación, o si no se opone por un acto formal a cualquier empresa tal que en su nombre se ejecutara, se entenderá que ha abdicado la realeza.» Y Vergniaud, recordando el veto real, causa de los desórdenes en las provincias, y la inacción de las tropas, deseada y tolerada por generales que tenían por misión el invadir, preguntaba a la Asamblea –bien es verdad que en forma dubitativa– si Luis XVI no debía ser objeto del castigo que infligía el artículo constitucional citado. Arrojó, así, la idea del destronamiento a los cuatro vientos de la opinión. Su discurso, que causó una impresión enorme, fue impreso y remitido por la Asamblea a todos los departamentos. El 11 de julio se proclamó la patria en peligro. Todos los cuerpos administrativos y las municipalidades debían constituirse en sesión permanente. Todos los
guardias nacionales fueron puestos sobre las armas. Se formaron nuevos batallones de voluntarios. En sólo unos días se enrolaron 15.000 habitantes de París. De las grandes ciudades, de Marsella, de Angers, de Dijon, de Montpellier, etc., llegaban peticiones amenazadoras pidiendo el destronamiento. El día 13 de julio, la Asamblea levantó la suspensión de Pétion, reintegrándole en sus funciones. En la Federación del día siguiente no se oyeron gritos de «¡Viva el Rey!» Los espectadores llevaban en sus sombreros, escrita con tiza, la siguiente frase: «¡Viva Pétion!» Se anunciaba la gran crisis. Para conjurarla hubiera precisado que el partido fuldense constituyera un bloque sólido y compacto y que contase con el apoyo formal y sin reservas de Palacio. Pero lejos de eso, los fuldenses no se entendían bien. Bertrand desconfiaba de Duport. Los ministros, para prevenir la declaración de la patria en peligro, habían aconsejado al rey se trasladase, a la cabeza de ellos, a la Asamblea para denunciar los riesgos que los facciosos hacían correr a Francia conspirando abiertamente para conseguir el derrumbamiento de la monarquía. Luis XVI se negó a ello, siguiendo los consejos de Duport, que todo lo esperaba de la intervención de La Fayette. Y entonces
los ministros presentaron su dimisión colectiva, el día 10 de julio, precisamente la víspera de aquel en que la Asamblea declaró a la patria en peligro. La Fayette, que obraba de acuerdo con Luckner, propuso al rey que abandonase a París y se dirigiera a Compiègne, en donde tenía preparadas tropas para recibirle. La partida, fijada en los primeros momentos para el día 12 de julio, se retrasó hasta el 15; pero Luis XVI, finalmente, acabó por rechazar los ofrecimientos de La Fayette. Tuvo miedo a no ser sino un rehén en las manos del general. Recordaba que en los tiempos de las guerras de religión, las facciones se disputaban la persona del monarca. Sólo tenía confianza en las bayonetas extranjeras, y María Antonieta insistía cerca de Mercy, para que los soberanos coligados publicaran, lo antes posible, un manifiesto capaz de imponerse a los jacobinos y aun de sembrar el terror entre ellos. Este manifiesto, a cuyo pie puso su firma el duque de Brunswick, generalísimo de las tropas aliadas, en lugar de salvar a la corte debía ser la causa de su ruina. El documento amenazaba con pasar por las armas a todos los guardias nacionales que intentaran defenderse y con demoler e incendiar a París si Luis XVI y su familia no eran puestos inmediatamente en libertad.
La dimisión de los ministros fuldenses sembró de nuevo la cizaña en el partido patriota. Los girondinos se imaginaron hallarse ante una excelente ocasión para imponerse al rey, que había quedado desamparado, y recuperar el poder. Y entraron en negociaciones secretas con la corte. Vergniaud, Guadet y Gensonné escribieron al rey, por conducto del pintor Boze y del ayuda de cámara Thierry, entre los días 16 y 18 de julio. Guadet vio al rey, a la reina y al Delfín. Seguidamente los girondinos cambiaron de actitud en la Asamblea y se dedicaron a censurar y a combatir la agitación republicana y a amenazar a los facciosos. La sección parisiense de Mauconseil tomó un acuerdo, en el que declaraba que dejaba de reconocer a Luis XVI como rey de los franceses. Vergniaud hizo anular, el 4 de agosto, esta declaración. El 25 de julio Brissot lanzó su anatema en contra del partido republicano «¡Si existen hombres que en los momentos presentes –decía– tienden a establecer la República, despreciando los mandatos de la Constitución, la espada de la ley debe caer sobre ellos con la misma fuerza y rigor que caería sobre los partidarios de las dos cámaras o sobre los contrarrevolucionarios de Coblenza». Y el mismo día Lasource intentaba convencer
a los jacobinos de que precisaba alejar a los federados de París, llevándolos al campamento de Soissons o a las fronteras. Se hacía evidente que los girondinos no querían ni la insurrección, ni el destronamiento. Pero el movimiento estaba ya en camino y nadie podía detenerlo. Las secciones de París funcionaban en sesión permanente. Formaron entre ellas un Comité Central. Muchas admitieron en sus sesiones a deliberar a los ciudadanos pasivos, autorizándoles para formar parte de la Guardia Nacional y armándolos con picas. Robespierre y Anthoine en los Jacobinos, el trío cordelero en la Asamblea, tomaban la dirección del movimiento popular. La intervención de Robespierre fue, desde luego, considerable. Arengó a los federados el 11 de julio, en los Jacobinos, y enardeció sus ánimos diciéndoles: «¿Es que habéis acudido para sólo una vana ceremonia, para la renovación de la Federación del 14 de julio?» Pintóles luego las traiciones de los generales y la impunidad de La Fayette. «¿Y la Asamblea Nacional existe aún? ¡Ha sido ultrajada y envilecida y no ha sabido vengarse!» Si la Asamblea se inhibía, los federados eran los llamados a salvar al Estado. Les aconsejó que no prestasen juramento de fidelidad al rey. La provocación era tan flagrante que el ministro
de Justicia denunció el discurso al Ministerio Fiscal e interesó se incoaran en su contra los oportunos procedimientos. Robespierre, sin intimidarse, redactó las peticiones, cada vez más amenazadoras, que los federados presentaban, una tras otra, a la Asamblea. La del 17 de julio pedía el destronamiento. A excitaciones suyas los federados nombraron un directorio secreto, en el que figuraba su amigo Anthoine, directorio que se reunía, a veces, en casa del mueblista Duplay, en donde él, lo mismo que Anthoine, se hospedaba. Cuando vio a los girondinos pautar de nuevo con la corte, Robespierre entabló en su contra nuevo combate. El 25 de julio, contestando a Lasource, declaró en los Jacobinos que los grandes males requerían grandes remedios. La destitución del rey no le parecía medida suficiente: «La suspensión, que aun dejaría permanecer en el rey el título y los derechos del poder ejecutivo, no sería, evidentemente, sino un juego concertado entre la corte y los intrigantes de la Legislativa para lograr que dichas prerrogativas fuesen mayores en el momento de ser reintegradas. El destronamiento o suspensión definitiva sería menos sospechoso, pero aun deja él la puerta abierta a los inconvenientes que hemos indicado». Robespierre creía, pues, que «los intrigantes de la
Legislativa», es decir los brissotistas, jugarían con el rey una nueva edición de la comedia que ya habían representado por primera vez los fuldenses, después de la huida a Varennes. No quiso ser engañado y reclamó la desaparición inmediata de la Legislativa y su pronto reemplazo por una Convención que reformara la Constitución. Su condena iba lo mismo contra el rey que contra la Asamblea. Quería que la Convención fuese elegida por todos los ciudadanos, sin distinción de activos y pasivos. Es decir, que hacía un llamamiento a las masas en contra de la burguesía. Con esta propuesta, y de tal modo, dificultaba las últimas maniobras de los girondinos para subir al poder en nombre del rey. El plan que Robespierre propuso fue llevado a la práctica. En vano se esforzó Brissot en replicar a Robespierre en un gran discurso que pronunció en la Asamblea el 26 de julio. Denunció la agitación de los facciosos que reclamaban el destronamiento. Condenó el proyecto de convocar a las asambleas primarias para elegir un nuevo cuerpo legislativo. Insinuó que esta convocatoria haría el juego a los aristócratas. La lucha entre Robespierre y los girondinos se hizo más enconada. Isnard denunció a Robespierre y Anthoine como
conspiradores, y tomó el empeño, en el club de la Reunión, al que concurrían los diputados de la izquierda, de que fuesen denunciados ante el Tribunal Supremo. Pétion se esforzaba en impedir la insurrección. Todavía el 7 de agosto visitó en su domicilio a Robespierre para interesarle que calmara al pueblo. Durante todo este tiempo Danton descansaba en Arcis-sur-Aube, de donde no regresó hasta la víspera del día de los acontecimientos. Robespierre, que estaba perfectamente informado, denunció el 4 de agosto un complot, fraguado por los aristócratas, para lograr la evasión del rey. La Fayette hizo, en efecto, una nueva tentativa en este sentido. A fines de julio había enviado a Bruselas un agente, Masson de Saint-Amand, para solicitar de Austria una suspensión de hostilidades y la mediación de España con vistas a negociar la paz. Al mismo tiempo y en secreto hacía desfilar con dirección a Compiègne fuerzas de caballería para proteger la partida del rey. Pero todos sus esfuerzos fueron inútiles. Una vez más Luis XVI se negó a partir. Las negociaciones secretas con los girondinos le habían vuelto optimista. Además, había repartido fuertes cantidades entre los agitadores populares. Duport había sido encargado de corromper a
Pétion, a Santerre y a Delacroix –del Eure y Loira–. Dice Bertrand de Moleville que se puso a su disposición un millón. La Fayette declara que Danton recibió la suma de 50.000 escudos. El ministro del Interior, por su parte, distribuyó personalmente 547.000 libras en los últimos días de julio y 449.000 en los primeros días de agosto. Westermann, un veterano alsaciano, que formaba parte del Directorio de los federados, declaró, en abril de 1793, ante una comisión investigadora nombrada por la Convención, que se le habían ofrecido tres millones y que él dio conocimiento del hecho a Danton. Fabre de Églantine, poeta arruinado por el juego, intentó obtener fuertes sumas del ministro de Marina Dubouchage. Los reyes estaban persuadidos de que nada serio debía temerse de hombres que sólo aspiraban a ganar dinero. No habían reflexionado que estos mismos hombres sin escrúpulos eran capaces de tomar el dinero y de traicionarlos seguidamente. La guarnición del Palacio fue reforzada. El comandante de la Guardia Nacional, Mandat de Grancey, era un celoso realista. Habiendo la Asamblea, el 8 de agosto, absuelto definitivamente a La Fayette, el directorio secreto de la insurrección se distribuyó sus papeles y funciones. En
la noche del 9 al 10 de agosto, Carra y Chaumette se dirigieron al cuartel de los federados marselleses, en la sección de los cordeleros, en tanto que Santerre sublevaba el arrabal de San Antonio y Alexandre el de San Marcelo. Tocó la campana de alarma. Las secciones enviaron al Ayuntamiento comisarios que se constituyeron en municipalidad revolucionaria ocupando los puestos de la municipalidad legal. Pétion fue, desde los primeros momentos, detenido en su hotel y vigilado por un destacamento. Mandat, llamado al Ayuntamiento, fue acusado de haber ordenado atacar a los federados por la espalda. El Municipio revolucionario ordenó su arresto y, al ser conducido a la prisión, un pistoletazo le hizo caer muerto en la plaza de la Grève. Suprimido Mandat, la defensa del Palacio estaba desorganizada. Una vez más le faltó a Luis XVI la resolución. Desde que los manifestantes se aproximaron a su residencia, se dejó convencer por Roederer, procurador general del departamento, de que debía abandonar el Palacio, acompañado de su familia, para ponerse al abrigo de la Asamblea, que celebraba sesión en un sitio cercano, en el salón del Picadero. Cuando hubo abandonado las Tullerías, la mayor parte de las secciones
realistas –Hijas de Santo Tomás y Pequeños Padres–, así como la totalidad de los artilleros se pasaron a la rebelión. Sólo los suizos y gentiles-hombres hicieron una valerosa defensa. Barrieron con su fuego mortífero los patios del castillo. Los insurgentes se vieron en la necesidad de llevar cañones y ordenar el asalto. Vencidos los suizos, fueron asesinados en gran número. Las fuerzas populares tuvieron 500 bajas entre muertos y heridos. La Asamblea siguió con inquietud las peripecias de la lucha. En tanto que el resultado fue dudoso, trató a Luis XVI como a rey. Cuando éste se presentó en demanda de un refugio, Vergniaud, que presidía, le declaró que la Asamblea conocía su deber y había jurado mantener a «las autoridades constituidas». Guadet propuso, un poco después, nombrar un preceptor al «príncipe real». Pero cuando la insurrección resultó victoriosa, la Asamblea declaró la suspensión del rey y votó la convocatoria de la Convención, que Robespierre había reclamado con gran enojo de Brissot. El rey suspendido se puso a buen recaudo. Hubiera querido la Asamblea reservarle el palacio del Luxemburgo; pero el municipio insurreccional exigió que se le trasladase al Temple, prisión más reducida y más fácil de
guardar. El trono estaba derrocado, pero con el trono caían también sus últimos defensores: la minoría de la nobleza, que había desencadenado la Revolución y que se había creído poderla dirigir y moderar; los hombres que tuvieron un tiempo la ilusión de ser ellos quienes gobernaban, con La Fayette al principio, con los Lameth luego. La Fayette intentó sublevar a su ejército en contra de París. Consiguió, en los comienzos, arrastrar al departamento de los Ardennes y a algunas municipalidades; pero, abandonado por la mayoría de sus tropas, el 19 de agosto, se vio obligado a huir a Bélgica, acompañado de Alexander Lameth y de Latour-Maubourg. Los austríacos no le dispensaron buena acogida y lo encerraron en la prisión de Olmütz. Su amigo el barón Dietrich, el célebre alcalde de Estrasburgo, en cuyo salón Rouget de Lisle había declamado el canto de marcha del ejército del Rin, convertido seguidamente en la Marsellesa, no consiguió tampoco sublevar a la Alsacia. Revocado por la Asamblea, pasó, también, la frontera. No, no era sólo el partido fuldense el que caía: eran también la alta burguesía y la nobleza liberal las que
padecían los efectos del cañón del 10 de agosto. Y aun el propio partido girondino, que había transigido con la corte in extremis y que se había esforzado en impedir la insurrección, salía, también, debilitado por una victoria que no era suya y que le había sido impuesta. Los artesanos y los ciudadanos pasivos, es decir, los proletarios, enrolados por Robespierre, y los montañeses, habían tomado cumplidamente desquite de la matanza del Campo de Marte del año precedente. La caída del trono tenía el valor de una nueva Revolución. La democracia apuntaba en el horizonte.
CAPÍTULO XIII EL MUNICIPIO Y LA ASAMBLEA
Las seis semanas que transcurren entre el 10 de agosto de 1792 y el 21 de septiembre del mismo año, es decir, entre la toma de las Tullerías y la prisión de Luis XVI en el Temple, hasta la reunión de la Convención, tienen una importancia capital en la historia de la Revolución. Hasta este tiempo, los delegados regulares de la nación jamás habían visto contradichos sus poderes. Aun en la crisis de julio de 1789, que terminó con la toma de la Bastilla, los revoltosos parisienses se habían sometido dócilmente a la dirección de la Constituyente. En sus andanzas sólo trataron de secundar los designios de la Asamblea y de ponerla al abrigo de todo golpe de fuerza del absolutismo. Dos años más tarde, cuando, después de la marcha a Varennes, los republicanos pretendieron exigir una nueva consulta al país para decidir sobre la permanencia de Luis XVI en el trono, la Constituyente encontró pronto razones que resultaron convincentes para repudiar tal pretensión. La sangrienta represión del Campo de Marte había
consagrado su victoria, que era la de la legalidad y la del parlamentarismo. Mas ahora, la insurrección del 10 de agosto, en un todo diferente a las anteriores, no se había dirigido solamente en contra del trono. Constituyó, también, un acto de desconfianza y de amenaza hacia la misma Asamblea, que acababa de absolver al general faccioso La Fayette y que había desaprobado, formalmente, las peticiones de su destitución. Creóse una nueva situación: frente al poder legal aparecía un poder revolucionario. La lucha entre estos dos poderes llena las seis semanas que preceden a la reunión de la Convención. Esta lucha tendrá una continuación, después del 20 de septiembre, en la oposición de los dos partidos que se disputarán la mayoría de la nueva Asamblea. El partido de la Montaña será, esencialmente, el partido del antiguo Municipio revolucionario; el partido de la Gironda, en cambio, será el formado por los diputados que habiendo nutrido las filas de la izquierda en la Legislativa, pasaron a ser el ala derechista de la Convención. Los dos partidos –anotémoslo previamente antes de entrar en detalles– aparecen separados por concepciones radicalmente diferentes sobre todos los pro-
blemas esenciales. Los girondinos –partido de la legalidad– repugnan las medidas excepcionales, «revolucionarias», de las que el Municipio había dado ejemplo y que los montañeses recogen en sus programas. Son éstas, en el dominio económico y social: las reglamentaciones, las declaraciones de géneros o mercaderías, las requisiciones, el curso forzoso del asignado, en una palabra, la limitación de la libertad comercial; en el dominio político: la vigilancia de todos los adversarios al régimen, considerándolos como sospechosos, la suspensión de la libertad individual, la creación de jurisdicciones excepcionales, la concentración del poder por la subordinación estrecha de las autoridades locales, en una palabra, la llamada política de salud pública. El programa montañés no será realizado en su totalidad sino un año más tarde, con el Terror; pero es indudable que fue bosquejado y definido por el Municipio del 10 de agosto. La oposición de programas se tradujo en una oposición profunda de intereses y en casi una lucha de clases. El Municipio y la Montaña, que de él trae su origen, representan a las clases populares –artesanos, obreros, consumidores– que sufren con la guerra y que padecen sus consecuencias: encarecimiento de la vida,
paros forzosos, desequilibrio de salarios. La Asamblea y su heredera la Gironda representan a la burguesía comerciante y poseedora que entiende debe defender sus propiedades e intereses de las limitaciones, trabas y confiscaciones que los amenazan. Lucha dramática que reviste todas las formas y que precisa seguir en sus detalles para comprender su amplia complejidad. Echado por tierra el trono, comenzaron las dificultades para los vencedores. Les era preciso hacer aceptar el hecho consumado a Francia y al Ejército, prevenir, y, en su caso, aniquilar, las posibles resistencias, rechazar la invasión que amenazaba ya a las fronteras, constituir, en fin, sobre los despojos de la realeza, un Gobierno nacional. ¡Problemas arduos que no fueron resueltos sin dolorosos y atroces sacrificios! Los comisarios de las secciones parisienses, constituidos, en la noche del 9 al 10 de agosto y en la casa Ayuntamiento, en Municipio revolucionario, ostentaban sus poderes por elección directa del pueblo. Frente a la Asamblea, salida de un sufragio indirecto y censitario, desacreditada por sus denegaciones y por las amenazas que había dirigido a los republicanos, por los tratos secretos de sus jefes con la corte, el Municipio representaba una legalidad nueva. Fuerte por el presti-
gio que le había otorgado su sangrienta victoria sobre los defensores del palacio del rey, consciente del inmenso servicio que había prestado a Francia y a la Revolución aplastando las traiciones reales, entendía que no debía limitar su acción al estrecho círculo de sus funciones municipales locales. Pensaba que había encarnado el interés público general y que actuaba en nombre de toda la Francia revolucionaria; la presencia de los federados departamentales al lado de los sublevados de París en el asalto a las Tullerías parecía ser como el sello que había firmado la alianza fraternal de la capital con toda la nación. Desde lo alto de la tribuna de los Jacobinos, la noche misma del 10 de agosto, Robespierre había aconsejado al Municipio que, con todo denuedo, se hiciera cargo de las responsabilidades inherentes al acto que acababa de realizar. A creerlo, sólo había un medio de obtener toda la ventaja posible de la victoria lograda: recomendar al pueblo «pusiera a sus representantes en condiciones de serles imposible dañar a la libertad». Dicho de otra manera: maniatar a la Asamblea si no era posible suprimirla. Demostró «cuan imprudente le sería al pueblo el guardar las armas antes de haber asegurado la libertad. El Municipio –añadió–, debe tomar
como medida inmediata e imprescindible la de enviar comisarios a los 83 departamentos para exponerles la situación a que se había llegado y en la que se vivía». Era esto no sólo expresar una desconfianza invencible con respecto a la Asamblea; era aconsejar al Municipio que se hiciera cargo de la dictadura entendiéndose, directamente y sin intermediarios, con los departamentos. No había esperado el Ayuntamiento a las exhortaciones de Robespierre para afirmar su derecho a ejercer la dictadura. Pero se contentó con ello, y una vez afirmado, no se atrevió a ejercerlo en toda su plenitud. Ni aun en el calor de la lucha había querido destituir al alcalde Pétion, legítimamente sospechoso de tibieza, ni se atrevió a disolver la Asamblea, que sabía era hostil a sus aspiraciones. Y es que estas gentes, en su mayoría artesanos, publicistas, abogados, directores de colegio, que no habían tenido miedo a entregar sus vidas a la insurrección, estaban, a pesar de todo, impresionados por el prestigio parlamentario de los brillantes oradores girondinos. Ellos sólo eran conocidos en sus barrios. Sus nombres oscuros no decían nada a Francia. Disolviendo la Asamblea ¿no corrían el peligro de comprometer la causa misma a la que deseaban servir?
Hubieron de resignarse a entrar en componendas. Dejaron vivir la Asamblea, pero a condición de que consintiese en desaparecer en un corto espacio de tiempo, convocando en plazo breve una Convención, es decir, una nueva Constituyente que revisara en sentido democrático la Constitución monárquica ya inservible. A las 11 del día 10 de agosto, cuando el cañón había dejado de tronar contra el palacio real, ya conquistado, una comisión del Municipio, presidida por Huguenin, antiguo comisario de impuestos indirectos, se presentó en la barra de la Legislativa. «El pueblo que nos envía hasta vosotros –dijo Huguenin–, nos encarga os declaremos que de nuevo os inviste con su confianza; pero al mismo tiempo nos ha encargado haceros saber que no puede reconocer como jueces de las medidas extraordinarias, a las que la necesidad y la opresión le han llevado, sino al propio pueblo francés, soberano vuestro y nuestro, reunido en los colegios electorales.» La Asamblea no se dio por enterada de este lenguaje imperioso, si bien comprendió que, a pesar de la reinvestidura condicional y a término de que se le hacía objeto, quedaba, en cierto modo, dependiente del poder irregular surgido de la revuelta. Precisaba, pues, que consintiese en reconocer la le-
gitimidad de la insurrección y que le diera prendas. Confirmó al Municipio revolucionario, pero afectó el considerarlo como un poder provisional y pasajero, que debía desaparecer tan pronto como cesaran las causas que le habían dado nacimiento. Aceptó el convocar la Convención, que sería elegida por sufragio universal, sin distinción de ciudadanos activos y pasivos, pero estableciendo un escrutinio de dos grados. Suspendió al rey –provisionalmente– hasta la reunión de la Convención, pero se negó a pronunciar la destitución pura y simple que reclamaban los insurgentes. Era visto que la Gironda trataba de salvar lo más que pudiera de la Constitución monárquica. La suspensión conservaba implícitamente la realeza. Por un nuevo acuerdo, tomado dos días después, la Asamblea decidió, a propuesta de Vergniaud, nombrar un preceptor al «príncipe real». El rey estaba suspendido, pero la Constitución continuaba en vigor. Como a raíz de la marcha a Varennes, el poder ejecutivo se colocó en las manos de seis ministros, que se eligieron fuera de la Asamblea por respeto al principio de la separación de poderes, pero que se designaron por votación pública y en alta voz a fin de evitar los recelos. Roland, Clavière y Servan vol-
vieron a ocupar las carteras del Interior, de Hacienda y Guerra, de las que el rey los había declarado dimisionarios el 13 de junio precedente. Se les añadieron, por elección nominal: para Justicia al equívoco Danton, con el que Brissot y Condorcet contaban para contener la revuelta; para Marina al matemático Monge, indicado por Condorcet, y para Negocios Extranjeros al periodista Lebrun, amigo de Brissot y al que Dumouriez había hecho jefe de sección en su Ministerio. Se encontró, así, dividido el poder entre tres autoridades distintas: el Municipio, la Asamblea y el Ministerio constituido en Consejo Ejecutivo; tres autoridades que, continuamente, se minaban el terreno las unas a las otras. Las circunstancias, el doble peligro exterior e interior, exigían una dictadura; pero esta dictadura no llegó a tomar forma definitiva, a encarnarse en una institución, en un hombre, en un partido o en una clase. Fue una dictadura impersonal, ejercida alternativamente por autoridades rivales, al azar de los sucesos, inorgánica y confusa, sin texto alguno que regulase su ejercicio; una dictadura caótica y móvil, como la misma opinión de que recibía su fuerza. «El pueblo francés ha vencido en París a Austria y a Prusia», escribía a su marido la mujer del futuro con-
vencional Julien de la Drôme, el mismo día 10 de agosto. Tres días antes y al anuncio de que el rey de Cerdeña iba a unirse a los monarcas coligados, había escrito las siguientes frases: «Temo tan poco a los saboyanos como a los prusianos y a los austríacos. Sólo temo a los traidores». Y éste era el sentimiento general de los revolucionarios. Temían que los generales se sintiesen tentados de imitar a La Fayette, que había sublevado contra la Asamblea a la municipalidad de Sedán y al departamento de los Ardennes y que se aprestaba a dirigir su ejército contra París. Preveían resistencias en las comarcas influidas por los sacerdotes refractarios. Sabían que buen número de administraciones departamentales habían protestado contra el 20 de junio. Desconfiaban de los tribunales, del Alto Tribunal de Orleáns, que usaba de una lentitud sospechosa para juzgar a los acusados de delitos contra la seguridad del Estado. La propia Asamblea compartía estos temores. No más lejos que el propio 10 de agosto, delegó a doce de sus miembros –tres cerca de cada uno de los cuatro ejércitos–, «con poder de suspender, provisionalmente, tanto a los generales como a los demás oficiales y funcionarios públicos, tanto civiles como militares y aun de arrestarlos si las circunstancias
lo exigían, pudiéndolos reemplazar provisionalmente». Tanto valía esto como conferir a los diputados designados como comisarios una parte importante del poder ejecutivo, y estos comisarios de la Legislativa anuncian ya a los procónsules de la Convención. La Asamblea ordenó, seguidamente, a todos los funcionarios y pensionistas del Estado –sacerdotes incluidos– prestar el juramento de mantener la libertad y la igualdad o de morir en sus puestos. El 11 de agosto confió a las municipalidades, a propuesta de Thuriot, la misión de investigar los delitos contra la seguridad del Estado, autorizándolas para proceder a la detención provisional de los sospechosos. El 15 de agosto, ante la nueva del bloqueo de Thionville, arrestó en sus municipios a los padres, madres, mujeres e hijos de los emigrados, para que sirvieran de rehenes. Ordenó, asimismo, sellar los papeles de los antiguos ministros, contra los que había el Municipio dado orden de detención, que la Legislativa elevó a procesamiento. Por su parte, el Consejo Ejecutivo suspendió las administraciones departamentales de Rhône y Loire, del Mosela y del Somme. Recíprocamente aquellos magistrados que habían sido destituidos o suspendidos por exceso de civismo, como el alcalde de Metz, Anthoine, y
el funcionario municipal lionés, Chalier, fueron reintegrados en sus funciones. Seguidamente se dieron a la publicidad las listas encontradas en casa de Laporte, intendente de la lista civil. Tales documentos probaban que el rey no había cesado de estar en inteligencias secretas con los emigrados, que se había continuado pagando sus sueldos a los antiguos guardias de corps huidos a Coblenza y que la mayor parte de los periódicos y libelos de la aristocracia se habían pagado con dinero del tesoro particular del monarca. Todas estas medidas, de las que la mayor parte habían sido arrancadas a presión del Municipio, no parecían bastantes a la opinión exasperada. Thomas Lindet se extrañaba, el 13 de agosto, de que La Fayette no hubiera sido destituido inmediatamente. Mas la Gironda, a pesar de la evidente rebelión del general, rehuía el castigarlo, manteniendo, por el contrario, negociaciones secretas con él, sin decidirse a procesarlo sino el 19 de agosto, cuando ya le constaba que había atravesado la frontera. Las sospechas aumentaban, sostenidas por esta indulgencia inexplicable. La hora de los conflictos entre la Legislativa y el Municipio se avecinaba.
El Municipio, que había renunciado a gobernar a Francia, entendía que debía, al menos, administrar a París sin que nadie pusiese límites a su soberanía en este respecto. No quería soportar entre él y la Asamblea intermediario alguno. Como medida preventiva delegó en Robespierre para que en su nombre compareciera ante la Legislativa reclamando la suspensión de las elecciones, ya comenzadas, para la renovación de la asamblea administrativa del departamento de París. «El Consejo General del Municipio –dijo Robespierre–, tiene necesidad de conservar todo el poder con que le invistió el pueblo la noche del 9 al 10 de agosto, para asegurar la libertad y la salud pública. La elección de miembros de un nuevo departamento en las circunstancias actuales tiende a levantar una autoridad rival de la del pueblo mismo...». Thuriot apoyó a Robespierre; pero Delacroix hizo decretar simplemente que el nuevo departamento sólo ejercería sus funciones en los actos que se refirieran a contribuciones públicas y a bienes nacionales. El Municipio cedió; pero, el 22 de agosto, Robespierre presentó a la Asamblea a los miembros del nuevo departamento quienes, con sus propios labios, patentizaron su deseo de que sólo se les llamase Comisión de Contribuciones. Sobre ello,
Delacroix, completamente cambiado, desde el día 12 de agosto, protestó con violencia por entender no pertenecía al Municipio el destituir al departamento de sus funciones administrativas: «Esto sería –clamó–, trastocar en un instante todos los departamentos del reino». Pequeños conflictos al lado de otros más graves. La victoria del 10 de agosto había sido sangrienta. Los seccionarios y los federados, entre muertos y heridos, habían perdido, ante el palacio del rey, un millar de los suyos. Y querían vengarlos. Habían sido los suizos los primeros en disparar sus armas y precisamente en el momento en el que los guardias nacionales pretendían fraternizar con ellos. Durante el combate los suizos fueron, en su mayor parte, objeto de la matanza. Los que consiguieron escapar se refugiaron en la Asamblea, quien no pudo salvarles sino prometiendo que los sometería a procedimiento judicial. Se les acusaba no sólo de deslealtad, sino que se decía, también, que los insurgentes muertos o heridos por sus disparos presentaban horribles lesiones causadas por trozos de vidrio, por botones y por pedazos de plomo machacado. El 11 de agosto declaró Santerre ante la Asamblea que no podía responder del orden si no se constituía prontamente un tribunal militar para juzgar a los sui-
zos. Se le dio satisfacción acordando una declaración de principios. La multitud encrespada pedía un juicio inmediato. Danton debía marchar a la cabeza de los suizos para conducirlos a la prisión de la Abadía. No tuvo éxito en su primer intento de querer romper las filas de los manifestantes, y los suizos hubieron de entrar nuevamente en el local de la Asamblea para ponerse al abrigo de toda posible agresión. Pétion tuvo que intervenir. Para calmar al pueblo hubo de reclamar la institución de un tribunal extraordinario que castigara sumariamente no sólo a los suizos, sino a todos los enemigos de la Revolución. Aquella misma noche los jefes de policía del Ayuntamiento dirigieron a Santerre el siguiente billete: «Se nos comunica que existe el proyecto de trasladarse a las prisiones de París y sacar de ellas a todos los prisioneros para realizar en ellos una pronta justicia (sic); os rogamos, señor, hagáis objeto de vuestra pronta vigilancia las del Châtelet, la de la Conserjería y la de la Force.» Es éste exactamente el proyecto de matanza que se ejecutará tres semanas más tarde. Marat no había escrito aún ni una sola línea. Luego se limitará a aprovecharse de la idea que flotaba en el aire. La Asamblea hubiera podido evitar la catástrofe, de
haber dado a la multitud la impresión de que era sincera al votar la institución de un tribunal extraordinario para juzgar los delitos contrarrevolucionarios. Bastaba con que hubiera organizado prontamente dicho tribunal. Pero caminó con artificios y perdió lastimosamente el tiempo. El decreto que votó el 14 de agosto pareció insuficiente al Municipio, quien delegó a Robespierre para que, al día siguiente, reclamara en la barra de la Asamblea contra las lagunas que contenía. El decreto se refería sólo a los crímenes cometidos en París en la jornada del 10 de agosto. Precisaba hacerlo extensivo a los delitos del mismo género cometidos en toda Francia. Era necesario que quedara legalmente comprendido en él el general La Fayette. Robespierre demandó que el tribunal fuese formado por comisarios designados por las secciones y que juzgase soberanamente y en última instancia. La Asamblea decretó que no estuviesen sometidos a casación los juicios que se siguieran por los delitos cometidos el 10 de agosto; pero mantuvo su decreto de la víspera, por el cual había declarado competentes para entender de ellos a los tribunales ordinarios. El Municipio, que consideraba como sospechosos estos tribunales y que tenía pedida su depuración y renovación, se sintió desamparado y
desesperó. Y nuevamente, el 17 de agosto, reclamó un tribunal especial para el cual tanto los jueces como los jurados fuesen nombrados por elección del pueblo reunido en sus secciones. Uno de los miembros de la diputación del Municipio, Vincent Ollivault, usó, al dirigirse a la Asamblea, de un lenguaje amenazador: «Como ciudadano, como magistrado del pueblo, he de anunciaros que hoy, al mediar la noche, sonará la campana de alarma y se tocará generala. El pueblo está cansado de que no se le vengue. Temed que se tome la justicia por su mano. Os pido que, sin tardanza, decretéis que se nombre un ciudadano por cada sección para constituir un tribunal criminal. Pido que este tribunal se instale en el propio castillo de las Tullerías. Os demando que Luis XVI y María Antonieta, tan ávidos de la sangre del pueblo, puedan satisfacer sus ansias viendo correr la de sus más infames satélites.» La Asamblea se rebeló ante esta manera de expresarse. Ya, el mismo 10 de agosto, Vergniaud había gritado: «¡París no es sino una sección del Imperio!». Esta vez fue un hombre que ordinariamente se sentaba en la Montaña y que había tomado parte activa en la revuelta, Choudieu, quien protestó contra la violencia que se quería hacer a la representación nacional: «No todos
los que vienen a gritar aquí son amigos del pueblo. Yo quiero que se le ilustre, pero no que se le adule. Se desea establecer un tribunal inquisitorial. Yo me opondré a ello con todas mis fuerzas.» Otro montañés, Thuriot, unió sus protestas a las de Choudieu; pero, al fin, la Asamblea accedió a la petición municipal, aunque de mala gana. Por sus lentitudes y por sus resistencias perdía de antemano cuantos beneficios morales pudiera obtener de sus concesiones. Su impopularidad aumentaba sin cesar. El Tribunal Extraordinario se formó con jueces y jurados elegidos por las secciones parisienses. Robespierre renunció a la presidencia del mismo por medio de una carta que hizo pública, en la que declaraba que la mayor parte de los delincuentes políticos eran enemigos personales suyos, y que por ende no podía ser juez y parte en la causa. En su negativa debían concurrir, tal vez, motivos que se callaba. La Gironda había comenzado ya contra el hombre que le hacía sombra y al que consideraba como al verdadero jefe del Municipio, una serie de violentos ataques. Un pasquín, titulado Los Peligros de la Victoria, colocado profusamente en los muros de París y verosímilmente inspirado por Roland, le representaba como «un hombre ardientemente
celoso» que quería «hacer impopular a Pétion, ocupar su puesto y llegar, por toda clase de medios, a este tribunado, objeto perenne de sus insensatas aspiraciones». Al rehusar presidir el tribunal del 17 de agosto, Robespierre oponía su desinterés a la acusación de ambición dictatorial que la Gironda forjaba en su contra. Las secciones en que la burguesía mercantil predominaba no tardaron en estar en desacuerdo con el Municipio. La de los Lombardos, arrastrada por Louvet, protestó, el 25 de agosto, de sus usurpaciones, de las desconfianzas de que hacía objeto a Pétion y de la limitación de los poderes del departamento. Retiró sus representantes del Ayuntamiento, siendo imitada por otras cuatro secciones: las de la Casa Municipal y Ponceau, el 27 de agosto, y la del Mercado de los Inocentes y Mercado del Trigo, el 29 del propio mes. El movimiento contra el Municipio se extendía por provincias y tomaba la forma de campaña en contra de París. El 27 de agosto, el montañés Albitte denunció a la Asamblea una circular del departamento de las Costas del Norte que solicitaba de los otros departamentos se concertaran para lograr que la Convención se reuniera en otro punto que no fuera la capital. La Asamblea
rehusó asociarse a la indignación de Albitte, acordando pasar a la orden del día. El proyecto de transferir la Convención a provincias había adquirido cierta importancia, tanta que el montañés Chabot conjuró a los federados, el 20 de agosto, a que permaneciesen en París «para inspeccionar la Convención Nacional», impedirle restablecer la realeza y abandonar París. El conflicto adquiría caracteres de gravedad. El Municipio había acordado sellar los papeles de Amelot, inspector de la Caja de Imprevistos y aristócrata notorio, al que había hecho conducir a la cárcel. Cambon, irritado, preguntó: «si el Municipio de París podía arrestar, a pretexto de malversación, a los administradores y funcionarios inmediatamente sometidos a la inspección de la Asamblea Nacional». Un decreto acordó se levantaran seguidamente los sellos. Cambon había formulado su pregunta el 21 de agosto. El 27 de este últimamente citado mes, un día antes de la noticia de la toma de Longwy, el Municipio había ordenado visitas domiciliarias en casa de los ciudadanos sospechosos, a fin de incautarse de las armas que pudieran tener. Un periodista girondino, redactor del periódico de Brissot, Girey-Dupré, anunció que el Municipio se disponía a registrar las casas de todos los
ciudadanos sin distinción alguna. El Municipio citó ante su barra a Girey-Dupré para pedirle cuentas de su malévolo juicio. La Gironda vio en este incidente el medio de deshacerse de su rival. Roland comenzó el ataque en la sesión del 30 de agosto. Declaró que el Municipio había destituido al Comité de Subsistencias de la villa, que gozaba de su entera confianza, y que por ello se encontraba en el caso de no poder responder del aprovisionamiento de París. Choudieu habló contra un tal Municipio que todo lo desorganizaba y que no era legal. Cambon extremó aún más la nota; Roland volvió a tomar la palabra para dar cuenta de que el inspector del guardamuebles, Restout, se le había quejado de que una gente del Municipio habíase llevado del depósito a su custodia un pequeño cañón –el objeto fue conducido al comité de la sección de la Roule– guarnecido de plata. Choudieu subió nuevamente a la tribuna para denunciar el mandato de comparecencia dictado la antevíspera contra Girey-Dupré. El representante Grangeneuve pidió que la antigua municipalidad volviera a hacerse cargo de sus funciones, y Guadet, para concluir y sin discusión, hizo votar un decreto ordenando la renovación inmediata de todo el Municipio. Chabot
y Fauchet hicieron decretar, sin embargo, que aquel mismo Municipio, ilegal y desorganizador, había merecido bien de la patria. La ofensiva girondina se había producido en la fiebre patriótica desencadenada por los progresos de la invasión. El 19 de agosto, las tropas prusianas, conducidas por Federico Guillermo en persona y mandadas por el duque de Brunswick, habían atravesado la frontera, seguidas por un pequeño ejército de emigrados, que ponían en ejecución, desde sus primeros pasos, las amenazas del célebre manifiesto. El 23 de agosto, Longwy se rendía después de un bombardeo de 15 horas. Se sospechaba, con razón, que el comandante de la plaza, Lavergne, al que el enemigo había dejado en libertad, no cumplió enteramente con su deber. Se supo bien pronto que Verdún iba a ser sitiado y seguidamente que los realistas del distrito de Châtillon sobre el Sèvre, en la Vendée, se habían sublevado, el 24 de agosto, en número de algunos millares y con ocasión del reclutamiento que se había ordenado. Con Baudry de Asson a la cabeza se habían hecho dueños de Châtillon y marchaban sobre Bressuire. Los patriotas hubieron de repelerlos con trabajo, teniendo que hacer uso del cañón y librando tres combates en los
que tuvieron 15 muertos y 20 heridos contra 200 bajas y 80 prisioneros causados en el campo contrario. Se acababa de descubrir una vasta conspiración realista, pronta a estallar, en el Delfinado, y se sabía que los nobles de Bretaña se agitaban. Se temía que fuese la invasión señal de un amplio levantamiento clerical y nobiliario. Esta situación trágica no había impedido a los girondinos el actuar en contra del Municipio del 10 de agosto. Aunque éste se dedicase por entero a la defensa nacional, aunque llevara con toda actividad los trabajos de atrincheramiento en las afueras de la villa para así poder establecer campos de defensa, aunque invitase a los ciudadanos a trabajar en las trincheras como antes lo habían hecho en el Campo de la Federación, aunque mandase forjar 30.000 picas y procediese, desde el 27 de agosto, a nuevos alistamientos, llevados a cabo en medio de un gran entusiasmo y que, para procurar fusiles a los que marchaban al frente, desarmase a los sospechosos, la Asamblea sólo pensaba en tomar venganza de la humillaciones por ella antes sufridas y en abatir a sus rivales políticos, a fin de dedicarse con más comodidad y menos peligros a las elecciones para la Convención que iban a comenzar. Las cóleras au-
mentaban y hubieran llegado a su punto máximo de desarrollo si el Municipio hubiera sabido que los jefes más notorios de la Gironda, perdiendo el sentido de la realidad, juzgaban desesperada la situación militar y que se disponían a huir con el Gobierno a fin de escapar así, y a la vez, de los prusianos y de los «anarquistas». Roland y Servan preparaban la evacuación para detrás del Loire. Entre ellos era un antiguo proyecto. Roland había dicho a Barbaroux, el 10 de agosto, que precisaría, sin duda, retirarse a la planicie central y constituir una república del Mediodía. Otros aconsejaron tratar con los prusianos. El periodista Carra había ya escrito, el 25 de julio, en sus Anales Patrióticos –hoja muy leída– un artículo, bastante extraño, en que respiraban el miedo y la intriga. Hacía en él el elogio de Brunswick, «el más grande guerrero –decía–, y el político de mayor talla de Europa... Si llega a París tengo la seguridad de que su primer cuidado será ir a los Jacobinos y tocarse con el gorro rojo». Carra sostuvo, con anterioridad, relaciones con el rey de Prusia, quien le había regalado una tabaquera de oro con su efigie. Precedentemente, desde el 4 de enero de 1792, hubo de lanzar en los Jacobinos la idea de llamar al trono de Francia a un príncipe inglés. Su elogio de Brunswick
no podía significar sino una cosa: que creía inevitable la victoria de los ejércitos enemigos y que, ante ello, aconsejaba el entenderse amistosamente con Prusia. Su opinión no era algo aislado dentro de su partido ya que, también Condorcet, en su periódico La Crónica de París y en el mes de mayo, había escrito en elogio de Brunswick. Es lo cierto que entre los girondinos – quienes con tanta ligereza habían desencadenado la guerra– reinaba un estado de espíritu que muy bien pudiera llamarse derrotista. Después de la capitulación de Longwy, los ministros y algunos diputados influyentes se reunieron en el jardín del Ministerio de Negocios Extranjeros para escuchar a Kersaint, que llegaba de Sedán, y quien predijo que Brunswick estaría en París dentro de una quincena, «tan ciertamente como la cuña entra en la madera cuando se golpea sobre ella». Roland, pálido y tembloroso, declaró que era preciso partir para Tours o para Blois, llevándose el tesoro nacional y al rey. Clavière y Servan le apoyaron. Mas Danton se encolerizó y dijo: «He hecho venir a mi madre que tiene 70 años; he dado orden de que se conduzcan a esta capital a mis dos hijos, que han llegado esta mañana. Antes que los prusianos entren en París quiero que mi familia perezca conmigo y deseo
que 20.000 incendios hagan de este pueblo, en un momento, un montón de cenizas. ¡Roland, guárdate de hablar de huir! ¡Y celebra que el público no te oiga!» Advirtamos que estas valentías de Danton no se hacían sino obedeciendo al cálculo y como obra de actitudes premeditadas. Era en París en donde se sentía popular y en donde su acción se ejercía sobre las secciones y los clubes. En Blois o en Tours no podía ser el hombre capaz de desencadenar y de contener, todo a la vez, las fuerzas de la sublevación. Había un motivo más para que se opusiera a la huida girondina. Jamás perdió el contacto con los realistas, de los que fue agente a sueldo. Acababa de proporcionar a Talon, antiguo distribuidor de los fondos de la lista civil, el pasaporte que le permitió escapar de la policía del Municipio y trasladarse a Inglaterra. Por mediación de su instrumento, el médico Chevetel, mantenía relaciones con el marqués de la Rouarie, que organizaba, precisamente en aquellos momentos, la sublevación de la Bretaña. Oponiéndose a la transferencia del Gobierno a provincias mataba, como vulgarmente se dice, dos pájaros de un tiro. Si el enemigo resultaba victorioso, si terminaba la guerra por la restauración de la monarquía, Danton estaría en trance de invocar, cerca de los
realistas, sus relaciones con La Rouarie a través de Chevetel, la protección que había otorgado a los Lameth, a Adrien Duport, a Talon y a tanto otro realista, y reivindicaría su parte en la victoria del orden. Si, por el contrario, los prusianos eran rechazados, se glorificaría, ante los revolucionarios, de no haber desesperado en los momentos del mayor peligro y se presentaría como el salvador de la patria. Pero, por mucho que fuera su ascendiente, no hubiera sido él bastante para impedir la evacuación de París si hombres tan influyentes como Pétion, Vergniaud y Condorcet no se apresurasen, como lo hicieron, a unir sus esfuerzos a los de Danton. La Gironda decidió permanecer en París, pero aprovecharse de la emoción patriótica provocada por las malas nuevas de que había sido portador Kersaint para aniquilar al Municipio. Pero, para tomar este acuerdo no contó con Danton. El 28 de agosto por la noche, seguidamente de la deliberación en la que hizo rechazar la pusilánime proposición de Roland, Danton se dirigió a la tribuna. Con su voz tonante anunció desde ella que iba a hablar «como ministro del pueblo, como ministro revolucionario». «Precisa –dijo–, que la Asamblea se muestre
digna de la nación. Por una convulsión hemos hecho caer el despotismo, por una gran convulsión nacional haremos retroceder a los déspotas. Hasta la fecha sólo hemos puesto en práctica la guerra disimulada de La Fayette; precisa llevar a fondo una guerra más terrible. Ha llegado la ocasión de decir al pueblo que debe arrojarse en masa en contra de sus enemigos. Cuando un navío va a naufragar, su pasaje hace arrojar al mar todo cuanto le expone a perecer; del mismo modo todo lo que pueda dañar a la nación debe ser arrojado de su seno y todo cuanto pueda servirla debe ser puesto a disposición de las municipalidades; a salvo siempre el derecho de los propietarios a ser por ello indemnizados.» Sentado tal principio sacó de él, seguidamente, las consecuencias que del mismo se derivaban: el Consejo Ejecutivo va a nombrar comisarios «para ir a ejercer en los departamentos la influencia de la opinión», para ayudar a la leva de hombres, a la requisa de las cosas, a la vigilancia y depuración de las autoridades, para arrojar del navío de la Revolución todo aquello que la exponga a perecer. Después pasó Danton a hacer el elogio del Ayuntamiento de París, que ha tenido razón al cerrar las puertas de la capital y al arrestar a los traidores. «Hay 30.000 que merecen arrestarse,
que deben ser arrestados mañana y precisa que mañana mismo pueda París comunicar con toda Francia.» Terminó solicitando un decreto que autorizase las visitas domiciliarias en casa de todos los ciudadanos y propuso que la Asamblea nombrase algunos de sus miembros para acompañar a los comisarios del Comité Ejecutivo en su misión de reclutar hombres y requisar cosas. Votó la Asamblea, sin discusión, el decreto autorizando las visitas domiciliarias; pero Cambon, apoyado por los girondinos, vio algunos inconvenientes en mezclar los comisarios de la Asamblea con los del Comité Ejecutivo y con los del Municipio. Invocó, en favor de sus tesis, la división y separación de poderes. Fue preciso que interviniera Basire para que la Asamblea consintiese en delegar a seis de sus miembros para intervenir en las operaciones de reclutamiento. Al día siguiente, 29 de agosto, como para sellar más estrechamente su alianza con el Municipio, Danton se presentó en el Ayuntamiento e hizo uso de la palabra para «tratar de las medidas de rigor a tomar en las circunstancias actuales».4 Las visitas domiciliarias empe4
Según Barrière, p. 18. y Buchez y Roux, p. 17 (el texto no fue conocido por los señores M. Tourneux y A. Fribourg).
zaron el 30 de agosto, a las 10 de la mañana, y duraron dos días sin darse al descanso. Cada sección destinó a tal menester 30 comisarios. Todas las casas fueron inspeccionadas una a una. Sus habitantes habían recibido orden de no salir de ellas hasta tanto no hubieran recibido la visita de los comisarios. Tres mil sospechosos fueron conducidos a las prisiones. La operación estaba en plena actividad cuando el Municipio supo –el 30 por la noche– la votación en mérito a la cual era destituido y mandado renovar. Un miembro oscuro del mismo, Darnauderie, tradujo en términos elocuentes la emoción que embargaba a sus colegas y concluyó manifestando que era preciso resistir a un decreto que ponía en trance de perdición a la cosa pública, convocar al pueblo en la Grève y presentarse, acompañados del mayor número posible de personas, en la barra de la Asamblea. Robespierre magnificó, a su vez, la obra del Municipio del 10 de agosto y fustigó a sus enemigos los Brissot y los Condorcet. Pero, en contra de lo propuesto por Darnauderie, entendió que el Municipio debía acudir a las secciones, devolverles sus poderes y preguntarles los medios de mantenerse en sus puestos y de morir, si era preciso, en ellos.
Al día siguiente, Tallien hizo en la barra de la Legislativa la defensa del Municipio: «Todo lo que nosotros hemos hecho lo ha sancionado el pueblo.» Y enumeró, expresivamente, los servicios prestados: «Si nos herís, herís, también, al pueblo que hizo la Revolución el 14 de julio, que la consolidó el 10 de agosto y que sabrá mantenerla.» El presidente Delacroix respondió que la Asamblea examinaría la petición. El día 1.º de septiembre transcurrió sin que nadie intentara poner en ejecución el decreto destituyendo al Municipio. Robespierre hizo adoptar, en la noche de tal día, por el Municipio, un recurso apologético que era una requisitoria vigorosa en contra de la Gironda; pero terminó manifestando que era preciso acatar la ley y solicitar del pueblo una nueva investidura. Por primera vez, el Municipio no siguió a su guía habitual. El procurador síndico Manuel se opuso a toda dimisión colectiva. Recordó al Consejo el juramento que tenía prestado de morir en su puesto y de no abandonarlo en tanto que la patria estuviera en peligro. El Municipio acordó seguir en funciones, y ya su Comité de Vigilancia, que acababa de reforzarse por habérsele adjuntado Marat, meditaba en dar a la Gironda una terrible réplica.
CAPÍTULO XIV SEPTIEMBRE
El día 2 de septiembre, por la mañana, llegó a París la noticia de que Verdún estaba sitiado. Un voluntario del batallón del Maine y Loire llevó a la capital el texto de la intimación dirigida por Brunswick al comandante de la plaza, Beaurepaire. El voluntario añadió que Verdún, la última fortaleza entre París y la frontera, no podría defenderse más de dos días. Otro correo anunció que los ulanos habían entrado en Clermont-enArgonne, situado en el camino de Châlons. Seguidamente, el Ayuntamiento lanzó una proclama a los parisienses: «¡A las armas, ciudadanos, a las armas; el enemigo está a nuestras puertas! ¡Marchad rápidamente bajo vuestras banderas, reunámonos en el Campo de Marte! ¡Precisa que se forme al instante un ejército de 60.000 hombres!» Obedeciendo a sus órdenes, tronó el cañón y sonó la campana de alarma; se batió generala, se cerraron las barreras, se requisaron todos los caballos en estado de servir a cuantos partían para el frente y las fronteras, se citó a los hombres válidos al Campo de Marte para, allí mismo, formarlos en batallones de
marcha. Los miembros del Ayuntamiento se dispersaron por sus respectivas secciones: «Pintaron a sus conciudadanos –dice el acta correspondiente–, los peligros inminentes que corría la patria, las traiciones de que estábamos cercados, la amargura del territorio invadido; les hicieron sentir que la vuelta a la más ignominiosa esclavitud era el fin de todas las tentativas y andanzas de nuestros enemigos y que debíamos, antes de sufrir tal retorno, enterrarnos entre las ruinas de nuestra patria y no entregar nuestras ciudades al enemigo, sino cuando no sean otra cosa que montones de cenizas.» Una vez más, el Ayuntamiento, tan calumniado, habíase adelantado a la Asamblea en el cumplimiento del deber patriótico. Cuando la diputación del mismo se presentó –hacia el mediodía– en la barra de la Asamblea, para dar cuenta de las medidas por él tomadas, no pudo dispensarse Vergniaud de rendirle un homenaje solemne. Después de un vivo elogio a los parisienses, arrojó todo el peso de su desprecio sobre los pusilánimes que sembraban la alarma y excitó a todos los buenos ciudadanos a que se trasladasen a los campos que circundaban París y acabasen, por medio de su prestación personal, las obras de fortificación y
defensa comenzadas, «porque ahora no es tiempo de discutir, sino de cavar la fosa de nuestros enemigos, ya que, cada paso de avance que ellos dan, cava la nuestra». La Asamblea se adhirió a este llamamiento a la nación. A propuesta de Thuriot votó un decreto que mantenía al Ayuntamiento en la integridad de sus funciones y que autorizaba a las secciones para reforzarlo con la designación de nuevos miembros. Seguidamente se leyó una carta de Roland denunciando el descubrimiento de un complot realista en el Morbihan. Luego, Danton, al que acompañaban todos los ministros, subió a la tribuna: «Todo se agita, todo se subleva, todo desea ardientemente la lucha, el combate. Una parte del pueblo se llevará a las fronteras, otra abrirá trincheras y levantará defensas, otra, con picas, defenderá el interior de las ciudades.» París había merecido la gratitud de toda Francia. Danton solicitó de la Asamblea designase doce de sus miembros para concurrir, con el Consejo Ejecutivo, a la ejecución de las grandes medidas que pedía la salud pública. Precisaba decretar el que cualquiera que rehusase el servir con su persona o el entregar sus armas, fuese castigado con la pena de muerte. Y Danton terminó, al fin, su corta y brillante arenga por las famosas frases que han
conservado su memoria: «La campana que va a sonar no es una señal de alarma, es la embestida contra los enemigos de la patria. Para vencerlos, señores, nos precisa audacia, aún más audacia, siempre audacia. Tengámosla y Francia se salvará.» Volvió a su escaño entre una doble salva de aplausos, y cuantas medidas propuso se aprobaron sin debate. Gracias a Vergniaud, a Thuriot y a Danton, la unión entre todos los poderes revolucionarios parecía restablecida ante el común peligro. Pero una sombría desconfianza subsistía en el fondo de los corazones. Entre los ruidos del cañón y de la campana de alarma la obsesión de los traidores aumentaba. Se creía vivir rodeado de emboscadas. Corrió como reguero de pólvora el rumor de que los sospechosos detenidos en las prisiones conspiraban y pensaban sublevarse con la ayuda de sus cómplices del exterior. Los voluntarios que se alistaban en el Campo de Marte habían leído, pocos días antes, los pasquines fijados por Marat, en los que se les aconsejaba no abandonasen París sin antes haberse trasladado a las prisiones y hacer justicia por su mano en los enemigos del pueblo. Habían leído, también, escritos con tinta aún fresca, otros pasquines, en que, con el título de Reseña al pueblo soberano,
Fabre de Églantine publicaba los principales documentos del expediente que hacía referencia a los crímenes de la corte y del rey. Tenían, para terminar, excitados los nervios por la multitud de ceremonias fúnebres con las que cada sección en particular y luego el Ayuntamiento entero habían celebrado a los muertos del 10 de agosto, víctimas de la deslealtad de los suizos. La última de estas ceremonias, que había tenido lugar en las Tullerías, en los sitios mismos en que los combates se habían desarrollado, databa de apenas ocho días y fue acompañada de discursos violentos en que se había aconsejado la venganza. Esta venganza, que le había sido prometida, no la ve llegar el pueblo parisiense. El Tribunal Extraordinario, creado después de tantas excitaciones y de tantas antipatías por parte de determinados elementos, funcionaba con una gran lentitud. Sólo había condenado a muerte: a tres agentes de la corte, al reclutador realista Collenot de Angremont, en cuya casa se habían encontrado listas de enrolamiento de agentes provocadores a sueldo del rey, al intendente de la lista civil, Laporte, pagador jefe de los agentes secretos, y al periodista de Rozoy, que se regocijaba en su Gaceta de París, de los éxitos del enemigo. Pero, después del 25 de agosto, la
actividad del tribunal se había amortiguado. El 27 de agosto había absuelto al policía Dossonville, cuyo nombre se había encontrado inscrito en las listas de Angremont. Absolvió también, el 21 del citado mes, al gobernador del castillo de Fontainebleu, Montmorin, del que se había encontrado una nota sospechosa entre los papeles ocupados en las Tullerías. Esta última absolución levantó una verdadera tempestad de protestas. La multitud hubo de increpar a los jueces y amenazó de muerte al acusado, quien no pudo ser puesto en salvo, sino a costa de grandes trabajos. Danton, por su sola autoridad, revocó el juicio, mandó abrir nuevos procedimientos y destituyó al comisario general, Botot-Dumesnil, al que hizo arrestar. «Deseo tener motivos para creer –había escrito rudamente Danton al acusador público real–, que el pueblo ultrajado, cuya indignación sigue viva contra los que han atentado contra su libertad, demostrando con ello un carácter que le hace digno de que tal libertad sea eterna, no será obligado a tomarse la justicia por su mano, pues la encontrará cumplida de sus representantes y magistrados.» Danton encontraba natural el que el pueblo «se tomase la justicia por su mano» cuando los magistrados y los jurados se mostraran reacios en castigar a sus
enemigos. El nuevo Comité de Vigilancia del Ayuntamiento, en el que a la sazón tenía asiento su antiguo capellán Deforgues, se ocupaba, por aquel entonces, en hacer una selección sospechosa entre los detenidos en las prisiones. Ponía en libertad a los detenidos por pequeños delitos, a los deudores pobres, a los presos por riña, etc. Inflamadas por las arengas de sus representantes en el Ayuntamiento, las secciones, al mismo tiempo que organizan el reclutamiento, hacen enseña de la venganza nacional contra los conspiradores. La de la barriada de Poissonnière resolvió que todos los sacerdotes y personas sospechosas, encerradas en las prisiones, fuesen condenados a muerte y ejecutados antes de que los voluntarios partiesen para sus respectivos ejércitos. Su siniestro acuerdo fue adoptado como suyo por las secciones del Luxemburgo, el Louvre y Lafontaine-Montmorency. La acción siguió a estos acuerdos. Al mediodía sacerdotes refractarios, que eran conducidos a la prisión de la Abadía, fueron asesinados, durante el camino, por su guardia de escolta, compuesta de federados marselleses y bretones. Sólo uno de entre ellos se salvó, el abate Sicard, maestro-instructor de los sor-
domudos, reconocido por uno de los hombres de la multitud que rodeaba a los prisioneros. Una banda, formada por tenderos y artesanos, federados y guardias nacionales, todos en mezcolanza, se dirigieron a los Carmelitas, en donde estaban encerrados numerosos sacerdotes refractarios. Éstos fueron inmolados a golpes de fusil, de picas, de sable y de palos. Luego, al anochecer, les tocó el turno a los prisioneros de la Abadía. Aquí el Comité de Vigilancia del Ayuntamiento intervino: «Camaradas, se os ordena el juzgar a todos los prisioneros de la Abadía, sin hacer excepción, salvo sólo el abate Lenfant, al que pondréis en lugar seguro.» El abate Lenfant, antiguo confesor del rey, tenía un hermano que pertenecía al Comité de Vigilancia del Ayuntamiento. Un simulacro de tribunal, presidido por Stanislas Maillard, fue improvisado. Maillard, teniendo en sus manos el libro registro de la prisión, llamaba a los en él comprendidos e interrogaba a los comparecientes; consultaba, luego, la pena con sus asesores; en caso de condena, Maillard gritaba: «¡Dadle suelta!» y las víctimas salían y se iban hacinando en el exterior. Pétion, que estuvo en la Force el día 3 de septiembre, nos cuenta que «los hombres que juzgaban y los que ejecutaban lo hacían con la misma seguridad
que si las leyes les hubieran llamado a llenar tales funciones. Me hacían notar y alababan –dice– su justicia y la atención que prestaban a distinguir los inocentes de los culpables y a tener en cuenta los servicios que cada uno de los juzgados hubiera podido haber prestado.» La matanza continuó los días siguientes en las otras prisiones: en la Force a la una de la madrugada, en la Conserjería en la mañana del día 3, luego en San Bernardo, en el Châtelet, en San Fermín, en la Salpêtrière, por último, el 4 de septiembre, en Bicètre. La embriaguez de matanza era tal, que indistintamente se daba fin a los presos por delitos comunes que a los de derecho político, a las mujeres que a los niños. Ciertos cadáveres, como el de la princesa de Lamballe, sufrieron afrentosas mutilaciones. La cifra de los muertos varía, según los diversos evaluadores, entre 1.110 y 1.400. La población asistió indiferente, por no decir que satisfecha, a estas escenas de horror. La señora de Julien de la Drôme escribía a su marido la tarde del propio 2 de septiembre: «El pueblo se ha levantado y, terrible en su furor, venga los crímenes de tres años de laxitud y traición. El furor marcial que ha hecho presa en todos los parisienses es un prodigio. Padres de fa-
milia, burgueses, tropas, descamisados, todos parten. El pueblo ha dicho: vamos a dejar en nuestras casas a nuestras mujeres, a nuestros hijos, y vamos a dejarlos entre nuestros enemigos; purifiquemos antes la tierra de la libertad. Los austríacos y los prusianos estarán a nuestras puertas, a las puertas de París, pero no daremos un paso hacia atrás. Antes bien gritaré con más fuerza: ¡La victoria será para nosotros!» Que se juzgue por la exaltación de esta buena burguesa, discípula de Juan Jacobo, del sentimiento de las otras clases. La fiebre patriótica, la proximidad del enemigo, el sonar de la campana de alarma, adormecían las conciencias. En tanto que los autores de la matanza se dedicaban a su siniestra labor, las mujeres pasaban la noche en las iglesias cosiendo trajes para los voluntarios y haciendo hilas para los heridos. En las secciones tenía lugar un ininterrumpido desfile de ciudadanos que ofrecían a la patria sus brazos o sus dones. Muchos se hacían cargo de los hijos de los que partían. Las casas de juego estaban cerradas por orden de la alcaldía. Se fundía el plomo de los ataúdes y sepulcros para fabricar con él balas. Todos los talleres de carretería estaban empleados en hacer afustes y cajas para la artillería. El impulso era magnífico. Lo sublime aparecía lin-
dero con lo inmundo. Las autoridades habían dejado hacer. A las excitaciones que le dirigía el Ayuntamiento, el comandante en jefe de la Guardia Nacional, Santerre, respondía que no podía contar con la obediencia de sus subordinados. El Ayuntamiento indemnizó a los autores de las matanzas de los jornales que habían perdido en tanto que se dedicaran a su labor. La Asamblea envió al lugar de los sucesos diputaciones que resultaron impotentes y baldías. El ministro del Interior, Roland, escribía el día 3 de septiembre a la Asamblea: «Ayer fue un día sobre cuyos sucesos es lo mejor echar un velo. Sé que el pueblo, terrible en su venganza, realizó en olios un a modo de justicia.» Los periódicos girondinos –y en aquellos entonces lo eran casi todos– o hicieron la apología de las matanzas o alegaron en su favor circunstancias atenuantes. En cuanto al ministro de Justicia, Danton, no hizo nada para proteger a las prisiones. Al comisionado de Roland, Grandpré, que le demandaba tomase medidas, le contestó, según la señora Roland: «¡Qué me importan a mí los prisioneros! ¡Que se las compongan ellos como puedan!» Y algunos días más tarde, cuando Alquier, presidente del Tribunal del Sena y del Oise, le
fue a visitar para interesarse por los prisioneros de la Audiencia de Orleáns, que la banda de Fournier conducía a Versalles para allí ejecutarlos, Danton, encogiéndose de hombros, le dijo: «No mezclaros en los asuntos de esas gentes. Podría ello acarrearos graves molestias.» Son conocidas las palabras que dirigió al duque de Chartres, futuro Luis Felipe, en los primeros días de la Convención: «En los momentos en que toda la parte viril de la población se precipitaba para marchar a los ejércitos y nos dejaba sin fuerzas en París, las prisiones rebosaban de un enjambre de conspiradores y miserables que esperaban la proximidad de los extranjeros para asesinarnos a nosotros. No hice otra cosa que tomarles la delantera. He querido que toda la juventud parisiense llegase a Champaña cubierta de una sangre que me asegurase su fidelidad. He querido colocar entre ellos y los emigrados un río de sangre.» ¿Precisa recordar, luego de cuanto antecede, que el secretario de Danton, Fabre de Églantine, hizo una calurosa apología de las matanzas y las presentó como ejemplo al resto de Francia? Desde el 28 de agosto, o sea desde el día en que Roland y los girondinos propusieron abandonar a París, Danton se había solidarizado estrechamente con
el Ayuntamiento. Y en él se dedicó a excitar los odios. En su pensamiento, las matanzas no tenían como solo fin el de aterrorizar a los cómplices del enemigo, sino también el de que recayeran, en su ejecución, y en cierto modo, sobre los girondinos. Las elecciones comenzaban. La ocasión era preciosa para malquistar a los enemigos políticos. El cálculo de Danton fue el de todo su partido. El mismo día 2 de septiembre, en la sesión nocturna celebrada por el Ayuntamiento, Billaud-Varenne y Robespierre denunciaron «la conspiración en favor de Brunswick, al que un partido poderoso quería elevar al trono de Francia». Hicieron alusión no sólo a la equívoca conducta de Carra, sino que también se hicieron cargo de cuanto en pleno club de los Jacobinos había expuesto el abate Danjou, en el mes de mayo, a favor del duque de York. En el pensamiento de ambos estaba, sin duda, la manera de obrar de Brissot, quien, al decir de Barère, en el seno de la Comisión de los Doce, había dicho a uno de sus colegas: «Os haré ver esta noche –era el 17 de julio precedente, en una correspondencia con el Gabinete de Saint-James–, que depende de nosotros el amalgamar nuestra Constitución con la de Inglaterra, nombrando al duque de York rey
constitucional de Francia en sustitución de Luis XVI.» Al día siguiente de las denuncias de Robespierre en el Ayuntamiento, Brissot fue objeto de pesquisas, siguiendo órdenes del Comité de Vigilancia, y al otro se firmaron órdenes de detención en contra de Roland y de ocho diputados girondinos. Esta vez estimó Danton que se iba demasiado lejos. Él debía su cartera a Brissot y a Condorcet. Se trasladó, pues, al Ayuntamiento y, luego de explicaciones muy vivas con Marat, hizo revocar las órdenes de detención. Danton despreciaba demasiado la vida humana para mostrarse ávido de sangre. Dado el golpe, conseguido el fin que se proponía, abría su corazón a la piedad. Y así facilitó la evasión de Adrien Duport, de Talleyrand, de Charles Lameth y de otros muchos.5 Le repugnaban las crueldades inútiles. Si hubiera dejado atacar tan directamente a Brissot y a Roland, hubiera tenido que abandonar el Ministerio, y aún no estaba decidido a romper con la Asamblea. Le bastaba con causar miedo y hasta encontraba una ruda satisfacción en aparentar aparecer co5
Hay que advertir que Brissot, en su folleto contra los jacobinos, aparecido después de haber sido tachado su nombre de la listas del club, en octubre de 1792, insinúa que Talleyrand pagó por su pasaporte 500 luises.
mo protector. En aquellos días la Francia revolucionaria no condenó las matanzas. El mismo espíritu, la misma fiebre reinaban de un extremo a otro del territorio. En una famosa circular que fue enviada a los departamentos el día 3 de septiembre con la firma de Danton, el Comité de Vigilancia del Ayuntamiento había justificado su obra y la había propuesto como ejemplo: «El Ayuntamiento de París se apresura a informar a sus hermanos de los departamentos que una parte de los feroces conspiradores detenidos en sus prisiones ha sido condenada a muerte y ejecutada por el pueblo: acto de justicia que le ha parecido indispensable para contener por el terror a la legión de traidores ocultos en sus muros, en el preciso momento en que iba a marchar en contra del enemigo, y, sin duda, la nación entera, después de la larga serie de traiciones que la han conducido al borde del abismo, andará solícita en adoptar este medio, tan necesario a la salud pública...». Circular superflua. Las provincias no necesitaban que se les pusiera a París como ejemplo. A veces se habían adelantado a la capital. Dos sacerdotes habían sido asesinados, el 19 de agosto, en el Orne; otro, el 21, en el Aube; un ujier, en Lisieux, el 23, etc. En to-
dos aquellos lugares por los que pasaban los voluntarios en marcha hacia las fronteras, los aristócratas no lo pasaban bien. El 3 de septiembre, en Reims; el 4, en Méaux; el 3 y el 6, en el Orne; el 9, en Lyon; el 7, en Caen; el 12, en Vitteaux, oficiales, sacerdotes, sospechosos de toda especie, encontraron la muerte, aun en sus prisiones. En la asamblea electoral de las Bocas del Ródano, presidida por Barbaroux, las noticias de las matanzas de París fueron vivamente aplaudidas. El «patriotismo», dios nuevo, reclamaba víctimas humanas, como los dioses antiguos. Los sospechosos considerados como más peligrosos, los que habían proporcionado el mayor número de víctimas, habían sido, en todos los lugares, los sacerdotes refractarios. Sobre un solo punto, tal vez, el acuerdo de los tres poderes –Ayuntamiento, Legislativa y Comité Ejecutivo– era completo: en la necesidad de colocar al clero refractario en la imposibilidad de ser obstáculo tanto a la defensa revolucionaria cuanto a la defensa nacional. La Constituyente sólo había suprimido a una parte de las casas religiosas. No había tocado a las dedicadas al ejercicio de la caridad o de la enseñanza. El 31 de julio declaró un diputado que estas casas eran «Bastillas
monárquicas de las que los sacerdotes refractarios son los guardianes», y el 4 de agosto la Asamblea decretó que las casas pertenecientes a las órdenes religiosas ya suprimidas fuesen evacuadas antes del 1.º de octubre y puestas en venta. Quedaban también las congregaciones llamadas seculares –asociaciones en las que no se pronunciaban votos solemnes–, tales como el Oratorio, que dirigía numerosos colegios, los lazaristas, los sulpicianos, los eudistas, y todas las que la Constituyente había olvidado. Había, además, congregaciones laicas, como los Hermanos de las Escuelas Cristianas, y congregaciones femeninas, como las Hijas de la Sabiduría, de la Providencia, de la Cruz, del Buen Pastor, etc. Todas fueron suprimidas el 18 de agosto, y sus bienes liquidados. Se autorizó, sin embargo, a las religiosas empleadas en los hospitales para continuar sus servicios a título individual. Más peligrosos que los monjes y los religiosos aparecían los sacerdotes refractarios, de los que muchos se habían mantenido en sus antiguas parroquias. Tronando aún el ruido del cañón del 10 de agosto, la Asamblea había ordenado que todos los decretos a los que afectaba el veto real fuesen inmediatamente ejecutivos. El decreto del 27 de mayo sobre la internación y
deportación de los sacerdotes refractarios perturbadores fue, por lo tanto, puesto en vigor. El mismo día 10 de agosto por la noche, el Ayuntamiento enviaba a las secciones la lista de los obispos y sacerdotes sospechosos. Sin excusa ni pretexto fueron encerrados en la Abadía, en los Carmelitas, en el seminario de San Magloire, presa futura para los septembristas. Pero el decreto del 27 de mayo se refería sólo a los sacerdotes, antiguos funcionarios públicos, únicos a los que se impuso el juramento por la Constituyente. Para comprender a los demás, bastante numerosos, la Asamblea les obligó el 14 de agosto a prestar juramento de fidelidad a la libertad y a la igualdad. Un cierto número se sometió, a fin de seguir disfrutando sus pensiones y de continuar el ejercicio de su culto. El decreto del 27 de mayo tenía aún otro defecto a los ojos de los revolucionarios; sólo podía aplicarse a los sacerdotes que fueran objeto de denuncia firmada por 20 ciudadanos activos. En muchas comarcas, en que la población entera era cómplice de los refractarios, la reunión de las 20 firmas resultaba algo imposible. Cambon y Lanjuinais reclamaron, el 19 de agosto, una nueva ley que permitiera actuar sobre todos los refractarios indistinta y sumariamente. El girondino Larivière estimuló, el 23
de agosto, a la Comisión extraordinaria encargada de preparar la nueva ley: «Si no podéis soportar por más tiempo la vista de los emblemas de la tiranía, no concibo cómo por tantos días toleráis la vista de los autores fanáticos de nuestras discordias interiores, la vista de los males, de los desastres que todos los días nos ocasionan. Pido que, seguida y rápidamente, se haga un informe relativo a su deportación, ya que cada instante de retraso constituye un verdadero asesinato.» (Vivos aplausos.) Los revolucionarios tenían una razón de peso y apremiante para acabar cuanto antes este asunto. Las elecciones para la Convención eran inminentes. Las asambleas primarias debían reunirse el 26 de agosto y las asambleas electorales el día 2 de septiembre. Precisaba el darse prisa a expulsar de Francia al clero refractario a fin de impedirle ejercer cualquiera influencia sobre las elecciones que iban a verificarse. Marans, Delacroix y Cambon expresaron crudamente sus temores. Marans dijo el 24 de agosto: «Los sacerdotes aristócratas, dispersos por el miedo, se atreven ya a entrar en sus antiguas parroquias con fines electorales y para trabajar en nuestra contra. Precisa que la deportación tenga lugar antes del día 20.» Delacroix añadió por su parte: «Tengo miedo de que, deslizándo-
se subrepticiamente entre las asambleas del pueblo, lleven a la elección de los diputados a la Convención Nacional su influencia pestilente... lancemos, lancemos a los sacerdotes.» Cambon, a su vez, en medio de los aplausos de las tribunas, propuso deportar a todos seguidamente a la Guyana, en donde la agricultura, dijo, está falta de brazos. Delaunay le apoyó; pero ante las observaciones del viejo pastor protestante Lasource, quien, sostenido por el obispo Fauchet y por Vergniaud, afirmó que el enviarlos a la Guyana equivalía a conducirlos a una muerte segura, la Asamblea dejó a los refractarios el derecho a fijar el país al que habrían de dirigirse. El decreto del 26 de agosto les concedía 15 días para abandonar a Francia. Dejado transcurrir este plazo sin haberse ausentado, los que quedasen serían trasladados a la Guyana. Ello no obstante, los sacerdotes sexagenarios o enfermos estaban formalmente exceptuados de la deportación, que, por otra parte, no se aplicaría, así como el decreto porque era impuesta, a los sacerdotes a quienes no obligaba el juramento, salvo que éstos fueran denunciados por seis ciudadanos domiciliados. Millares de sacerdotes –tal vez 25.000– se pusieron en ruta hacia los países extranjeros, en los que no encontraron siempre una aco-
gida cordial y solícita. En España, especialmente, fueron tratados casi como sospechosos. Fue Inglaterra el país en el que fueron mejor recibidos. A pesar de la importancia de esta emigración forzosa, la Iglesia romana no desapareció por completo. Los sacerdotes no obligados al juramento, los refractarios sexagenarios y enfermos eran aún numerosos. El obispo de Sarlat continuó viviendo en la capitalidad de su diócesis, en donde hasta llegó a ser alcalde, gozando de plena libertad, lo que duró hasta la época del Terror, en que fue encarcelado. El obispo de Riez se retiró a Autun, su ciudad natal; el obispo de Marsella, de Belloy, a una quinta de los alrededores de París, desde donde continuó administrando su antigua diócesis; el obispo de Angers, Couet de Lorry, a una quinta de Normandía; el obispo de San Papoul, Maillé de La Tour Landry, a París, en donde confirió algunas órdenes; el obispo de Senlis, a Crépy-en-Valois, etc. Bien es verdad que la mayor parte de estos prelados y de los sacerdotes refractarios que quedaron en Francia prestaron el juramento de libertad e igualdad, con gran indignación de sus compañeros emigrados, que, a veces, los consideraron como semi-cismáticos. Pero el Pontífice no se atrevió a condenarlos.
La consecuencia inevitable de la deportación de los sacerdotes refractarios fue la secularización del estado civil, que la Asamblea votó en su última sesión, celebrada el 20 de septiembre de 1792. Había numerosos departamentos, como las Costas del Norte, en que los sacerdotes refractarios permanecieron en sus parroquias y en el ejercicio de sus funciones respectivas hasta el día 10 de agosto, debido ello a la falta de curas constitucionales. Continuaban, por lo tanto, en posesión de los libros del estado civil de las mencionadas parroquias. Al ausentarse no se encontraban personas que, a la vez, los reemplazasen en sus funciones civiles y en sus funciones religiosas, hasta entonces confundidas. Hubo necesidad de confiar los registros a las municipalidades. Tal medida había sido solicitada hacía ya tiempo por los fuldenses o monárquicos constitucionales, que alegaban, para solicitarla, la repugnancia que sentían los fieles adeptos a los sacerdotes romanos en dirigirse para los bautismos, casamientos y defunciones a los sacerdotes oficiales, considerados por ellos como cismáticos. Muchas familias preferían dejar a sus recién nacidos sin estado civil antes que recurrir a los intrusos. Los revolucionarios habían resistido largo tiempo a la presión de los refractarios y a la de los ful-
denses, por temor de debilitar la posición del clero constitucional al privarle del derecho de registrar e intervenir los nacimientos, los casamientos y las defunciones. Pero desde que los sacerdotes refractarios son deportados en masa, los revolucionarios nada tienen que temer votando la medida reclamada, ya que ella no podrá traducirse en ventajas para los fieles de la contrarrevolución. Laicizan el estado civil porque están convencidos de que pueden hacerlo sin peligros. En algunas regiones, los propios sacerdotes constitucionales fueron transformados en oficiales encargados del registro civil. Adviértase cuan preñada de consecuencias para el porvenir resultaba esta considerable novedad de separar el sacramento del acto civil. Cada vez más perdía el Estado carácter religioso. La misma ley que secularizaba el estado civil autorizaba el divorcio, prohibido por la Iglesia. Los sacerdotes constitucionales se regocijaron, sin duda alguna, de verse desembarazados de sus rivales; pero los que, de entre ellos, reflexionaban, se mostraban preocupados por el porvenir. El 11 de agosto, el obispo del Eure, Thomas Lindet, escribía a su hermano: «Pronto dejaréis de ver reyes y sacerdotes.» La caída del rey terrestre habría de afectar al Rey de los Cie-
los. El mismo Thomas Lindet explicaba sus pensamientos, el 30 de agosto, de la siguiente manera: «Bien pronto, al igual que los ingleses, gritarán los ciudadanos de Francia: ‘¡No más obispos!’ El teísmo y el protestantismo tienen más puntos de contacto con el republicanismo que el catolicismo. Éste ha estado siempre ligado a la monarquía, y ello, en estos momentos, cuesta demasiado caro.» Algunas semanas más tarde, el obispo del Ardèche, Lafont de Savine, escribía a Roland: «Me creo en el deber de haceros observar que la Constitución Civil del Clero toca a su fin. Es evidente, por consecuencia necesaria de sus principios, que el Estado cada día va a permanecer más extraño a las cosas que tocan a la religión, que el salario atribuido a los ministros católicos no será considerado sino como una pensión de retiro y como un equivalente de los bienes de que antes gozaba, siendo notorio también que las leyes de tolerancia universal resultarán incompatibles con el favor de un gasto público concedido exclusivamente en provecho de un solo culto, y con las disposiciones jerárquicas determinadas por las leyes...». Los dos prelados veían y consideraban el porvenir con entera claridad. Los días del clero constitucional estaban, en efecto, contados. La lógica de sus principios, tanto
como la presión de los hechos, llevarían a la Revolución a soluciones audaces, ante las que ella había retrocedido con espanto dos años antes. La Iglesia constitucional comienza a ser tratada con una despreocupación y una desenvoltura crecientes. No basta ya con que se vea obligada a poner toda su influencia espiritual, sus sermones y bendiciones al servicio del nuevo Estado: debe aún hacerle sacrificio de lo superfluo. El 19 de julio, un decreto, dado a moción e informe del Comité de Hacienda, puso en venta los antes palacios episcopales y los jardines que de ellos dependían. Los obispos se alojarían desde entonces a su costa y como mejor les pluguiera en cuartos o casas amueblados. Un plus especial igual a la décima parte de su sueldo debía ser bastante. Uno de los considerandos del decreto dice que: «la suntuosidad de los palacios episcopales es poco conveniente a la simplicidad y modestia del estado eclesiástico». Se les despoja, y de camino, se le da una lección. Después del 10 de agosto, la tendencia iniciada se acentúa. El 14 de dicho mes, a propuesta de Delacroix y de Thuriot, la Asamblea decreta que todos los objetos y monumentos de bronce que puedan recordar al
feudalismo y a sus tiempos sean fundidos para construir cañones. El Ayuntamiento de París, cuyo ejemplo fue seguido por otros, dio la mayor extensión que pudo a este decreto y se sirvió de él para despojar a los lugares santos de la mayor parte de sus ornamentos. El 17 de agosto, «celoso –dice su acuerdo– de servir a la causa pública por todos los medios que están en su poder, y considerando que se pueden encontrar grandes recursos para la defensa de la patria en la multitud de simulacros que sólo deben su existencia a las trapacerías de los sacerdotes y a la ignorancia del pueblo», puso mano, en pillaje, sobre «todos los crucifijos, facistoles, ángeles, diablos, serafines y querubines de bronce», para emplearlos en la fundición de cañones, y sobre las verjas y rejería, para fabricar picas. El 18 de agosto, una diputación de la Hermandad de San Sulpicio ofreció a la Asamblea una estatua de San Roque, toda ella de plata, y el orador encargado de hacer el presente declamó un discurso que podía muy bien haber sido pronunciado en plena época del Terror. Dijo así: «Las diversas hermandades formaban en el Imperio los anillos de la cadena sacerdotal por la cual el pueblo estaba esclavizado; nosotros la hemos roto, nos hemos asociado a la gran hermandad de los hombres
libres. Habíamos invocado a nuestro San Roque contra la peste política que ha causado tantos estragos en Francia. No nos escuchó. Hemos creído que su silencio constituía una descortesía, y os lo traemos para que lo convirtáis en numerario. Contribuirá, sin duda, y en esta nueva forma, a destruir la pestilente raza de nuestros enemigos.» La Asamblea continuó por el camino ya emprendido, y el día 10 de septiembre requisó todos los utensilios de oro y plata existentes en las iglesias, a excepción de los viriles, copones y cálices, y ordenó convertirlos en moneda para el pago de las tropas. Así el culto constitucional perdía todos los días el prestigio exterior que pudiera ejercer sobre el alma de sus adeptos. Cada momento se veía más reducido a la desnudez evangélica. El día 12 de agosto el Ayuntamiento prohibió a todos los sacerdotes el vestir el hábito religioso fuera del ejercicio de sus funciones. La Asamblea, una vez más, siguió al Ayuntamiento, ya que seis días más tarde renovó la prohibición del hábito talar, medida que se había tomado, en principio, el día 6 del mes de abril precedente. El Ayuntamiento daba por sentado que la religión debía ser un asunto privado. El 18 de agosto ordenaba
«a todas las sectas religiosas no obstruir la vía pública en el ejercicio de sus funciones»; es decir, suprimía las procesiones y las ceremonias y manifestaciones exteriores. Obrando de tal manera, generalizaba con todo radicalismo el decreto por el cual la antevíspera la Asamblea había revocado el edicto de Luis XIII sobre la procesión del 15 de agosto. También excluyó a los sacerdotes de la fiesta fúnebre que celebró en homenaje a los muertos del 10 de agosto. Poco cuidadosos de la lógica, sin embargo, entendían que debían inmiscuirse en la administración interior del culto constitucional. Al día siguiente de la insurrección, el Ayuntamiento suprimió los derechos de pie de altar «ante las quejas formuladas por muchos ciudadanos por las exacciones del clero constitucional». Y por el mismo acuerdo instituyó la igualdad de funerales y suprimió los patronos de las iglesias y sus bancos especiales. Desde la fecha en que el edicto se hacía público, todos los ciudadanos se enterrarían con el mismo ceremonial, en el que sólo podrían figurar dos sacerdotes. Tampoco podrían ya suspenderse colgaduras en las puertas de las iglesias. Dócil, la Legislativa decretó a su vez, el 7 de septiembre, que los eclesiásticos asalariados por el Estado que recibieran suma
alguna en concepto de pie de altar, sea cualquiera el nombre que se le pretendiera dar, fuesen condenados por los tribunales a pérdida de empleo y sueldo. El casamiento de los sacerdotes había sido ya alabado por la Asamblea y presentado por ella como ejemplo a seguir. El 14 de agosto, el diputado Lejosne pidió que el obispo del Sena Inferior, Gratien, fuese perseguido ante los tribunales por haber recordado a los sacerdotes de su diócesis, en una pastoral, el deber de continencia, solicitando también que todos los clérigos fuesen advertidos de que serían privados de su sueldo si publicaban escritos contrarios a los derechos del hombre. Ambas proposiciones fueron enviadas al Comité de Legislación. Se ve apuntar en esto la teoría que hará fortuna bajo la Convención. El clero constitucional, por el solo hecho de ser constitucional, debe quedar incorporado, sea como sea, a la Constitución. Y pues los derechos del hombre no reconocen la validez de los votos perpetuos, procede prohibir a los sacerdotes el enseñar que estos votos deben ser respetados, y a los obispos no sólo que molesten, inquieten y revoquen a los sacerdotes que toman mujer, sino también el infamarlos públicamente de palabra o por escrito. Las leyes del
Estado habían de imponerse soberanamente al clero constitucional aun cuando estas leyes sean contrarias a los dogmas o disciplina del catolicismo. De otra manera dicho: el clero constitucional quedaba despojado de todo estatuto peculiar. Desde entonces sólo tenía el general del Estado. Bajo la Convención se acordará la imposición de sanciones. Una proclama del Consejo Ejecutivo, fechada a 22 de enero de 1793, mandará a todos los obispos ordenen a los párrocos que dejen de tener libros registros de nacimientos, casamientos y defunciones; de proclamar amonestaciones en los enlaces matrimoniales; «de exigir, antes de dar la bendición nupcial, condiciones que la ley civil no pide», lo que valía tanto como imponerles la obligación de casar, sin explicaciones, a cualquiera que se les presentara para recibir el sacramento, aun a los divorciados, aun a los sacerdotes, aun a los ateos. Sentencias de los tribunales obligaron a los sacerdotes a casar a sus propios compañeros. Dos obispos fueron reducidos a prisión por haber puesto inconvenientes a estos casamientos. El 19 de julio de 1793 un decreto castigará con la deportación a los obispos que se opongan a estos casamientos. Con ocasión de este decreto, Delacroix exclamará:
«Los obispos son nombrados por las asambleas electorales, reciben sueldo de la nación, debiendo por ambas cosas obedecer todas las leyes de la República.» A lo que añadió Danton: «Pues que hemos conservado el sueldo a los obispos, que ellos imiten a sus fundadores; que den al César lo que pertenece al César. Y no olvidemos que la nación es más que todos los Césares.» La nación tenía, pues, poder aun en el dominio religioso. Es ella la fuente de todo derecho, de toda autoridad, de toda verdad. Thomas Lindet tuvo razón al escribir el día siguiente al 10 de agosto que la caída de los reyes hacía presagiar la de los sacerdotes.
CAPÍTULO XV LAS ELECCIONES PARA LA CONVENCIÓN
Si la Legislativa y el Ayuntamiento revolucionario se entendían con facilidad en la cuestión religiosa, en las demás hay que reconocer que, en todas ellas, mantenían una oposición y una lucha declarada o sorda. El Ayuntamiento consideraba la caída del trono como un hecho definitivo que implicaba la República. La Asamblea evitaba pronunciarse sobre la materia y difería la solución. Para impedir renacer a la realeza, el Ayuntamiento se esforzaba en alejar de las urnas a todos aquellos de quienes sospechaba pudiesen desear la vuelta de Luis XVI. El 11 de agosto decidió se imprimieran las listas de los electores de París que el año precedente se habían reunido en el club de la Santa Capilla para preparar las elecciones a la Legislativa. Al día siguiente suprimió todos los periódicos realistas y distribuyó sus prensas y útiles de trabajo entre la prensa patriótica, sin que la Asamblea se atreviese a protestar contra este acto de fuerza, cuyas consecuencias fueron graves. El realismo, privado de órganos, no podría dejarse oír en
Francia, y ello en los momentos mismos en que iba a abrirse la campaña electoral. El 13 de agosto, el Ayuntamiento fechó sus actas en el año primero de la igualdad, queriendo significar con ello que comenzaba una nueva era. La Asamblea no seguía al Ayuntamiento sino a pasos cortos. El 11 de agosto, uno de sus miembros, Sers, protestó contra la demolición de las estatuas de los reyes, que habían sido tiradas por tierra en París y en todas las grandes ciudades. No invocaba para ello, es verdad, otra cosa que el peligro que pudiera resultar al tratar alguien de acudir en socorro de las augustas efigies amenazadas. Otro diputado, Marans, derramó una lágrima sobre la estatua de Enrique IV. Todo fue en vano, porque Thuriot hizo votar y decretar que todos estos bronces fuesen convertidos en monedas o en cañones. Dos días más tarde, Robespierre se presentó en la Asamblea para reclamar la erección, sobre el emplazamiento de la estatua de Luis XV, de un monumento en honor de los muertos del 10 de agosto. El Ayuntamiento caminaba más de prisa. El 14 de agosto envió una diputación a la Asamblea para pedirle borrase el nombre del rey de la lista de los funcionarios públicos, y al día siguiente Gensonné hacía decre-
tar que la justicia y las leyes se aplicarían desde entonces en nombre de la nación. Ducos hizo cubrir con la Declaración de los derechos del hombre la efigie «escandalosa» de Luis XVI, que ornaba aún la sala de sesiones. El Ayuntamiento decidió instituir para las elecciones el voto por llamamiento nominal y en alta voz, y la Asamblea dejó hacer. Robespierre protestó en su sección contra el mantenimiento de la elección de dos grados y el Ayuntamiento se apresuró a corregir la ley, por su propia autoridad, acordando que las elecciones de la asamblea electoral serían sometidas a la ratificación de las asambleas primarias. El 17 de agosto, el Ayuntamiento decidió dar a la publicidad las listas de los firmantes de peticiones realistas: primero una de 8.000 y luego la de los 20.000 posteriores al 20 de junio. El 22 de agosto invitó a los ministros a reemplazar el señor por el ciudadano. Los demócratas del Ayuntamiento y de los Jacobinos reclamaron para el pueblo el derecho de sancionar la Constitución y las leyes y el de revocar a los diputados; es decir, que querían aplicar a la letra los preceptos del Contrato social, instituyendo el referéndum y el mandato imperativo. El movimiento republicano se propagaba rápida-
mente en las provincias. En los Vosgos, los voluntarios, al enterarse de la suspensión de Luis XVI, gritaron: «¡Viva la Nación sin Reyes!» Los jueces de la Rochela terminaron su felicitación a la Asamblea con las palabras siguientes: «La nación, soberana y nada más.» Los jacobinos de Estrasburgo exclamaron: «¡Viva la igualdad y nada de reyes!» Los jacobinos de París, en su circular electoral, preconizaban altamente a la República. Era evidente que el mantenimiento de la forma monárquica tenía en su contra una fuerte corriente de opinión. Los diputados se inclinaban ante ésta. Cambon manifestó el 22 de agosto: «El pueblo no quiere a la realeza: hagamos imposible su vuelta.» Carra, para hacer patente que no pensaba en Brunswick, aconsejó a sus lectores, el 1.º de septiembre, exigieran a los futuros diputados «el juramento de jamás proponer ni rey ni realeza, bajo pena de ser enterrados vivos en sus respectivos departamentos cuando a ellos regresen». Condorcet, por su parte, se declaró, el día 3 de septiembre, también, republicano, entendiendo que un cambio de dinastía sería una locura. Al día siguiente, 4 del aludido mes –indignados por «la calumnia atroz» que les presentaba como favorables a la subida al tro-
no de Brunswick o del duque de York–, los diputados juraron combatir con todas sus fuerzas a los reyes y a la realeza, y dirigieron a la nación, aunque a título individual, una proclama republicana. Es difícil saber hasta qué punto eran sinceras estas tardías manifestaciones. El mismo Chabot, que el 3 de septiembre trataba de «calumnia atroz» el pretendido proyecto de coronar a un príncipe extranjero, y que había dado a los federados, desde lo alto de la tribuna de los Jacobinos, el 20 de agosto, el consejo de permanecer en París para vigilar a la Convención e impedirle que restableciese la realeza y el que no fijara a París como lugar para celebrar sus sesiones, este mismo Chabot, dio algunos días más tarde su voto, en la asamblea electoral de París, al duque de Orleáns, quien será nombrado diputado a la Convención, en final de lista, a pesar de la oposición de Robespierre. Danton y sus amigos votaron con Chabot por el duque de Orleáns. ¿Ambicionaba éste algo más que un mandato legislativo? Su correspondencia prueba que dirigía sus esfuerzos a que la Convención nombrase rey a su primogénito el duque de Chartres, el futuro Luis Felipe, aunque no tuviera aún la edad legal. El duque de Chartres no se atrevió al final, y su padre se lanzó a la pales-
tra. Antes de solicitar los sufragios de los electores parisienses, dirigió una instancia al Ayuntamiento en ruego de un nuevo apellido, y la corporación, por un decreto formal, le confirió el de Igualdad, que él aceptó con «reconocimiento extremo», según su oficio del 14 de septiembre. Los contemporáneos han creído que Danton, poco capaz de enardecerse con la metafísica política, estaba ganado secretamente por la casa de Orleáns. No hace mucho se han exhumado notas manuscritas en las que el rey Luis Felipe cuenta que, después de Valmy, Danton le ofreció su protección y le aconsejó que se hiciera popular entre los ejércitos. «Esto es esencial para vos, para los vuestros, también para nosotros y sobre todo para vuestro padre.» Danton acababa así su plática: «Tenéis grandes probabilidades de reinar.» La República no le parecía, pues, sino una solución provisional. La realeza fue condenada de momento. Los girondinos, sintiendo que se les escapaban París y las ciudades importantes, se esforzaron en ganarse los votos rurales. El 14 de agosto, uno de ellos, François de Neufchâteau, había hecho decretar por la Asamblea el reparto de los bienes comunales entre todos los ciudadanos y la división de los bienes de los emigrados en
pequeñas parcelas, que serían pagadas en 15 anualidades, a fin de que fácilmente pudieran ser adquiridas por las clases menos pudientes. El 16 de agosto se suspendieron cuantas actuaciones estuviesen en trámite e hicieran referencia a los antes derechos feudales. El 25 de agosto, en fin, la Asamblea suprimió, sin indemnización, todos los derechos feudales de los que los propietarios no pudieran exhibir los títulos primitivos. La caída del feudalismo acompañaba a la del trono. No era fácil que los campesinos deseasen la vuelta del rey. Las asambleas electorales, que se reunieron el día 2 de septiembre, celebraron sesión durante muchos días y aun, en casos, durante varias semanas. A pesar de la concesión del voto a los ciudadanos pasivos, la actividad en comparecer ante las urnas fue escasa. Los pobres no querían sacrificar sus horas de trabajo a las fatigosas tareas electorales, para las que estaban mal preparados. Los realistas, los fuldenses, los aristócratas, los tímidos, se abstuvieron por prudencia o por escrúpulo. No se olvide que nadie era admitido a votar sino después de haber prestado el juramento de ser fieles a la libertad y a la igualdad. En el Oise hubo menos votantes en las asambleas primarias de 1792 que en las de 1791 y en las de 1790. En una decena de de-
partamentos al menos: en las Bocas del Ródano, el Cantal, el Charenta, el Drôme, el Hérault, el Lot, el Gers, el Oise, los Altos Pirineos, el Sena y Marne, se imitó a París y se votó por llamamiento personal y en alta voz. Lo mismo sucedió en las asambleas primarias del Mans. Frecuentemente, para terminar, las asambleas electorales se purificaron ellas mismas expulsando de su seno a los ciudadanos sospechosos de opiniones anti-cívicas. El predominio de los burgueses y de los propietarios se afirmó, sin duda alguna, y sin oposición casi. Salvo en París y en alguna que otra gran ciudad, los artesanos y obreros o no comparecieron a los escrutinios o asistieron a ellos conducidos dócilmente por sus jefes. En Quingey, en el Doubs, el dueño de forjas Louvot, presentándose en el local en que se celebraba la asamblea primaria, acompañado de sus obreros, que le seguían como rebaño y a toque de clarín, lanzó de él a los que pudieran oponerse, y se hizo proclamar elector. Y hay que suponer que el caso no fuera único. Los diputados a la Convención fueron elegidos por una minoría decidida. La mayor parte pertenecía a la burguesía, cuyos intereses estaban ligados a los de la Revolución. Hubiera sido curioso investigar en qué proporción figuraban entre los electores los
adquirentes de bienes nacionales. Pero como esta investigación no ha sido hecha, hemos de contentarnos con saber que entre los 750 diputados elegidos sólo figuraban dos obreros: el armero Noël Pointe, designado por el Ródano y Loire, y el cardador de lana Armonville, elegido por el Marne. Salvo en París, en que toda la representación pertenecía a los partidarios del Ayuntamiento –Robespierre a la cabeza–, las elecciones no fueron influidas, por así decirlo, por el antagonismo, aún no muy conocido, entre el Ayuntamiento y la Legislativa, entre la Montaña y la Gironda. En los departamentos, los revolucionarios, que se sentían poco numerosos, pensaban más en unirse que en diferenciarse. Así el futuro girondino Buzot, elegido en el Eure, lo fue al mismo tiempo que los futuros montañeses Robert y Thomas Lindet, con los que vivía entonces en perfecta inteligencia. Los electores se preocuparon ante todo de escoger hombres capaces de defender la Revolución de sus enemigos, tanto exteriores como interiores. La monarquía no encontró defensores. Como los girondinos eran más conocidos, como poseían la prensa y la tribuna de la Legislativa, como tenían aún fuerza poderosa en los Jacobinos, fueron elegidos en gran número. Brissot cantó victoria en su
número del 10 de septiembre. Pero los electores no habían emitido un voto de partido. No habían dado a sus elegidos el mandato de vengar las heridas que el Ayuntamiento había causado a su orgullo girondino. Pero he aquí que los girondinos no fueron capaces de sacrificar sus odios. Pétion había sido cruelmente herido en su vanidad por el fracaso obtenido en la asamblea electoral de París, que antepuso a su nombre el de Robespierre. La señora Roland, que dirigía a su viejo marido, sufría mal la preponderancia que había tomado Danton en el Consejo Ejecutivo. Brissot, Carra, Louvet, Guadet, Gensonné, Condorcet, todos los jefes del partido odiaban y detestaban en Robespierre al hombre que se les había atravesado en el camino de sus andanzas belicosas, al hombre que había denunciado sus titubeos y sus maniobras antes y después de la insurrección, al hombre que les había atribuido el intento de pactar con la corte y con el enemigo, al hombre que inspiraba al insolente Ayuntamiento usurpador, y deseaban tomar revancha de todo ello. Las cartas íntimas de la señora Roland revelan toda la profundidad de su odio y de su temor. Estaba convencida de que el robo de los diamantes de la corona, llevado a cabo en realidad en el Guardamuebles, por
ladrones profesionales, era obra de Danton y de Fabre de Églantine. Despreciaba y aborrecía a Danton, que acababa de conseguir se revocase la orden de arresto dada por el Ayuntamiento en contra de su marido. No veía para la salud pública otra solución que la de formar una Guardia Departamental, que estaría de guarnición en París, y cuya misión consistiría en proteger a la Asamblea. «No encontraremos salvación –escribía a Bancal– si los departamentos no envían una guardia que proteja a la Asamblea y al Consejo Ejecutivo, y si así no se hace, perdéis lo uno y lo otro. Trabajad en ello activamente y enviádnosla a pretexto de enemigos exteriores, ante el cual mandaremos fuera de la capital y para combatirlos, a los parisienses capaces de defensa, y alegando también el que toda Francia concurra a la conservación de los dos poderes que le son tan queridos y que a todos pertenecen.» Se descubre aquí, en su origen, la funesta política que, oponiendo los departamentos a París, llevará, algunos meses más tarde, a la agitación federalista y a la guerra civil. Desgraciadamente, la señora Roland fue escuchada, sobre todo por aquellos que, llenos de miedo, después de la toma de Longwy, habían proyectado el traslado de todo cuanto significase poder público central a los
departamentos del Centro y del Mediodía. El 1.º de septiembre, Cambon, que se sentaba entonces entre los girondinos, y que nunca dejaría de desconfiar del Ayuntamiento, aun cuando hubo de pasarse a la Montaña, amenazaba a París con la venganza de los meridionales: «Si esos despreciables calumniadores llegan, por nuestra debilidad y ceguera, a convertirse en feroces dominadores, creedme, señores, los generosos ciudadanos del Mediodía, que han jurado mantener la libertad y la igualdad en el país, vendrán en socorro de la capital oprimida (Vivos aplausos.)... Si, por desgracia, una vez la libertad vencida, se vieran obligados a retroceder, sin poder incitar contra los nuevos tiranos el odio, la sed de venganza y la muerte, no dudéis que nos abrirán, en sus impenetrables hogares, un asilo sagrado a los desgraciados que podamos huir del hacha de estos Silas franceses.» Así, para Cambon, si el socorro departamental, a que aludía, resultaba insuficiente, se volvería al proyecto de una República meridional, ya meditada, en secreto, los días precedentes, en los conciliábulos de Kersaint y de Roland. Y Cambon justificaba sus amenazas por los rumores de dictadura que hasta él llegaban. Acusaciones insidiosas que harán su camino.
El proyecto de secesión llevado a la tribuna por las palabras vehementes de Cambon, tenía tal consistencia que hasta llegó a asustar a Anacharsis Cloots. Éste se apresuró a desaprobarlo, aunque, por aquel entonces, le horrorizase el Ayuntamiento. «Franceses –escribía en los Anales Patrióticos del día 10 de septiembre–: jamás soñemos en refugiarnos en las montañas meridionales, ello sería acelerar nuestra ruina, sería demandar nosotros mismos el puntapié de los tiranos de Europa y muy especialmente el del sultán de Madrid... París es la capital de los franceses; la conquista de la ciudad desorganizaría completamente al cuerpo político.» Este artículo malquistó a Cloots con los Roland y con los demás girondinos. Para obtener la Guardia Departamental que los tranquilizara, los Roland hicieron cuanto pudieron y en su mano estaba para enloquecer a la Asamblea en los últimos días de su existencia. Excitaron su horror en contra del Ayuntamiento, al que representaron como una banda de sicarios y bandidos. Roland, el 17 de septiembre, anunció a la Asamblea que el robo del Guardamuebles obedecía «a una gran maquinación», y sin otra transición denunció a la asamblea electoral de París, que, a creerlo, habría el día anterior propuesto la
ley agraria, es decir, el reparto de las tierras. Pretendían hacer creer que los asesinos de septiembre no habían quedado satisfechos y que pronto iban a recomenzar sus tareas: «En algunos pasquines se aconseja al pueblo el levantarse una vez más, si no ha perdido sus puñales; conozco a los autores de estos pasquines y a quienes los pagan.» Esta última insinuación se dirigía seguramente a Danton quien, por otra parte, continuaba siendo colega de Roland en el Gabinete. Y toda esta requisitoria, basada sobre hechos falsos o desnaturalizados, tenía por fin el llevar a esta conclusión: «Es preciso, señores, que os rodeéis de una guardia numerosa, de una guardia que esté a vuestras inmediatas y únicas órdenes.» Roland, explotando la nota trágica, declaró que obrando como lo hacía arrostraba la muerte. Y al día siguiente volvió a la carga. Fue una gran desgracia que los jefes de la Gironda siguieran a este viejo soberbio, miedoso e imbécil. Lasource insistió, el 17 de septiembre, sobre tan sombrías profecías, en un informe oficial presentado en nombre de la Comisión de los Doce. «Existe –decía–, un proyecto para impedir que la Convención se reúna... Yo os denuncio este infame proyecto... Se propone como último recurso el incendiar o saquear a la
ciudad de París a fin de que la reunión del cuerpo legislativo no pueda tener lugar», y pintaba a los revolucionarios parisienses como aliados o agentes de Brunswick. Vergniaud, de ordinario más sensato, garantizaba la novela de Lasource. Denunció al Comité de Vigilancia del Ayuntamiento, retó a los asesinos e hizo decretar que los miembros del Ayuntamiento responderían con su cabeza de la vida de los prisioneros. Luego, Pétion, cuando su turno le hubo llegado, hizo el proceso de los patriotas exagerados y pérfidos que preparaban, según él, nuevas matanzas. Al día siguiente, un nuevo decreto, votado a informe de Guadet, destituía, esta vez definitivamente, al Ayuntamiento revolucionario, ordenaba su renovación y restablecía al alcalde Pétion en el ejercicio de todas las funciones de que la insurrección le había privado. Desde la fecha de este decreto los mandamientos de arresto sólo podrían ser librados por el alcalde y los administradores de policía. La campana y el cañón de alarma sólo podrían sonar mediante mandato formal del cuerpo legislativo. En este largo duelo de seis semanas a que el Ayuntamiento y la Asamblea se habían lanzado fue ésta la que dijo la última palabra. La victoria final no se explica solamente por los re-
sultados de las elecciones a la Convención, que habían alegrado, «reanimado», a la señora Roland; se explica, sobre todo, por la reacción de sensibilidad que se había producido, después de las matanzas, en la misma población de París y, seguidamente, en toda Francia. Los girondinos, que habían permanecido callados e inactivos cuando los asesinatos y que bien pronto habrían de amnistiar, con toda rapidez, las atrocidades de Aviñón, se cuidaron de excitar dicha sensibilidad y de explotarla con arte. El 10 de septiembre, Brissot, presentó en su periódico las matanzas como efecto de un complot montañés, complot que, según él, tenía por final el reparto de las tierras y de las fortunas. A orden y ejemplo de Roland, los publicistas del partido –de los que muchos, como Louvet, estaban subvencionados por la Caja de propaganda del Ministerio del Interior– comienzan a soliviantar al conjunto de los propietarios en contra de los montañeses. La Gironda se presentó, desde entonces, como el partido del orden y de la conservación social. Los antiguos fuldenses fueron tomados bajo su protección. En París, la sección de los Lombardos, que inspiraba Louvet, seguida de las secciones del Mail y del Marais, las tres compuestas de ricos comerciantes, se declararon en defensa de los
28.000 firmantes de peticiones realistas, a quienes el Ayuntamiento había declarado sospechosos y a quienes la asamblea electoral había excluido. El 8 de septiembre, la sección de los Lombardos anunció a la Asamblea que había tomado la iniciativa de formar, entre todos los buenos ciudadanos de todas las secciones, «una confederación santa y conservadora» para la salvaguardia de las personas y de las propiedades. A demanda formal de los interesados, la Asamblea decretó que los originales de las peticiones de los 8.000 y de los 20.000 fuesen destruidos. La reacción fue tan fuerte que el propio Ayuntamiento se vio obligado a jurar, el 19 de septiembre, que defendería las propiedades. Pero ¿las propiedades estaban realmente amenazadas? ¿Los temores de los girondinos estaban justificados? Creemos llegado el momento de examinar, siquiera sea rápidamente, la cuestión económica y social, tal cual ella se patentizaba en aquellos momentos. Con la guerra, la situación de los artesanos y de los obreros, y en general de los consumidores, había empeorado. Las industrias de lujo estaban en huelga forzosa. En agosto, el asignado perdía en París el 41% de su valor y otro tanto, poco más o menos, en Marsella,
Lille, Narbona, Burdeos, etc. Los salarios no habían marchado con la prisa necesariamente bastante para compensar el alza de los productos. A pesar del buen resultado de la nueva recolección, que fue, por lo general, más abundante que la de 1791, los mercados aparecían mal provistos. Los granos se ocultaban y el pan era escaso y muy caro. Maniobras de los aristócratas, decían los revolucionarios. Los granjeros preferían guardarse el trigo a cambiarlo por asignados. Sabían que avanzaba hacia París un fuerte ejército austríaco. El porvenir les parecía poco seguro, se mostraban desconfiados y se reservaban. Podían hacerlo con más facilidades que otras veces, porque la Revolución, librándoles de la gabela y de los diezmos, les había permitido poseer algunas economías. No estaban obligados, como en pasadas ocasiones, a vender a cualquier precio sus productos para pagar los impuestos y arrendamientos. A más, los propietarios de las granjas, que no tenían interés en recibir en asignados el precio de los arrendamientos, les rogaban ellos mismos que esperasen, que no demostraran interés en el pago. Las grandes compras de las administraciones del Ejército y de la Armada contribuían también a rarificar los productos y a elevar los precios. El pan de
munición había sido antes una mezcla de trigo y de centeno. Para que también los soldados se alegrasen de la caída del trono, la Legislativa había decretado, el 8 de septiembre, que el pan de la tropa fuese de trigo candeal puro. Como es natural, aumentó ello, y en cantidad bastante, el consumo de trigo. La carestía de la vida aumentaba precisamente en los momentos en que el desarrollo de la Revolución abría al pueblo perspectivas mayores de esperanzas. El Ayuntamiento revolucionario representaba los intereses de las gentes humildes. El 11 de agosto decidió solicitar de la Asamblea la promulgación de leyes severas en contra de los vendedores de dinero. Reclamó la derogación del decreto de la Constituyente que autorizaba la concurrencia del asignado con las especies amonedadas. «La pena de muerte –dice su informe verbal–, no le parecería muy rigurosa si se dictaba contra hombres que especulaban actuando sobre las calamidades públicas.» Pero la Asamblea, en la que predominaba la riqueza, se hizo la sorda. Una diputación de ciudadanos que renovó, el 13 de agosto, la demanda del Ayuntamiento, no obtuvo mejor fortuna. El Ayuntamiento encontró el medio de socorrer a la clase indigente utilizando sus brazos para el movimien-
to de tierras necesario a la apertura de trincheras en el campo de París y a razón de 42 sueldos por día. Los artesanos se emplearon en los trabajos que la industria de guerra reclamaba. Los jóvenes se alistaron como voluntarios en los ejércitos. En otras ciudades no pudieron emplearse tales recursos. En Tours las fábricas de sedería habían tenido que cerrar y multitud de obreros perecían en la indigencia. A primeros de septiembre produjeron revueltas pidiendo la tasa del pan. Los días 8 y 9 del mencionado mes sitiaron al directorio del departamento y le obligaron a tasar el pan en 2 sueldos, es decir, en la mitad del precio que antes tenía el ya dicho producto. El directorio solicitó del cuerpo electoral su revocación y protestó contra la tasa, que era de naturaleza tal, según él, que había de ocasionar la no concurrencia del pan a los mercados. En Lyon las revueltas fueron más graves. Treinta mil tejedores de seda estaban en huelga. Para sacarlos de la miseria, un amigo de Chalier, Dodieu, que presidía la sección de la Judería, propuso, hacia fines de agosto, el proceder –al igual de París, decía él– «a la requisa de los granos y harinas acaparados», a venderlos a un precio determinado y, en fin, a nombrar un
tribunal especial encargado de castigar los acaparadores de todas clases. Su fin era «pulverizar el sórdido interés, la ambición de los acaparadores, favorecidos por la debilidad o la complicidad moral de los jueces aristócratas». Habiendo sabido u oído el Club Central que el Ayuntamiento parisiense había decretado la permanencia de la guillotina, reclamó de las autoridades igual medida, a fin de imponer a los agiotistas y a los panaderos que hacen mal pan o amenazan con dejar de hacerlo, la oportuna pena. La municipalidad se negó, desde luego, a la petición del Club Central. Pero en la noche del 25 al 26 de agosto, un grupo se apoderó de la máquina y la montó en la plaza de Terreaux, frente a la casa del Ayuntamiento. Los alborotadores invadieron la prisión. En el bullicio fueron heridos gravemente dos prisioneros: un falsificador de asignados y un panadero acusado de fabricar pan en malas condiciones. Tomó cuerpo la idea de que era preciso instituir el terror en contra de los acaparadores y servirse de la guillotina para resolver las dificultades económicas. En su virtud los jacobinos lioneses se decidieron por la acción directa. En septiembre, uno de ellos, el comisario de policía Bussat, que será juez en el tribunal de distrito presidido por Chalier, redactó una
tarifa de objetos y géneros de consumo que se refería a 60 artículos. Las mujeres formaron grupos amenazadores y la municipalidad aprobó la tarifa, que se aplicó durante tres días. Los campos se encontraban tan agitados como las ciudades porque en tal época existía un gran número de obreros obligados a comprar el pan que habían de consumir. El 11 de agosto de 1792 importantes convoyes de trigo, destinados al aprovisionamiento del Gard y del Hérault, fueron detenidos por grupos populares en el canal del Mediodía, cerca de Carcasona. Los guardias nacionales, llamados por el departamento del Aude para restablecer el orden, hicieron causa común con los alborotadores. El grupo levantisco fue creciendo durante los días siguientes, reuniéndose 6.000 hombres al son de la campana de alarma. El 17 de agosto, ante el rumor de que las autoridades habían llamado a las tropas de línea, una columna de sublevados marchó sobre Carcasona, se apoderó de los cañones y fusiles que existían en los almacenes de la ciudad, degolló al procurador general síndico Verdier y, finalmente, desembarcó los granos, que fueron almacenados en Carcasona. Para restablecer el orden fue necesario enviar 4.000
soldados. Por aquellos días fue preciso, también, desplegar importantes fuerzas a lo largo del Sena para impedir a los ribereños el posesionarse del trigo que desde el Havre o desde Ruán se dirigía a París. Las autoridades locales, obligadas a ello por los sucesos, hubieron de tomar, un poco en todas partes, medidas y reglamentos análogos a los del Antiguo Régimen. Así, el departamento del Alto Garona, por un acuerdo del 14 de agosto, ordenó a las municipalidades el vigilar a los acaparadores de granos y especialmente a «aquellos que hasta la fecha no se hubieren dedicado a tal comercio y ahora se lancen a través de los campos para comprar trigo». Es decir que el comercio de trigo dejaba de ser libre y sólo podría ejercerse con el permiso y bajo la vigilancia de las autoridades. El decreto del Alto Garona imponía a éstas el deber de controlar la personalidad de los compradores y el de conducir ante los tribunales a los no autorizados, «para ser juzgados con todo el rigor de las leyes», leyes que, por otra parte, no existían. Las autoridades debían, también, arrestar a «los mal intencionados que se personasen en los mercados no para comprar los artículos necesarios a su propio consumo, sino para
luego revenderlos, encareciendo así el precio de las mercancías». También, y el 14 de septiembre, el mismo departamento del Alto Garona decretó el curso forzoso de los billetes de confianza. Bastan estos ejemplos para comprender la inquietud que se adueñó de los comerciantes y de los propietarios, ante los rumbos que parecía llevar la Revolución del 10 de agosto. Sentían y apreciaban que llegaba hasta ellos el odio sordo de los proletarios. Por otra parte, y sin cesar, se les hacía objeto de nuevas imposiciones. Los voluntarios no consentían en alistarse sino cuando se les prometía, para el momento de la partida, una especie de prima de reenganche, cuyo importe debía de ser abonado por los ricos. Exigían, también, socorros en metálico para sus mujeres y para sus hijos. Las municipalidades se procuraban las sumas necesarias por colectas más o menos voluntarias. Se encontraba natural que los ricos, que no abandonaban sus hogares, debían indemnizar a los que partían para defender sus bienes. Por su parte, los ricos, con la ley en la mano, entendían que no estaban obligados al pago de estas repetidas contribuciones que se les imponían. Para protestar y rebelarse sólo esperaban una señal y un pretexto.
En los momentos mismos en que embargaba a todos los ánimos la emoción producida por la noticia de la toma de Verdún, cuando ya habían comenzado las matanzas en las prisiones, en la noche del 2 al 3 de septiembre, el Ayuntamiento revolucionario, para alimentar al ejército de voluntarios a cuya leva estaba procediendo, decidió solicitar de la Legislativa un decreto que obligara a los productores y tenedores de trigo a entregar sus granos cuando fuesen requisados para tal necesidad. Danton, siguiendo su costumbre, hizo suya la idea lanzada por el Ayuntamiento y al día siguiente, 4 de septiembre, hizo firmar a sus colegas del Comité Ejecutivo, excepción hecha de Roland, una proclama que ordenaba medidas extraordinarias para constreñir a los propietarios a vender sus granos a los agentes militares y a proporcionarles los carros necesarios, esto por vía de requisa. El precio debía ser fijado por los cuerpos administrativos. Se ordenaba, como puede apreciarse, no sólo la venta forzosa sino que, también, la tasa. Poco después la Legislativa se vio obligada, por sus decretos del 9 y del 16 de septiembre, a extender al aprovisionamiento civil los principios ya sentados para el militar. Las municipalidades fueron autorizadas para
requisar los obreros necesarios para transportar los granos y aun para cultivar las tierras, y los cuerpos administrativos para aprovisionar a los mercados mediante requisas hechas a los particulares. Se ordenó que hicieran éstos declaraciones de sus existencias. Los individuos que se negaran a las requisas serían castigados con la pérdida de sus granos y con una pena que podía llegar a un año de trabajos forzados. No se atrevieron los que tales órdenes dictaban a establecer la tasa para el aprovisionamiento civil. Estas leyes, después de todo, no hacían otra cosa que legalizar un estado de hecho, ya que muchas municipalidades y cuerpos administrativos habían tomado, por su propia autoridad, las medidas que ahora se les ordenaban. Así, el 3 de septiembre, el distrito de Chaumont había invitado a todas las municipalidades de su jurisdicción a hacerse cargo de todo el trigo de la nueva cosecha y a conducirlo al mercado. Los comisarios que el Comité Ejecutivo había decidido enviar a los departamentos, para acelerar el alistamiento de voluntarios, vigilar a los sospechosos e imprimir todo esfuerzo a la defensa nacional, partieron el 5 de septiembre llevando con ellos la proclama del día 4 que prescribía la requisa de las subsistencias. Sus
actuaciones tardarían poco en servir de motivo a vivas críticas. La mayor parte de ellos habían sido designados por Danton y tomados de entre los miembros del Ayuntamiento. El Comité Ejecutivo los invistió de amplios poderes. Se les confirió el derecho «de hacer, cerca de las municipalidades, de los distritos y de los departamentos, cuanto ellos juzgasen necesario para la salud de la patria». La fórmula era tan amplia que podía ser extendida a todas las iniciativas. En el Yonne, los comisarios Chartrey y Michel, creyeron indispensable, «teniendo en cuenta el descontento que les habían manifestado los habitantes de los distritos de Sens, Villeneuve-sur-Yonne, Joigny y los de Auxerre, respecto de los administradores del departamento del Yonne y de sus directorios de distritos», constituir un Comité de Vigilancia, compuesto por quince miembros, que fuera el encargado de tener conocimiento de todas las decisiones y actuaciones de los administradores de los distritos de la circunscripción, de recibir todas las quejas de los administrados, fuese cual fuera su naturaleza, así como sus reclamaciones contra los tribunales y de llevar registro de todo ello. Esta comisión, extra-legal, de vigilancia, cuyos miembros fueron designados por el
club local, fue presidida por el comerciante Villetard y se instaló, el día 10 de septiembre, en uno de los salones de la administración municipal. Sus miembros prestaron juramento en manos de Chartrey y Michel «de denunciar, bajo su responsabilidad respectiva, a todos aquellos que pusieran obstáculos a la buena marcha de la cosa pública». Tomaron en serio su misión y aun la ejercían a fines de octubre, a satisfacción, parece ser, de las mismas autoridades. Ignoro si se tomaron medidas semejantes por los comisarios que actuaban en los demás departamentos. Lo que sí es cierto es que muchos departamentos no se resignaron de grado a las medidas extraordinarias por los comisarios tomadas y que ellos consideraron como usurpaciones vejatorias e intolerables. El departamento del Alto Saona rehusó el recibir a los comisarios Danjou y Martin, redújolos a prisión y los hizo conducir a París, en conducción ordinaria, por la gendarmería nacional. No pudieron, por tanto, cometer exceso alguno de poder, siendo puestos en libertad, el día 5 de octubre, por el Consejo Ejecutivo, quien ordenó la formación de expediente en averiguación de la conducta seguida por el departamento. En el Eure, los comisarios Momoro y Dufour, para
justificar las requisas, distribuyeron una declaración de derechos, redactada a su placer, en la que se leía: «1.º La Nación reconoce las propiedades industriales, asegurando y garantizando su inviolabilidad. 2º La Nación asegura igualmente a los ciudadanos la garantía e inviolabilidad de lo que falsamente se llama propiedad territorial, hasta el momento en que las leyes establezcan preceptos sobre este particular.» Esta amenaza de ley agraria, de atentado a la propiedad territorial, provocó en contra de los comisarios una sorda agitación. La municipalidad de Bernay les hizo arrestar el 8 de septiembre y los condujo ante la asamblea electoral del Eure, cuyo presidente Buzot los puso en libertad luego de haberles exhortado a que se condujeran con circunspección y se limitaran al objeto de su misión. Algunos días más tarde, en Calvados, los comisarios Goubeau y Cellier fueron arrestados por la municipalidad de Lisieux, que les reprochaba haber alarmado a la población y cometido actos arbitrarios. Digamos, para terminar, que el departamento del Finistère hizo arrestar a Guermeur, a quien el Consejo Ejecutivo había enviado a Brest y a Lorient «para buscar en los arsenales las armas destinadas al equipo de los voluntarios». Guermeur había censurado a Roland,
a Guadet, a Vergniaud, y había, en cambio, elogiado a Robespierre y distribuido folletos de Marat. Se vio preso durante varios meses, siendo preciso un decreto terminante de la Convención, fechado a 4 de marzo de 1793, para obligar a las autoridades del Finistère a que lo pusieran en libertad. No hay para qué advertir que la Gironda explotaba todos estos incidentes para alimentar su campaña contra el Ayuntamiento y contra la Montaña. Roland aprovechó la ocasión para herir a Danton a través de los desgraciados comisarios. El 13 de septiembre dirigió una comunicación a la Asamblea quejándose de los abusos de poder que cometían. A su decir, sembraban la inquietud y habían llevado a cabo, en Ancy-le-Franc, pesquisas arbitrarias para descubrir la existencia de plata labrada. Se habían presentado en la asamblea electoral de Sena y Marne, la que, a sus exigencias, había adoptado la práctica del voto en alta voz, el nombramiento de los párrocos por los municipios y expresado el deseo de que se construyese un cañón del calibre de la cabeza de Luis XVI, a fin de que, en caso de invasión, se pudiese enviar a los enemigos la cabeza de este traidor. La Asamblea se impresionó y al día siguiente, Vergniaud hizo votar un decreto que limitaba los po-
deres de los comisarios a las solas operaciones de reclutamiento, prohibiéndoles hacer requisas y destituciones. Se anularon las que ya se habían hecho y se ordenó a las autoridades locales que procediesen a su arresto en caso de desobediencia. El 22 de septiembre fueron llamados otra vez a París en virtud de un decreto del Consejo Ejecutivo y Roland, en una circular, los hizo objeto de una censura colectiva, por haber ocasionado perturbaciones y expuesto la seguridad de las personas y de los bienes. Toda la prensa girondina denunció, con unanimidad admirable, a cuantos pertenecían a las fracciones del Ayuntamiento y de la Montaña, presentándolos como «anarquistas» y como partidarios de la ley agraria. Brissot en su periódico, el 17 de septiembre; Carra, el 19, en los Anales Patrióticos. «Todo hombre que hable de ley agraria –decía éste–, y de reparto de tierras, es un decidido aristócrata, un enemigo público, un malvado al que se ha de exterminar». Y Carra hacía observar que una tal predicación, atemorizando y espantando a los propietarios, impediría la venta de los bienes de los emigrados. Keralio, en la Crónica del 22, denunciaba con violencia a Momoro y sus secuaces «que quieren degradar a los hombres convirtiéndolos en
brutos y haciendo entre ellos la tierra común». Cloots, el banquero cosmopolita, lanzaba a los perturbadores una sentida reprensión: «Hombres absurdos o pérfidos se complacen en extender el terror en el alma de los propietarios. Se quiere sembrar la cizaña entre los franceses que viven del producto de sus tierras y los franceses que viven de los productos de sus industrias. Este proyecto de desorganización parece salido de la oficina de Coblenza.» Brissot dirá más tarde y más claramente que los desorganizadores eran agentes de los prusianos. Exageradas, afectadas o sinceras, las alarmas de los girondinos se basaban sobre algunos hechos precisos. No prueba nada el que los comisarios del Consejo Ejecutivo hayan imitado a Momoro y distinguido entre propietarios industriales y propietarios territoriales para hacer caer sobre éstos una amenaza, desde luego vaga y lejana. Pero el que hubiera, aquí y allá, revolucionarios que pidiesen un suplemento de revolución social y que, para poner fin a la crisis económica, propusiesen medidas de carácter más o menos comunista, restricciones más o menos extensas al derecho de propiedad, esto es algo que nadie puede poner en duda. El párroco de Mauchamp, Pierre Dolivier, después
de los graves disturbios de la Beauce, en la primavera de 1792, en una petición a la Asamblea en la que reclamaba la amnistía para los labriegos arrestados con ocasión de la muerte del alcalde de Étampes, Simoneau, se atrevió a oponer el derecho natural al derecho de propiedad, la justicia primitiva a la justicia legal. «Sin remontar a los verdaderos principios –escribía–, según los cuales la propiedad puede y debe tener límites, es lo cierto que los que se llaman propietarios lo son sólo por concesión de la ley. La nación es la única verdadera propietaria del suelo de su territorio. Y suponiendo que la nación haya podido y debido admitir el modo que conocemos para la existencia de la propiedad privada y para su transmisión, ¿lo ha podido hacer de manera tal que resulte despojada de su derecho de soberanía sobre los productos, y de modo que al acordar los derechos a los propietarios no haya dejado ninguno a los que no aparecen como propietarios, de manera tal que no les queden a éstos ni los imprescriptibles que les concede la Naturaleza?» Claro es que podría hacerse un argumento más concluyente aún, pero, para establecerlo, sería necesario examinar en sí mismo lo que pueda constituir el derecho real de propiedad, y esto no es de este lugar. Rousseau ha di-
cho en alguna parte que: «quien come un pan que no ha ganado lo roba». Se encontrará demasiado atrevido el lenguaje de este cura jacobino; se dirá que es socialista. Pero este socialismo no tiene como única y más importante fuente la filosofía extremista y el derecho natural; aparece, más bien, presentado con un tinte demasiado arcaico. ¿Hacía otra cosa Dolivier que revertir a la nación el derecho inminente que los antiguos reyes ejercían sobre las tierras todas de su imperio? La nación era presentada como sucesora de Luis XVI. El socialismo de Dolivier no tenía, por otra parte, por fin sino el de justificar, en el solo caso de miseria y penuria, la vuelta a la tasa y a la antigua reglamentación abolidas por la Constituyente. Es moderno, si se quiere, por su acento, pero es muy antiguo en su forma jurídica, en su espíritu evangélico; tanto en su objeto como en sus medios. Debe notarse que todas las manifestaciones, más o menos socialistas, que se formulan en tales días están inspiradas por la preocupación de resolver la crisis de las subsistencias. En Lyon, un funcionario municipal, apellidado Lange, al que Michelet considera, en unión de Babeuf, como uno de los precursores del socialismo moderno,
había propuesto en el verano de 1792 todo un sistema de nacionalización general de subsistencias, en un folleto titulado: Medios simples y fáciles para lograr la abundancia y el justo precio del pan. Lange establecía el principio de que el precio de las mercancías debía estar regulado no por las pretensiones de los propietarios sino por los recursos de los consumidores. El Estado compraría toda la cosecha a los cultivadores, mediante un precio fijo que los pusiera a cubierto de las fluctuaciones del mercado. Una Compañía formada por colonos y con capital, representado en acciones, de mil doscientos millones, controlada por el Estado, y administrada por los cultivadores y por los consumidores, que serían también poseedores de un determinado número de acciones, almacenaría la cosecha total en 30.000 graneros, llamados «de abundancia», y fijaría el precio del pan, que sería uniforme en toda Francia. Como puede apreciarse, no se trata de un punto de vista teórico sino de un sistema muy estudiado hasta en sus menores detalles. La Compañía aludida sería al mismo tiempo compañía de seguros contra el granizo, el incendio y los daños de toda especie. Lange había hecho, el año precedente, profesión de fe socialista. Eran, sobre todo, los sacerdotes quienes propaga-
ban las ideas subversivas. En París, en el estío de 1792, se dio a conocer el abate Jacques Roux, vicario de San Nicolás de los Campos, quien pronunció, el 17 de mayo de 1792, un discurso muy violento sobre los medios de salvar a Francia y a la libertad: «Pedid –decía–, que se aplique la pena de muerte a los acaparadores de comestibles, a los que comerciando con el dinero y fabricando monedas por bajo de su valor natural, desacreditan nuestros asignados, elevan el precio de los productos a un punto excesivo y nos hacen marchar a grandes pasos hacia el puerto de la Contrarrevolución.» Quería él reglamentos severos sobre policía de productos y abastos y que se estableciesen almacenes públicos en que los precios se fijasen por concurso. Nada hay en Roux de comunismo y sí sólo amenazas terroristas contra los abusos de la propiedad. También los campos estaban trabajados por estas propagandas. En el Cher, el cura de Épineuil, Petitjean, decía a sus feligreses el día 10 de agosto: «Los bienes van a ser comunes, sólo habrá una bodega y un granero, del que cada uno tomará lo que le sea necesario.» Aconsejaba formar depósitos, en cantinas o graneros especiales, de las cosas que serían comunes en su adquisición de modo tal que ya no fuese preciso el
dinero. ¡Medio radical de poner fin a la crisis monetaria! Invitaba a los habitantes de su parroquia a «consentir libremente en el abandono de todas sus propiedades y en el reparto general de todos sus bienes». Les exhortaba, en fin, a no pagar más los arrendamientos. Su propaganda «incendiaria» le valió el ser arrestado el 23 de septiembre de 1792 y condenado por contumacia a seis años de trabajos forzados, según sentencia del Tribunal Criminal de su departamento fechada a 18 de diciembre del propio año. La pena fue reducida, en apelación, a un año de prisión. Un publicista oscuro y bastante fecundo, Nicolas de Bonneville, que en 1790 había fundado el periódico La Boca de Hierro y que, en los tiempos a que venimos haciendo referencia había creado un círculo social al que denominó Los Amigos de la Verdad y en el que predicaba constantemente el abate Gauchet, en relación, sin duda, con los francmasones iluminados de Alemania, reeditó, hacia el 10 de agosto, un libro singular titulado Del espíritu de las religiones, cuya primera edición apareció el día siguiente de Varennes, sin que llamase entonces la atención, pero que caía esta vez en terreno propicio. Se encuentra expuesta en él, en medio de un plan de ciudad futura, la necesidad de la ley
agraria, en páginas de expresión sibilina pero de significación bien neto: «¡Jehová! ¡Jehová! Los hombres íntegros te rinden un culto eterno. Tu ley6 es un culto eterno. Tu ley es el terror de los soberbios. Tu nombre y contraseña y la Ley de los Francos... Agraria!» Se leía también, en el capítulo 39, titulado De un medio de ejecución para preparar el reparto universal de las tierras: «El solo medio posible de llegar a la gran Comunión social es el de dividir las heredades territoriales en partes iguales y determinadas entre los hijos del difunto y el llamar al reparto del resto a los demás parientes. Fijad, desde hoy, la herencia de cada hijo o nieto en cinco o seis arpentas y que los demás parientes se repartan, igualmente, el resto de la herencia. Estaréis, aún, bastante lejos de la justicia y de las declaraciones que tenemos hechas sobre los derechos iguales e imprescriptibles de todos los hombres...» La ley agraria de que los girondinos se horrorizaban no era, pues, ni un mito ni un fantasma. Oscuros revolucionarios, sacerdotes en su mayor parte, sueñan con una revolución más profunda que la que acababa de llevarse a término y la que habría de realizarse a costa de los burgueses y de los propietarios. Los contrarre6
Subrayado en el texto, así como lo que sigue.
volucionarios alarmaban a éstos desde hacía tiempo repitiéndoles que lógica y fatalmente habría de seguir la supresión de los privilegios debidos a la fortuna a la supresión de aquellos que el nacimiento engendrara. Y ¿no comenzaban los hechos a darles la razón? Se habían suprimido, sin indemnización, los derechos feudales no fundados sobre un título primitivo; y en los precisos momentos en que se discutía la medida, el 14 de junio de 1792, un diputado, apellidado Dieron, se sirvió, para intentar descartar la propuesta que se hacía, y que él condenaba, de una hábil estratagema: «No sería fácil negar –dijo–, que muchos propietarios territoriales no hayan sido usurpadores. Pues bien, como extensión del principio decretado, pido que todas las propiedades territoriales cuyo título primitivo no pueda ser reproducido por exhibición sean declaradas bienes nacionales.» Esta petición, formulada por vez primera en la forma y en el momento dichos volvería a reproducirse y a ser aprobada por la Asamblea después del 10 de agosto. Los ricos comenzaron a ver que su derecho de propiedad era limitado por requisas y tasas, que eran objeto de múltiples contribuciones y ¿cómo no iban a creer que la ley agraria constituía un peligro serio, sobre todo cuando los girondinos, que aún pasa-
ban por revolucionarios, lanzaban anatemas a los comunistas? El temor a la ley agraria produjo movimientos en muchos departamentos. En el Lot la asamblea electoral dirigió un llamamiento a los campesinos para disuadirles de repartir entre ellos los bienes de los emigrados. La Legislativa había exigido a todos los magistrados, a todos los funcionarios, a todos los electores, el juramento de ser fieles a la Libertad y a la Igualdad. Los administradores del departamento del Marne expresaron el temor de que al jurar fidelidad a la Igualdad consintieran, ellos, en el reparto por igual de las fortunas, de que jurasen, en una palabra, lo que entonces se llamaba «igualdad de hecho». Muchas asambleas electorales, como las del Eure, del Cantal y del Indre, protestaron contra la predicación de la ley agraria y reclamaron el mantenimiento de la propiedad. El montañés Thomas Lindet, obispo del Eure, había escrito a su hermano Robert, el 20 de agosto de 1792: «La Revolución nos lleva lejos. ¡Cuidado con la ley agraria!» Concedamos, pues, a los girondinos que sus alarmas no carecían, en absoluto, de fundamento. Pero preguntémonos si estaban en su derecho al confundir los montañeses con los comunistas.
Los comunistas, por otra parte, no formaban un partido. Eran individuos aislados sin lazos entre ellos de género alguno. El lionés Lange era apenas conocido aun en su pueblo. La notoriedad de Jacques Roux no había traspasado, por aquel entonces, las estrechas callejuelas de su sombrío barrio de Gravilliers. Cuando, después del 10 de agosto, intentó ser elegido diputado para la Convención, por todo tener llegaría a contar con sólo dos sufragios a su favor y habría de contentarse con un fajín municipal. Petitjean era aún más desconocido. Sólo Momoro y Bonneville gozaban de alguna reputación. Momoro era uno de los miembros más influyentes de los Cordeleros y bien pronto tomó asiento entre los miembros del nuevo directorio del departamento de París. Más tarde sería uno de los jefes del hebertismo. Bonneville dirigía un periódico y una imprenta. Mas, atrevido con la pluma en la mano, era muy tímido en la acción práctica. Todas sus relaciones, todas sus amistades, le ligaban a los girondinos. Recibirá encargos de Roland, se situará entre sus partidarios y atacará a los montañeses en su Boletín de los Amigos de la Verdad. Este teórico de la ley agraria inspiraría a los girondinos confianza y simpatía. Brissot, que le llamaba su amigo, lo había recomendado a los electo-
res para que le concediesen un puesto en las elecciones para la Convención. El Ayuntamiento había jurado respetar las personas y las propiedades. Nada le permitía el solidarizarse con Momoro. En cuanto a los jefes montañeses, si sus simpatías y sus intereses les llevaban a satisfacer a su clientela de descamisados, si estaban prestos a adoptar las medidas, aun las más radicales, propuestas para atenuar la crisis de las subsistencias y el encarecimiento de la vida, nada prueba que alimentasen segundas intenciones comunistas. Aceptaron las requisas porque parecía exigirlas la situación, pero resistieron mucho tiempo al establecimiento de las tasas que los agitadores populares reclamaban. Querían tomar precauciones contra los abusos del derecho de propiedad, subordinar éste al interés público, pero nunca soñaron en suprimirlo. En el mes de julio de 1792 Marat había denunciado a la riqueza y a la desigualdad social como fuentes de esclavitud de los proletarios: «Antes de soñar en ser libres –decía–, es preciso soñar en vivir.» Lleno de indignación se había levantado en contra de los plutócratas insolentes que devoraban en una cena las subsistencias de cien familias. Reina en todos sus escritos un
sincero y conmovido acento sobre la miseria de los pobres, a los que tan bien conoce. Vitupera a los acaparadores, les amenaza con la justicia popular; pero se buscaría en vano la exposición de un sistema social salido de su ardiente pluma. Hébert, cuyo Padre Duchesne comenzó a extenderse en su circulación, repetía a los ricos que sin los descamisados, sin los voluntarios y los federados, haría ya tiempo que estarían bajo la férula de los prusianos. Les echaba en cara su avaricia, pero, en esta época, estaba tan desprovisto como Marat de toda idea de plan y reforma económica. Robespierre era, desde hacía largo tiempo, el jefe indiscutible del partido montañés. Bajo la Constituyente había tomado, en toda ocasión, la defensa de los pobres y los débiles. Había protestado, el primero, con un ardor incansable, contra el régimen electoral censitario que se había desmoronado, al fin, ante el vigor de sus golpes; había protestado contra la ley marcial, reclamando el armamento del pueblo; a propósito de la supresión de los mayorazgos había dicho: «Legisladores, nada habréis hecho en favor de la libertad, si no tendéis a disminuir, por medios suaves y eficaces, la extrema desigualdad de las fortunas»; quería limitar el
derecho de sucesión, y un comunista tan conocido como Babeuf –en su carta a Coupé del Oise, fecha 10 de septiembre de 1791– ponía en él todas sus confianzas. Es un hecho significativo el de que Robespierre reprodujese íntegramente en su periódico El Defensor de la Constitución, la petición del cura de Mauchamp contra Simoneau haciéndola seguir de comentarios de simpatía. Se quejaba, en esta ocasión, de que los beneficiarios de la Revolución despreciasen a los pobres. Atacaba con fría violencia la oligarquía burguesa. Pero repudiaba formalmente al comunismo. Trata a la ley agraria de «absurdo espantajo, presentando a hombres estúpidos por hombres perversos», «como si los defensores de la libertad fuesen insensatos capaces de concebir un proyecto tan perjudicial como injusto e impracticable». En este punto jamás cambió Robespierre. Ha considerado siempre al comunismo como un sueño imposible e insensato. Quería poner límites al derecho de propiedad, prevenir sus abusos. Pero jamás soñó en suprimirlo. En cuanto a Danton, en la primera sesión de la Convención se precipitaría a la tribuna para reprobar a los comisarios del Comité Ejecutivo, a los Momoro y a los Dufour que habían amotinado a los propietarios con sus predicaciones subversivas. Puede afirmarse
que en la Convención no hubo un solo comunista declarado. ¿Quiere esto decir, como se ha asegurado con ligereza, que no existía entre girondinos y montañeses desacuerdo alguno de principios, que unos y otros sólo se encontraban separados por rivalidades personales y por la concepción del papel que la capital debía desempeñar en la dirección de los asuntos públicos? Nada sería más inexacto. Entre girondinos y montañeses el conflicto es profundo. Es casi un conflicto de clases. Los girondinos, como lo ha hecho notar Daunou, comprendían «un gran número de propietarios y de ciudadanos instruidos»; tenían ellos el sentimiento de las jerarquías sociales, que querían conservar y fortificar. Sentían una especie de repugnancia instintiva hacia el pueblo grosero e inculto. Consideraban el derecho de propiedad como un absoluto intangible. Creían incapaz al pueblo y reservaban a su clase el monopolio gubernamental. Todo cuanto tendía a poner trabas a la acción de la burguesía propietaria les parecía un mal. Profesaban, con Roland, el liberalismo económico más completo. El Estado más perfecto era, para ellos, el Estado menos prevenido en contra del individuo. Los montañeses, por el contrario, representaban a
las clases bajas, a los que sufrían la crisis provocada por la guerra, a los que habían derribado al trono, a los que habían logrado los derechos políticos merced a la insurrección. Menos dados a las teorías que los girondinos, más realistas, porque estaban más cerca de la verdad de las cosas, comprendían que la situación terrible por la que Francia atravesaba reclamaba medidas extraordinarias. Al derecho de propiedad oponían el derecho a la vida, al interés individual el interés público. No comprendían que, a pretexto de respeto a los principios, se pudieran poner en parangón una clase y la patria. Estaban prestos a recurrir, en caso de necesidad, a limitaciones de la libertad y propiedad particulares o individuales, si así lo exigían los superiores intereses de la masa. Los girondinos no detestaban en París solamente a la ciudad que los había provocado y repudiado, sino a la población que, la primera, había realizado la política de la superior salud pública, a la que proclamó y llevó a cabo las medidas dictatoriales que la clase por ellos representada debía arrostrar y padecer. No el miedo, sino el instinto de conservación era lo que les forzaba a estar enfrente de los montañeses. Esta oposición fundamental entre los dos partidos
se hizo patente y definida en los escritos que, simultáneamente, hicieron aparecer en octubre, Brissot de una parte y Robespierre de otra. El primero, en su Llamamiento a todos los republicanos de Francia, publicado con ocasión de haber sido dado de baja en las listas del club de los Jacobinos, escribía lo siguiente: «Los desorganizadores son aquellos que quieren nivelarlo todo: propiedades, bienestar, precio de los productos, servicios a rendir en provecho de la comunidad, etc.; los que quieren que el obrero del campo reciba la misma indemnización que los legisladores, los que quieren nivelar aun los talentos, los conocimientos y las virtudes, porque ellos no tienen nada de esto.» Y Brissot, después de haber tomado, así, bajo su protección, a cuantos tenían algo que conservar, contaba entre los «desorganizadores» a Marat, a Chabot, a Robespierre y a Collot de Herbois. El nombre de Danton no aparece en la lista. Robespierre, por su parte, en el primer número de sus Cartas a sus Electores, desarrollaba netamente el programa diametralmente contrario: «La realeza está aniquilada –decía–, la nobleza y el clero han desaparecido, comienza el reino de la igualdad.» Y se dedicaba, seguidamente, a un vivo ataque contra los falsos patrio-
tas «que no quieren constituir la república sino para ellos solos, que no entienden se debe gobernar sino en interés de los ricos y de los funcionarios públicos». A estos falsos patriotas oponía él los verdaderos «los que quieren fundamentar la república sobre los principios de la igualdad y del interés general». «Observad – añadía–, cuan general y constante es la propensión de ligar las ideas de sedición y pillaje con las de pueblo y pobreza.» Nadie podía llamarse a engaño. La rivalidad de la Gironda y la Montaña, nacida al considerar la cuestión de la guerra, envenenada por la cuestión de la destitución del rey, no es, después del 10 de agosto, una rivalidad solamente política. La lucha de clases se esbozaba. Pero Baudot ha visto bien que, para muchos montañeses, entre los que él se contaba, la política de aproximación y de colaboración con las masas fue, sobre todo, una táctica impuesta por las necesidades de la guerra. La mayor parte de los montañeses era, como los girondinos, de origen burgués. La política de clases, que ellos inauguran, no surgía plenamente de las entrañas del pueblo. Fue una política de circunstancias, una manera plebeya, dice Carlos Marx, de acabar con los reyes, los sacerdotes, los nobles, con todos los
enemigos de la Revolución. Pero esto basta para oponerla radicalmente a la política girondina.
CAPÍTULO XVI VALMY
La caída de la realeza, como un año antes la huida a Varennes, debía, necesariamente, aumentar la tensión entre la Francia revolucionaria y las potencias monárquicas, aún en paz con ella. Inglaterra llamó a su embajador en París, lord Gower, y éste remitió al Consejo Ejecutivo, antes de su partida, el 23 de agosto, una nota bastante seca en la cual el rey Jorge, al mismo tiempo que afirmaba su neutralidad, expresaba «su interés por la situación de Sus Majestades Cristianísimas y de la familia real», en una forma que contenía algo de ofensivo y amenazador para los nuevos amos de Francia. Algunos días más tarde, el 2 de septiembre, el encargado de los asuntos ingleses, W. Lindsay, pedía, a su vez, sus pasaportes y se marchaba a Londres. Grenville notificaba a nuestro embajador Chauvelin que no volvería a ser recibido en la corte. Catalina de Rusia expulsó a nuestro encargado de asuntos, Genêt. Se supo que los dos Hesse unían sus tropas a las de Austria y Prusia y se esperaba, de un día a otro, que la Dieta del Imperio
nos declarase la guerra. La muerte de los soldados suizos encargados de la defensa de las Tullerías había provocado, más allá del Jura, una viva indignación contra los franceses. Los señores de Berna levantaban regimientos y a pretexto de que la neutralidad de la ciudad libre de Ginebra estaba amenazada por las tropas que Montesquiou concentraba sobre el Iser, enviaban guarnición a esta ciudad, con desprecio de los tratados que regulaban sus relaciones con Francia. Era lógico creer que los habitantes de Berna y Zúrich arrastrasen en su actitud a los demás cantones. El 11 de agosto, Iriarte, embajador de España en París, pedía sus pasaportes, y no muchos días después su Gobierno informaba a Austria que procedía a movimientos de tropas a todo lo largo de los Pirineos. Hasta las potencias minúsculas se permitieron retirar las relaciones diplomáticas y aun amenazarnos. El príncipe-obispo de Lieja, miembro del Sacro Imperio germánico, se negó a recibir a Pozzi de Aubignan que habíamos enviado a su corte en calidad de ministro plenipotenciario. En su informe del 23 de agosto, el ministro Lebrun hubo de confesar que sólo se mantenían relaciones
amistosas con Dinamarca y Suecia, felicitándose de que el embajador de Holanda siguiera aún en París. Éste fue llamado a su patria a los pocos días. El círculo se apretaba contra la Francia revoluciona, excluida de la Europa monárquica. El Ayuntamiento y la Montaña aceptaban esta situación sin temblar. El procurador del Ayuntamiento, Manuel, anunció a la Asamblea, el 21 de agosto, que el embajador de Venecia se disponía a marchar aquella noche con 14 personas más. «¿La Asamblea – preguntó–, debe dejar marchar a los embajadores de las potencias extranjeras antes de que esté segura de que los representantes diplomáticos suyos serán respetados en las diversas cortes de Europa?» Esto valía tanto como aconsejar el que se guardaran en rehenes los ministros extranjeros, acreditados de los reyes, y practicar la política preventiva de represalias. La Asamblea no se atrevió a tomar decisión alguna y dejó, de hecho, la dirección de la diplomacia al Comité Ejecutivo. El Consejo pensó, al principio, adoptar medidas enérgicas y así, el 24 de agosto, al día siguiente de la marcha de lord Gower, decidió llamar a Chauvelin, nuestro embajador en Londres; mas el 6 de septiembre
volvió sobre su acuerdo y mantuvo a Chauvelin en supuesto. La toma de Longwy y la de Verdún, ocurridas en el intervalo, habían amortiguado su primitivo ardor. El mismo Danton, que con tanta energía se había opuesto a la evacuación de París, aconsejada por Servan y Roland, daba su adhesión y aun concedía su participación activa a una política de negociaciones y concesiones a las potencias monárquicas. El 28 de agosto hacía mandar a Londres, para negociar con Pitt, al antiguo abate Noël, amigo suyo, periodista en 1789 y al que Dumouriez había nombrado, en la primavera de 1792, jefe de sección en el Ministerio de Negocios Extranjeros. Noël llevó con él a Londres a dos parientes de Danton: su medio hermano Recordain y su familiar Mergez. Noël mantenía asidua correspondencia con Danton. Las instrucciones que se le habían dado eran las de mantener a todo precio la neutralidad de Inglaterra. Estaba autorizado, para conseguirlo, a concederle la isla de Tabago, entregada a Francia como consecuencia del reciente tratado de Versalles. Debía darle, también, seguridades respecto a las intenciones del Comité Ejecutivo por lo que se refería a Holanda. Apenas llegado Noël a Inglaterra, en donde bien pronto habría de juntársele otro agente secreto, también
amigo de Danton, Benoist, empezó a pedir dinero, mucho dinero, para allegarse concursos. Lebrun le aconsejaba hiciera campaña en el sentido de ser aquellos momentos propicios para que la Gran Bretaña se hiciera dueña de la Luisiana y de los dominios españoles en América. Francia dejaría hacer y aun, de ser preciso, otorgaría su consentimiento. Pitt rehusó, desdeñosamente, el entrar en relaciones con Noël. Lo que demuestra mejor aún hasta qué punto los ministros estaban desamparados, es otra misión secreta encargada por aquellos tiempos y por Lebrun a otro agente de Danton, Félix Desportes, joven sin experiencia, aunque no sin apetitos, que había sido enviado a la corte del duque de Deux-Ponts. Desportes fue invitado, el 3 de septiembre, a entrar con Prusia en conversaciones secretas para desligarla de la coalición. «Se me ha alabado –le decía seriamente el ministro–, vuestro genio y vuestro patriotismo. Podéis hacer brillar el uno y el otro y cubriros de gloria inmortal colocando a los pies de Francia al más formidable de sus enemigos.» Y Lebrun afirmaba seguidamente, en el mismo despacho, que el duque de Brunswick, este «héroe» – así lo llamaba siguiendo a Carra y Condorcet–, hacía la guerra de mala gana y que por su influencia se podría
obtener no sólo la paz con Prusia sino que también con Austria. Ni qué decir tiene que Desportes, a pesar de su genio, no fue más afortunado que Noël. Más que sobre estas tortuosas intrigas los girondinos contaban para descartar el peligro exterior con la que ellos creían acción todopoderosa de los principios revolucionarios más allá de las fronteras. En vano Robespierre les había puesto en guardia, aun antes de la declaración de la guerra, contra esta peligrosa ilusión. Inocentemente imaginaban aquéllos que los pueblos extranjeros sólo esperaban una señal para imitar a los franceses y, también ellos, librarse de sus nobles, de sus sacerdotes y de sus «tiranos». Como la Revolución francesa había sido la obra de la burguesía educada por los filósofos, tenían por principio seguro que la Revolución europea tendría por principales agentes a los escritores y a los pensadores. El 24 de agosto, Marie-Joseph Chénier, acompañado de otros muchos escritores, compareció ante la Legislativa para solicitar de ella que considerase «como aliados del pueblo francés» a los publicistas extranjeros que, con sus escritos, hubieran ya socavado «los fundamentos de la tiranía y hubieran preparado las vías de la libertad». Propuso declararlos ciudadanos franceses,
a fin de que «estos bienhechores de la Humanidad» pudieran ser elegidos diputados. «Si la elección del pueblo llevaba a estos hombres a la Convención Nacional, ¡qué espectáculo imponente y solemne ofrecerá esta asamblea que va a determinar tan grandes destinos! Lo mejor de los hombres de todos los puntos de la tierra reunidos en congreso ¿no parecería la asamblea del mundo entero?» Dos días más tarde, la proposición de Chénier, a pesar de una tímida oposición de Lasource, de Thuriot y de Basière, se convirtió en decreto, luego de ser informada por Guadet, y se acordó el derecho de ciudadanía a los ingleses Priestley, químico ilustre, Jeremías Bentham, el célebre filósofo del utilitarismo, Clarkson y Wilberforce, elocuentes defensores de los negros, James Mackintosh y David Williams, que habían refutado las publicaciones de Burke contra la Revolución; a los americanos Washington, Hamilton y Thomas Paine; a los alemanes Schiller, Klopstock, Campe y Anacharsis Cloots; al suizo Pestalozzi; al italiano Gorani; al polaco Tadeo Kosciusko; al holandés Corneille Pauw. Según lo había deseado Chénier, Priestley, Cloots y Thomas Paine, fueron elegidos para la Convención. El primero renunció al cargo y los otros dos tomaron asiento en sus escaños.
Hacía ya bastante tiempo que los revolucionarios habían acogido con toda benevolencia a los refugiados extranjeros llegados a Francia para colocarse al abrigo de venganzas aristocráticas. Los admitieron no sólo en los clubes, sino que también en la Guardia Nacional, en los puestos de la administración y hasta en los negociados del Ministerio de Negocios Extranjeros. Estos refugiados políticos formaron, después de la declaración de guerra, la base de las legiones extranjeras, las cuales, luego de la victoria francesa, debían liberar a sus patrias de origen. Había una legión liejesa en el ejército del Centro y una legión belga en el ejército del Norte. Se organizó una legión bátava después del 10 de agosto y con posterioridad una legión alóbroge compuesta de saboyanos, ginebrinos, valdenses y naturales de Neufchatel. Hubo, en fin, una legión germánica, cuyo jefe, el coronel Dambach, había servido a las órdenes del gran Federico. El Consejo Ejecutivo se esforzaba en mantener en el extranjero numerosos agentes secretos que propagasen las ideas revolucionarias. Subvencionaba periódicos en Londres y repartía en Suiza, en Bélgica, en Alemania, en Italia y en España, todo un mar de folletos. Los refugiados de cada nación tenían su club y
comités especiales que publicaban gacetas para el uso de sus compatriotas. Así el español Marchena, amigo de Brissot, redactaba, en Bayona, en francés y en español, una Gaceta de la Libertad y de la Igualdad. Los girondinos se vanagloriaban hasta de provocar deserciones en masa en las tropas prusianas y austríacas. El 2 de agosto, Guadet hizo votar un decreto que concedía a los desertores extranjeros una pensión vitalicia de 100 libras, reversible a sus mujeres, y una gratificación de 50 libras. El decreto fue repartido a montones en todas las fronteras francesas del Este y del Norte. Se le tradujo a muchas lenguas. Se creyó que los ejércitos extranjeros iban a disolverse en cuanto entrasen en Francia. Se recogieron en los puestos de vanguardia unas decenas de pobres diablos, entre los cuales estaban mezclados algunos espías que encontraban cómodo el ejercer su menester al abrigo de la escarapela tricolor y del gorro rojo revolucionario. Ello resultaba tanto más fácil cuanto que no se había tomado medida alguna en contra de los enemigos residentes. En tanto que en Prusia y en Austria los súbditos franceses fueron expulsados o recluidos, en Francia los súbditos austríacos y prusianos circulaban libremente y aun gozaban de particular protección en cuanto hicie-
ren la más leve ostentación de sentimientos cívicos. La creencia en la virtud de la propaganda era tal que el mismo Dumouriez, que tenía fama de realista, envió a Lebrun, el 24 de agosto, todo un plan según el cual podía revolucionarse a los suizos con la ayuda de los refugiados de tal país, que habían fundado en París su correspondiente club helvético. Los refugiados saboyanos, dirigidos por el médico Doppet, fundador de la legión alóbroge, persuadieron al Consejo Ejecutivo de que la conquista de Saboya no sería otra cosa que un paseo militar. El 8 de septiembre el pequeño ejército de Montesquiou recibió la orden secreta de atacar al rey de Cerdeña, con el cual se estaba aún en paz. El ministro Lebrun justificó, poco después, el 15 de septiembre, este ataque brusco y preventivo exponiendo que el rey de Cerdeña había tolerado las agrupaciones y reuniones de emigrados, que había reunido tropas en Montmelian, que había dejado pasar a los austríacos por su territorio (?) y que había rehusado, por último, el recibir a los agentes diplomáticos franceses. El informe de Lebrun fue acogido por vivos aplausos de la Asamblea. Prusianos y austríacos habían utilizado en su provecho los tres meses de respiro que, generosamente,
les habían acordado nuestros generales políticos. Mientras éstos, desobedeciendo las órdenes recibidas, permanecían con el arma al brazo, inactivos, y entretenían su descanso en complots con la corte o los fuldenses; mientras dejaban pasar la ocasión de invadir la Bélgica desguarnecida, nuestros enemigos se desquitaron del retraso que habían sufrido en su movilización y en su concentración. El metódico Brunswick, al frente del principal ejército, compuesto de 42.000 prusianos y de 5.000 soldados de Hesse, se puso en marcha, desde Coblenza, el día 30 de julio, remontando el Mosela hacia la frontera. Un cuerpo de emigrados de unos 5.000 hombres y la división austríaca de Clerfayt, integrada por 15.000 soldados, franqueaban su derecha. A su izquierda un cuerpo austríaco de 14.000 hombres, mandados por Hohenlohe-Kirchberg, marchaba sobre Thionville y Metz. Por último, un ejército de austríacos de 25.000 hombres, al que se unieron 4.000 emigrados, se concentraba en Bélgica frente a Lille, al mando del duque de Sajonia Teschen. La opinión general en el extranjero era la de que Brunswick estaría en París a primeros de octubre. ¿No estaba el ejército francés completamente desorganiza-
do por la emigración, en masa, de la mayor parte de sus oficiales? ¿No estaba paralizado por las rivalidades entre las tropas de línea –los pechiblancos– y los voluntarios –los azulinos–? Éstos, los soldados de 15 sueldos, elegían sus oficiales. Y ¿cómo los hombres civiles, nombrados oficiales sin preparación alguna, podían hacerse obedecer? ¿Es que la elección daba competencia y experiencia? Los azulinos, aun los más antiguos, no llevaban un año de servicio bajo las banderas. Se dispersaban gritando: «¡Traición!» al primer encuentro, según ya se había visto en los principios de la guerra, en Tournai, en Mons. Los emigrados proclamaban a voz en grito que mantenían inteligencias en todas las plazas fuertes. Repetían que la masa de sus antiguos vasallos y súbditos seguía siendo profundamente realista y que se sublevaría en contra de la tiranía de la minoría jacobina en cuanto vieran aparecer sus escarapelas blancas. La campaña sería muy corta, un verdadero viaje de placer. Los primeros éxitos de los coligados respondieron a estas esperanzas. Los prusianos franquearon la frontera el 16 de agosto. Pusieron sitio a Longwy, cuyo comandante, Lavergne, se rindió el 23 de agosto, después de un simulacro de defensa, siendo dejado en li-
bertad por los sitiadores. Luego pusieron sitio a Verdún. El comandante de la plaza, Beaurepaire, teniente coronel del batallón del Maine y Loire, era un patriota. Quería combatir. Los realistas de la plaza lo asesinaron e hicieron correr el rumor de que se había suicidado. Verdún se rindió el 1.º de septiembre. Damas de Verdún visitaron a los vencedores en su propio campamento. Los austríacos de Hohenlohe-Kirchberg sitiaban a Thionville el 4 de septiembre, y el comandante de la plaza, el antiguo constituyente Félix Wimpfen, prestaba oído a las proposiciones de los príncipes que llevaba hasta él el judío Godchaux. La actitud resuelta de la población y de las tropas no le dejaron capitular. Si Brunswick, después de la toma de Verdún, hubiese sido más confiado y hubiera marchado sin perder tiempo sobre Châlons, no hubiera encontrado en su camino obstáculo alguno serio. Pero Brunswick despreció al enemigo y no se dio prisa. El Consejo Ejecutivo había perdido 15 días en vacilaciones y titubeos. Cuando La Fayette, abandonado por sus tropas, se vio obligado a huir el 19 de agosto, nombró para sustituirlo a Luckner. Era éste un viejo soldado alemán legítimamente sospechoso a los pa-
triotas por sus intrigas con La Fayette. Se le elevó, casi repentinamente, al grado de generalísimo, se le fijó por cuartel Châlons y se le dio casi el exclusivo encargo de organizar a los voluntarios que, procedentes de la última leva, afluían de todos los puntos de Francia. Para vigilarlo se le adjuntaron dos agentes del Consejo, Laclos y Billaud-Varenne, que pronto lo denunciaron como incapaz y mal intencionado. Fue llamado a París el 13 de septiembre. Kellermann había recibido el mando del ejército del Centro, Biron el mando del ejército del Rin, Dumouriez el mando del ejército del Norte. Estos tres ejércitos, alineados en cordón a lo largo de las fronteras, no habían abandonado sus posiciones. Biron tenía a sus órdenes cerca de 25.000 hombres, detrás del Lauter; Kellermann, 28.000 en Lorena, en Metz y en Thionville; el ejército del Norte estaba repartido en dos grupos, el más numeroso en el departamento del Norte, de Dunkerque a Maubeuge; el otro, compuesto de 19.000 hombres, alrededor de Sedán. Detrás de ellos una barahúnda de voluntarios y guardias nacionales se concentraba entre Reims y Châlons, para cubrir a París. Las preocupaciones políticas dominaban a las con-
sideraciones estratégicas. Ante el temor de una sublevación de París, Servan y el Consejo Ejecutivo querían, a todo precio, detener el avance de Brunswick. Prescribieron a Dumouriez que acudiera rápidamente a hacerse cargo del mando del grupo de Sedán, debiendo reunirse con Kellermann en el Argona. Pero Dumouriez soñaba con conquistar Bélgica. Acumuló objeción sobre objeción. No llegó a Sedán hasta el 28 de agosto y desde allí propuso aún a Servan invadir Bélgica remontando el Meuse. Hasta el 1.º de septiembre, el día mismo de la toma de Verdún, no se decidió a abandonar Sedán para ocupar los pasos del Argona. Brunswick, que tenía mucho menos camino que recorrer, pudo habérsele adelantado o, por lo menos, inquietarle seriamente, atacando de flanco durante la marcha. Pero no se movió, y Dumouriez pudo estar en Grandpré el día 3 de septiembre. Llamado a refuerzos de Flandes, atrincheró los caminos que cruzaban la selva y esperó que Kellermann, salido de Metz, se le uniese por Bar-le-Duc. Brunswick no atacó a la línea francesa hasta el 12 de septiembre, rompiéndola por su parte norte en Croix-aux-Bois. Dumouriez, en lugar de batirse en retirada hacia Châlons, según quería Servan, se replegó
hacia el Sur, sobre Sainte-Ménehould. El camino de París quedaba libre. Pero, al fin, el 19 de septiembre, se estableció el contacto de Kellermann y el ejército de Metz con Dumouriez. En lo sucesivo serían 50.000 franceses contra 34.000 prusianos. Brunswick no había perseguido a Dumouriez en su retirada de Grandpré a Sainte-Ménehould. Siempre lento y acompasado, pensaba arrojar a los franceses de sus posiciones mediante una sabia operación envolvente sobre Vienne-le-Château y el Chalade. Pero el rey de Prusia se impacientaba con tanta lentitud y ordenó a Brunswick el atacar de frente a los descamisados sin más dilaciones. El 20 de septiembre, pues, hacia el mediodía, la infantería prusiana se desplegó en orden de combate ante el monte Yvron y la colina de Valmy, que ocupaba el ejército de Kellermann. El rey de Prusia esperaba en el desatinado huir de las escarapelas tricolores. Pero no fue así, sino que, antes por el contrario, demostraban gran serenidad. Al principio la explosión de tres cajas de municiones de artillería fue causa de alguna turbación en la segunda línea; pero Kellermann, blandiendo su sombrero sobre la punta de su espada, gritó: «¡Viva la Nación!» El grito corrió de batallón en batallón. La infantería prusiana se detu-
vo. Brunswick no se atrevió a dar la orden de asalto. La jornada se terminó por un duelo de artillería en el que los franceses demostraron su superioridad. Un verdadero diluvio comenzó a caer a las seis de la tarde. Los dos ejércitos pasaron la noche en sus respectivas posiciones. Las pérdidas sufridas por una y otra parte eran escasas: 200 entre los prusianos, 300 entre los franceses. Valmy no era una victoria estratégica pues el ejército prusiano estaba intacto y seguía estando entre París y el ejército francés. Pero sí era una victoria moral. Los tan despreciados descamisados habían entrado en fuego. Los prusianos y los austríacos perdieron la ilusión de poderlos vencer sin trabajo y en campo raso. Los hombres de la tradición habían creído, candorosamente, que fuera del orden monárquico no había lugar sino para la anarquía y la impotencia. La Revolución se les manifestó por vez primera en su aspecto orgánico y constructivo. Sintieron como trastornarse profundamente todo su ser y ello hasta tal punto que se dice que Goethe, que se encontraba en el vivaque prusiano, haciéndose eco de lo que ocurría, pronunció aquellas sus famosas palabras: «En este lugar y en este día se comienza una nueva era en la historia del mun-
do.» La verdad había aparecido súbitamente ante el gran poeta filósofo. El orden antiguo, basado sobre el dogma y sobre la autoridad, cedía su puesto a un orden nuevo del que la libertad era la base. A los ejércitos de profesión, dirigidos por la disciplina pasiva, sucedía un ejército nuevo, vivificado por el sentimiento de la dignidad humana y de la independencia nacional. De un lado el derecho divino de los reyes, de otro los derechos de los hombres y los pueblos. Valmy significaba que en la lucha, tan inoportunamente empeñada, los derechos del hombre no caerían en desventaja. Brunswick, que no había avanzado por la Champaña sino contra su voluntad, hubiera preferido limitarse a conquistar metódicamente todas las plazas fronterizas a fin de establecer en ellas sus cuarteles de invierno. No se dio prisa en reanudar el ataque. Sus tropas estaban cansadas por las penosas marchas a través de suelos poco propicios. La uva de Champaña había provocado en ellas una especie de disentería epidémica. A más sus convoyes, obligados a dar un gran rodeo desde Verdún a Grandpré, no llegaban sino irregularmente. En fin, los campesinos loreneses y champañeses, en lugar de acoger a los aliados como bienhechores, resistían a sus requisas, huían al bosque y dispara-
ban sus fusiles contra los retrasados. Era evidente que las masas detestaban a los emigrados y que ellas no aceptarían, sino temblando, el restablecimiento del feudalismo. Brunswick manifestó al rey que su posición era aventurada y que no era posible soñar en marchar sobre París. Los consejeros del rey, contrarios a la alianza austríaca, Lucchesini y Manstein, agregaron que la guerra contra Francia sólo acarrearía pérdidas y gastos y que eran ellos los que iban a sacar, con propia mano, y en provecho del Emperador, las castañas del fuego. Por su parte, Dumouriez deseaba reemprender lo más pronto posible sus planes sobre Bélgica. Había entendido siempre que el interés común de Prusia y Francia era el de aliarse ambas en contra de Austria. No hizo nada por transformar su victoria moral de Valmy en victoria estratégica. Antes por el contrario, a pretexto de canjear al secretario del rey de Prusia, Lombard, que había sido hecho prisionero el 20 de septiembre, por el alcalde de Varennes, Georges, guardado en rehén por el enemigo, el 22 de septiembre envió a Westermann, agente del Comité Ejecutivo, al campo prusiano, lo que dio motivo a que se entablaran conversaciones que duraron muchos días. Dumouriez
se jactaba de separar a Prusia de Austria. El rey de Prusia y Brunswick esperaban ganarse a Dumouriez, que sabían era ambicioso y venal, y hacer de él, sino un instrumento de restauración monárquica, al menos, sí, de la libertad de Luis XVI y su familia. Manstein, ayudante de campo del rey Federico Guillermo, cenó el 23 de septiembre con Dumouriez y Kellermann en el cuartel general de Dampierre sobre el Aube. Durante la reunión les entregó una nota que llevaba por cabeza lo siguiente: Puntos esenciales para encontrar los medios de convertir en amistad todas las prevenciones existentes hoy entre los reinos de Francia y Prusia. Y seguía así: «1.º El rey de Prusia, así como sus aliados, desean el nombramiento de un representante de la nación francesa para tratar con él. No es cuestión el volver al régimen antiguo, sino, antes por el contrario, de dar a Francia un gobierno apropiado al bien del reino. 2º Tanto el rey como sus aliados desean que cese toda propaganda. 3º Se desea que sea puesto en completa libertad el rey de Francia.» Apenas se había marchado Manstein, cuando Dumouriez y Kellermann supieron que se había proclamado la República. Por tanto, ya no podían servir las bases prevenidas para la negociación. Se acordó, sin embargo, una suspensión de hostilidades y Wester-
mann fue enviado a París, siendo portador de las propuestas prusianas. El Consejo Ejecutivo, en el que aún tenía asiento Danton, las examinó el 25 de septiembre. Opinó que debían seguirse las conversaciones. Se pidió a Manuel, aún procurador del Ayuntamiento, que reuniese los extractos de las deliberaciones y acuerdos tomados por dicha entidad para asegurar a Luis XVI y su familia una existencia decente en el Temple. Pero el Ayuntamiento, sorprendido por la demanda de Manuel, no llevó a cabo lo pedido sin dar cuenta de todo a la Convención, la que concedió carta blanca al Consejo Ejecutivo, luego de un ligero debate, en el curso del cual inconsideradamente llamó Manuel a Westermann agente del rey de Prusia. Westermann volvió al campamento de Dumouriez con los acuerdos del Ayuntamiento que debían tranquilizar a Federico Guillermo sobre la suerte de Luis XVI y con una carta de Lebrun que persistía en ofrecer a los prusianos no solamente una paz separada sino la alianza de Francia con la sola condición de que reconociesen la República. En espera del desarrollo de los acontecimientos, Dumouriez prolongaba la suspensión de las hostilidades y cambiaba atenciones y visitas con los generales
enemigos. El 27 de septiembre envió azúcar y café a Federico Guillermo, que se encontraba falto de ambos artículos, acompañado todo de una amable carta al «virtuoso Manstein». Pero Dumouriez le hacía presente, al mismo tiempo, que precisaba tratar con la Convención y reconocer la República. Federico Guillermo no estaba dispuesto aún a dar tan gran paso. Hizo responder secamente a Dumouriez que sus obsequios eran superfluos: «Os ruego no os toméis semejantes molestias», y le hizo firmar a Brunswick, el 28 de septiembre, un violento manifiesto en que denunciaba al universo las escenas de horror «que habían precedido a la prisión del rey de Francia, los atentados inauditos y la audacia de los facciosos», y, por fin, «el último crimen de la Asamblea Nacional», es decir, la proclamación de la República. Tocó ahora la vez a Dumouriez de irritarse y darse por engañado, al recibir tal manifiesto. Y respondió por una proclama en la que decía a sus tropas: «No más treguas, mis amigos, ataquemos a estos tiranos y hagámosles arrepentirse de haber venido a manchar el honor de un pueblo libre.» Frases para la galería. Dumouriez no atacó a los prusianos. Y continuó teniendo con ellos frecuentes comunicaciones. Federico Gui-
llermo, que sólo contaba con 17.000 hombres útiles, aprovechó estas buenas disposiciones para, el 30 de septiembre, levantar su campo y emprender y efectuar sin obstáculos una retirada que pudo muy bien convertirse en desastre. Dumouriez le siguió lentamente y aun pudiera decirse que con toda cortesía, sin intentar el acabarlo al pasar los desfiladeros del Argona y aun prescribiendo a sus oficiales falsos movimientos a fin de así impedirles el que, siguiéndolo de muy cerca, pudieran molestar al enemigo. En estos primeros días de la Convención, todo parecía sonreír a los girondinos. La invasión estaba rechazada y nuestras tropas iban bien pronto a entablar la ofensiva en las otras fronteras. De estos sucesos inesperados, los girondinos –que en los momentos de más peligro habían mostrado la mayor desconfianza– deberían recoger los beneficios. Pero lo que ellos soñaban era en armarse en contra de sus adversarios políticos. Brissot dirá que estos éxitos «eran el tormento y la desesperación de los agitadores». Y así, la victoria, lejos de calmar las luchas de los partidos, las exasperó.
CAPÍTULO XVII LA TREGUA DE TRES DÍAS
Nueva Constituyente, todos los poderes se concentraban, por definición, en la Convención. Sólo ella poseía capacidad para interpretar los deseos de la nación. El Ayuntamiento de París tenía, pues, que esfumarse ante ella. Habían pasado los tiempos de la rivalidad entre la representación nacional y una municipalidad insurreccional. Se entraba nuevamente en la legalidad soberana. En manos de la Gironda estaba el que la lucha estéril de los partidos cediera su puesto a la emulación fecunda de todos los revolucionarios en pro del bien público. El Ayuntamiento, sintiendo su descrédito después de las matanzas de septiembre, trataba de corregirse, censuraba a su Comité de Vigilancia, al que renovó por entero, liquidaba sus cuentas antes de desaparecer; en una palabra, se esforzaba en probar a las provincias que se le había calumniado presentándolo como un poder anárquico y desorganizador. Marat, registrando la derrota de los montañeses en las elecciones, anunciaba en su periódico –número del
22 de septiembre–, que iba a seguir «un nuevo camino». Manifestaba su confianza en la Convención y prometía poner sordina a su recelo, marchar de acuerdo con los defensores del pueblo. Marat, lo dice él mismo, no hacía otra cosa que obedecer a la táctica de su partido. Danton, algunos días antes de la reunión de la Convención, había ido en busca de Brissot e intentado, cerca de él, una reconciliación y un acuerdo: «Me hizo –dice Brissot–, algunas preguntas sobre mi doctrina republicana, me dijo que tanto él como Robespierre temían que yo quisiera establecer la república federativa, que fuera ésa la opinión de la Gironda. Yo se lo aseguré».7 Los montañeses dieron, pues, los primeros pasos y sus actos mostraron que se esforzaban en mantener sus promesas. Cuando la Convención se reunió el 21 de septiembre de 1792, un día después de Valmy, dos días después de la entrada triunfal de Montesquiou en Saboya, París gozaba de calma, de una calma que sorprendió a los nuevos diputados, acostumbrados a considerar la capital, según los cuadros trazados por Roland y sus periodistas, como nido de revueltas y anarquía. «Nos Brissot a todos los republicanos de Francia, folleto fechado a 24 de octubre de 1792. 7
es precisa la paz en el interior –escribía el 23 de septiembre Jeanbon Saint-André a la municipalidad de Montauban–, y sobre todo que los buenos ciudadanos no se dejen engañar por los hipócritas del patriotismo como ha sucedido en Lyon, en donde el pueblo, en su ceguera, se ha permitido tasar los comestibles a un precio ruinoso para los vendedores, lo que les alejará necesariamente de esta desgraciada población, entregada, por esta cruel medida, a los horrores del hambre».8 Saint-André, que figurará entre los montañeses más resueltos, no es sospechoso. Y he aquí que censura a los exagerados, a los hipócritas del patriotismo, a los amigos de Chalier, autores de las tasas lionesas. Nada era, pues, más fácil a los girondinos que el gobernar en una atmósfera de confianza y de concordia. Sus antiguos adversarios les tendían la mano y les daban prendas de su obrar. Pero los girondinos, embriagados por la victoria de nuestros ejércitos, que justificaba su política exterior, fuertes por su mayoría, que se elevaba, según la afirmación de Brissot, a los dos tercios de los elegidos, no se contentaron con dominar en el Consejo Ejecutivo, con apoderarse enteramente de la mesa de la Asamblea, con colocar a sus amigos 8
Cartas de Jean Saint-André en la Revolución francesa, 1895.
en los puestos de todas las grandes comisiones, sino que, casi desde el primer momento, se dejaron arrastrar por sus apasionados odios y se dedicaron a fondo a la práctica de la política de represalias. La tregua convenida entre Danton y Brissot duró sólo tres días; tres días, por otra parte, que se vieron llenos por resoluciones memorables. El 20 de septiembre, viva aún la Legislativa, la Convención se constituía. Nombró como presidente a Jérôme Pétion por 235 votos de 253 votantes y luego completó la mesa eligiendo para secretarios a Condorcet, Brissot, Rabaud de Saint-Étienne, Vergniaud y Camus. Elección significativa. Pétion había sido vengado del menosprecio que le habían hecho sufrir los electores parisienses, que lo habían pospuesto a Robespierre. Todos los secretarios eran jefes girondinos, salvo Camus, que pasaba por fuldense. Bentabolle le reprochará, en los Jacobinos, el 24 de octubre, el haber firmado la petición realista de los 20.000. Por la elección de Camus los girondinos tendían un cable a los antiguos realistas. Al día siguiente, 21 de septiembre, la Convención celebró su primera sesión. François de Neufchâteau, en nombre de la Legislativa que acababa de cesar, le
dio la bienvenida, haciendo un llamamiento a la unión: «Los motivos de división deben cesar», y condenando los proyectos de república federativa, que ya habían inquietado a Danton y Robespierre, añadió: «Mantendréis sobre todo, entre todas las partes del Imperio, la unidad de gobierno, de la que sois centro y lazo.» Seguidamente Manuel propuso alojar al presidente de la Asamblea, al que llamó Presidente de Francia, en un palacio y concederle honores. En el acto Chabot protestó recordando que los diputados de la Legislativa habían jurado individualmente combatir a los reyes y a la realeza. No era, pues, el solo nombre de rey lo que Francia quería borrar, sino todo aquello que pudiera recordar a la realeza y al poder real. Y concluyó diciendo que el primer acto que debía llevar a cabo la Convención era el de declarar que sometería a la aceptación del pueblo todos sus decretos. Tallier apoyó a Chabot: «Con verdadera extrañeza he oído hablar aquí de un ceremonial.» La proposición de Manuel fue rechazada por unanimidad. Y este voto significaba que la Convención no imitaría a América y que no nombraría, para reemplazar al rey, a un presidente investido del poder ejecutivo.
Couthon, volviendo sobre la idea de Chabot, pidió que la nueva Constitución que la Asamblea había mandado elaborar para reemplazar a la Constitución monárquica, fuese sometida a la ratificación del pueblo: «Sólo con horror –añadió seguidamente–, he oído hablar de un triunvirato, de una dictadura, de un protectorado... Estos rumores son seguramente medios imaginados por los enemigos de la Revolución para producir disturbios.» Pidió a sus colegas que jurasen una igual execración para la realeza, para la dictadura y para el triunvirato. Fue vigorosamente aplaudido. Basire, insistiendo en esta moción, reclamó una ley que impusiera la pena de muerte a «cualquiera que se atreviera a proponer la creación de un poder individual y hereditario». Rouyer y Mathieu hablaron para dar su conformidad. Luego, Danton, para exorcizar «los vanos fantasmas de dictadura, las ideas extravagantes de un triunvirato, todos los absurdos inventados para asustar al pueblo», propuso, a su vez, decretar que la nueva Constitución fuese sometida a la aceptación de las asambleas primarias. Repudiando toda exageración, es decir, desaprobando a Momoro, propuso, también, para asegurar a los poseedores, el decretar el mantenimiento eterno de todas las propiedades territoriales, in-
dividuales e industriales. La voz «eterno» pareció un poco fuerte a Cambon, que ya comenzaba a desconfiar de la demagogia de Danton. Pidió que no hiciera un decreto irrevocable y, luego de una ligera discusión, la Convención aceptó la redacción de Basire, que decía: «1.º No puede existir más Constitución que aquella que el pueblo acepte. 2º Las personas y las propiedades están bajo la salvaguardia de la nación.» La Asamblea se había manifestado unánime en rechazar, a la vez, la dictadura y la ley agraria. Lo estuvo, también, en abolir la realeza. Collot de Herbois formuló la propuesta. El obispo Grégoire la apoyó, manifestando que: «las dinastías, en todos los tiempos, no habían sido otras cosas que razas devoradoras que se bebían la sangre de los pueblos». Por un movimiento espontáneo, todos los diputados se levantaron y testimoniaron su odio en contra de la realeza. Sólo Basire, recordando que había sido el primero en alzar su voz en contra de Luis XVI y afirmando que no sería el último en votar la abolición de la realeza, quiso poner en guardia a la Asamblea contra un voto dado en momentos de mero entusiasmo. Generales murmullos le interrumpieron. Grégoire le replicó con vehemencia: «Los reyes son en el orden mo-
ral lo que los monstruos en el orden físico. Las cortes son talleres del crimen, hogar de la corrupción y cubil de los tiranos. La historia de los reyes es el martirologio de las naciones.» La abolición de la realeza se decretó por unanimidad en medio de transportes de alegría, tanto de los diputados cuanto de los concurrentes a las tribunas. Sobre la marcha, con gran aparato, al caer de la tarde y a la luz de las antorchas, fue proclamado el decreto en París. Monge, acompañado de otros ministros, vino a felicitar a la Asamblea por haber proclamado la República con su decreto, y en su nombre prometió morir en digno republicano si ello era preciso para el mantenimiento de la libertad y de la igualdad. El mismo día, Roland, en una circular dirigida a los cuerpos administrativos les daba cuenta de la gran medida acordada y les decía: «Sírvanse, señores, proclamar la república, proclamando al mismo tiempo la fraternidad, ya que ambas son una misma cosa.» En todos lados se proclamó con solemnidad la república al mismo tiempo que la abolición de la realeza. La palabra república no estaba en el decreto y se consignó al día siguiente mediante una rectificación en el acta de la sesión de la víspera, pero la palabra no necesitaba estar
escrita ya que el espíritu estaba en los corazones y en los hechos. El enemigo retrocedía. Los realistas, aterrados, callaban. La república aparecía aureolada por la gloria de haber salvado a la Revolución y a la Patria. En este día, 21 de septiembre, Roland hace un llamamiento a la fraternidad. Parece como que la tregua de los partidos iba a continuar. El 22 de septiembre la sesión de la Convención se abrió reinando el mayor acuerdo. Una diputación de las secciones de Orleáns vino a quejarse de la municipalidad de la mencionada población, de la que decían era favorecedora de los ricos y, a más, había execrado el 20 de junio. Añadió la diputación que las secciones habían suspendido a la municipalidad, pero que ésta se negaba a abandonar sus funciones. Casi al mismo tiempo se levantaron el montañés Danton y el girondino Masuyer para proponer, ambos, el enviar a Orleáns tres miembros de la Asamblea que investigasen los hechos y tomaran las medidas que juzgasen necesarias. La Convención aceptó sus propuestas. Después Couthon, alargando el debate, declaró sospechosas a todas las corporaciones administrativas y municipales, pidiendo su renovación. El girondino Louvet apoyó con todo calor a Couthon
y propuso que fueran renovados incluso los jueces. Muchos oradores hablaron en el mismo sentido. Pero, de repente, Billaud-Varenne propuso la supresión de los jueces y su reemplazo por simples árbitros. Al oírlo, el moderado Chasset gritó: «Pido que el orador sea llamado al orden. ¿Es que quiere desorganizarlo todo y sumirnos en la anarquía?» El debate tomó, desde este momento, un tono apasionado. Las divisiones latentes hicieron su aparición. Montañeses y girondinos comenzaron a enfrentarse. Lasource dice: «Si destruís las corporaciones administrativas y los tribunales, queréis rodearos de escombros por todas partes, no aspiráis sino a que todo sea ruinas.» Léonard Bourdon le replicó que ante todo era preciso desalojar a los realistas de las corporaciones administrativas. La Convención decretó que todas las corporaciones, administrativas, municipales y judiciarias, fuesen renovadas en su totalidad, salvo aquellas que, excepcionalmente, lo habían sido con posterioridad al 10 de agosto. El acuerdo se recibió con aplausos. Pero la discusión se empeñó nuevamente a causa de una propuesta de Tallien, quien pidió que todo ciudadano pudiera ser juez, aunque no figurase como inscrito en las listas de los togados. Lanjuinais y Goupi-
lleau pidieron el aplazamiento de la discusión, a lo que se opuso Danton con todo vigor: «Todos los llamados hombres de ley –dijo Danton–, forman una aristocracia irritante; si el pueblo se ve obligado a tener que elegir entre estos hombres, no sabrá en dónde poner su confianza. Pienso, por el contrario, que si hubiera de establecerse una excepción debía ser ella para excluir de la elección a los hombres de ley, ya que hasta hoy se han abrogado un privilegio exclusivo, constituyendo una de las grandes plagas del género humano. Que el pueblo escoja a su gusto entre los hombres de talento que merezcan su confianza... Los que han convertido en profesión el hecho de juzgar a los hombres se parecen a los sacerdotes; unos y otros han engañado eternamente al pueblo. La justicia debe aplicarse siguiendo sólo las simples leyes de la razón.» Chasset habló de nuevo de anarquía y de desorganización: «Los que quieren colocar en los tribunales a hombres sin conocimientos quieren poner la voluntad del juez sobre el querer de las leyes. Con estas adulaciones continuas hacia el pueblo se acaba por someterlo a la arbitrariedad de un hombre que habrá usurpado su confianza. Esto no es otra cosa que adulaciones, lo vuelvo a repetir.» Danton, herido por semejante latiga-
zo, contestó con un ataque personal al orador: «Y vos ¿no adulabais al pueblo cuando la revisión?» Chasset, antiguo constituyente, era de aquellos que, en pos de Barnave y los Lameth, habían contribuido, después de Varennes, a hacer revisar la Constitución, aunque en un cierto sentido monárquico. Prolongados rumores se alzaron en contra de Danton. Masuyer pidió que se le llamara al orden. Pétion, que presidía, se contentó con desautorizar su actitud. La discusión continuó en tono acre. Finalmente, los girondinos fueron derrotados y la proposición de Danton se convirtió en decreto. ¿Fue este fracaso el que alarmó a los girondinos y el que los hizo denunciar la tregua? Es muy probable, ya que al día siguiente, 23 de septiembre, Brissot acusa a los montañeses, en su periódico, de querer la destrucción de todas las autoridades existentes y de tender a la nivelación general; de ser los aduladores del pueblo. Escoger indistintamente de entre todos los ciudadanos los jueces pareció una amenaza muy grave al partido del orden. Quien tiene la justicia tiene la salvaguardia de la propiedad. ¿Iban los montañeses a adueñarse de los tribunales? Brissot lanzó la señal de alarma, lo que no le impedirá, más tarde, en el escrito que ya hemos
citado, el acusar a Robespierre de haber hecho fracasar el pacto de apaciguamiento y de conciliación que había concluido con Danton. Lo que prueba que la iniciativa de Brissot no era aislada se encuentra en el hecho de que el mismo día en que él lanza su ataque en el periódico vuelve Roland a entrar en escena. En un largo informe a la Convención denuncia a los anarquistas vendidos a Brunswick y se dedica a convencer a la Asamblea de que no podrá deliberar libremente, ni estar en seguridad, sino rodeándose de una fuerza armada poderosa: «Creo – decía–, que esta fuerza debe estar compuesta por hombres que sólo se dediquen a la profesión militar y que se consagren a ella con constante regularidad; sólo una tropa a sueldo puede atender a este menester.» Al día siguiente Roland siembra de nuevo la alarma a propósito de un hecho insignificante: la detención de un correo en el camino de Châlons. Seguidamente el girondino Kersaint, tomando pretexto de la comunicación de Roland, pidió, en un vehemente discurso, medidas extraordinarias para hacer cesar los excesos y las violencias: «Es ya tiempo –decía–, de levantar cadalsos en que se castigue tanto a los que cometen asesinatos cuanto a los que los provocan... Nombrad cuatro co-
misarios que preparen una ley en este sentido; encargadles que nos la presenten mañana mismo, ya que no podemos tardar más tiempo en vengar los derechos del hombre violados por todo lo que está pasando en Francia.» Se empeñó una discusión muy viva. Los montañeses Billaud-Varenne, Basire y Tallien protestaron que Roland y Kersaint exageraban el estado de Francia: «Las leyes existen –dijo Tallien–, el Código Penal contiene disposiciones contra los asesinatos, es a los tribunales a los que toca aplicarlas.» Pero Vergniaud declaró que dilatar la votación de la propuesta de Kersaint era «proclamar paladinamente que estaba permitido asesinar, decir en voz alta que los emisarios prusianos podían laborar a sus intentos y a su placer en el interior de Francia, armar al padre contra sus hijos». Garran de Coulon, más violento aún, pretendió afirmar que no había en las leyes precepto alguno contra aquellos que provocaban los asesinatos, contra los agitadores que extravían al pueblo: «Todos los días los muros de las ciudades se cubren de proclamas incendiarias, se predica en ellas la violencia, se leen listas de proscripción, se calumnia a los mejores ciudadanos y cada día se designan nuevas víctimas...» Collot de Herbois se extrañó de que a los solos tres días de estar
funcionando la Asamblea se mostrase ya tan injuriosa desconfianza y se propusiesen leyes sanguinarias. Lanjuinais le replicó que los ciudadanos de París estaban llenos de «estupor y espanto». Pero como esto era contrario a la realidad que podía contrastar la Asamblea, se produjeron bastantes rumores. Después subió Buzot a la tribuna. En la Constituyente se había sentado al lado de Robespierre. Pasaba por demócrata a los ojos de los que ignoraban aún que la belleza y las zalamerías de la señora Roland, cuyos salones frecuentaba, habían seducido a su vano corazón y a su espíritu inquieto. Buzot llevó a la tribuna todos los odios de la camarilla de los Roland. Comenzó por recordar las matanzas de septiembre: «Y si estas escenas hubieran sido recordadas, en toda su horrible verdad, allá en el fondo de las provincias, puede ser, legisladores, que vuestras asambleas electorales nos hubieran mandado que estableciéramos entre ellas nuestra sede.» Lanzada esta amenaza, se esforzó en justificar la propuesta de Kersaint, elogiando a Roland e injuriando a los montañeses, «turba de hombres de los que yo no conozco –dijo–, ni los principios ni los fines». Hacía falta no solamente una ley contra los provocadores al asesinato; precisaba rodear a la Con-
vención de una guardia tan formidable que los departamentos pudiesen estar ciertos de la seguridad de sus diputados. Solamente así podrían votar con toda independencia y no serían esclavos de ciertos diputados por París. Buzot fue muy aplaudido. Basire, que quiso responderle, no pudo hacerlo porque se levantó la sesión. La Convención decretó que se nombrase una comisión para que diese cuenta de la situación de la república y particularmente de la capital, para que le presentase un proyecto de ley contra los provocadores al asesinato y para proponer, en fin, los medios necesarios para dar a la Convención una guardia reclutada en los 83 departamentos. La suerte estaba echada. La Gironda declaraba la guerra a París. Los montañeses provocados no podían hacer otra cosa que recoger el desafío. Ya la víspera, uno de ellos, Chabot, en la sesión de los Jacobinos, había discutido el violento artículo de Brissot, aparecido por la mañana. Hubo de solicitar se obligase a Brissot a explicar qué entendía por la expresión «partido desorganizador» empleada por él. Pero, visiblemente, el club no tenía aún ganas de que se rompieran las hostilidades. Y
en la misma sesión eligió a Pétion para su presidencia. El 24 de septiembre, desde el abrirse de la sesión los jacobinos adoptaron otra actitud en la Convención. Chabot denunció a «la secta aduladora» que alimentaba, de creer al orador, la intención de establecer la república federativa. Después, Fabre de Églantine volvió sobre los ataques de Roland y Buzot contra París. Habiendo Pétion, que presidía, tratado de defender a Buzot, desencadenó el tumulto. Fabre protestó contra las prevenciones y ultrajes de que se hacía objeto a la diputación de París. La Guardia Departamental, medida de desconfianza inquisitorial, podía provocar la guerra civil. Fabre, sin embargo, fiel al espíritu conciliador de su amigo Danton, concluyó pidiendo a los buenos ciudadanos que depusiesen sus recíprocos rencores. Pétion hizo suya esta conclusión. Mas BillaudVarenne, que siguió a Fabre, no se contentó con responder a los ataques de los girondinos. Se dedicó a inculparlos. Recordó sus faltas, les acusó de segundas intenciones inconfesables: «Hoy que el enemigo avanza y que nuestras fuerzas no son bastantes para detenerlo, se os propone una ley sangrienta y se os presenta a los hombres más puros como teniendo inteligencias con el enemigo. ¡A nosotros, que hemos clamado sin cesar
contra la guerra ofensiva! Y ¿quiénes son aquellos que nos acusan? Son los hombres que han provocado esta guerra ofensiva: nos acusan, sin duda, de sus propias traiciones.» Collot apoyó a Billaud. El girondino Grangeneuve quiso responder. Defendió a Brissot contra Chabot. Bien pronto estalló de nuevo el conflicto y el tumulto. La sesión terminó con una amenaza lanzada por Barbaroux: «Ochocientos marselleses vienen sobre París y avanzan sin cesar. Este cuerpo lo componen hombres completamente independientes en cuanto hace a la fortuna. Cada uno ha recibido de su padre y de su madre dos pistolas, un sable, un fusil y un asignado de mil libras». ¡Maravillosos efectos del espíritu de partido! Este mismo Barbaroux, que llamaba en auxilio de la Convención a los hijos de familia de Marsella, había presidido la asamblea electoral de las Bocas del Ródano, y esta Asamblea, nos lo dice el propio Barbaroux en sus Memorias, había aplaudido al tener noticias de las matanzas de septiembre. Tanto en el club como en la Convención se adoptan las posiciones que se estiman convenientes. Los dos partidos se aprestan a la lucha, agitando el uno contra el otro el espectro de la patria traicionada. En la fecha a que nos venimos refiriendo los giron-
dinos eran numerosos en el club de los Jacobinos. Pétion, que lo presidía, era cada vez más de los suyos a pesar de los aires de imparcialidad que aparentaba afectar en toda ocasión. Los girondinos hubiesen podido intentar el disputar el club a sus rivales. Pero acordaron tomar respecto al mismo una actitud de desdeñosa abstención que les fue recomendada por Brissot. Invitado éste a explicar en el club de los Jacobinos los ataques que, contra «los desorganizadores», había insertado en su periódico, no hizo caso de la citación y el 10 de octubre, y casi por unanimidad, fue dado de baja en la lista de socios. Respondió con un violento folleto en que invitaba a los clubes de provincias a romper su filiación con el club central. Algunos clubes, como los de Marsella y Burdeos, siguieron su consejo; otros, como los de Châlons, Le Mans, Valognes, Nantes, Lorient, Bayona, Perpiñán, Angers y Lisieux amenazaron con romper sus filiaciones, pero no pasaron de ahí. La masa de los revolucionarios permaneció fiel a los jacobinos parisienses. Habiendo desertado los girondinos,9 los montañeses reinaron en el club sin contradicción. Lo convirtieron en el lugar de 9
El 5 de octubre sólo quedaban inscritos como socios de los Jacobinos 113 diputados (Buchez y Roux, t. XIX, p. 234).
la organización del partido y se reunían en él para concertarse libremente y a plena luz. Los girondinos, que cada vez más se las daban de hombres de orden y buen tono, prefirieron a las reuniones públicas, bulliciosas e indiscretas a su opinar, las conversaciones privadas, los conciliábulos en torno de una mesa bien servida o en un salón elegante en medio de perfumes femeninos. Hubieran podido reunir a sus partidarios en otro club. Los fuldenses lo habían hecho así después de la matanza de republicanos del Campo de Marte. Pero los fuldenses habían fracasado estrepitosamente en su empresa y Brissot, que se esforzaba, sin embargo, en recoger los restos del partido fuldense, se defendía como de una injuria del reproche de fuldensismo. Los diputados más significados del partido, Guadet, Gensonné, Vergniaud, Ducos, Condorcet, Fauchet, tomaron la costumbre de reunirse, antes de las sesiones, en los salones de la señora Dodun, mujer de un rico administrador de la Compañía de Indias, que vivía en el número 5 de la plaza de la Vendôme, o sea en la misma casa en que vivía Vergniaud. Los mismos diputados a los que se reunían Buzot, Barbaroux, Grangeneuve, Bergoeing, Hardy, Salle, Deperret, Lidon, Lesage, Mollevault, se
reunían, asimismo, en casa de Dufriche-Valazé, calle de Orleáns San Honorato, número 19. Se cenaba, también, en casa de Clavière, en casa de Pétion, en un restaurante del Palacio Real y en casa de la señora Roland. Las comidas de la señora de Roland, que se celebraban regularmente dos veces por semana, en el Ministerio del Interior, reunían a lo más escogido del partido, a los potentados, y era en ellas en las que se preparaban los grandes golpes. En un tiempo en que todo lo que asemejaba a intriga y espíritu de facción era objeto de reprobación general, los conciliábulos secretos en que se complacían los jefes girondinos no podían por menos que restarles fuerza y consideración en la opinión pública. Los montañeses, que se reunían públicamente en el club y allí, a la vista de todos, deliberaban, hallaron en aquella manera de ser de los girondinos un buen pretexto para acusar a sus adversarios de maniobras e intrigas. Y Brissot se vio en la necesidad de defenderse y de defender a sus amigos de la imputación de querer formar un partido, una facción. «Guadet –escribía Brissot en su folleto contra los jacobinos–, tiene el alma demasiado altiva. Vergniaud lleva al más alto grado ese peculiar descuido que acompaña al talento y que le hace
caminar solo, Ducos tiene demasiada inteligencia y probidad y Gensonné piensa demasiado profundamente para jamás descender a combatir bajo las banderas de jefe alguno.» Brissot sabía jugar hábilmente con las palabras. Era verdad, sin duda, que los girondinos no formaban un partido análogo a nuestros grupos políticos actuales. No tenían ni presidente, ni jefes. Sólo obedecían a una disciplina de orden enteramente moral. Pero no se trataba de eso. Lo que se les reprochaba era el entrevistarse antes de las sesiones, el distribuirse confidencialmente los papeles a representar, el intentar imponer a la Asamblea un plan decidido y premeditado. Reproche que hoy parecerá extraño, pero que, entonces, era grave porque los representantes del pueblo aparecían, por aquellos días, rodeados de un prestigio hasta entonces desconocido, tratándoseles como una especie de sacerdotes de la dicha social. Se entendía que debían seguir sólo los impulsos de su conciencia y que el bien público radicaba en su independencia absoluta. No todos los diputados participaban de los conciliábulos de los jefes girondinos. Los descartados sufrían en su vanidad y pronto se dieron cuenta de que los comensales de la señora Roland o de la señora Dodun
no se preocupaban sólo de adueñarse de la tribuna, sino que también reservaban para ellos y sus amigos todos los puestos importantes de las comisiones y de la mesa de la Asamblea. El 11 de octubre se nombró el Comité de Constitución. De los nueve miembros que lo componían, por lo menos siete eran comensales de la señora Roland: Thomas Paine, Brissot, Pétion, Vergniaud, Gensonné, Barère y Condorcet. El octavo, Sieyès, pasaba por un moderado enteramente y de hecho ganado a la facción. El noveno era Danton. Al día siguiente, un diputado, que hasta entonces había figurado como neutral entre las facciones y que había mostrado gran desconfianza hacia el Ayuntamiento, Couthon, subió a la tribuna de los Jacobinos para comentar el resultado de la votación. «Existen en la Convención –dijo–, dos partidos... hay un partido de personas que profesan ideas exageradas, y cuyas maneras de actuar tienden a la anarquía, y hay otro de gentes finas, sutiles, intrigantes y sobre todo extremadamente ambiciosas; quieren, también, la república, pero la quieren porque la opinión pública se ha manifestado en tal sentido, pero aman también a la aristocracia, pues quieren perpetuarse en su influencia, tener a su disposición los puestos y empleos y sobre todo los te-
soros de la república... Considerad a los que ocupan puestos: todos pertenecen a esta facción; considerad la Comisión de Constitución; es la composición de ésta la que me ha abierto los ojos. Y es sobre esta facción, que sólo quiere la libertad para su provecho, sobre la que precisa actuar con toda fuerza.» Y Couthon, convertido en montañés, aunque seguía quejándose de la debilidad que se empleaba en relación con los extremistas, declaró que todo el que se separase de los jacobinos era un falso hermano que merecía la maldición de la patria. Y añadió que había llegado a darse cuenta de que el proyecto de Guardia Departamental estaba destinado a favorecer a una sola facción y que con él «la soberanía del pueblo sería anulada y se vería nacer la aristocracia de los magistrados». Más de una conversión se explica por los mismos motivos que la de Couthon. Los girondinos no se cuidaron lo que debían de las suspicaces sospechas de sus colegas no iniciados en sus conciliábulos. Y así se prestaron a ser fácilmente atacados por la acusación de formar una secta, un sindicato, como diríamos hoy. Pero, con todo, no fue éste el mayor de sus errores.
CAPÍTULO XVIII LA EMBESTIDA CONTRA LOS «TRIUNVIROS»
La lucha entre los que habían llevado a cabo el 10 de agosto y los que no habían podido impedirlo, llena los ocho primeros meses de la Convención. La lucha adquirió, desde bien pronto, caracteres de extrema violencia. Tomando la ofensiva, el 25 de septiembre, los girondinos se esforzaron, por un golpe de audacia, en excluir de la Asamblea a los jefes montañeses a los que, sobre todo, temían mucho y contra los que alimentaban los mayores odios: Robespierre y Marat. Querían, así, herir a la oposición en su cabeza y reinar en seguida sobre una Asamblea dócil. El pastor Lasource, que ya, en vísperas del 10 de agosto, había intentado el hacer conducir a Robespierre ante el Tribunal Supremo, comenzó el asalto. «No quiero –dijo–, que París, dirigido por intrigantes, sea en el Imperio francés lo que fue Roma en el Imperio romano. Es preciso que París sea reducido a una octogésimo tercia parte de influencia, como cada uno de los demás departamentos.» Y Lasource dejó correr sus odios contra «los hombres que no han cesado de pro-
vocar los puñales contra los miembros de la Asamblea Legislativa que han defendido con más firmeza la causa de la libertad...; contra los hombres que quieren, por medio de la anarquía, y por los desórdenes, obra de los bandidos enviados por Brunswick, llegar a la dominación de que están sedientos». Lasource no había nombrado a nadie; pero estando Osselin defendiendo a la diputación de París, de la que formaba parte, y solicitando, para disipar las dudas, el que todos los convencionales jurasen anatema a la oligarquía y a la dictadura, fue interrumpido por el joven Rebecqui, diputado por Marsella, con estas frases: «El partido que se os ha denunciado, el que quiere establecer la dictadura, es el partido que acaudilla Robespierre. Así, la notoriedad pública nos lo ha hecho saber en Marsella. Apelo al testimonio de mi colega el señor Barbaroux, y es para combatirlo para lo que se nos ha enviado. Lo pongo en vuestro conocimiento.» De tal modo se evidenciaron, de repente, las intenciones de la Gironda. Entonces Danton, dándose cuenta de todo el peligro político de un debate personal y retrospectivo que convirtiera en enemigos irreconciliables a los jefes de los dos partidos; Danton que, desde luego, podía temer, por él mismo, una investigación demasiado dete-
nida sobre sus actos y los de su camarilla; Danton intentó con gran habilidad, hacer desaparecer las acusaciones recíprocas sobre la doble diferencia teórica de la dictadura y del federalismo. Para inspirar confianza comenzó su apología personal rompiendo toda solidaridad con Marat, «un hombre cuyas opiniones son para el partido republicano lo que las de Royou para el partido aristocrático». «Muchas veces y desde hace ya tiempo se me ha acusado de ser el autor de los escritos de este hombre...; pero no acusemos, por algunos individuos exagerados, a toda una diputación.» Y Danton, habiendo arrojado por la borda al Amigo del Pueblo, concluyó con una doble propuesta que tendía a satisfacer a las dos facciones opuestas de la Asamblea. Pidió la pena de muerte para quienes solicitaran el establecimiento de la dictadura o el triunvirato y la misma pena para los que aspiraran a desmembrar a Francia. Descendió de la tribuna luego de hacer un patriótico llamamiento a la unión: «Cuando conozcan esta santa armonía, los austríacos temblarán y ante ella nuestros enemigos acabarán por desaparecer.» Fue muy aplaudido. Después que Buzot, que temía el voto inmediato de las proposiciones de Danton, hubo, audazmente, pre-
sentado su propio proyecto de Guardia Departamental como inspirado por un pensamiento de unión y de unidad, Robespierre pronunció una larga y altiva apología llena de recuerdos a sus pasados servicios: «No me considero como un acusado, sino como un defensor de la causa del patriotismo... Lejos de ser ambicioso he combatido siempre a los ambiciosos.» Se indignó por las calumnias girondinas que lo habían presentado, antes del 10 de agosto, como conferenciando con la reina y con la princesa de Lamballe. Confesó que había sospechado de sus adversarios «el querer hacer de la república un conglomerado de repúblicas federativas», cuando los había visto erigirse en acusadores de los hombres del 10 de agosto y transformarlos, falsamente, en campeones de la ley agraria. Desafió a sus adversarios para que presentaran en su contra la menor inculpación fundada y concluyó pidiendo la votación de las proposiciones de Danton. Barbaroux quiso recoger el desafío de Robespierre. Para probar que éste había aspirado a la dictadura invocó una conversación que había tenido con Panis algunos días antes de la insurrección: «El ciudadano nos designó nominalmente a Robespierre como el hombre virtuoso que debía ser el dictador de Francia.» Esta
singular prueba levantó murmullos en la Asamblea. Panis desmintió a Barbaroux: «¿De dónde se ha podido inferir semejante acusación? ¿Quiénes son los testigos?» «Yo, señor», replicó Rebecqui. «Vos sois su amigo, y os recuso», replicó Panis, quien añadió: «¡Qué! ¿En los instantes en que los patriotas estaban prestos a ser inmolados, en los que nuestro solo pensamiento estaba en sitiar las Tullerías, íbamos a soñar en la dictadura, cuando estábamos casi persuadidos de la insuficiencia de nuestra fuerza?... En los momentos en que a cada instante veía yo a París perseguido y degollado, iba yo a pensar en una autoridad dictatorial?» Dándose cuenta de que la acusación contra Robespierre no era fecunda en resultados, otros girondinos, como Boileau y Cambon, derivaron un tanto la cuestión dedicándose a un vivo ataque retrospectivo contra la dictadura, ésta más real, del Ayuntamiento de París. Brissot recordó el mandamiento de registro de papeles dado en su contra cuando las matanzas. París aprovechó esta oportunidad para justificar al Comité de Vigilancia: «Es preciso darse cuenta de nuestra situación. Estábamos rodeados de ciudadanos irritados por las traiciones de la corte... Muchos ciudadanos vinieron a decirnos que Brissot partía para Londres con las
pruebas escritas de tales maquinaciones: realmente yo no creía en esta inculpación; pero tampoco podía responder personalmente y con mi cabeza de que no fuese cierta. Tenía que moderar la efervescencia de los que hasta el propio enjuiciar de Brissot ha llamado ‘los mejores ciudadanos’. Y entendí lo más prudente, para conseguirlo, el enviar a su casa a unos comisarios que, fraternalmente, le pidieran la comunicación de sus papeles, convencido de que esta comunicación haría resplandecer su inocencia y disipar todas las sospechas, como, en efecto, así sucedió...» Esta explicación aparentaba todos los caracteres de la verdad. La acusación de la Gironda, por lo demás enteramente retrospectiva, se desvaneció. Marat pidió la palabra. Los girondinos comenzaron a gritar: «¡Fuera de la tribuna!» Marat, tranquilo y desdeñoso, dirigiéndose a ellos, exclamó: «¡Ya veo que tengo en la Asamblea muchos enemigos personales!» «Todos, todos», gritaron los girondinos. Marat replicó, sin conmoverse: «Si tengo en la Asamblea tantos enemigos, les recuerdo el pudor y el que no opongan vanos clamores, gritos ni amenazas a un hombre que ha sacrificado a la patria hasta su propia salud.» Tal actitud se impuso. Pudo hablar. Y caminando recto a la
acusación de dictadura, se confesó culpable, y con tanta discreción como ingenio se dedicó a poner fuera de la discusión a Robespierre y a Danton: «Debo a la justicia el declarar que mis colegas, especialmente Robespierre y Danton y con ellos los demás, han desaprobado constantemente la idea ya de un tribunado, ya de una dictadura. Si alguien es culpable de haber lanzado entre el público estas ideas soy yo; creo que el primer escritor político y, tal vez, el único en Francia, después de la Revolución, que haya propuesto un tribuno militar, un dictador, un triunvirato, como el solo medio de acabar con los traidores y los conspiradores, he sido yo.» Invocó en su defensa la libertad de la prensa y, sin renegar de sus opiniones ni empequeñecer su actitud por la más leve retracción, expuso de nuevo su teoría del dictador, «hombre sabio y fuerte, que tuviera sólo autoridad para abatir las cabezas criminales y que estuviese encadenado a la patria por una bala de cañón sujeta a su pie». Con toda habilidad puso en guardia a la Asamblea contra aquellos que querían arrojar entre ella la discordia y distraerla de las grandes cuestiones que debían ocuparla. Visiblemente, el lenguaje de Marat hizo impresión, especialmente por su sinceridad, y Vergniaud levantó
rumores cuando, al suceder a Marat en la tribuna, le lanzó la siguiente despectiva injuria: «Es una desgracia para un representante del pueblo y una tristeza para mi corazón, el tener que suceder en la tribuna a un hombre contra el cual se ha dictado un decreto de acusación y que ha conseguido faltar impunemente a las leyes, a un hombre, en fin, que sólo destila calumnia, hiel y sangre.» Esta indignación de melodrama pareció fuera de lugar. Vergniaud fue interrumpido y fue preciso que interviniera Pétion para sostenerlo en el uso de la palabra. Vergniaud dio lectura a la famosa circular por la que la Comisión de Vigilancia del Ayuntamiento había aconsejado a los departamentos el generalizar las matanzas. Y en los mismos momentos en que esta proclama se hacía circular, Robespierre denunciaba al Ayuntamiento el pretendido complot de los jefes girondinos, cuyo fin era entregar Francia a Brunswick. «Eso es falso», interrumpió Robespierre. «Tengo de ello la prueba», replicó Lasource. Pero en lugar de solicitar que la cuestión se dilucidase sobre la marcha, Vergniaud no insistió y se limitó a decir: «Como hablo sin rencor alguno, me felicitaré de una denegación que me probaría que también Robespierre ha podido ser calumniado.» Y terminó su
discurso, todo pasión contra el Ayuntamiento, pidiendo un castigo ejemplar para los firmantes de la circular del Comité de Vigilancia, entre los que se encontraban Panis, Sergent y Marat. Para acabar con Marat, un girondino, Boileau, dio lectura a un artículo en el que Marat hacía un llamamiento para una nueva insurrección y preconizaba el establecimiento de un dictador. Numerosos diputados gritan que es preciso enviar a Marat a la Abadía. El decreto de acusación iba a ser votado cuando Marat, todo calma, confesó que, en efecto, era el autor del artículo denunciado por Boileau; pero añadió que tal artículo, ya antiguo, había sido escrito en un momento de indignación. Después había cambiado de opinión y había rendido sus homenajes a la Convención, y para demostrarlo hizo dar lectura de su reciente artículo en el que hablaba de «los nuevos caminos». El efecto que ello produjo fue considerable. Marat terminó su intervención sacando de sus bolsillos una pistola y apoyándola en su frente: «Debo confesar –dijo–, que si el decreto de acusación en mi contra se hubiera votado, me hubiera saltado la tapa de los sesos al pie mismo de la tribuna. ¡He aquí el fruto de tres años de prisiones y de tormentos sufridos para salvar a la patria! ¡He aquí el
fruto de mis vigilias, de mis trabajos, de mi miseria, de mis sufrimientos, de los peligros que he corrido! ¡Pues bien, permaneceré entre vosotros para arrostrar vuestros furores!» Los girondinos habían fallado el golpe. Impotentes para atacar a Robespierre, habían engrandecido la figura de Marat dándole ocasión de que se mostrara tal cual era, ante la Convención y ante Francia. Finalmente, Couthon sacó la conclusión del debate, proponiendo decretar la unidad de la república. Sólo se discutió sobre la redacción que habría de darse, admitiéndose en definitiva la célebre fórmula La República francesa es una e indivisible. Era ello la repudiación del federalismo, del proyecto de los girondinos de aplicar a Francia la Constitución de los Estados Unidos. Couthon pidió, seguidamente, que se aplicara la pena de muerte a quien pidiese la dictadura. Marat pidió una adición: «y contra el maquinador que se declare inviolable». «Si os colocáis por encima del pueblo, el pueblo desgarrará vuestros decretos.» La adición se dirigía contra la inmunidad parlamentaria. Cambon y Chabot, cada uno desde su punto de vista, combatieron la proposición de Couthon en nombre de las libertades, del opinar y de los imprescriptibles derechos del pensamiento. Y la
Asamblea se rindió a sus razones. Quiso condenar el federalismo y lo hizo terminantemente; por contrario, se negó a condenar la idea de la dictadura. En esta memorable sesión del 25 de septiembre, se había revelado Danton como un notable manipulador de multitudes que poseía manifiestamente el arte de conducir las asambleas hablando a sus pasiones tanto como a su razón. Él fue quien puso en derrota el plan de la Gironda y ésta, que de ello se dio cuenta, le guardó desde entonces un mayor resentimiento. Había procurado, al menos hasta la fecha, descartarlo, públicamente, de sus ataques; pero hubo de comprender que no podía dar cuenta de la Montaña sin considerar como comprendido en ella a Danton. Hubiera querido éste que el primer cuidado de la Convención consistiera en renovar el Ministerio, formando otro compuesto de hombres nuevos, completamente extraños a las querellas pasadas. La ley de la Constituyente, siempre en vigor, ordenaba la incompatibilidad entre los cargos de ministro y de diputado. Danton declaró en la primera sesión que optaba por el mandato legislativo. Su actitud provocó la de Roland. El cargo de ministro estaba mucho mejor retribuido que el de diputado. ¿Sería Roland menos desinteresado
que el agitador a quien la Gironda quería presentar como un ser despreciable? Después de algunas vacilaciones, pues su elección por el Somme aparecía con protestas, Roland se decidió a renunciar su cargo de ministro, empleando para ello un lenguaje un tanto ridículo en que abundaban frases como ésta: «Es fácil ser grande cuando olvida uno de sí mismo, y se es siempre poderoso cuando no se teme a la muerte.» Después de haber trazado los deberes de su sucesor, recomendó a la Convención a uno de sus antiguos subordinados, Pache, del que hizo un elogio enfático: «Nuevo Abdolónimo, debe ser colocado en el puesto en el que su sabiduría puede operar los mayores bienes.» Pero Roland sólo había dimitido para llenar las formas. Sus amigos de la Asamblea consideraron su retirada como una «calamidad pública» y se esforzaron en obtener una votación que le invitara a permanecer en su puesto. En el curso de una viva discusión, que se empeñó sobre este particular, el 27 de septiembre, Danton llegó a decir: «Si hacéis esta invitación, hacedla también a la señora Roland, porque todo el mundo sabe que Roland no es él solo ministro en su departamento. Yo sí estaba solo en el mío y la nación necesita
ministros que puedan actuar sin ser conducidos por una mujer.» La Asamblea sabía que Danton decía la verdad. Pero los rumores fueron prolongados ante la ruda frase. En aquel siglo XVIII, tan cortés, atacar a una dama era un gesto de mal gusto que toda la prensa, casi sin excepción, censuró sin miramientos. Ahora bien, no era precisamente de hombre de mundo de lo que Danton se las daba. Los rumores no sirvieron para otra cosa que para hacerlo más brutal. Dio a Roland un nuevo golpe terrible, revelando –cosa no conocida aún–, que el virtuoso y viejo Roland había querido evacuar París después de la toma de Longwy. El acta de la sesión anota que las palabras de Danton provocaron una viva agitación. Concluyó diciendo que convenía, cuanto antes, sustituir a Roland por Pache. Precisamente fue todo lo contrario lo que ocurrió. Al día siguiente, en una larga carta moralizante, desnuda de toda modestia, el marido de la señora Roland manifestó que se decidía por su cartera: «Sigo como ministro, porque obrando así sé que corro peligros; pero yo los arrostro y no temo a ninguno cuando se trata de servir a mi patria.» Y se dedica luego a lanzar ataques, vagos y pérfidos, contra los Sila y los Rienzi del día, afirmando con intrepidez que los proyectos de dicta-
dura y de triunvirato habían existido. Su carta desencadenó cuatro salvas de aplausos y fue enviada a los departamentos. Habiendo abandonado Servan el Ministerio de la Guerra, para ir a mandar el ejército, en formación, de los Pirineos, fue reemplazado por Pache, revolucionario sincero, alejado de las intrigas y extraño, aun más, a las facciones. Hubo de destruir cruelmente las esperanzas que sobre él habían concebido los girondinos y justificar el elogio que espontáneamente había rendido Danton a su patriotismo. En cuanto a éste, fue definitivamente reemplazado en el Ministerio de Justicia, el día 9 de octubre, por el escritor Garat, hombre de poca firmeza y muy ligado a los jefes girondinos. Mas, no bastó a éstos colocar en el Consejo Ejecutivo a hombres que creían tener a su devoción. Había, también, odios que satisfacer, represalias que tomar. Ya Roland, en la carta que hubo de escribir, el 30 de septiembre, a la Convención retirando su dimisión, había insertado una frase llena de reticencias: «Estoy íntimamente convencido de que no puede existir verdadero patriotismo allí en donde no existe moralidad.» La moralidad, he aquí el punto flaco de Danton, el fallo de su coraza.
Cuando un ministro abandonaba su cargo debía, al hacerlo, dar de su gestión no sólo una cuenta moral, sino también una cuenta financiera. Y es de advertir que no se trataba de una mera formalidad. Las cuentas de los ministros se examinaban con todo cuidado y sobre los documentos justificativos que las acompañaban. Cuando, el 10 de octubre, se pusieron a discusión, acompañadas de un informe de Mallarmé, Cambon, siempre hostil al Ayuntamiento, se expresó en términos muy severos: «Observo que la moda seguida por el ministro de Justicia destruye todo sistema de contabilidad, porque los gastos hechos por los ministros deben realizarse y liquidarse a medida que las circunstancias los reclamen y, obrando así, no encuentro medio de que les queden sumas en caja.» Cambon no se limitó a esta sola censura, sino que terminó manifestando que era preciso obligar a los ministros a que rindieran cuentas no sólo de sus gastos extraordinarios –lo que Danton había hecho–, sino también de sus gastos secretos –de lo que él se creyó, por lo visto, dispensado y no hizo–: Sometido, así, a discusión, Danton se parapetó detrás del Consejo Ejecutivo, al que dijo había dado cuenta de sus gastos secretos. Cambon fue muy aplaudido, Danton descendió de la tribuna en
medio de un silencio glacial. La Convención le invitó – por un voto–, a justificar de nuevo ante el Consejo Ejecutivo el empleo de las 200.000 libras que se habían puesto a su disposición para gastos secretos. Como aparentara no ocuparse de ello, el 18 de octubre, Roland presentó a la Asamblea sus propias cuentas, acompañándolas de algunos comentarios que se dirigían, visiblemente, a su antiguo colega: «Como no conozco nada que deba estar secreto y como quiero que mi administración se exponga enteramente a todas las miradas, pido a la Asamblea que se sirva ordenar se dé lectura a mis cuentas.» Entonces dijo Rebecqui: «Pido que todos los ministros den sus cuentas en la forma que lo hace el señor Roland.» Danton ha de subir de nuevo a la tribuna para justificarse. Se embrolla a fuerza de distingos y acaba con la siguiente declaración: «...Cuando el enemigo se adueñó de Verdún, cuando la consternación se apoderó aun de los mejores y más valerosos ciudadanos, la Asamblea Legislativa nos dijo: ‘No ahorréis nada, prodigad el dinero, si es preciso, reanimad la confianza y dad impulsos a la Francia entera.’ Lo hemos hecho, nos hemos visto forzados a gastos extraordinarios; y para la mayor parte de estos gastos, he de confesarlo, no tenemos justificantes entera-
mente legales. Todo fue hecho con prisas, todo era urgente; la representación nacional quiso que los ministros obrásemos conjuntamente; así lo hicimos y he ahí nuestra cuenta.» Se levantaron grandes murmullos. Cambon preguntó a Roland si habían verificado en Consejo las cuentas de los gastos secretos de Danton. Roland contestó que: «había buscado datos de ello en las actas de los Consejos y no había encontrado ni huellas». Una viva emoción agitó a la Asamblea. Camus propuso «el decreto de acusación contra los ministros que habían dilapidado los fondos del Estado». Finalmente, un decreto, dado a propuesta de Larivière, ordenó al Consejo justificar en el término de veinticuatro horas «la deliberación que hubieron de tener al efecto de liquidar la cuenta de las sumas puestas a su disposición para gastos secretos». El Consejo se encontraba en la imposibilidad de exhibir una deliberación que no había existido. Y tomó el partido de hacerse el muerto. Pero el 25 de octubre, habiendo querido Danton hacer uso de la palabra, los girondinos ahogaron su voz con gritos en los que le pedían la rendición de sus cuentas. El 30 de octubre un nuevo decreto obligó a los ministros a que cumplieran el anterior. El 7 de noviembre, Monge, Clavière
y Lebrun se resignaron a obedecer. Manifestaron que el 6 de octubre Danton y Servan les habían dado cuenta detallada del empleo de sus gastos secretos, pero que ellos se habían creído en la obligación de llevar el hecho al libro de actas del Consejo. Ni Cambon, ni Brissot se dieron por vencidos y reemprendieron sus críticas. La Convención no dio el correspondiente finiquito a Danton, pero se negó a condenarlo. Desde entonces y en cuantas ocasiones se presentaron, los girondinos le recordaron a Danton la historia de sus cuentas. Desgraciadamente, las apariencias conspiraban en favor de la Gironda. Danton protegía a proveedores tan dudosos en sus asuntos como el famoso abate de Espagnac. Había tomado como secretario en el Ministerio de Justicia al poeta arruinado en el juego, Fabre de Églantine, quien, para rehacer su fortuna, se había convertido en proveedor de los ejércitos y se exponía a las censuras de Pache, quien se quejaba de que no remitía los pedidos que le hacía y sí se quedaba con los adelantos que solicitaba y que le eran satisfechos. Danton había aumentado su fortuna de una manera inexplicable. Vivía muy bien y compraba bienes nacionales en el Aube; entre París y sus alrededores tenía abiertas tres casas. Era, pues, vulnerable. Los periódi-
cos girondinos, los folletos de Brissot, las Memorias de la señora Roland están llenos de claras alusiones a su venalidad. Roland toma a su servicio, como policía, a un aventurero llamado Roque Marcandier, antiguo secretario de Camille Desmoulins, y le encarga el deshonrar a Danton y a sus amigos en un libelo periódico muy violento, pero en el que no todo lo que contenía era inventado, y que se titulaba Historia de los hombres de rapiña. Sea dejadez, sea desprecio, sea táctica, sea temor de agravar el caso, Danton no replica nada a los violentos ataques de que era objeto. Y salió empequeñecido en el ánimo de muchos convencionales y no pudo hacer, por ello, todo el bien que esperaba obtener de su política de conciliación y unión, provechosa no sólo a su tranquilidad, sino también a la república. Y los girondinos al empequeñecer a Danton, engrandecieron aun más a Robespierre.
CAPÍTULO XIX LA FORMACIÓN DEL TERCER PARTIDO
Al dedicarse a una política de represalias contra los montañeses, los girondinos debían, por la fuerza misma de las cosas, provocar el despertar de las fuerzas conservadoras. Su deslizamiento hacia la derecha, tanto en el dominio político como en el orden social, fue muy rápido. Desde el principio se dedicaron con ahínco a combatir las instituciones de vigilancia y represión que la revolución del 10 de agosto había creado para hacer entrar en razón a los realistas cómplices o agentes del enemigo. Violentamente acusado por Vergniaud, en la sesión del 25 de septiembre, el Comité de Vigilancia del Ayuntamiento presentó su defensa a la Asamblea cinco días más tarde. Tomando, a su vez, la ofensiva, adujo expedientes formados por documentos verdaderamente desazonadores para muchos: una carta de Laporte, intendente de la lista civil, que reclamaba al tesorero del rey, Septeuil, 1.500.000 libras, para comprar concursos dentro del Comité de Liquidación de la Legislativa y así conseguir que las pensiones de la casa
militar del monarca pasaran a ser de cargo de la nación; recibos que demostraban, palmariamente, que en las vísperas mismas del 10 de agosto se habían distribuido sumas por valor de 500.000 y 550.000 libras; otros documentos que justificaban que El Logógrafo de Dupont y los Lameth, así como otros periódicos, habían sido subvencionados por la lista civil, etc., etc. Robert Lindet y Tallien apoyaron al Comité de Vigilancia; pero los girondinos, sostenidos por hombres de negocios, como Reubell y Merlin de Thionville, hicieron decidir que los papeles del Comité de Vigilancia fueran entregados a una comisión de 24 individuos integrada por miembros de la Asamblea. En vano Panis, Marat y Billaud-Varenne intentaron oponerse a este nombramiento y a la desautorización del Comité de Vigilancia. Seguidamente fueron elegidos los 24 y lo fueron casi únicamente entre los diputados de la derecha. Se les facultó, además, para poder librar mandamientos de arresto. Apenas constituidos, nombraron presidente a Barbaroux. La actividad de éste respondió a su política de demostrar que el Comité de Vigilancia del Ayuntamiento había recibido denuncias sin fundamento, había procedido a la detención de inocentes e inquietado a gentes pacíficas. La Comisión de los 24 apenas si por
cumplir las formas siguió las indicaciones y procedimientos ya iniciados por el Comité de Vigilancia desposeído. Dictó algunos mandamientos de detención; pero seguidamente puso en libertad a los presos, luego de un simulacro de interrogatorio. Así aceptó, como moneda de buena ley, las denegaciones de un cierto señor Durand, que había sido agente de Montmorin y de la corte cerca de los jacobinos y de Danton. Para controlar sus afirmaciones no hicieron nada, sin proceder, siquiera, a confrontación alguna y, mucho menos, sin acudir a informes periciales de expertos en escritura y en cotejo de letras. Echó, también, al cesto de los papeles inútiles una queja que se le dirigió, el 4 de octubre, contra un banquero inglés, apellidado Boyd, muy sospechoso de ser en Francia agente de Pitt y contra el que, luego, se hicieron graves acusaciones. No molestó sino ligeramente y más bien por cumplir que por otra cosa, a los miembros de la Comisión de Liquidación de la Legislativa, muy comprometidos según la carta de Laporte. Asimismo, no hizo nada para poner en claro el asunto del periódico El Logógrafo, en el que aparecían complicados los más importantes jefes del partido fuldense. Y así en los demás. Atacando y paralizando al Comité de Vigilancia del
Ayuntamiento, habían querido no sólo vengar agravios personales, sino también desarmar a los órganos de represión revolucionaria, para inspirar, así, confianza a los fuldenses, sus enemigos de la víspera. Se dedicaron a protegerlos y a darles prendas de ello. Y así los aristócratas y los ricos, que habían huido de París en el mes de agosto, entraron por centenas en la mitad del mes de octubre. El Tribunal Extraordinario, creado el 17 de agosto para reprimir los complots realistas y los crímenes contra la patria, cumplía concienzudamente con su deber. Había absuelto, falto de pruebas suficientes, a realistas muy notorios, algunos tan ligados con la corte como Gibe, notario de la lista civil. En cambio, había castigado con todo rigor a los ladrones del Guardamuebles que habían sido sometidos a su fuero. Mas, semejante tribunal no podía encontrar gracia ante los ojos de los girondinos. Uno de ellos le llamó «el tribunal de la sangre», en la sesión del 26 de octubre. El tribunal quiso defenderse. Lanjuinais, en la sesión del 28 de octubre, hizo que la Asamblea se negara a la impresión de su defensa. Luego, el ministro Garat lo acusó, el 15 de noviembre, de haberse excedido en sus atribuciones, lo que hizo decir a Buzot que precisaba su
supresión: «Es un instrumento revolucionario y debe terminar su función una vez la revolución acababa.» Tallien replicó vanamente: «Vosotros no podéis suspender a un tribunal que tiene los hilos de las conspiraciones del 10 de agosto, a un tribunal que ha de juzgar los crímenes de la mujer de Luis XVI, a un tribunal que tanto ha merecido la gratitud de la patria.» Barère hizo decretar que, desde aquella fecha en que el acuerdo se tomaba, sus sentencias quedaban sujetas a casación, y quince días más tarde, y según un informe de Garran de Coulon, se ordenó su suspensión. Fue ella medida grave que no sólo contenía una desautorización de la política y de los hombres del 10 de agosto, sino que tenía como consecuencia el acrecer la seguridad de los enemigos del régimen que, por aquel entonces, se agitaban a más y mejor. Y habiendo sido suprimido con anterioridad el Tribunal Supremo, no quedaba ya tribunal alguno que juzgase los crímenes contra la seguridad del Estado. Y mientras todo esto se hacía, la guerra extranjera continuaba y la guerra civil se estaba incubando. Los girondinos intentaron apoderarse del Ayuntamiento, cuya renovación había sido decretada por la Legislativa. Tal vez lo hubieran logrado si hubieran
procedido con rapidez y decisión. Pétion fue reelegido alcalde, sin oposición alguna, el 9 de octubre, por 13.899 votos de 15.474 votantes. Pero renunció. Las elecciones se prolongaron porque el escrutinio era complicado, ya que el alcalde y la Comisión municipal se elegían aparte y antes del Consejo General, y porque los candidatos girondinos se fueron excusando el uno después del otro. De Ormesson, un fuldense que los girondinos habían patrocinado, acabó por ser elegido, aunque después de tres empates, consiguiendo, al fin, el 21 de noviembre, 4.910 votos, contra 4.896 que obtuvo el montañés Lullier. Pero también renunció. El médico Chambon, patrocinado por Brissot, fue elegido el 30 de noviembre por 7.358 votos contra Lullier que sólo obtuvo 3.906. Aceptó. Más tarde, en 1814, dirá que hubo de aceptar la alcaldía para servir mejor la causa realista bajo un disfraz republicano. Por Chambon, los girondinos consiguieron la alcaldía, pero el Consejo municipal y la Asamblea General se les escaparon de las manos. Aunque hubieron de obtener de la Convención un decreto prohibiendo el voto en voz alta, el nuevo Ayuntamiento, constituido a fines de noviembre, fue casi tan revolucionario como el antiguo, entre cuyos miembros, por otra parte, se reclutaron los
elegidos ahora. La Comisión municipal, elegida seguidamente a primeros de diciembre, resultó aun más montañesa que la anterior, si ello hubiera sido posible. Chaumette, que había presidido el Ayuntamiento del 10 de agosto, fue elegido procurador síndico y tuvo por sustitutos a Real y a Hébert. En cuanto a Lullier, el derrotado candidato para la alcaldía, fue elegido procurador general síndico del departamento de París. La Guardia Departamental de la que habían querido rodear a la Convención era el gran pensamiento de los girondinos. No llegaron a realizarlo. El informe que, el 8 de octubre, presentó Buzot a la Asamblea, jamás fue discutido. La mayoría sentía repugnancias a votar una medida de excepción dirigida contra París, en el que la calma y la tranquilidad contrastaban con los ataques furiosos de los rolandinos. Buzot, aun más astuto y flexible que tenaz, no volvió a intentar que se votase su proyecto. Prefirió cambiar, ingeniosamente, la dirección de la resistencia. El 12 de octubre anunció a la Asamblea que muchos departamentos, entre los cuales figuraba el suyo, el Eure, reclutaban contingentes de federados que se apresurarían a mandar a París para defender a sus representantes. La ley no había sido votada y ya comenzaba a ser
puesta en ejecución. Según Buzot había anunciado, los departamentos girondinos comenzaron a enviar sus federados a París. Los de las Bocas del Ródano, llamados por Barbaroux, llegaron el 19 de octubre, y dos días más tarde su orador comparecía en la barra de la Asamblea para amenazar «a los agitadores ávidos de tribunado y de dictadura». El 3 de noviembre recorrieron las calles de París, cantando una canción que terminaba con el siguiente estribillo: «La cabeza de Marat, Robespierre y Danton y de todos aquellos que los defiendan; ¡oh, la alegría! y de todos aquellos que los defiendan.» La multitud, aumentada por los curiosos, se dirigió al Palacio Real, dando gritos de muerte contra Marat y Robespierre, a los que se mezclaron algunos de «nada de procesos contra Luis XVI». Circuló el rumor de que los federados se proponían libertar al rey, sacándolo del Temple con la ayuda de los numerosos emigrados que habían vuelto. A mediados de noviembre había en París cerca de 16.000 federados llegados de las Bocas del Ródano, del Saona y Loire, del Calvados, del Hérault, de la Mancha, del Yonne, etc. Reclamaron el derecho de montar la guardia en la Asamblea, concurriendo con los pari-
sienses. Si a éstos les hubiera faltado la sangre fría, si hubieran contestado a las manifestaciones de los federados departamentales por medio de contramanifestaciones, es seguro que los alborotos hubieran surgido, proporcionando a los girondinos los pretextos que ellos buscaban para trasladar el lugar de residencia de la Asamblea a otra ciudad. Mas, Robespierre, en un gran discurso que pronunció en los Jacobinos el día 29 de octubre, les había puesto en guardia contra «los lazos de los intrigantes», recomendándoles paciencia y sangre fría. Marat había dado los mismos consejos. Éste, el 23 de octubre, se presentó, osadamente, en el cuartel de los federados marselleses, manifestándoles que, interesándose vivamente por su bienestar, deseaba ver cómo estaban alojados. Y encontrándolos mal, prometió interesarse en que les mandaran cuanto les faltaba. Para terminar invitó a que cenaran con él tres hombres por compañía. La población parisiense no solamente no respondió a las provocaciones de los federados, sino que los halagó a fin de disipar sus prevenciones. El Ayuntamiento y las secciones se vieron poderosamente ayudados por el ministro de la Guerra, Pache, quien, en una carta que publicó el 1.º de noviembre,
hizo la declaración de que él no había llamado a París fuerza pública alguna, y añadía: «No conozco causa real que haga necesaria su presencia en la capital, y la primera orden que recibirán de mí será la de que se marchen.» Dirigía, después, censuras a los que habían arrojado la semilla del odio entre los parisienses y los voluntarios federados. Pache realizó diversas tentativas para enviar al frente a los federados venidos a la capital. Por su parte, Letourneur, ponente de la Comisión de Guerra, conforme con los puntos de vista del ministro, propuso, el 10 de noviembre, un decreto que suprimía el sueldo a los federados que no abandonasen París en un plazo de quince días. Pero Buzot, apoyado por Barère, invocando el mantenimiento del orden, consiguió de la Asamblea que autorizase a los federados para que continuaran en París. El cálculo de los girondinos fracasó, también, en esto. Al contacto de los parisienses, los provinciales abandonaron sus prevenciones y, poco a poco, insensiblemente, se fueron pasando al partido de la Montaña. Hacia fines de diciembre se agruparon en una Sociedad de Federados de los 83 Departamentos, especie de club militar, que inspiraban los jacobinos. En los primeros días de confianza y de ilusión que
les había causado la llegada de los federados, la Gironda había intentado un último esfuerzo en contra de los jefes de la Montaña. El 29 de octubre, después que Roland hubo trasladado a la Asamblea una nota policíaca de Roque Marcandier en la que, nueva e indirectamente, se acusaba a Robespierre de intrigar para conseguir la dictadura y después de que Robespierre se justificó desdeñosamente, en medio de los clamores de la derecha, envalentonada por la actitud del presidente Guadet, el novelista Louvet subió a la tribuna a dar lectura de una larga requisitoria, laboriosamente preparada, en la que los artificios retóricos no bastaban a ocultar la ausencia de verdaderos argumentos: «Robespierre, yo te acuso de haber calumniado muchas veces a los más puros patriotas... en un tiempo en que las calumnias eran verdaderas proscripciones...; yo te acuso de haberte producido siempre como objeto de idolatría; yo te acuso de haber tiranizado por todos cuantos medios, de intriga y de espanto, encontraste a mano, a la asamblea electoral del departamento de París; yo te acuso de haber marchado, recta y evidentemente, a la consecución del poder supremo...» Pero, como si él mismo reconociese la fragilidad de sus demostraciones, Louvet se limitó, en conclusión, a pedir
que la conducta de Robespierre fuese examinada por una comisión de investigación. Es verdad, que, en compensación, pidió el decreto de acusación en contra de Marat, del que nada había dicho en su alegación. La Asamblea no quiso formular declaración alguna sin antes permitir a Robespierre que contestase a su acusador y, ocho días más tarde, la pobre catilinaria de Louvet quedaba hecha pedazos. La Convención, al principio prevenida y hostil, se fue dejando, poco a poco, conquistar por la lógica y la franqueza de Robespierre. Y acordó pasar a la orden del día. Buzot había sufrido ya otro fracaso. El proyecto de ley que él hubo de presentar para dar fin de la prensa montañesa, a pretexto de reprimir la provocación al asesinato, se puso a discusión el 30 de octubre. Un amigo torpe, Bailleul, quiso agravar su texto por una enmienda que autorizaba el arresto inmediato de cualquiera que provocase a la desobediencia a las leyes o a la insurrección contra los funcionarios públicos. Se produjeron rumores contra una disposición que se consideraba arbitraria y vaga. El mismo girondino Ducos gritó: «Pido la remisión de este artículo al inquisidor general.» Bailleul tuvo la imprudencia de confesar: «Es una ley de circunstancias.» Entonces el antiguo
constituyente Lapelletier de Saint-Fargueau pronunció un sólido discurso en contra del proyecto, que fue muy aplaudido. «El proyecto de ley –dijo–, atenta a la libertad de la prensa». «Libertad o muerte», gritó Danton. En vano Barbaroux trató de derivar el debate pidiendo a la Convención decretase que abandonaría París en cuanto estimara que su seguridad no gozaba de garantías bastantes. Estas proposiciones parecieron excesivas e injustificadas al propio Pétion. Los girondinos se quedaron sin obtener la votación de las medidas que habían forjado y propuesto en contra de la Montaña. Su influencia en la Asamblea declinaba de día en día. Sus perpetuas denuncias, sus ardientes recriminaciones sobre el pasado, parecían ocultar secretos designios, extraños, en un todo, al bien público. Los diputados independientes, llegados a la cámara llenos de prevenciones en contra del Ayuntamiento, comenzaron a preguntarse si no habían sido engañados. El 24 de octubre hizo patente Fabre de Églantine, en la tribuna de los Jacobinos, el cambio que se había operado en las disposiciones de la Asamblea: «Los primeros días –dijo–, toda la Asamblea aparecía como unida contra la diputación de París, pero, poco a poco,
hemos llegado a una especie de equilibrio, hasta el punto de que muchas pruebas han resultado dudosas.» Fabre no exageraba. El 18 de octubre los girondinos estuvieron en riesgo de perder la presidencia de la Cámara. De 466 votantes, Guadet, en primera elección, obtuvo 218 votos, en tanto que Danton, candidato opuesto por los montañeses, logró 207 sufragios. Hubo que repetir la votación y, al hacerlo, resultó electo Guadet por 336 votos. Antes Cloots, que había seguido largo tiempo a los girondinos y que había sido comensal de la señora Roland, se separó, con escándalo, de sus antiguos amigos, en un folleto que fue muy comentado y que, aunque titulado Ni Marat ni Roland, se dedicaba casi exclusivamente a atacar a los girondinos. Reveló que había oído manifestar a Buzot, en la mesa de los Roland, «que una república no debía tener mayor extensión que la que alcanzaba su ciudad natal». Acusó a Roland de predicar el federalismo. Este ataque tenía tanta mayor importancia cuanto que Cloots se había revelado en septiembre como un enemigo resuelto de la ley agraria. La aparición de un tercer partido entre girondinos y montañeses fue una realidad el 5 de noviembre después de la contestación de Robespierre a Louvet. La
lista de los oradores inscritos para hacer uso de la palabra en el debate se dividía en tres partes. Hubo unos que pidieron la palabra por la orden del día, esto es, porque la acusación de Louvet fuese descartada; hubo otros que la solicitaron para hablar sobre la orden del día, es decir, para que no se hicieran pronunciamientos respecto al fondo del asunto, y hubo otros, en fin, que pidieron hablar contra la orden del día, esto es, para que la acusación de Louvet fuese aplazada. La prensa girondina tampoco se manifestó unánime en aprobar los ataques de Louvet. Condorcet los condenó. Su periódico La Crónica se negaba a creer en la realidad de los horribles complots que Roland denunciaba diariamente. Como Fabre de Églantine, Camille Desmoulins hizo notar, en el número 25 de su Tribuna de los Patriotas, publicado en primeros de noviembre, la formación de un tercer partido, separado de la Gironda: «Debo comunicar a los lectores que, desde hace algún tiempo, se ha formado en la Convención un tercer partido que vale la pena de que lo definamos... Se le podría llamar el partido de los flemáticos. Pétion, Barère, Rabaud, Condorcet, y, a mi modo de ver, hasta los mismos Lacroix y Vergniaud, son los que me han parecido el
núcleo de este partido..., verdaderos agiotistas que se han colocado entre Brissot y Robespierre como el abate de Espagnac entre el alza y la baja...» El hecho revestía una importancia innegable. La Gironda no dominaría ya sola en la Convención. Y el 15 de noviembre perdió la presidencia de la Cámara, que fue obtenida por el obispo Grégoire, un independiente que acababa de pronunciar en dicho día un vehemente discurso en contra de la inviolabilidad real, y que alcanzó 246 votos de 352 votantes. La Gironda no podrá ya conservar el gobierno sino al precio de abandonar su política de odios y consintiendo en conceder su justa parte al interés público, personificado en estos independientes a los que, desdeñosamente, llamó Camille Desmoulins «los flemáticos». Pero ¿la Gironda sería capaz de un vigoroso restablecimiento que salvara su situación ya muy quebrantada? Su equívoco papel en el proceso del rey acabó de hacer sospechoso su patriotismo y su republicanismo.
CAPÍTULO XX EL PROCESO DEL REY
Se había encontrado en las Tullerías, en los papeles del tesorero de la lista civil, la prueba de que el rey continuó pagando a sus guardias de corps, licenciados y huidos a Coblenza; la de que había instituido en París una agencia de corrupción y espionaje, y la de que había subvencionado a los periódicos aristócratas. El Tribunal Criminal Extraordinario del 17 de agosto castigó a algunos agentes subalternos: Laporte, Collenot de Angremont, Cazotte, de Rozoy. Pero la Gironda, dueña de la Asamblea después del 10 de agosto, no hizo nada para preparar la instrucción del proceso que debía seguirse contra el monarca suspendido. No encargó a ningún juez que se preocupara de reunir nuevas pruebas y documentos, de proceder a investigaciones de registros en las casas de los cómplices de los ya condenados. Dejó pasar el momento favorable para hacerse de un importante conjunto de piezas acusatorias. Después de la reunión de la Convención, la Gironda no mostró mayor diligencia. Cuando, el 16 de octu-
bre, Bourbotte se extrañó de que se mostrasen prevenciones a ocuparse del gran problema de las responsabilidades del rey, Barbaroux, que presidía la Comisión de los 24, en posesión de los elementos sumariales, le contestó que precisaba seguir una marcha reflexiva y grave, y solicitó se enviase a examen de la Comisión de Legislación el problema de las formalidades a instituir para juzgar este excepcional proceso. Manuel temió que esta manera de caminar fuese, aún, demasiado rápida y propuso que, previamente, fuese consultado el pueblo, en sus asambleas primarias sobre la supresión de la realeza. Lehardy le apoyó; y fue preciso que Danton hiciera observar que la supresión de la realeza, siendo una cuestión constitucional, no podía someterse en consulta al pueblo, sino al presentarle la Constitución misma y toda entera. Era visible que la Gironda sólo pensaba en ganar tiempo. El proceso del rey le espantaba. Afectaba temer el recibir del pueblo una reprobación. En lugar de adoptar una actitud definitiva y franca, de explicar decididamente las razones por las que creía inoportuno el proceso, se refugió en habilidades procesales y prestó, así, su flanco a las acusaciones de sus adversarios. La Revolución, por el contrario, tenía un inmenso
interés en caminar de prisa, en juzgar al monarca bajo la impresión de la jornada del 10 de agosto y de la victoria de Valmy. «El mundo –dice un historiador–, se hubiera como sorprendido por la rapidez en el desarrollo de los sucesos e inmovilizado ante el cegador resplandor del rayo.» Pero la Gironda, que había intentado el impedir la insurrección del 10 de agosto, parecía dudar de la Revolución y de ella misma. Se debatía en un mar de contradicciones. Queriendo castigar severamente a los montañeses como cómplices de las matanzas de septiembre, se incapacitaban, por ello mismo, para solicitar piedad en favor del rey. El 16 de octubre, la Comisión de Legislación estudió detenidamente la cuestión del procedimiento a seguir para juzgar a Luis XVI. A fines de mes acordó nombrar un ponente, Mailhe, que se decía favorable a los montañeses. Seguidamente, la Gironda, viendo que la Comisión de Legislación escapaba a su influencia, quiso adelantarse al informe de Mailhe. El 1.º de noviembre, Valazé, en nombre de la Comisión de los 21, presentó un dictamen prematuro y mal digerido, sobre los crímenes del rey. No presenta en su contra sino algunos hechos ya conocidos y poco significativos, extendiéndose, en cambio, con gran complacencia, en
una correspondencia comercial que el tesorero de la lista civil, Septeuil, había sostenido con banqueros y negociantes extranjeros para comprar y vender ciertas mercancías tales como trigo, café, azúcar y ron. Pretendía sacar de esta correspondencia la prueba de que con tales operaciones Luis XVI no había rehusado especular sobre el encarecimiento de la vida, y añadía a sus crímenes de lesa patria el imprevisto de acaparamiento. El mismo Pétion no pudo por menos de estimar que el dictamen era insuficiente y la Asamblea compartió sus opiniones. Mailhe sentía otras preocupaciones, bastante diversas a las que Valazé había experimentado. Su dictamen del 7 de noviembre, sólido y claro, hizo dar un gran paso al proceso. Echando a un lado las objeciones de aquellos que invocaban la Constitución de 1791 para rehusar el enjuiciar al rey, arrebataba a éste, por haberla violado, los beneficios de tal Constitución que, por otra parte y desde luego, había caducado con la reunión de la Convención. No se podía oponer la Constitución a la Nación que, nuevamente, había reivindicado para sí la plenitud de sus derechos. Luis XVI, desde el 10 de agosto, se había convertido en un simple ciudadano que estaba tan sometido al Código Penal como el resto de los franceses.
Ahora bien, lo que no era posible, sin embargo, era que lo juzgasen los tribunales ordinarios, ya que su inviolabilidad constitucional sólo cedía ante la nación entera. Y la Convención era de derecho la sola representante de la nación francesa. Sólo ella podía juzgar al primero de sus funcionarios. No podía ser cuestión el enviar el conocimiento del asunto a un tribunal especial. El dogma de la división de poderes no podía aplicarse sino una vez establecido y delimitado. La Convención, teniendo por misión el dar una Constitución a Francia, confundía en ella toda la autoridad, y en todos los órdenes, de la nación. Enviar el juicio a un tribunal especial hubiera sido disminuir la omnipotencia de la Asamblea, negar que ella fuese la Convención, crearle trabas inconvenientes. Pretender que los diputados no podían juzgar porque resultarían, a la vez, acusadores y jueces, no era una razón admisible, ya que en el proceso de Luis XVI toda Francia era juez y parte. «Precisará, pues –gritó un convencional–, buscar los jueces en otro planeta.» Mailhe concluyó proponiendo que la Asamblea nombrase tres comisarios para que recogiesen las pruebas de los crímenes imputados a Luis y redactasen el acta de acusación. Es decir que para la Comisión de Legis-
lación el informe de Valazé era algo que ni existencia había tenido. Abierta la discusión, el 13 de noviembre, se ocuparon en ella muchos días y fue objeto de numerosas interrupciones. Los jefes de la Gironda evitaron terciar en la cuestión de la inviolabilidad. Dejaron que hablasen en su lugar oradores de segundo orden: Morrisson, quien sostuvo que, en ausencia de ley positiva, el proceso era imposible; Fauchet, quien dio a entender que el suplicio de Luis XVI se volvería en daño de la Revolución, provocando una reacción de piedad; Rouzet, quien valerosamente recordó que Luis XVI había suprimido de su patrimonio la mano muerta, tomado ministros filósofos y convocado los Estados Generales. Saint-Just pronunció en su contra una réplica fulminante. Admitió que el rey no podía ser juzgado en relación con lo establecido por el Derecho. No se trataba de un verdadero debate procesal, sino de un acto político a realizar. Luis XVI no era un procesado, sino un enemigo. Sólo se le podía aplicar una ley: la del derecho de gentes o, dicho de otra manera, la ley de la guerra. «Luis XVI ha combatido contra el pueblo y ha sido vencido. Es un bárbaro, un extranjero prisionero de guerra; conocéis sus pérfidos designios, habéis visto
su ejército; él es el asesino de la Bastilla, de Nancy, del Campo de Marte, de Tournay, del 10 de agosto. ¿Qué enemigo os ha causado mayores males?» El discurso de Saint-Just había producido tanta mayor impresión cuanto había sido pronunciado por un hombre apenas salido de la adolescencia y absolutamente desconocido la víspera de su oración. La Asamblea iba a votar las conclusiones de Mailhe y a proclamarse tribunal de justicia cuando Buzot, que, hasta entonces, había estado callado, intervino para presentar una moción de las tan peculiares en él. Pidió bruscamente que la Asamblea revocase su decreto del 13 de noviembre por el cual había decidido ella entender primeramente en la cuestión de saber si Luis XVI podía o no ser sometido a juicio. «No habláis –dijo Buzot–, sino de Luis XVI y nada de su familia, y yo, republicano, no quiero a nada ni a nadie que se relacione con la raza de los Borbones.» Dicho de otra manera: Buzot quería mezclar al debate el proceso de María Antonieta y, también, el proceso de Felipe Igualdad, que se sentaba entre los montañeses. Derivaciones astutas y tendenciosas que no podían tener otro fin que el de enturbiar la discusión y, bajo pretexto de rigor, salvar a Luis XVI ante la amplitud de la
acusación, en este caso. Cosa extraña y que da en qué pensar: Danton apoyó la moción de Buzot, y ésta fue votada. El debate no se limitaría, desde entonces, a la cuestión de la inviolabilidad, comprendería tanto el fondo como la forma del proceso. Las revelaciones contenidas en las Memorias de Théodore Lameth nos explican la actitud de Danton. Théodore Lameth había abandonado a Londres, hacia la mitad de octubre, y, desafiando las penas terribles de la ley contra los emigrados, se encontraba en París, adonde se dirigió para entrevistarse con Danton, que le estaba muy obligado, y tratar de los medios posibles para salvar a Luis XVI, contando con su concurso. Danton le prometió hacer cuanto de su parte estuviera y se pudiera para impedir el juicio, ya que «si Luis es juzgado –dijo Lameth–, si el proceso comienza, la muerte será el fin que le aguarda». Mas todo cuanto Lameth y Danton habían tramado vino estrepitosamente a tierra ante un golpe verdaderamente teatral: el descubrimiento del armario de hierro, hecho ocurrido el día 20 de noviembre. Era el llamado armario una alacena secreta que el cerrajero Gamain, a mandatos de Luis XVI, había practicado en
una pared del castillo. Roland, advertido por Gamain, que temía ser envenenado por los realistas, cometió, en su orgullo, una terrible imprudencia. Se hizo abrir el armario sin testigos y él mismo llevó a la Asamblea los documentos que encerraba, exponiéndose así a la sospecha de haberlos hojeado antes y hecho desaparecer los que comprometieran a sus amigos los girondinos. Se descubrió en el armario de hierro la correspondencia del rey con Mirabeau, con Talon, el jefe de su policía secreta, con el obispo Clermont, director de su conciencia, con Dumouriez, con La Fayette, con Talleyrand y con algunos otros. Los jacobinos rompieron el busto de Mirabeau que adornaba su salón de sesiones y la Convención cubrió con un velo su efigie. Contra Talon, que llenaba cerca de Pitt una misión secreta que le había encargado Danton, se dictó decreto de acusación; pero, por su ausencia, resultaba fuera del alcance de acción de las autoridades francesas. Sus agentes y parientes, Dufresne Saint-Léon y Sainte-Foy, fueron arrestados; pero no se puso prisa alguna en formalizar sus procesos, pues ello hubiera entrañado el dirigirse contra sus cómplices y especialmente contra Dumouriez. Brissot se apresuró a disculpar a éste en su periódico y Ruhl lo justificó, poco después, en la
tribuna. Desde entonces fue cada vez menos posible el evitar el proceso de Luis XVI. La Asamblea creó, el 21 de noviembre, una nueva comisión de 12 miembros, encargada de inventariar los documentos contenidos en el armario de hierro. Esta comisión fue designada por la suerte y en ella la influencia girondina fue bastante menor que en la antigua Comisión de los 24. Después, la opinión, sobreexcitada por el misterio, comenzó a manifestarse. El día 2 de diciembre, los delegados de 48 secciones parisienses comparecieron en la barra para protestar de la lentitud del juicio: «¿Qué vanos temores –dijeron–, os hacen retroceder? Hoy que nuestras armas van de triunfo en triunfo, ¿a qué teméis? Los crímenes de Luis el perjuro, ¿no están aún bastante manifiestos? ¿Por qué dar tiempo a que renazcan las facciones?» El Ayuntamiento, sucediendo a las secciones, dedujo una violenta denuncia contra Roland, que había podido sustraer buena parte de los documentos encontrados en las Tullerías, contra Roland, que hacía circular en los departamentos, con gastos que sufragaba la república, una multitud de libelos en los que se difamaba a París. Desde la defensiva, en la que hasta entonces se había mantenido, la Montaña pasaba a la
ofensiva. La Gironda no podía ya esperar que el proceso general de los Borbones ahogara el proceso del rey. El 3 de diciembre, el propio Barbaroux pidió que se procesara a Luis XVI. Robespierre volvió, entonces, sobre la tesis de Saint-Just, ampliándola con consideraciones políticas: «El rey –dijo–, no es un acusado, vosotros no sois jueces. Vosotros no sois, ni podéis ser otra cosa que hombres de Estado, que representantes de la nación. Vuestra misión no es dar una sentencia en favor o en contra de un hombre, sino la de tomar una medida de salud pública, la de ejercer un acto de providencia nacional. Dentro de una república, un rey destronado sólo sirve para dos cosas: una la de turbar la tranquilidad del Estado y quebrantar la libertad; otra la de servir de medio para afirmar, a la vez, la una y la otra... Y ¿cuál es el partido que una sana política prescribe para cimentar la república naciente? Es el de grabar profundamente en el corazón de todos el desprecio hacia la realeza y el de llevar el estupor a cuantos se sientan o sean partidarios del rey...» Robespierre describió seguidamente los progresos de la reacción, que él imputaba a las calculadas lentitudes del proceso y acusaba a los girondinos de ideas realistas preconcebi-
das: «¿Qué otros medios se podían emplear si se deseara restablecer la realeza?» El ataque era tan directo que, una vez más, la Gironda cedió y volvió a sus argucias. Fiel a su táctica demagógica, Buzot pidió, al día siguiente, que, para apartar toda sospecha, decretase la Convención que «cualquiera que propusiera en Francia el restablecer en ella los reyes o la realeza hubiera pena de muerte... Y pido –dijo–, que debe añadirse: con cualquier denominación que sea, solicitando, sobre ello, votación nominal.» Valía esto tanto como denunciar el que había en la Asamblea diputados que deseaban restablecer la realeza con denominación distinta y justificar, al mismo tiempo, las lentitudes de la Gironda. Porque, ¿a qué apresurarse a hacer caer la cabeza del monarca si su suplicio sólo había de servir al provecho de los que soñaban en hacer revivir la realeza en forma de dictadura? Merlin de Thionville, habiendo cometido la imprudencia de proponer, so pretexto de respeto a la soberanía popular, que se añadiese a la moción de Buzot esta reserva: «salvo que el pueblo así lo acuerde en sus asambleas primarias», dio ocasión a Guadet para precisar y agravar la terrible insinuación de Buzot. Vio en la moción de Merlin la prueba de que existía el proyecto
de «sustituir un despotismo a otro, quiero decir, de elevar un déspota, bajo la égida del cual aquellos que hubieran llevado a cabo tal usurpación estuviesen seguros de adquirir, a la vez, la impunidad de sus crímenes y la seguridad de poderlos cometer de nuevo». Toda la Montaña quedaba así acusada de un realismo disfrazado. Y, en este caso, no era lo más urgente el juzgar al rey destronado, sino el llevar a la guillotina a los monárquicos de gorro frigio. Como Robespierre insistiera en reclamar el inmediato juicio de Luis XVI, Buzot le replicó que aquellos que querían acelerar el proceso tenían sin duda interés en impedir que el rey pudiera hablar. Ello tendía nada menos que a transformar a Robespierre en cómplice amedrentado de Luis XVI. Buzot triunfó en esta ocasión. Su moción fue votada. Bien pronto, el 6 de diciembre, los montañeses tomaron la revancha. Se decidió, en tal fecha, que la Comisión de los 12, ya encargada de clasificar los papeles encontrados en el armario de hierro, fuese reforzada con 9 nuevos miembros, tres por cada una de las Comisiones de los 24, de la de Legislación y de la de Seguridad General, y que esta nueva comisión, que se llamaría de los 21, presentase en el más breve plazo el acta de acusación de Luis XVI. La Convención de-
cretó, por medio de otro acuerdo, que todos los escrutinios que tuvieran lugar en el proceso del rey lo fueran como resultados de votaciones nominales. Fue Marat, apoyado por Quinette, quien había formulado tal demanda. ¡Ventaja enorme para los partidarios de la pena de muerte aplicada a Luis! La Convención iba a votar a los ojos y por la presión de las tribunas. No hubo discusión para adoptar tal medida. Ningún girondino se atrevió a confesar que temía la publicidad de su voto. El 9 de diciembre intentó Guadet una nueva derivación del debate. Propuso el convocar a las asambleas primarias «para que se pronunciaran sobre la proscripción de aquellos de sus representantes que hubieran traicionado a la patria». Pero Prieur del Marne, sostenido por Barère, hizo anular la decisión que, en medio del mayor entusiasmo, se acababa de tomar sobre la propuesta de Guadet. Si la moción hubiera definitivamente pasado, la Gironda hubiera tenido a su merced a los diputados que votasen con la Montaña, suspendiendo sobre ellos la amenaza de su revocación por las asambleas primarias. Robert Lindet, en nombre de la Comisión de los 21, depositó, el 10 de diciembre, su informe sobre los crímenes de Luis XVI. Era una especie de historia de
toda la Revolución, en la que la doblez del rey se hacía notar en todos los momentos críticos. El rey fue interrogado el día siguiente por Barère. A las preguntas que se le hicieron se limitó a oponer su falta de memoria o puras y simples denegaciones cuando no podía ampararse en la responsabilidad de sus ministros. Seguidamente le presentó Valazé los documentos que servían de piezas de convicción y que llevaban su firma. Se negó a reconocerlos. Negó el haber mandado construir el armario de hierro, obstinándose en no reconocer la llave que lo abría y que procedía de su ayuda de cámara Thierry. Esta evidente falla de buena fe destruyó la impresión, al principio favorable, que su sencillez y calma aparente habían producido. Pero, cuanto más aumentaba el peligro de Luis XVI, más se ingeniaban los girondinos para apartarlo o retrasarlo. El 16 de diciembre intentaron una nueva maniobra. Buzot propuso, para impedir por siempre el restablecimiento de la realeza, desterrar a los Borbones y especialmente a la rama de Orleáns, que «por lo mismo que fue la más querida, era la más peligrosa para la libertad». ¡Maniobra hábil y profunda! Si la Montaña rechazaba la moción de Buzot, daba pábulo a las acusacio-
nes de orleanismo de que era objeto. Si sacrificaba a Felipe Igualdad, proclamaba que Luis XVI no era el solo peligro para la república y confesaba que los girondinos habían defendido mejor que ella misma la libertad republicana. Y, por otra parte, ¿para qué serviría la muerte de Luis XVI si, al pie mismo de la guillotina que le privase de la vida, seguía el peligro realista en la persona de Igualdad? La Montaña, exasperada, se levantó para destruir la maniobra. Chabot encontró un argumento tópico. Felipe Igualdad era representante del pueblo. Expatriarlo era violar en él la soberanía popular, era mutilar la Convención. Saint-Just desenmascaró el pensamiento secreto de la Gironda: «Se afecta, en este momento, ligar la suerte de Orleáns a la del rey; se hace, tal vez, para salvarlos a todos o al menos para amortiguar el juicio de Luis Capeto.» El club de los Jacobinos y las secciones parisienses tomaron, decididamente, partido en contra de la propuesta de Buzot, a pesar de la opinión de Robespierre, que hubiera querido se votara, para romper toda solidaridad entre la Montaña y el orleanismo. El proceso del rey debía seguir su curso. La Gironda no había logrado, al tratar de ponerle trabas, sino comprometerse sin provecho alguno, poniendo
en práctica una política carente de franqueza. El 26 de diciembre compareció por segunda vez Luis XVI ante la Convención. Su abogado, de Sèze, leyó un escrito de defensa, bien ordenado, elegante, trabajado en conciencia, pero sin gran brillo. Se dedicó a probar, en su primera parte, lo que no era difícil, que todo era excepcional e ilegal en el proceso, y, en una segunda parte, discutía los cargos de la acusación, intentando poner a cubierto la responsabilidad personal del monarca. En una peroración patética, hizo el elogio de sus virtudes y recordó los beneficios de sus primeras actuaciones. El corajudo Lanjuinais quiso aprovecharse de la emoción producida para pedir la suspensión del decreto de acusación. Pero hay que confesar que anduvo desacertado. Habló, con ironía, «de los conspiradores que se habían declarado autores de la ilustre jornada del 10 de agosto». La Montaña lo tildó de monárquico y acabó por retractarse. Así como no habían querido comprometerse tomando posiciones en la cuestión de la inviolabilidad, tampoco quisieron ahora los jefes girondinos combatir directamente la pena de muerte. Dejando a sus comparsas, más valerosos que ellos mismos, el peligroso honor de proponer el destierro o la prisión, se refugia-
ron en el sesgado recurso de la apelación al pueblo, que se esforzaron en justificar por razones teóricas y prácticas. Vergniaud invocó la Constitución de 1791 que había concedido al rey la inviolabilidad. Y entendía que sólo el pueblo podía retirársela. Pero Vergniaud olvidaba que el pueblo no había sido consultado sobre dicha Constitución. Salle mostró que la muerte del rey concitaría contra Francia a las naciones extranjeras y hasta sublevaría a los pueblos que se habían reunido a la república ante las victorias de ésta. «En nuestros debates –dijo Brissot–, nos olvidamos con frecuencia de Europa.» Pero, a su vez, Salle y Brissot olvidaban que ellos mismos, y no hacía muchos meses, habían desencadenado la guerra, alabando el que suponían rápido progreso de las ideas revolucionarias. Ahora bien, ¿por qué tomaban ahora este recurso de la apelación al pueblo si creían que la muerte de Luis XVI levantaría a Europa en contra de la república? ¿Por qué no dijeron, con más claridad, que la vida del rey era necesaria a la defensa de Francia? ¡Extraña idea la de hacer plebiscitar por el pueblo francés la guerra europea! La Gironda no contaba sólo con discursos y votos para salvar a Luis XVI. Su hombre de confianza, Lebrun, ministro de Negocios Extranjeros, había asegu-
rado a las potencias neutrales que la Convención se mostraría clemente y magnánima. El 28 de diciembre anunció a la Asamblea que había llegado a feliz logro en las negociaciones entabladas con España para obtener a la vez la neutralidad de ésta y el desarme recíproco en uno y otro lado de la frontera. Y añadió que había llegado a tan venturoso resultado gracias al vivo interés que el rey de España tomaba por la suerte de su primo el ex rey de Francia. Acabó trasladando a la Asamblea una carta del encargado de asuntos de España, Ocariz, el que invitaba a la Convención a mostrarse generosa para conservar la paz. En esta torpe carta se pretendía dar lecciones a una Asamblea suspicaz y vanidosa. El documento pasó, sin debate ni atención alguna, a la Comisión Diplomática. Los liberales ingleses –con los que los girondinos estaban en correspondencia– Landsdowne, Fox, Sheridan, pidieron a Pitt, en la sesión de los Comunes del 21 de diciembre, que interviniera en favor del rey de Francia. Y, dos días más tarde, en los Jacobinos, un amigo de Danton, François Robert, sugirió que sería acto de buena política diferir la condena de Luis Capeto. Sabemos hoy, por las Memorias de Théodore La-
meth, por las cartas de Miles, agente de Pitt, por la declaración de Talon y por las Memorias de Godoy, que se hicieron esfuerzos enormes para obtener el concurso de los Gobiernos europeos, de una parte, y para comprar votos a favor de Luis XVI, de otra. Talon depondría en 1803, ante la justicia del Consulado, que: «Danton había aceptado salvar, por un decreto de deportación, a la totalidad de la familia real». «Pero – añade–, las potencias extranjeras, a excepción de España, se negaron a los beneficios pecuniarios pedidos por Danton.» Las amenazas del extranjero y las intrigas corruptoras no llegaron a afectar a la mayoría de la Asamblea. Robespierre, en un admirable discurso, pronunciado el 28 de diciembre, desarrolló los peligros que se podrían hacer correr al país con la apelación al pueblo. Con intención un tanto irónica manifestó que el asunto no estaba del todo mal planeado. En plena guerra, cuando los realistas comenzaban a reunirse y a conspirar en el Oeste, se pretendía consultar a las asambleas primarias. Pero ¿quiénes iban a concurrir a tales asambleas? Los trabajadores seguramente que no: ocupados en sus habituales tareas, eran, aún, incapaces de seguir debates largos y complicados. Y mientras los franceses dis-
cutían y se querellaban de un extremo a otro de Francia, los enemigos encontrarían franco el avance. Y, como si Robespierre hubiese penetrado las tentativas de corrupción ocultas en la sombra, denuncia a los bribones que en ella se amparan y pronuncia su célebre frase: «la virtud está siempre en minoría en la tierra». En cuanto al argumento sacado de la situación diplomática de la república, respondía él que cuanto más aparentase la Revolución tener miedo, más sería amenazada y atacada: «La victoria decidirá si sois rebeldes o bienhechores de la Humanidad y será la grandeza de vuestro carácter la que decida de vuestra victoria.» La Montaña no se limitó a combatir en la tribuna la apelación al pueblo. Para dar al traste con la autoridad de los girondinos, en cuanto ella pudiera ser ejercida cerca de los diputados independientes, reveló lo que aún no era sabido: los compromisos de tres de sus jefes, Guadet, Gensonné y Vergniaud, con la corte en las vísperas mismas del 10 de agosto. La revelación fue hecha en la tribuna, el 3 de enero, por el diputado Gasparin, amigo del pintor Boze, que había servido de intermediario entre los girondinos y el ayuda de cámara del rey, Thierry. Llamado a la barra, Boze confirmó
lo dicho por Gasparin. El día siguiente, 4 de enero, Barère, que quería, tal vez, borrar las sospechas que los documentos del armario de hierro habían suscitado en su contra, dio a la apelación al pueblo el último golpe, mediante una crítica tanto más impresionante cuanto que venía de un hombre que no quería ser clasificado entre los montañeses y que expresaba con su voz dulce la satisfacción que le producía el estar, una vez, de acuerdo con Marat: «Se puede –dijo–, someter a la ratificación del pueblo una ley; pero el proceso del rey no es una ley... El proceso es, en realidad, un acto de salud pública o una medida de seguridad general, y los actos de salud pública no se llevan a la ratificación del pueblo». El 14 de enero comenzó el escrutinio, acto interminable, porque se hacía mediante votación nominal en la que cada diputado, con la amplitud que le agradara, podía razonar la emisión de su voto. Sobre la culpabilidad, el voto fue unánime, salvo algunas abstenciones. Sobre la apelación al pueblo la Gironda fue derrotada por 424 votos contra 287. Muchos disidentes de su partido, Carra, Boyer-Fonfréde, Condorcet, Daunon, Debry, Ducos, la Revellière, Mercier, Payne, habían votado con la Montaña. Los partidarios de la
apelación al pueblo se reclutaron, sobre todo, entre los diputados del Oeste. En el decisivo escrutinio sobre la pena, 361 diputados votaron por la muerte, sin reservas, y 26 votaron igualmente por la muerte, pero manifestando querer saber si no había lugar para examinar la concesión de una prórroga; 384 votos se decidieron por cadena, detención o muerte condicional. La mayoría absoluta eran 361 votos. Se preguntó a los 26 diputados que habían expresado el deseo de que se examinara la cuestión del aplazamiento si hacían depender del examen de este aplazamiento su voto de muerte. El diputado Mailhe, que había sido el primero en expresar la idea de tal reserva, repitió textualmente sus palabras. Los otros declararon que su voto por la muerte era independiente de su petición de aplazamiento. Los votos a favor de la pena de muerte subieron así al número de 387. Se sospechó que Mailhe había recibido del ministro de España, Ocariz, la suma de 30.000 francos por la enmienda presentada y que se había reservado interiormente el dar a conocer su opinión hasta ver el resultado definitivo del escrutinio. Entre los girondinos, Vergniaud, Guadet, Buzot y Pétion, votaron como Mailhe, y Ducos, Boyer-Fonfréde, Carra, Lasource,
Debry, Inard, La Revèlliere votaron la muerte pura y simple. Buzot, Condorcet, Brissot y Barbaroux propusieron que se difiriera la ejecución del juicio, en razón a la situación exterior. Barère les respondió que el aplazamiento renovaba la cuestión de la apelación al pueblo, que colocaba a la Revolución en situación de debilidad ante el extranjero y que prolongaba las disensiones en el interior. El aplazamiento fue desechado por 380 votos contra 310. En su cólera, los girondinos, el 20 de enero, hicieron votar, a propuesta de Guadet, nuevas diligencias en contra de los autores de las matanzas de septiembre. Pero el decreto fue revocado al siguiente día ante la emoción provocada por el asesinato del convencional Le Pelletier de Saint-Fargeau por el guardia de corps Pâris. El asesinato de Le Pelletier, llevado a cabo la víspera del suplicio del rey, calmó las confusas inquietudes que pudieran haber concebido los regicidas tímidos. Constituía él una trágica respuesta a las calumnias de los girondinos quienes, desde hacía tres meses, trataban de asesinos a los montañeses. «Es a estos asesinos a los que se degüella», escribió Saint-André. Los jaco-
binos hicieron «al mártir de la libertad» grandiosos funerales. Bien pronto el busto de Le Pelletier adornará sus salas de reunión y sus fiestas cívicas. Aparte del asesinato de Le Pelletier, acto de impotente desesperanza, los realistas no habían hecho nada serio para salvar a Luis XVI. Folletos, piezas de circunstancias, atentados a los árboles de la libertad, un misterioso complot del barón de Batz para salvar al rey el día que fuera conducido al cadalso, un complot, más real, organizado en Bretaña, desde hacía meses por el aventurero marqués de la Rouarie, que murió antes de haber puesto en ejecución sus proyectos; vagas intrigas, en fin, de Dumouriez, quien permaneció en París del 1.º al 24 de enero, y ello fue todo. El asesinato de Le Pelletier y el suplicio de Luis XVI comenzaron un período nuevo en la historia de la Convención. «El reinado de los bribones políticos ha terminado», escribía Le Bas a su padre, el mismo día 21 de enero. Y él mismo, explicando su pensamiento, añadía el 19 de febrero: «Para mí creo que este acto –el suplicio del rey– ha salvado a la república y nos asegura de la energía de la Convención...» Todos los representantes que habían votado la muerte del rey tenían interés personal grandísimo en impedir, a todo precio,
una restauración que les hubiera hecho pagar caros sus votos. Y se lanzaron a la lucha contra la Europa monárquica con renovado ardor. «Es ahora –había dicho Le Bas, el 21 de enero–, cuando los representantes van a desarrollar un gran carácter, es preciso vencer o morir; todos los patriotas sienten la necesidad de ello.» Y él mismo había escrito la víspera: «Henos aquí lanzados; los caminos se han cegado a nuestra espalda; es preciso caminar hacia delante, de bueno o de mal grado; ahora es cuando podemos gritar con gran justeza: ¡Vivir libres o morir!». El fin de Luis XVI acabó con la realeza en su prestigio tradicional y místico. Los Borbones podrían volver. Pero, en el corazón del pueblo, jamás lo harán ya rodeados por la aureola divina.
CAPÍTULO XXI FINANZAS Y VIDA CARA
Más aún que su actitud equívoca en el proceso del rey fue su política social lo que hizo impopular a la Gironda, en el espíritu de las masas. Esa política fue puramente negativa. Puede resumirse en la defensa de la propiedad, entendida ésta en un sentido absoluto y estrecho. Las victorias con que los girondinos habían contado para resolver la crisis económica solucionaron, en realidad, bien poca cosa. Las contribuciones recaudadas por Custine en las ciudades del Rin, no eran sino una gota de agua ante el océano de los gastos. El 13 de noviembre declaró Cambon que, para el mes de noviembre, los ingresos previstos eran de 28 millones y los gastos se suponían en 138 millones, con un déficit de 116 millones. Jacques Dupont expuso el mismo día que de los 300 millones de la contribución territorial y mobiliaria de 1791, sólo se habían recaudado 124 millones. En diciembre de 1792, los ingresos del Tesoro figuraban por 39 millones y los gastos de guerra, solos, se elevaban a 228 millones. ¿Cómo llenar esta sima
enorme que se agrandaba sin cesar? Si la Gironda no se hubiera inspirado en una política de clases, hubiera pensado en repartir los gastos de la guerra entre la fortuna adquirida, hubiera procedido a levantar empréstitos, hubiera votado nuevos impuestos. Sus esfuerzos se hubieran dirigido a intentar, a toda costa, el poner un dique a la emisión de asignados que tenía como consecuencia fatal un rápido encarecimiento del coste de la vida. Marat, Saint-Just, Jacques Dupont, aconsejaban esta política de saneamiento financiero. No fueron escuchados. El gran financiero de la Asamblea es, en estos momentos y lo fue por mucho tiempo, el negociante Cambon, que detesta al Ayuntamiento y a los «anarquistas» y que recurre a la solución más fácil y cómoda: la impresión de asignados. El 13 de noviembre propone, en contra de Jacques Dupont, el disminuir los impuestos existentes, suprimiendo el mobiliario y el de patentes y rebajando en un 40% el territorial. Es verdad que, en compensación, proponía suprimir radicalmente el presupuesto de cultos, cuyo peso íntegro pasaría a gravar a las clases populares, pues el pueblo de esta época no podía pasarse sin sacerdotes. Jacques Dupont y los montañeses hubieran querido
que se retiraran de la circulación los asignados, abreviando los largos plazos concedidos a los adquirentes de bienes nacionales para pagarlos; que se amortizase la deuda mediante bonos del Tesoro, que sólo pudieran emplearse en la compra de los bienes de los emigrados; que se procediese a empréstitos forzosos y progresivos y que se estableciese el pago del impuesto territorial en especies. Esta política anti-inflacionista no fue ni aun seriamente examinada. Los bienes de la Iglesia, estimados en dos mil quinientos millones, estaban ya vendidos en su mayor parte, pero quedaban los bienes de los emigrados, que algunos valoraban, por lo menos, en dos mil millones, los bosques que valían mil doscientos millones y los bienes de la orden de Malta calculados en cuatrocientos millones. Existían, pues, más de tres mil millones de reservas. El 5 de octubre de 1792, se habían emitido, con cargo a los bienes del clero, dos mil quinientos ochenta y nueve millones, de los cuales habían vuelto a entrar en las cajas del Tesoro y habían sido quemados 617 millones. Los asignados en circulación montaban, pues, a la suma de mil novecientos setenta y dos millones. Cambon hizo decretar, el 17 de octubre, una nueva emisión que elevó el límite de la circulación a
dos mil cuatrocientos millones. Y debían continuar otras emisiones. Ya, la Legislativa, en los momentos de la declaración de guerra, hubo de suspender el reembolso de la deuda del Antiguo Régimen, salvo en los créditos inferiores a diez mil libras y hasta un monto mensual de 6 millones. Los rentistas que habían contribuido a la Revolución tan poderosamente, quedaron sacrificados a las necesidades militares. Casi todos ellos habitaban en París y la Gironda se cuidaba poco de tales ciudadanos. Prefería servir los intereses de la agricultura y del comercio. El papel-moneda ejercía su natural influencia. Los asalariados la sufren. Ganan al día, por término medio, 20 sueldos en la campiña y 40 en París. Y el pan costaba según los lugares –8 sueldos la libra en Montpellier, por ejemplo–, y todas las demás mercancías sufrieron un aumento parecido al del pan. Y era lo peor que el pan fuese no solamente caro, sino que en muchos lugares resultara difícil el hacerse con él. El trigo, sin embargo, no faltaba. La cosecha ha sido buena. Todos los testimonios están conformes en ello. Pero los propietarios y granjeros no tienen prisa alguna en conducir sus productos al mercado para cambiarlos por un papel del que desconfían. La gran
conmoción del 10 de agosto, el proceso del rey, las amenazas de trastornos agrarios, ampliados hasta el exceso por la prensa girondina, la guerra extranjera, en fin, todos estos sucesos extraordinarios, que se suceden con rapidez, causan una vaga inquietud entre los propietarios. Conservan codiciosamente su trigo, que es una riqueza real, preferible a todos los signos monetarios. Resultado: el trigo no circula y en su consecuencia el pan falta en las grandes ciudades. A fines de septiembre, Ruán sólo tiene harina para tres días y su municipalidad se ve obligada a requisar los granos de los almacenes militares. Pide a la Convención se la autorice para emitir un empréstito de un millón con el cual pueda efectuar compras en el extranjero. El 8 de octubre fue autorizada. El empréstito hubo de pesar sobre los habitantes que pagasen un alquiler superior a 500 libras. Fue preciso, también, autorizar a Lyon, en donde 30.000 tejedores huelgan ante sus telares, obligados a ello por la falta de venta de sus productos, a contratar, en noviembre, un empréstito de 3 millones. Aun en las campiñas los jornaleros agrícolas encuentran dificultades para proveerse de pan, porque los arrendatarios prefieren guardar su trigo en haces a sacarlo en las
eras. Como los granos no circulan, el precio del trigo varía extraordinariamente de uno a otro departamento. El setter de 220 libras se vende, a primeros de octubre, a 25 libras en el Aube, a 43 en el Ain, a 53 en los Bajos Alpes y en el Aveyron, a 26 en el Eure, a 58 en el Hérault, a 42 en el Gers, a 44 en el Alto Marne, a 47 en el Loire y Cher. Cada región se aísla y guarda con avaricia sus productos. Si Ruán tuvo hambre fue porque El Havre retuvo para sí los convoyes a Ruán enviados. La legislación, forjada en la crisis que siguió a la toma de Verdún, permitía acabar con la mala fe y egoístas deseos de los propietarios, al ordenar las declaraciones de existencias y al autorizar las requisas. Pero el ministro encargado de aplicarla, Roland, era un economista ortodoxo que consideraba toda intervención del poder como una herejía y toda reglamentación y requisa como un atentado a la propiedad y una culpable concesión a la anarquía. No solamente no hizo nada para ponerla en vigor, sino que la desacreditó con sus vehementes ataques y la paralizó antes de hacerla derogar. La legislación era, desde luego, insuficiente porque no había instituido organismo central alguno encarga-
do de repartir los granos entre los departamentos productores y aquellos que no lo eran o tenían déficit. Los departamentos se administraban como pequeñas repúblicas y con frecuencia cerraban sus fronteras. De aquí el alza rápida de los precios. Los girondinos no procuraron alivio alguno a los sufrimientos de las clases populares. Profesaban la teoría de que la libre concurrencia era una panacea soberana. Si el precio de los objetos de consumo subía, que los obreros elevasen sus salarios. Pero los obreros no estaban agrupados. No podían ejercer sobre sus contratistas presión útil suficiente. Estaban reducidos a pedir aumentos en los salarios como quien implora limosna. Se dirigían en súplica a los poderes públicos. No podían suponer que las nuevas autoridades, por ellos elegidas, fuesen insensibles a sus miserias, máxime cuando las autoridades del viejo régimen acostumbraban a intervenir en tales casos. En las ciudades la crisis era más aguda que antes. Allí en donde estaban administradas por municipalidades populares, éstas se ingeniaban para buscar paliativos. En París los trabajos de campo mandados realizar en sus cercanías tuvieron un fin caritativo tan grande al menos como el fin técnico militar. Existía el inconve-
niente de que estos gastos habían de hacerse con cargo a los fondos del Tesoro. Los girondinos, a pretexto de economías, acordaron, el 25 de septiembre, sustituir los trabajos a jornal por los destajos. Luego bajaron los salarios. Los obreros protestaron alegando la carestía de la vida. El Ayuntamiento los apoyó. A más, los girondinos, especialmente Rouyer y Kersaint, denunciaron estos trabajos en el campo de los alrededores parisienses «como centros de intriga y cabalas y como puntos de reunión y acción de los más pérfidos agitadores». Y la Convención decretó, el 15 de octubre, la cesación de los trabajos y el licenciamiento de los obreros. En Lyon, donde la crisis era mucho más grave que en París, el procurador del Ayuntamiento, NivièreChol, aunque amigo de los girondinos, gestionó, durante todo el mes de noviembre, cerca de los fabricantes el que abrieran sus manufacturas. Pero habiendo fracasado en sus gestiones, hubo de pedir a la Convención, el 21 de noviembre, un anticipo de 3 millones para poner en marcha algunos telares, que fabricarían por cuenta de la nación. La Convención envió a tres comisarios, Yitet, Alquier y Boissy de Anglas, para que, con conocimiento de causa, la informaran. Esti-
maron justa la demanda, pero consideraron excesiva la cantidad reclamada. La Asamblea no tomó acuerdo alguno. La Gironda, que ocupaba el gobierno, permanecía insensible a las quejas de los trabajadores. Justificaba su inacción o su hostilidad con un argumento mil veces repetido en la tribuna y en la prensa: los autores de las quejas no eran sino «anarquistas» o ilusos por ellos engañados. Brissot atribuía el alza de los granos «exclusivamente a los agitadores», lo que no era otra cosa que convertirse en eco de Roland, cuya total política social consistía en oponer las bayonetas a las multitudes hambrientas. Para mayor irrisión, los trabajadores podían oponer su miseria al lujo insolente de los nuevos ricos, que hacían de él provocativa gala. Son los momentos en que afluyen, de todas partes, quejas contra los proveedores, los momentos en que el honrado Pache denuncia las escandalosas compras hechas por su predecesor Servan al famoso abate de Espagnac, protegido de Danton, y por Dumouriez al judío Jacobo Benjamín, a Lajard, a Fabre de Églantine, a Cerfbeer, etc. «La Revolución –clamaba Cambon el 1.º de noviembre–, ha pesado sobre todo el mundo menos sobre los finan-
cieros y sus secuaces. Esta raza de rapiña es aún peor que cuando existía con el Antiguo Régimen. Tenemos comisarios ordenadores y comisarios de guerra, cuyas bribonerías son escandalosas. Yo me he estremecido de horror cuando he visto compras de tocino, para el ejército del Mediodía, a 34 sueldos la libra.» La Convención hizo arrestar a algunos de estos proveedores; pero la mayor parte, el abate de Espagnac a su cabeza, fueron puestos en libertad seguidamente. Este espectáculo de la impunidad concedida a los nuevos tratantes no podía por menos de agudizar el descontento popular. Desde principios del otoño hubo perturbaciones graves en las campiñas y en las ciudades. Así sucedió en Lyon, en donde los tres comisarios enviados por la Asamblea tuvieron necesidad de tomar a su servicio y a sueldo, una compañía de gendarmes y se vieron obligados a realizar diversas detenciones; así en Orleáns, en donde fue muerto un mozo de cuerda y saqueadas siete casas con ocasión de marchar un convoy de trigo a Nantes; ambos sucesos en el mes de septiembre, a sus finales. En Versalles, Étampes y Rambouillet se produjeron acontecimientos de igual índole durante todo el mes de octubre. En toda la Beauce y, poco a
poco, en las demás provincias, en el decurso de noviembre. El 22 de este último mes los leñadores del bosque de Vibraye, en el Sarthe, arrastraron a los obreros de la fábrica de cristal de Montmirail y recorrieron con ellos los pueblos cercanos en petición de que se tasaran los comestibles. Los días siguientes, bandas conducidas por las autoridades locales, operaron en todos sentidos en Sarthe, Eure, Eure y Loir, Loir y Cher, Indra y Loire y en Loiret. El 28 de noviembre, estos tasadores, a los que precedía un fuerte grupo a caballo, eran 3.000 y se dirigían al mercado de Vendôme. El mismo día, en Mans, la administración departamental y la municipalidad firmaban la tarifa. Y lo mismo sucedió en Nogent-le-Rotrou, en la FertéBernard, en Brou, en Cloyes, en Mer, en Bonnétable, en Saint-Calais, en Blois. En Blois se tasó el trigo en 20 sueldos el boisseau de 12 libras de peso, el centeno en 16 sueldos, la cebada en 12 sueldos, la libra de manteca en 10 sueldos y en 5 sueldos la docena de huevos. Los tasadores llevaban en el sombrero una rama de encina y danzaban alrededor de los árboles de la libertad al grito de «¡Viva la Nación! ¡El precio del trigo va a bajar!» A primeros de diciembre 10.000 a 12.000 hombres marchaban sobre Tours, pero se dispersaron
ante la promesa de que la municipalidad y el departamento apoyarían sus reivindicaciones. Los tres comisarios, Birotteau, Maure y LecointePuyraveau, que la Convención había enviado a Eure y Loir, se vieron rodeados, el 29 de noviembre, en el gran mercado de Couville, por 6.000 hombres armados que les amenazaban con echarlos al río o con ahorcarlos si no sancionaban la tasa, no solamente del trigo y la cebada, sino también las velas, la carne, las telas, los zapatos y el hierro. Los comisarios se sometieron a la petición, pero al regresar a París se vieron colmados de desprecios por parte de los girondinos. Pétion execró la anarquía y la ley agraria. Condenó toda tasa, conducente, fatalmente, al hambre y reclamó una pronta y enérgica represión. A pesar de las manifestaciones de Buzot y de Robespierre, que querían que la represión se confiase a comisarios civiles que debían intentar, ante todo, la dulzura, la Convención decidió que las tropas fuesen mandadas por un general. Condenó, asimismo, la conducta de los tres diputados comisarios, y una represión, tan enérgica como la del mes de abril precedente, restableció el orden en la Beauce. ¿Cómo no habían de guardar las masas obreras de
los campos y de las ciudades rencor a la Gironda por su decidida política de clase? Es significativo que la misma Montaña no anduvo lejos de ser tenida por sospechosa ante los ojos de los oscuros jefes que servían a las reivindicaciones populares. Cuando el procurador general síndico del Sena y Oise, Goujon, compareció, el día 19 de noviembre, en nombre de la asamblea electoral del departamento, para reclamar de la Convención, no sólo la tasa de las subsistencias, sino también la creación de una administración central de ellas, su petición apenas si encontró eco en los bancos de la Montaña. Fayau apoyó la creación de una Comisión Central de Subsistencias; pero los montañeses, si de algo estaban cuidadosos, en este sentido, era de no poner en manos del ministro del Interior, Roland, su enemigo, una arma tan poderosa, y Thuriot, en su nombre, pudo lograr que se descartase la proposición, recordando, en los Jacobinos, los ejemplos de Terray y de Necker. Ningún diputado montañés había reclamado la tasa; ni aun el mismo Fayau, que había dicho, el 19 de noviembre: «Si los ricos, poco amantes de la Revolución, pueden cerrar sus graneros durante ocho días, los franceses están en peligro de sentir otra vez el peso de
las cadenas... ¿Qué sería de una república en la que la vida de los pobres estuviera en poder de los ricos?» Ni aun Beffroy, que había refutado vigorosamente, 8 de diciembre, la tesis liberal de Turgot y de Adam Smith. Ni el mismo Levasseur –del Sarthe–, que había dicho el día 2 de diciembre: «Cuando una ciudad está sitiada, la autoridad tiene, seguramente, el derecho de forzar las puertas de las habitaciones en que se guarden muchos fusiles y repartirlos entre los ciudadanos, para que todos concurran a la defensa común y, sin embargo, se afirma que cuando los ciudadanos están amenazados con morir de hambre no puede forzar a los cultivadores a vender los excedentes de sus cosechas.» Ni aun el mismo Robespierre, quien, el mismo día, había proclamado los siguientes principios: «Los alimentos necesarios al hombre son tan sagrados como la misma vida. Todo cuanto es necesario para conservarla es como una especie de propiedad común. Sólo el excedente puede dar origen a la propiedad individual.» Los montañeses se habían limitado a pedir el mantenimiento de la reglamentación acordada en el mes de septiembre, y hubieron de ser derrotados. La Asamblea había dado la razón a los oradores girondinos Féraud, Serré y Creuzé-Latouche, quienes habían denunciado
las maniobras de los anarquistas y sostenido que la crisis reconocía como causas a las declaraciones y a las requisas, que habían asustado a los cultivadores. Si no se protege a éstos en contra de los investigadores, había dicho Creuzé-Latouche, no se podrán vender los bienes de los emigrados, única prenda garante de los nuevos asignados. Y sus argumentos arrastraron los votos de la Convención. Los jacobinos, durante toda la crisis, habían guardado una especie de neutralidad prudente y reservada. Cuando el Ayuntamiento y las secciones de París pidieron, el 29 de noviembre, la tasa, ellos habían rehusado el hacer manifestaciones de clase alguna. No es, pues, extraño que los agitadores populares les guardasen también rencor. El abate Jacques Roux, portavoz de los pequeños artesanos de la sección de Gravilliers, en París, en un violento discurso pronunciado por él en 1.º de diciembre, sobre El juicio de Luis el último y sobre la continuación de los agiotistas, los acaparadores y los traidores, no se hurtó a atacar a la Convención en su conjunto y a denunciar lo que él llamaba «el despotismo senatorial»: «El despotismo que se propaga bajo el gobierno de muchos, el despotismo senatorial, es tan terrible como el cetro de los reyes, porque tiende a en-
cadenar al pueblo, sin que sienta repugnancia en ello, por encontrarse envilecido y subyugado por las leyes que él mismo se vio en el caso de dar.» En su discurso Jacques Roux intimó a la Convención para que reprimiese a los acaparadores y para que abaratase el precio de la vida. Tuvo tal éxito su peroración que la sección del Observatorio acordó que se diera lectura de ella dos veces por semana durante un mes. Jacques Roux no operaba ya solo; a su lado se encontraba ahora un joven empleado de Correos, llamado Jean Varlet, que gozaba de alguna holgura, que había hecho estudios en el colegio de Harcourt y que le ayudaba en la tarea de enardecer las pasiones. El 6 de agosto de 1792, había propuesto leyes contra los acaparadores y reclamado el curso forzoso de la moneda revolucionaria. Un poco más tarde, instaló a dos pasos de la Asamblea, en la terraza de los Fuldenses, una tribuna ambulante desde la que arengaba a las masas. Bien pronto sus predicaciones de «Apóstol de la Libertad», como él mismo se llamaba, se hicieron antiparlamentarias. Como Jacques Roux, acusaba a los convencionales, tanto montañeses como girondinos, de formar una oligarquía de políticos que derivaban en su propio provecho la soberanía del pueblo. Habién-
dole retirado los jacobinos el uso de la palabra en su tribuna, se retiró de su club y les reprochaba el no instruir al no frecuentar las sociedades fraternas formadas por pequeños artesanos. En aquel entonces él mismo se llamaba «Apóstol de la Igualdad». Y a los amotinados de la Beauce habían repetido que los diputados de la Convención eran todos ricos y que su riqueza provenía del pillaje del Tesoro nacional. La propaganda de Jacques Roux y de Jean Varlet –los rabiosos– progresaba rápidamente en las secciones parisienses, como lo prueban sus cada vez más numerosas y amenazadoras peticiones y los folletos publicados en contra del ministro Roland, haciéndole responsable de la carestía de la vida. Uno de estos libelos hacía de la señora Roland otra María Antonieta: «Ahogar con el peso del hambre al buen pueblo francés es una idea agradable en la que ella se complace, y la honesta Convención Nacional, alterada, también, por la sed de sangre, concede a este monstruo, a esta nueva Galigai, 12 millones para comprar trigo en el extranjero, cuando este cereal, según todos los informes, abunda en Francia.» Los tasadores y los rabiosos no obran ahora, como había ocurrido en las ocasiones anteriores, aislados los unos de los otros. Se comunican de ciudad a ciudad y
buscan el medio de concertarse en la acción. Los lioneses están en frecuente contacto con los parisienses. Uno de ellos, Dodieu, que había propuesto, en el mes de agosto, la creación de un tribunal para castigar a los acaparadores, vino a París para presentar una proposición que la Convención rechazó sobre la marcha. Otro, Hidins, comisario nacional cerca del tribunal de distrito, presentó al Ayuntamiento de Lyon, en diciembre, un proyecto de decreto, compuesto de 25 artículos, que abolía el comercio de granos, creaba una Administración Nacional de Subsistencias, nacionalizaba los molinos y reglamentaba las panaderías. Los jacobinos lioneses adoptaron sus puntos de vista y enviaron a París, en enero, a muchos de ellos para reclamar de la Convención la tasa de todos los artículos de primera necesidad. En Orleáns, un cierto Taboureau, secretario de la sección del Hospital, desempeñó el mismo papel que Roux y Varlet en París y que Dodieu e Hidins en Lyon. Después de los disturbios de la Beauce fue objeto de un mandato de comparecencia, pero, el día en que el juez de paz pretendía arrestarlo, se agruparon más de 200 personas para defenderlo, y logró escapar. Es cierto que los rabiosos no tenían prensa propia.
El apoyo que Marechal les prestó en las Revoluciones de París, fue intermitente. Marat les era hostil y Hébert se reservaba y buscaba acomodo en la Montaña. En cambio, los rabiosos tenían a su favor el secreto instinto de las multitudes y el que la continuación, o, más bien, la agravación de la crisis económica trabajaba en pro de ellos. Para luchar con la Gironda, la Montaña se ve obligada a hacerles concesiones, a darles satisfacciones. El 6 de enero de 1793, uno de ellos, el diputado Duroy, hace notar ante la Convención el rotundo fracaso de la política económica de Roland: «El precio de las mercancías no ha disminuido. Desgraciadamente, por el contrario, no cesa de aumentar y el decreto por vosotros votado –el 8 de diciembre– no ha producido el efecto que esperabais. El trigo que, en mi región –el Eure–, es extremadamente caro, antes valía sólo 30 libras y en la actualidad se cotiza a 36». Los propios girondinos defendieron débilmente a Roland y cuando éste presentó su dimisión, el 22 de enero de 1793, era de prever que su política de no intervención no podría sobrevivirle sino a duras penas. La Convención nombró para sustituirle al prudente Garat, extremadamente cuidadoso de no comprometerse y siempre presto a estar al lado del más fuerte. La vida cara
entrará por mucho en la caída de la Gironda.
CAPÍTULO XXII LA CONQUISTA DE LAS FRONTERAS NATURALES
La Gironda se sostenía en el gobierno gracias a los éxitos militares. Cuando éstos no existan y, aun más, se truequen en reveses, se verá perdida. A Valmy siguieron una serie de victorias que llevaron nuestras armas, con una rapidez inesperada, hasta los Alpes y hasta el Rin. Entrando en Saboya, en la noche del 21 al 22 de septiembre, con 18.000 hombres, en gran parte de la clase de voluntarios, Montesquiou se apodera, sin disparar un tiro, de los reductos de Chapareillan, del castillo de las Marches y de la fortaleza de Montmélian. «La marcha de mi ejército –comunica el general a la Convención el 25 de septiembre–, es un triunfo. Los pobladores de los campos, y al igual los de las ciudades, acuden ante nosotros. La escarapela tricolor aparece y luce en todas partes...» No se trataba de una conquista sino de una liberación. Los aristócratas ginebrinos, alarmados, llamaron en su socorro a los cantones de Zúrich y de Berna, quie-
nes les enviaron un refuerzo de 1.600 hombres. Seguidamente que tuvo conocimiento de ello, el Consejo Ejecutivo, inspirado por Clavière, a quien los aristócratas de Ginebra habían desterrado diez años antes, ordenó a Montesquiou que intimara de la ciudad el despido de los soldados de Berna y de Zúrich. La Convención, a propuesta de Brissot y de Guadet, confirmó, después de dos pruebas dudosas, la orden del Comité Ejecutivo, a pesar de la oposición de Tallien, de Barère, de Danton, de Garran de Coulon y del mismo Pétion. Mas Montesquiou no dio satisfacción a las esperanzas de los girondinos: en lugar de entrar en Ginebra, negoció. Y los aristócratas ginebrinos prometieron licenciar a los suizos. No era esto lo que quería Clavière. La Convención se negó a ratificar el convenio ajustado por Montesquiou y mandó, el 9 de noviembre, que fuera acusado, viéndose en la precisión el general a tener que emigrar. Ginebra continuó siendo independiente, pero la Revolución sólo estaba diferida en ella. De Anselme, con el ejército del Var, compuesto por nueve batallones, procedentes de la última leva, y por 6.000 guardias nacionales de Marsella, se había puesto en marcha ocho días después que su jefe Mon-
tesquiou. Apoyado por la flota del almirante Truguet, entró en Niza, sin combate, el 29 de septiembre, apoderándose, al día siguiente, de la fortaleza de Villefranche, encontrándose en ella, con poderosa artillería, grandes aprovisionamientos, una fragata y una corbeta. Como en los Alpes, también se había emprendido la ofensiva en el Rin. Custine, que mandaba en Landau, viendo a los austríacos y a los prusianos empeñados en la campaña del Argona y a sus almacenes desprovistos de suficiente guardia, se puso en marcha con 14.300 hombres, voluntarios en sus dos terceras partes, y, el 25 de septiembre, se adueñó de Spira, después de un combate bastante vivo, haciendo 3.000 prisioneros y llevando a Landau un considerable botín. Animado por esta victoria, algunos días más tarde volvió a ponerse en marcha, entrando en Worms, el 5 de octubre, y presentándose ante Maguncia, el 19 de dicho mes, con 13.000 hombres y 45 cañones de campaña, pero sin una sola pieza de sitio. La plaza, muy fuerte, estaba defendida por 3.000 hombres, bien provistos de artillería y de aprovisionamientos. Pero Custine estaba en inteligencias con personas de la ciudad, en la que los burgueses se habían negado, el 5 de octubre, al servicio de murallas y comenzado a usar la escarapela tri-
color. Al segundo requerimiento rindió Maguncia. El jefe de ingenieros de la plaza, Eckmeyer, pasó seguidamente al servicio de Francia. Dos días más tarde los carmañolas entraban en Fráncfort. Si Custine hubiese sido un táctico, en lugar de alejarse del Rin hubiera descendido por el río y se hubiera apoderado de Coblenza, cortando, así, la retirada a las tropas prusianas que, precisamente, en aquellos momentos evacuaban Longwy, ante las tropas de Kellermann. Perdida la ocasión, Custine escribía vanamente a Kellermann que persiguiese vigorosamente a los prusianos a fin de establecer contacto con él. Kellermann alegó la fatiga de sus tropas para rehusar el marchar sobre Tréveris. El Consejo Ejecutivo lo envió al ejército de los Alpes y lo sustituyó por Beurnonville, quien no se puso en marcha sino tardíamente, dejándose batir, del 6 al 15 de diciembre, ante Tréveris, por Hohenlohe, y viéndose, finalmente, rechazado y en desorden hacia el Sarre. Custine había sufrido ya un primer contratiempo en Fráncfort, día 2 de diciembre. Los soldados de Hesse habían atacado la ciudad, de improviso, y los habitantes de ella, sublevados contra los franceses, les habían abierto las puertas. Indicó Custine la conve-
niencia de evacuar Maguncia, pero el Consejo Ejecutivo le ordenó que permaneciese en ella, enviándole refuerzos que sacó del ejército que mandaba Biron en Alsacia. Bélgica había sido conquistada al mismo tiempo que Saboya y el Rin medio. Después de Valmy, los austríacos de Sajonia-Teschen se vieron obligados a levantar el sitio de Lille, a la que vanamente habían intentado atemorizar con un bombardeo que duró del 29 de septiembre al 5 de octubre. Dumouriez, después de haber recibido, el 11 de octubre, las felicitaciones de la Convención y luego las de los jacobinos, de los que fue portavoz Danton, entró en Bélgica el 27 de octubre, con nuestro mejor ejército, compuesto, sobre todo, por tropas de línea. El 6 de noviembre presentó combate a los austríacos de Clerfayt y de SajoniaTeschen, que se habían fortificado ante Mons, construyendo rápidamente reductos, en colinas cubiertas de árboles. La batalla fue rudamente empeñada, sobre todo en el centro, en torno de la población de Jemappes. Por la tarde, los austríacos, que eran en número como la mitad de las fuerzas francesas, emprendieron la retirada, dejando sobre el campo de batalla 4.000 muertos y 13 cañones. Dumouriez no los persiguió y así la derrota no adquirió los caracteres de desastre que
pudo adquirir de haber sido otra la manera de actuar del general francés. No por ello fue menor la impresión que el suceso causó en Francia y en Europa. Como dice A. Chuquet: «Valmy había sido un combate de puestos; Jemappes, una contienda general, la primera batalla memorable que libraba Francia desde hacía largo tiempo; algo así como el Rocroi de la República.» A más, Jemappes tuvo consecuencias que Valmy no había tenido. En menos de un mes los austríacos fueron lanzados de toda Bélgica: de Bruselas el 14 de noviembre, de Lieja el 28, de Amberes el 30, de Namur, en fin, el día 2 de diciembre. En lugar de perseguir a los austríacos en retirada, detrás del Roer, a fin de aniquilarlos y de desembarazar a Beurnonville y Custine, en sus luchas con los prusianos, según el Consejo Ejecutivo le ordenaba, Dumouriez se detuvo bruscamente. El general estaba ya en lucha abierta con el ministro de la Guerra, Pache, y con la Tesorería nacional, que vigilaba muy de cerca sus operaciones financieras. Dumouriez estaba rodeado de una legión de agiotistas con los que realizaba compras ilegales, tales como el abate de Espagnac y el banquero de Bruselas Simon. El escándalo fue tal que Cambon hizo decretar el
arresto de Espagnac y del ordenador en jefe Malus. Pero Dumouriez tomó por lo vivo la defensa de sus agentes y dimitió. La Gironda vino en su socorro. Se enviaron a Bélgica comisarios para que lo calmaran y entre ellos Delacroix y Danton. Malus y de Espagnac fueron puestos en libertad y se procuró acallar el escándalo. La Gironda no tenía ya sumisos a sus indicaciones a los generales. Y como quería servirse de la popularidad de ellos en sus luchas con los montañeses, al sentir la necesidad que tenía de los mismos no se atrevía a obligarles a la obediencia. ¿Se haría la paz? ¿Se conservarían los territorios conquistados? Los girondinos dudaron un instante. Algunos de entre ellos se dieron cuenta de que para conservar los países conquistados precisaría prolongar y generalizar la guerra. El 29 de septiembre, al darse cuenta de una carta de Montesquiou en la que anunciaba que los saboyanos le habían comunicado sus deseos de formar un 84 departamento, muchos girondinos, Bancal, Louvet, Lasource, apoyados, desde un principio, por Camille Desmoulins, se pronunciaron contra toda conquista. «Francia es bastante extensa», dijo Bancal. «Temamos parecernos a los reyes encadenando a Saboya a la república», añadió Camille Des-
moulins. Cuando Delacroix le interrumpió con esta reflexión de orden práctico: «¿Quién pagará los gastos de la guerra?» Louvet le replicó, entre vivos aplausos de la Asamblea: «¿Los gastos de la guerra? Os sentiréis ampliamente indemnizados con el goce, para siempre asegurado, de vuestra libertad y ante el espectáculo de la dicha de los pueblos por vosotros liberados.» Mas, esta generosidad no fue enteramente del agrado de Danton: «Al mismo tiempo que debemos dar la libertad a los pueblos vecinos, declaro que tenemos el derecho de decirles: ya no tendréis reyes, porque en tanto que estéis en manos de tiranos, éstos podrían coligarse y poner en peligro nuestra propia libertad. Al traernos aquí, la nación francesa ha creado un gran comité de insurrección general de pueblos contra todos los reyes del universo.» La Asamblea no quiso pronunciarse sobre el fondo del debate, pero dejó entrever sus simpatías por el sistema de crear repúblicas hermanas independientes. Aun la democratización de los países conquistados pareció a la mayoría de la Comisión Diplomática una política aventurada a la que precisaba renunciar. El 24 de octubre, en un amplio informe que, en nombre de sus componentes, ella hizo leer, el girondino Lasource
combatió con empeño la opinión de Danton y la de aquellos que, como él, no querían prometer ayuda y protección al pueblo de Saboya, sino en tanto que él renunciase, desde luego, a mantener la realeza y la feudalidad. «¿No es esto, y en cierto modo, atentar contra la libertad de un pueblo, ya que se excluye de su elección una determinada forma de gobierno?» Lasource censuró a de Anselme el haber municipalizado al condado de Niza instalando en él nuevos cuerpos administrativos y nuevos tribunales: «¡Dar leyes es conquistar!» La opinión de Lasource era la del Gobierno. Lebrun escribía a nuestro agente en Inglaterra, Noël, el 30 de octubre: «Francia ha renunciado a las conquistas y esta declaración debe bastar al Gobierno inglés para tranquilizarlo respecto a la entrada de Dumouriez en Bélgica.» Y le repetía el 11 de noviembre, después de Jemappes: «Nosotros no queremos inmiscuirnos en sus asuntos particulares dando a pueblo alguno esta o la otra forma de gobierno. Los habitantes de Bélgica escogerán aquella que crean mejor convenirles, sin que nosotros tengamos para qué intervenir en ello.» Robespierre y gran parte de los jacobinos estaban, en este punto, de acuerdo con la Comisión Diplomáti-
ca y con el Consejo Ejecutivo. El 9 de noviembre, en contra de Lullier y de Dubois-Creancé, Chabot expuso ante el club y entre los aplausos de la mayoría, los inconvenientes de las conquistas. Bentabole, el 12 de diciembre, desencadenó las aclamaciones de las tribunas al reclamar la paz: «Guardémonos de continuar una guerra en la que seremos nosotros la víctima.» Robespierre, en sus Cartas a mis Electores reclamó que «se pusieran límites prudentes a nuestras empresas militares», y señalaba seguidamente «los peligros de recomenzar con los clérigos belgas la penosa y sangrienta lucha que nos hemos visto precisados a sostener contra nuestros propios sacerdotes». Pero existían en el Consejo Ejecutivo y en la Comisión Diplomática dos personas influyentes, muy afectas ambas, y ello por razones puramente personales, a la política de conquistas: el ginebrino Clavière y el cleveriense, súbdito prusiano, Anacharsis Cloots. Esta pareja de refugiados políticos no podían entrar en sus respectivas patrias de origen sino luego que hubiera desaparecido el imperio de sus respectivos tiranos, sus antiguos perseguidores. Y no veían otro medio de ponerse a salvo de ellos que anexionando sus territorios a Francia. En 1785, en sus Deseos de un galófilo, impresos
el año siguiente, Cloots había escrito: «Una cuestión que la corte de Versalles no debe perder de vista es la de llevar las fronteras de Francia hasta la embocadura del Rin. Este río es el límite natural de los galos, como los Alpes, los Pirineos, el Mediterráneo y el Océano.» Y desde el mismo día 29 de septiembre pidió la anexión de Saboya. Detrás de Clavière y de Cloots había una agrupación numerosa, formada por la multitud de refugiados extranjeros que habían entrado en Francia en busca de la fortuna y de la libertad: saboyanos en torno del médico Doppet, fundador del club y de la legión de los alóbroges y en torno del abate Philibert Simond, diputado del Bajo Rin en la Convención; ginebrinos y suizos alrededor de Clavière, de Desonnaz, de Grenus; neuchatelenses en torno de Castella, de J. P. Marat, de Rouillier, fundador del Club Helvético; holandeses en torno de los banqueros Kock, Van der Yver y Abbema; liejeses alrededor de Fabry, de Bassenge, de Fyon y de Ransonnet; belgas, del partido estatista, refugiados en Douai, alrededor del joven conde de BéthuneCharost y belgas del partido vonckista, refugiados en París, en torno de los banqueros Proli y Walckiers; alemanes del país del Rin, en fin, la mayor parte refu-
giados en Estrasburgo, alrededor del capuchino Euloge Schneider, del librero Cotta, del negociante Boehmer, del médico Wadekind, etc. Inteligentes y activos, estos refugiados serán muy numerosos en los clubes, particularmente en el de los Cordeleros, en el que formaban el núcleo del partido hebertista. Muchos de ellos habían entrado en la administración y en el Ejército. Las rápidas victorias del otoño de 1792, parecían obra de estos refugiados. Llegó un momento, después de Jemappes, en el que los girondinos de la Comisión Diplomática y del Consejo Ejecutivo se dejaron arrastrar y adoptaron la política anexionista de los refugiados. El cambio fue decisivo. A la guerra de defensa sucedió no ya la guerra de propaganda sino, realmente, la guerra de conquistas. Ésta se hizo, insensiblemente, por razones múltiples, tanto del orden militar cuanto del diplomático y aun de los órdenes administrativo y financiero. Si los dirigentes de la Comisión Diplomática y del Consejo Ejecutivo se habían, antes, manifestado prudentes y reservados ante la política expansionista, era porque no desesperaban obtener una paz rápida al conseguir dislocar la coalición. El mal éxito de las negociaciones seguidas con los prusianos, a raíz de Val-
my, no les había quitado las ilusiones. Siguiendo sus órdenes, Valence y Kellermann se encontraron, el 26 de octubre de 1792, en Aubange, con Brunswick, Lucchesini, Hohenlohe y el príncipe de Reuss. A los prusianos les ofrecieron, a cambio del reconocimiento de la república, la alianza con Francia; a los austríacos la paz mediante el cambio de Baviera por los Países Bajos y el desmantelamiento del Luxemburgo. Pero Federico Guillermo hizo saber el 1.º de noviembre, al agente francés Mandrillon, que exigía como preliminar a toda negociación la evacuación, por los franceses, de todos los territorios del Imperio y garantías sobre la suerte de Luis XVI y su familia. En cuanto a Austria, decidió, siguiendo consejos de Kaunitz, presentar como condición preliminar a la paz la libertad de la familia real, que sería conducida a la frontera, la constitución de rentas para el vivir de los príncipes franceses, el restablecimiento de la autoridad pontificia en Aviñón e indemnizaciones, en fin, para los príncipes alemanes perjudicados con los decretos de agosto. Toda esperanza de una paz próxima desapareció. Por el contrario, parecía inminente la guerra con España. Brissot y Lebrun, para responder a esta eventualidad, soñaron con desencadenar la revuelta en las
colonias españolas de la América del Sur por medio del criollo Miranda, que servía en el ejército de Dumouriez. La guerra de propaganda, la guerra revolucionaria, aparece aquí como la indicada prolongación de la guerra de defensa. Los países conquistados eran muy diferentes los unos de los otros, tanto por su estructura social cuanto por su lengua y su civilización. ¿Podían aplicarse a todos ellos reglas comunes de administración? La Saboya, país de lengua y de civilización francesas, estaba agobiada, en su desarrollo económico, por las aduanas, que le separaban, a la vez, de Francia y del Piamonte. Su burguesía detestaba el régimen de baja policía y de tiranía militar del rey sardo. Sus campesinos, obligados, por los edictos de Víctor Amadeo, a rescatar los derechos feudales, envidiaban a los campesinos franceses que se habían librado gratuitamente del peso señorial. A la llegada de los franceses, Saboya se cubrió de clubes que expresaron seguidamente su deseo «de arrojarse en el seno de la república y de formar con ella un solo pueblo de hermanos». La Asamblea Nacional de los alóbroges, reunida en Chambéry, el 20 de octubre, y formada por delegados de todos los municipios, proclamó la destitución de Víctor Amadeo y
de su descendencia; abolió, en seguida, la nobleza y el régimen señorial, confiscó los bienes del clero y expresó, en fin, el 22 de octubre, el deseo del país de ser unido a Francia. Era un pueblo unánime que se ofrecía, que se entregaba. El antiguo obispado de Basilea, ocupado desde la declaración de guerra, estaba en una situación bastante análoga a la de Saboya. La mayor parte de los señoríos y de las municipalidades que lo componían estaban formados por poblaciones de lengua francesa, que no habían dejado de trabajar, desde 1789, para conseguir la abolición del régimen feudal. Los habitantes de Porrentruy, capital del príncipe-obispo, ahora en fuga, habían plantado en octubre un árbol de la libertad y fundado un club. Délemont, Saint-Ursanne, Saignelégier, habían hecho lo mismo. Un partido pedía la unión a Francia, en tanto que otro se pronunciaba por la creación de una república independiente. En Niza, país de lengua italiana, los amigos de Francia eran mucho menos numerosos que en Saboya. Cuando las tropas de Anselme llegaron, todas las tiendas cerraron sus puertas y escaparates. Los soldados se vengaron saqueando la población y este saqueo que de Anselme toleró aumentó bastante el número de los
enemigos de Francia. Para constituir el club y las administraciones provisionales fue preciso echar mano de la colonia marsellesa, muy numerosa en Niza. El deseo de unirse a Francia, expresado el 21 de octubre, no representaba, ciertamente, sino la voluntad de una pequeña parte de la población. Los países renanos, de lengua alemana, no contaban como amigos sinceros de Francia, o para hablar con más propiedad, de la Revolución, sino, y ello en las ciudades y particularmente en Maguncia, con profesores de la Universidad, con hombres de toga, con eclesiásticos liberales y con comerciantes, que se reunían, en su mayor parte, en los gabinetes literarios para leer los periódicos de Francia. El país llano, dividido en muchos señoríos, laicos y eclesiásticos, de los cuales no todos estaban en guerra con Francia, era indiferente u hostil. A la inversa de Montesquiou, de Dumouriez y de Anselme, que no exigían nada de las poblaciones, Custine, desde su entrada en Spira, había impuesto contribuciones sobre los privilegiados. Tenía a gala decir que él no se dirigía sino en contra de los favorecidos por la fortuna, según la fórmula: «Paz a las chozas y guerra a los castillos.» Pero sucedió que ya en Fráncfort la imposición se hizo a los banqueros y que
en Worms quedaron sujetos al impuesto los magistrados, muchos de los cuales eran artesanos de muy poca fortuna. Hubo, por tanto, Custine de herir e inquietar a una parte de la burguesía. Lebrun aplaudía esta manera de hacer la guerra, ya que ella permitía que el ejército se mantuviera a costa del país que ocupaba. Llegó a recomendar a Custine, en carta que le escribió el 30 de octubre, que enviara a París las obras interesantes y bellas de las bibliotecas de los países ocupados «y especialmente la Biblia de Gutenberg». Estábamos en los anuncios de la política de rapiña del Directorio y de Napoleón. Custine se daba cuenta de que sus proclamas pomposas, acompañadas de plantaciones de árboles de la libertad, no bastaban a conciliar la opinión pública con Francia y quiso dar a los alemanes satisfacciones más substanciosas. No atreviéndose a suprimir, por su propia autoridad, el diezmo, las prestaciones personales, los derechos señoriales, los privilegios de todo género, pidió a la Convención ordenara ella tales supresiones sin esperar a que sobre dichos puntos resolvieran, por acción espontánea, los propios renanos. «Los regentes, los bailíos, los prebostes –escribía el 4 de noviembre–; todas las administraciones compuestas
por agentes y subalternos de los pequeños déspotas que tienen en la opresión a este desgraciado país, no han perdido un solo instante, para hacer visible su perniciosa influencia cerca del pueblo.» La conducta de Dumouriez en Bélgica contrastaba con la de Custine en el Rin. Dumouriez conocía bien el país en el que operaba y en el que antes –en 1790, cuando la revuelta contra los austríacos estaba aún victoriosa– había estado, enviado en misión por La Fayette. Sabía que los belgas, cuya población era entonces de unos dos y medio millones de habitantes, estaban divididos en dos partidos: los estatistas o aristócratas, muy orgullosos y adheridos a sus viejas libertades feudales y apoyados sobre un clero rico, fanático y gozando de grandísima influencia sobre las clases bajas, y los vonckistas o demócratas, a quienes habían perseguido los primeros, porque eran hostiles al clero, y que deseaban una profunda reforma de las viejas instituciones. Sabía que el principado eclesiástico de Lieja, miembro del Sacro Imperio y poblado por 500.000 habitantes, contaba entre ellos a numerosos demócratas, muy decididos a derrocar el régimen señorial. Oía los consejos del Comité de Belgas y Liejeses Unidos, compuesto sobre todo por vonckistas. Se impuso co-
mo tarea la fusión de belgas y liejeses en una república independiente, teniendo cuidado de herir lo menos posible las peculiares susceptibilidades nacionalistas de unos y otros. Los refugiados que seguían a su ejército convocaron a los habitantes de las poblaciones conquistadas en las iglesias y les hicieron nombrar administraciones provisionales que proclamaron la ruptura de cuantos lazos les unían a Austria. En todos los sitios se establecieron clubes. Y cuando el general La Bourdonaye quiso imitar a Custine e imponer una contribución a los habitantes de Tournai, Dumouriez le reprochó severamente su acción: «Atribuir a Francia las contribuciones públicas de Bélgica es sembrar la desconfianza en contra de nuestras operaciones y darles un barniz de bajeza y de venalidad. Vale tanto como establecer una tiranía militar sobre las ruinas del despotismo austríaco.» Consiguió que La Bourdonaye fuese llamado a París y reemplazado por Miranda. Dumouriez trataba con miramiento a los belgas. Hacía que los convoyes franceses pagaran los derechos nacionales de peaje, no tocaba a las leyes existentes. Aunque hubo de autorizar las requisas, ponía especial y voluntario cuidado de no acudir a ellas. Prefería el dirigirse a los mercados y comprar en ellos cuanto nece-
sitaba, pagándolo en moneda sonante y no en asignados. El dinero que le era necesario se lo proporcionaba mediante préstamos, que generalmente le hacían las corporaciones eclesiásticas. Así, con los dos millones que le prestó el clero de Gante, se esforzaba en crear un ejército belga, que hubiera sido refuerzo del suyo. En todos los lugares que se ocupaban existía un núcleo de habitantes, más o menos numeroso, que se comprometía con los franceses, inscribiéndose en los clubes y aceptando puestos en las nuevas corporaciones administrativas. Los que así hacían, en cierto modo, cómplices de los franceses, temían la vuelta de los príncipes desposeídos. Los invasores les aconsejaban que formasen repúblicas, pero ¿estas pequeñas repúblicas que ellos crearan, podrían mantenerse después de la paz, cuando los carmañolas no estuviesen ya en Bélgica? «¿Podremos ser libres, sin ser franceses?» decían los delegados de Niza a la Convención, el 4 de noviembre. «No –continuaban–. Obstáculos insuperables se oponen a ello; nuestra posición es tal que sólo podemos ser: franceses o esclavos.» Habían dado la riqueza de sus iglesias, los bienes de sus conventos. ¿Qué pensaría Europa del pueblo francés «si después de haber apurado la fuente de nuestros tesoros, para
incentivo de la libertad, nos rechazase, seguidamente, de su seno, librándonos en la indigencia a merced de los implacables tiranos»? Los revolucionarios renanos expresaban los mismos temores. Atrayendo a los pueblos hacia la Revolución, la Francia republicana había contraído con ellos obligaciones morales que no podía eludir. La propaganda conducía lógicamente a la protección de los sublevados, y la mejor protección ¿no era concederles la anexión solicitada? Enardecidos por el club de Landau, los habitantes del bailiato de Bergzabern, en el ducado de DeuxPonts, país neutral, habían plantado un árbol de la libertad, suprimido los derechos feudales y pedido su unión a Francia. La revuelta se había extendido por el resto del ducado y el duque se vio forzado a enviar tropas para someter a los agitadores. El 19 de noviembre, expuso Ruhl a la Convención los hechos ocurridos, y preguntó si la Asamblea habría de abandonar a merced de los déspotas, a los patriotas que aplicaban los mismos principios que la Convención profesaba. «Pido que declaréis que los pueblos que quieran fraternizar con nosotros serán protegidos por la nación francesa.» Numerosos oradores: Defermon, Legendre,
Reubell, Mailhe, Birotteau, Carra, Dentzel, Treilhard, L. Bourdon, Saint-André, apoyaron la proposición; Brissot y Lasource intentaron, vanamente, ganar tiempo pidiendo se suspendiera la decisión hasta que se conociera el informe que había de dar el Comité Diplomático sobre la conducta de los generales en los países enemigos. La Convención adoptó con entusiasmo un proyecto de decreto que le sometió La Révellière-Lepeaux: «La Convención Nacional declara, en nombre de la nación francesa, que acordará fraternidad y ayuda a todos los pueblos que quieran recobrar su libertad, y encarga al poder ejecutivo dé a los generales las órdenes necesarias para que presten socorro a estos pueblos y defiendan a los ciudadanos que hayan sido vejados o puedan serlo por haber defendido la causa de la libertad». Decreto memorable que consagró la solidaridad de todos los revolucionarios en el mundo entero, que amenazaba, por consecuencia, a todos los tronos y a todos los poderes del pasado y que se aventuraba a provocar una guerra universal; no ya una guerra de potencia a potencia, sino una guerra social entretenida y sostenida por la ya emancipada nación que se constituía en protectora y tutora de todas las otras aún oprimi-
das. La Revolución, que había repudiado, al principio, las conquistas y el militarismo, iba ahora, por la fuerza de las cosas, a presentarse al mundo con casco y coraza. Propagaría ella su nuevo evangelio como las antiguas religiones habían propagado el suyo: por la fuerza de la espada. La primera anexión no se hizo esperar. El 27 de noviembre, el obispo Grégoire propuso en un extenso informe el dar satisfacción a los deseos de los saboyanos. Justificó la medida no sólo por el derecho imprescriptible de un pueblo a escoger su nacionalidad, sino que también por razones de intereses. Nuestra frontera sería acortada y fortificada. Existirían economías en el personal de aduanas. Los saboyanos podrían, gracias a los capitales franceses, sacar provechos de sus riquezas naturales, etc. A los corazones pusilánimes que objetarían que la anexión de los saboyanos eternizaría la guerra, respondía Grégoire con soberbia: «Ella no añade nada al odio de los opresores en contra de la Revolución francesa, y, en cambio sí a los medios de poder que tenemos nosotros para romper su coalición. Desde luego la suerte está echada: nosotros nos lanzamos a la empresa, todos los gobiernos son nuestros enemigos, todos los pueblos nues-
tros amigos.» La anexión fue votada por unanimidad, salvo el voto del girondino Penières, que intentó, en vano, protestar en el curso del debate, y el de Marat, que la censuró seguidamente en su periódico. Es verdad que el ingenioso Buzot proporcionó a sus amigos una puerta de salida al pedir que el decreto fuese declarado artículo constitucional, es decir que sería sometido a la ratificación del pueblo como la misma Constitución. Fue interrumpido por murmullos de la Cámara y retiró su enmienda. Entonces manifestó Danton: «Digo que un parecido contrato no será permanente sino cuando la nación francesa lo haya aceptado.» La anexión de Saboya no era, pues, sino provisional. Medio hábil para dar satisfacción a los habitantes peticionarios sin, por ello, obligarse, en un porvenir incierto, a no negociar con los antiguos amos de los ahora anexionados. Pero, de momento, la mayor parte de los convencionales se dejaron llevar por el entusiasmo de Grégoire. La política expansionista había, bruscamente, hecho explosión. Brissot, que dirigía la Comisión Diplomática, escribía a Servan, el 26 de noviembre: «Creo que nuestra libertad no estará tranquila en tanto que haya un Borbón sobre trono alguno de los exis-
tentes. Nada de paz con los Borbones y, desde luego, hay que pensar en la expedición contra España. No ceso de predicársela a los ministros.» Y no era solamente a España y a sus colonias a quienes quería sublevar sino a Alemania y a Europa entera. «No podemos estar tranquilos en tanto que Europa entera no esté en fuego... Si no llevamos nuestras fronteras hasta el Rin y si los Pirineos no sirven sino para separar dos pueblos libres, nuestra libertad no estará asegurada.» Brissot enmascaraba con el gorro frigio la vieja política monárquica de las fronteras naturales. La política expansionista de la Gironda se relacionaba estrechamente con su política de conservación social. Clavière, dice el señor Chuquet, tenía miedo a la paz. El 5 de diciembre escribía a Custine: «Se debe permanecer en el estado de guerra; el retorno de nuestros soldados aumentaría en todos lados las perturbaciones y nos perdería.» Era ésta, también, la opinión de Roland. «Es preciso –confesaba un día–, hacer marchar a los millares de hombres que tenemos sobre las armas tan lejos como les lleven sus piernas, pues, si no, volverán para cortarnos el cuello.» Ahora bien, esta política costaba cara. «Cuanto más avanzamos en país enemigo –decía Cambon el 10 de
diciembre–, más ruinosa resulta la guerra, sobre todo supuestos nuestros principios filosóficos y de generosidad. Nuestra situación es tal que debemos tomar un partido decisivo. Se dice sin cesar que llevamos la libertad a la casa de nuestros vecinos; pero también llevamos nuestro numerario y nuestros víveres, y no queremos llevar nuestros asignados.» Cambon fue encargado de proponer un proyecto de decreto sobre la conducta a prescribir a los generales en los países ocupados. Lo presentó el 15 de diciembre. Declaraba al principio de él que el fin de la guerra revolucionaria era el aniquilamiento de todos los privilegios: «Todo lo que resulte privilegio, todos los que sean tiranos deben tratarse como a enemigos en los países en que entremos.» Por haber olvidado este principio, por haber tardado en conceder a Custine la autorización para destruir el régimen señorial, había sido posible que los renanos, entusiastas, al principio, se enfriaran y se hubieran producido las llamadas «Vísperas sicilianas de Fráncfort». Si el pueblo belga permanecía pasivo u hostil era porque Dumouriez no había acabado con la opresión de que dicho pueblo era víctima. Sin duda, sería cosa atrayente el que los mismos pueblos de los países ocupados, imitando el ejemplo del francés, aba-
tieran la feudalidad. Pero si ello no era, desgraciadamente, posible, precisaba el que los franceses se declarasen poder revolucionario y destruyesen el viejo régimen que tiene a los tan repetidos pueblos esclavizados. Francia ejercerá en su provecho la dictadura revolucionaria y la ejercerá a la luz del día y sin ambages ni rodeos: «Será inútil disfrazar nuestra conducta y nuestros principios: ya los conocen los tiranos... Cuando entramos en un país es para hacer sonar todos los toques de rebato.» Los generales franceses suprimirán, pues, sobre la marcha los diezmos, los derechos feudales y todas las especies de servidumbre. Depondrán a todas las autoridades existentes y harán elegir cuerpos administrativos provisionales de los que serán excluidos todos los enemigos de la república, ya que solamente participarán en la elección los ciudadanos que presten el juramento de ser fieles a la libertad y a la igualdad y de renunciar a los privilegios. Los impuestos antiguos serán suprimidos y los bienes pertenecientes al fisco, a los príncipes, a las comunidades laicas y eclesiásticas, a todos los partidarios de la tiranía, serán secuestrados para servir de prenda a los asignados que se declararan de curso forzoso. Si los nuevos cuerpos administrativos juzgan conveniente el establecer nue-
vas contribuciones, ellas no pesarán sobre las clases trabajadoras. «Por este medio haremos que el pueblo ame a la libertad: no pagará nada y lo administrará todo.» Cuando Anacharsis Cloots, el 20 de octubre precedente, había propuesto medidas análogas no fue escuchado. Las ideas habían cambiado en el espacio de dos meses. Esta vez Cambon fue frenéticamente aplaudido y su proyecto fue aprobado sin discusión. Los decretos del 19 de noviembre y del 15 de diciembre resumen la política exterior de la Gironda. Son complementarios el uno del otro. El primero acuerda protección a los pueblos, el segundo condiciona esta protección con una aclaración que será siempre de aplicación preliminar: los pueblos aceptarán la dictadura revolucionaria de Francia. Para que una tal política estuviera acompañada del éxito era preciso que el gobierno que la formulaba tuviera la fuerza precisa para imponerla a los pueblos que no la habían reclamado, a las potencias enemigas cuya integridad territorial rompía, a los neutros, a quienes amenazaban en sus más vitales intereses. Dicho de otra manera: hubiera sido preciso que el ejército francés fuera un instrumento dócil y en manos de la Gironda y un instrumento de tal modo potente que re-
sultase capaz de destruir las resistencias de casi Europa entera. Puede preguntarse si la guerra universal que, en germen, estaba contenida en estos dos decretos, era a consecuencia de la marcha fatal de los sucesos. Hay que confesar que la Gironda intentó, por un momento, negociar la paz, tratando con Prusia y con Austria; ella sólo hubiera podido tratar con éxito con los reyes al solo y único precio de haber adoptado en el proceso de Luis XVI una actitud clara y resuelta. Si, desde el primer día, hubiese invocado el interés nacional para perdonar al rey; si hubiera declarado, con valentía, que su proceso impediría la paz; si desde los primeros momentos de la proclamación de la república no le hubiera faltado valor para aconsejar la conducción del rey a la frontera, entonces tal vez le hubiera sido factible llevar a feliz éxito las negociaciones entabladas. La paz resultaría posible a base del mantenimiento del statu quo. Austria y Prusia aspiraban sólo a salir honrosamente del avispero de Francia para ocuparse de sus intereses en Polonia, amenazados por Rusia. Pero la Gironda no tuvo el coraje necesario para obtener la paz al solo precio con que podía lograrse. Es cierto que se hubiera visto obligada no sólo a reclamar la impunidad para Luis XVI, sino también a renunciar al propagan-
dismo revolucionario que tanto y tan alto había celebrado. Por lo que hace a la Montaña, que un año antes se había opuesto decididamente a la guerra, con Robespierre a su cabeza, si intentó moderar la actuación girondina, en la práctica de su política anexionista, si dejó oír algunas advertencias clarividentes, si Marat protestó en su periódico contra la anexión de Saboya, se abstuvo, sin embargo, de formular proposiciones precisas y concretas en oposición a la política de la Gironda. ¿Y cómo lo hubiera podido hacer, cuando instaba con premuras el proceso de Luis XVI, y cuando acogía en sus filas a los tránsfugas de la Gironda, tales como Anacharsis Cloots, el abogado de los refugiados políticos y el apóstol de las anexiones? Puede afirmarse, para concluir, que las luchas de los partidos contribuyeron tanto como el desarrollo de la situación exterior a impedir la paz y a intensificar la guerra.
CAPÍTULO XXIII LA PRIMERA COALICIÓN
Por sus decretos del 19 de noviembre y de 15 de diciembre, la Convención creyó fortificar la posición de Francia en los países ocupados, ligando a su causa a las masas de oprimidos. Los sucesos pusieron de relieve que sólo se lograba el efecto contrario. Las poblaciones se asustaron del «poder revolucionario» que se les imponía. Vieron, sólo, en él, un medio de expoliación de sus riquezas, un instrumento de arbitrariedad y de dominación y un atentado a su independencia. En Bélgica, la mayor parte de los cuerpos administrativos provisionales, creados en el momento de la conquista, estaban compuestos de antiguos estatistas. Quisieron enarbolar en Bruselas los colores brabanzones. Al prohibírselo respondieron con grandes manifestaciones. La que tuvo lugar el 7 de diciembre terminó en una seria refriega. Cuando fue conocido el decreto del 15 de diciembre, numerosos vonckistas sumaron sus protestas a las de los estatistas. Los que componían la administración del Hainaut declararon a la Convención, en una comunicación fechada a 21 de
diciembre, que el poder revolucionario anunciado no sería nunca a sus ojos otra cosa «que un poder usurpado, el poder de la fuerza». La resistencia se hizo, poco a poco, casi unánime, por entrar en juego, en ella, los intereses materiales. Nadie quería recibir los asignados en curso forzoso y eran muchos a los que lesionaba el secuestro de los bienes del fisco y de la Iglesia. Ante esta resistencia imprevista, ciertos ministros, como Lebrun y Roland y algunos diputados, inspirados por Dumouriez, como Brissot, Guadet y Gensonné, se preguntaron si no era cosa de volver hacia atrás y anular el decreto del 15 de diciembre. Pero los comisarios en el ejército de Bélgica, particularmente Camus, Danton, Delacroix, sostenidos por Cambon y Clavière, exigieron la aplicación inmediata del decreto, incluso por la fuerza, en caso de necesidad. Este desacuerdo entre los elementos dirigentes, hizo perder un tiempo precioso y se lo dio a las masas de oposición para ponerse de acuerdo. La Comisión Diplomática, dirigida por Brissot, retardó cuanto pudo –más de un mes–, el nombramiento de los agentes que el Comité Ejecutivo debía enviar a Bélgica para proceder a las elecciones y a los secuestros. Estos agentes no salieron de París sino después de mediar enero. Pero Cambon
forzó todas las resistencias dirigiéndose a la Convención, que le dio la razón, el 31 de enero. Entonces el decreto del 15 de diciembre se ejecutó, pero por la violencia. Simulacros de asambleas populares deliberaron, a la sombra de las bayonetas, sobre la unión del país a Francia. No se atrevieron los comisarios, como se había hecho en Saboya, a convocar a una asamblea general toda Bélgica. Las reuniones se hacían población por población y tuvieron lugar en el transcurrir del mes de marzo y en medio de una efervescencia amenazadora que se traducía por medio de atentados en contra de nuestros soldados, en Brujas, y por gritos subversivos en todas partes. Ya, el 17 de febrero, los comisarios en Bélgica habían advertido a la Convención que si las fuerzas francesas sufrían algunos descalabros «suponían cierto que las vísperas sicilianas sonarían, en contra de los franceses, en toda Bélgica, sin que los patriotas belgas, que bastante tendrían que hacer con mirar por ellos, pudieran prestarles socorro alguno». El país renano, formado por más de veinte Estados y señoríos diferentes, entrecruzados los unos con los otros, no sentía tan vivamente como Bélgica el patriotismo local. Pero sufría los males de la guerra. Los
campesinos se quejaban de las tasas, de las requisas, de las prestaciones personales. Los sacerdotes les atemorizaban con el infierno si rompían el juramento que les ligaba a los antiguos príncipes, cuya vuelta predecían. Nadie quería los asignados. Temían que la unión a Francia les impusiera el servicio militar al que todos tenían horror. Bien pronto sólo quedaron fieles a Francia los miembros más comprometidos de los clubes de las ciudades y aun éstos, en algunos sitios como en Maguncia, se dividieron. El decreto del 15 de diciembre sólo pudo aplicarse mediante la fuerza. Los comisarios de la Convención, Reubell, Merlin de Thionville y Haussmann, violaron la neutralidad del ducado de Deux-Ponts y lo hicieron ocupar, el 8 de febrero, por el general Landremont. El duque tuvo que huir y pudo salvarse; pero su ministro, de Esebek, fue conducido a la prisión militar de Metz, llevándole seguidamente a París, en donde, muy pronto, se le reunieron los príncipes de Linange. Los clubistas, apoyados por destacamentos de soldados, se dirigieron a las campiñas para dirigir las elecciones. Las abstenciones fueron muy numerosas. En algunos lados hubo conatos de resistencia, a los que se puso fin por detenciones y deportaciones en masa a más allá del
Rin. Y, ello no obstante, poblaciones enteras se negaron a prestar el juramento. Hubo levantamientos parciales cuando se supo el retroceso de los franceses en Bélgica. Nombrada en estas condiciones la Convención renana, que se reunió en Maguncia el 17 de marzo, votó, cuatro días más tarde, después de un discurso de Forster, la unión del país a Francia. Los otros territorios conquistados fueron anexionándose por procedimientos análogos. El Porrentruy, convertido ya en República rauraciense, en el mes de diciembre, se transformó en departamento de Monte Terrible, el 23 de marzo, a pesar de la oposición de los bailiatos alemanes y aun de muchas poblaciones francesas. Niza había sido anexionada por decreto del 21 de enero de 1793. A las reservas formuladas por Ducos, había respondido Lasource, convertido entonces a la política de Cambon, que los Alpes eran la frontera de la república y que, desde luego, la rada de Villefranche era indispensable a los franceses en caso de una ruptura con Inglaterra. Los habitantes de Niza, cada día más, se convertían en hostiles a Francia. El burgo de Sospello se sublevó en el mes de marzo. La población de los campos no era más segura. Se asesinaba a nuestros correos. Los hombres procedentes de la recluta
militar, que recibían el nombre de Salmonetes, se reunían en bandas y eran el terror de las cercanías de las poblaciones. Los propios saboyanos, tan unánimes en octubre, comenzaban a dar muestras de tibieza y de desafección. Tales eran los amargos frutos de la política imperialista en los países ocupados. Desde luego, tal política nos enajenó numerosas simpatías en los países neutrales y servía de pretexto a los Gobiernos absolutos para ejercer una vigilancia y una represión cada día mayor y cada vez más rigurosa, sobre los periódicos y los libros sospechosos de propagar los principios franceses. Los más timoratos de los escritores extranjeros, que habían, al principio, aplaudido a la Revolución, se apartaron de ella como escandalizados. Así Klopstock, Wieland, Koerner, Stolberg, Schlosser, en Alemania; Arthur Young y Watson, en Inglaterra; Alfieri y Pindemonte, en Italia. No les faltaban los pretextos; pero las matanzas de septiembre y el suplicio de Luis XVI, fueron los más frecuentemente invocados. Aquellos que, a pesar de todo, nos siguieron fieles, como los alemanes Fichte y Reuchardt y los ingleses Wordswoth, Coleridge, Godwin y Robert Burns, hubieron de refugiar-
se en el anonimato y el silencio o resignarse a las persecuciones. Después de la conquista de Bélgica, que le parecía una amenaza para la independencia de Holanda, Pitt comenzó, poco a poco, a separarse de la política de neutralidad que, hasta entonces, había impuesto a la corte y a una gran parte de sus colegas de Gabinete. El 13 de noviembre hizo saber al estatúder que, en caso de invasión del territorio holandés por los franceses, el Gobierno inglés cumpliría todos sus deberes de aliado. La invasión por él temida no se producía; pero el 16 de noviembre, el Comité Ejecutivo proclamó la libertad del Escalda y, poniendo esta declaración seguidamente en vigor, una escuadrilla francesa remontó hacia las bocas del río y apareció ante Amberes. Constituía esto una manifiesta violación del tratado de Münster, confirmado muchas veces en el correr de los tiempos. Los partidarios de la guerra en Inglaterra poseían ya un motivo preciso y una razón en contra de Francia. Había ésta violado la neutralidad holandesa, garantizada por los tratados. El decreto del 19 de noviembre, que prometía amparo y protección a los pueblos que se sublevaran, les proporcionaba una segunda razón. Los liberales ingleses se habían felicitado de las vic-
torias francesas. Sus sociedades políticas –Sociedad de la Reforma Constitucional– habían enviado diputaciones a la Convención para presentarle comunicaciones entusiastas con millares de firmas recogidas, casi todas, en los distritos manufactureros. A las dos diputaciones que comparecieron en la barra el día 28 de noviembre el presidente de la Asamblea, que lo era a la fecha Grégoire, respondió de una manera imprudente: «Las sombras de Pym, de Hampden, de Sidney, vuelan sobre vuestras cabezas y, sin duda, se acerca el momento de que los franceses vayan a felicitar a la Convención Nacional de la Gran Bretaña.» Todos los ingleses que tendían a la monarquía, y eran numerosos, vieron en estas demostraciones la prueba de que Francia sostenía la agitación en su país y preparaba en él una Revolución. Pitt convocó a las cámaras a sesión extraordinaria para el día 13 de diciembre, y el discurso de la Corona reclamó el voto de medidas de defensa contra los mal intencionados, en el interior, y de armamentos para prevenirse contra las amenazas de expansiones francesas. En vano el agente secreto de Lebrun, Maret, recibido por Pitt el 2 y el 14 de diciembre, explicó que el decreto del 19 de noviembre no tenía el carácter que
se le había atribuido y que no se aplicaría sino sólo a las naciones en guerra con Francia. Pitt siguió desconfiando, máxime cuando Lebrun quiso obligarle a seguir la negociación por medio de Chauvelin, nuestro embajador oficial, al que la corte no reconocía tal carácter desde el 10 de agosto. Después Lebrun estuvo desafortunado. Dando cuenta, el 19 de diciembre, del estado de nuestras relaciones con Inglaterra, intentó distinguir el Ministerio inglés de la nación inglesa y amenazó con excitar a ésta en contra de aquél. Pitt repelió vivamente la ofensa y la amenaza y el 26 de diciembre y con toda facilidad hizo votar el Alien Bill, acta de excepción, contra los extranjeros residentes en Inglaterra, que los colocaba bajo la vigilancia de la policía, dificultaba sus cambios de residencia y que permitía expulsarlos. Seguidamente Lebrun protestó contra esta violación del tratado de comercio de 1786, que garantizaba a los franceses residentes en Inglaterra los mismos derechos que se reconocían a los ingleses residentes en Francia. Pitt tuvo por no hecha la protesta y embargó los cargamentos de trigo con destino a Francia. Al tener noticias del suplicio de Luis XVI, la corte de Inglaterra vistió de luto y Chauvelin recibió la or-
den de abandonar seguidamente el país. Ya la Convención, ante un informe de Kersaint, había acordado, el 13 de enero, se armaran 30 navíos y 20 fragatas. Sin embargo, hasta el último momento, Lebrun y la Comisión Diplomática intentaron mantener la paz. Maret volvió a Londres e intentó ver a Pitt. Parece ser que estaba autorizado, si hemos de creer a Miles, el agente de Pitt, a prometer que Francia devolvería todas sus conquistas sobre el Rin y que se contentaría con la independencia de Bélgica, transformada en república. Maret podía aún dejar entrever que Francia estaba dispuesta a buscar el medio para volver sobre su acuerdo de anexionarse Saboya. Pitt se negó a recibir a Maret y se abstuvo de tomar la iniciativa en la declaración de guerra. Brissot la hizo votar a la Convención, a la vez contra Inglaterra y Holanda, el 1.º de febrero. Esta vez era imposible imputar la guerra a las intrigas monárquicas. Pitt y Grenville no se dejaban guiar por preferencias políticas. El conflicto que surgía era enteramente de otro orden. Pertenecía al viejo estilo de las guerras por cuestiones de intereses, de las guerras para el mantenimiento del equilibrio europeo. Como en los tiempos de Luis XIV y Luis XV, los mercaderes de la City, de los que Pitt era el intérprete,
no podían soportar que Amberes estuviera en poder de Francia. Y, por otra parte, los convencionales veían en la guerra en contra de Holanda, sobre todo, un medio de realizar una operación financiera, adueñándose de la Banca de Amsterdam. Brissot tenía razón cuando advirtió a sus compatriotas que se empeñaba un verdadero duelo a muerte. La guerra no era, como antes, una lucha en contra de los reyes, de los nobles y de los sacerdotes, sino una guerra de nación a nación. Los reyes, tal vez alguna vez, pudieran tratar con la Francia revolucionaria; la nación inglesa sería la última en deponer las armas. La ruptura con España no tuvo el mismo carácter que la ruptura con Inglaterra. Fue una verdadera cuestión de punto de honor monárquico y familiar la que la provocó. El rey Carlos IV y su indigna mujer eran personas pacíficas, porque su tesoro estaba vacío y porque la guerra perturbaría su tranquilidad. Carlos IV había intentado, sin éxito, salvar a su primo Luis XVI, negociando con Francia un mutuo desarme. Después del 21 de enero, el encargado de asuntos de Francia, Bourgoing, recibió del primer ministro Godoy, amante de la reina, una advertencia de que se abstuviera de visitarlo. Bourgoing le hizo remitir una nota de Lebrun
en la que éste reclamaba una respuesta definitiva sobre la cuestión del desarme que había sido iniciada por España. La respuesta fue entregarle sus pasaportes. La Convención votó la guerra por aclamación el día 7 de marzo, a continuación de un informe de Barère. «Un enemigo más para Francia –dijo Barère–, no es sino un triunfo más para la libertad.» La Convención hablaba a los reyes el lenguaje del Senado romano. La corte borbónica de Nápoles había rehusado reconocer a nuestro agente diplomático Mackau. Su representante en Constantinopla había informado mal al sultán sobre Semonville, embajador que la república se proponía enviarle en reemplazo de Choiseul-Gouffier, que se había pasado a la emigración. Seguidamente nuestra escuadra de Tolón se presentó ante Nápoles. Fernando IV, que reinaba en las Dos Sicilias, era tan envilecido como el Borbón que reinaba en España. Su mujer, María Carolina, hermana de María Antonieta, se deshonraba públicamente con el primer ministro Acton. La pareja real comenzó a temblar en cuanto, el 17 de diciembre de 1792, vio aparecer a la flota francesa. Se sometió a cuanto se solicitó de ella. «¡Hasta un Borbón en el número de los vencidos! ¡Los reyes están aquí a la orden del día!» exclamó el presidente de la
Convención, Treilhard, cuando el granadero Belleville le entregó los triunfales despachos de Mackau. El Pontífice había hecho encarcelar a dos artistas franceses, alumnos de nuestra Escuela en Roma, Chinard y Rater, a pretexto de que pertenecían a la masonería y por la emisión de palabras mal sonantes. Se dio orden a nuestra flota de hacer un crucero sobre las costas de los Estados de la Iglesia a su regreso de Nápoles. El Papa se apresuró a poner a los artistas en libertad. Pero el secretario de Mackau, Hugon de Bassville, que había marchado a Roma para dar valor a nuestros compatriotas, fue asesinado, el 13 de enero, por el populacho, que quiso, al día siguiente, quemar el barrio de la Judería por considerar a sus habitantes cómplices de los franceses. La Convención adoptó al hijo de Bassville y ordenó se tomara una venganza ostentosa de su asesinato. Pero la escuadra de Tolón acababa de sufrir un acerbo fracaso en Cerdeña, en donde había intentado desembarcar tropas en la Magdalena. Fue preciso dejar para más tarde el vengar el asesinato de Bassville. Un mes después surgieron las «Vísperas sicilianas de Fráncfort», incidente que servía, también, para mostrar que, en la lucha que iba a empeñarse, la Francia
revolucionaria sólo podía contar con ella misma. Los pueblos no estaban maduros para la revuelta. Francia expiaba su avance espiritual sobre las demás naciones. Cuando las operaciones militares recomenzaron, no tenía ya aliados. Y aun debía sentirse muy satisfecha con haber conservado la neutralidad de los suizos, de los escandinavos y de los Estados italianos. Sola contra las más grandes potencias de Europa, jamás, aun en los tiempos de Luis XIV, se había visto obligada a sostener lucha tan gigantesca, pues en los tiempos de Luis XIV, en los momentos más críticos había, al menos, tenido a su lado a España. Pero con Luis XIV se batía para sostener el orgullo de una casa real. Esta vez no era sólo su independencia lo que entraba en juego, sino su dignidad nacional, su derecho a gobernarse ella misma y, sobre todo, las inmensas ventajas que había obtenido de su Revolución.
CAPÍTULO XXIV LA TRAICIÓN DE DUMOURIEZ
Las fronteras naturales, conquistadas en el otoño de 1792, fueron perdidas, en algunas semanas, durante la primavera de 1793. Toda Bélgica estaba evacuada a fines de marzo, después de la derrota de Neerwinden, y la orilla izquierda del Rin sufría la misma suerte algunos días más tarde. A primeros de abril no poseíamos más allá de la frontera del NE sino la plaza de Maguncia sitiada. ¿Cómo explicar tan rápidos reveses después de los prodigiosos éxitos que les habían precedido? A causa de la falta de Dumouriez, que había rehusado el hacer marchar sus soldados hasta el Rin, las fuerzas de Custine estaban separadas del ejército de Bélgica por una zona de territorio que ocupaban los austríacos y prusianos. Éstos avanzaban, como una cuña, entre los dos principales ejércitos franceses, a todo lo largo del Mosela, desde Coblenza al Luxemburgo. Tenían, así, una posición central muy fuerte que les permitía maniobrar por líneas interiores. A más, los coligados habían aprovechado el respiro que les concedió Dumouriez para aumentar sus efecti-
vos y reafirmar sus alianzas. Federico Guillermo ardía en deseos de vengar la derrota de Valmy y dio orden a sus generales de colaborar más estrechamente con los austríacos. En la fase precedente, los ejércitos franceses habían vencido gracias a su superioridad numérica y a las complicidades de una parte de las poblaciones belgas y renanas. Esta doble ventaja había terminado. Mal alimentados y mal vestidos, gracias a los robos de los proveedores protegidos por Dumouriez, muchos voluntarios, haciendo uso de la facultad que les confería la ley, se habían vuelto a sus hogares. Libre el territorio de invasores, creyeron terminada su misión. Los ejércitos franceses no tenían superioridad moral sobre los ejércitos contrarios y, a más, perdieron, también, según apuntamos, la superioridad numérica. El 1.º de diciembre contaban con unos 400.000 hombres. El 1.º de febrero de 1793 apenas si tenían 228.000. El ejército de Bélgica estaba, tal vez, menos completo que los otros. «Hay batallones de voluntarios –dice Dubois Creancé, el 7 de febrero–, que no cuentan con más de 100 hombres.» Había compañías compuestas de 5 números. Los que quedaban eran pobres diablos o profesionales que se entregaban al pillaje y al
merodeo y que, sin ser precisamente modelos de disciplina, se batían aún como bravos. ¡Si, al menos, el gobierno y el mando estuvieran unidos! Pero jamás las divisiones y las rivalidades habían sido más agudas entre los hombres que dirigían al Estado. El Comité de Defensa General, creado el 1.º de enero de 1793 era demasiado numeroso – veinticuatro miembros–, deliberaba en público y era una verdadera greguería. El Consejo Ejecutivo, que le estaba subordinado, no acababa de tomar resolución alguna. Los asuntos se eternizaban en sus despachos. Los generales, orgullosos con sus victorias, eran menos obedientes cada vez. Custine, largo tiempo respetuoso, empezaba a imitar a Dumouriez, y en sus cartas a Lebrun denunciaba también la supuesta incapacidad de Pache. Lebrun dejaba que escribiera sin hacer comprender al general que debía reportarse a la disciplina y a las conveniencias. Dumouriez permanecía en París desde el 1.º al 26 de enero, dedicado a intrigas ambiguas, durante el proceso del rey. Si Cambon, al que trató de engañar, permanecía irreducible, Danton, Cloots y los jefes girondinos le prestaban el más cordial apoyo. Danton no esperó a más allá que al 21 de enero para tomar posiciones en contra de Pache, si
bien alegando medidas hipócritas. A pretexto de que el Ministerio de la Guerra era demasiado pesado para un solo hombre, Pache fue dimitido el 4 de febrero y reemplazado por Beurnonville, el amigo e instrumento de Dumouriez, al que se añadieron seis adjuntos que se repartieron los diferentes asuntos y servicios. La administración de la guerra estaba, pues, en plena reorganización en las vísperas mismas de volver a reemprender las hostilidades. Era esto el desorden en marcha. Los generales, habiendo hecho desaparecer a Pache, no estaban, tampoco, muy dispuestos a mostrarse dóciles con su sucesor. Custine no era amigo de Beurnonville. Una de las grandes debilidades del Ejército consistía en encontrarse dividido en regimientos de línea y en batallones de voluntarios, gozando, cada uno de estos dos diversos elementos constitutivos, de distinto estatuto, lo que hacía mostrarse celosos los unos de los otros. Los voluntarios elegían a sus oficiales y gozaban de mayor soldada, estando sometidos a una disciplina menos rigurosa. Para hacer cesar esta molesta dualidad de reclutamiento y de legislación, Dubois Creancé, propuso, el 7 de febrero, una reforma profunda, que recibió el nombre de la amalgama, y que consistía en reunir en un mismo cuerpo, que se deno-
minaría «media brigada», dos batallones de voluntarios con un regimiento de línea. Los soldados de línea obtendrían las mismas ventajas y los mismos derechos que los voluntarios. Como éstos, concurrirían, también, a los empleos vacantes. Un tercio de las plazas les sería reservado y para los otros dos tercios los nombramientos se harían mediante un ingenioso sistema de elección: cuando un empleo estuviera vacante, los hombres de los grados inmediatamente inferiores designarían tres candidatos, entre los cuales elegirían los oficiales o suboficiales del grado a proveer. Así el Ejército sería «nacionalizado», animado de un mismo espíritu, provisto de iguales derechos y sometido a las mismas leyes. Las tropas de línea se penetrarían del espíritu cívico de los voluntarios y éstos se avezarían al contacto de los soldados veteranos. Todos los generales, salvo Valence, se mostraron hostiles a la reforma. La mayor parte de los girondinos y el propio Barère la combatieron desde la tribuna. A pesar de todo, la reforma fue aprobada gracias a los votos de los montañeses y particularmente a los esfuerzos de Saint-Just, pero con una tardanza tal que le impedía ser puesta en vigor antes de los comienzos de la nueva campaña. No alcanzaría su práctica sino en el invierno de 1793-1794,
y dio los mejores resultados. Hasta que la reforma pudo aplicarse, voluntarios y tropas de línea quedaron separados. A pesar de la inferioridad manifiesta en que las armas francesas se encontraban, la Comisión de Defensa General y el Comité Ejecutivo adoptaron el plan de ofensiva preconizado por Dumouriez. Tratábase de una ofensiva a la desesperada. El general escribía, desde Amberes, el 3 de febrero: «Si el ejército de Bélgica no se adelanta al enemigo, está perdido.» Y añade: «Si se nos ayuda y, sobre todo, si se trata a los belgas con prudencia y fraternidad, me permito, aun, prometer la victoria; si no, sabré morir como soldado.» No tenía deseo alguno de morir, pero sí ansiaba que se tratase a los belgas con afecto, temiendo un levantamiento a la espalda de sus tropas. En tanto que dejaría a su derecha los cuerpos que mandaba Miranda, sitiando a Maëstricht y guardando los pasos del Roer; mientras otros cuerpos de ejército, al mando de Valence, se situaban en Meuse medio, dispuestos a hacer frente, ya a los austríacos del Luxemburgo, ya a los del Roer; él, Dumouriez, con un tercer ejército, llamado de Holanda o del Norte, se arrojaría, desde Amberes, sobre Holanda, siguiendo el bajo Meuse y en dirección recta
hacia Dordrecht y Amsterdam. Los otros ejércitos del Rin, del Mosela, de los Alpes, de Italia, los Pirineos, permanecerían a la defensiva. Dumouriez explica en sus Memorias que si hubiera obtenido la victoria hubiera reunido Bélgica y Holanda en un solo Estado, del que pensaba proclamar la independencia, marchando luego sobre París para disolver la Convención y aniquilar al jacobinismo. Sólo conocían su proyecto cuatro personas entre las que se contaban, al decir de Miranda, Danton, Delacroix y Westermann. El plan de Dumouriez tenía el defecto de dislocar las fuerzas, ya débiles, de la república en lugar de concentrarlas en un solo punto. Si Miranda cedía a la presión de los austríacos, sus comunicaciones estaban amenazadas y su expedición a Holanda dejaba de ser viable. Al principio todo iba bien. Con 20.000 hombres entró en Holanda, el 16 de febrero, y se adueñó rápidamente de las tres plazas de Breda, Gertruydenberg y Klundert, que se rindieron casi sin resistencia. Pero el 1.º de marzo el ejército de Coburgo se lanzó sobre el ejército francés de Bélgica, disperso en sus acantonamientos del Roer, y lo sorprendió casi sin jefes. El desastre fue espantoso. Las tropas evacuaron Aix-la-
Chapelle a la desbandada y sin combatir. Miranda hubo de levantar el sitio de Maastricht casi precipitadamente. También fue evacuada Lieja en medio de un desorden inexplicable y Valence hubo de dedicarse, no sin trabajo, a recoger los restos de los demás ejércitos. Después del desastre de que habían sido testigos, Danton y Delacroix regresaron a París, menos para sostener los espíritus que para sembrar la alarma. El 8 de marzo, Delacroix, desmintiendo brutalmente el optimismo de Beurnonville, trazó de la situación militar un cuadro sombrío que ratificó Danton. Hicieron adoptar a la Convención un acuerdo en virtud del cual se enviarían comisarios de la misma a las secciones de París y a los departamentos de Francia para activar el reclutamiento de 300.000 hombres, cuya leva acababa de acordarse. Aquella misma noche, en medio de una fiebre patriótica análoga a la que las había agitado a fines de agosto, a raíz de la toma de Longwy, se reunieron las secciones de París. Muchas, como la del Louvre, a instigación de un amigo de Danton, Desfieux, reclamaron la institución de un Tribunal Revolucionario para castigar a los agentes del enemigo en el interior. Carriel hizo la propuesta, en la Asamblea, al día siguiente, 9 de marzo. Danton la apoyó con todas sus
fuerzas y la hizo adoptar a pesar de la oposición violenta de los girondinos. Aquella misma noche la agitación se intensificó en París. La Sociedad de los Defensores de la República, la sección de las Cuatro Naciones y el club de los Cordeleros, lanzaron un manifiesto amenazador en contra de Dumouriez y de los girondinos, a los que se hacían responsables de los reveses. Se formó un Comité Insurreccional, que intentó arrastrar a su obra al club de los Jacobinos y al Ayuntamiento, que resistían. Grupos diversos saquearon las imprentas de la Crónica de París y de El Patriota Francés. Al día siguiente, 10 de marzo, Danton subió a la tribuna para atacar al Ministerio y pedir que fuera renovado y que pudieran entrar a formar parte de ellos miembros de la Convención. Los jacobinos le acusaron de aspirar a la dictadura y su propuesta fue rechazada. A la noche se reprodujeron los disturbios. Agitadores conocidos por sus relaciones con Danton intentaron sublevar las secciones. La lluvia, la negativa de Santerre y de Pache a secundar la insurrección y la firme actitud de los federados del Finistère, dispersaron a los agitadores. Los contemporáneos han creído que estas jornadas del 9 y del 10 de marzo habían sido organizadas por
Danton de acuerdo con Dumouriez. En tanto que el primero acusaba a los ministros, desde la tribuna de la Convención, un agente del segundo, de Maulde, los atacaba en los Jacobinos. Danton, sin embargo, hacía un vivo elogio de Dumouriez, en tanto que los amotinados pedían su destitución y la expulsión de «los apelantes» de la Convención. Contradicción aparente y querida. Los revoltosos estaban conducidos por hombres como Desfieux y como Proli, que antes habían sido los más entusiastas encomiadores de Dumouriez y que mañana se mezclarían en sus turbias intrigas en las vísperas de su próxima traición. No se les creía sinceros cuando se les oía vituperar al general, que ellos mismos habían elevado hasta las nubes y con el que iban a entenderse al día siguiente. Se conocía su no claro pasado. Creyóse que, por dinero, estas gentes habían desempeñado el papel que Danton, que era quien les pagaba, habíales asignado. Lo que acabó de dar cuerpo a las sospechas fue la actitud arrogante que adoptó Dumouriez en los momentos mismos de las revueltas. Valence, viéndose perdido, le había escrito el día 2 de marzo pidiéndole socorros: «Venid aquí, precisa cambiar el plan de campaña, los minutos son siglos.» Dumouriez no quiso
darse por enterado. Pretendía que la mejor manera de defender Bélgica era seguir su marcha sobre Rotterdam. Cuando, el 10 de marzo, se puso, al fin, en marcha, para unirse a Miranda, siguiendo en ello órdenes expresas del Comité Ejecutivo, partió solo, dejando en Holanda su ejército que hubiera sido preciso para reparar el desastre. Y, en tanto que Danton infundía confianza a la Convención sobre sus actos, Dumouriez se conducía como dictador, colocándose fuera de las leyes. Por una serie de proclamas, que se sucedieron rápidamente, el 11 de marzo ordenó devolver la plata que se había tomado de las iglesias belgas, mandó que se cerraran todos los clubes, muchos de los cuales habían recibido, antes, sus visitas e hizo arrestar a varios comisarios del Comité Ejecutivo, tales como Chépy. En una palabra, de un plumazo destruyó toda la obra revolucionaria llevada a cabo a partir del decreto de 15 de diciembre. Como los comisarios de la Convención, Camus y Treilhard, que se le unieron en Lovaina, le reprochasen su conducta, escribió el 12 de marzo una carta altamente insolente. Hacía responsable del desastre a los diversos departamentos del Ministerio de la Guerra y declaraba que las reuniones populares se habían celebrado en Bélgica por el influjo y presión de los
sables, y llegaba hasta evocar el recuerdo del duque de Alba. Su carta fue leída en el Comité de Defensa General el día 15 de marzo al mismo tiempo que un despacho de Treilhard y de Camus quienes llamaban la atención sobre los actos y amenazas del general que calificaban de «sucesos graves.» Barère pidió seguidamente al Comité se propusiera la acusación de Dumouriez. Pero Danton se opuso a esta medida que se imponía y que hubiera salvado al Ejército. Dijo que Dumouriez tenía la confianza de los soldados y que su destitución sería desastrosa. El Comité se dejó convencer. Danton y Delacroix partieron para Bélgica. «Le curaremos o le agarrotaremos», habían dicho al partir. Palabras vanas. Dumouriez, reuniendo las tropas de Valence y de Miranda, logró arrojar a los imperiales de Tirlemont, el 16 de marzo; pero dos días más tarde sufrió una grave derrota en Neerwinden sobre el Geete. Sus fuerzas, desmoralizadas, se batían en retirada hacia Bruselas, cuando Danton y Delacroix se le unieron, en Lovaina, la noche del 20 al 21 de marzo. Le pidieron se retractase de su carta del 12 de marzo a la Convención. Se negó a ello, esforzándose en enconar a sus interlocutores contra los girondinos. Todo lo que los comisarios
obtuvieron de él fue un billete de unas líneas en que rogaba a la Asamblea no prejuzgase nada sobre su carta del día 12 de marzo antes de que ella conociese el resultado de sus conferencias con aquellos que se contentaban con tan poca cosa. En tanto que Delacroix seguía en el cuartel general, Danton regresaba a París para informar al Comité. Sobre este su retorno se cierne una extraña oscuridad. Hubiera debido darse prisa para estar en París y dar cuenta del desastre de Neerwinden y de la rebelión del general. Y no apareció ante el Comité sino el día 26 por la noche, cuando, como máximo, sólo se tardaban dos días en hacer el trayecto Bruselas-París y constaba que había salido el día 21 de marzo, de madrugada. Durante cinco días desaparece y no hay quien lo encuentre. Dumouriez se aprovechaba de este respiro para arrojar la máscara y convertir su rebelión en traición. El 23 de marzo entró en relaciones con Coburgo, por conducto de su ayudante de campo Montjoye. Le expuso su proyecto de disolver la Convención por la fuerza y de restablecer la monarquía. Se comprometía a evacuar toda Bélgica y a entregar al enemigo las plazas de Amberes, Breda y Gertruydenberg. Esto fue a mediados de marzo. Dumouriez se encontró en Tournai con tres jacobinos muy sospe-
chosos, agentes secretos empleados por Lebrun. Eran Dubouisson, Pereira y Proli, que, como vimos, desempeñaron su papel en las revueltas del 9 y del 10 de marzo y que habían, muy probablemente, conferenciado con Danton antes de entrevistarse con Dumouriez. Según éste, tales tres hombres le propusieron entenderse con los jacobinos para disolver la Convención. Según la versión de los comisionados fue Dumouriez quien hizo tal propuesta, que ellos rechazaron. En el curso de la conversión se trató de la libertad de la reina. En tanto que Dumouriez conferenciaba en Tournai con estos tres sospechosos emisarios, Danton, aun este mismo día 26 de marzo, persistía en defenderle ante el Comité de Defensa General, en contra de Robespierre que reclamaba en vano su revocación inmediata. Sólo el 29 de marzo, por la noche, el Comité se decidió a tomar la medida que Danton había retrasado durante quince días. El Comité resolvió enviar al ejército cuatro nuevos comisarios, Camus, Quinette, Lamarque y Bancal, con el ministro de la Guerra, Beurnonville, para destituir al general Dumouriez y arrestarlo. Y los que resultaron arrestados fueron el ministro y los comisarios. Dumouriez los entregó al enemigo el día 1.º
de abril, por la noche. Dos años permanecieron en cautividad. Dumouriez intentó conducir a su ejército sobre París para restablecer la monarquía. Pero no habían sido arrestados todos los comisarios de la Convención. Los que habían permanecido en Lille le declararon fuera de la ley y relevaron a sus subordinados del deber de obedecerle. Le Veneur, que mandaba en el campo de Maulde, se apresuró a mandar a París a su ayudante de campo, Lazare Hoche, para advertir a la Convención de las órdenes dadas por Dumouriez. Davout, que mandaba el tercer batallón de los voluntarios del Yonne, dio orden, el día 4, a sus soldados de disparar sobre el general. Éste, para escapar de las balas, tuvo que huir, a uña de caballo, hacia el campamento austríaco, y cuando el día 5 volvió al campo de Maulde, escoltado por dragones imperiales, su traición se hizo flagrante y sublevó en su contra a todo el ejército que, por su propio impulso, se puso en marcha hacia Valenciennes. Dumouriez se refugió entre los austríacos, acompañándole Igualdad, hijo, Valence y un millar de hombres. Los comités creyeron que Dumouriez tenía cómplices en París y aun en la misma Convención.
Reunidos, en la noche del 31 de marzo al 1.º de abril, los Comités de Defensa y de Seguridad General, hicieron arrestar a Felipe Igualdad y a su amigo el marqués de Sillery, ambos diputados. Invitaron al mismo tiempo a Danton para que regresase a París a fin de explicar la situación de Bélgica. Era esta invitación casi una citación en forma, ya que se empleaban los mismos términos que los usados en el asunto Igualdad-Sillery. Corrió el rumor de que Danton, también, había sido arrestado. Marat le reprochó aquella misma noche, en los Jacobinos, lo que él llamaba su imprevisión. El 1.º de abril, Lasource acusó claramente a Danton, en la Convención, de haberse puesto de acuerdo con Dumouriez para hacer prevalecer su golpe de Estado monárquico. Birotteau pretendió que Fabre de Églantine había propuesto al Comité de Seguridad General restablecer la realeza. Ni Lasource, ni Birotteau, conocían las relaciones secretas que Danton había mantenido con el emigrado Théodore Lameth y que éste ha contado después en sus Memorias. Danton echó mano de la audacia. De acusado se convirtió en acusador. Los amigos de Dumouriez, dijo, eran Brissot, Guadet, Bensonné, que se escribían con él con toda regularidad. Los amigos de la realeza eran aquellos que
habían querido salvar al tirano, los que calumniaban a París, ciudadela de la Revolución. La Montaña cortaba sus violentos ataques con aplausos frenéticos. Marat apuntaba nuevas acusaciones: «¿Y las cenas –decía–, a las altas horas de la noche?» Y replicó Danton: «Sólo ellos han tenido cenas clandestinas cuando Dumouriez estaba en París.» Marat añadió: «Lasource, sí, Lasource asistía a ellas.» A lo que volvió a replicar Danton: «Sí, sólo ellos son los cómplices de la conjuración.» La maniobra dantoniana alcanzó éxito. El Comité de Investigación, que los girondinos habían hecho votar al principio de la discusión, jamás llegó a formarse. En cambio, Danton y Delacroix entraron a formar parte del Comité de Salvación Pública, creado el 5 de abril, para sustituir al Comité de Defensa General y sobre nuevas bases. La comisión que ahora se creaba se compondría de sólo nueve miembros, deliberaría en secreto y estaría revestida de poderes extraordinarios. Un año más tarde los mismos montañeses que habían llevado a Danton en triunfo por haberlos vengado de la Gironda, repetirían en su contra las acusaciones de Lasource y Birotteau. Creyeron, también, en su complicidad con Dumouriez, y le hicieron compare-
cer, por realista, ante el Tribunal Revolucionario. La coalición había vengado sus desastres del año precedente. Sus ejércitos iban, otra vez, a llevar la guerra al propio territorio francés. Y, ante el inmenso peligro, Francia se desgarraba a sí misma. En la Vendée comenzaban las agitaciones.
CAPÍTULO XXV LA VENDÉE
La insurrección, clerical y realista, que estalló en el departamento de la Vendée y limítrofes, el 10 de marzo de 1793, no es sino la manifestación suprema, el episodio más lamentable de las resistencias y de los descontentos que trabajaban a las masas populares de toda Francia. La fermentación fue, en efecto, casi general y, a no dudarlo, tuvo, en primer lugar, como causa razones de orden económico y social. Las razones de orden político y religioso vinieron seguidamente como consecuencia de las primeras. La abolición de la reglamentación de las subsistencias, por decreto del 8 de diciembre, y la muerte del rey, fueron seguidas por un rápido encarecimiento de todos los artículos y un recrudecimiento de la miseria. En febrero, el asignado, por término medio, pierde la mitad de su valor. Todos los testimonios concuerdan en establecer que la desproporción entre los salarios y el precio de la vida se había agravado de un modo prodigioso. El 25 de febrero, el diputado Chambon declara, sin
que nadie le contradiga, que en Corrèze, el Alto Vienne y el Creuse, el pan negro vale de 7 a 8 sueldos la libra, y añade: «La clase indigente, en estos departamentos desgraciados, sólo gana 9 o 10 sueldos por día, es decir que su salario les permite justamente el comprar una libra de pan. En el Yonne, el precio del trigo ha triplicado y los salarios, aquí también, apenas si bastan para la compra de un pan.» Una prueba de que la alimentación absorbía casi por entero la jornada del obrero, se encuentra, según Porée, en que si ella corría a cargo del patrón o del cliente, su salario se reducía en dos tercios. El cerrajero que ganaba 3 libras, 10 sueldos, sin la comida, sólo percibía 1 libra, 10 sueldos, si estaba alimentado. La escasa paga que a la noche llevaba a su casa, apenas si, toda ella, era suficiente para el pan de la mujer y de los hijos. Las poblaciones sufren más que los campos. En París la escasez era, casi siempre, el estado habitual. Las perturbaciones comenzaron después del proceso del rey. Las del 24, 25 y 26 de febrero, revisten una particular gravedad. Comienzan por una huelga de lavanderas que se quejan de no poder comprar jabón, cuyo precio había pasado de 14 a 22 sueldos la libra. Se saquean las tiendas de comestibles. Se tasan, revo-
lucionariamente, los artículos de primera necesidad. Se suceden las peticiones amenazadoras, reclamando de la Convención el curso forzoso del asignado, la pena de muerte contra los acaparadores y el fijamiento de un máximo en los precios. Jacques Roux, en los momentos agudos de la crisis, el 25 de febrero, justifica el pillaje de las tiendas de ultramarinos: «Pienso –dice al Ayuntamiento–, que los tenderos no han hecho otra cosa que restituir al pueblo lo que, desde mucho tiempo, le estaba cobrando demasiado caro.» En Lyon, la situación es más alarmante aún. El 26 de enero, 4.000 tejedores de seda piden a la municipalidad el imponer a los fabricantes una tarifa de trabajo a destajo. Para resistir a los obreros, a los que el Ayuntamiento apoya, los fabricantes y los ricos se organizan. El alcalde girondino, Nivière-Chol, dimite. Es reelegido el 18 de febrero y, en tal ocasión de las elecciones, el Club Central, dirigido por Chalier, presidente del tribunal de distrito, es saqueado, la estatua de J. J. Rousseau, hecha pedazos, el árbol de la libertad, quemado. Los motines adquieren tal seriedad que la Asamblea envía a Lyon a tres comisarios: Basire, Rovérc y Legendre, quienes ensayan vanamente mantener la balanza en su fiel al actuar entre los dos parti-
dos, o más bien entre las dos clases en lucha. Los obreros, que pagaban el pan a 6 sueldos la libra, reclamaban un impuesto progresivo sobre el capital, al mismo tiempo que la tasa de los salarios y de los productos, y la institución de un ejército revolucionario para poner en práctica dichas tasas. Sin esperar a que sus demandas se convirtieran en leyes, las autoridades locales, devotas al pueblo, y seguidamente los comisarios de la Convención obligados por el aguijón de la necesidad, tienen que ir delante de las peticiones de las masas. El distrito de Chaumont, a pesar de la ley del 8 de diciembre, continúa aprovisionando sus mercados por el camino de las requisas. En el Aveyron, los representantes, Bo y Chabot, someten a los ricos a un impuesto de guerra para alimentar a los necesitados. Saint-André, en el Lot, pone en vigor las leyes abrogadas, ordenando las declaraciones y requisas de granos. Los comisarios, en sus informes, señalan, todos, el encarecimiento de la vida como la causa profunda de las alteraciones y de la desafección creciente de las poblaciones hacia el régimen. «Es imperioso hacer que el pobre pueda vivir si queréis que os ayude a acabar la Revolución», decía Saint-André a Barère, el 26 de mar-
zo. «En los casos extraordinarios sólo debe considerarse la gran ley de la salud pública.» Su carta es muy interesante porque subraya, al mismo tiempo que las razones económicas, las razones políticas del descontento general. Éstas no son difíciles de definir. Las luchas violentas de girondinos y montañeses han propagado la incertidumbre, la desconfianza y el desaliento. Los propietarios no han hecho otra cosa que la de creer a los girondinos cuando, desde hace bastantes meses, les vienen asegurando que lo que los montañeses desean es incautarse de sus bienes. Por temor a la anarquía y a la ley agraria, se van inclinando hacia la derecha. No están lejos de desear la vuelta de la monarquía, que comienza a aparecérseles como la más segura garantía del orden. Por lo que hace a los artesanos de las poblaciones y a los trabajadores de los campos, la penuria y la miseria en que se encuentran, les predispone a escuchar, alternativamente, las instancias de la reacción y los llamamientos de los que desean una nueva revolución. La formación de la primera coalición, seguida inmediatamente de los desastres de Bélgica y el Rin, ha devuelto al partido realista la confianza y la energía. Tal es la atmósfera
económica y moral en la que incuba la insurrección de la Vendée, de la que la leva de los 300.000 hombres fue la señal. Ante todo es preciso decir que la ley de reclutamiento, por su arbitrariedad, se prestaba a las más acerbas críticas. «En el caso de que la inscripción voluntaria –decía el artículo 11, redactado por Prieur de la Marne–, no produjera el número de hombres fijado a cada Ayuntamiento, los ciudadanos estarán obligados a completarlo y, a este efecto, adoptarán, por mayoría de votos, los medios que encuentren más adecuados para ello.» «Sea cualquiera el medio que se adopte – decía el artículo 13–, por los ciudadanos reunidos en asamblea para completar su contingente, el complemento será tomado de entre los jóvenes viudos sin hijos, que cuenten de 18 a 40 años cumplidos.» Tanto valía todo esto como introducir la política y la cábala en la designación de los reclutas. El montañés Choudieu había llegado a proponer que los reclutas que faltaran para el contingente se designaran por elección. «Propongo la elección –dijo–, porque supongo que los ciudadanos reunidos en elección para ello, escogerán con preferencia a los ricos, a aquellos cuyas familias están en la abundancia y pueden pasarse sin su trabajo,
siendo de observar que los ricos, hasta la fecha, han hecho poco en pro de la Revolución y debía ser llegada la hora de que pagasen con sus personas. Después de todo es un honor el poder servir a su país y como después se acuerda por un artículo que los designados como complementarios puedan buscar un sustituto, estimo que será un doble beneficio para los ciudadanos pobres el no ser escogidos en primer lugar, ya que, con la prima de sustitución que les entreguen los ricos, podrán ser útiles, desde el principio, a los suyos sin menoscabo del ya dicho honor de servir a su patria.» Infiel a los postulados de la Declaración de Derechos, la Convención se negó a imponer a los ricos el servicio personal y se vio a un montañés haciendo el elogio de las sustituciones. Mas, este privilegio acordado a la riqueza no podía dejar de parecer abusivo e intolerable a un pueblo que había hecho, desde el 10 de agosto, tan grandes progresos en el sentimiento de la igualdad. Luego, dejando a la arbitrariedad de las mayorías el cuidado de designar los reclutas, la Convención entregaba el reclutamiento al libre juego de las pasiones políticas locales desencadenadas. Aun en los departamentos más patriotas hubo quejas y vivas resistencias provocadas por
evidentes abusos. En el Sarthe, que, en agosto de 1792, había formado 14 compañías en vez de las 6 que ahora se le pedían, los jóvenes protestaron de la excepción establecida a favor de los funcionarios y de los casados. En muchos municipios quisieron que los adquirentes de bienes nacionales, a quienes llamaban «los verdaderos favorecidos por la Revolución», fueran designados de oficio para ser los primeros en marchar. En casi todos los departamentos los abusos fueron muy graves. Allí donde los aristócratas tenían mayoría, los republicanos fueron los designados; en donde ocurría lo contrario, eran ellos los elegidos para cubrir el complemento. Existieron coaliciones de pobres y de ricos. No fue raro que en los departamentos partidarios del clero refractario, como en el Bajo Rin, se designasen para partir a los curas constitucionales. Solamente en los municipios en los que las pasiones no estaban desencadenadas, se acudió al sistema del sorteo, que si bien recordaba a los antiguos tiempos, era menos expuesto a los abusos. En las poblaciones y en las villas, se acudió con frecuencia a imponer tasas a los ricos y a, con su producto, comprar hombres que completaran el contingente. Convencido de los inconvenientes de la ley, el departamento del Hérault, por su
acuerdo del 19 de abril de 1793, queriendo cortar por lo sano, confió a un comité especial formado por las autoridades, el derecho de designar los reclutas por medio de una requisa personal y directa. Una contribución establecida sobre los ricos permitía indemnizar a estos reclutas de tal modo designados. Este sistema de reclutamiento no había sido previsto por la ley, pero tenía la gran ventaja de poner el reclutamiento en las manos de las autoridades revolucionarias. Por ello la Convención, siguiendo un dictamen de Barère, lo aprobó, el 13 de mayo de 1793, y aun lo propuso como ejemplo a seguir. Numerosos departamentos como el Doubs, el Cher, el Allier y el Corrèze, así como el Alto Vienne, lo adoptaron. París mismo se sirvió de él cuando tuvo que designar 12.000 voluntarios para combatir en la Vendée. Cada uno de estos voluntarios, o para llamarlos por su verdadero nombre, cada uno de estos requisados, recibió una prima de 500 libras, razón por la cual fueron llamados «los héroes de a 500 libras». En el Oeste las resistencias a la ley sobre el reclutamiento provocaron una terrible insurrección. El día fijado para el sorteo, que lo fue el domingo 10 de marzo y siguientes, los campesinos se sublevaron simultá-
neamente, desde las costas del Oeste hasta las villas de Cholet y de Bresuire, al Este. Armados de mayales, de espetones, de algunos fusiles, frecuentemente conducidos por sus alcaldes, entraron en las villas a los gritos de: «¡La paz! ¡La paz! ¡No más sorteos!» Los guardias nacionales fueron desarmados, los curas constitucionales y los municipales ejecutados sumariamente, los archivos y papeles oficiales quemados, las casas de los patriotas devastadas. En Machecoul, antigua capital del país de Retz, las matanzas, ordenadas por un antiguo perceptor de gabelas, Souchu, duraron más de un mes y causaron 545 víctimas. El presidente del distrito, Joubert, hubo de sufrir que le cortaran las manos por las muñecas, antes de ser muerto a golpes de horca y de bayoneta. Hubo patriotas que fueron enterrados vivos. En un solo día, el 25 de abril, 50 burgueses, atados de a dos y formando cuerda, fueron fusilados en una pradera vecina. El campesino vendeano mataba con alegría: al burgués revolucionario que había encontrado frecuentemente en los reales de las ferias, al señor del que sentía el desprecio indulgente, al incrédulo que iba al club satánico, al hereje que oía las misas condenadas. «Tal era el furor popular –dice el clérigo refractario Cheva-
lier–, que bastaba haber asistido a la misa de los intrusos para ser desde luego preso y seguidamente muerto a golpes de maza o fusilado, a pretexto, como en el 2 de septiembre, de que las cárceles estaban llenas.» A la cabeza de las primeras bandas figuraban antiguos soldados, contrabandistas, especialmente de sal, viejos empleados en las gabelas que se convirtieron en enemigos de la Revolución al suprimir ésta sus destinos, ayudas de cámara de los nobles. Los jefes eran, al principio, hombres del pueblo: en los Mauges, el carretero Cathelineau, sacristán de su parroquia; el guardabosques Stofflet, antiguo soldado; en el Marais bretón el peluquero Gaston, el agente Souchu y el practicante Joly. Los nobles, mucho menos religiosos que sus aparceros, sólo aparecieron más tarde y muchos de ellos después de ser rogados insistentemente: el cruel Charette, antiguo subteniente de navío, en el Marais; el caballeroso Bonchamp, en los Mauges; también aquí, D’Elbée, un sajón naturalizado francés en 1757; en Bocage un antiguo teniente coronel, Royrand, el guardia de corps Sapinaud, Baudry de Asson y Du Retail; en el Poitou propiamente dicho, Lescure y La Rochejaquelein. Pero éstos fueron los últimos en unirse a la revuelta y lo hicieron a principios de abril, después de
la traición de Dumouriez, que fue el hecho que los decidió. Los sacerdotes refractarios abandonaron, casi seguidamente, los sitios en que se ocultaban y fueron a inflamar el celo de los combatientes. Uno de ellos, el abate Bernier, tomó asiento en el Consejo del ejército católico y real. Otro, el aventurero Guillot de Folleville, se hizo pasar por obispo, in partibus, de Agra y presidía, con esta cualidad, los Tedeum. Los rápidos éxitos de los sublevados no se explican solamente por el fanatismo y la sed del martirio que los animaba. Habitaban un país de acceso difícil; un verdadero bosque cortado por setos y vallados, favorable a las emboscadas, casi desprovisto de rutas y caminos, en el que las aglomeraciones eran raras, estando la población diseminada en una multitud de alquerías aisladas. Los burgueses patrióticos que habitaban las escasas poblaciones, no constituían sino una minoría bastante pequeña. La acción de los sacerdotes sobre el levantamiento es cosa que no puede negarse; pero hemos de confesar que sólo fue indirecta. Apenas si la cuarta parte de los que desempeñaban funciones eclesiásticas, al promulgarse la Constitución Civil del Clero, había prestado el juramento constitucional. Una
gran porción de parroquias no habían podido ser provistas de sacerdotes no refractarios. Una congregación de misioneros, los Mulotins, cuyo principal asiento radicaba en el corazón del Bocage, en San Lorenzo sobre el Sèvre, había organizado multitud de peregrinaciones en 1791 y 1792, produciéndose varios milagros en diversas ermitas. Al sublevarse, el campesino vendeano quería no solamente evitar el odioso servicio militar, sino también batirse por su Dios y por su rey. Los revoltosos enarbolaron, casi desde los primeros momentos, un Sagrado Corazón de pañete, que llevaban, también, encima de sus chupas cortas. La jacquería tomó el aspecto de cruzada. A los comienzos de su campaña, los campesinos se lanzaban al asalto poniendo delante de sí, a modo de muro protector viviente, los prisioneros que antes había hecho. Hábiles en ocultarse y buenos tiradores, utilizaban, especialmente, el sistema de guerrillas, procurando adelantarse a los azules y envolverlos con las líneas de sus tiradores. Los nobles que los mandaban habían tomado parte en otras guerras. Y así supieron adueñarse de los puntos estratégicos, hicieron cortar los puentes, tratando de establecer el orden y la disciplina en la barahúnda de sus hombres. Organizaron
consejos de parroquia y de distrito, una contabilidad y reservas. Se procuraron armas, cañones y equipos, en las poblaciones que habían tomado por sorpresa. Intentaron reclutar, de entre los desertores republicanos y de entre los prisioneros, como un esbozo y núcleo de ejército permanente. Pero nunca y sólo imperfectamente, llegaron a coordinar sus esfuerzos. Charette era rebelde a toda disciplina y no quería salir de su Marais. Los otros jefes tenían celos los unos de los otros. Para ponerse de acuerdo nombraron generalísimo al santo de Anjou, Cathelineau, que sólo fue un jefe nominal. Los campesinos sentían abandonar sus parroquias y les producía repugnancia el alejarse de sus campos. Desde luego la intendencia fue siempre embrionaria. Cuando el campesino había consumido sus víveres, se veía en la necesidad de dejar el ejército. Así, los jefes experimentaron siempre grandes trabajos para organizar operaciones extensas, seguidas y metódicas. Y se hubieron de reducir a golpes de mano. Esto salvó a la república. A las primeras noticias que tuvo del movimiento, la Convención votó, el 19 de marzo, un decreto terrible que castigaba con la pena de muerte a todos los rebeldes que fueran aprehendidos con las armas en la ma-
no, ordenando, también, la confiscación de sus bienes. El voto fue unánime. El propio Lanjuinais hizo agravar el primitivo texto que, por el contrario, encontró Marat demasiado severo. Pero los girondinos, en su conjunto, afectaron no tomar la sublevación muy en serio. Con anterioridad habían intentado ocultar la gravedad de las derrotas de Bélgica. Brissot, en su periódico, intensificó la campaña en contra de los anarquistas, y en el número del 19 de marzo presenta los vendeanos como muñecos puestos en movimiento por los emisarios secretos de los montañeses, ellos mismos agentes de Pitt. La Gironda descuidaba la vigilancia de los revolucionarios y no parecía dispuesta a sacrificar sus odios ante el interés nacional. La defensa de las fronteras, muy comprometidas, consumía casi todo el ejército de línea. No pudo destacarse a la Vendée, en los primeros momentos, más que un regimiento de caballería, alguna, poca, artillería y la legión 35 de gendarmería, compuesta de antiguos guardias franceses y de vencedores de la Bastilla. La mayor parte de las fuerzas republicanas, que no pasaron de 15.000 o 16.000 hombres, se componían de guardias nacionales, reclutados, precipitadamente, en los departamentos vecinos.
Afortunadamente, los burgueses de los puertos se defendieron seria y victoriosamente. Los de Sables d’Olonne rechazaron dos veces, el 23 y el 29 de marzo, los asaltos furiosos de los rebeldes. Los de Pornic y los de Paimbeuf hicieron lo mismo. Así la Vendée no pudo comunicarse con Inglaterra, ni con los príncipes, quienes, por ello, ignoraron toda la importancia de la rebelión. Después de las victorias de Cathelineau y de Elbée, en Chemille, el 11 de abril; de La Rochejaquelein, en los Aubrais, el 13 de abril; del ejército de Anjou, en Coron, el 19 de abril; después, sobre todo, de la capitulación del general republicano Quétinau, en Thuars, con 4.000 fusiles y 10 cañones, el Consejo Ejecutivo se decidió, al fin, a enviar al Oeste tropas regulares. Primero la legión del Norte, mandada por Westermann; después batallones especiales, formados por la elección de seis hombres por compañía, verificada en todos los cuerpos del ejército, obteniéndose, así, dos divisiones: la de las costas de Brest, al Norte del Loire, al mando de Canclaux, y la de las costas de la Rochela, al Sur, a las órdenes de Biron. Pudo temerse en los primeros tiempos, que el incendio se extendiera a toda Francia. Los realistas reali-
zaron grandes esfuerzos para así conseguirlo con ocasión del reclutamiento. En Ille y Vilaine, por el 20 de marzo, se formaron numerosos grupos y bandas armadas al grito de: «¡Viva el rey Luis XVII, los nobles y los curas!» En el Morbihan, la situación fue más crítica aún. Dos jefes de distrito: los de La Roche-Bernard y Rochefort, cayeron en poder de los insurgentes, quienes cometieron con ellos verdaderos horrores. Afortunadamente, los comisarios de la Convención, delegados por el decreto del 9 de marzo, Sevestre y Billaud-Varenne, estaban ya en su puesto cuanto estalló la revuelta y desplegaron tal vigor que los campesinos fueron vencidos por los guardias nacionales en las poblaciones de Redon y Rochefort, quedando arrestados sus jefes. La Vendée bretona fue, así, aniquilada al nacer. Más tarde debía revivir al calor de la chuanería. En el Indre y Loire, Goupilleau y Tallien tuvieron que recluir a todos los sacerdotes perturbadores y a los hombres sospechosos y concentrar a todos los parientes de los emigrados en la capitalidad del distrito. En Vienne se formaron grupos que hubo que disolver por medio de la fuerza. En el Bajo Rin, país muy fanático, hubo una sublevación grave en Molsheim, que duró dos días: el 25 y el 26 de marzo. Pero fue en el Lozère
y en los departamentos vecinos en donde, después que en la Vendée, el realismo se manifestó con más brío. Los mismos sacerdotes y nobles que habían ya dado pábulo, a fines de 1790 y 1791, al campo de Jalès; los priores Claude Allier y Solier, el antiguo constituyente Marc Charrier, organizaron, a fines de mayo, una tropa de 2.000 hombres que tuvo en confusión y en desorden a la campiña durante muchos días. Por poco tiempo, Marvéjols y Mende cayeron en su poder y los burgueses patriotas de estas poblaciones fueron víctimas de la matanza y el pillaje. Rápidamente se dirigieron al lugar de los sucesos refuerzos sacados del ejército de los Pirineos y los republicanos volvieron a sus pueblos casi seguidamente. Prendieron a Charrier y se vengaron de él mandándolo al cadalso. La Vendée y las revueltas realistas con ella conexas, tuvieron sobre el desarrollo ulterior de la Revolución las más graves consecuencias. Los republicanos, aterrados, abandonaron en gran número al partido girondino, al que repugnaban las medidas de energía, y se pasaron al partido montañés, que parecía, cada día más, el partido de la resistencia revolucionaria. Los mismos montañeses tuvieron que evolucionar hacia la izquierda. Hasta entonces se habían mostrado hostiles
a las tasas pedidas por los rabiosos. El propio Marat había atacado a Jacques Roux con ocasión de las revueltas ocurridas en París, con motivo de las subsistencias, el 25 de febrero. Los montañeses se dan cuenta de la gravedad de la crisis económica. Para mantener su contacto con las masas, adoptan, un poco, sin duda de mala gana, y hacen votar la mayor parte de las medidas propuestas por los rabiosos: primero el curso forzoso del asignado –el día 11 de abril–, después la fijación del precio máximo para los trigos, el 4 de mayo. Y no fue solamente en el dominio económico, sino también en el político, en donde se sucedieron las medidas extraordinarias o revolucionarias. Para tener a raya y vigilar a los aristócratas y a los agentes del enemigo, se crearon, el 20 de marzo, los comités de vigilancia, que serán los proveedores del Tribunal Revolucionario, creado diez días antes. Para permitir a los representantes en misión vencer todas las resistencias se aumentarán sus poderes y se les convertirá en procónsules, en dictadores. La Vendée tuvo por contrapartida al Terror. Pero el Terror sólo podía funcionar en manos montañesas, ya que ellas habían creado sus resortes y, a más, los habían creado en su provecho. La Vendée aceleró, tam-
bién, la caída de la Gironda.
CAPÍTULO XXVI LA CAÍDA DE LA GIRONDA
Las derrotas de Bélgica y el Rin, la traición de Dumouriez, la insurrección de la Vendée, exasperaron la lucha entre la Gironda y la Montaña. Los dos partidos, cada uno al otro, se acusaban de traición. Lasource había lanzado la acusación contra Danton, en la trágica sesión del 1.º de abril. Danton y los jacobinos la recogieron para lanzarla contra sus adversarios. El día 5 de abril, los jacobinos invitaron a las sociedades que les eran filiales a que hicieran caer sobre París una verdadera lluvia de peticiones en demanda de la destitución, de la nueva consulta al pueblo, de aquellos convencionales que habían traicionado a éste, olvidando sus deberes y tratando de salvar al tirano. La idea de lo que pudiera llamarse revisión de poderes de los que recibían el nombre de apelantes, no era nueva. Ya los amotinados del 10 de marzo, los Varlet, los Defieux, los Fournier, o, dicho de otro modo, los rabiosos, la habían formulado en diversas ocasiones. Pero, hasta la fecha de que estamos hablando, los peticionarios habían encontrado, siempre, la repulsa de los monta-
ñeses. Las cosas parecen cambiar y cinco días después de la acusación de Danton por Lasource, ponen de parte de la idea de la revisión todo el peso de su autoridad. Es fácil de conjeturar que entre los rabiosos y los jacobinos hubiera mediado Danton para tratar de establecer un acuerdo que entendía necesario. Y este acuerdo se fortificó rápidamente. Los jacobinos y los montañeses para lograr el apoyo de los rabiosos, en contra de los girondinos, se adhirieron a la idea de que debía fijarse un precio máximo para los granos. La invitación de los jacobinos de fecha 5 de abril era, por sus consecuencias, un acto grave. Hasta entonces habían sido los girondinos los que habían tomado la iniciativa de las demandas de exclusión contra sus adversarios; contra Robespierre, contra Marat, contra Danton. Ahora es la Montaña la que, a su vez, toma la ofensiva. Y ella tiene, en la ocasión presente, detrás de sí a los agitadores del populacho, a los jefes de las revueltas anteriores, a los guías habituales de las muchedumbres famélicas. Si la posición moral de la Gironda había sufrido ya fuertes quebrantos a causa de los repetidos desastres de su política interior y exterior, la parlamentaria era, aún, muy fuerte. Sin duda que no estaba ya en pose-
sión exclusiva del gobierno. El Comité Ejecutivo que en los primeros días había ella formado a su imagen y semejanza, había sido, casi totalmente, renovado. Roland hubo de abandonar la cartera al día siguiente del suplicio del rey, y su sucesor, Garat, es un hombre prudente que evita el comprometerse. Gohier, que desempeñaba el Ministerio de Justicia, desde el 20 de marzo, no es más decidido que Garat. El sucesor de Beurnonville en Guerra, el coronel Bouchotte, es otro Pache que puebla sus oficinas de rabiosos. En fin, el nuevo ministro de Marina, Dalbarade, nombrado el 10 de abril en reemplazo de Monge, había sido designado por Danton. La Gironda sólo puede contar como a su entera devoción con Clavière y con Lebrun que dirigen, respectivamente, los Ministerios de Hacienda y de Negocios Extranjeros. No olvidemos que el Consejo Ejecutivo no tiene el poder de decidir, que se encuentra estrechamente subordinado al Comité de Salvación Pública, al que tiene que rendir cuentas, y que el Comité de Salvación Pública, nombrado el 5 de abril, había escapado de las manos de la Gironda. De los nueve miembros que lo componen al principio siete pertenecían al Centro y los otros dos, Danton y La-
croix, a la Montaña, y aun el último de éstos es un adherido recentísimo al partido jacobino. Es, pues, el Centro –aquellos que se las daban de independientes, aquellos que rehúsan el casarse con las pasiones de los otros dos partidos– quien tiene en su poder al gobierno. Barère y Cambon son sus jefes. Votan con la Montaña siempre que se trata de adoptar medidas enérgicas para obtener la salud de la república. En cambio, desconfían, con desconfianza invencible, del Ayuntamiento de París y de Danton, que fue frecuentemente su inspirador. En casi todas las votaciones en que se trata de cuestiones de personas o en que la política parisiense está en juego, votan con la Gironda. Y así se llega a que la Gironda, que no tiene en el gobierno sino representación bien escasa, tenga mayoría en la Asamblea. Antes de la traición de Dumouriez la Convención elegía sus presidentes, con alguna frecuencia, de entre los hombres del Centro; después del 1.º de abril y hasta el 31 de mayo todos los presidentes que se suceden son girondinos: Lasource el 18 de abril, Boyer-Fonfrède el 2 de mayo, Isnard el 16 de mayo. Y es que la circular de los jacobinos del 5 de abril dio por resultado el de amedrentar a la Llanura y el de hacerla revolverse desconfiada contra la Mon-
taña. Cuando la Gironda, para salvar al rey, había recurrido a los departamentos, la Llanura le volvió la espalda y votó con la Montaña en contra de la apelación al pueblo. Ahora es la Montaña la que quiere dirigirse a las asambleas primarias para pedirles excluyan a los girondinos de la Convención y la Llanura, fiel a ella misma, le volvió a su vez la espalda, como en la ocasión anterior lo había hecho con la Gironda. La Llanura da como razón la de ser representante y defensora del interés público en frente de las facciones. La Montaña estaba debilitada con la marcha de 86 comisarios a la recluta de los 300.000 hombres. Casi todos estos comisarios se habían elegido de entre sus bancos con la intención premeditada, dirán los montañeses, de alejar de la tribuna a algunos de sus mejores oradores. Es de notar que el 14 de marzo escribía Brissot en su periódico: «En la Convención Nacional la ausencia de cabezas de las más efervescentes permite deliberar con más tranquilidad y, como consecuencia, con más vigor.» Y, sin embargo, la Gironda no debía alegrarse de la partida de los comisarios montañeses, pues éstos –la Gironda no lo veía–, iban a lograr, con tal medida, ponerse en contacto con sus antiguos partidarios de los departamentos, disipar en éstos sus pre-
venciones contra París y atraerlos, poco a poco, a su partido. La Gironda hubiera podido despreciar la circular de los jacobinos del 5 de abril; pero estaba impaciente no sólo de justificarse de la acusación de complicidad con Dumouriez, sino de aprovechar la ocasión, que creían propicia, para abatir a sus rivales. En los montañeses sólo veían agentes enmascarados del duque de Orleáns, y el arresto de Felipe Igualdad como cómplice de Dumouriez les infundió confianza. El 12 de abril, Guadet fue a la Convención a dar lectura de la circular de los jacobinos, fecha 5 del citado mes, y, luego de hacerlo, pidió el decreto de acusación contra Marat, que la había firmado en su calidad de presidente del club. Después de violentos debates, la acusación fue aprobada por 226 votos contra 93 y 47 abstenciones, en votación nominal, celebrada el día siguiente. ¡Triunfo sin precedentes! Pero los jueces y los jurados del Tribunal Revolucionario estaban todos afiliados a la Montaña. El Ayuntamiento y numerosas secciones parisienses se manifestaron en favor de El Amigo del Pueblo, lo mismo que muchos clubes de provincias, tales como los de Beaune y los de Auxerre. Un enorme gentío acompañó a Marat hasta el Tribu-
nal. Interrogado, por pura fórmula, fue absuelto el 24 de abril, con pronunciamientos en la sentencia, altamente elogiosos. La multitud le coronó de flores y le llevó, sobre sus hombros, hasta su escaño de diputado, desfilando por en medio de la Convención. Marat se hizo popular y más temible que nunca. La represión girondina, impotente, no había hecho otra cosa que estimular el ardor de las represalias. El 15 de abril, dos días después de acordarse el decreto de acusación contra Marat, 35 secciones parisienses, de 48, acompañadas de la municipalidad con el alcalde Pache a la cabeza, hicieron acto de presencia ante la Convención para deducir una amenazadora acusación contra 22 jefes girondinos de los más notables: Brissot, Guadet, Vergniaud, Gensonné, Grangeneuve, Buzot, Barbaroux-Salle, Birotteau, Pétion, Lanjuinais, Valazé, Lehardy, Louvet, Gorsas, Fauchet, Lasource, Pontcoulant etc. La petición había sido leída por el joven Rousselin, notoriamente conocido por sus relaciones con Danton. Por ello Lasource no tardó en acusar a éste como redactor de la lista de los 22. Los girondinos replicaron a la petición de las secciones proponiendo por boca de Lasource y de BoyerFonfrède, que se reuniesen las asambleas primarias pa-
ra pronunciarse sobre todos los diputados sin distinción. El propio Vergniaud hizo que se desechase tal propuesta como peligrosa. Ella hubiera podido generalizar la guerra civil. La Gironda realizó un supremo esfuerzo para lograr mayoría, aun en el propio París, y para oponer, de nuevo, los departamentos a la Montaña. Pétion, en una Carta a los parisienses, publicada a fines de abril, requirió a todos los hombres de orden para la lucha: «Vosotros, propietarios, estáis amenazados y cerráis los ojos al peligro. Se excita a la guerra entre los que tienen y los que no tienen y no hacéis nada para prevenirla. Algunos intrigantes, un puñado de facciosos, os imponen la ley, os hacen objeto de medidas violentas e inconsideradas y no tenéis el valor de resistirlas, no os atrevéis a presentaros en vuestras secciones para luchar contra ellos. Veis cómo todos los hombres ricos y pacíficos abandonan París, veis cómo París se va aniquilando y permanecéis tranquilos... Parisienses, salid, al fin, de vuestra letargia y haced entrar a estos insectos venenosos en sus guaridas...» El mismo Pétion, un año .antes, en una Carta a Buzot, había, contrariamente, exhortado a ricos y a pobres, a las dos fracciones del tercer estado, a unirse contra el enemigo
común. Pero, para Pétion, el enemigo no era ya la aristocracia, sino la anarquía. Su llamamiento cayó en un terreno abonado. Los ricos estaban desesperados por los sacrificios pecuniarios de que se les hacía objeto con ocasión de los reclutamientos. Los comités revolucionarios, nuevamente instituidos, comenzaban a funcionar y los sometían a una vigilancia rigurosa y a repetidas vejaciones. Se hicieron presentes en las asambleas de sección, intentaron adueñarse de las mesas presidenciales de ellas, el hacer entrar en los comités revolucionarios a personas afectas a ellos y el librarse de los impuestos de guerra de que los descamisados les habían recargado. Durante la semana, los obreros, retenidos por sus ocupaciones, no tenían posibilidad de frecuentar las reuniones políticas. Los ricos se aprovecharon de ello para hacerse de la mayoría en muchas secciones, entre ellas las de Butte des Moulins, Mail, Campos Elíseos, etc. En el Luxemburgo y en los Campos Elíseos hubo manifestaciones de «petimetres» contra el reclutamiento. El periódico de Brissot les felicitó por haber protestado contra «los decretos inicuos de la municipalidad». Pero los descamisados se rehicieron. Se prestaron mutua ayuda de una a otra sección. Y fueron vigorosa
y hábilmente sostenidos tanto por los jacobinos cuanto por el Ayuntamiento. Éste ordenó numerosos arrestos. Se dedicó, al mismo tiempo, a reanimar los gloriosos recuerdos de la época del 10 de agosto. Habiendo muerto uno de los vencedores de la Tullerías, Lazowski, antiguo inspector de manufacturas y capitán de los artilleros del barrio de Saint-Marceau, el Ayuntamiento celebró en su honor, el domingo 18 de abril, imponentes funerales de los que fue ordenador el pintor David. Los funerales de Lazowski sirvieron de ocasión para pasar revista a las fuerzas montañesas. Robespierre, que no era un ideólogo sino un espíritu realista, muy atento a las menores manifestaciones de la opinión, había comprendido, desde el primer día que no podía vencerse a la Gironda sino interesando directamente a los descamisados en la victoria. A fines de abril había dado lectura, primero en los Jacobinos, luego en la Convención, de una declaración de derechos que subordinaba la propiedad al interés social, lo que legitimaba, teóricamente y como consecuencia debida, la política de las requisas tan amada por los rabiosos. Contra «los calzones dorados», como ellos se llamaban y que se esforzaban en dominar las secciones, Robespierre no cesó de excitar a la multitud de los tra-
bajadores. «Tenéis aristócratas en las secciones –les decía desde la tribuna de los Jacobinos el día 8 de mayo–. ¡Echadlos! Tenéis que salvar a la libertad, proclamad los derechos de ella y poned en esto todo vuestro vigor. Existe un pueblo inmenso de descamisados, puros y vigorosos que no pueden abandonar el trabajo, haced que se lo paguen los ricos.» Y aconsejaba a las secciones el formar, a expensas de los ricos, como se había hecho en el departamento del Hérault, un ejército revolucionario que sirviera de contención, y en caso necesario de defensa, para los aviesos y mal intencionados. Pidió, también, en el mismo discurso, el arresto de los sospechosos y, para facilitar a los proletarios el cumplimiento de sus deberes cívicos, que se indemnizara a los indigentes de todo el tiempo que hubieran de pasar en las asambleas de sección. El mismo día, 8 de mayo, Robespierre había propuesto en la Convención el guardar como rehenes a los sospechosos y pagar a todos los pobres que tuvieran que formar la guardia de estos detenidos. Esta política social, expuesta por Robespierre con una notable precisión, era una política de clase. Bajo la Constituyente y la Legislativa, los descamisados habían puesto gratis sus brazos al servicio de la burguesía re-
volucionaria en contra del Antiguo Régimen. Habían pasado los tiempos del fervor idealista. Los descamisados habían visto enriquecerse a los burgueses con la compra de los bienes nacionales o vendiendo sus mercancías y productos a precios exorbitantes y se han aprovechado de la lección. No quieren que se les siga engañando. Creen que la Revolución debe alimentar a los que la han hecho y a los que la sostienen. Robespierre no es sino el eco de la voz popular. La política social, el plan de organización asalariada de los proletarios, que él desarrolló en los Jacobinos, el día 8 de mayo, había sido ya expuesto por los demócratas lioneses amigos de Chalier, algunos días antes. Éstos, el 3 de mayo, lograron arrancar al departamento del Ródano y Loire un decreto que ordenaba la formación de un ejército revolucionario, compuesto de 5.000 hombres y pagados a razón de 20 sueldos diarios, mediante un impuesto extraordinario de 5 millones que habían de pagar los ricos. Chalier pensaba alistar en este ejército a todos los obreros en paro forzoso. Es verosímil que Robespierre, que conocía al revolucionario lionés, fuese seguidamente informado de la medida. Pero en tanto que en París los descamisados obtuvieron ventaja en su actuar, en Lyon ocurría todo lo con-
trario. Y es que en Lyon los ricos tenían de su parte al departamento, que puso gran lentitud y mala voluntad en formar el ejército revolucionario que no existió nunca más que en el papel. Los girondinos lioneses no mostraron repugnancias en aliarse con los antiguos aristócratas. Gracias a su refuerzo llegaron a apoderarse de la mayoría de las secciones y de los comités revolucionarios, anulando así la acción de la municipalidad montañesa, que tuvo que dimitir. En París ocurrió de otra manera porque los descamisados, sostenidos por el Ayuntamiento y por el departamento, lograron mantenerse en posesión de los comités revolucionarios, es decir, de los órganos de vigilancia y de represión. Los girondinos no solamente triunfaron en Lyon sino que se hicieron, también, dueños de los poderes locales de numerosas poblaciones comerciales, especialmente en Marsella, Nantes y Burdeos. En Marsella, como en Lyon, los girondinos se aliaron con los aristócratas. Dueños de las secciones, protestaron de la destitución del alcalde Mouraille y del procurador del Ayuntamiento Seytres, declaradas inconsideradamente por los representantes Moyse Bayle y Boissel. Habiendo triunfado en un golpe de mano en
contra de la casa municipal, expulsaron de Marsella a los ingenuos representantes que fueron víctimas de su maniobra. Formaron un Tribunal Revolucionario que se dedicó a actuar en contra de los montañeses. En Nantes y en Burdeos, por el contrario, la proximidad de la Vendée impidió la alianza de girondinos y aristócratas. La burguesía comercial, que sabía sería víctima del pillaje y de la matanza si los campesinos vendeanos vencían, permaneció fiel a la república. Pero dirigió a la Convención comunicaciones amenazadoras en contra de los anarquistas de la Montaña. Es imposible dudar de que la resistencia o, aun más bien, la ofensiva girondina en los departamentos no haya sido resultado de un plan concertado en el mismo París por los diputados del partido. Vergniaud escribía a los bordeleses, el 4 y el 5 de mayo, cartas vehementes para reprocharles su indiferencia y llamarles a su socorro. «Si es preciso os encarezco acudáis a la tribuna para venir a defendernos. Es llegado el tiempo de vengar a la libertad exterminando a los tiranos. ¡Hombres de la Gironda, levantaos! Llenad de terror a nuestros Marios.» El llamamiento fue escuchado y atendido y los bordeleses enviaron seguidamente una delegación a París para que leyese en la barra de la Convención una
violenta filípica contra los anarquistas, y Vergniaud consiguió que se imprimiera y fijara en los sitios públicos de las poblaciones todas de Francia. Barbaroux dirigió a los amigos suyos de Marsella cartas semejantes a las que Vergniaud escribía a sus compatriotas. La resistencia girondina dificultaba, cada vez más, la acción de los representantes en el interior. Empezaba ya a tomar las formas del federalismo, es decir, del particularismo local en lucha contra el poder central. Garrau decía de Agen, el 16 de mayo: «No es raro oír decir, aun públicamente, que, pues París quiere dominar, es preciso separarse y formar Estados particulares. De aquí la dificultad de procurar armas a los reclutas que marchan a las fronteras. Nadie quiere deshacerse de ellas.» La lucha de clases se sobreponía a las necesidades patrióticas. Dartigoyte e Ichon, el 23 de mayo, se quejaban, desde Lectoure, de la mala voluntad de las autoridades departamentales del Gers. Levasseur y sus colegas denunciaban, el 24 de mayo, las malquerencias del departamento del Mosela y sus indulgencias para con los enemigos de la Revolución. La lucha de los dos partidos paralizaba la defensa revolucionaria. Precisaba poner un fin a tal situación. A principios de mayo la Gironda dispuso definiti-
vamente su plan de campaña. Destituiría a las autoridades de París, llevaría de los departamentos fuerzas armadas para contrarrestar cualquier posible resistencia, se retiraría a Bourges en caso de mal éxito. ¡Plan absurdo! Destituir a las autoridades de París era correr el peligro de que se adueñaran del Ayuntamiento, en nuevas elecciones, los rabiosos, quienes, por voz del lionés Leclerc, se quejaban ya, en los Jacobinos, de la blandura y debilidad de los montañeses. Empeñar la lucha con el Ayuntamiento era una locura cuando éste tenía en sus manos la única fuerza organizada, es decir la Guardia Nacional, y los comités revolucionarios de sección. Contar con el concurso de los departamentos era una esperanza vana, cuando la recluta de los 300.000 hombres había levantado tantas resistencias, cuando la burguesía mostraba tantas repugnancias a alistarse. El plan girondino se puso en práctica sin embargo. El 17 de mayo, el Ayuntamiento, tomando por base la dimisión de Santerre, que anunciaba su marcha a la Vendée, nombró para reemplazarle provisionalmente en la jefatura suprema de la Guardia Nacional a Boulanger, comandante segundo jefe de una de las secciones más revolucionarias, la del Mercado del Trigo, de
la que había partido la iniciativa de la célebre petición del día 15 de abril, contra los 22. El mismo día, en los Jacobinos, Camille Desmoulins hacía aplaudir su Historia de los brissotinos, sangriento folleto en el cual, atendiendo sólo a los más ligeros indicios, se presentaba a los girondinos como agentes asalariados de Inglaterra y de Prusia. Seguidamente, al día inmediato, 18 de mayo, Guadet denunció a la Convención a las autoridades de París, «autoridades anarquistas ávidas, a la vez, de dinero y de dominación». Propuso su fulminante cese dentro de las inmediatas veinticuatro horas y la sustitución de la municipalidad por los presidentes de las secciones. Propuso, en fin, la reunión, en Bourges, de los diputados suplentes para reemplazar a la Convención en el caso de que ésta fuera violentada. Barère, en nombre del Comité de Salvación Pública, se interpuso en la discusión. Estimó impolíticas las medidas propuestas por Guadet. Si el Ayuntamiento conspiraba en contra de la Convención, lo que era preciso era investigar la conducta del Ayuntamiento y solicitó se nombrara, a este efecto, una comisión de doce miembros. La Comisión de los Doce no se compuso casi nada más que de girondinos, muchos de los cuales, como Boyer-Fonfrède, Rabaut, Saint-Étienne, Kervélégan,
Larivière, Boilleau, etc., habían sido colocados en el número de los veintidós acusados como traidores por el Ayuntamiento. La comisión comenzó seguidamente sus investigaciones. En el curso de una reunión de delegados de los comités revolucionarios, celebrada en la alcaldía, uno de los asistentes a ella, llamado Marino, propuso el matar a los veintidós. Pache rechazó tal propuesta con indignación. Pero el incidente se hizo público por haberlo denunciado a la Convención la sección girondina de la Fraternidad y sirvió de pretexto para que la Comisión de los Doce tomara medidas de rigor. Ordenó, el día 24 de mayo, que todos los comités revolucionarios le presentaran sus libros registros. Ello era preludio de una instrucción judicial contra los más ardientes revolucionarios. El mismo día, la comisión hizo votar, sobre un informe de Viger, un decreto que anulaba el nombramiento irregular del sustituto de Santerre, ordenando que el más antiguo de los jefes de batallón ejerciera el mando. El decreto reforzó la guardia de la Convención y fijó las 10 de la noche como hora a la que debían cerrarse las asambleas de las secciones. Una vez este decreto votado, que lo fue, por cierto, sin gran resistencia por parte de la Montaña, la Comi-
sión de los Doce hizo arrestar a Hébert por un artículo del Padre Duchesne, en el que acusaba a «los hombres de Estado» de haber organizado el pillaje de las panaderías y tiendas de comestibles, provocando así el desorden, para luego tener ocasión de acusar a los parisienses. Varlet, Apóstol de la Igualdad, que desde hacía muchos meses no dejaba de excitar al pueblo en contra de la Gironda, fue aquella misma noche a reunirse con Hébert en la prisión, lo mismo que Marino. Dos días más tarde, Dobsen, presidente de la sección de la Cité y juez en el Tribunal Revolucionario, fue, también, arrestado, así como el secretario de su sección, por haber negado a la Comisión de los Doce la investigación de sus libros registros. Un nuevo decreto, votado el 26 de mayo, destituía al Comité Revolucionario de la sección de la Unidad y prohibía a los comités de vigilancia el tomar, desde entonces, el nombre de revolucionarios, limitando sus funciones a la vigilancia de los extranjeros y encargando al ministro del Interior el que instruyera un expediente sobre sus actuaciones. Estas medidas de represión desencadenaron la crisis que estaba latente, desde la traición de Dumouriez. El Ayuntamiento y las secciones montañesas se solidarizaron, seguidamente, con Hébert, con Varlet, con
Marino, con Dobsen. El 25 de mayo, el Ayuntamiento se presentó a reclamar la libertad de su sustituto. «Las detenciones arbitrarias –dijo el Ayuntamiento–, son, para los ciudadanos que las sufren, coronas cívicas.» Isnard, que presidía la Convención, dio a los peticionarios una respuesta tan declamatoria como desafortunada: «Escuchad las verdades que voy a deciros... Si alguna vez la Convención fuera vilipendiada, si alguna vez, por una de esas insurrecciones, que, desde el 10 de marzo, se renuevan sin cesar y de las que nunca los magistrados obligados a ello dieron aviso a la Convención, si por estas insurrecciones, siempre renacientes, se llegara a atentar contra la representación nacional, os declaro, en nombre de Francia entera, que París sería arrasado; bien pronto se buscaría, en las riberas del Sena, si París había existido.» Era ello renovar, contra la villa revolucionaria, las amenazas de Brunswick. Desde que la respuesta de Isnard fue conocida, la agitación aumentó en París. El 20 de mayo, el club de Mujeres Republicanas Revolucionarias, que presidía Claire Lacombe, se manifestó en las calles a favor de Hébert. Dieciséis secciones parisienses reclamaron de la Convención su libertad. Por la noche, en los Jacobi-
nos, Robespierre, que hasta entonces había siempre mirado con repugnancia todo atentado en contra de la integridad parlamentaria y el llevar a la Convención la unión por la violencia, excitó al pueblo a la rebelión: «Cuando el pueblo está oprimido, cuando no le queda más que él mismo, sería una vergüenza que no le aconsejara el insurreccionarse. Cuando todas las leyes son violadas, cuando el despotismo llega al colmo, cuando se pisotean la buena fe y el pudor, el pueblo debe sublevarse. Y tal momento ha llegado.» Los jacobinos se declararon en abierta rebelión contra los diputados corrompidos. La intervención de Robespierre y de los jacobinos fue la gota de agua que hizo rebosar la copa. Al día siguiente, 27 de mayo, la Montaña, que había recobrado su energía, realizó un verdadero esfuerzo en la Convención. Marat pidió la destitución de la Comisión de los Doce «como enemiga de la libertad y por tender a provocar la insurrección del pueblo, que está muy próxima por vuestra incuria en el problema de las subsistencias que ha permitido alcancen los géneros un precio verdaderamente excesivo». La sección de la Cité compareció ante la Asamblea para solicitar la libertad de su presidente Dobsen y el decreto de acusación
contra la Comisión de los Doce. Isnard le replicó con una contestación altiva y burlona. Robespierre quiso intervenir, pero Isnard le negó la palabra y se produjo un enorme tumulto que duró algunas horas. Numerosas diputaciones estimularon el ardor de la Montaña. Ésta, sola en la Cámara con la Llanura, votó a media noche una proposición de Delacroix por la que se anulaba el nombramiento de la Comisión de los Doce y la libertad de los patriotas encarcelados. Hébert, Dobsen y Varlet entraron triunfalmente en el Ayuntamiento y en sus secciones. No era ésta la única falta que la Gironda iba a cometer. Se obstinó en su actitud. El 28 de mayo, Lanjuinais protestó contra el decreto, ilegalmente dado según él, que destituía a la Comisión de los Doce. En votación nominal fue ésta restablecida por 279 votos contra 238. Danton comentó la votación en los siguientes términos: «Después de haber demostrado que tenemos más prudencia que nuestros adversarios, les probaremos, también, que tenemos más audacia y más vigor revolucionario.» El mismo día, la sección de la Cité, la sección de Dobsen, convocaba a las otras secciones, para el día siguiente, en el Obispado, a fin de organizar la acción
insurreccional. La reunión del Obispado, presidida por el ingeniero Dufourny, un amigo de Danton, que había sido el fundador del club de los Cordeleros, decidió nombrar un Comité Insurreccional Secreto, compuesto de seis, luego de nueve miembros, a cuyas decisiones se prometió obediencia absoluta. Entre los nueve designados figuraban Dobsen y Varlet. El 30 de mayo el departamento se adhería al movimiento y convocó, para el día siguiente, una asamblea general de las autoridades parisienses, a las 9 de la mañana, en el salón de los Jacobinos. Marat se presentó en el Obispado y el Comité Insurreccional acordó que al día siguiente, desde primera hora, se hiciera sonar la campana de alarma. La insurrección comenzó, pues, el 31 de mayo y se desarrolló bajo la dirección del Comité Secreto del Obispado, según los métodos ya puestos en práctica el día 10 de agosto. A las 6 de la mañana los delegados de 33 secciones montañesas, conducidos por Dobsen, se presentaron en la casa Ayuntamiento, exhibieron los poderes ilimitados que les habían sido dados por sus comitentes y destituyeron al Ayuntamiento a la fecha imperante, cuyos miembros se retiraron a un salón próximo; después los delegados revolucionarios rein-
tegraron provisionalmente a los destituidos en sus funciones. El Comité Insurreccional, que seguía instalado en el municipio, prescribió al Ayuntamiento, reinvestido de la autoridad por el pueblo, las medidas a tomar. Fue la primera nombrar a Hanriot, comandante del batallón del Jardín de Plantas, jefe único de la Guardia Nacional parisiense. Se acordó que a los guardias nacionales pobres a los que se les obligase a estar en pie de guerra se les entregase un subsidio de 40 sueldos diarios. El cañón de alarma comenzó a funcionar al mediodía. La asamblea de autoridades convocada por el departamento y que, como indicamos, se celebró en el salón de los Jacobinos, acordó adherirse al Ayuntamiento y al Comité Insurreccional y cooperar con ellos. El comité elevó el número de sus miembros a 21 por la unión de los nombrados en la reunión de los Jacobinos. El Comité de los 21 puso seguidamente a las propiedades bajo la salvaguardia de los ciudadanos. Los girondinos amenazados sintieron miedo. Muchos no se atrevieron a dormir en sus domicilios la noche del 30 al 31 de mayo. Se abstuvieron de asistir a la sesión del día 30 de la Convención y su ausencia permitió a la Montaña adueñarse de la mayoría. Terminados los poderes de Isnard, el montañés Ma-
llarmé fue elegido para la presidencia de la Cámara, el 30 de mayo, por 189 votos contra 111 que obtuvo Lanjuinais. La Convención se reunió, el día 31 de mayo, entre el sonar de la campana de alarma y los toques de generala. Esta vez los girondinos asistieron a la sesión en número mucho mayor que el día precedente. Protestaron del cierre de las barreras, y de los toques de la campana y del cañón de alarma. La Asamblea flotaba desamparada cuando los peticionarios de las secciones y del Ayuntamiento aparecieron en la barra, a eso de las cinco de la tarde. Reclamaron la acusación de los 22 y de los 12, así como también la de los ministros Lebrun y Clavière, la creación de un ejército revolucionario central, el pan a 3 sueldos la libra en toda la república, mediante un impuesto sobre los ricos, el licenciamiento de todos los nobles que ocupasen grados superiores en el Ejército, la creación de talleres de construcción de armas para armar a los descamisados, la depuración de todas las administraciones, el arresto de los sospechosos, el derecho de votar reservado, provisionalmente, sólo a los descamisados, abono de pensiones a los padres de los defensores de la patria, socorros a los inválidos y a los ancianos. Estas peticio-
nes constituían todo un programa de defensa revolucionaria y de medidas sociales. Una nueva diputación, compuesta por delegados de las autoridades parisienses y conducida por Lullier, se presentó, seguidamente, para protestar de las amenazas de Isnard contra París. Los peticionarios penetraron en el recinto de la Asamblea y se sentaron al lado de los montañeses. La Gironda protestó contra esta intrusión y Vergniaud abandonó el salón con sus amigos, pero para volver a entrar casi seguidamente. Robespierre subió a la tribuna para apoyar la supresión de la Comisión de los 12, ya pedida por Barère, que había sido su creador; pero al hablar combatió la moción, también, presentada por el mismo Barère, que daba a la Convención derecho de dirigirse directamente a la fuerza armada. Como Vergniaud le invitase a que terminara, Robespierre se volvió hacia él y le dijo: «Si voy a concluir lo haré contra vosotros. Contra vosotros que, después de la revolución del 10 de agosto, habéis querido llevar a la guillotina a los que la habían realizado; contra vosotros que no habéis cesado de provocar la destrucción de París; contra vosotros que habéis querido salvar al tirano; contra vosotros que habéis conspirado con Dumouriez; contra vosotros que habéis perseguido con
encarnizamiento a los mismos patriotas de los que Dumouriez pedía la cabeza... Y bien, mi conclusión es el decreto de acusación contra todos los cómplices de Dumouriez y contra todos aquellos que han sido designados por los peticionarios...» A este terrible apóstrofe Vergniaud permaneció callado. La Convención suprimió la Comisión de los Doce y aprobó, a petición de Delacroix, el acuerdo del Ayuntamiento que concedía 2 libras por día a los obreros que permaneciesen sobre las armas. Las secciones montañesas fraternizaban, alrededor de las Tullerías, con la sección girondina de la Colina de los Molinos, acusada falsamente de haber enarbolado la escarapela blanca. Esta jornada del 31 de mayo se acabó en medio del mayor equívoco. Aquella misma noche, en el Ayuntamiento, Chaumette y Dobsen fueron acusados de debilidad por Varlet. Hébert hizo constar que el día no había dado su máximo rendimiento a causa de languidez. Billaud-Varenne hizo presente, en los Jacobinos, su decepción: «La patria no ha sido salvada, había grandes medidas de salud pública que tocar y no se ha hecho; es preciso dar hoy los últimos golpes a la facción. No concibo cómo los patriotas han podido abandonar su puesto sin haber logrado la acusación de
los ministros Lebrun y Clavière.» Chabot censuró, seguidamente, el que Danton no hubiera mostrado más vigor. El 1.º de junio, la Guardia Nacional continuó sobre las armas y el Ayuntamiento y el Comité Insurreccional, que recibieron la visita de Marat, prepararon una nueva comunicación que fue llevada a la Asamblea por Hassenfratz. Terminaba pidiendo el decreto de acusación contra 27 diputados. Legendre solicitó que fuera extensivo a todos los apelantes. Cambon y Marat hicieron que la petición fuera enviada al Comité de Salvación Pública. Barère aconsejó a los diputados que figuraban en la lista de los que se pretendía fueran acusados «el que tuvieran el valor de dimitir». La mayor parte de los girondinos no habían aparecido por la sesión. Los jefes estaban reunidos en casa de uno de ellos, Meillan, en donde se esforzaban vanamente en ponerse de acuerdo sobre un plan de resistencia. En tanto que los girondinos, según su costumbre, divagaban, el Comité Insurreccional seguía decidido su camino. En la noche del 1.º al 2 de junio, ordenó el arresto de Roland y de Clavière. Roland pudo huir y en su lugar fue arrestada su mujer. El Comité Insurreccional, de acuerdo con el Ayuntamiento, ordenó a
Hanriot el «rodear a la Convención con una fuerza armada respetable de manera que los jefes de la facción pudieran ser arrestados dentro del día, en el caso de que la Convención no se decidiera a hacer justicia a las demandas de los ciudadanos de París». Se dieron órdenes para suprimir los periódicos girondinos y para arrestar a sus redactores. El 2 de junio era domingo. La muchedumbre de los obreros obedeció las órdenes de Hanriot y 80.000 hombres armados, con cañones a su cabeza, rodearon seguidamente las Tullerías. La sesión de la Convención había comenzado por una serie de malas noticias. La capitalidad del departamento de la Vendée, Fontenayle-Peuple, acababa de caer en poder de los revoltosos. Lo mismo había ocurrido con Marvéjols, en el Lozère. Mende estaba amenazado. En Lyon, las secciones realistas y girondinas se habían apoderado de la casa Ayuntamiento, después de un violento combate en el cual, se decía, habían encontrado la muerte 800 republicanos. La municipalidad montañesa y Chalier estaban en prisión. Saint-André sacó, en breves palabras, la lección de tan graves sucesos: «Precisan grandes medidas revolucionarias. En los tiempos de calma se puede detener una sedición con leyes ordinarias; pero
cuando el movimiento es grande, cuando la audacia de la aristocracia se lleva al colmo, es preciso recurrir a las leyes de la guerra; tal medida es terrible, pero es necesaria; vanamente os ocuparíais en buscar otras.» Siempre valeroso, Lanjuinais, mal sostenido por la derecha más ilustrada, denunció la revuelta del Ayuntamiento y pidió su destitución. Legendre quiso lanzarlo violentamente de la tribuna. Una diputación del Comité Insurreccional se presentó pidiendo, en términos amenazadores, el inmediato arresto de los 22 y de los 12. La demanda fue enviada al Comité de Salvación Pública. Los peticionarios abandonaron el salón de sesiones mostrando los puños a la Asamblea y gritando: «¡A las armas!» Seguidamente consignas severas de Hanriot prescribieron a los guardias nacionales el no dejar entrar en el edificio de la Asamblea, ni salir de él, desde aquel momento, a ningún diputado. Levasseur de la Sarthe justificó el arresto de los girondinos. Después Barère, de acuerdo, sin duda, con Danton, propuso, en nombre del Comité de Salvación Pública, una transacción. Los 22 y los 12 no serían arrestados, pero se les invitaría a que, voluntariamente, se dieran por cesados en sus funciones. Isnard y Fauchet renunciaron seguidamente. En cambio, Lanjuinais y Barbaroux rechaza-
ron con energía esta solución bastarda. «No esperéis de mí –dijo Lanjuinais–, ni dimisión, ni suspensión.» Y Barbaroux exclamó, a su vez: «No esperéis que yo dimita. He jurado morir en mi puesto y a mi juramento me atengo.» Marat y Billaud-Varenne se opusieron, también, a toda transacción. «La Convención –dijo Billaud–, no tiene el derecho de provocar la suspensión de alguno de sus miembros. Si son culpables es preciso enviarlos ante los tribunales.» La discusión fue interrumpida por los clamores de muchos diputados que se quejaban de la consigna de Hanriot. Barère apostrofó la tiranía que ejercía el Comité Insurreccional. Delacroix y Danton apoyaron a Barère. Delacroix hizo votar un decreto ordenando a la fuerza pública que se alejara. Danton hizo adoptar otro por el que se ordenaba al Comité de Salvación Pública investigara quién había sido el autor de la consigna dada a la Guardia Nacional y el que vengase, vigorosamente, el ultraje hecho a la majestad nacional. Después, a instigaciones de Barère, la Convención entera se lanzó detrás de Hérault de Séchelles, que la presidía para ensayar, en una salida teatral, el forzar el círculo de hierro que la rodeaba. Hérault avanzó hacia Hanriot quien, a las indicaciones del presidente de la
Asamblea, contestó de modo irónico y gritó, en tono de mando: «¡Artilleros, a vuestras piezas!» La Asamblea retrocedió a su palacio, rechazada constantemente por las bayonetas. Volvió a entrar, humillada, en el salón de sesiones y se sometió. A propuesta de Couthon entregó a sus miembros, pero se convino en que el arresto lo sufrirían en sus respectivos domicilios, vigilados por un gendarme. Marat hizo borrar de la lista a Dussault, «viejo caduco», a Lanthenas, «pobre de espíritu» y a Ducos, «que se había engañado de buena fe». Así acabó, por el triunfo de la Montaña, la lucha comenzada desde la Legislativa. Los girondinos fueron vencidos porque habiendo desencadenado la guerra extranjera, no supieron procurarle la victoria y la paz; porque habiendo sido los primeros en denunciar al rey y en reclamar la república, no se resolvieron a destituir al uno y a proclamar la otra; porque dudaron en todos los momentos decisivos; en la víspera del 10 de agosto, en la del 21 de enero; porque dieron la impresión, con su política equívoca, de que alimentaban prejuicios egoístas, amor a los cargos ministeriales y tendencias a transigir con tan sólo cambios de dinastías o con regencias; porque en medio de la terrible crisis económica, que a todos afectaba, no supieron proponer reme-
dio alguno y se pusieron en contra, dando pruebas de estrechez de criterio o de falta de comprensión, de todas las reivindicaciones de los descamisados, cuyas fuerzas desconocieron, así como sus derechos; porque se opusieron, con ciega obstinación, a todas las medidas extraordinarias que la situación exigía: porque, a más de haberles negado su voto, cuando se dictaban, intentaron poner trabas a su aplicación; porque, en una palabra, dieron al olvido las necesidades del bien público y se encerraron en los límites de una exclusiva política de clase, puesta únicamente al servicio de la burguesía. En su consecuencia, el 2 de junio fue algo más que una revolución política. Lo que los descamisados derribaron no es solamente un partido, es, hasta cierto punto, una clase social. Después de la minoría que representaba la nobleza y que desapareció con el trono, la alta burguesía caía, también, a su vez. La revolución del 10 de agosto había sido, ya, impregnada de una cierta y evidente desconfianza hacia el parlamentarismo. Pero la revolución del 10 de agosto perdonó a la Asamblea y la conservó. Ahora, instruidos por la experiencia, los descamisados avanzaron más. No dudaron en mutilar la representación nacio-
nal, siguiendo las huellas marcadas por los mismos girondinos, sus adversarios, al acusar a Marat. Por otra parte, la política de clase que, a su vez, inauguraron los hombres del 2 de junio, no cabía bien en el cuadro de la legalidad anterior. La ficción del parlamentarismo quedaba quebrantada. Los tiempos de la dictadura estaban próximos.
ÍNDICE ADVERTENCIA GENERAL ...........................................................................1 CAPÍTULO I.5LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN ...........................5 CAPÍTULO II. LA REBELIÓN DE LOS NOBLES ................................. 32 CAPÍTULO III. LOS ESTADOS GENERALES ....................................... 61 CAPÍTULO IV. LA REBELIÓN PARISIENSE......................................... 84 CAPÍTULO V. LA REBELIÓN DE LAS PROVINCIAS ...................... 106 CAPÍTULO VI. LAFAYETTE DUEÑO DE LA SITUACIÓN ........... 127 CAPÍTULO VII. LA RECONSTRUCCIÓN DE FRANCIA ................. 180 CAPÍTULO VIII. LA CUESTIÓN FINANCIERA ................................. 208 CAPÍTULO IX. LA CUESTIÓN RELIGIOSA ........................................ 241 CAPÍTULO X. LA HUIDA DEL REY....................................................... 263 CAPÍTULO XI. LA GUERRA...................................................................... 294 CAPÍTULO XII. EL DERRUMBAMIENTO DEL TRONO ............... 327 CAPÍTULO XIII. EL MUNICIPIO Y LA ASAMBLEA ......................... 356 CAPÍTULO XIV. SEPTIEMBRE ................................................................ 387 CAPÍTULO XV. LAS ELECCIONES PARA LA CONVENCIÓN .... 418 CAPÍTULO XVI. VALMY ............................................................................ 467 CAPÍTULO XVII. LA TREGUA DE TRES DÍAS .................................. 490 CAPÍTULO XVIII. LA EMBESTIDA CONTRA LOS «TRIUNVIROS» .............................................................................................................................. 514 CAPÍTULO XIX. LA FORMACIÓN DEL TERCER PARTIDO........ 533 CAPÍTULO XX. EL PROCESO DEL REY .............................................. 549
CAPÍTULO XXI. FINANZAS Y VIDA CARA........................................ 575 CAPÍTULO XXII. LA CONQUISTA DE LAS FRONTERAS NATURALES ................................................................................................... 595 CAPÍTULO XXIII. LA PRIMERA COALICIÓN ................................... 625 CAPÍTULO XXIV. LA TRAICIÓN DE DUMOURIEZ ....................... 639 CAPÍTULO XXV. LA VENDÉE ................................................................ 657 CAPÍTULO XXVI. LA CAÍDA DE LA GIRONDA .............................. 677