La primera vez que entrevisté a Tamara Fiol fue, a ...

que estuve dos meses como sustituto de un reportero caído durante la retirada del Ejército soviético de Afganistán y en. Rumanía, durante la caída de Cecescu.
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I

La primera vez que entrevisté a Tamara Fiol fue, a pedido suyo, en el bar-restaurante Marcoantonio. Conocía el sitio, pues mientras preparaba el reportaje «Las mujeres de Sendero», dos de mis fuentes me propusieron este mismo establecimiento para charlar. Me gusta el local. Es una construcción amplia de un solo piso, con grandes ventanales en la frontera, desde donde se tiene una visión de todo ese centro comercial, ubicado, según el plano de Lima, entre las cuadras 23 y 24 de la avenida Arequipa. Las noches las ameniza un pianista bastante competente y los jueves se puede escuchar y bailar el tango con la orquesta de don Domingo Rullo. No es mi música: era, en cambio, la de mi abuelo, con la cual creció mi madre desde el exilio en Nueva York. Fuera de los los ritmos caribeños de Venezuela y Colombia, las zambas y bossa nova del Brasil, el tango argentino era la única música de Sudamérica que yo conocía, hasta la noche aquella, en el apartamento de Taylor de la avenida Lexington de

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Nueva York, en que Azpur me hizo escuchar por segunda vez la desgarrada música ayacuchana. Después de que, al fin, accedió a concederme una entrevista, Tamara Fiol me había dicho: «Soy una mujer con muletas. No tendrás ninguna dificultad para reconocerme». Recuerdo que pensé: este humor ácido era una forma, más bien obvia, de conjurar cualquier sentimiento autocompasivo. De modo que, a través de los ventanales, la vi descender de su Toyota Corona, con la ayuda de su acompañante. Mientras ella se impulsaba con las muletas de aluminio, le eché una última mirada a la fotografía que Emperatriz —la mejor amiga de Tamara— me había prestado. Era un retrato de estudio que ella se había tomado a los veintiocho años, pocos meses antes del accidente. La joven de la foto no era una belleza, por lo menos no una belleza convencional, pero lucía atractiva y encantadora, con su sonrisa y mirada francas, sin atisbos (me pareció a mí) de coquetería ni de sutiles insinuaciones. Por supuesto, los años de invalidez habían deformado su cuerpo y la cara —que en la foto se veía pequeña—, se le había anchado quizá por el uso de la cortisona. Vagamente me había figurado a una mujer de expresión torturada; sin embargo, sus ojos proyectaban una mirada abierta, aunque había un aire de ironía que faltaba al retrato de la joven Tamara. Apenas la vi trasponer la puerta del bar me puse de pie y frené el impulso de acudir para ayudarla. Bastaba mirarla un instante para darse cuenta de que un gesto de esta naturaleza la hubiera ofendido. Incluso su adjunta —una mujer joven, trigueña, espigada y de rostro algo serio— se limitaba a flanquearla mientras (con un ruido de metales, chirriante, me pareció a mí) ella se dirigía a la mesa que yo había elegido al fondo del salón. No obstante, sí la ayudó a tomar asiento,

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recibió las muletas y las acomodó en la otra butaca, pero ella permaneció de pie. «Gracias, Malenita —le dijo—. Y ahora ve a hacer lo que tienes que hacer y vuelves dentro de una hora». Al despedirse, los ojos de la joven eran como si me advirtieran que cualquier cosa que le pasara a Tamara Fiol sería responsabilidad mía. Luego Tamara me impidió que llamara al mozo y en los diez o doce minutos siguientes me sometió a un interrogatorio y me observó sin ocultar su recelo. Leyó con detenimiento mi carné de corresponsal de guerra de la agencia Gamma, pronunció mi nombre: Morgan S. Batres, quiso saber qué significaba la S («Scott», le dije) e intuí que trató de establecer lo que había de Scott y de Batres en mi sangre y mi espíritu. Después, con alguna ironía, examinó mi look: cabellera crecida terminada en una colita, cuidada barba de cinco días y mis lentes la llevaron a evocar por un segundo a John Lennon. Ya habían quedado muy atrás los días en que para irritar al viejo Scott, lucía desaseado, con mi cabellera y barba grasosas y una boina a lo Che Guevara. Pero ahora me había esmerado aun más en mi higiene, pues temía que Tamara Fiol me tomara por un hippy atorrante. Más bien alabó la loción que usaba y mi cafarena negra y opinó que mi saco castaño hacía juego con el color de mi piel. Enseguida me preguntó de dónde nacía mi interés por ella, ya que por Emperatriz y otros amigos se había enterado de que un periodista extranjero andaba haciendo indagaciones sobre su vida. En forma muy sucinta le narré la parte de la verdad que contaba para esta primera entrevista: que supe de su existencia mientras, en Nueva York, recogía los primeros testimonios y conseguía valiosos contactos para hacer un reportaje a las mujeres de Sendero. Y sí, en estas circunstancias había surgido su nombre de manera reiterada en labios de Taylor, Azpur y el doctor Corso Geldres, con quien había hablado por

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teléfono en dos oportunidades y me había escrito una carta (no le dije que había sido una carta muy extensa) en respuesta a unas preguntas que le formulé. (En cambio, omití referirme a otras fuentes que había entrevistado en Lima, como el periodista César Lévano, con quien charlé dos días antes y me ilustró sobre Ramiro Fiol, abuelo de Tamara y uno de los fundadores del anarquismo en el Perú). «¿Los conocía, verdad? Me refiero a Taylor y Azpur y Pepe Corso. Afirmaron que eran sus amigos. Corso, sobre todo». No hizo ningún comentario, más bien (como yo lo esperaba) quiso saber sobre mi condición de cronista de guerra. Siempre soy cauto y sobrio en mis respuestas cuando me preguntan por este oficio que elegí. Recuerdo que la vez que partí en mi primera misión, a Nicaragua para escribir sobre los contras del Comandante Cero, mi madre con la candidez que la caracteriza, me dijo: «Morgy, no me escribas cosas feas de la guerra. Solo cuéntame de las cosas bonitas que veas». De modo que procuro pasar por alto los horrores de toda guerra, pues bastante me ocupo de ello en mis despachos y diarios personales, y evoco en cambio la cotidianeidad de la vida de un reportero, de sus cábalas y supersticiones para conjurar la muerte y de sus recuerdos y temores sobre la otra guerra que se desarrolla en el seno de las relaciones amorosas y conyugales. Le hablé brevemente de las misiones que tuve en Centroamérica, Colombia y Las Malvinas, luego me preguntó si también me habían enviado a otros continentes. Le respondí que estuve dos meses como sustituto de un reportero caído durante la retirada del Ejército soviético de Afganistán y en Rumanía, durante la caída de Cecescu. Todo esto lo conté en forma parca, omitiendo mis otras misiones por temor a parecer petulante. Entonces, como si hubiera pasado una prueba, por fin Tamara Fiol llamó al mozo. Mi entrevistada pidió un jugo de piña y yo, un exprés con un vaso de agua con hielo.

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En el salón solo había ocupadas dos mesas más, ubicadas en extremos opuestos, y un sujeto cuarentón bebía una cerveza en la barra. «Nada de grabadoras», me advirtió cuando saqué el artefacto de mi mochila. La volví a guardar y me pregunté si debía accionar la otra grabadora pequeña que llevaba oculta debajo del pañuelo, en el bolsillo de mi saco. Logré superar esta deformación profesional y me dispuse a escucharla con la mayor atención. Lo primero que haría después de esta entrevista sería correr a mi hotel y reproducir minuciosamente nuestra charla. —Entonces, ¿qué quieres saber de mí, Morgan? Quiero decir, qué quieres saber realmente de mí. Nunca he puesto una bomba ni he ejecutado a nadie. Creo en los derechos humanos, pero sé que no faltan miserables que merecen morir. Yo misma he tenido pensamientos homicidas dirigidos a algún sujeto. Pero no, varón, en relación con la vida de las senderistas (por horribles y fanáticas que parezcan), la mía carece de interés. Es verdad que he luchado (¡y créeme que sigo luchando!) para no quedar postrada. Pero esto es algo que cualquier mujer en mi condición haría. Es puro instinto de vivir. Y no hay ninguna virtud en ello. Por Emperatriz sabía que el estado de Tamara Fiol no era bueno. En los últimos meses se había acentuado un proceso degenerativo que podría sumirla en la invalidez total. Sin embargo, nada de esto manifesté; en cambio, dije: —Discúlpeme, pero... —Si me sigues hablando de usted daré por terminada esta entrevista. Es verdad, guapo, que soy mucho mayor que tú. Pero todavía no soy una vieja. ¿O qué te crees tú? Contra la costumbre de la gente de mi generación, no me gusta tutear a los demás. De modo que dudé un poco antes de responderle: —Es que me inspiras mucho respeto, Tamara. No puedo evitarlo. Por las cosas que me contaron de ti allá en Nueva York.

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