La muerte de los trillizos de la paz

acuerdos de paz entre Israel y Egipto, en. Camp David. Más o menos .... monio homosexual es, más allá de to- ... Código Civil, inspirado en el antiguo derecho ...
94KB Größe 5 Downloads 59 vistas
NOTAS

Martes 22 de junio de 2010

El fin del matrimonio GUILLERMO CARTASSO

E

PARA LA NACION

L reciente dictamen que da preferencia para el tratamiento en el recinto del proyecto de matrimonio homosexual es, más allá de toda consideración moral y convicción religiosa, un pretenso instrumento inconstitucional. De la misma manera lo son los proyectos de uniones civiles que buscan unir a dos personas del mismo sexo con visos de esponsalidad. Los tratados internacionales que incorporó la Constitución nacional en su última reforma de 1994, particularmente los referidos a los derechos humanos, suelen hablar de los derechos de las “personas” o, precisamente, “seres humanos”. Pero cuando se refieren a la sagrada institución del matrimonio hablan de “hombre” y “mujer”, con lo cual una lógica y sana interpretación legislativa nos permite comprender que el matrimonio es una institución que, hasta hoy, en el derecho internacional es receptada como la unión de dos personas de diverso sexo, es decir, un varón y una mujer. Por lo expuesto, cualquier legislación que fuera votada positivamente en favor del matrimonio homosexual sería una clara violación de la Constitución vigente. Además, una norma de este tipo cambiaría toda la lógica del ordenamiento jurídico argentino, ya que el Código Civil, inspirado en el antiguo derecho romano, considera el matrimonio como el consorcio y la unión de un hombre con una mujer. Para el caso de las “uniones civiles”, podemos decir exactamente lo mismo, ya que no sería más que un matrimonio de hecho, pero con el reconocimiento de unión civil, unión que, en última instancia, tiene los mismos derechos que el matrimonio. Por lo tanto, descubrir el velo en la unión civil es encontrarse ni más ni menos que con un matrimonio homosexual disfrazado de otra denominación. Es verdad que cualquier ser humano tiene derecho a vivir en pareja con quien guste, pero de allí a reconocer la unión de dos personas de igual sexo con características esponsales, sea matrimonio o unión civil, es no sólo contrariar la ley natural, sino también desconocer y sacrificar una auténtica antropología en el altar de una voluntad que es minoritaria. En efecto, desde que se legalizó la unión civil entre personas del mismo sexo en la ciudad de Buenos Aires fueron poco más de cincuenta las uniones realizadas entre personas de la misma condición sexual, frente a miles de uniones y de matrimonios heterosexuales consagrados en el mismo período. Entonces, la pregunta que impera es si se está legislando para la mayoría o se está poniendo el Congreso al servicio de los intereses de un sector que, aunque activo, es a todas luces minoritario. El fin del matrimonio es la edificación mutua de los cónyuges, la cual está dada por el talento propio que aporta la mujer al hombre y el hombre a la mujer. Es decir que no se puede ignorar que hombre y mujer tienen talentos que son connaturales a su condición sexual y que “sirven” para alumbrar una unión que tiene todas las condiciones para ser provechosa y feliz para los contrayentes. Por otro lado, también la unión conyugal está destinada a la generación de la prole, es decir, en términos sociales, a la propagación de la especie. Ninguno de estos dos elementos, ni la mutua edificación aportada por lo masculino y lo femenino, ni la propagación de la especie, pueden darse en el contexto de esta pretendida institución de matrimonio homosexual, que parece ser sólo aceptada en el microclima que se genera muchas veces en los ámbitos legislativos y también en sectores minoritarios de la sociedad. Porque no hay que olvidar que la cultura argentina no está preparada, por otra parte, y como argumento adicional, para un “matrimonio” de estas características. Nuestra sociedad sigue siendo sanamente ortodoxa y no se pliega a falsos progresismos que terminan desfigurando su rostro y empobreciendo una estructura que viene acuñada desde hace siglos. Cabe pensar que la ideologización de ciertas posiciones pretenden imponerse a lo que es la recta razón y a lo que, en definitiva, quiere el pueblo argentino. Es de desear que los legisladores nacionales tengan la lucidez suficiente para no apartarse más del sentir popular y, sobre todo, de lo que debe ser la misión de todo gobernante, es decir, trabajar por el bien común. © LA NACION El autor es abogado, director general de la Fundación Latina de Cultura y presidente del movimiento eclesial Fundar

I

17

MENAHEM BEGUIN, ANWAR EL-SADAT Y JIMMY CARTER KIDASA

La muerte de los trillizos de la paz NESTOR TIRRI PARA LA NACION

U

STED me dirá: “No me venga con cuentos; eso lo sacó de una película de Hollywood”. Bueno, admitamos que parece la trama destinada a un film, aunque no precisamente para Hollywood, sino más bien para una fábula iraní o un melodrama húngaro. Pero le aseguro que no tiene que ver con el cine ni lo inventé yo: es la increíble y triste historia de Ibrahim Kidasa, un padre palestino que creyó en la paz y que hoy, treinta y dos años después de aquel sueño, llora no sólo por el fracaso del proyecto político, sino por la suerte que corrieron sus hijos. La historia, en realidad, no acabó (y por eso todavía no sería posible redactar el guión del film), porque los conflictos en el mar por el bloqueo de Gaza amenazan con repetirse, por un lado, y, por otro, porque algunos de los hijos del cándido Kidasa siguen vivos y no se sabe qué irá a pasar con ellos. Todo comenzó en 1978, año en el que Menahem Beguin y Anwar el-Sadat, con la mediación del entonces presidente estadounidense Jimmy Carter, firmaron acuerdos de paz entre Israel y Egipto, en Camp David. Más o menos por la fecha de la firma del tratado nacieron unos trillizos palestinos que conmovieron a Israel, donde habían visto la luz, porque el padre de los bebes, Ibrahim Kidasa, tuvo la bizarra idea de llamarlos con los nombres de los tres líderes de Camp David: Menahem Beguin Kidasa, Anwar el-Sadat Kidasa, Jimmy Carter Kidasa. Tres recién llegados al mundo se identificaban, así, con tres paladines de la convivencia internacional: era, como declaró entonces el padre a la prensa, “un augurio para una nueva alborada de paz”. Después de aquel auspicioso tratado, en efecto, el premier israelí Beguin recibió el Nobel de la Paz, que compartió con su par egipcio El-Sadat. No mucho después, sin embargo, Anwar el-Sadat introdujo medidas económicas liberales en Egipto contra viento y marea, y la reacción conservadora (que lo consideraba un traidor por su acuerdo pacífico con Israel) no se hizo esperar: el líder egipcio fue asesinado por sus propios guardias –militares islámicos integristas, fundamentalistas cercanos a los shiitas liderados por Khomeini– ante miles de personas, mientras presidía, desde un palco, un desfile por el aniversario de la Guerra de Yom Kipur. Era octubre de 1981. Diez años después y ya en su ocaso político, Menájem Beguin murió en Jerusalén, sin violencia, pero casi ignorado. En sus últimos tiempos, se había recluido en su casita de la calle Tsémaj y raramente aparecía en público. Fue enterrado sin pompa en el cementerio del Monte de los Olivos, a distancia del panteón oficial del Monte Herlz. De ahí en adelante, los acontecimientos se desarrollaron paralelamente mal para la familia Kidasa y para la paz internacional. Buena parte de los acuerdos celebrados en Camp David fueron a parar, si no a las llamas de una estufa, por lo menos a cajones de escritorios ministeriales, a esa hojarasca burocrática propia de negociaciones olvidadas. Con los trillizos Kidasa, a medida que fueron dejando de ser niños, ocurrió otro tanto: Sadat está en la cárcel, Beguin fue asesinado en la calle hace tres meses, mientras que Carter Kidasa tampoco la pasa bien. “¿Y ahora?, ¿quién podrá ayudarme?”, gemía el viejo Ibrahim, llevándose las manos a la cabeza y pronunciando un indirecto SOS similar a aquel que, en la

popular serie mexicana, precedía a la aparición salvadora del Chapulín Colorado. El lamento de este palestino –puntualizaba un cable– podría haberse parangonado al de cualquier personaje folklórico, quejoso, de una comedia de ambiente judío, si no fuera porque el fondo de la situación era dramático, al límite del patetismo. La desgracia acababa de ocurrir (hablamos del 17 de marzo pasado) en la pequeña ciudad israelí de Lod: el joven Menahem Beguin Kidasa deambulaba borracho, como siempre, y molestaba a los transeúntes.

Nacieron en 1978, cuando se firmaba el auspicioso –y abortado– acuerdo de paz entre los líderes de Israel, Palestina y EE.UU. En la vereda se cruzó casualmente con un vecino (Naef Radwan, de 21 años) que pasaba por allí con su hermanito menor. Se ignora qué insinuaciones o qué improperios le disparó Menahem al chico como para desencadenar tan dura reacción: el vecino corrió a su casa, volvió con un revólver y acabó con el irresponsable Beguin, borracho y desarmado. La policía israelí rotuló el hecho como un caso banal de gresca callejera. Tal vez, no habría sido más que eso, si no fuera por la irónica alegoría escondida en el background del infortunado joven abatido. Menahem Beguin Kidasa vivía como un linyera, molestaba a la gente y acumulaba denuncias del vecindario, datos que los patrulleros de Lod hicieron pesar a la hora de evaluar el episodio, como para desestimar sutilezas ideológicas en los ribetes de aquel crimen. Una vida de vagabundo parecida a la de su gemelo Anwar el-Sadat Kidasa, que fue a parar

a la cárcel diez años atrás y sigue allí; en realidad, había sido condenado a tres meses de reclusión por simples peleas callejeras, pero un día se enojó con su compañero de celda y, aun desprovisto de armas, lo mató: nuevo juicio y nueva condena, esta vez prolongada. Usted dirá: nos queda Jimmy Carter Kidasa; esta historia todavía tiene alguna arista o personaje rescatable. Más o menos, porque hasta ahora el Jimmy en cuestión ha venido sobreviviendo a los embates judiciales, es verdad, pero aseguran que no escapa a los fichajes de la policía por consumos alcohólicos desmesurados. “Treinta años atrás, estaba convencido de que para mis hijos árabes se abría un horizonte distinto del mío”, se lamenta hoy el envejecido padre Ibrahim, agobiado por relaciones internacionales que atraviesan por renovadas crisis. En medio de esos desajustes, los trillizos Kidasa vivieron con dificultades en la infancia y en la adolescencia; ya adultos, el destino los precipitó a una condición irreversible. Ibrahim repara en las noticias que se publican en Israel; después del sangriento episodio de la “misión humanitaria” que se dirigía a Gaza, advierte un acentuado desequilibrio, incluso en puntos secundarios en los que el tratado garantizaba convivencia pacífica. La agencia de prensa Mena, de Egipto, anuncia la reapertura del confín de Rafah con la Franja de Gaza (único punto de pasaje no controlado por los israelíes) para el “libre tránsito humanitario de heridos y enfermos”, mientras las denuncias del premier Erdogan sobre el asalto a la nave de su flota agravan las tensiones de Turquía con Israel. “La relación con países que respaldaban a Israel tambalean, y pensar que hace treinta y dos años –recuerda Ibrahim–, el día en que nacieron los trillizos en el

hospital Harofeh, de Tzrifin, los fotógrafos [de la prensa] y las flores celebraban un hecho auspicioso. Yo esperaba para ellos una integración en este país, una convivencia posible. No ha quedado nada de aquello.” El viejo palestino, alguna vez vinculado a Al-Fatah, hoy no adhiere a ningún líder, ni israelí ni árabe (“El asesino de Rabin arruinó todo”, dice). Hace tres meses, cuando un chico de 21 años mató en Lod al infortunado Menahem Beguin Kidasa, el cándido padre volvió al hospital Harofeh donde habían nacido los trillizos; de allí retiró el féretro en el que yacía uno de ellos. No había fotógrafos ni flores. Usted me dirá que, si bien esta historia contiene fuertes ingredientes como para ser llevada al cine, cae en golpes exageradamente melodramáticos. Absolutamente, sí, tiene razón, pero usted debería saber que la realidad supera a la más fantasiosa aventura de ficción o, como en este caso, al más sensiblero culebrón televisivo. Avancemos un poco más. En estos días, Ibrahim Kidasa vuelve de visitar la tumba de su hijo Menahem Beguin; la artrosis le dificulta su marcha y la tristeza le desmorona el alma. La nostalgia por una paz abortada, también. Entra en un bar y se sienta a tomar un café; las imágenes del televisor le muestran operativos en alta mar de naves que se dirigen a Gaza y otras que le salen al paso. En otra mesa, un parroquiano alarmado lee en voz alta las amenazas del Guía Supremo de Irán: el ayatollah Ali Khamenei ofrece escolta armada a las brigadas pacifistas que reintenten romper el bloqueo de la Franja. Entonces, el viejo Ibrahim, el cándido palestino que de golpe ha resuelto no soñar más con una alborada de paz ni entrever un futuro auspicioso para ninguno de sus desventurados hijos, baja la mirada, paga su café, se va a su casa y cierra puertas y ventanas. © LA NACION

PLANETA DEPORTE

Brasil, de la poesía a la prosa SIMON KUPER FINANCIAL TIMES

JOHANNESBURGO UANDO su equipo hace una combinación brillante, los hinchas ingleses cantan: “Es lo mismo que ver a Brasil”. Bien, ver a Brasil ya no es como ver a Brasil. Todos tenemos grabados en la cabeza a los jugadores brasileños del pasado haciendo jogo bonito. Haber visto el martes último los esforzados gruñidos y resoplidos del equipo brasileño contra Corea del Norte, en una helada noche de Johannesburgo, fue más bien como estar viendo a los Blackburn Rovers. Cuando llegó el silbato final, Ellis Park estaba semivacío. Despotricar contra el director técnico es la versión futbolística del sacrificio humano, y los brasileños inculpan a su técnico, Dunga, por su poco lucida selección nacional. Pero deberían culpar a la era moderna. El juego bonito, con sus gambetas, tretas y goles, era un producto de una época en particular. Ahora ha desaparecido para siempre. Esperar su regreso es como esperar el renacimiento del arte bizantino. Aquel estilo clásico alcanzó su cima en 1970, cuando Brasil ganó su tercera Copa del Mundo. Desde entonces, los brasileños han tratado de ponerse a la altura de Europa occidental, más avanzada en el aspecto táctico. Con frecuencia han logrado un juego desangelado y severo. En su mejor momento, en el Mundial de 2002,

C

encontraron una síntesis: la disciplina europea con momentos de la belleza brasileña. En 2006 intentaron hacer un poco más de jogo bonito. Pusieron en el campo de juego cinco grandes gambeteadores, no todos ellos grandes adictos al trabajo, y perdieron en los cuartos de final. Eso sepultó el romanticismo. Sólo sigue viviendo en la cabeza de la gente. Con el puntapié inicial, las luces de los flashes relampaguearon en el estadio: Brasil se ha convertido en una experiencia, un acto de tributo, tanto como un equipo de fútbol. Lo que arruinó la experiencia fue el partido. Sólo Robinho, cuya barba de carnero recordaba a Abraham Lincoln, tenía permiso para la gambeta. Su tarea era hacer jogo bonito. La tarea de sus compañeros de equipo era respaldarlo con el disciplinado fútbol de Europa occidental, que es el nuevo estilo internacional. Hasta los norcoreanos y los neozelandeses lo han aprendido. Han pasado de la incompetencia a la hiperorganización. Brasil ha pasado de la brillantez a la hiperorganización. Culpar a Dunga de eso es una tontería. El jogo bonito de once hombres ya no es factible. Se podía gambetear en la década de 1960, cuando el jugador corría un promedio de cuatro kilómetros por partido. Si uno vencía a un defensor, usualmente estaba libre, porque sus colegas no habían regresado desde la otra punta de la cancha

para respaldarlo. Si él lograba quitarnos la pelota, no importaba demasiado, porque a su equipo le llevaba una eternidad adelantar la pelota. Uno podía reunir su defensa con toda tranquilidad. Aquí, en Sudáfrica, los jugadores corren posiblemente unos diez kilómetros por partido. Un defensor superado volverá a intentar detenernos un segundo más tarde, y probablemente tenga dos compañeros que lo cubren. Hasta los brasileños de

Hoy, las gambetas están reservadas para ciertas ocasiones. Los gambeteadores asustan a sus propios equipos... 1970 tendrían que esforzarse mucho para gambetear hoy a Corea del Norte. Los defensores han memorizado los trucos de sus rivales viendo muchas veces los partidos en DVD. Y ahora los equipos ocupan sus puestos en el momento en que ganan la pelota. Las gambetas están reservadas para ciertas ocasiones, y a un solo especialista situado cerca del área de penal del contrincante, mientras sus compañeros lo cubren. Los gambeteadores ahora asustan a sus propios equipos. Hasta Robinho fracasó

en un club europeo. El fútbol bello todavía existe. Barcelona lo juega, y Alemania lo jugó en el partido contra Australia. Pero su juego de pases rápidos no es el estilo de Brasil. En el desayuno, la mañana siguiente al partido, le pregunté al ministro brasileño de Deportes, Orlando Silva Junior, si el jogo bonito estaba muerto. Lealmente, lo negó, y citó el dicho del fallecido realizador cinematográfico italiano Pier Paolo Pasolini: los europeos juegan al fútbol en prosa, y los brasileños, en poesía. Pero Pasolini dijo eso hace décadas. ¿Y desde entonces seguramente los brasileños han aprendido a jugar en prosa? Silva señaló el glorioso fracaso de la Argentina en la última Copa del Mundo. “En la primera ronda, entretuvieron a los europeos. Pero después hubo una final europea –dijo–. No hay que esperar nunca más algo semejante de Brasil. La primera fase de esta Copa ha demostrado la necesidad de una defensa muy sólida.” Y después agregó algo que sonó como una nueva definición del fútbol brasileño: “Podemos resultar eliminados, pero siempre mientras hacemos un jogo bonito y duro”. Una combinación muy difícil… En los partidos que vendrán, ya todos esperamos un juego más duro que bonito. © LA NACION

Traducción de Mirta Rosenberg