La intrigante herencia de Amalia Fortabat

11 mar. 2012 - balconeaba sobre el Egeo. Tenía ... por las islas junto con sus matri- monios invitados por la tarde. Pero paraba siempre en la isla de Hydra.
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SOCIEDAD

I

Domingo 11 de marzo de 2012

SUCESION HISTORICA s UNA DE LAS FORTUNAS MAS GRANDES DEL PAIS

La intrigante herencia de Amalia Fortabat Continuación de la Pág. 1, Col. 4 estos días objeto de un sinnúmero de conjeturas. Algunas sindican la existencia de un testamento, actualizado año tras año, para repartir hasta el 20 por ciento de sus bienes. Pero aun esa porción de su patrimonio, por su internacionalidad, variedad de activos y posesiones de toda índole –desde joyas, obras de arte, barcos y aviones–, fue en realidad ordenada dentro de un gran masterplán de disposición de bienes y repartida años atrás para sortear diatribas familiares junto con los límites sucesorios de las leyes argentinas. La mano directriz del economista y diputado por la Coalición Cívica fue dispuesta en 2005 por la propia Amalita, quien además designó un comité administrador que lo secundara, para asegurar la prosperidad de su patrimonio en el tiempo. Lo hizo tras prescindir de su ex “guardia pretoriana”, integrada por José María Dagnino Pastore, Eugenio Aramburu y Víctor Savanti, quienes durante años velaron por su riqueza. En un estamento más abajo, su letrado, Pablo Louge, y el resto de los miembros del Consejo de Administración de la Fundación Fortabat (F.F.) también son partes medulares en un complejo engranaje para la custodia patrimonial. Sobre esta última institución recayó el monitoreo de US$ 100 millones legados para la sustentabilidad del Museo Fortabat, que, con sede en Puerto Madero, alberga una colección de 270 obras, y de las diversas tareas filantrópicas de la F.F. Según fuentes seguras, la sucesión de Amalita comenzó inmediatamente después de la venta de la cementera Loma Negra, en abril de 2005, a través de sucesivos desprendimientos en vida –a su hija y a sus nietos, Alejandro y Bárbara Bengolea y Amalita Amoedo–. A los dos nietos mayores los consideraba como hijos, ya que se criaron durante parte de su niñez en la casa de Palermo Chico –hoy sede de la embajada de Corea–, que compartió con Alfredo Fortabat. Se necesitaron tres herederas brasileñas –las Camargo Correa– para adquirir por US$ 1025 millones el imperio industrial de una sola argentina, una vez que su pasivo de US$ 440 millones pudo ser parcialmente saneado. “Para ello hubo grandes esfuerzos, pero también gestos políticos, como haberse desprendido en los remates neoyorquinos de algunos de sus 22 grandes lienzos impresionistas, pero no del conjunto. También de su helicóptero Hughes 500 y de su Learjet 35, celeste y blanco y de diez plazas que, con patente LV-ALF, en honor a su nombre, recorría el mundo”, según confió un ex colaborador. “Amalita no quiso dejar instituida a su hija como única heredera, como dispone la ley argentina. Sus bienes inmuebles los repartió en partes iguales entre ella y sus nietos, cuan-

Su posesión más preciada, la mansión en una isla griega A los invitados los alojaba en su yacht de 20 camarotes, donde cocinaba el chef del hotel Ritz

FOTOS DE ARCHIVO

Amalia Lacroze de Fortabat comenzó a distribuir sus propiedades tras la venta de Loma Negra

Su única hija, Inés Lafuente

Prat-Gay, el guardián de la fortuna

do antes su mirada protectora tenía un mayor alcance familiar con sus sobrinos. “Su patrimonio líquido y bursátil –US$ 700 millones– tiene una ingeniería financiera compleja, con gente capacitada y proba, a través de Prat-Gay y de la plana mayor de Cocif, Compañía Comercial y Financiera. Esa estructura excede la idea pueril de un testamento actualizado año a año”, agregó otra fuente. Al margen de la venta de Loma Negra quedaron los activos agropecuarios de Amalita, calculados, según voces calificadas, en 250.000 cabezas de ganado vacuno repartidas en un conglomerado de 150.000 hectáreas en distintas provincias del país (Estancias Unidas del Sud). Previsora, repartió en vida, como se dijo, el grueso de sus propiedades de forma bastante ecuánime, aseguran ex colaboradores suyos. Y sus here-

deros, más proclives al bajo perfil y a un estilo de vida sin tanta riqueza fulgurante, comenzaron meses atrás a desprenderse de algunos de ellos. A su hija Inés le habría cedido su tríplex de la Avenida del Libertador junto con el mojón de su imperio, San Jacinto, su estancia de Olavarría. La Fantasía, el esplendoroso casco de estilo colonial en Luján, se lo reservó a su nieta Bárbara Bengolea, junto con la antigua casa en la parada 20, Aldebarán, en el Golf de San Rafael, el preferido de sus dos refugios en Punta del Este. Desde hace algo más de un mes son insistentes los rumores que hablan de la venta a los chilenos Carlos y Andrea Heller Solari, dueños de Falabella, de su célebre residencia mediterránea sobre La Mansa de José Ignacio. Amalita la construyó en los 90 y se la habría cedido a su nieta Bárbara Amoedo.

La venta de la casa, acompañada por nueve lotes sobre el mar y otra franja de cinco hectáreas en los bosques de La Juanita, se habría concretado en US$ 27 millones. No son pocos en su entorno los que juzgan “demasiado exiguos” los US$ 20 millones que, según trascendió, se habrían pagado por su penthouse con vista al Central Park en lo alto del Hotel The Pierre, que no era su única propiedad en Nueva York. El destinatario de esa residencia icónica habría sido su nieto primogénito, Alejandro Bengolea, quien timoneó Loma Negra durante el tifón de 20012002, y heredó la pasión de su abuela por el coleccionismo. Psicólogo, aunque gozó en su niñez de una vida palaciega al cuidado de Amalita, en los últimos años resignó mucho de la magnificencia de ese estilo de vida. En diciembre abrió en Recoleta el restó Tarquino, en Rodríguez Peña y Posadas. Dicen quienes lo conocen “que la belle époque dentro de esa familia se apagó con la muerte de Amalita, su única impulsora”. Pocos se animan a precisar en manos de quién recayó la quinta de dos manzanas en las Lomas de San Isidro, sobre la calle Diego Palma, donde años atrás se celebró el casamiento de su nieta Bárbara con Esteban Ferrari. Tampoco los destinatarios de una de sus últimas adquisiciones: un penthouse en Bal Harbour. De lo que no hay dudas, señalan las fuentes consultadas por LA NACION, es de que Mema, tal como la llamaban sus nietos, también contempló en su legado a su hermana Sara Lacroze. El contenido de esa disposición trasunta, como el resto de toda su herencia, un hermetismo absoluto.

“Nadie encarnó como ella el goce por la vida bien entendido. Disfrutaba intensamente de todo, pero se sensibilizaba de igual manera. Adoraba tener grandes cantidades de efectivo cerca, dormía con la puerta de su dormitorio cerrada desde adentro con llave y nunca dejó de interesarse por la belleza masculina: no era indiferente a la elegancia, el refinamiento, la simpatía o la linda sonrisa de un hombre . Y eso no era una debilidad, sino una prueba de su energía vital.” Así la recordó a Amalita una fuente que, como las demás consultadas por LA NACION, habló bajo estricto pedido de anonimato y fue testigo de su singular estilo de vida. Una peculiar forma de vida, marcada por el esteticismo y la deferencia en cada detalle, virtudes que la entronizaron como una anfitriona única. “La más preciada posesión de Amalita era una mansión griega, sobre la bahía del Peloponeso, próxima a la isla de Hydra. Se alzaba en un istmo dividido entre sólo tres propietarios: el magnate naviero Stavros Niarchos, ALF y una millonaria norteamericana”, describió la fuente. “Era una casa de ensueño que balconeaba sobre el Egeo. Tenía una piscina sublime, en cascada, que se fundía en la línea del horizonte y el mar. Pero sus invitados no se hospedaban allí, sino en un yacht siempre anclado en la bahía”, recordó otra fuente. Se trataba de uno de los cinco barcos más grandes del mundo, con 14 camarotes, 20 tripulantes y el chef del hotel Ritz, de París. “Lo usual era que ella navegara por las islas junto con sus matrimonios invitados por la tarde. Pero paraba siempre en la isla de Hydra para regalarles a las mujeres una alhaja. Si había chicos, ella pagaba el batallón de niñeras”, recordó la invitada. Amalita tenía una forma muy peculiar para refundarse, cada vez que un gran dolor la asolaba. Cuando murió Fortabat, abandonó su casa de Palermo Chico y nunca más regresó allí. Tampoco a los lugares y hoteles que solía frecuentar con él.

“Se abocó a crear sus nuevos espacios, libres de recuerdos y con su mirada puesta hacia adelante y no en el ayer. Lo único que se llevó de la casa que compartían fue una boiserie verde, que había pertenecido a un palacio austríaco y con la cual construyó uno de los ambientes de su hogar en Avenida Del Libertador”, comentó la fuente.

Emulando a los Grimaldi Sus gustos estéticos la empujaron a reproducir en el nuevo hogar, con los mismos tonos amarillos, sedas, y mobiliario el comedor oficial del Palacio de los Grimaldi, en Mónaco. Pero adoraba sorprender a sus invitados con la generación de un nuevo espacio destinado como comedor. La mesa podía servirse tanto en la biblioteca, como en un rincón del

“Se alzaba en un istmo dividido entre sólo tres propietarios: ALF, Niarchos y una millonaria de EE.UU.” living o de su estudio. Y siempre con un despliegue inagotable de diferentes porcelanas. “Para honrar a sus invitados, elegía personalmente los motivos de la vajilla que se correspondían con el métier o la personalidad de cada comensal. Y así, en una mesa, podía haber doce platos de porcelana diferentes al igual que los cubiertos”, agregó. Sus grandes joyas fueron siempre regalos de su marido: collares de esmeraldas, diademas, gargantillas espléndidas con rubíes… que cuando Fortabat murió, Amalita siguió comprando, pero en mucha menor cuantía. En los 80, trasladó al arte sus grandes adquisiciones. Y siempre que se desprendía de una propiedad –como cuando vendió sus departamentos en París, o sus casas en Southampton, Villa La Angostura o Los Troncos, en Mar del Plata– se “compensaba” adquiriendo obras de arte. Hoy su pinacoteca tiene cerca de 4000 obras.

MIENTRAS TANTO

La arena política, según Gore Vidal UEVA YORK.– No hay nada como los amigos de los amigos. Sobre todo, cuando éstos son productores de Broadway e invitan al ensayo general del clásico de las temporadas electorales en Estados Unidos: la obra The best man, del gran intelectual de la izquierda norteamericana Gore Vidal. Como en todo ensayo, en la puesta en escena en la Gran Manzana hubo pequeños errores. James Earl Jones, en el papel de gran hombre de Estado, se olvidó por un segundo la letra; John Larroquette, actuando de un candidato muy intelectual que salpica sus frases con citas de Bertrand Russell y Oliver Cromwell, tropezó con una lámpara. No obstante, todo apunta a que la obra será un éxito. Para empezar, el libreto, si bien escrito en 1960, es absolutamente contemporáneo. Es la historia de dos candidatos a la presidencia luchando en la interna de un partido. Uno, del ala más progresista, es de familia patricia, fue a Harvard, y su preocupación por la ética y el bien público se conjugan con la infidelidad crónica y el total desinterés por el sufrimiento de su mujer. Luego está el muchacho de pueblo que pudo escalar, sin cultura ni sofisticación, con posiciones casi reaccionarias en lo político, pero genuinamente buen hombre de familia. Las preguntas que levanta la obra son muchas. ¿Se puede o debe evaluar a un hombre público por su vida privada? ¿Es mejor alguien con ideas firmes que va a reaccionar rápido o alguien que le ve las dos caras de la moneda a cada cuestión y se niega a respuestas fáciles, aun en tiempos apremiantes? ¿O dos personalidades tan fuertes se anulan entre sí y lo que necesita una democracia es, al final, un ser gris e ignoto en el cual el pueblo pueda ver reflejado lo que éste quiera? La primera representación de la obra fue el 31 de marzo de 1960 y la protagonizó Melvyn Douglas. Un joven actor había ido a las pruebas para el papel principal, pero Vidal mismo le bajó el pulgar: no pensó que pudiera ser creíble en el papel de un presidente. Se llamaba Ronald Reagan.

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JUANA

LIBEDINSKY Las preguntas que levanta la obra son muchas. ¿Se puede o debe evaluar a un hombre público por su vida privada?

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