la iglesia de la trinidad - Vicaría para la Educación

miembro activo de los distintos equipos de las parroquias. Estos y muchos .... la Iglesia: “Los obispos, como vicarios y legados de Cristo, gobiernan las iglesias.
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MÓDULO DE FORMACIÓN MEDIA

ECLESIOLOGÍA

PLAN DE FORMACIÓN PARA LAICOS ARQUIDIÓCESIS DE SANTIAGO Esta ficha está realizada en base al texto Eclesiología, correspondiente al Plan de Formación para Laicos del Instituto Pastoral Apóstol Santiago, publicado el año 2007. El texto se encuentra en constante renovación y su publicación ha sido autorizada por Inpas. Se prohíbe la reproducción total o parcial sin autorización expresa del titular.

Arzobispado de Santiago San Isidro 560 Tel: (56-2) 2220125 - (56-2) 222 01 53 Santiago de Chile ISBN 956-8188-30-4 Registro de Propiedad Intelectual 137.178 Santiago, diciembre 2005 2º edición 1.000 ejemplares

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INTRODUCCIÓN Presentamos a continuación el módulo de Eclesiología, correspondiente a la Formación Media del Plan de Formación. Se trata de un documento dirigido a los formadores, que pretende ayudarles a desarrollar sus contenidos mínimos en las diferentes instancias formativas. Este módulo forma parte del Plan de Formación de Laicos de la Arquidiócesis. Por ello, es muy importante que los formadores conozcan íntegramente el Plan y sus criterios fundamentales antes de abordar la programación concreta. A fin de facilitar esta tarea, se ha incorporado una primera parte que sintetiza brevemente sus elementos principales. De todas maneras, es necesario que los formadores amplíen esta información con el documento completo del Plan de Formación. Esta primera parte incorpora además algunas sugerencias para la programación y evaluación. La segunda parte es la “ficha técnica”. Especifica los objetivos, contenidos mínimos, criterios metodológicos y criterios de evaluación a los que este módulo debe responder como parte del Plan. Estos elementos han de ser respetados a fin de que, realizados por distintos formadores y en distintos ámbitos puedan ser homologados, para una efectiva progresión en el proceso formativo de las personas que participen. La tercera parte es el desarrollo sintético y narrativo de los contenidos mínimos que puede ser trabajada de diversas maneras según el formador lo estime conveniente. Es posible que le pueda servir, en todo o en parte, como apuntes para los alumnos. También que decida utilizarla como base o como material auxiliar para desarrollar su propio material. Puede ser enriquecida (respetando siempre los contenidos propios de los siguientes niveles del Plan), aunque no reducida en sus contenidos, en función del criterio del formador y de la realidad de sus destinatarios. Queremos resaltar que se trata de contenidos mínimos: esto es, no hemos pretendido un desarrollo acabado de la materia, sino únicamente señalar qué aspectos no pueden quedar fuera de su desarrollo, a fin de garantizar la coherencia y la integralidad de los diversos niveles del Plan. Tómese, por tanto, como un documento base sobre el que el formador ha de realizar su elaboración pedagógica. Al finalizar esta tercera parte, se indica la bibliografía básica utilizada y alguna bibliografía complementaria. Esperamos que este material pueda servir de ayuda para los profesores, formadores, animadores o guías de los procesos formativos de nuestra Arquidiócesis y para sus destinatarios, ofreciendo una mayor coherencia entre los diferentes cursos que desarrollan los organismos arquidiocesanos.

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Índice INTRODUCCIÓN ÍNDICE PRIMERA PARTE – LA FORMACIÓN MEDIA Introducción 1. 2. 3.

4. 5. 6.

Destinatarios Objetivo general Contenidos 3.1. Los módulos formativos 3.2. Las áreas de contenido Los criterios metodológicos del Plan de Formación Formas de realizar los módulos de Formación Media Sugerencias para la programación y evaluación del módulo

SEGUNDA PARTE – FICHA TÉCNICA DEL MÓDULO 1. 2. 3. 4. 5.

Datos generales Objetivos del módulo Contenidos mínimos Aplicación de los criterios metodológicos Criterios de evaluación

TERCERA PARTE – DESARROLLO DE CONTENIDOS MÍNIMOS Esquema general Introducción: La Iglesia de la Trinidad 1.

Iglesia, Pueblo de Dios 1.1. Dios hace de la historia una historia de salvación 1.2. Israel, preparación y figura del pueblo de la nueva alianza 1.3. Iglesia, nuevo Pueblo de Dios

2.

Iglesia, Cuerpo de Cristo 2.1. El acontecimiento de Jesucristo 2.1.1. Jesús y el reinado de Dios 2.1.2. La salvación de Dios en Jesucristo 2.1.3. Eligió a doce, símbolo de la convocatoria definitiva de Israel 2.1.4. Institución de la cena: el amor llevado al extremo 2.1.5. El más de la promesa que se abre en el acontecimiento de Jesucristo 2.2. Jesús y los orígenes de la Iglesia 2.3. Iglesia, Cuerpo de Cristo

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2.4.

2.3.1. De muchos un solo cuerpo 2.3.2. Cristo, cabeza de la Iglesia 2.3.3. La Iglesia como misterio y sacramento 2.3.3.1. Misterio en la Sagrada Escritura 2.3.3.2. La Iglesia es misterio 2.3.3.3. La Iglesia como sacramento Iglesia, Cuerpo de Cristo orgánicamente estructurado 2.4.1. Igualdad fundamental y diversidad de funciones 2.4.2. El primado de Pedro

3.

Iglesia, templo del Espíritu Santo 3.1. Pentecostés y el don del Espíritu Santo 3.2. Un solo pueblo, porque un solo Espíritu 3.2.1. Una misma fe, una misma Iglesia 3.2.2. Unidad de la Iglesia: un solo pueblo bajo un solo pastor 3.2.3. Unidad en los sacramentos 3.2.4. La vida en Dios como destino del hombre 3.2.5. Vocación a la unidad: necesidad del ecumenismo 3.3. Carismas en la Iglesia

4.

Dios quiere que todos los hombres se salven 4.1. La Iglesia es necesaria para la salvación 4.2. Dimensión escatológica de la Iglesia: ya, pero todavía no

5.

La Virgen María y la Iglesia 5.1. María virgen, madre de Dios y de la Iglesia 5.2. María, salvadora

+

Bibliografía general Bibliografía básica Bibliografía complementaria

5

PRIMERA PARTE LA FORMACIÓN MEDIA

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INTRODUCCIÓN El módulo que presentamos se inserta en el nivel de Formación Media del Plan de Formación para Laicos de la Arquidiócesis de Santiago. Este nivel pretende profundizar en la experiencia cristiana, desarrollando la capacidad de "dar razón de nuestra esperanza" en el mundo en que vivimos. Consta, como todos los niveles del Plan de Formación, de un "tronco común", dirigido a todos los laicos y de un "tronco específico", dirigido a los laicos que son llamados a prestar algún servicio específico. El módulo que presentamos forma parte del tronco común. 1.

DESTINATARIOS

Los destinatarios de los módulos de la Formación Media son personas que ya cuentan con una formación básica en la fe. Algunos de ellos habrán realizado la Formación Básica completa y otros únicamente los módulos que son requisito para la realización de éste. Es posible que muchos de ellos hayan recibido formación del tronco específico y estén prestando un servicio eclesial concreto. 2.

OBJETIVO GENERAL 

Conocer, comprender y asumir personalmente los planteamientos fundamentales de la fe y doctrina católica en diálogo con la realidad, desarrollando la capacidad de "dar razón de su esperanza" en el mundo actual.

Todos los módulos del tronco común de la formación media se enmarcan en este objetivo general, esto es, han de contribuir, desde su perspectiva, a lograr este objetivo. Esto implica que habrán de cuidar especialmente la profundidad de los contenidos y su vinculación con la realidad cotidiana que vive nuestra sociedad. Este objetivo se desglosa posteriormente, en las áreas y en los módulos, en objetivos de carácter cognitivo, actitudinal y procedimental, a fin de procurar la integralidad de la formación.

3.

CONTENIDOS

3.1.

Los módulos formativos

Los módulos formativos son lo que podría equivaler a "cursos" o "talleres". Son un conjunto de objetivos y contenidos que tienen sentido en sí mismos (por ejemplo, Antiguo Testamento), y que, al mismo tiempo, se pueden coordinar con otros módulos formando procesos o cursos de más duración. La duración mínima para realizar un módulo es de 20 horas cronológicas. 3.2.

Las áreas de contenido

Como todo el tronco común del Plan de Formación, el de la Formación Media consta de cuatro áreas de contenido, cada una de ellas compuesta por dos, tres o cuatro módulos. Estas áreas son las siguientes:

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a) Persona y sociedad - Incluye todos aquellos contenidos relacionados con el desarrollo y la madurez personal: conocimiento personal, elementos de psicología y antropología, comunicación y relaciones interpersonales, etc.; que ayudan a una madurez cristiana y a una adecuada personalización de la fe. Sin embargo, nadie es fuera de la sociedad en la que vive, por lo tanto, esta área incluye también los contenidos referentes al análisis y el conocimiento de la realidad en la que vivimos, fundamentales para una adecuada inserción y presencia cristiana en el mundo. En la Formación Media, esta área consta de tres módulos:   

Desarrollo personal. Comunicación interpersonal y dinámica de grupos. El mundo contemporáneo I.

b) El Dios de Jesucristo - Recoge contenidos más propiamente teológicos: Jesucristo, la Trinidad, la Revelación, la Sagrada Escritura, Creación y Escatología y Antropología cristiana. En la Formación Media, incluye tres módulos:    c)

Iglesia y comunidad cristiana - Esta área trabaja los contenidos de carácter eclesiológico: qué es la Iglesia, su historia, el Magisterio eclesial (con especial referencia a la DSI) y los carismas, ministerios y servicios en la Iglesia. En la Formación Media, incluye dos módulos:  

d)

Introducción al Antiguo Testamento e historia de la salvación. El misterio de Dios. Nuevo Testamento II.

Eclesiología. Doctrina Social de la Iglesia.

Vida cristiana - En esta área se incluyen contenidos cuya característica principal es aglutinar conceptos de las tres áreas anteriores y vincularlas con la vida. Así, incluye los elementos de espiritualidad, oración, liturgia y celebración, vida comunitaria, compromiso profesional, familia… Es un área destinada a trabajar especialmente la integración fe-vida que señalábamos anteriormente, sin olvidar por ello que todas las dimensiones que se trabajen en cualquiera de las áreas tengan esta orientación. En la Formación Media, incluye cuatro módulos:    

La oración. La comunidad cristiana. Moral de la persona. Presencia cristiana en el mundo II.

Los módulos pertenecientes a una misma área configuran una cierta unidad, por eso es conveniente conocer también los otros módulos que la integran, a fin de adquirir una visión más global del proceso.

4.-

LOS CRITERIOS METODOLÓGICOS DEL PLAN DE FORMACIÓN

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Todo el Plan de Formación trabaja con unos criterios metodológicos comunes, que cada profesor habrá de adecuar al módulo formativo que desarrolle y a los destinatarios con los que trabaje. Estos criterios son los siguientes: 1. Aprendizaje significativo1. Generar aprendizajes significativos en las personas, lo que significa que las personas establezcan conexión entre los nuevos contenidos que aprenden y sus conocimientos y aprendizajes previos, y entre estos contenidos y sus experiencias vitales. Sólo se “aprehende” lo que resulta significativo para la persona, lo que adquiere sentido. Esto implica también facilitar que las personas jerarquicen sus aprendizajes: no todo tiene la misma importancia. Optar por un aprendizaje significativo implica, por lo tanto, partir de la experiencia y de los conocimientos previos de las personas, considerándolas como sujetos activos que construyen su propio aprendizaje, y cuidar que los nuevos aprendizajes se incorporen a la red de significados que el formando interioriza, esto es, que se constituyan parte de su experiencia y su conocimiento. 2. Un aprendizaje activo. Sólo se aprende lo que se hace, lo que se lleva a la práctica. Cualquier secuencia metodológica que se adopte ha de procurar que el aprendizaje tenga consecuencias concretas en la vida de las personas, les lleve a la acción y a la coherencia entre la fe y la vida. 3. Integrando lo simbólico y lo celebrativo. La celebración, la fiesta, los signos, son elementos pedagógicos de la mayor importancia que la pedagogía de la Iglesia ha integrado de forma muy rica. La dimensión simbólica de la vida condensa de modo especial los significados que se aprenden e interiorizan, al mismo tiempo que genera nueva experiencia y nuevos significados. Por eso, en la programación concreta de los procesos formativos será necesario que se tenga muy presente esta dimensión a través de la liturgia, la celebración y, en los niveles iniciales especialmente, buscando signos concretos que celebren y consoliden las opciones que se van tomando. 4. De carácter testimonial. La transmisión de la fe se realiza primeramente por el testimonio. El formador actúa como modelo de referencia para los formandos. La metodología ha de favorecer siempre, en lo posible, el contacto personal que posibilita el testimonio y el aprendizaje por modelado. Esto requiere, asimismo, que los formadores sean ante todo testigos de la fe y que vivan en coherencia con ella. 5. Comunitario2. Jesús formó a sus discípulos en comunidad. La comunidad es simultáneamente el sujeto que forma (a través del formador) y el horizonte del proceso, al mismo tiempo que una opción pedagógica. Este criterio implica privilegiar, cuando sea posible, la formación en grupos y comunidades pequeñas, y, en cualquier circunstancia, favorecer situaciones de aprendizaje donde el formador no sea el único emisor, sino que todos puedan decir su palabra, dialogar y buscar juntos (trabajo en grupos). 6. Orientado a la autoformación. Todo el proceso ha de contribuir a que las personas puedan ser cada vez más protagonistas de su propia formación. Esto permitirá que se desarrolle una actitud de formación permanente contando con las herramientas necesarias para ello, y requiere favorecer en los procesos y en las actividades formativas la toma de decisiones personales y la capacidad de discernimiento 1 2

Cf. Directorio General de Catequesis, 114-117. Cf. ibid., 86.

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necesaria para buscar y seleccionar en cada momento las herramientas que necesitan para continuar creciendo en su fe. 7. Adaptado en el lenguaje. Es de suma importancia la utilización de un lenguaje adecuado a los destinatarios concretos de cada actividad o proceso. La profundidad de los contenidos no es sinónimo de la oscuridad en el lenguaje, como a veces pensamos. Los contenidos más complejos pueden y deben ser “traducidos” a un lenguaje adecuado a sus destinatarios, utilizando para ello diversos lenguajes: hablado, escrito, audiovisual o simbólico, de acuerdo con las características de los destinatarios.

5.

FORMAS DE REALIZAR LOS MÓDULOS DE LA FORMACIÓN MEDIA Los módulos de la formación media se pueden realizar de formas diferentes:

6.



En cursos o talleres de 20 horas de duración, por ejemplo en Escuelas de Verano o Invierno. En este caso, los contenidos mínimos que desarrollamos a continuación habrán de ser adecuados metodológicamente para ello. Dado que cada módulo de la Formación Media exige unos requisitos determinados de formación, podemos esperar que los participantes cuenten de forma bastante pareja, al menos, con conceptos básicos necesarios para el desarrollo del módulo.



En Escuelas de Formación Media, donde se desarrollan a lo largo de un curso de 240 horas de duración todos los módulos de la Formación Media. En este caso, los participantes serán más homogéneos, es de esperar que todos hayan realizado la Formación Básica completa, y estarán insertos en un proceso formativo común. Por eso, los contenidos mínimos que se presentan habrán de coordinarse de forma armónica con el resto de los módulos.



Dentro de cursos formativos para servicios eclesiales, por ejemplo, asesores de pastoral juvenil. En este caso, habrán de coordinarse con el resto de los módulos del tronco común y con los correspondientes del tronco específico, y es de esperar que acentúen especialmente aquellos aspectos de mayor relevancia para el servicio concreto. SUGERENCIAS PARA LA PROGRAMACIÓN Y EVALUACIÓN DEL MÓDULO

Como hemos señalado, aquí únicamente se indican los objetivos y contenidos mínimos del módulo para poder ser homologado con el resto del Plan de Formación. Al profesor, formador o guía que lo desarrolle corresponde, por lo tanto: a) Desarrollar con mayor profundidad los contenidos, acentuar algunos o añadir otros aspectos que considere relevantes para sus destinatarios concretos. b) Adaptar el lenguaje al grupo de participantes con el que trabaja. c) Buscar y desarrollar la metodología concreta y las actividades de aprendizaje adecuadas para el grupo de participantes y el contexto en el que se desarrolla la formación.

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d) Desarrollar los métodos concretos para la evaluación del módulo. Estos aspectos se concretan en la programación de cada profesor. Una programación ha de incluir, al menos, los siguientes aspectos: 1. Un pequeño análisis de los destinatarios del módulo y de su contexto. No es lo mismo desarrollar este módulo en una zona de Santiago que en otra, para jóvenes o para adultos, para personas con formación universitaria o con educación básica. Es importante que el formador se informe adecuadamente de esto. 2. Los objetivos concretos. Éstos vienen definidos en el propio módulo, si bien es posible añadir algunos o matizar otros en función de la realidad concreta. 3. Los contenidos que se desarrollarán. Es conveniente que, antes de realizar la programación, el formador lea los contenidos mínimos que se proponen de forma completa, para asegurarse de incluirlos en su programación. 4. La secuencia metodológica y la dinámica de las sesiones, teniendo en cuenta los criterios metodológicos antes expuestos. 5. La forma en la que se va a evaluar. Los módulos del Plan de Formación no se consideran superados con la mera asistencia, ya que van a permitir posteriormente el acceso a otros módulos de mayor nivel de complejidad que no podrían ser aprovechados si no hay un aprendizaje real en los participantes. Por eso, es imprescindible realizar una evaluación donde el formador pueda contrastar el aprendizaje de los alumnos. Para ello, la ficha técnica del módulo incorpora criterios de evaluación, que se refieren a los mínimos de aprendizaje que se exigen para superar el módulo. A los formadores corresponde buscar los mejores instrumentos para la evaluación. Por otra parte, es muy importante que evalúen también la realización pedagógica del módulo. Para ambos tipos de evaluación es conveniente que consulten el Plan de Formación, que sugiere diferentes instrumentos para realizarla.

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SEGUNDA PARTE

FICHA TÉCNICA DEL MÓDULO

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1.

DATOS GENERALES

Nivel 2:

Formación Media.

Área de contenido: Iglesia y comunidad cristiana Requisitos:

2.

Haber aprobado los siguientes módulos de la Formación Básica: - Introducción a la Biblia y al Nuevo Testamento - Cristología I - La Iglesia, Pueblo de Dios. María, madre de la Iglesia - Fe cristiana y seguimiento de Jesús

OBJETIVOS DEL MÓDULO + Objetivos Cognitivos: - Reflexionar sobre el misterio de la Iglesia en la revelación bíblica. - Comprender y profundizar en la naturaleza y misión de la Iglesia. - Conocer la estructura y organización de la Iglesia. + Objetivos Actitudinales: - Alcanzar una mayor conciencia de identidad y pertenencia eclesial. - Desarrollar y cultivar una permanente actitud de comunión. - Fortalecer la corresponsabilidad en la vida y misión de la Iglesia. + Objetivos Procedimentales: Capacitar para dar razón de la esperanza cristiana en el mundo actual. - Capacitar para el discernimiento y realización de la vocación laical. - Capacitar para la misión común de la evangelización. - Capacitar para el diálogo ecuménico.

3.

CONTENIDOS MÍNIMOS

Cualquiera que sea el tratamiento pedagógico que se realice, el Módulo Eclesiología incluye los siguientes contenidos mínimos: -

-

Iglesia, Pueblo de Dios: historia de la salvación, pueblo de la nueva alianza, y nuevo Pueblo de Dios. Iglesia, Cuerpo de Cristo: el acontecimiento de Jesucristo (Jesús y el reinado de Dios, salvación en Jesucristo, los doce, institución de la cena), Jesús y los orígenes de la Iglesia, estructura de la Iglesia, primado de Pedro. Iglesia, templo del Espíritu Santo: Pentecostés, unidad de la Iglesia, carismas en la Iglesia. Voluntad salvífica universal de Dios: la Iglesia necesaria para la salvación, dimensión escatológica de la Iglesia. La virgen María y la Iglesia: María madre de la Iglesia y madre de Dios, María, mediadora.

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4.

APLICACIÓN DE LOS CRITERIOS METODOLÓGICOS

Por las características especiales de este módulo, nos parece adecuado recordar la importancia que tienen los criterios metodológicos del Plan de Formación. Por lo tanto se sugiere que el Módulo sea tratado a modo de taller para facilitar un aprendizaje interactivo. Es importante que la exposición de los contenidos se imparta con material audiovisual y didáctico adecuado a los destinatarios. Además, la metodología de estudio debe implicar que el alumno participe de su propio proceso de aprendizaje, motivando la investigación y la profundización complementaria de contenidos. 5.

CRITERIOS DE EVALUACIÓN Los objetivos nos indican la dirección hacia la que queremos caminar en el desarrollo del módulo con los participantes. Sin embargo, es sabido que no todas las personas avanzan de la misma manera. No pretendemos que todos los participantes logren al cien por cien los objetivos propuestos, pero necesitamos establecer unos mínimos que sí han de haber logrado para que se pueda considerar que han superado el módulo, y, por tanto, pueden acceder a otros que lo incluyen como requisito. Esta evaluación es fundamental para respetar el carácter procesual del Plan de Formación y permitir una progresión en la formación y el aprendizaje. Así pues, consideraremos que una persona ha superado el módulo si constatamos

que: -

Comprende la Iglesia como Pueblo de Dios en continuidad con el pueblo de Israel, en relación con la salvación. Sabe explicar el sentido de la Iglesia como Cuerpo de Cristo y la relación de Jesús con la Iglesia. Entiende la Iglesia orgánicamente estructurada. Puede explicar la Iglesia como Templo del Espíritu Santo.

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TERCERA PARTE

DESARROLLO DE CONTENIDOS MÍNIMOS DE ECLESIOLOGÍA Ángela Pérez Jijena

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ESQUEMA GENERAL Introducción: La Iglesia de la Trinidad 1.

Iglesia, Pueblo de Dios 1.1. Dios hace de la historia una historia de salvación 1.2. Israel, preparación y figura del pueblo de la nueva alianza 1.3. Iglesia, nuevo Pueblo de Dios

2.

Iglesia, Cuerpo de Cristo 2.1. El acontecimiento de Jesucristo 2.1.1. Jesús y el reinado de Dios 2.1.2. La salvación de Dios en Jesucristo 2.1.3. Eligió a doce, símbolo de la convocatoria definitiva de Israel 2.1.4. Institución de la cena: el amor llevado al extremo 2.1.5. El más de la promesa que se abre en el acontecimiento de Jesucristo 2.2. Jesús y los orígenes de la Iglesia 2.3. Iglesia, Cuerpo de Cristo 2.3.1. De muchos un solo cuerpo 2.3.2. Cristo, cabeza de la Iglesia 2.3.3. La Iglesia como misterio y sacramento 2.3.3.1. Misterio en la Sagrada Escritura 2.3.3.2. La Iglesia es misterio 2.3.3.3. La Iglesia como sacramento 2.4. Iglesia, Cuerpo de Cristo orgánicamente estructurado 2.4.1. Igualdad fundamental y diversidad de funciones 2.4.2. El primado de Pedro

3.

Iglesia, Templo del Espíritu Santo 3.1. Pentecostés y el don del Espíritu Santo 3.2. Un solo pueblo, porque un solo Espíritu 3.2.1. Una misma fe, una misma Iglesia 3.2.2. Unidad de la Iglesia: un solo pueblo bajo un solo pastor 3.2.3. Unidad en los sacramentos 3.2.4. La vida en Dios como destino del hombre 3.2.5. Vocación a la unidad: necesidad del ecumenismo 3.3. Carismas en la Iglesia

4.

Dios quiere que todos los hombres se salven 4.1. La Iglesia es necesaria para la salvación 4.2. Dimensión escatológica de la Iglesia: ya, pero todavía no

5.

La Virgen María y la Iglesia 5.1. María virgen, madre de Dios y de la Iglesia 5.2. María, salvadora

+

Bibliografía general Bibliografía básica Bibliografía complementaria

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INTRODUCCIÓN: LA IGLESIA DE LA TRINIDAD La Iglesia en el Concilio Vaticano II reflexiona acerca de su misterio, es decir, lo que ella es y lo que está llamada a ser a la luz del querer de Dios trazado desde toda la eternidad. La Iglesia se comprende a sí misma como una realidad humana y divina, inserta en la historia, que se va desplegando en el tiempo y que apunta a su plena consumación cuando la historia llegue a su fin. Este designio eterno de salvación “encierra el destino de los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios, llamados a la dignidad de hijos de Dios y adoptados por el Padre celestial como hijos en Jesucristo”3. Orientada por la pregunta “¿qué dices de ti misma?”, la Iglesia mira a sus orígenes, clarifica su ser y desde ahí, su obrar. Nace del amor del Padre que ha querido que todos los hombres se salven, un Padre que no ha querido salvar a los hombres aisladamente, sino como pueblo de su propiedad. La Iglesia ha sido fundada por Jesucristo como nuevo pueblo de Dios y ha recibido de Jesús el mandato de ir y enseñar (cf. Mt 28,19), por lo tanto, es esencial en ella la tarea evangelizadora. La Iglesia se descubre a sí misma como espacio de salvación ofrecido a toda la humanidad, y por ello llamada a entrar en diálogo con el mundo, acogiendo sus problemas e interrogantes. En este diálogo la Iglesia quiere infundir en las venas del mundo actual la fuerza perenne, vital y divina del Evangelio. La toma de conciencia que la Iglesia hace de su misterio y misión le implica una vuelta a las fuentes y una cercanía al mundo. Ella encuentra su identidad en el vivir desde Dios para los hombres y en medio de los hombres para Dios. Es pueblo unido en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que se alimenta del pan de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo, para cumplir su misión salvífica a favor de todos los hombres. Es la Iglesia de la Trinidad, nuevo Pueblo de Dios, prefigurado en el designio divino desde toda la eternidad; preparado y revelado proféticamente en la historia de Israel; manifiesto de manera definitiva gracias a la acción de Cristo y del Espíritu; y que apunta a la consumación final, cuando todo sea restaurado y reconciliado plenamente en Cristo4. Es el Cuerpo de Cristo fundado y sostenido en el Hijo. Y es el Templo del Espíritu Santo, con un don que le viene de lo alto, fuente de unidad del cuerpo, que la inserta en el dinamismo de entrega que existe en Dios mismo. Porque es Iglesia bendecida por la gracia del Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo (cf. 2Co 13,13), en ella está presente “el amor del Padre creador, la gracia del Hijo redentor, la unidad en la comunión del Espíritu Santo, vínculo de amor de la Trinidad, de la que la Iglesia ha sido hecha partícipe”5.

1.

IGLESIA, PUEBLO DE DIOS

“En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le 3 4 5

Juan Pablo II, Catequesis tomada del Osservatore Romano, 31 de julio de 1991. Lumen Gentium, 2. Juan Pablo II, op.cit. 9 de octubre de 1991.

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sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que iba a realizar en Cristo, y de la revelación plena que iba a hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne”6. 1.1.

Dios hace de la historia una historia de salvación

El misterio de la Iglesia se inscribe en el origen mismo de la humanidad. Dios ha creado al ser humano con otros y le ha regalado, como su vocación más preciosa, un destino de plenitud, que consiste en la vida en Dios. El ser humano desde el principio es creado familia, hombre y mujer, ser en relación de amor, esta dimensión esencial al ser humano prepara la salvación de los hombres no aisladamente sino como pueblo de la propiedad de Yahvé. El relato del paraíso descrito en el libro del Génesis (cf. Gen 2,4b-25), refleja la armonía original recibida por el hombre como don gratuito de Dios, que se expresa en su relación con Dios, con los demás y con el cosmos. Este estado creacional es una oferta a su libertad que puede acoger o rechazar, elección en la cual se juega su verdadera felicidad. El pecado rompe con el proyecto de humanidad plena inscrito en el designio original (cf. Gen 3), el hombre pierde para sí y para su descendencia el estado de justicia con que había sido bendecido en la creación, y con ello, la posibilidad de realizar el designio de vida eterna para el cual había sido creado. Es el misterio de la iniquidad, el mal que irrumpe en el mundo corrompiendo al ser humano en su relación con Dios, con los demás y con toda la creación. Las consecuencias de la caída del primer hombre, que afectan la situación de todo el género humano, se describen como ‘expulsión del paraíso’. El hombre que ha sido creado para habitar en Dios, debe vagar errante por el mundo, condenado a la muerte definitiva; creado en relación con otro y llamado a la mutua colaboración, se torna acusador de su hermano; se ve rota la perfecta armonía con todo lo creado y el mundo se torna espacio de sufrimiento, de lucha, de duro trabajo. Aquello recibido por gracia es perdido, fruto del mal uso de la libertad y no puede ser recuperado por el hombre si no es restituido por el mismo Dios como don gratuito de su amor. El pecado y la situación de caída en que se encuentra el ser humano no es el punto final de la historia. En el corazón misericordioso de Dios el desenlace para la humanidad no es la muerte, Dios toma la iniciativa una vez más, y sin que medie ninguna acción humana, se abre a la humanidad un nuevo comienzo. Todo se reinicia con una promesa, Dios ha mirado con cariño a la humanidad, un Dios lleno de ternura que libre y gratuitamente se vuelve hacia el hombre y decide hacer con él camino de salvación. El designio divino de salvación perdura más allá del pecado y la muerte, sostenido en la fidelidad de un Dios que se revela progresivamente en la historia de los hombres. 1.2.

Israel, preparación y figura del pueblo de la nueva alianza

Dios ha querido santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sino como pueblo de su propiedad. Porque la plenitud de lo humano no se realiza sino en el encuentro con los otros; no basta ser perfectos. La plenitud consiste en el amor, la

6

Lumen Gentium, 9.

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salvación se nos regala como familia, hijos del mismo Padre y hermanos entre nosotros. Este es el horizonte que se abre al ser humano en la convocación de Israel por parte de Dios. En el designio divino de salvación Yahvé se hace un pueblo para sí, un grupo humano que de ser no-pueblo pasa a ser Pueblo de Yahvé. Israel es este Pueblo de Yahvé, que se distingue de los demás pueblos por su relación con el Dios de sus padres, con quien ha establecido una comunidad de vida y destino. Tal relación significa para Israel definirse en su identidad más esencial en cuanto ‘pertenencia de Yahvé’ y se traduce en una manera particular de vivir y de relacionarse con los demás pueblos y sobre todo con Yahvé, su Dios. Los hitos fundamentales que articulan esta acción salvadora de Dios en la historia del pueblo de Israel son:  Elección  Promesa  Alianza  Infidelidad del pueblo y fidelidad de Yahvé: promesa de nueva alianza Israel es un pueblo elegido por Yahvé como pueblo de su propiedad: “Porque tú eres un pueblo consagrado a Yahvé tu Dios, a ti te ha elegido para que seas, de entre todos los pueblos que hay sobre la faz de la tierra, el pueblo de su propiedad” (Dt 7,6). Ello significa que Israel sólo será pueblo si permanece en dependencia con su Dios, conociéndolo de verdad y sirviéndolo santamente. Porque su Dios es santo, el pueblo es esencialmente llamado a la santidad. “Pues yo soy Yahvé, el que os he subido de la tierra de Egipto, para ser vuestro Dios. Sed, pues, santos porque yo soy santo” (Lev 11,45). Y la santidad se expresa en una determinada manera de vivir, que se refleja en la propuesta de vida contenida en el decálogo (cf. Ex 20). Por lo tanto, el llamado a la santidad no es simplemente un proyecto de perfección dado por el cumplimiento de determinadas leyes, sino que es para Israel el reflejo de su pertenencia a Aquél que es ‘el Santo’; no puede pertenecerle quien no lleva una vida acorde con el ser de Dios. Desde aquí se comprenden las rigurosas exigencias legales y las prácticas penitenciales que va acuñando el pueblo, espacios de purificación, que en casos extremos llegan incluso a la expulsión de quien transgrede las normas legales. La santidad de cada uno de los miembros del pueblo hace santo al pueblo, romper con ellas es traicionar aquello que permite que Israel siga siendo Pueblo de Yahvé, y por ende debe ser purificado. En su designio salvífico, Dios elige un pueblo en medio de los demás pueblos, ello no significa que los demás pueblos no sean de Dios o que Dios no sea Padre de todos los hombres. Lo primero y fundamental es que todo hombre es creado a imagen y semejanza de Dios, en virtud de la encarnación, la raza humana ha sido consagrada a Dios sin excepción, por tanto toda la humanidad es familia de Dios. La conciencia de elección no puede ir contra la unidad radical del género humano, sino que ella es expresión y está al servicio de esa unidad previa y esencial. El pueblo elegido es un pueblo con una misión especial en favor de todos los pueblos. Hay ‘un’ pueblo de Dios porque la humanidad se ha roto en multiplicidad de

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pueblos separados y enfrentados: “Es elegido un pueblo, para que, desde el amor regalado por Dios, se consagre al servicio de la mediación y del encuentro”7. Clave en la experiencia que tiene Israel de Yahvé es la revelación de su nombre: “Yo soy el que seré” (Ex 3,14), Yahvé se revela como el Dios fiel que permanecerá con su pueblo, es el Dios de la promesa que lo acompaña y conduce porque lo ha elegido para sí. Es el Dios de la historia que no sólo llama, sino que camina con su pueblo, avalando lo que pide con la gracia que viene de su presencia en medio de su pueblo. Dios se acerca libre y gratuitamente a su pueblo, sellando con él una alianza eterna. “Si de veras me obedecéis y guardáis mi alianza, seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Ex 19,5-6). La relación de pertenencia a Yahvé constituye al pueblo como tal, es Pueblo de Dios o no es pueblo, y lo que sella dicha pertenencia es el pacto que Dios establece y que el pueblo acoge en libertad. Lo que funda la pertenencia al Pueblo de Yahvé es la fidelidad de Dios a su promesa, que ha asegurado a Israel que separará para sí un pueblo sellando con él una alianza, habitará con ellos, será su Dios y ellos su pueblo. A su vez el pueblo debe responder a Yahvé con un amor fiel expresado en el rechazo de la idolatría y en la justicia hacia los más pobres. Israel se reconoce además como pueblo peregrino. Su Dios es el Dios del Éxodo que lo sacó de la esclavitud de Egipto y lo invita a peregrinar a la tierra prometida, que será tierra de su propiedad. Es pueblo guerrero, Dios es caudillo que lleva a su pueblo al combate y le asegura la victoria. En el caminar de este pueblo consagrado a Yahvé, la realidad de infidelidad y pecado se vuelve una constante que corrompe a Israel en su misma raíz. Una y otra vez el pueblo se vuelve contra el amor de su Dios rompiendo la alianza que con Él ha sellado, reflejado en la denuncia profética (cf. Os 8,1). El llamado de Dios por boca de los profetas es a la conversión del corazón. Dios está dispuesto a purificar, a borrar toda sombra de mal del corazón de su pueblo, pero Israel debe convertirse nuevamente a Yahvé y volver a Él con corazón arrepentido (cf. Sal 50). Es llamativo el contraste que existe entre la infidelidad de Israel, que supone la negación de su vocación fundamental, y la respuesta de Yahvé. Promesa de nueva alianza sellada en el corazón y que ya nada ni nadie podrá romper. Dios habla de castigo como camino de conversión que apunta a un más de la promesa, en el cual se abre un futuro nuevo. “Van a llegar días -oráculo de Yahvé- en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto; que ellos rompieron mi alianza, y yo hice estrago en ellos- oráculo de Yahvé. Sino que ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días -oráculo de Yahvé-: pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31, 31-33). Una nueva alianza posibilitada por el don del Espíritu de Yahvé. “Os tomaré de entre las naciones, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo. Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas. Habitaréis la tierra

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E. Bueno de la Fuente, Eclesiología, 31.

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que yo di a vuestros padres. Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (Ez 36, 2428). En este contexto hemos de circunscribir la realidad de la Iglesia que existe en virtud de la promesa fiel de un Dios misericordioso, lleno de ternura, que se abaja gratuitamente ofreciéndose como su Salvador y Señor. Dios, en su designio, no ha querido salvar a los hombres aisladamente, sino que ha elegido un pueblo para sí, al cual se promete en fidelidad y con el cual sella una alianza que dura por siempre. Dios interviene en la historia, hace de Israel su pueblo. En Dios la historia humana es historia de salvación. 1.3.

Iglesia, nuevo Pueblo de Dios

Israel es el antiguo Pueblo de Dios, con quien Dios selló una alianza perpetua fundada en su amor y fidelidad. La Iglesia, en cuanto nuevo Pueblo de Dios, se vincula al Israel de la promesa con el cual se establecen elementos de continuidad. Israel es preparación y figura de la nueva alianza en Cristo. La vocación a ser pueblo de Yahvé se sostiene en la fidelidad de Yahvé a su promesa. Dios permanece en su palabra aún cuando Israel responde al amor de Yahvé con la infidelidad. La ruptura de Israel trae como consecuencia un anuncio de juicio que abre a un nuevo comienzo. Un nuevo pueblo con una nueva ley, comunidad espiritual que tiene grabada la ley en su corazón. Por lo tanto, la alianza con Israel es preparación y figura de la nueva alianza en Cristo. La Iglesia es este pueblo de la nueva alianza que ha recibido de Dios como don gratuito y libre la identidad de Pueblo de Dios. Su existencia como pueblo se funda primeramente en la fidelidad de un Dios que ha permanecido, permanece y permanecerá en su amor. Y se funda además en la fidelidad de cada uno de los miembros de este pueblo al Dios que llama, reúne y constituye como su propiedad. La Iglesia existe en íntima relación con el Dios que se revela llamándola a ser pueblo de su propiedad. La Iglesia, para ser Pueblo de Dios, debe ser su pertenencia. Cada uno de los bautizados hemos de preguntarnos en qué se juega nuestra fidelidad al Dios que ha hecho alianza con nosotros, de qué manera damos cuenta con nuestra vida de esta pertenencia a Dios en su Iglesia. Ella ha recibido una identidad común que hace de sus miembros no sólo sujetos individuales, independientes unos de otros, sino que se articulan en íntima relación, formando una verdadera hermandad. La pertenencia a la Iglesia supone identidad de pueblo y ello se traduce en una relación fraterna entre sus miembros. Es un pueblo que debe ser santo porque su Dios es santo. Ello comporta una llamada universal a la santidad que se traduce en la búsqueda continua de la voluntad de Dios, haciendo vida el mandamiento fundamental: “Que como yo los he amado, así se amen también ustedes los unos a los otros. En esto conocerán todos que son discípulos míos: si se tienen amor los unos a los otros” (Jn 13,34-35). La Iglesia es injertada en el tronco de Israel: “Y pregunto yo: ¿Es que ha rechazado Dios a su pueblo? ¡De ningún modo!... Dios no ha rechazado a su pueblo a quien conoció de antemano... Y si las primicias son santas, también la masa; y si la raíz

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es santa también las ramas. Que si algunas ramas fueron desgajadas, mientras tú -olivo silvestre -fuiste injertado en su lugar, hecho partícipe con ellas de la raíz y de la savia del olivo, no te engrías contra las ramas” (Rom 11,1-2.16s). Dios es fiel, elige y promete para siempre. No rechaza al pueblo de su propiedad (Rom 11, 29). La novedad de Dios en Jesucristo no anula, sino que lleva a plenitud la antigua alianza que constituye el antiguo Pueblo de Dios. El nuevo y verdadero Pueblo de Dios es heredero de los dones y misión del Israel de la promesa (cf. Rom 9,25; 1 Pe 2,10; Heb 8,10; Ap 21,3, recogen Os 2,23-25; Jer 31,31s; Am 9,11s). La ruptura de la identidad de Israel y la fidelidad de Dios a su promesa conduce a la aparición de un nuevo Pueblo de Dios. Dios es fiel, es por ello que cabe vivir en la confianza de que, más allá de las contradicciones del tiempo presente, Dios camina con nosotros y lo seguirá haciendo por toda la eternidad. La historia del pueblo judío comporta una gran riqueza que puede iluminar la comprensión que la Iglesia tiene de sí misma como pueblo de la propiedad de Yahvé. Es el deseo de Dios que los hombres hagan camino de unidad. Por lo tanto somos llamados como Iglesia a buscar caminos de acercamiento, en primer lugar, con aquellos de quienes hemos heredado lo que nos funda como pueblo. Aquí hay un importante desafío que como Iglesia debemos enfrentar. Respecto del potencial mesiánico de Israel, la esperanza mesiánica que dinamiza al pueblo elegido perdura en la Iglesia. Es una esperanza ya cumplida en Jesucristo, pero que espera su plena realización al final de los tiempos cuando Dios sea todo en todos. Una esperanza cumplida nos comporta la certeza de la salvación ya realizada en Jesucristo. La esperanza del pleno cumplimiento nos pone en camino sabiendo que aún no hemos alcanzado la meta. Nuestra fe no puede ser evasión del presente. Sabemos que hay mucho que recorrer y que hacemos camino en esta historia, desde nuestra libertad, trabajando por un mundo más humano, en el cual todos encuentren motivos para seguir esperando. Creer en la salvación de Dios en Jesucristo no anula, sino que compromete al creyente en la transformación de la historia. Habría que preguntarse entonces, ¿qué aporte concreto debemos hacer como Iglesia para que nuestro mundo se encamine hacia la plenitud ofrecida en Jesucristo como semilla? Ello en el orden de lo social, económico y político, en el lugar concreto en que cada uno de nosotros vive y trabaja. Junto a este nexo, que da continuidad a la intención salvadora de Dios para con el hombre, hay elementos que comportan riqueza y novedad a la Iglesia nacida en Jesucristo y habitada por el Espíritu Santo. En primer lugar, la evolución histórica de la comunidad nacida desde el Israel de la promesa y por iniciativa de Jesucristo, conduce a que ella se vaya reconociendo diferente del judaísmo. Los judíos no aceptan a Jesucristo como el Mesías, no puede serlo quien ha sido expulsado por las autoridades. Amenazan con la expulsión a quienes profesen fe en Él. La condición de posibilidad para la pertenencia a la Iglesia es el reconocimiento de Jesucristo como el Mesías y Señor, y significa para la comunidad naciente entrar en

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conflicto con las autoridades religiosas de esa época, defender la fe aceptando incluso la muerte por fidelidad a Aquél que es piedra fundamental de la comunidad. Desde dentro del cristianismo va creciendo la conciencia mesiánica. En Jesucristo se cumple la Escritura, en cuanto es el Mesías prometido y esperado por el pueblo de Israel. Los seguidores de Jesucristo se reconocen como la comunidad de los últimos tiempos, aquella en que se cumple la promesa de Israel. En ella son convocados todos los hombres, mujeres, niños, esclavos y libres. La Iglesia nueva rompe y rebasa los límites establecidos por los hombres. Luego, es un pueblo nacido del amor de Dios en Jesucristo. La vida de Jesús es una vida de amor entregado que culmina en la entrega libre y total que se realiza en la cena y se consuma en la cruz. “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). En la sangre de Jesucristo, Dios sella la nueva y eterna alianza con su pueblo, naciendo así el nuevo Pueblo de Dios. “Esta es la copa de la nueva alianza en mi sangre, que se derrama por vosotros” (Lc 22,20). Jesucristo es “mediador de una nueva alianza; para que, interviniendo una muerte que libera de las transgresiones de la primera alianza, reciban los llamados, la herencia eterna prometida” (Heb 10,15). Es por ello que Cristo es su cabeza y fundamento. El nuevo pueblo se configura por la acción salvífica de Dios en Cristo, que se entrega por todos (cf. Tit 2,13-14), y en él recibe el mandato de amar como Cristo nos amó como su vocación más fundamental. Tercero, es pueblo habitado por el Espíritu Santo, don del Padre por el Hijo. El Espíritu Santo es su principio de unidad, don de lo alto que lo habita y que permite que realice su misión en la historia de la humanidad. Cuarto, la dimensión de universalidad es una de las riquezas de la Iglesia naciente. Ya no es el Israel según la carne, comunidad de raza a la cual se pertenece por ser descendiente de Abraham, sino el Israel según el Espíritu, al cual se pertenece en virtud del don gratuito y personal de Dios, y que en el bautismo tiene su puerta de acceso. El paso de no pueblo a pueblo de Dios es por la fe y el bautismo (cf. 1 Pe 2,10). Por lo tanto, el Pueblo de Dios es de quienes creen en Cristo. Reconocemos, por lo tanto, una progresiva apertura e integración a este nuevo Israel según el Espíritu al cual pertenecemos por el don gratuito de Dios en el Espíritu Santo. El nuevo pueblo ha nacido de la reconciliación entre los pueblos y el designio de unidad es parte de su vocación más esencial. Pueblo al cual todos los hombres tienen acceso por medio del bautismo. La progresiva apertura va acompañada de la conciencia de que la Iglesia está llamada a ser espacio de unidad que reúna a la entera humanidad en orden a la pertenencia al Padre por toda la eternidad. Por último, su fin es dilatar el Reino de Dios que ha acontecido en Jesucristo, hasta su consumación al final de los tiempos. Ha sido llamado a ser germen de unidad,

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esperanza y salvación para todos los hombres: el nuevo Pueblo de Dios existe como instrumento de redención universal8. La Iglesia es enviada al mundo entero como oferta de salvación para todos, por lo tanto está llamada a permanecer en relación de diálogo y cercanía con los hombres a los cuales ha sido enviada. La invitación a pertenecer al nuevo Pueblo de Dios es para todos los hombres, y quienes ya hemos recibido la gracia del bautismo, que nos incorpora a la Iglesia, somos llamados a facilitar, con nuestro testimonio y anuncio, la incorporación de quienes aún no saben cuánto los ama Dios ni lo que quiere ofrecerles en esta vida y para toda la eternidad.

2.

IGLESIA, CUERPO DE CRISTO

2.1.

El acontecimiento de Jesucristo

La Iglesia se encuentra enraizada en la misión del Hijo. La vinculación de la Iglesia con Jesús, en su fundación, es garantía de la presencia y acción posterior de Jesucristo en ella. De ahí la importancia de señalar con claridad el vínculo existente entre el Jesús histórico y el nacimiento de la Iglesia, así como de establecer la prolongación de la intención fundacional de Jesús después de la Pascua. 2.1.1. Jesús y el reinado de Dios “El tiempo se ha cumplido y el reinado de Dios se ha acercado; conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Mc 1,15). En Jesús, la promesa ya no sólo abre a una esperanza futura, sino que se realiza en el presente pues el reinado de Dios no sólo será pronto, sino que ha llegado. En Jesucristo, Dios se acerca bondadosamente a la historia del hombre. Jesús revela el rostro del Padre, un Dios enamorado del hombre que viene a buscar lo perdido, un Dios que se abaja para salvar. En su proclamación, se dirige a todo Israel invitándolo a la conversión y recuperación de la vocación primera. La novedad de Jesús es la novedad del Reino de Dios que rompe todas las barreras y exclusivismos. La ley es interpretada desde el Dios de la creación y no desde estrecheces introducidas por las tradiciones de los hombres. El anuncio del reinado de Dios como acontecimiento presente, hecho realidad en Jesucristo, es fundamental en la comprensión del misterio de la Iglesia. “El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. En efecto, el Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la buena noticia, es decir, de la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras... Este reino se manifiesta en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo (cf. Mc 4,14) Los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo (cf. Lc 12,32) han acogido el reino... la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y guardando fielmente sus mandamientos del amor, la humildad y la renuncia, recibe la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios. Ella constituye el germen y el comienzo de este reino en la tierra. Mientras va creciendo poco a poco, anhela la plena realización del reino y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria”9. 8 9

Cf. Lumen Gentium, 9. Ibid., 5.

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La Iglesia comienza con el anuncio de la buena noticia de la llegada del reino, sin embargo, reino e Iglesia no se identifican en esta historia. La Iglesia es germen y comienzo de este reino y ella es llamada a establecer en todos los pueblos este Reino de Dios en la tierra, que alcanzará su plenitud al final de los tiempos, cuando Dios sea todo en todos. 2.1.2. La salvación de Dios en Jesucristo Toda la vida de Jesús da cuenta de un Dios que interviene en la historia humana como Salvador. Dios reina en Jesucristo y acontece la salvación, pues Dios ha hecho una apuesta definitiva por su pueblo. “El Espíritu de Dios está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,14). En Jesús conocemos a un Dios que trae la salvación. Los gestos y palabras de Jesús, los milagros que realiza, la orientación fundamental que da a su vida... todo se vuelve palabra de Dios que interpela a la libertad de quien con Él se encuentra y abre a la posibilidad de una vida más plena y llena de sentido. La manifestación plena del Dios que nos salva se realiza “en la propia persona de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, que vino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mc 10,45)”10. 2.1.3. Eligió a doce, símbolo de la convocatoria definitiva de Israel “Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron junto a Él. Instituyó doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar demonios” (Mc 3, 13-15). El primitivo Israel, compuesto de doce tribus es restablecido en la persona de los doce, como expresión del cumplimiento de la promesa fiel de Dios en Jesucristo. Son convocados y constituidos como grupo estable para estar con Jesús, ser enviados a predicar y expulsar demonios. La misión recibida es prolongación de la acción de Jesús en su vida terrena. Cuando Lucas narra el llamado a los discípulos y la elección de los doce de entre ellos, sitúa el acontecimiento en un monte (cf. Lc 6,12) y acontece algo fundamental. Así como en un monte es fundado el pueblo en tiempos de Moisés, con la constitución de los doce se restituye y renueva la promesa y elección de Israel naciendo el nuevo Pueblo de Dios. Los doce como grupo estable, con un lugar fundamental entre los seguidores de Jesús, se distinguen desde temprano. El texto de 1Co 15, escrito antes del año 54, que recoge la tradición ya recibida por Pablo, da cuenta de ello. “Porque os transmití, en primer lugar lo que a mi vez recibí... que se apareció a Cefas y luego al grupo de los doce...” (1 Co 15,3-5).

10

Ibid.

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La elección de Matías, relatada en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 1,15-26), refleja la necesidad de completar el número de los doce, y por ende el valor que ello tenía para la comunidad. Podemos concluir, entonces, que en tiempos de Jesús y por su iniciativa, existieron los doce como grupo estable. En ellos se actualiza la convocatoria hecha a las doce tribus de Israel, dando origen al nuevo Pueblo de Dios. Los doce son enviados por Jesucristo a continuar su misión, que debía perdurar hasta el final de nuestra historia. Es por ello que la misión recibida había de transmitirse de los apóstoles a sus sucesores. Así lo comprendió la Iglesia primitiva, viendo en este hecho una dimensión fundamental que forma parte de nuestra fe. La sucesión apostólica ha sido sostenida en la Iglesia desde los orígenes y hasta el presente. El cuerpo episcopal, con su cabeza, el Papa, son expresión de la continuidad histórica de los doce en la Iglesia. Si bien el número ha variado, el sentido profundo que alberga la existencia del Colegio Episcopal es la misma: “Esta misión divina, confiada por Cristo a los apóstoles, tiene que durar hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20), pues el Evangelio que tienen que transmitir es el principio de toda la vida para la Iglesia. Por eso los apóstoles se preocuparon de instituir a sus sucesores en esta sociedad jerárquicamente organizada a sus sucesores. En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio. También, para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos , que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios (cf. Hech 20,28). Por tanto, nombraron a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en su ministerio. Entre los diversos ministerios que existen en la Iglesia, ocupa el primer lugar el ministerio de los obispos, que, a través de una sucesión que se remonta hasta el principio, son los transmisores de la semilla apostólica. Así, como lo atestigua san Ireneo, “a través de aquellos que los apóstoles nombraron obispos y de sus sucesores hasta nosotros, se manifiesta y conserva la tradición apostólica en todo el mundo”11. Así también los presbíteros y diáconos son colaboradores de los obispos en esta tarea. Los obispos han sucedido a los apóstoles por institución divina, como pastores de la Iglesia, representantes de Cristo en la tierra. “El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió (cf. Lc 10,16)”12. 2.1.4. Institución de la cena: el amor llevado hasta el extremo Al rechazar al Hijo, Israel fracasa en su vocación más fundamental, traicionando su ser pueblo de la pertenencia de Yahvé. La respuesta de Dios al rechazo de su pueblo es expresión del amor sin límites. Dios no reniega de su pueblo, sino que se entrega en el Hijo sellando una alianza nueva y definitiva. Alianza dirigida a todos los hombres que no excluye a Israel.

11 12

Ibid., 20 Ibid.

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La cena, vinculada después a la entrega de Jesucristo hasta la muerte en cruz, sella la nueva alianza. Igual que en el Antiguo Testamento, la alianza implica gestación de un pueblo ya que en Jesucristo nace el nuevo Pueblo de Dios. La entrega de Jesús en la cena, se prolonga en la Iglesia. En respuesta al mandato de Jesús: “Hagan esto en memoria mía”, la Iglesia recuerda agradecida y hace presente el sacrificio de Cristo en la cena que es consumado en la cruz: «El Señor Jesús, la noche en que fue entregado» (1Co 11, 23), instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En ella está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos”13. En la celebración eucarística Jesucristo está presente entregándose y constituyendo la Iglesia: “La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20); en la sagrada eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única. Desde que, en Pentecostés, la Iglesia, pueblo de la nueva alianza, ha empezado su peregrinación hacia la patria celeste, este divino sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza”14. El sacrificio de Cristo es un sacrificio único, se realiza de una vez y para siempre. La entrega libre y total en la cena que se consuma en la cruz y es precedida por toda la vida de servicio y donación de Jesús. Ese sacrificio único es actualizado en cada celebración eucarística, porque Jesucristo resucitado está vivo y presente en la Iglesia como sacerdote y víctima. “Cuando la Iglesia celebra la eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y se realiza la obra de nuestra redención. Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, obteniendo frutos inagotablemente”15. Por obra del Espíritu Santo, es actualizado este sacrificio único de Cristo, y se realiza sacramentalmente la salvación obrada en la cruz. La celebración del sacrificio eucarístico va dando frutos en la Iglesia. La entrega redentora para salvación de todos sigue presente eficazmente en la historia, “la eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos”16; junto a esta dimensión sacrificial acontece la unión esponsal, comunión con el cuerpo y la sangre del Señor, que se realizará en Espiritu en el cielo. Jesús entrega su sacrificio a la Iglesia y con ello “hace suyo el sacrificio espiritual de la Iglesia, llamada a ofrecerse también a sí misma unida al sacrificio de Cristo”17. 2.1.5.- El más de la promesa que se abre en el acontecimiento de Jesucristo 13

Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, Jueves Santo 2003, 11. Ibid, 1. 15 Ibid., 11. 16 Ibid., 12. 17 Ibid.,13. 14

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La resurrección de Jesús funda la nuestra. En Él se inicia un nuevo dinamismo, camino de unidad y pertenencia. La Iglesia, en el resucitado, tiene la certeza de que la promesa de Dios ya ha comenzado. “Cristo, elevado de la tierra, atrajo a sí a todos los hombres (cf. Jn 12,32). Al resucitar de entre los muertos (cf. Rom 6,9), envió su Espíritu de vida a sus discípulos y por medio de Él constituyó a su cuerpo, la Iglesia, como sacramento universal de salvación. Sentado a la derecha del Padre, actúa sin cesar en el mundo para llevar los hombres a su Iglesia. Por medio de ella los une más íntimamente consigo y, alimentándolos con su propio cuerpo y sangre, les da parte en su vida gloriosa. Por tanto, la restauración prometida que esperamos ya comenzó en Cristo, progresa con el envío del Espíritu Santo y por Él continúa en la Iglesia”18. Promesa cumplida que abre a un más de plenitud cuando Dios sea todo en todos: “... para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra... fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia, para la redención del pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria” (Ef 1, 10. 13-14). 2.2.

Jesús y los orígenes de la Iglesia

Jesús tuvo la intención de fundar la Iglesia. La estableció realizando actos fundacionales que aparecen en el Nuevo Testamento y que la tradición y el magisterio han considerado siempre como tales. En la constitución de la Iglesia, junto con los actos fundacionales realizados por Jesús antes de la pascua, hay que considerar lo acontecido tras la resurrección. Los actos fundacionales leídos en su conjunto son preparación de la Iglesia, que queda definitivamente constituida en la Pascua y Pentecostés. Como elementos preparatorios que conducen a la Iglesia cabe mencionar: 1. En Jesús se recogen promesas del Antiguo Testamento sobre el Pueblo de Dios y una nueva alianza. La esperanza de Israel encuentra su respuesta en el acontecimiento de Jesucristo. 2. La salvación de Dios se condensa en la predicación del reinado de Dios que abarca toda la persona y misión de Jesús. 3. El mensaje es dirigido a todo el pueblo de Israel para que creyeran en Él y le siguieran. 4. Jesús forma una comunidad vinculada a su persona, distinta de los grupos sociales existentes. 5. Institución y envío de los doce que los vincula a su persona y supone una prolongación duradera de su misión. 6. Jesús es rechazado por parte de Israel, lo cual abre paso para que se exprese la nueva alianza.

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Lumen Gentium, 48.

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7. Institución de la cena, memorial del pueblo de los tiempos escatológicos. 8. La cruz como entrega de la propia vida por la salvación de todos. 9. Reconstitución de la comunidad por el Resucitado. El Resucitado vuelve a reunir en torno a sí a la comunidad de los discípulos, siendo fuente de renovada esperanza para los discípulos: los encuentra, los perdona y restaura la comunión. 10. Dones escatológicos, especialmente el Espíritu Santo. Por el Espíritu Santo lo acontecido en Jesús perdura para siempre. Eficacia de Jesús, el Señor, en la Iglesia. Desde aquí cabe afirmar que hay continuidad histórica entre la Iglesia y la comunidad que se manifiesta en Pentecostés, la comunidad reunida en el cenáculo de Jerusalén y el grupo de discípulos que Jesús reunió en torno a sí. Es importante señalar que “Jesús quiso fundar la Iglesia, lo cual no significa que estableciera todos sus aspectos institucionales, pero sí que dotó a la comunidad de una estructura que permanecerá hasta el cumplimiento del reino definitivo”19. En los actos fundacionales antes señalados damos cuenta de la intención de Jesús de establecer el nuevo pueblo de la alianza, sin embargo, la institucionalización acontece en el desarrollo histórico de dicho pueblo. Por lo tanto la Iglesia se encuentra vinculada a Jesús por su origen histórico y por el encargo de prolongar su misión. Ella existe en dependencia de Jesucristo resucitado y glorificado. Es Él quien alienta la vida de la Iglesia por su Espíritu. 2.3.

Iglesia, Cuerpo de Cristo

La Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios nacido en virtud de la nueva alianza en Cristo. Ello se expresa cuando reconocemos la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Jesús resucitado se encuentra presente en la Iglesia y en los cristianos, presente convocando y vivificando la Iglesia. En Jesucristo se inicia una nueva existencia para el cristiano. Existe ‘en’ Cristo, por lo tanto, es Cuerpo de Cristo: “ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). Esta compenetración del cristiano con Jesucristo se expresa especialmente en el bautismo y la eucaristía: 1. El bautismo es la máxima realización del ‘con’ y ‘en’ Cristo, es participación en la muerte y resurrección de Cristo, puerta de vida nueva en Él: “Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6,4-5). Crucificado el hombre viejo, el cristiano alcanza vida nueva en Cristo Jesús, una unión sacramental entendida

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E. Bueno de la Fuente, op. cit., 51.

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en sentido ontológico y real. Por el bautismo somos reunidos en un solo cuerpo, y todos somos responsables y protagonistas de este cuerpo. 2. La eucaristía es participación en el Cuerpo de Cristo. Comemos del mismo pan y somos hechos un único cuerpo: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque uno solo es el pan, aun siendo muchos, un solo cuerpo somos, pues todos participamos del mismo pan” (1 Co 10,16-17). La eucaristía es el sacramento de la unidad del Cuerpo de Cristo: “Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra pascua, fue inmolado (1 Co 5,7), se realiza la obra de nuestra redención. El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que firman un solo cuerpo en Cristo. Todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo, que es la luz del mundo. De Él venimos, por Él vivimos y hacia Él caminamos”20. Salvada en Jesucristo, la Iglesia participa de su vida y misión, prolongando y sirviendo a la misión del Hijo. Ella tiene como tarea fundamental ofrecer a los hombres los modos nuevos de filiación en virtud de la fe en Jesucristo, y además favorecer la reconciliación de los hombres con Dios en Jesucristo y ser espacio de fraternidad universal. La Iglesia es emanación de Cristo y prolongación en el tiempo. Visible e invisible, humana y divina. Es, por lo tanto, Cuerpo de Cristo, que hace visible al Salvador entre los hombres y sigue ofreciendo el fruto de su economía salvífica. 2.3.1. De muchos un solo cuerpo Porque comemos del mismo pan, formamos un único Cuerpo de Cristo: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es acaso comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque uno solo es el pan, aun siendo muchos, un solo cuerpo somos, pues todos participamos del mismo pan” (1Co 10,16-17). La eucaristía como participación en la vida misma de Jesucristo es principio de unidad de lo diverso, que sin perder su individualidad se articula en un único cuerpo. La Iglesia pertenece a Cristo y sólo se entiende en referencia a Él: “Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Los que os habéis bautizado en Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham” (Gal. 3, 26-29). Ser bautizados en Cristo supone un nuevo principio de unidad que supera lo que nos diferencia. Ser de Cristo nos hace un solo cuerpo, herederos de la promesa, descendientes de Abraham por gracia de Dios. Ello porque “en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1 Co 12, 13). Es cuerpo unido por un solo principio vital, habitado por una sola vida que lo hace un solo cuerpo: “el que se une al Señor, se hace un solo espíritu con Él” (1Co 6,17), el principio de vida del Cuerpo de Cristo es el Espíritu del resucitado que lo habita, une e impulsa, haciéndolo presencia de Jesucristo, el Señor, en la historia.

20

Lumen Gentium, 3.

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Comprendernos un solo cuerpo en Cristo supone vencer las barreras que nos dividen, asumir nuestras diferencias integrándolas en la riqueza de la comunidad, reconociendo que más allá de lo diverso hay todo un Dios que nos unifica en Jesucristo y nos hace hermanos, iguales en dignidad en cuanto hijos de Dios en Cristo. 2.3.2. Cristo, Cabeza de la Iglesia Jesucristo es la Cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo: “Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia; Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la plenitud, y reconciliar por Él y para Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, los seres de la tierra y de los cielos” (Col 1,18-20). En el mundo semita Cuerpo refiere a la persona en su aspecto relacional. Hablar de la Iglesia como cuerpo de Cristo distinguiéndola de Aquél que es su cabeza, subraya la dimensión relacional de la Iglesia en cuanto presencia visible del resucitado, espacio de encuentro entre los hombres y Dios. Jesucristo vivifica a la Iglesia con su Espíritu, es la fuente permanente de vida divina que sostiene a la Iglesia en la historia hasta el final de los tiempos. Él además, la dirige y enriquece, es quien marca su orientación, que está llamada a seguir los pasos de su fundador, teniendo sus mismos sentimientos, es decir, su pasión por el reino y por el querer del Padre. Además está llamada a seguir los pasos de Aquél que no retuvo ávidamente su igualdad con Dios, sino que se abajó asumiendo la condición de esclavo (cf. Fil 2,5s). Jesucristo es Cabeza de la Iglesia, lo que conlleva para los bautizados un destino divino en Jesucristo. Somos configurados con Cristo hasta reinar con Él como Iglesia peregrina en la tierra, que padece con Cristo para ser glorificada con Él (cf. 2 Tim 2,11; Rom 8, 17). 2.3.3. La Iglesia como misterio y sacramento 2.3.3.1. Misterio en la Sagrada Escritura Misterio en la Sagrada Escritura hace referencia al designio de salvación que Dios realiza en la historia humana. Es lo oculto, inscrito en el cielo y que se cumplirá de manera irrevocable (cf. Dan 2). Dios lo da a conocer a los profetas: “nada hace el Señor Yahvé sin revelar su secreto a sus siervos los profetas” (Am 3,7) como promesa de salvación que abre a un más de plenitud al final de los tiempos. El gran misterio en los Evangelios es el advenimiento del reino que había sido anunciado por los profetas y que Israel esperaba. En Jesucristo se abre el más de plenitud, el misterio del reino se hace presente en su persona. Dios mismo viene como salvación del hombre desde el hombre mismo (cf. Mc 1,15). Para san Pablo, el misterio es una realidad profunda, inexplicable, que abre una puerta al infinito. El misterio es el Evangelio, es salvación por la muerte y resurrección de Jesucristo que se implanta en la historia por la proclamación de la palabra. Es la salvación de Dios en Jesucristo por medio de la Iglesia. A él se accede por la revelación y se

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despliega en la historia en etapas sucesivas. Es decir, Jesús en su venida a la tierra y el tiempo de la Iglesia y la consumación al final de los tiempos. El misterio de salvación está en lucha con el misterio de iniquidad (cf. 2Tes 2,7) que se manifiesta en forma paradójica (cf. Rom 11,25). Es necesario el endurecimiento de una parte de Israel para que se salvara la masa de los paganos y su desenlace será el triunfo definitivo de Cristo (cf. 1Co 15,51). 2.3.3.2. La Iglesia es misterio El designio de Dios en Jesucristo se manifiesta en la Iglesia y alcanzará su plenitud al final de los tiempos. La Iglesia es un misterio divino “porque en ella se realiza el designio (o plan) divino de la salvación de la humanidad, a saber, «el misterio del Reino de Dios» revelado en la palabra y en la misma existencia de Cristo”21. Ella es Reino de Cristo presente como misterio, que por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo y que se une a Cristo en la eucaristía, realizando por Él, con Él y en Él, el designio de salvación22. La Iglesia es germen y principio del reino23, lo que significa que el misterio del reino se da a conocer en la Iglesia, y que en cuanto su germen y principio, hace posible que la voluntad del Padre, a través del Hijo en el Espíritu Santo, se haga presente en el tiempo como camino de salvación para la humanidad y el universo entero. 2.3.3.3. La Iglesia como sacramento24 El designio salvífico de Dios se revela eficazmente en la Iglesia. Es la salvación de Dios que acontece en la historia de la humanidad, progresivamente en un ‘siempre más’ que conduce a la humanidad hacia su destino final. La Iglesia es en Cristo ‘como un sacramento’25, realidad sacramental en la cual se nos regala la gracia de Dios por medio de los sacramentos. Porque ha sido voluntad de Dios salvar a los hombres como pueblo de su propiedad, la Iglesia existe como sacramento universal de salvación, realidad divina y humana que permite el encuentro de los hombres con Dios, sin el cual no cabe salvarse. La Iglesia, en cuanto sacramento, “es el signo de la salvación realizada por Cristo y destinada a todos los hombres mediante la obra del Espíritu Santo. Es un signo visible: la Iglesia, como comunidad del pueblo de Dios, tiene un carácter visible. También es un signo eficaz, pues la adhesión a la Iglesia otorga a los hombres la unión con Cristo y todas las gracias necesarias para la salvación”26. 2.4.

Iglesia, Cuerpo de Cristo orgánicamente estructurado

2.4.1. Igualdad fundamental y diversidad de funciones

21

Juan Pablo II, op. cit. 27 de noviembre de 1991. Cf., Lumen Gentium, 3. Cf., ibid., 5. 24 Cf. La Iglesia, Pueblo de Dios, Plan de formación para laicos, módulo de formación básica, 41. 25 Lumen Gentium ,1. 26 Juan Pablo II,op. cit., 27 noviembre de 1991. 22 23

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Por el bautismo pertenecemos a este nuevo Pueblo de Dios, en el cual se conjuga la dimensión interna, espiritual, con la dimensión externa y estructural. La Iglesia existe en el mundo y ello le significa articularse como institución visible y social. Formamos un único cuerpo en el cual sus miembros desempeñan diversidad de funciones. Ello comporta una igualdad fundamental que se ejerce de manera diversa según sea la condición de cada uno de los bautizados; funciones diversas que están al servicio del cuerpo eclesial y en él, al servicio del mundo entero. El nuevo Pueblo de Dios se articula a partir de la comunión de bautizados. Cada uno con sus dones, carismas y ministerios que enriquecen a la Iglesia y que son otorgados a los miembros de la Iglesia en vistas a la misión que ella ha de cumplir en el mundo y en la historia. Es importante, en primer lugar, diferenciar en las estructuras fundamentales de la Iglesia su constitución jerárquica y su constitución carismático institucional. Respecto de la constitución jerárquica de la Iglesia, tenemos que en la igualdad fundamental dada por el bautismo que supone una igual dignidad y un mismo fin para la misión al servicio de la edificación del Cuerpo de Cristo, distinguimos diversidad de funciones al servicio de la comunión eclesial. La jerarquía de la Iglesia, formada por obispos, presbíteros y diáconos, participa de la misión de Cristo en cuanto cabeza de la Iglesia. Los laicos, fieles cristianos, miembros del Pueblo de Dios. Por el bautismo y la confirmación son incorporados a Cristo como miembros de la Iglesia y partícipes de su misión al servicio del reino en su dimensión temporal. Por el testimonio de vida, por su palabra oportuna y por su acción concreta, el laico tiene la responsabilidad de ordenar las realidades temporales para ponerlas al servicio de la instauración del Reino de Dios, en el campo laboral, sindical, familiar, político, social y cultural, donde tiene que iluminar con su propia vida la vida del mundo. Los laicos tienen como propiedad el carácter secular, es decir, pertenecen al mundo y están al servicio de la santificación del mundo desde dentro, a modo de fermento. Llamados a ser hombres y mujeres de Iglesia en el corazón del mundo y hombres y mujeres del mundo en el corazón de la Iglesia27. La misión del laico es fundamental para la instauración del reino aquí en la tierra. “En nuestro continente latinoamericano, marcado por agudos problemas de injusticia que se han agravado, los laicos no pueden eximirse de un serio compromiso en la promoción de la justicia y del bien común, iluminados siempre por la fe y guiados por el Evangelio y por la Doctrina Social de la Iglesia, pero orientados a la vez por la inteligencia y la aptitud para la acción eficaz. Para el cristiano no basta la denuncia de las injusticias, a él se le pide ser en verdad testigo y agente de la justicia”28. Según sus capacidades y respondiendo a las necesidades de la Iglesia local, el laico contribuye con la misión de la Iglesia animando las comunidades cristianas de base, siendo responsable de la catequesis sacramental, promoviendo la pastoral social y siendo 27 28

Cf. Puebla, 786. Ibid., 793.

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miembro activo de los distintos equipos de las parroquias. Estos y muchos otros servicios y ministerios realiza el laico, en comunión con todos sus hermanos, tanto laicos como sacerdotes. Pastores y laicos deberán evitar algunos peligros: la tendencia a la clericalización de los laicos; reducir el compromiso laical a aquellos que reciben ministerios, dejando de lado la misión fundamental del laico, que es su inserción en las realidades temporales y responsabilidades familiares; promover tales ministerios como estímulos puramente individuales, fuera de un contexto comunitario; que el ejercicio de unos disminuya la participación de los demás29. En la medida que crece la participación de los laicos en la vida de la Iglesia y del mundo, crece también la urgencia por una sólida formación humana, social, apostólica y en la espiritualidad laical. “Cristianos con vocación de santidad, sólidos en su fe, seguros en la doctrina propuesta por el Magisterio, firmes y activos en la Iglesia, cimentados en una intensa vida espiritual, perseverantes en el testimonio y acción evangélica, coherentes y valientes en sus compromisos temporales, constantes promotores de paz y justicia contra toda violencia y opresión, agudos en el discernimiento crítico de las situaciones e ideologías a la luz de las enseñanzas sociales de la Iglesia confiados en la esperanza en el Señor”30. En cuanto a la constitución carismático institucional hay que diferenciar entre quienes pertenecen a Institutos de vida consagrada, sean religiosos o institutos seculares, y quienes pertenecen al estado seglar, es decir, laicos que viven en el mundo con la tarea de transformarlo desde dentro a través de la dedicación a sus tareas propias, vividas santamente, iluminados por el Evangelio y buscando hacer realidad el proyecto de humanidad que Dios nos ha revelado en Jesucristo. Respecto de las funciones y ministerios diversos que reciben todos los miembros de la Iglesia, habría que señalar que, por el bautismo, somos incorporados a Cristo sacerdote, profeta y rey. Desde donde se desprende una misión que pertenece a todo bautizado y que se ejerce de manera diversa según si pertenece al estado laical o a la jerarquía de la Iglesia. La función sacerdotal significa que, incorporados a Cristo sacerdote, participamos de su único sacerdocio. El único y verdadero sacerdote es Jesucristo, Él nos incorpora en su misión sacerdotal a través del sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, diferentes esencialmente y no sólo en grado, como dos maneras de participar en su sacerdocio que se encuentran en mutua relación, en cuanto se ordenan el uno al otro. El sacerdocio ministerial comporta una potestad sagrada que capacita para formar y dirigir al Pueblo de Dios. Por el sacerdocio ministerial se ofrece en nombre de todo el Pueblo de Dios el sacrificio eucarístico, celebrando este misterio de amor en persona de Cristo en cuanto cabeza de la Iglesia. El obispo, quien tiene la plenitud del sacramento del orden, recibe el encargo de administrar la gracia del supremo sacerdocio y de difundir la santidad de Cristo por medio de la palabra y los sacramentos.

29 30

Cf. Puebla, 815 y 817. Ibid., 799.

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El presbítero y diácono, participan del sacerdocio ministerial en grado diverso. El presbiterado es sacerdocio en segundo grado, es decir, no tiene la cumbre del pontificado y depende del obispo en el ejercicio de su potestad. El diaconado corresponde al grado inferior de la jerarquía, en el que se recibe la imposición de manos, no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio (servicio) y se ejerce en la liturgia, al servicio de la Palabra y por medio de la caridad, a imagen de Cristo que se hizo servidor de todos. “Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13, 14-15). Los fieles participan de manera diversa del único sacerdocio de Cristo. Su misión la ejercen al interior de la Iglesia, contribuyendo a su crecimiento y continua santificación31, por la participación en la eucaristía, en la oración y en la acción de gracias de la Iglesia. Como espacios privilegiados en la participación en el sacerdocio de Jesucristo habría que destacar de manera especial los sacramentos y la familia. Los sacramentos son fuente de gracia que nos santifican como cristianos y nos hacen formar parte en la misión mediadora de Jesucristo. En la familia, por medio de la santificación en la vida conyugal y de la procreación y educación de la prole: “...los esposos cristianos, con la fuerza del sacramento del matrimonio, por el que representan y participan del ministerio de la unidad y del amor fecundo entre Cristo y su Iglesia (cf. Ef 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial y con la acogida y educación de los hijos. Por eso tienen en su modo y estado de vida su carisma propio dentro del Pueblo de Dios (cf. 1Co 7,7). En efecto, de esta unión conyugal procede la familia, en la que nacen los nuevos miembros de la sociedad humana. Estos, por la gracia del Espíritu Santo, se convierten en hijos de Dios por el bautismo para perpetuar el Pueblo de Dios a través de los siglos. En esta especie de Iglesia doméstica los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo, han de favorecer la vocación personal de cada uno y, con un cuidado especial, la vocación a la vida consagrada”32. A su vez los laicos participan de la misión de Cristo insertos en el mundo, contribuyendo a su santificación a través del testimonio de vida, como fermento del mundo para que éste se ordene a Dios33. La función profética se refiere a que, incorporados a Cristo Profeta, participamos de su misión al servicio de la palabra que se ejerce de manera diversa según si se pertenece a la jerarquía o al laicado. Los obispos participan de la función profética de Cristo en la predicación del Evangelio y en cuanto maestros auténticos de la fe. En materia de fe y costumbres se les debe adhesión con religioso respeto. Los presbíteros, en dependencia del obispo, ejercen esta función profética en la predicación de la palabra. Los fieles participan de la función profética de Cristo en el testimonio, el sensus fidei (sentido sobrenatural de la fe) y los carismas. “El pueblo santo de Dios participa también del carácter profético de Cristo dando un testimonio vivo de Él, sobre todo con la 31 32 33

Cf. Lumen Gentium, 33. Ibid., 11. Cf. ibid., 31.

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vida de fe y amor, y ofreciendo a Dios un sacrificio de alabanza, fruto de unos labios que aclaman su nombre (cf. Heb 13,15). La totalidad de los fieles que tienen la unción del Santo (1Jn 2,20 y 27) no pueden equivocarse en la fe. Se manifiesta esta propiedad suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo; cuando «desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos» muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral. El Espíritu de la verdad suscita y sostiene ese sentido de la fe. Con él, el pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio al que obedece con fidelidad, recibe, no ya una simple palabra humana, sino la palabra de Dios (cf. 1Tes 2,13). Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige al Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los ministerios y lo llena de virtudes. También reparte gracias especiales entre los fieles de cualquier estado o condición y distribuye sus dones a cada uno según quiere (1Co 12,11). Con estos dones hace que estén preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia, según aquellas palabras: A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común (1Co 12,7)”34. La función real significa participación de la misión de Cristo en el servicio de gobernar a su pueblo. Los obispos ejercen esta función con potestad propia sobre las iglesias particulares a ellos confiadas. Esto significa que no son vicarios del Santo Padre, sino de Cristo mismo, verdaderos gobernantes de los pueblos de los cuales son pastores como representantes de Cristo aquí en la tierra. La ejercen en nombre de Cristo y al servicio de la Iglesia: “Los obispos, como vicarios y legados de Cristo, gobiernan las iglesias particulares que se les han confiado, no sólo con sus proyectos, con sus consejos y con sus ejemplos, sino también con su autoridad y potestad sagrada, que ejercen, sin embargo, únicamente para construir su rebaño en la verdad y santidad, recordando que el mayor debe hacerse como el menor y el superior como el servidor (cf. Lc 22, 26-27). Esta potestad, que desempeñan personalmente en nombre de Cristo, es propia, ordinaria e inmediata”35. La regulación del ejercicio de esta autoridad está en manos de la suprema autoridad de la Iglesia, “que puede ponerle ciertos límites con vistas al bien común de la Iglesia o de los fieles”36. A su vez los sacerdotes ejercen, “en la medida de su autoridad, la función de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen a la familia de Dios como fraternidad animada por los mismos ideales y la conducen hacia Dios Padre en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,24)”37 Los laicos también participan, aunque de manera propia, en la función real de Jesucristo. Jesucristo quiere dilatar el reino por medio de los fieles laicos. Ellos son testigos e instrumentos de la misión de la Iglesia allí donde sólo ellos pueden llegar38, y han recibido la misión de conseguir que el mundo se eleve desde dentro a Dios por la gracia de Cristo. “El Señor, en efecto, desea extender su reino también por medio de los laicos: un reino de verdad y de vida, un reino de santidad y de gracia, un reino de justicia, de amor y de paz. En este reino la creación misma se verá libre con la libertad gloriosa de los hijos de Dios, sin ser esclava de la corrupción (cf. Rom 8,21). Realmente se da a los

34

Ibid., 12. Ibid., 27. 36 Ibid. 37 Ibid., 28. 38 Ibid., 33. 35

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discípulos una promesa grande y un mandamiento grande: Todo es vuestro, pero vosotros de Cristo y Cristo de Dios (1Co 3,23)”39. 2.4.2. El primado de Pedro El primado de Pedro corresponde al lugar preponderante que éste recibe entre los doce por voluntad de Jesús, testimoniado en la Sagrada Escritura y recogido por la tradición de la Iglesia como algo propio y esencial de la organización eclesial. A continuación algunos elementos que nos permiten afirmar su verdad. Jesús cambia el nombre a Pedro. El valor del nombre en el mundo semita, como indicativo de lo que la persona está llamada a ser, es un antecedente que nos permite comprender la importancia del cambio de nombre de Simón, quien recibe de Jesús el nombre de Pedro y con ello la invitación a ser piedra del naciente grupo que era convocado: “Fijando Jesús su mirada en él, le dijo: ‘Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas’ – que quiere decir, ‘Piedra” (Jn 1,42). La narración de Mateo aporta elementos valiosos en la comprensión del significado de la vocación recibida por Pedro: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré la Iglesia, y las puertas del hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16,18-20). La entrega de las llaves remite a la plenitud de poderes que recibe Pedro de manos de Jesús; la autoridad para atar y desatar habla de la medida disciplinar-jurídica y salvífica que recibe Pedro (y después los apóstoles, cf Mt 18,18). Pedro y los demás apóstoles, así como sus legítimos sucesores, tienen el poder de declarar a un hombre atado a su pecado, retener el perdón como medida que permite al penitente hacer camino de conversión. Cuando la persona ha hecho camino de conversión y se ha abierto a la gracia que renueva y transforma al ser humano en su raíz más profunda, puede recibir el perdón. En este contexto se comprende la autoridad recibida para declarar al hombre desatado de su pecado, es decir, el poder de romper las ataduras del pecado y reintegrar a la comunidad. No se trata sólo de la comunidad, sino del reino mismo, por ello la autoridad recibida de Jesús tiene repercusión en el cielo. Otros textos que complementan los ya expuestos son Lc 5,8: “no temas, desde ahora serás pescador de hombres”; Lc 22,31: “cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos” y Jn 21,15s: “apacienta mis corderos”. La misión recibida es para convocar a los hombres bajo el nombre de Jesucristo. Es por ello que Pedro debe confirmar a la comunidad tras la partida del Maestro y, sobre todo, como pastor de la Iglesia, debe conducir a la comunidad. En relación al primado de Pedro, sabemos que entre los doce tiene un lugar preponderante como señalan los textos bíblicos ya mencionados y el hecho de que al nombrar al grupo se le destaque de manera particular, da cuenta de este hecho: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los doce...” (1Co 15,5). El texto de 1Co fue

39

Ibid., 36.

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escrito alrededor del año 54, ya entonces se reconoce a Pedro un lugar privilegiado entre los doce. Pedro y sus sucesores tienen una misión importante. La Iglesia debía perdurar en la historia hasta el fin de los tiempos conservando aquellos elementos que le son esenciales. El rol de Pedro es fundamental en la existencia de la Iglesia. Por ello, la misión recibida es transmitida a sus sucesores, es decir, al obispo de Roma. Por lo tanto, no se puede afirmar la pertenencia a la Iglesia sin acoger la labor pastoral y docente del Santo Padre, recibiendo con docilidad y apertura aquello que, por inspiración del Espíritu Santo, establece como orientación fundamental de la Iglesia.

3.

IGLESIA, TEMPLO DEL ESPÍRITU SANTO

“Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra (cf. Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia y de esta manera los creyentes pudieran ir al Padre a través de Cristo en el mismo Espíritu (cf. Ef 2,18). Él es el Espíritu de vida, la fuente de agua que mana para la vida eterna (cf. Jn 10,4.14; 7,38.39). Por Él, el Padre da la vida a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resuciten en Cristo sus cuerpos mortales (cf. Rom 8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia como en un templo (cf. 1Co 3,16; 6,19), ora en ellos y da testimonio de que son hijos adoptivos (cf. Gal 4,6; Jn 16,13), la une en la comunión y el servicio, la construye y adorna con sus frutos (cf. Ef 4,11-12; 1 Co 12,4; Gal 5,22). Con la fuerza del Evangelio, el Espíritu rejuvenece a la Iglesia, la renueva sin cesar y la lleva a la unión perfecta con su esposo. En efecto, el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (Ap 22,17)”40. El don de Dios en su Espíritu eleva la humanidad, santificándola continuamente y conduciéndola en Cristo a su destino de plenitud en Dios. La Iglesia en cuanto habitada por Dios en su Espíritu es ‘Templo del Espíritu Santo’. 3.1.

Pentecostés y el don del Espíritu Santo

Pentecostés es un acontecimiento fundamental en la constitución de la Iglesia, “es Pentecostés el momento en que esta mutua pertenencia de Espíritu e Iglesia se manifiesta de modo más esplendoroso, donde se hace patente que la Iglesia es la continuación, en la historia de la salvación, de la unción de Jesús con el Espíritu. El mismo Espíritu que empujó a Jesús en medio de su pueblo, coloca ahora a la Iglesia en el corazón de una humanidad dividida para recrear desde dentro la unidad por la reconciliación que ofrece el evangelio. Pentecostés se convierte en evento fundador de la Iglesia”41. El Espíritu Santo, fuerza de lo alto llena, guía y conduce a la Iglesia más allá de sus fuerzas. El Espíritu obra la transformación sorprendente de aquellos atemorizados hombres que, tras la muerte del maestro, permanecían encerrados y sin saber qué hacer. El acontecimiento de Pentecostés supone la irrupción de Dios que lleva a salir y anunciar al resucitado, dando incluso la vida por Él. Es el Espíritu de unidad que abre al diálogo y permite la unificación de los hombres en Cristo. “Sin duda, el Espíritu Santo actuaba ya en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés vino 40 41

Ibid.,4. E. Bueno de la Fuente, op. cit., 67-68.

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sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión del Evangelio entre los pueblos mediante la predicación en la catolicidad de la fe, por la Iglesia de la nueva alianza que habla en todas las lenguas, comprende y abraza en el amor a todas las lenguas, superando así la dispersión de Babel”42. 3.2.

Un solo pueblo, porque un solo Espíritu

El deseo de Cristo para su Iglesia es que todos sean uno: “... para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17,21-23). El Espíritu Santo es principio de unidad de la Iglesia. Pueblo de Dios habitado por aquel mismo don de amor que une al Padre y al Hijo y alberga en su seno el fundamento de la unidad de todo cuanto existe. La Iglesia es Templo del Espíritu, lo que significa que es habitada por el Espíritu Santo, unida en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo43. La unidad de la Iglesia se refleja en la participación de una sola fe, un mismo bautismo, unidad en los sacramentos y unidad con nuestros pastores. Para fortalecer la unidad que nos hace la única Iglesia de Jesucristo es importante que nos preguntemos por la manera como vivimos esta dimensión esencial de la Iglesia: ¿participamos de la misma fe? ¿celebramos los sacramentos como la Iglesia de Jesucristo? ¿vivimos nuestra pertenencia a la Iglesia adhiriéndonos con espíritu de fe a lo que nuestros pastores nos proponen?. 3.2.1. Una misma fe, una misma Iglesia Pertenecer a la Iglesia supone la comunión de fe. Hemos recibido un legado que se remonta a Jesucristo y que ha sido transmitido a lo largo de la historia, enriqueciéndose con la predicación viva de la Iglesia. La Iglesia, al buscar responder desde Jesucristo a las nuevas preguntas que surgen en los diversos tiempos y lugares, ha ido actualizando y enriqueciendo la comprensión de la verdad revelada por Dios en Jesucristo y conservada en la Iglesia por obra del Espíritu Santo. ¿Qué es lo esencial de esta fe? Muchas veces nos decimos miembros de una misma Iglesia y no creemos con la fuerza transformadora de la fe, que Jesucristo ha resucitado y está vivo en medio de nosotros. En la actualidad, vivimos en un mundo que parece afirmar en la práctica cotidiana y en las elecciones que lo orientan que Dios no existe. Somos muchas veces cristianos que profesamos la fe, pero no la vivimos en el día a día a través de las elecciones que marcan el rumbo de nuestra vida y la de nuestros semejantes. Es lo que denuncia el magisterio de la Iglesia cuando se refiere a la desvinculación que existe entre fe y vida, y que hace que muchos hombres y mujeres duden de la verdad del mensaje de Jesucristo. Vemos, por lo tanto, la presencia de signos que nos invitan a una nueva evangelización, a volver a encantarnos con la persona de Jesucristo, a dejarnos renovar por la fuerza del Espíritu Santo, a adherirnos de corazón a 42 43

Ad Gentes, 4. Cf., Lumen Gentium, 4.

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Jesucristo y dejarnos mover por los criterios del Evangelio, como camino para alcanzar la unidad de la fe que nos hace la única Iglesia de Jesucristo. 3.2.2. Unidad de la Iglesia: un solo pueblo bajo un solo pastor El Papa es principio visible y perpetuo de unidad de la Iglesia, del mismo modo que el obispo es principio de unidad de la Iglesia particular a él confiada. La Iglesia integra una dimensión interior e invisible dada por la presencia del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo, que la habita como principio eterno de unidad, así como una dimensión visible dada por la presencia del obispo como garante de la unidad. Esta verdad fundamental es sostenida desde los inicios de la Iglesia. Para los padres de la Iglesia la comunión eclesial en su dimensión visible se sostenía en la adhesión a la sana doctrina y en la correcta praxis litúrgica. El obispo era quien guardaba el depósito de la fe (Sagrada Escritura y predicación viva de la Iglesia), como garante de la unidad de la Iglesia. La sucesión apostólica (de Jesucristo han recibido los apóstoles la misión de transmitir la Buena Noticia del Evangelio y los obispos reciben, en continuidad con los apóstoles, la tarea de continuar dicha misión) asegura la transmisión de la enseñanza de la Iglesia de generación en generación. 3.2.3. Unidad en los sacramentos Por medio de los sacramentos Dios se regala al hombre que en libertad acoge su gracia. El fruto de la acción sacramental de Dios que acontece en la Iglesia es la vida en Cristo. Los cristianos son hombres y mujeres que viven su vida de manera nueva y distinta, quienes a diferencia de los demás hombres, viven ‘en el Señor’, y desde Él comprenden y proyectan su existencia terrena. ¿Cómo ignorar la laicización de los sacramentos, que en muchos casos se han convertido en un evento social, en ritos vacíos de su verdadero significado? Basta cumplir con la norma que estipula que hay que bautizar al niño, que a determinada edad debe hacer su primera comunión, después confirmarse, casarse por la Iglesia y finalmente recibir la unción de los enfermos... y la reconciliación va quedando cada vez más al margen de la praxis de los creyentes. Nos quedamos en lo externo y perdemos de vista el fondo de vida nueva a que nos abren los sacramentos. En los sacramentos se conjuga el don de Dios con la libertad humana que acoge y responde, permitiendo que la gracia transforme el núcleo de la propia vida asemejándola cada vez más con la vida de Cristo. 3.2.4. La vida en Dios como destino del hombre El destino final de la humanidad es ser un solo pueblo que en Cristo es ofrecido a Dios para habitar en Él por toda la eternidad. La Iglesia existe para hacer realidad este designio, como germen de la unidad a la que están invitados todos los hombres, y llamada a poner todos los medios que estén a su alcance para que esto sea posible. La Iglesia ha recibido de Jesucristo un mandato misionero. “Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado” (Mt 28,19-20). Un envío avalado por la promesa de su presencia y compañía todos los días hasta el fin del mundo. En los orígenes del cristianismo, la Iglesia se expande anunciando la Buena Noticia de Jesucristo y bautizando a quienes la acogían en la fe. Es la Iglesia misionera que encontramos testimoniada en los Hechos de los Apóstoles y en las Cartas Paulinas,

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confirmada por los primeros padres de la Iglesia y por los creyentes que, en medio de la persecución, están dispuestos incluso a dar la vida por fidelidad a Jesucristo y el Evangelio. La palabra profesada y atestiguada por la entrega generosa y libre de la vida, fue tocando a muchos hombres y mujeres que decidieron abrazar la fe y comprometer la vida en la propuesta del Evangelio de Jesucristo. Volver la mirada hacia el origen de nuestra Iglesia, recibir una vez más el mandato de Jesús y dejarnos renovar por la radicalidad con que lo asumieron los primeros cristianos, es fuente de nueva vida para nuestra Iglesia. Despertar de nuestra realidad de acomodo y mediocridad, mirar nuevamente a Jesucristo, su vida, su entrega hasta la muerte, su presencia resucitada en medio nuestro, y dejarnos impulsar una vez más por la Buena Noticia de un Dios que nos ama y quiere hacer alianza de amor con la humanidad, convocándola en su seno para siempre, es camino que nos pone de pie como Iglesia, en medio de la fragilidad y la pobreza. Somos Iglesia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Convocada por el amor del Padre que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Hasta tal punto amados por Él, que nos entregó a su propio Hijo para que nos abriera las puertas de la salvación. Jesucristo resucitado permanece en su Iglesia, regalándonos en todo tiempo y lugar el don de su Espíritu, Espíritu de amor que nos llama a dar cuenta con nuestra vida de que existe sólo un amor capaz de llenar el corazón del hombre. Vivimos en un mundo que nos llena de ofertas de aparente felicidad. Este mundo que nos asegura que al acumular muchos bienes, que en el placer egoísta que se alcanza a costa de otros y en el poder sobre los demás, encontraremos nuestra seguridad, la paz del corazón que busca un sentido para la vida y la plena realización personal. Pero, lo que va quedando en lo profundo del corazón del hombre que se ha dejado envolver por tan seductora propuesta, es el vacío y la soledad que grita por algo más; es el hombre verdadero que habita en cada uno de nosotros y que en definitiva, no se siente vivo, pleno, feliz. Sólo en Jesucristo se encuentra la respuesta a nuestra pregunta, porque no hay otro nombre en el cual se encuentre la verdadera salvación; porque Jesucristo le revela al hombre el verdadero hombre, señalándole el camino de la verdadera felicidad y ofreciéndose Él mismo como la única fuente de salvación. En la Iglesia hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él, lo que somos llamados a comunicar a los hombres, que buscan entre sombras el camino de la verdadera felicidad, la Buena Noticia de Jesucristo y el reinado de Dios que se vive en el amor, la justicia y la verdad. 3.2.5. Vocación a la unidad: necesidad del ecumenismo Porque Dios ha querido salvar a los hombres formando un solo pueblo que lo sirva en el amor y porque la Iglesia es germen de esta unidad, es esencial a su vocación favorecer en el presente lo que haga posible dicha integración de todos los hombres en el único Pueblo de Dios. El diálogo ecuménico no es una realidad accesoria a la Iglesia, sino que se inserta en su más esencial vocación porque fundada en la unidad trinitaria, es llamada a ser fuente de unidad, capaz de integrar lo diverso sin renunciar a los fundamentos de su fe. El ecumenismo parte de una conciencia de aquello que, por ser lo más propio y fundamental, es irrenunciable. Desde la claridad en aquello que constituye nuestra identidad como Iglesia, y que hemos ido perfilando en las páginas precedentes, cabe

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iniciar un diálogo con aquellos que participan de la verdad de Jesucristo de manera propia, reconociendo las semillas de verdad y dejándonos enriquecer por ellas, presentando aquello que guardamos en el seno de la Iglesia como tesoro recibido en Jesucristo y custodiado por el magisterio a lo largo de los siglos, y buscando en conjunto aquello que nos unifica. Aquí hay un desafío que hemos de enfrentar y que nos exige reflexión y búsqueda, al cual no podemos renunciar. 3.3.

Carismas en la Iglesia

La Iglesia nace permanentemente del Espíritu, Espíritu que unifica y enriquece el cuerpo en vistas a la misión confiada. Podemos afirmar con san Pablo: “Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo en todos” (1Co 12, 4-6). En la unidad de la Iglesia se refleja la unidad de Dios, pero a la vez, de la vitalidad de la Trinidad la Iglesia se enriquece. Es la unidad que se hace fecunda en múltiples manifestaciones de vida. El Espíritu Santo reparte gracias según quiere, dones recibidos para ser puestos al servicio de la renovación y edificación de la Iglesia, y desde la Iglesia, para el cumplimento de su misión en el mundo. El Espíritu Santo “reparte gracias especiales entre los fieles de cualquier estado o condición y distribuye sus dones a cada uno según quiere (1Co 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los ordinarios y comunes, hay que recibirlos con agradecimiento y alegría, pues son muy útiles y apropiados a las necesidades de la Iglesia”44. El discernimiento de la autenticidad de los carismas, velando por no sofocar el Espíritu, es tarea que compete al magisterio de la Iglesia: “El juicio acerca de su autenticidad y la r egulación de su ejercicio pertenece a los que dirigen la Iglesia. A ellos compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno”45.

4.

DIOS QUIERE QUE TODOS LOS HOMBRES SE SALVEN

4.1.

La Iglesia es necesaria para la salvación

La primera afirmación que hemos de hacer y que articula nuestra reflexión es que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tim 2,4). Pero, ¿qué significa ser salvados? Salvación de Dios en Jesucristo significa liberación de las ataduras del pecado que no permiten al ser humano encaminarse hacia la vida plena en Dios. Sólo en Dios el hombre alcanza la verdadera felicidad y es hombre de verdad. En Jesucristo el hombre conoce lo que significa su vocación humana fundamental: “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del

44 45

Ibid., 12. Ibid.

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Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación”46. Desde la realidad trinitaria comprendemos la vocación esencial de la Iglesia: “aparece como el pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”47. Es Pueblo de Dios, nacido del amor fiel del Padre, es Cuerpo de Cristo, nacida como nuevo pueblo en la sangre de Jesucristo, es Templo del Espíritu, habitada e impulsada por la fuerza de Dios que le viene de lo alto. La Iglesia nace en virtud de la unidad del Padre, Hijo y Espíritu Santo, por ello llamada a ser principio de unidad del género humano. Es la intuición que encontramos en el Vaticano II, cuando al definir a la Iglesia dice que ella “es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”48. He aquí el camino de la humana salvación que Dios en Cristo quiere ofrecer a todos los hombres. No ha querido salvarlos aisladamente sino como pueblo, y en este pueblo Cristo por su Espíritu, es principio de unidad A partir de aquí podemos afirmar que la Iglesia es necesaria para la salvación. El designio de unidad en que la humanidad y el universo entero encuentran su plenitud, se realiza en Cristo por su Espíritu en la Iglesia: “Él es también la cabeza del cuerpo, de la Iglesia; El es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, los seres de la tierra y de los cielos” (Col 1, 18-20). En síntesis podemos afirmar49: 1. Dios creó a todos los hombres como una familia y los salvó como un pueblo, reconciliándolos en Cristo. 2. Entonces Cristo es el único mediador que ha salvado a toda la humanidad, entrando en contacto con Cristo como su cabeza. Sólo en Cristo hay salvación. 3. Cristo ha quedado presente en el mundo a través de su Iglesia que es su cuerpo dotado también de elementos sociales y visibles y que subsiste -es decir se encuentra con toda su plenitud y fuerza- en la Iglesia católica. 4. Esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación ya que es el sacramento de Cristo, es decir, su signo e instrumento de salvación, que perpetúa la presencia de Cristo entre nosotros. 5. El afirmar que es necesaria quiere decir que Jesús mismo la instituyó como su sacramento y que permanecerá perpetuamente entre nosotros como signo e instrumento eficaz de salvación. No hay ni habrá otra institución, otro sacramento de Cristo en el mundo. Si bien la presencia de Cristo traspasa con mucho las fronteras visibles de la Iglesia católica.

46

Gaudium et Spes, 22. Lumen Gentium, 4. 48 Ibid., 1. 49 Tomado de R. Polanco, La Iglesia Peregrina es necesaria para la salvación, apuntes inéditos. 47

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6. Es necesaria para la salvación porque es objetivación de la presencia de Cristo en el mundo que muestra siempre la vocación más profunda del hombre en cuanto muestra el misterio pascual de Cristo como el absoluto salir de sí mismo para ir al encuentro del otro. Y en ese sentido orienta la conciencia de todo hombre y mujer. No basta con seguir la conciencia sino que esta debe orientarse en la dirección correcta que es el encuentro con el prójimo que es presencia de Dios. Ahí se comprende la necesidad de la Iglesia como presencia viva de Cristo en medio de los pueblos. 7. En ese sentido es necesaria también, porque muestra al mundo el rostro y el nombre de Dios en Cristo, lo cual ayuda a entregarse más plenamente a Dios, ya que el amor necesita el conocimiento explícito para ser total y pleno. La Iglesia explicita el rostro de Dios para que el hombre ame explícitamente a Dios en Cristo, con lo cual el amor es más pleno. 8. Además, al mostrar a Cristo, el alfa y la omega del mundo y modelo de todo hombre, plenifica la vocación y la vida de cada hombre. Cristo hace al hombre más humano. 9. Es necesaria para la salvación en cuanto es siempre un instrumento eficaz que está haciendo presente la salvación a todo el mundo, principalmente a través de la eucaristía, que es re-presentación del sacrifico reconciliador de Cristo. 10. Lo anterior implica que la Iglesia tiene su esencia en referencia a Cristo y por eso está llamada a purificar siempre su rostro para que en ella brille cada vez mejor la luz de Cristo. 11. Implica además, que está llamada a convocar a todos los pueblos a Cristo para que puedan gozar más plenamente de su presencia y de su gracia y así se vean iluminados por la vida y obra de Cristo. El bien por esencia es difusivo de sí mismo. 12. Por otra parte toda la humanidad, por la cruz de Cristo, ha quedado vinculada a su Señor a través de caminos conocidos sólo por Dios. 13. Pero toda vinculación con Cristo es además vinculación con su cuerpo y por lo tanto con la Iglesia. Toda gracia tiene vínculos comunitarios que nacen del ser comunitario de la humanidad y del aspecto comunitario de la salvación. Todo hombre y mujer que se salva, lo hace injertándose en Cristo y por lo tanto vinculándose de alguna manera con su pueblo. En ese sentido toda salvación es salvación por medio y en la Iglesia, en cuanto toda salvación es de Cristo y Él ha vinculado su ser y su obrar a su Iglesia. Toda gracia refiere siempre a la Iglesia y vincula siempre de alguna manera con ella. 14. Por último, todo esto nos muestra que toda la humanidad está vinculada con la Iglesia que es el Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo. El sentido más profundo de la Iglesia, y por lo tanto de su pertenencia a ella, es la relación con Cristo. Las fronteras de la Iglesia son sin límites y se expanden en círculos concéntricos con Cristo al centro. Luego, se encuentran los plenamente incorporados a la Iglesia por la gracia y los tres elementos visibles de la unidad católica. Después están los que reconocen a Cristo y han recibido el bautismo.

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A todos ellos se les llama iglesias o comunidades eclesiales y pertenecen al pueblo de Dios. A continuación, en otro círculo, se encuentran todos los hombres que siguen el camino de amor y de apertura al prójimo en la humildad de saberse necesitados de otros. Todos ellos están ordenados al pueblo de Dios ya que pertenecen a la humanidad que ha sido salvada por Cristo y que está llamada a vivir de Él. 15. Sin embargo, en estos diversos círculos concéntricos se encuentra también entremezclada, la realidad del pecado de cada hombre que en definitiva es lo que aleja de Dios. Pero esa realidad permanece hasta que sea purificada definitivamente en la eternidad. 16. Siempre será la gracia de Dios que moverá el corazón del hombre para responder al llamado de Dios que es la fe necesaria para la salvación. 17. La mayor cercanía a Cristo se da entonces en dos aspectos íntimamente ligados y no separables entre sí: la aceptación de la gracia de Cristo en el corazón y la vinculación a su sacramento en sus estructuras visibles. La Iglesia, por lo tanto, es espacio de encuentro entre Dios y los hombres. Dios se ha formado un pueblo al cual todos estamos llamados a pertenecer y en él se regala como único camino de salvación en su Hijo por la fuerza de su Espíritu. El Concilio Vaticano II refiere a los diversos grados de pertenencia a la Iglesia: 

Se encuentran plenamente incorporados a Cristo en la Iglesia los fieles católicos que poseen el Espíritu de Cristo y aceptan su organización y medios de salvación. Los catecúmenos que han manifestado la voluntad expresa de incorporarse se vinculan a ella por el deseo y se les considera plenamente incorporados50.



No están plenamente incorporados y, por lo tanto, pertenecen a Cristo en la Iglesia en un grado menor, los cristianos no católicos. Aquí se incluye a quienes han recibido el bautismo, pero no profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro51.



Se ordenan a Cristo y son salvados por Él quienes pertenecen al pueblo judío, los musulmanes, quienes buscan al Señor con corazón sincero y quienes no conocen a Dios, pero llevan una vida recta52.

Dios quiere que todos los hombres se salven y el único mediador de la salvación es Jesucristo, conocido por la predicación de la Iglesia. Cristo “al inculcar la necesidad de la fe y el bautismo con palabras expresas, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el bautismo como por una puerta”53. Es por ello que, “no se pueden salvar aquellos hombres que, no ignorando que la Iglesia católica fue fundada por Dios por medio de Jesucristo como necesaria, se negasen, sin embargo, a

50

Cf., Lumen Gentium, 14. Cf., ibid., 15. 52 Cf., ibid., 16. 53 Ad gentes, 7. 51

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entrar en ella o a perseverar en ella”54. Sin embargo, Dios conduce a quienes, sin tener culpa en ello, no han conocido la verdad de Dios en Jesucristo, para que accedan a la fe, sin la cual no cabe agradar a Dios55. Pero ello no exime a la Iglesia de su labor evangelizadora, a quien corresponde “la necesidad y al mismo tiempo el derecho sagrado de evangelizar, y, por ello, la actividad misionera conserva íntegra, hoy como siempre, su fuerza y su necesidad”56. 4.2.

Dimensión escatológica de la Iglesia: ya, pero todavía no

Sin negar el peso del pecado que a lo largo de la historia ha ido desfigurando el rostro de la Iglesia, nos llena de esperanza reconocer en ella la presencia de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo que la fundamenta, renueva e impulsa. Porque “Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él graciosamente todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, e intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos más que vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rom 8,31-39). Es un hecho que Dios quiere salvar a todos los hombres (cf. 1Tim 2,4), y ha querido hacerlo por medio de la Iglesia. Esto nos asegura que, mas allá de los tropiezos que pone el hombre por su debilidad y pecado, la Iglesia crece y seguirá creciendo en santidad y justicia, y que ella se encamina hacia la promesa de plenitud abierta en Jesucristo. Por la gracia de Dios en Cristo que se regala a la Iglesia, por medio del Espíritu Santo, Dios conduce la historia hacia su plenitud. “La restauración prometida que esperamos ya comenzó en Cristo, progresa con el envío del Espíritu Santo y por Él continúa en la Iglesia”57. La Iglesia es anticipo de la plenitud que esperamos: 

Es germen del reino: la Iglesia “constituye el germen y el comienzo de este reino en la tierra”58.



En ella está presente el resucitado: “Cristo es la cabeza de este cuerpo. Él es la imagen de Dios invisible; por medio de Él fueron creadas todas las cosas. Él es anterior a todo y todo se mantiene en Él. Él es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo (cf. Cor 1, 15-18). Él, por su gran poder, es el Señor de cielo y tierra y, por su perfección y actividad extraordinarias, colma a todo el cuerpo con las riquezas de su gloria (cf. Ef 1, 18-23)”59.

54

Ibid. Ibid. Ibid. 57 Lumen Gentium, 48. 58 Ibid., 5. 59 Ibid., 7. 55 56

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Es templo del Espíritu Santo: “para renovarnos sin cesar en Él (cf. Ef 4, 23) nos dio su Espíritu, que es el único y el mismo en la cabeza y en los miembros. Este de tal manera da vida, unidad y movimiento a todo el cuerpo, que los padres pudieron comparar su función a la que realiza el alma, principio de vida, en el cuerpo humano”60.

Estamos en camino, pero también hemos llegado, ya salvados, pero todavía no en plenitud, habitados por Dios y conducidos por Él hacia la plenitud de la promesa: “Vivificados y reunidos en su Espíritu, peregrinamos hacia la consumación de la historia humana, que coincide plenamente con el designio de su amor: restaurar en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra (Ef 1,10)”61. Porque “la Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo y en la que conseguimos la santidad por la gracia de Dios, sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo. Tendrá esto lugar cuando llegue el tiempo de la restauración universal (Hech 3,21) y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo (cf. Ef 1,10; Col 1,20; 2 Pe 3,10-13)”62. Queda el desafío respecto a cómo vivir animados por la esperanza en una promesa que ciertamente será cumplida, sin desentendernos de la tarea presente que nos exige poner los medios que están a nuestro alcance para que la Iglesia sea aquello que está llamada a ser: sacramento universal de salvación, espacio de encuentro que una a los hombres entre sí y con Dios63. 5.

LA VIRGEN MARÍA Y LA IGLESIA64

5.1.

María virgen, madre de Dios y de la Iglesia

La virginidad de María es reflejo de un corazón indiviso que sólo a Dios perteneció y pertenece para siempre. La virginidad de María guarda un profundo significado, atestiguando hasta qué punto Dios personaliza a quien sin reservas se fía de él. María siendo virgen, da a luz al Salvador, porque el fruto de su vientre no es hijo de la carne y de la sangre, sino del poder de Dios recibido en la fe. María es para la Iglesia modelo de virginidad. La Iglesia es virgen al conservar íntegra su fe, permaneciendo fiel a la Palabra revelada y transmitida a lo largo de la historia. “Es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo, e imitando a la madre de su Señor, con la fuerza del Espíritu Santo, conserva virginalmente la fe íntegra, la esperanza firme y el amor sincero”65. María es madre del Salvador, que colaboró de manera única en su obra de salvación, por ello es nuestra Madre en el orden de la gracia66. La grandeza de María se encuentra “no tanto en privilegios biológicos, cuanto en la misericordia de Dios gratuitamente ofrecida y fielmente aceptada. La clave de su persona debe buscarse en la 60

Ibid. Gaudium et Spes, 45. Lumen Gentium, 48. 63 Ibid., 1. 64 Cfr. La Iglesia, Pueblo de Dios, Plan de formación para laicos, módulo de formación básica, 48. 65 Lumen Gentium, 64. 66 Cf., ibid., 61. 61 62

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fe; ciertamente una fe a través de la cual descubrimos lo que el poder de Dios puede crear en una total disponibilidad. María no es un objeto a admirar en sí mismo, sino un signo de la gracia de Dios. Es madre en su alma y en su cuerpo. Concibió a Jesucristo antes en su corazón que en su vientre; por la fe concibió la carne de Cristo. La acentuación de la fe de María es correlativa con la acentuación de la gracia de Dios. Es la actitud responsorial a la iniciativa libre y benevolente de Dios”67 A ejemplo de María, la Iglesia se convierte en madre por la Palabra de Dios acogida con fe. La Iglesia es seno materno en el cual, por la predicación y el bautismo, se da a luz nuevos cristianos. “Contemplando su misteriosa santidad, imitando su amor y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también la Iglesia se convierte en madre por la Palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios”68. 5.2.

María, mediadora

Jesucristo es el único mediador. María participa de la mediación de Jesucristo fomentando la unión inmediata de los creyentes con Él. La Virgen, por lo tanto, se encuentra inserta en el misterio de salvación de Dios en Jesucristo. “Uno solo es nuestro Mediador... Pero la misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia”69. María, asunta en el cielo, continúa con su misión salvadora. Intercediendo por nosotros vela, con maternal cuidado, por quienes aún peregrinamos hacia la patria definitiva. “Entre tanto, la madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor (cf. 2Pe 3, 10), brilla ante el pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo”70.

67

R. Blazquez, La Iglesia del Concilio Vaticano II, 457. Lumen Gentium, 64. 69 Ibid., 60. 70 Ibid., 68. 68

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BIBLIOGRAFÍA GENERAL Bibliografía básica: 

MAGISTERIO DE LA IGLESIA

-

Catecismo de la Iglesia católica.

-

Concilio Vaticano II, Madrid 2000 .

-

JUAN PABLO II, Ecclesia de Eucharistia, Jueves Santo 2003.

-

3ª Conferencia general del episcopado latinoamericano, Puebla 1979.

-

JUAN PABLO II, La Iglesia. Catequesis tomadas del Osservatore Romano 1991-1994, Fundación cultura nacional, Santiago.

Bibliografía complementaria: 

BETTI, U., La dottrina sull’episcopato del Concilio Vaticano II, Roma 1984.



BLAZQUEZ, R., La Iglesia del Concilio Vaticano II, Salamanca 1988.



BUENO DE LA FUENTE, E., Eclesiología, Madrid 2001.



PHILIPS, G., La Iglesia y su Misterio en el Concilio Vaticano II, Barcelona 1968.



APUNTES CURSO ECLESIOLOGÍA, Pontificia Universidad Católica de Chile, Facultad de Teología, año 2000, profesor P. Rodrigo Polanco.

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