OPINION
Sábado 25 de septiembre de 2010
NORBERTO FIRPO
V
PARA LA NACION
AYA hasta su computadora, pulse www.capsula2210.com e ingrese allí cuanta cosa se le ocurra para que sea leída, vista y o escuchada de aquí a doscientos años, durante los fastos del Tetracentenario de la Revolución de Mayo. En realidad, tiene tiempo hasta el 8 de octubre para que esa www aloje cuanto usted quiera decirles a los argentinos del futuro remoto respecto de los argentinos de aquí y de ahora. La idea de pergeñar esta cápsula del tiempo (un cilindro de titanio, hermético, que mide tres metros y pesa 250 kilos) se le ocurrió a la empresa Telefónica, inspirada en un emprendimiento más o menos parecido que la Westinghouse neoyorquina acometió hace 71 años. Si la propuesta le suena atractiva, siga estos consejos: no pretenda deslizar mensajes ofensivos o sardónicos, reñidos con el buen gusto. Es decir, no cuente nada que guarde siquiera leve concomitancia con nuestra política interna. No se le ocurra definir a tal o cual funcionario y no arriesgue diagnósticos sobre el porvenir de la patria, ya que la posteridad creerá que usted es un alcornoque o un flor de nihilista. Haga la vista gorda, no intente explicar cómo hemos sido políticamente engatusados, una y otra vez, desde mediados del siglo XX. Si incluye algún tema musical, por favor que no sea “Mil horas”, esa brillante creación de Andrés Calamaro, cuya letra dice: “La otra noche te esperé bajo la lluvia dos horas, mil horas, como un
En 1965 la desenterraron para agregarle un Pato Donald de plástico, música de los Beatles y noticias de la guerra perro, y cuando llegaste me miraste y dijiste: loco, estás mojado, ya no te quiero”. Los argentinos del tetracentenario quizá se revelen enternecidos por tan poética vicisitud, a la vez que pueden caer en lamentable confusión: muchas imágenes pictóricas atestiguan que el paraguas ya era un adminículo conocido por los porteños de 1810, La cápsula del tiempo de la Westinghouse fue plantada en 1939, para que la abrieran los neoyorquinos del año 6939. Contenía una Biblia, una carta de Albert Einstein, copias de telas de Pablo Picasso y otros enseres intelectuales. En 1965, la desenterraron para agregarle un Pato Donald de plástico, música de los Beatles y noticias de la Segunda Guerra Mundial y de los progresos de la astronáutica y de la energía atómica. En la actualidad se duda sobre el carácter representativo de tal selección de objetos. Tienen ganas de abrirla de nuevo. Una incertidumbre aun peor padecen los bonaerenses de Arrecifes: en 1910 sepultaron una cápsula del tiempo, en la Calle de los Olmos, para que fuese abierta durante los recientes festejos del Bicentenario. En su libro Biografía no autorizada de 1910, Daniel Balmaceda da cuenta de este incordio: aquellos olmos ya no existen, nadie sabe hoy dónde diablos metieron ese cacharro. © LA NACION
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LOS DAÑOS COLATERALES DE LA SOCIEDAD DEL ESPECTACULO
RIGUROSAMENTE INCIERTO
El tiempo guardado en cápsulas
I
La era del bufón MARIO VARGAS LLOSA PARA LA NACION
T
ERRY Jones, un oscuro pastor protestante de Gainsville, Florida, cuya iglesia cuenta apenas con medio centenar de parroquianos, anuncia que se dispone a conmemorar el aniversario de los atentados de Al-Qaeda del 11 de Septiembre quemando ejemplares del Corán y, en pocos días, se convierte en una celebridad mundial. No creo que exista un símbolo más elocuente de la civilización del espectáculo, que es la del tiempo en que vivimos. Lo normal, ante una provocación, estupidez o payasada como la del pastor Jones, dictada por el fanatismo, la locura o un frenético apetito de publicidad, hubiera sido el silencio, la indiferencia o, a lo más, una mención de dos líneas en las páginas de chismografía y excentricidades de los medios. Pero, en el contexto de violencia política y fundamentalismo religioso del mundo de hoy, la noticia alcanzó pronto las primeras planas y la imagen del predicador incendiario con su cara sombría, su terno entallado y sus dedos ensortijados dio la vuelta al globo. Cientos de miles de musulmanes enfurecidos se echaron a la calle en Afganistán, la India, Indonesia, Paquistán, etcétera, amenazando con represalias contra Estados Unidos y sus aliados si ardía el libro sagrado de su religión. Cundió la alarma en las cancillerías y altas instancias políticas, militares y espirituales de Occidente. El Vaticano, el secretario de Defensa Robert Gates, la Casa Blanca y hasta el general David Petraeus, comandante en jefe de la OTAN en Afganistán, exhortaron al pastor Jones a que depusiera su designio inquisitorial. Este cedió, por fin, y, de inmediato, volvió al anonimato del que nunca debió salir. Hubo un suspiro de alivio planetario y quedó flotando en el ambiente la sensación de que el mundo se había librado de un nuevo apocalipsis. ¿Hubiera podido ocurrir? Desde luego. Uno de los rasgos determinantes del fanatismo es la incapacidad del fanático de tener una tabla de prioridades sensata y racional; en la suya, la primera prioridad es siempre una idea o un dios al que todo lo demás puede y debe ser sacrificado. Por lo tanto, una pira de libros sagrados abrasándose en un parque de Gainsville ante un centenar de cámaras de televisión y fotógrafos justifica la tercera guerra mundial y hasta la desaparición de la vida en este valle de lágrimas. Cuando el general Petraeus pidió al pastor Jones que no quemara los coranes porque si lo hacía los soldados estadounidenses que combaten en Afganistán correrían muchos más riesgos, sabía muy bien lo que decía. ¿Cómo hemos podido llegar a una situación tal en que la iniciativa descabellada de un pobre infeliz, sin credenciales de ningún orden, ha podido poner en vilo al mundo entero pues, de materializarse, habría desatado una orgía de violencia terrorista en varios continentes? Según algunos, la responsabilidad es de los medios de comunicación, que, si hubieran actuado de manera más atinada, no habrían catapultado al pastor Terry Jones al centro de la actualidad, publicitando su amenaza como si ésta hubiera sido lanzada por una superpotencia atómica. Es verdad que diarios, radios y canales de televisión actuaron sin responsabilidad alguna, pero ésta no es la razón primera del escándalo, porque, en este caso como en muchos otros que padecemos a diario, los medios de comunicación no pueden actuar de otro modo. Están obligados a hacer lo que hacen porque eso es lo que esperan –lo que exigen– de ellos los lectores, oyentes o televidentes en el mundo entero: noticias que salgan de lo común, que rompan con la rutina de lo cotidiano,
que sorprendan, desconcierten, escandalicen, asusten, y –sobre todo– entretengan y diviertan. ¿No es divertido acaso que un predicador pentecostalista de Gainsville, Florida, declare, él solo, como un Amadís de Gaula medieval, la guerra total a los cientos de millones de musulmanes que hay en el mundo? La información en nuestros días no puede ser seria, porque, si se empeña en serlo, desaparece o, en el mejor de los casos, se condena a las catacumbas. La inmensa mayoría de esa minoría que se interesa todavía por saber qué ocurre diariamente en los ámbitos políticos, económicos, sociales y culturales en el mundo, no quiere aburrirse leyendo, oyendo o viendo sesudos análisis ni complejas consideraciones, llenas de matices, sino entretenerse, pasar un rato ameno, que la redima de la coyunda, las frustraciones y los trajines del día. No es casual que un periódico como Le Monde, en Francia, que era uno de los periódicos más serios y respetables de Europa, haya estado varias veces, en los últimos años, a las puertas de la bancarrota. Se ha salvado recientemente una vez más, pero quién sabe por cuánto tiempo, a menos que se resigne a dar más espacio a la noticia-diversión, la noticia-chisme, la noticia-frivolidad, la noticia-escándalo, que han ido colonizando de manera sistemática a todos los grandes medios de comunicación, tanto del Primer como del Tercer Mundo, sin excepciones. Para tener derecho a la existencia y a prosperar los medios ahora no deben dar noticias sino ofrecer espectáculos, informaciones que por su color, humor, carácter tremendista, insólito, subido de tono, se parezcan a los reality shows, donde verdad y mentira se confunden igual que en la ficción. Divertirse a como dé lugar, aun cuando ello conlleve transgredir las más elementales normas de urbanidad, ética, estética y el mero buen gusto, es el mandamiento primero de la cultura de nuestro tiempo. La libertad, privilegio de que gozan los países occidentales y hoy, por fortuna, un buen número de países del resto del mundo, a la
vez que garantiza la convivencia, el derecho de crítica, la competencia, la alternancia en el poder, permite también excesos que van socavando los fundamentos de la legalidad, ensanchando ésta a extremos en que ella misma resulta negada. Lo peor es que para ese mal no hay remedio, pues mediatizar o suprimir la libertad tendría, en todos los casos, consecuencias todavía más nefastas para la información que su trivialización. Las secuelas no previstas de la entronización de la cultura del espectáculo –sus daños colaterales– son varias, y, principalmente, el protagonismo que en la sociedad de nuestro tiempo han alcanzado los bufones. Esta era una nobilísima profesión en el pasado: divertir, convirtiéndose a sí mismo en una farsa o comedia ambulante, en un personaje ficticio que distorsiona la vida, la verdad, la experiencia, para hacer
¿No es divertido acaso que un predicador pentecostalista de Florida declare la guerra total al mundo musulmán? reír o soñar a su público, es un arte antiguo, difícil y admirable, del que nacieron el teatro, la ópera, las tragedias, acaso las novelas. Pero las cosas cambian de valor cuando una sociedad hechizada por la representación y la necesidad de divertirse, su primer designio, ejerce una presión que va modelando y convirtiendo poco a poco a sus políticos, sus intelectuales, sus artistas, sus periodistas, sus pastores o sacerdotes, y hasta sus científicos y militares, en bufones. Detrás de semejante espectáculo, muchas cosas comienzan a desbaratarse, las fronteras entre la verdad y la mentira, por ejemplo, los valores morales, las formas artísticas, la naturaleza de las instituciones y, por supuesto, la vida política. No es sorprendente, por eso, que en un mundo marcado por la pasión del espectáculo, Damien Hirst, un señor que encierra
un tiburón en una urna de vidrio llena de formol sea considerado un gran artista y venda todo lo que su astuta inventiva fabrica a precios fabulosos, o que las revistas de mayor difusión en el mundo entero, y los programas más populares, sean los que desnudan ante el gran público las intimidades de la gente famosa, que no es, claro está, la que destaca por sus proezas científicas o sociales, sino la que por sus escándalos, excesos o extravagancias callejeras, consigue aquellos quince minutos de popularidad que Andy Warhol –otro de los íconos de la civilización del espectáculo– predijo para todos los habitantes de la sociedad de nuestro tiempo. Es improbable que su oráculo se cumpla a cabalidad, pero sólo porque hay demasiada gente en el mundo y los medios no se darían abasto concediéndoles a todos esa pasajera inmortalidad. Pero sí se está cumpliendo, en un sentido más discreto e íntimo, pues una ambición creciente impulsa cada vez a más gente, de distintos ámbitos, a actuar de modo que le permita escapar del anonimato y acceder a esa efímera popularidad de que gozan los bufones, a los que, si son buenos en el arte de entretener, se les aplaude y da propinas y se les olvida para siempre. Es difícil escapar a este mandato que impulsa, incluso a los mejores, a echarse en brazos de los creativos de la publicidad –del espectáculo– aun cuando lo que hagan sea serio y parezca fuera del alcance de la frivolidad. ¿No hemos visto recientemente a alguien tan poco superficial como el científico Stephen Hawking promocionar su próximo libro con la llamativa propaganda de que en él se demuestra que la creación del universo puede prescindir de Dios? Este es el entorno en el cual se explica lo ocurrido con Terry Jones, el pastor pentecostal que sacudió al mundo y que pudo habernos arrastrado a otra catástrofe bíblica (nunca mejor dicho). Puede ser un fanático, un loco o un mero payaso. Pero, en cualquier caso, debe quedar claro que no actuó solo. Todos fuimos sus cómplices. © LA NACION
La sobreactuación de la historia IGNACIO ECHEVARRIA EL MERCURIO/GDA
C
BARCELONA
ORREN los años setenta, y un cineasta argentino dice: “Creo que después de Marx la gente es muy consciente de la historia. La decadencia del colonialismo, la aparición del Tercer Mundo... la gente se ve a sí misma interpretando un papel en este proceso. Esto resulta tan peligroso como no tener ninguna visión de la historia. Envanece mucho a las personas. Viven en una especie de capullo de seda intelectual. Quítales la palabrería y la idea de revolución, y la mayoría se quedaría sin nada”. Es V.S. Naipaul quien cita estas palabras, sin dar el nombre del cineasta. Lo hace en uno de sus formidables reportajes sobre la Argentina de aquellos años (El cadáver de Puerta de Hierro, de 1972). Conviene tener presente el contexto: un país bajo dictadura militar, azotado por la guerrilla y una inflación salvaje, a la espera de que Perón regrese y se produzca un milagro. Este trasfondo tumultuoso impregna de dramatismo las palabras del cineasta, que aluden al perfil de muchos de esos guerrilleros que entonces sembraban el terror y que, cuando caían en manos de la policía, eran brutalmente torturados:
jóvenes de clase media que oscilaban entre el peronismo y el comunismo, y que se veían a sí mismos “como una especie de héroe de revista de cómic”. Han pasado más de tres décadas, aquel trasfondo ya no es el mismo, pero la observación del cineasta resulta perfectamente valedera en cualquier lugar del mundo, si bien las consecuencias parecen ahora más inocuas, al menos en Occidente. La gente, de hecho, es cada vez más consciente de la historia, pero ya no se lanza a la calle ni mucho menos toma las armas en nombre de ninguna revolución. Ello se debe, entre otras cosas, a que en todo este tiempo no ha dejado de rebajarse el nivel de lo que admite ser calificado de histórico. Con este reclamo, el de que se trata de “un acontecimiento histórico”, se percibe indistintamente la visita del Papa o de una estrella de rock, los funerales de un líder político o los de la víctima de un sonado atentado, una huelga general o una manifestación por la paz. Todos acuden a la convocatoria de turno provistos de su cámara digital o de su teléfono celular, y no dejan de tomar fotos que acreditarán luego su presencia: “Yo estuve allí”. Lo de menos son los motivos.
Lo importante es eso mismo: haber estado allí, haber participado del acontecimiento, haberlo vivido en carne propia, como quien dice, convertido uno mismo en reportero de su propia experiencia. Los medios de comunicación amplifican de antemano esa dimensión histórica del acontecimiento, y eso mismo incrementa el atractivo del reclamo. A partir de cierto
No ha dejado de rebajarse el nivel de lo que admite ser calificado de histórico. Todos acuden y dicen: “Yo estuve allí” nivel de “historicidad”, determinado por los cálculos de asistencia, que es a su vez determinado por el énfasis que los medios ponen en preverla muy cuantiosa, la cifra real de los asistentes se desorbita y resulta, al cabo, insignificativa. Un ejemplo reciente lo ha proporcionado, en España, la masiva manifestación convocada en Barcelona el pasado mes de julio para protestar contra los recortes
impuestos por el Tribunal Supremo de Justicia a la reforma del Estatuto de autonomía catalán. Al lector latinoamericano no tienen por qué importarle los detalles sobre esta convocatoria, que aquí se menciona únicamente por la comicidad que se desprende de los cálculos tan diferentes sobre el número de asistentes: un millón y medio, según la organización convocante; más de un millón, según la mayor parte de los medios afines al nacionalismo catalán; 400.000, según la Guardia Urbana; 56.000, según una evaluación encargada por la agencia de noticias EFE y realizada a partir de tomas fotográficas... ¿En qué quedamos? No hay por qué quedar en nada. La dimensión histórica del acto ya estaba decidida, y cualquiera que fuera la cifra real de asistentes resultaría imposible deslindar de ella el número de quienes acudieron sin otra motivación que la de actuar como reporteros de su propia vivencia de la historia. Por lo demás, la misma gente que acudió a aquella manifestación celebraba al día siguiente, de forma no menos masiva, la victoria de España en el Mundial. La visión más común que en la actualidad suele tenerse de la historia –y que
abonan la mayor parte de las novelas de género que gozan del favor de los lectores– se corresponde en la actualidad con la de una especie de gran parque temático en la que, según la época de que se trate, los personajes van ataviados de un modo u otro, y se codean, llegado el caso, con los más célebres personajes del momento. Esto por lo que al pasado respecta. Por lo que respecta al presente, la historia es un relato tan desarticulado e ideológicamente tendencioso como el de cualquier noticiero televisivo, con su variado menú de acontecimientos históricos al que el ciudadano es muy libre de incorporarse mediante un simple desplazamiento al lugar de los hechos. No es raro que, absorbidos por esta dinámica, los ciudadanos sobreactúen e incurran, en consecuencia, en ciertos excesos. Es posible que la historia padezca, en la actualidad, un problema de sobreactuación, en efecto. Pero eso es algo inevitable cuando se trabaja con tantos actores. Y, además, no hay nada que un buen guionista no pueda arreglar. El autor, español, es crítico literario y ensayista