La crisis de valores de Europa

es posible que países como Alemania o. Francia, que tanto ... Academia pregunta al maestro: “Si tuvie- ras que preparar .... poesía de este trágico visionario relacio- na decadencia y ... se así, “oído absoluto” para la lengua y. Bioy Casares no ...
566KB Größe 12 Downloads 95 vistas
OPINION

Lunes 12 de marzo de 2012

I

LINEA DIRECTA

UN FENOMENO QUE EXCEDE LA ECONOMIA

Galgos o podencos, he ahí el dilema

La crisis de valores de Europa

GRACIELA MELGAREJO LA NACION

C

ONTABA Adolfo Bioy Casares en rueda de amigos que, en una ocasión, ante una consulta que le había hecho sobre cómo redactar mejor una frase, Borges le contestó: “Si suena bien, está bien”. Un maestro de la literatura le daba a su mejor discípulo un consejo de oro. Claro que Borges tenía, podría decirse así, “oído absoluto” para la lengua y Bioy Casares no le iba en zaga. ¿Qué queda, en cambio, para los que todos los días tienen que aprender “el arte de vivir en un mundo sobresaturado de información”, como bien lo describe el filósofo Zygmunt Bauman en su libro Los retos de la educación en la modernidad líquida (Gedisa, 2007). Y agrega Bauman: “Y también debemos aprender el aún más difícil arte de preparar a las próximas generaciones para vivir en ese mundo”. No es raro, entonces, que las dudas más variadas asalten todo el tiempo a los hablantes del español, un idioma que se hace cada día más rico y más poderoso cuantas más personas lo hablan. También, porque los límites entre la “norma culta” y el “habla popular” se hacen cada vez más difusos, algunas preposiciones se imponen por sobre las otras y los dichos se vuelven extrañamente intercambiables. A propósito de esto último, en la misma entrevista en la que Javier Marías se escandalizaba de que alguien pudiera confundir el uso de “como la palma de la mano” con “como anillo al dedo”, también se asombraba –con más razón, incluso, porque él mismo es miembro de la Real Academia Española– de que la RAE hubiera aceptado la expresión “hacer aguas” con el significado de “hacer agua”. Si consultamos el Diccionario panhispánico de dudas, comprobamos que Marías tiene razón. En la segunda acepción de la entrada agua, se lee: “hacer agua o hacer aguas. Hacer agua significa, dicho de un barco, ‘ser invadido por este elemento a través de alguna grieta o abertura’: «Desde la partida de Palos la nao capitana hacía agua» (RBastos Vigilia [Par. 1992]); y, en sentido figurado, ‘mostrar debilidad o comenzar a fracasar’: «La economía nacional ya hacía agua» (Mendoza Niñez [Perú 1994]). Hacer aguas, por su parte, significa ‘orinar’: «Algunos [...] lanzan botellas o hacen aguas en las gradas o en cualquier otro rincón del recinto» (País [Esp.] 2.12.85). Aunque se recomienda seguir manteniendo esta distinción, hoy, debido a su extensión, se admite también el uso de hacer aguas con el sentido metafórico, ya mencionado, de ‘mostrar debilidad o comenzar a fracasar’: «Las malas lenguas aseguran que su matrimonio hace aguas» (Tiempo [Esp.] 16.7.90)”. En el último Boletín de la Academia Argentina de Letras (AAL), la Fundación del Español Urgente (Fundéu BBVA) en la Argentina y la AAL ofrecen una serie de “pastillas lingüísticas” en forma de recomendaciones idiomáticas sobre términos ligados a la actualidad. Los lectores interesados pueden verla en http://www.letras. edu.ar/fundeu.html. Rescataremos algunas para Línea directa: por ejemplo, “«príncipe Guillermo», mejor que «príncipe William»; «película biográfica» o «biografía», mejor que «biopic»; «tener clara una cosa» y no «tener claro una cosa»; «a medida que» no equivale a «en la medida (en) que»”, y “«trol», mejor que “troll»”. Como ya lo observamos otras veces en esta columna, hay muchas fuentes adonde abrevar si uno quiere sacarse una duda, y en ese sentido Internet puede ayudar mucho. Claro que hay hablantes a los cuales la realidad no les gusta; por ejemplo, a los que siguen insistiendo en que escribir o decir presidenta, con a, está mal, y para justificarlo dan las razones más peregrinas. Por eso, vamos a recordar una hermosa fábula de Tomás de Iriarte, “Los dos conejos”, sobre dos conejos que, perseguidos por perros, se ponen a discutir sobre la raza de sus perseguidores: “«Son podencos, vaya, / que no entiendes de eso.» / «Son galgos, te digo.» / «Digo que podencos.» / En esta disputa / llegando los perros, / pillan descuidados / a mis dos conejos. / Los que por cuestiones / de poco momento / dejan lo que importa, / llévense este ejemplo”. © LA NACION

[email protected] Twitter: @gramelgar

15

HUGO FRANCISCO BAUZA PARA LA NACION

P

IGS es la voz con la que los ingleses designan a los cerdos, pero es también la voz con la que gente de los países hoy económicamente fuertes de Europa designan a los económicamente débiles. En este último caso, si bien PIGS es el acrónimo o suma de iniciales de Portugal, Irlanda, Grecia y España (en su denominación británica, Spain), por efecto de la homonimia implica una remisión innegable a esos animales; a esas cuatro letras hoy añaden otra “i”, en alusión a Italia, atenazada también por la crisis económica. Sorprende, provoca estupor y duele que en prestigiosos periódicos europeos, en conversaciones de todos los días e, incluso, en ambientes universitarios –lo he escuchado en la prestigiosa Sorbonne– se hable lisa y llanamente de los pigs (cerdos), en alusión a esas naciones que financieramente atraviesan momentos difíciles. ¿Cómo es posible que países como Alemania o Francia, que tanto deben a Grecia, puedan referirse, por ejemplo, a la Hélade con un apelativo que suena infamante? Es algo grave y también es señal de que ignoran su pasado y, ciertamente, sus raíces. En la República de Platón, en el diálogo entre Glaucón y Sócrates, luego de la descripción de una ciudad ideal regida por el orden, el hermano del filósofo de la Academia pregunta al maestro: “Si tuvieras que preparar, Sócrates, una ciudad de cerdos, ¿dispondrías de otros alimentos que los ya citados?”. Resulta grosera, aunque gráfica, la referencia a la hyôn pólis, “ciudad de cerdos”, vertida en el citado tratado para aludir, metafóricamente, a ciudades gobernadas por la anarquía. Respecto de esa imagen, me pregunto si quienes han ideado tan bochornosa denominación para los países endeudados inventaron el acrónimo por mero azar o pesaron en sus mentes los años de Gymnasium o de Liceo classico cuando, quizá, pudieron haber leído el famoso tratado de Platón. Me inclino por el azar, ya que es el azar el que muchas veces gobierna nuestros actos, incluso sin que nos percatemos de ello y, en ocasiones, también contra nuestra voluntad. Otra circunstancia que considero igualmente oprobiosa vinculada con la crisis que sacude a Europa es la referida por Antonio Tabucchi en su artículo “Los sagrados kiwis de Delfos”. El novelista, luego de describir los valores religiosos y simbólicos que el olivo ha tenido para el helenismo, alude a una circular de la Comunidad Económica Europea dirigida al Ministerio de Agricultura de Grecia en la que, dado que el aceite de oliva de la Hélade no resulta “competitivo” en los mercados frente al producido en España o Italia, sugiere reemplazar las plantaciones de olivo por las de kiwis ya que, en el concierto de la economía de Europa, los kiwis resultan más rentables. ¿Qué habrían dicho –o qué dirán– Apolo o Palas Atenea desde una ribera tres veces milenaria que aún hoy ilumina lo que queda de la vieja cultura europea? La economía es importante, quién se atrevería a negarlo, pero no es el único ni el principal de nuestros valores. La distinción entre países ricos y países endeudados ha vuelto a establecer un muro como el que antes dividió a Europa, no en este caso de cemento y alambre de púa, sino hecho de una red tan invisible como siniestra que aherroja y amenaza con asfixiar a los más débiles: muro también de silencio y vejación como el que habían logrado derribar, con lo que asistimos a una virtual fractura de la eurozona. Librar la suerte de países a los índices y valores que permiten especular con las mercancías no es un simple problema coyuntural sino de estructura, que hoy asfixia a tal o cual región pero que amenaza con volverse endémico. La economía de

mercado debe entender que los ciudadanos no son meras cifras amontonadas sin distinción en los guarismos de la estadística sino, ante todo, seres humanos. Ciertamente, se logró abatir el muro que dividía a Berlín en dos mundos, pero las macrooperaciones bursátiles han vuelto a segmentar el territorio europeo mediante un tramado anónimo y despiadado, mucho más sutil que la otra división, donde lo que brilla por su ausencia es la solidaridad; sin embargo, la falta de solidaridad no empieza en estos problemas financieros. No olvidemos que Italia y España, países de emigrantes en momentos de hambre, en los últimos años no dudaron en ahuyentar a tiros a albaneses que buscaban asilo en una tierra que los albergara, tal como sucedió en el sur de la península itálica, o el caso de España que, vigilante de su frontera, impide que pateras cargadas de magrebíes famélicos alcancen sus costas, con resultados atroces por todos conocidos.

La distinción entre países ricos y países endeudados ha vuelto a establecer un muro como el que antes dividió a Europa Aparentemente se trata de anécdotas aisladas –aunque graves–, pero que se imponen como síntoma del preludio de una nueva caída. Lo que se está derrumbando no son fronteras siempre movedizas, límites geográficos o políticos que generan migraciones en busca de un horizonte mejor, tampoco sistemas económicos o bursátiles, sino algo más grave: contenidos éticos. Asistimos, pues, más que al ocaso de una civilización, al ocaso de una cultura. La Gran Guerra, la atroz política genocida perpetrada por el nazismo, los hechos criminales del estalinismo denunciados con valentía por Alexander Solzhenitsyn en las páginas tan crueles como memorables de su Archipiélago Gulag parecen dar cuenta de una agonía entrópica cuyo desenlace no avizoramos con claridad pero que, en verdad, no es nada promisorio. Contrariamente a lo que imaginamos en una primera apreciación, la cultura, a secas –como sostiene George Steiner–, no humaniza. Este brillante ensayista señala que “no hay demostración alguna de que los

estudios literarios hagan, efectivamente, más humano a un hombre. Y algo peor: ciertos indicios señalan lo contrario”. Y tiene razón. Pienso, por ejemplo, en la actitud deleznable de Heidegger, que, cuando rector en Friburgo, no trepidó en incluir, en la lista de los profesores que debían ser expulsados de la cátedra en virtud de su ascendencia judía, a su admirado maestro Edmund Husserl (véase la entrañable dedicatoria que antes le había consagrado en la primera edición de Ser y Tiempo) y, lo que es más grave, nunca tuvo valor para retractarse. El citado Steiner nos recuerda que oficiales de las SS, que en campos de exterminio perpetraban crímenes aberrantes, vueltos a sus hogares –como presos de esquizofrenia– llevaban cálida vida familiar deleitándose con la lectura de Schiller o Goethe o ejecutando al piano piezas de Schubert. Es razonable pensar que la educación y la cultura suavizan la animalidad que está en la base de nuestra naturaleza (el hombre es un lobo para el hombre, reza el primitivo adagio latino), pero esos recursos no son suficientes si la educación y la cultura no apuntan a la concreción de ideales éticos. La educación y la cultura no deben ser vistas como mero afeite, sino como motores esenciales tendientes a la formación de la persona. La ética es la norma que debe regir nuestro comportamiento tal como enfatiza la filosofía griega poniendo como ejemplo la figura de Sócrates: este sabio aceptó serenamente la muerte para no claudicar en sus ideales en defensa de la ley (recordemos que cuando sus discípulos le propusieron escapar para evitar una condena injusta a ojos vista, se molestó con ellos ya que su Norte fue siempre cumplir con el mandato de las leyes). En momentos en que asistimos al progresivo debilitamiento y, en cierto modo, desmoronamiento de valores e ideales que englobamos bajo el rótulo “humanismo europeo” –tales como libertad, civilidad, solidaridad, educación, respeto–, es preciso estar alerta ante la grave situación descrita y no cejar un solo instante para evitar que la noche se tienda sobre el horizonte (las dos guerras mundiales son ejemplos dolorosos que no deben ser olvidados). La historia es el teatro de una progresiva humanización en la que, desde época de las cavernas hasta la fecha, se despliega el denodado esfuerzo del hombre por llegar a ser digno de su condición. En el período de entreguerras, Musil

y Broch en la capital austríaca, Kakfa y Rilke en Praga, Svevo en Trieste o Thomas Mann en Alemania, entre otros notables, advirtieron sobre los desastres que se avecinaban, pero sus palabras fueron desoídas. Hoy, escritores, filósofos y pensadores de valía nos alertan sobre la crisis que sacude a Europa, que es fundamentalmente de valores. Se trata de algo invisible a ojos profanos, pero que, cercenando libertades, asfixiando economías y condenando poblaciones a la miseria y al hambre prenuncia un posible derrumbe: incluso el euro, pretendido símbolo de la unidad de Europa, da muestras de un debilitamiento progresivo. La Comunidad Europea es una suerte de organismo viviente donde todas y cada una de sus partes deben actuar mancomunadamente; como sucede en todo cuerpo orgánico: si uno de sus miembros enferma o desfallece, se altera el conjunto. Es preciso asistir a la parte dañada para que la unidad recobre su salud. Se impone tener una mirada que abarque a Europa como un todo, ya que sus países no son segmentos aislados fácilmente reemplazables, sino partes sustanciales de su ser. Es necesario tomar decisiones que enderecen un barco que si no navega de manera adecuada –es decir, solidaria– puede ir a la deriva no por la fuerza ominosa de un destino ineluctable, sino por la decisión egoísta y arbitraria de seres que sólo atienden a razones del mercado. La cuestión no es cuantitativa, sino cualitativa; en ese orden, la economía debe ser entendida como una ciencia social al servicio del hombre y no estar el hombre al servicio de aquélla. Salvar a la Hélade, a Italia y al resto de los países económicamente débiles es salvar a Europa y, por extensión, a la cultura occidental que nos engloba. Recordemos el premonitorio y crepuscular parecer del poeta Georg Trakl: “La muerte, el sueño, la vida/ sin ruido la barca deriva”. La poesía de este trágico visionario relaciona decadencia y descomposición cuando nos habla del atardecer al que Heidegger, valiéndose de la etimología de la palabra alemana Abend-Land “tierra del anochecer”, enlaza con la palabra Occidente. Es preciso abrir los ojos a tiempo para que Europa no vuelva a convertirse “en la tierra del ocaso”. © LA NACION El autor, escritor, es presidente de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires

Anticuerpos de la democracia EMILIO J. CARDENAS

E

L régimen democrático se define como un conjunto de instituciones y valores que se combinan entre sí para conformar un esquema complejo de gobierno en cuyo seno los poderes del Estado se limitan y equilibran mutuamente. Lo antedicho supone que todos los poderes no pueden estar confiados a las mismas personas, ni concentrados en ninguna institución. Están ciertamente articulados entre sí, pero conceptualmente tienen roles diferentes y por ello existen por separado. En las democracias de buen funcionamiento esto se exterioriza por la manera, así moderada, en la que el poder efectivamente se ejerce. En ese esquema, es obvio, el Poder Judicial no puede, ni debe, estar sometido de ninguna manera al poder político. Debe ser independiente e imparcial, para así asegurar a los ciudadanos protección contra la arbitrariedad del poder. Algo parecido sucede con el poder mediático, que debe asegurar el pluralismo y no puede estar al servicio del gobierno, transformado en una mera máquina de aplaudir su acción, disimular sus errores, evitar las críticas o, peor, asegurar su impunidad. Como contrapoder que es, la prensa es esencial y, por ende,

PARA LA NACION

su libertad de expresión es preciosa. En nuestra región se advierte una clara resurrección de la amenaza totalitaria. Nadie debeería sorprenderse por esto: la democracia está siempre amenazada –desde adentro– por la demagogia. Cuando llega la demagogia aparecen el populismo y la desmesura. La lógica de la guerra se apodera de la política y se reduce lo plural al discurso único, con frecuencia mesiánico. La consecuencia es que el diálogo termina siendo reemplazado por los dogmas. La razón, por el fervor. Y la elocuencia encendida desplaza a la serenidad y a la moderación. Recurriendo a la seducción se silencia a la argumentación. En ese escenario no sorprende que la eliminación del adversario sea de pronto una suerte de deber moral. Aparecen entonces los excesos de opulencia, los cultos a la personalidad y las arbitrariedades de todo tipo. Y hasta la mentira deja de diferenciarse de la verdad. Para los individuos, presenciar un proceso de demolición de la democracia y su reemplazo por un autoritarismo presuntamente iluminado es grave. Porque lo que está en juego tiene que ver con la dignidad de las personas. Es su capacidad de elegir y es precisamente esa facultad,

esencialmente deliberativa, la que se arriesga. Nada menos que aquella con la que el hombre y la mujer se distinguen de los animales. En una deriva antidemocrática, una vez desarticulados los equilibrios y concentrado el poder en pocas manos, se cercena –paso a paso– no sólo el diálogo político, sino también la libertad económica, en

Presenciar un proceso de demolición de la democracia y su reemplazo por un autoritarismo presuntamente iluminado es grave un proceso que se retroalimenta. El Estado policial flota, de pronto, sobre nosotros. Lo grave es que de la pérdida de la libertad económica a la esclavitud política hay un tránsito que suele ser corto. La arbitrariedad del poder no sólo se apodera de todo, sino de todos. El final es previsible: estancamiento económico y penurias de toda índole. Según enseña la historia, de allí a la

esclavitud política hay poca distancia. Ocurre que no siempre los votantes advierten a tiempo la importancia de asegurar el equilibrio democrático entre los poderes. También ellos pueden equivocarse. Chávez fue alguna vez elegido legítimamente en Venezuela; Berlusconi, varias veces, en Italia; Orban, en Hungría; y hasta el mismo Hitler, en Alemania. Las urnas, queda visto, no son infalibles. Pero también es cierto que Chávez pretendió ser presidente de por vida; que Berlusconi procuró eludir a la justicia de sus país, y que Orban apuntó a someter a los medios húngaros de comunicación. Los tres de alguna manera deterioraron seriamente las estructuras democráticas de sus países. No obstante, también es cierto que ninguno de los tres logró su objetivo y que ello testimonia no sólo la vitalidad interior de las democracias, sino la de sus anticuerpos. La democracia es siempre preferible al autoritarismo. Porque las urnas también sirven para corregir los errores colectivos que pudieran haberse cometido. © LA NACION

El autor es ex embajador de la Argentina ante las Naciones Unidas