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espectáculos
| Jueves 7 de agosto de 2014
Intensidad de un concierto memorable histórico. Durante casi tres horas, Martha Argerich y Daniel Barenboim dieron renovadas muestras de excelencia
artística en su primera presentación conjunta en el Teatro Colón; el reencuentro tuvo notas de altísimo voltaje emotivo Viene de tapa
Fue un gesto breve de ternura, aunque no el único, tantas fueron las muestras de cuidado que le dedicó el maestro a la pianista. Un modo de sellar una amistad de mucho tiempo y el reencuentro de ambos –durante muchos años demorado, y por eso tan conmovedor– en la ciudad donde transcurrió su niñez y donde ambos soñaron el futuro. En esos instantes mínimos y secretos, parecían estar un poco a solas, ajenos al creciente regocijo que los rodeaba. En el Schubert a cuatro manos, fue tanta la familiaridad –el ligero roce de las manos, las miradas furtivas de complicidad, el brazo izquierdo de Barenboim apoyándose en la banqueta y, casi, rodeándola a ella en una actitud entre protectora y amorosa–, tanta la fluidez de la interpretación mancomunada, que ambos parecieron habitar un mismo cuerpo. Estaban cómodos los dos, Barenboim pura autoridad y al comando de todo, entregado en algún pasaje a alguna muestra de muy buen humor; Argerich algo etérea, una presencia sutil sobre el escenario y luminosa en su extraordinaria y singular belleza. A la memoria de algún oyente vinieron escenas de otro tiempo, sobre todo una de hace más de medio siglo en las que comenzó a forjarse esta unión fraternal. En la década del 40, Barenboim y Argerich solían visitar con sus padres a Ernesto Rosenthal, un violinista de origen austríaco que organizaba veladas musicales en la más exquisita tradición europea y cuyo salón de atmósfera vienesa era escenario de reuniones memorables. Eran tan sólo dos pequeños, dispuestos a corretear por el salón y a cometer alguna travesura cuando no debían estar montados en el piano como buenos niños prodigio, y solían esconderse debajo del instrumento para devorarse un fabuloso strudel de manzana, una de sus tempranas afinidades. La historia la contó el propio Barenboim en septiembre pasado, movido ya por la melancolía poco antes de que se produjese el fenomenal reencuentro, cuando tras un paréntesis de dos décadas ambos artistas ofrecieron un recital en la Philharmonie y la Koncerthaus, ambas en Berlín: Argerich al piano, Barenboim como director de la orquesta de la Staatsoper. Pero lo que sucedió anteanoche fue, a todas luces, otra cosa. “No estamos solos”, bromeó Barenboim cuando se dispusieron a hacer el Schumann e ingresaron tres miembros jovencísimos de la Orquesta del Diván, dos chelistas y un cornista. “Nunca estuvieron solos acá”, respondió alguien en la penumbra de la sala. Todo era desbordante alegría y complicidad, incluidos en ella los gritos de aprobación y las bromas furtivas que le dedicaron al trío de invitados los otros miembros de la West-Eastern Divan, sentados detrás de los pianistas en el mismo escenario junto a un grupo de invitados especiales. Cuando habían transcurrido casi tres horas de concierto, Barenboim cerró las tapas de los dos pianos alados, quizá reservando fuerzas para días sucesivos. Había transcurrido una jornada fabulosa e irrepetible, que sin dudas quedará en la historia. Así parecieron reflejarlo los rostros de ambos, exhaustos pero felices tras el fabuloso reencuentro.ß
Los pianistas, con una platea inusual: más de 100 oyentes estuvieron en el escenario, entre ellos, la West-Eastern Divan, en pleno
clásica
El milagro de la música Martha argerich y Daniel BarenBoiM, Dúo De pianos. ★★★★★ excelente. programa: Mozart: Sonata para dos pianos, K 448; Schubert: Variaciones sobre un tema original para piano a cuatro manos, D 813; Stravinsky: La consagración de la primavera (versión para piano a cuatro manos). abono estelar del teatro colón.
A
lgún memorioso o algún historiador con otros rigores podrían confirmar si en la extensa historia del Colón, alguna vez, a lo largo de tres días continuados, tuvo lugar una serie de eventos musicales tan memorables, únicos e irrepetibles como los que han tenido lugar, uno después del otro, a pura magia, entre el domingo y el martes. El común denominador a todos ellos ha sido Daniel Barenboim, indudablemente, el hacedor esencial de este milagro aunque las glorias las tiene que compartir con la Orquesta del Diván, con un elenco de cantantes formidable y, sin lugar a dudas, con Martha Argerich, una de las artistas más notables de las últimas décadas, una verdadera leyenda en plena actividad. El concierto que Daniel y Martha ofrecieron anteayer tuvo lugar en un marco inusual, con mucho público prolijamente sentado en varias filas de sillas dispuestas sobre el escenario como tres lados de un gigantesco rectángulo que enmar-
caba a los dos pianos. Tomados de la mano, con un Barenboim particularmente protector, estas dos figuras inconmensurables de la música ingresaron para recibir una ovación atronadora, con gritos y chiflidos incluidos, y sazonada con los infaltables celulares que pretenden perpetuar el momento. Lo que vino después no hizo sino confirmar todas las expectativas, las más exigentes, las más fantasiosas. Con Martha siempre en los graves de las obras programadas, a dos pianos o a cuatro manos en un solo teclado, en la primera parte, estuvieron con las galanuras y exquisiteces de la única sonata para dos pianos que escribió Mozart y con una obra inquietante de Schubert, como siempre bella y pletórica de misterios e insinuaciones. Con Mozart, lejos de quedarse en la “mera” exposición de filigranas, a través de toques de extremada limpieza y de exactitudes milimétricas, Martha y Daniel incluyeron acentuaciones sorpresivas y pequeñas e inespera-
das inflexiones y respiraciones que le insuflaban una vida muy peculiar, por fuera de las consabidas galanterías. El segundo movimiento, tomado sin urgencias y con el mayor detenimiento, fue un largo instante de altísima poesía. Después abordaron las Variaciones D.813 de Schubert. Casi como una clase de historia de la música y de calidad interpretativa, luego del clasicismo mozartiano, se abocaron a mostrar cómo, en la misma ciudad de Viena, comenzaban a soplar, todavía moderadamente, los aires del romanticismo que aportaban otras miradas, otros recursos y otra estética. Daniel y Martha aplicaron otra dinámica, otros timbres y otras expresividades para demostrar cómo Schubert, en cada variación, era capaz de construir un mundo diferente. Claro, todo impecablemente tocado, por supuesto. En la segunda parte aguardaba el plato fuerte y el más esperado del concierto, la difícil, tremenda y atemorizante versión para piano a cuatro manos de La consagración de la primavera. Para esta ocasión, Daniel y Martha optaron por hacerlo en dos pianos. Dado que el nuevo piano del Colón, el que tocaba Barenboim, tiene un sonido
Una larga relación
Canciones sin palabras
Pola Suárez Urtubey —PARA LA NACIÓN—
L
del Mozarteum. Entonces se le escucharon, en su calidad de pianista, las Variaciones Goldberg, uno de los más grandes monumentos construidos por Bach con destino al clave. Beethoven, Schönberg y Brahms, a través de sus obras para teclado, fueron convocados para su tercer retorno a Buenos Aires, esta vez en 1995, cuando alternó el piano con la dirección de la Staatskapelle de Berlín. En esa ocasión, además de los conciertos para los socios del Mozarteum en el Colón, realizó una sesión extraordinaria, auspiciada por la embajada de Alemania, en el Luna Park, donde se midió con la Novena sinfonía de Beethoven. En el libro de Jeannette de Erize, publicado con motivo de los 50 años de la entidad y que contó con la colaboración de nuestro colega de la nacion Hugo Beccacece, se asegura que durante esa visita de 1995 Barenboim se interesó mucho por el tango, entusiasmo que lo llevó a plasmar un disco titulado Mi Buenos Aires querido: tango entre
amigos, en el que lo acompañaron Rodolfo Mederos y Héctor Console. *** En 2000 regresó para dos recitales de piano. Fueron presentaciones históricas por la respuesta del público, que lo llevó a ofrecer 12 bises en el primero de ellos y 18 en el segundo. Regresó dos meses más tarde con la Orquesta Sinfónica de Chicago. Otro éxito descomunal. Y así siguen, cada vez con atractivos y responsabilidades memorables, sus visitas de 2002, con el ciclo integral de las Sonatas de Beethoven, o en 2004, con El clave bien temperado de Bach, hasta que, en 2005, realiza su primera visita junto a la West-Eastern Divan Orchestra, con la que se presenta en estos días. Pero todavía en 2008 llegaba al Mozarteum con la Staatskapelle de Berlín en el Coliseo y dos funciones en el Luna Park, para celebrar el centenario del actual Colón, por entonces en etapa de restauración. En 2010 retornó con la orquesta del Diván, en adhesión al Bicentenario
más punzante y algo más metálico que el otro, tal vez hubiera sido mejor utilizar un único teclado. Con todo, la interpretación de esta obra colosal fue majestuosa. Tal vez, para el público habituado a la versión original para orquesta, en la cual la paleta tímbrica no es, precisamente, un detalle menor, la audición haya implicado algún esfuerzo. Sin embargo, la versión pianística del propio Stravinsky es maravillosa para poder contemplar otros elementos. La ausencia de los colores y matices propios de la orquesta permitió admirar más aún el salvajismo, la rusticidad y las rugosidades antirrománticas tan anheladas por Stravinsky. Sin ningún tropiezo, con sonidos despojados de cualquier sentimentalismo y, al mismo tiempo, poéticos y sutiles en su aridez, los dos pianistas, a puro arte y derrochando musicalidad, superaron una a una las infinitas dificultades de una partitura endemoniada. En el Colón, Argerich y Barenboim, qué duda cabe, construyeron un hito histórico extraordinario e inolvidable. Y hubo una tercera parte no programada que se extendió por casi cuarenta minutos. Porque las rechiflas y los estruendos de las más de tres mil personas que se
atiborraron en el Colón motivaron una larga serie de piezas fuera de programa. Generosos, sonrientes y muy bien dispuestos, Martha y Daniel agregaron, en primer término, el Andante y variaciones para dos pianos, dos chelos y corno, de Schumann, con la participación de tres integrantes de la Orquesta del Diván, el “Vals” de la Suite para dos pianos Nº 2, de Rachmaninov; el Bailecito, de Guastavino, y, por último, la “Brazileira”, de Scaramouche, de Milhaud. Una última y elogiosa observación: cuando Martha pasó al primer piano para tocar la Suite de Rachmaninov, se pudo admirar su increíble capacidad para obtener del teclado todos los colores y sonidos. De repente, esa tenue estridencia del piano nuevo se atemperó y los dos pianos sonaron mucho más ensamblados, en mayor sintonía. Esta saga de milagros, siempre con Barenboim como figura central, no ha concluido. Todavía restan dos funciones más de Tristán e Isolda, una reunión cumbre de los dos pianistas con Les Luthiers, este sábado, para hacer La historia del soldado, de Stravinsky, y El carnaval de los animales, de Saint-Saëns, dos funciones con la Orquesta del Diván, para el abono del Mozarteum, la próxima semana, y un concierto gratuito de la orquesta, este domingo, a las 11, en el puente Alsina. Seguramente, continuarán las alabanzas, las ponderaciones y todas las apologías de quienes tengan la fortuna de poder hacerse presentes.ß Pablo Kohan
allegro
clásica
a relación de Barenboim con el Mozarteum Argentino empieza a tejerse hace 34 años, cuando, tras dos años de gestiones realizadas por la inolvidable Jeannette Arata de Erize, presidenta de la entidad, junto con su directora ejecutiva Gisela Timmermann, lograron traer como invitada a la Orquesta de París, con su titular de entonces, Daniel Barenboim. Ya en aquella ocasión Buenos Aires empezó a vibrar con la presencia y la descomunal potencia musical, como intérprete de piano y director de orquesta, de este músico nacido en Buenos Aires, de la que se alejó en 1952 para trasladarse a vivir a Israel. Su primera reaparición entre nosotros, en aquella temporada de 1980, nos trajo, a través de varias presentaciones, obras de Berlioz, Beethoven, Debussy, Ravel y Mahler. Una muestra de la variedad de su repertorio, que con el tiempo llegaría a ser extraordinario. Habrían de pasar nueve años para su segunda visita a nuestra ciudad, siempre con la intervención
arnaldo colombaroli / teatro colón
de la Revolución de Mayo, la reapertura del Colón y el festejo del 60° aniversario de su debut como pianista en Buenos Aires. También ese año ofreció un concierto para menores de 25 años que integraban el grupo de Música para la Juventud. Ese mismo año ofreció un concierto gratuito en el ciclo de Conciertos del Mediodía del Mozarteum, durante el cual 3000 personas escucharon una didáctica explicación a cargo del músico de dos obras de Pierre Boulez incluidas en la función. ¡Toda una hazaña! Timmermann, actual directora ejecutiva del Mozarteum, declara que cada encuentro de Daniel con el público ha estado signado por esa frase que el músico manifestó una y otra vez: “En la música nada se repite, todo se transforma”. Y añade que “cada una de sus visitas ha resultado reveladora, transformadora y, sin lugar a dudas, una gran celebración musical”. El próximo lunes y miércoles, con destino al Mozarteum, Barenboim y su orquesta darán por terminada esta memorable temporada en Buenos Aires.ß
creación y respeto. Mendelssohn fue el padre creador de las canciones sin palabras. Inspirado en las características musicales propias de la canción de cámara, Mendelssohn las desproveyó de texto y compuso canciones en toda su dimensión melódica y expresiva, pero totalmente instrumentales, para piano, sin canto. Si los compositores sostenían que para escribir canciones necesitaban imágenes, historias y, concretamente, palabras, Mendelssohn –que también compuso canciones y dúos exquisitos– insistía en que, para la creación abstracta, él se negaba a ser prisionero de las palabras porque, por su literalidad y referencialidad concretas, le parecían inadecuadas para la experiencia de la música pura. Schumann, que comprendía la idea, aseguraba que las canciones sin palabras de Mendelssohn podían ser una base excelente para escribir poesía. Schumann lo tenía en altísima valoración a su amigo. En 1838,
diez años después de la muerte de Schubert, Schumann estuvo en Viena y Ferdinand Schubert le enseñó el manuscrito de la última sinfonía de su hermano. Schumann descubrió las maravillas de la Sinfonía “Grande” y, sin dudarlo, marchó a Leipzig con una copia para que fuera Mendelssohn quien la estrenara. “Nadie puede comprender este prodigio mejor que vos”, le dijo. Pero también podían mantener discusiones en las que ambos podían sostener sus ideas con total convicción. En una ocasión, Robert, desanimado, pesaroso, le dijo que si “los habitantes del Sol nos observaran con un gran telescopio les pareceríamos pobres gusanos metidos en un queso”. Mendelssohn, que, a los veinte, en 1829, había reestrenado La pasión según San Mateo y le había insuflado nueva vida a Bach después de casi ochenta años de silencio, preciso, exacto, le respondió: “Sí, pero El clave bien temperado les inspiraría respeto”.ß Pablo Kohan