Capítulo 1
¿Historias de bronce o estuco? He who controls the past controls the future. He who controls the present controls the past. George Orwell, 1984
E
n 1917 T.S. Eliot escribió: “El sentido histórico involucra una percepción, no sólo de lo pretérito del pasado sino de su presencia”.1 Muchos años antes Ernest Renan, uno de los primeros teóricos de la nación moderna, se percató de la conflictiva y tensa relación entre la historia y el nacionalismo. Recordar, pero sobre todo olvidar, son elementos constitutivos de la identidad nacional. En una célebre conferencia dictada en 1882, Renan afirmó: Olvidar —e iría tan lejos hasta afirmar que el error histórico— es un factor crucial en la creación de una nación, y es por esta razón que el progreso en los estudios históricos a menudo constituye un peligro para el principio de la nacionalidad. Ciertamente, las pesquisas históricas exponen a la luz hechos violentos que ocurrieron al inicio de todas las formaciones políticas, incluso de aquellas cuyas consecuencias han sido en conjunto benéficas. La unidad siempre se logra a través de la brutalidad.2
Este párrafo precede a la cita que aparece una y otra vez en todos los estudios sobre el nacionalismo: “la esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en común y, también, que hayan olvidado muchas cosas”.3 Cada ciudadano francés debe haber olvidado la masacre de San Bartolomé. La amnesia colectiva es necesaria porque permite el olvido de agravios pasados. Renan consideraba necesaria la desnaturalización de la historia: la nación, como el individuo, es la culminación de un largo pasado de esfuerzos, sacrificios y devoción. “De todos los cultos, el de los ancestros es el más legítimo, porque los ancestros nos han hecho
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lo que somos. Un pasado heroico, grandes hombres, gloria (por lo que entiendo gloria genuina), este es el capital social sobre el cual uno basa la idea nacional”. En lo que concierne a las memorias nacionales, seguía Renan, “las penas son de mayor valor que los triunfos, puesto que éstas imponen deberes y demandan un esfuerzo común”.4 La rebeldía del pasado es a menudo el resultado de una crisis en el presente. Cuando la memoria regresa, la vida de las comunidades imaginadas que llamamos naciones se complica. Éste, por supuesto, no es un fenómeno nuevo. Cuando las naciones están en problemas, su pasado, tarde o temprano, se fractura. Uno de los síntomas de una épica patriótica agrietada es la nostalgia. El anhelo nostálgico añora un momento congelado en el tiempo, perfecto, que sirve como un faro, un punto de referencia, en las tormentosas aguas de la historia. Como afirma el historiador Michael Kammen: “es más probable que la nostalgia aumente o se vuelva predominante en tiempos de transición, en periodos de ansiedad cultural, o cuando una sociedad percibe una aguda discontinuidad con su pasado”.5 México y Estados Unidos han experimentado esta dolencia en las últimas décadas. Ambos países se hallan inmersos en profundos procesos de cambio social, económico y político. Las guerras por reescribir el pasado son manifestaciones de la angustia que producen esas transformaciones. Ambas sociedades buscan una nueva identidad nacional. Y una parte importante de esa pesquisa ocurre en el pasado. La imagen de la nación en su laberinto describe un errar solitario y ensimismado: un proceso de introspección nacional inconmensurable. Ésta, sin embargo, es una falsa certeza inspirada en la mística de la “identidad” y la “herencia”. En el pasado, la palabra identidad significaba semejanza, no conciencia de sí mismo y herencia se refería a un legado familiar, no al bagaje cultural transmitido por una generación a la siguiente.6 Hoy, el cambio semántico se ha consumado. Lo cierto es que la manera en que las identidades se asemejan o difieren entre sí es poco conocida. Nos enfrentamos a otros armados de identidades cuya similitud ignoramos o negamos y cuyas diferencias magnificamos o inventamos. Como afirma David Lowenthal, el fenómeno de la “herencia” tiene características y tendencias que son universales: “sus ideales y objetivos convergen de una cultura a otra, de un país a otro, de una clase a otra. La gente alrededor del mundo se refiere a aspectos de su legado de la misma forma. A pesar de que enfatizan historias y tradi[26]
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ciones singulares, albergan preocupaciones similares sobre la precedencia, la antigüedad, la continuidad, la coherencia, el heroísmo y el sacrificio. Incluso cuando pueblos diferentes exaltan héroes y virtudes únicos, celebran el éxito, la estabilidad y el progreso de manera muy parecida”.7 La mística de la identidad no es patrimonio exclusivo de los ricos y poderosos; los débiles, como los privilegiados, se preocupan mucho por lo que creen único en su legado, por aquello que es especial e ininteligible para los extraños. De ahí la pretensión de que “sólo los negros pueden hacer historia de los negros, que sólo los escoceses entienden la vida escocesa y que sólo las mujeres deben escribir sobre las mujeres”.8 Si esas claves de identidad fueran accesibles a los no miembros, su valor como emblemas de solidaridad desaparecería. Así, la herencia ajena nos es extraña y sabemos poco de ella. Ignoramos el legado histórico de otros tal y como ellos ignoran el nuestro. Éste es, según Lowenthal, el meollo del asunto, lo que distingue a la historia de la “herencia”. Para servir como símbolo colectivo, la herencia debe ser ampliamente aceptada por los miembros de una comunidad e inaccesible para los no iniciados. La información que le da sustento, “no es científica, sino social. Las tradiciones sociales que obligan deben ser aceptadas como actos de fe, no como producto del razonamiento. La herencia, pues, desafía el análisis empírico; promueve la fantasía, la invención, el misterio y el error”.9 Cuando la identidad nacional parece estar en riesgo, la herencia reemplaza a la historia. La historia cooptada por la herencia exagera o niega hechos constatados para afirmar primacía, continuidad y descendencia. Subraya un mito fundacional ideado para excluir a otros. La cortedad de miras es intrínseca a este fenómeno. La miopía nos aflige con imágenes distorsionadas de nosotros mismos y de los demás. Embelesados por nuestra propia herencia no emprendemos comparaciones que podrían ser útiles para entender nuestro predicamento. Los guardianes de la herencia suponen que sus dilemas son únicos. Sin embargo, las comparaciones “revelan y los paralelismos instruyen”. Los problemas de olvidar, recordar y volver a olvidar lejos de ser exclusivos de una sociedad en particular son compartidos por muchas. Los estereotipos son falsos: ni los mexicanos son víctimas de un pasado que no pueden olvidar ni los estadounidenses son una nación sin historia ni memoria. A mediados de 1992, como parte de un programa de modernización educativa, el gobierno mexicano reemplazó los libros de [27]
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texto oficiales y gratuitos utilizados hasta entonces en las escuelas públicas y privadas de nivel básico. Los nuevos textos de historia para cuarto, quinto y sexto grado produjeron una violenta reacción en ciertos sectores de la opinión pública. Entre agosto y octubre de ese año se libró en México una más de las batallas por la historia patria. Dos años después, Estados Unidos tuvo su propia guerra. En noviembre de 1994, el Museo del Aire y el Espacio en Washington, dependiente del Smithsonian, recibió al Enola Gay, el bombardero que en 1945 lanzó una bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. La intención de los curadores del museo era montar una exhibición que revisara críticamente el lanzamiento del primer artefacto nuclear. Al conocerse el guión de la exposición se desató una ola de protesta que culminó en su cancelación a principios de 1995. Las guerras culturales, que por más de una década han asolado a los estadounidenses, abrieron ese mismo año un segundo frente histórico. En el otoño se desató una controversia nacional sobre los “Estándares voluntarios para la enseñanza de la historia”, preparados por una comisión independiente con financiamiento del gobierno federal. Aun antes de darse a la luz pública, los Estándares de Historia Nacional fueron el blanco de críticas acerbas. En los dieciocho meses que siguieron se libraron escaramuzas en la radio, la televisión y la prensa. El punto álgido de la querella ocurrió cuando, en un acto sin precedentes, el Senado estadounidense intervino y votó mociones de censura al proyecto de exposición del Enola Gay y a los aún inéditos Estándares de historia nacional. En ambos casos, los críticos alegaron que la historia patria estadounidense había sido “secuestrada” por un grupo de historiadores radicales y antiestadounidense. La exposición, así como los Estándares, destilaban valores contraculturales y proveían una versión de la historia “políticamente correcta”. En este capítulo y el siguiente me propongo comparar los debates que tuvieron lugar en ambos países. La coincidencia en el tiempo de esas batallas no es fortuita. La comparación de las disputas por la historia puede arrojar luz sobre los orígenes del malestar cultural que aqueja a ambas naciones. ¿En qué se asemejan estas guerras simbólicas?, ¿son el producto de angustias similares?, ¿cuál es, respectivamente, su relevancia para la redefinición de la identidad nacional? En las páginas que siguen intentaré explorar el mismo fenómeno en dos espacios culturales distintos. Ahora, es claro, compartimos un pasado fracturado. [28]
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Días de furia En agosto de 1992 el gobierno mexicano presentó los nuevos libros de texto de historia. Dichos manuales reemplazaban a los que habían estado en vigor desde 1976 y eran parte de un programa emergente de modernización que buscaba actualizar los contenidos de la educación pública que se percibían como caducos desde hacía varios lustros. La Secretaría de Educación Pública (sep) comisionó la redacción de los manuales a un grupo de historiadores profesionales. Apremiados por los tiempos burocráticos, contaron con pocos meses para cumplir su tarea. Cuando, a finales de agosto, los primeros libros comenzaron a circular, se desató una tormenta en la prensa. La controversia duró algunos meses y terminó en la decisión del gobierno de no distribuir los libros impugnados. Otra versión, que eliminaba los puntos polémicos, fue elaborada en 1994. Estos últimos libros son los que hoy se encuentran en vigor. Como veremos, desde su nacimiento a comienzos de los años sesenta, cada serie de libros de texto (cuatro hasta ahora) ha provocado polémica y oposición entre ciertos sectores de la sociedad mexicana. El 20 de agosto de 1992 el periodista Miguel Ángel Granados Chapa publicó en el diario La Jornada un fulminante ataque contra los nuevos libros de texto. Según el periodista, los libros formaban parte de “una vasta operación de revisión ideológica” elaborada por un grupo de intelectuales que maniobraba para “apoderarse de los centros de decisión de la cultura y la información nacional”.10 Una ola de críticas, algunas mesuradas, las más viscerales, se desencadenó en contra de los libros de historia.11 Los cargos, en términos generales, eran que los manuales eran de pésima calidad, que se habían elaborado a un costo altísimo, que adolecían de rigor científico, pero que —sobre todo— mostraban una visión parcial de la historia. De acuerdo con los críticos, los libros no sólo entreveraban aspectos políticos muy ligados con la coyuntura que el país vivía entonces y se encontraban plagados de omisiones, lagunas y juicios incorrectos, sino que “traicionaban” el espíritu que los había animado, “herían” el pasado histórico e iban “en contra de la nacionalidad”.12 En las siguientes semanas se repetirían las mismas acusaciones una y otra vez. Esta lista de indignadas preguntas es representativa: “¿Por qué se ‘cedió’ a Estados Unidos los territorios de Texas, Nuevo México y California?; ¿por qué no se mencionan a los Niños Héroes por sus nombres?; ¿por qué se habla de Zapata y no se [29]
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menciona el Plan de Ayala?; ¿por qué desaparecen al Pípila y quitan a Juárez su condición de indígena?; ¿por qué atenúan los rasgos dictatoriales de Porfirio Díaz y borran la existencia de las compañías deslindadoras?; ¿por qué Gómez y Serrano son fusilados y no asesinados?; [...] ¿por qué hay muertos el 2 de octubre y ‘no se sabe cuántos murieron’?; ¿por qué se cierra el libro con un capítulo que aplaude sin mayores trámites al régimen de Salinas de Gortari?”.13 De acuerdo con los impugnadores, los nuevos libros revalorizaban a Iturbide y al Porfiriato; minimizaban el magonismo, el zapatismo y el villismo, exaltaban al callismo, hacían una apología del alemanismo, justificaban la política imperialista de Estados Unidos hacia México y sobrestimaban el papel de los grandes gobernantes y caudillos. Los libros escogían lo que les convenía para exaltar y para justificar el proyecto del gobierno. “Cuando los niños de sexto año de primaria entraron el pasado martes a las clases”, protestaba airadamente un conocido historiador, “descubrieron con sorpresa, que Juan José Martínez, alias el Pípila, había desaparecido de su libro de texto de historia”. Los maestros, seguía, “se habrán de enfrentar a un libro de texto conservador, agresor de la imaginación y el mito popular; blandengue en la valoración de la presencia imperial estadounidense a lo largo de nuestro pasado; promotor de la idea de que la historia de un país es la de las instituciones, el Estado y sus gobernantes, no de su pueblo”. Había, en el centro de esta protesta, un reclamo de impiedad: “los Niños Héroes apelaban (con todo y su mitificación cursilona) a la vieja idea de que la patria ameritaba el sacrificio (hoy la patria sólo amerita la participación en el negocio, en esta sociedad light, donde las pasiones se resuelven en videocaseteras)”.14 Otro crítico afirmaba sobre los libros: “me parece que están amañados, arreglados y suponen que los niños mexicanos son unos imbéciles y hay que tratarlos como imbéciles”. Los autores de los manuales, “rescribieron la historia nacional como si fueran estadounidenses, faltándoles, únicamente, escribirlos en inglés para ser consecuentes con la versión arreglada, tergiversada, de los hechos históricos fundamentales”.15 Aparecía en la discusión mexicana un término que surgiría con mucha frecuencia dos años después en las batallas estadounidenses: revisionismo. La interpretación que ofrecían los libros era “revisionista”. El adjetivo denota el trasfondo de una pureza ideológica supuestamente traicionada. Los textos mexicanos mostraban “acentos [30]
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interpretativos que parecen controlados. Suavizar los aspectos negativos de la Iglesia en el siglo xix o la soberbia histórica de los Estados Unidos, son dos de ellos”.16 ¿Era, en efecto, revisionista la historia que estos libros contaban? Una diferencia notable en esta edición de la querella provocada por los libros de texto es que el sector que se movilizó en su contra, a diferencia de las dos ocasiones anteriores, fue la izquierda. En el pasado habían sido los sectores conservadores —la Iglesia, los empresarios y las clases medias— los que se opusieron a la política educativa del Estado mexicano, que era considerada como “izquierdista”.17 Como ha mostrado Josefina Vázquez, desde la fundación misma del Estado independiente, la historia patria fue objeto de enconadas luchas ideológicas.18 Después de la invasión estadounidense se adoptó un himno nacional y se hizo obligatorio el estudio de la historia patria en el nivel medio de las escuelas. A partir de entonces se hizo evidente la existencia de dos historias, cada una con sus propios héroes: la de los vencidos y la de los vencedores. Los conservadores defendían a la Iglesia católica y se sentían ligados a la tradición española. Su visión de la Conquista y el periodo de la Colonia era positiva. Los liberales rechazaban las instituciones derivadas de estos hechos. Antes de 1894, “todos los libros de texto centraban su atención en la Conquista, la Colonia y la Independencia, ocupando los dos primeros eventos la parte más extensa de los libros, como generadores de nacionalidad”.19 En las postrimerías del siglo xix Justo Sierra logró, por vez primera, escribir un libro que aceptaba el pasado de forma total, “como un proceso evolutivo en que el país marchaba hacia el progreso”. El precursor de la nacionalidad no sería ni Cuauhtémoc ni Cortés sino Hidalgo, porque “de un acto de su voluntad, nació nuestra patria”.20 Sin embargo, la Revolución rompió el consenso porfirista y reaparecieron viejas controversias sobre la nacionalidad y las maneras de fortalecerla. El clero otra vez agraviado y los terratenientes afectados por la Revolución revivieron los argumentos conservadores decimonónicos. La educación laica molestaba a los católicos en general. Pronto aparecieron libros que, a su vez, reivindicaban el indigenismo y las ideas de reivindicación social. Las diferencias entre ambas interpretaciones se fueron ahondando y en los años treinta aparecieron los textos más intransigentes de ambos bandos. El conflicto entre las diferentes interpretaciones de la historia patria continuó hasta 1959, cuando el gobierno mexicano decidió crear un [31]
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libro de texto gratuito y obligatorio, uniformando así la historia patria. La versión de la historia nacional que se establecía como interpretación rectora de los libros de texto, “manifestaba un esfuerzo de equilibrio: recuperaba el panteón de héroes nacionales creado por Justo Sierra a finales del siglo xix, así como la visión lineal y acumulativa de la historia que en 1940 fuera fundamento de la reconciliación nacionalista”.21 Los libros reconocerían el doble origen de la nacionalidad mexicana y el carácter mestizo de la cultura dominante, “pretendiendo con ello recuperar los aspectos positivos de las dos tradiciones culturales: la indígena y la española”.22 Sin embargo, esto no terminó con el conflicto. La Iglesia, a través de las escuelas particulares, y el partido Acción Nacional (pan) lanzaron una amplia ofensiva contra la política de educación del gobierno. En enero de 1960 se inició una intensa campaña de propaganda en la prensa.23 Los críticos atacaban la obligatoriedad de los libros, el intento de uniformar la educación e imponer un patrón cultural que no tomaba en cuenta “las diferencias individuales”. La Revolución cubana polarizó ideológicamente al país y tuvo efectos en la polémica. Los libros de texto fueron denunciados como “socializantes” y “totalitarios”. Según el pan, éstos eran un ejemplo de la naturaleza autoritaria y antidemocrática del sistema político. La obligatoriedad de los manuales constituía una violación a la libertad de la enseñanza y a la libertad de los maestros.24 El Estado ejercía el monopolio ideológico de una minoría “indiferente a las tradiciones y a los valores, en particular religiosos, ‘de la conciencia mexicana’”.25 Es notable que la crítica, en general, no atacaba los contenidos de los libros, “no desafiaba la interpretación general de la historia señalada en las guías pedagógicas de la conaliteg (Comisión Nacional del Libro de Texto Gratuito) e inscrita en sus libros; tampoco rechazaba el panteón de héroes nacionales, ni la descripción de la democracia mexicana. Desde este punto de vista, estaban conformes con los principios del consenso nacionalista establecido”.26 Otra edición del conflicto se produjo en los setenta, cuando el gobierno modificó los contenidos de los libros anteriores. En 1973, el presidente Echeverría reformó la Ley Orgánica de la Educación. Antes de que esta ley fuera aprobada, se desató una campaña en su contra orquestada por la Iglesia, la Unión Nacional de Padres de Familia (unpf) y el pan.27 Como resultado de la reforma educativa se abandonó la enseñanza por asignaturas y se adoptó el enfoque por “áreas” que otros países comenzaban a seguir. Así desapareció la [32]
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historia nacional como materia singular y se diluyó en el libro de “ciencias sociales”. En 1974, cuando aparecen los libros de quinto y sexto grados, se vuelve a encender la polémica. La controversia se extiende a lo largo de 1975. La poco disimulada admiración a China y Cuba y el discurso tercermundista de los libros de texto provocaron una reacción airada por parte de los sectores conservadores. Los manuales fueron tachados de “socializantes y comunizantes”. A resultas de la polémica el gobierno aceptó hacer algunos cambios menores en el texto y las ilustraciones para matizar y mediatizar los contenidos. Los libros, de cualquier forma, reflejaron el ambiente ideológico de la época. La retórica tercermundista que denunciaba la dependencia de las naciones pobres y el imperialismo de los países ricos estaba en conflicto con el ánimo modernizante de los noventa. De ahí la iniciativa de hacer nuevos libros. La reforma educativa del presidente Salinas, en consonancia con la tendencia pedagógica dominante, restauró la enseñanza por asignaturas. El libro de historia patria de los sesenta es restituido con todo y la portada de la primera serie que mostraba a la Patria en forma de una mujer mestiza o indígena. El internacionalismo en la economía no parecía estar reñido con una vuelta al nacionalismo en la educación. Otras restituciones y rupturas son notables. Curiosamente, en esta ocasión los intelectuales de la izquierda defendían el statu quo.28 De cualquier forma, en casi todos los temas neurálgicos los libros de texto de 1992 no eran diferentes de sus predecesores. La intensidad de la controversia, afirma un estudioso, había nutrido la “ilusión de que cada serie renegaba de la anterior e innovaba radicalmente la interpretación oficial del pasado de México”.29 Lo notable, por el contrario, era la extraordinaria continuidad entre las versiones a lo largo de varios decenios.30 Los libros de 1992 se mostraban críticos de la Conquista; alababan diversos aspectos de las culturas mesoamericanas sin caer en “el indigenismo extremo” y se regodeaban “en evocar la resistencia irreductible de los chichimecas”. En lugar de hablar de mestizaje y fusión, los nuevos libros afirmaban la pluralidad y la diversidad y celebraban que gracias a la supervivencia de la población indígena “la cultura y la sensibilidad del mundo prehispánico siguieron vivas”.31 En los nuevos manuales no se equiparan ya los mestizos a los mexicanos, “sino que se limita a definirlos como un grupo entre muchos, en realidad muy cercano al de los indios desde un punto de vista sociológico”.32 El resto de la crónica era muy similar a la de los libros de texto anteriores. Por ejemplo, el [33]
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antagonismo entre las facciones revolucionarias estaba ya expuesto en los libros de 1960. El panteón de héroes y villanos se mantuvo inalterado.33 Se presentaba a Villa y Zapata con menos lustre, tal vez, pero “sin que se niegue su trascendencia histórica ni se oculten los valores que representaban”.34 La Iglesia católica y el ejército seguían excluidos de la vida política, “en castigo por su papel en otros tiempos”.35 La rehabilitación de la figura de Maximiliano, iniciada por la serie de libros de texto de 1974, seguía en marcha. Santa Anna seguía siendo el malo de la película, y “nada señala que se intente reivindicar a Porfirio Díaz”.36 A pesar de que los libros reconocen sus contribuciones al desarrollo y a la modernización del país, “reaparecen alusiones inequívocas al enorme costo social de esas políticas [...] Dado que el balance entre logros y fallas sigue siendo negativo, no es verdad que haya cambios en el juicio del Porfiriato, menos aún en vista de que también las versiones anteriores le reconocían algunos méritos”.37 A mediados de los ochenta, el panteón estaba bien establecido en México. En un estudio se solicitó a varios cientos de alumnos de educación básica del Distrito Federal nombrar a los héroes que, a su juicio, beneficiaron más al país. Los tres primeros fueron: Benito Juárez (75.7 por ciento), Miguel Hidalgo (74.45 por ciento) y Lázaro Cárdenas (38.73 por ciento). Les seguían: Zapata, Madero y Josefa Ortiz de Domínguez.38 La lista de villanos era también predecible. La encabezaban Antonio López de Santa Anna (33.02 por ciento), Porfirio Díaz (32.68 por ciento) y Hernán Cortés (25.86 por ciento). Atrás venían: Huerta, Maximiliano y la Malinche.39 Sin embargo, sólo 38 por ciento de los niños logró asociar correctamente a los héroes preferidos con un hecho histórico sobresaliente. Casi la mitad de los alumnos erró la respuesta o simplemente no contestó.40 Si la crónica de los acontecimientos había cambiado poco, la concepción general de la historia y los valores éticos que de ella se desprendían tampoco presentaban grandes modificaciones. Los nuevos libros no dejaban de ser fieles “a puntos claves del viejo nacionalismo mexicano oficial”. Según Mabire, “no caben acusaciones de falta de patriotismo contra textos que celebran el vigor de la conciencia nacional, fruto de ‘anhelos y fracasos compartidos’, de ‘la educación y la cultura’, de ‘intensas luchas sociales’ y de ‘acciones ejemplares de muchos individuos que forjaron nuestra historia’”.41 Una mayor similitud, “no podía haber entre las tres series de libros [34]
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por lo que hace a puntos centrales de su nacionalismo, destinados a mantener el orden establecido”.42 La mayoría de las acusaciones a los libros de 1992 simplemente no tenía fundamento. Los libros, ciertamente, no eran perfectos. A causa de la premura con que fueron hechos contenían un número considerable de errores factuales que los críticos se apresuraron a señalar. También eran deficientes desde el punto de vista pedagógico, pues enfatizaban los datos y no la narración. Había, como reconoció una crítica mesurada, “demasiados temas para los niños; son demasiado enunciativos, no tienen lecturas, ni pequeñas biografías o algunas referencias, sino que tienen mucho contenido”. 43 No había excusa alguna para que el horizonte temporal que cubrían se extendiera hasta el gobierno de Salinas. Sin embargo, estos errores no explican del todo la furia desatada en la controversia. ¿Cuál era, entonces, la razón de ser de la agria polémica? La respuesta a esta interrogante tal vez se halle en los pocos, pero significativos, aspectos reales de innovación que presentaban los manuales, así como en la modificación del universo simbólico en el cual había estado sumergida la historia patria mexicana. Dos áreas de cambio destacan: la economía y la relación con Estados Unidos. El futuro de México, según los libros, se encontraba en una economía capitalista vigorosa, vinculada a los mercados internacionales. Los libros de 1992 también mostraban “más interés en transformar las relaciones del país con el mundo que en alterar los vínculos entre los mexicanos”. Según Mabire, “los cambios en la representación del medio internacional crean vivo contraste con los libros anteriores”.44 Si los libros publicados durante el sexenio del presidente Echeverría mostraban un tercermundismo militante, en los textos nuevos, no quedan sino resabios de las ideas anticolonialistas, que se manifiestan en rencor frente a la dominación española únicamente. La desconfianza frente al mundo ha desaparecido casi por completo, de manera congruente con la expectativa de superar los problemas nacionales mediante relaciones económicas con otros países. En ese contexto se inscribe la visión de Estados Unidos en los nuevos manuales de historia, cuya novedad principal consiste en sugerir que, a pesar de muy graves conflictos en el pasado, este país puede ser un socio confiable del nuestro, porque hay antecedentes de cooperación fructífera.45
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Con todo, los nuevos libros no omitían los agravios pasados. Es absolutamente falso, —afirma Mabire—, que los textos subestimen la Guerra de 1847. Lejos de eso, el tomo analizado reserva sus únicas palabras emotivas para decir que la mayor desgracia de México en el siglo xix “fue la humillación militar y la pérdida del territorio nacional a consecuencia de la guerra con Estados Unidos.46
Los libros anteriores, “apenas mencionaban la ambición de los estadounidenses y mucho menos fomentaban la hostilidad en su contra. De hecho, la explicación de los libros nuevos bien podría ser la más acusadora y amarga de las tres series”.47 Y de la que les siguió.48 En los manuales de 1992, sin embargo, el culpable indiscutible de la guerra y el desmembramiento territorial es el expansionismo estadounidense, “como lo denotan las referencias a la doctrina del Destino Manifiesto y la aseveración de que, con pretextos, ‘Polk declaró la guerra y ordenó la invasión de México’.49 Los nuevos libros, sin embargo, no mencionaban, como sí lo hacía la serie de 1960, el rencor popular contra las empresas estadounidenses ni se referían abiertamente a los empresarios extranjeros que explotaban a los obreros mexicanos, pero sí mencionaban que el ejército mexicano había reprimido la huelga de Cananea junto con los rangers estadounidenses. Si bien la crónica de la Revolución mexicana que presentaban los manuales no ocultaba ni subestimaba las intervenciones de Estados Unidos, “uno termina por adivinar un sentimiento próximo a la resignación que quizá dicte el realismo político”. Según Mabire, la mayor audacia del nuevo libro, disfrazada “de un pudor exquisito”, radicaba en la insinuación de que el reconocimiento del gobierno de Estados Unidos habría sido crítico para que Carranza triunfara sobre sus rivales.50 Tampoco tiene antecedentes la aseveración de que “felizmente el pueblo y gobierno de Estados Unidos no siguieron a los empresarios petroleros en su egoísmo agresivo contra México”.51 Como señala Mabire, los libros subrayan el carácter esencialmente cordial de las relaciones entre México y Estados Unidos a partir de la Segunda Guerra, que en sí misma “propició una época de cooperación y entendimiento”. México fue un “buen proveedor de trabajadores y productos para la economía de guerra estadounidense”.52 México se benefició, afirmaban los libros, del
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auge económico sin precedentes que experimentó Estados Unidos después de la guerra. De igual forma, los manuales reconocían el costo político que México había pagado en su relación con Estados Unidos por apoyar a las guerrillas centroamericanas.53 Compárense estos contenidos con el primer libro de texto de 1960 para quinto grado, en el que se describía a Estados Unidos como la principal potencia imperialista e intervencionista. El contraste no podría ser mayor. Los libros reflejaban el empeño de la elite mexicana, “en dar nuevas connotaciones al nacionalismo oficial, a manera de hacerlo congruente con giros de las políticas de Estado que han redefinido su papel en la economía nacional y en la política exterior”. Sin embargo, las innovaciones se “entrelazan con principios inalterables de un credo nacionalista tradicional”. Lo más llamativo de los libros, concluía Mabire, “es su esfuerzo por articular ingredientes ideológicos que a primera vista parecen antitéticos”.54 ¿Cómo sugerir una alianza con Estados Unidos después de reconocer explícitamente que en la historia ese país ha sido la mayor amenaza a la independencia nacional? “El conflicto —responde Mabire— se resuelve en los manuales, con facilidad inusitada, por medio de subrayar que la experiencia más traumática en las relaciones entre ambos Estados tuvo lugar hace siglo y medio, y que desde entonces, gradualmente, se impusieron condiciones favorables a la cooperación”.55 El pasado reciente proveía numerosos ejemplos de beneficio mutuo y de armonía entre ambas naciones. El antiyanquismo en los libros de historia mexicanos ha sido motivo de preocupación para los estadounidenses. A mediados de los ochenta, cuando la relación entre ambos países atravesaba por una etapa particularmente ríspida, la Agencia de Información de Estados Unidos (usia, por sus siglas en inglés) encargó a Vesta F. Manning, un investigador de la Universidad de Arizona, un informe sobre la imagen que se presentaba de ese país en los libros de texto gratuitos mexicanos.56 Después de analizar los manuales redactados en los setenta, Manning encontró que el periodo inicial de la historia estadounidense recibía un tratamiento favorable. El resto de la historia era diferente: los libros retrataban críticamente el exterminio de los indios estadounidenses, el expansionismo territorial y el industrialismo depredador. El investigador se quejaba: “no se hace mención alguna al hecho de que en 1911 la tolerancia de Estados Unidos hacia los revolucionarios maderistas en su territorio fue un factor importante para asegurar su victoria sobre Díaz”.57 A pesar de que era difícil [37]
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criticar los textos por su presentación de las intervenciones directas e indirectas de Estados Unidos en México, existe un problema de equilibrio y omisión. Curiosamente, el ataque de las tropas de Pancho Villa a Columbus, Nuevo México y la subsecuente expedición punitiva estadunidense al mando del general Pershing no se mencionan. 58 Más aún, no se menciona a las instancias en las que Estados Unidos mostró deseos de cooperar con México. No hay mención de la Política del Buen Vecino, la Alianza para el Progreso, la ayuda estadounidense o los esfuerzos cooperativos para resolver disputas o problemas fronterizos. Los textos tampoco dan crédito al capital y tecnología norteamericanos por haber desempeñado un papel benéfico al alentar la modernización de México, como en el caso de la construcción de ferrocarriles. 59
“Es difícil —reflexionaba compungido el analista— para los estadounidenses, orientados hacia el futuro y con una gran fe en la posibilidad de cambio y en el progreso, entender la fijación de México con el pasado, un pasado profundamente influenciado por Estados Unidos”.60 Con todo, el investigador reconocía que el tratamiento dado en los libros mexicanos de aquel entonces a Estados Unidos era mucho más extenso que el que ofrecían los manuales estadounidenses de México. Los libros de 1992 eliminaron ese sesgo antigringo y pagaron un costo muy alto por ello. Algunos políticos denunciaron supuestas presiones del gobierno estadounidense para que el mexicano eliminara las referencias críticas a Estados Unidos en los libros de texto.61 El antiyanquismo era un pilar del nacionalismo mexicano. Su abandono significaba una transformación sustantiva de ese imaginario nacional. Los críticos defendían la integridad de un síndrome de prejuicios y certezas nacionales que se había fraguado a lo largo del siglo xx, pero que cada vez aparecía más quebrado. La polémica expuso la configuración ideológica del país. La elite modernizadora deseaba, de manera inconsistente, recordar y olvidar al mismo tiempo. Cargar con el pasado y dejarlo atrás. O, por lo menos, encontrar alguna forma que no significara un fardo oneroso para el futuro del país. Querían poner al día la teoría ptoloméica del universo, pero sin cambiar el lugar que ocupaba el sol en el mapa celeste. Estaban atrapados entre el ayer y el hoy; su si-
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tuación era, en el sentido clásico, trágica. Sus oponentes, por su parte, estaban libres de cualquier indicio de futuro, sus miras puestas en el pasado; evocaban con ternura cursilona una historia de bronce que ellos no forjaron. Como afirmaba uno de los vilipendiados autores de los textos: una influyente franja de escritores, historiadores y periodistas de tono crítico y corazón de izquierda [...] vinieron a demostrar, asombrosamente para muchos, hasta qué punto la historia patria impulsada por gobiernos anteriores se ha vuelto la bandera apasionada del sector de la sociedad civil que antes llamábamos “progresista”.62
Dos lógicas se enfrentaban. Una propugnaba por lo que un participante en el debate llamó “una historia patria para adultos”. Una historia que restituya las verdades elementales a nuestra conciencia común e incluso a nuestras más íntimas creencias. Una historia que incluya, por ejemplo, el hecho más eficazmente combatido por la imaginación religiosa del país y por los historiadores eclesiásticos, a saber: que la Virgen de Guadalupe no se le apareció a ningún paisano llamado Juan Diego.63
Algunos años después, Aguilar Camín lo sintetizó admirablemente: Los historiadores, los educadores, los políticos, los mexicanos en general que quieren una vida pública transparente y verdadera, tienen que mirar con desasosiego ese inquietante proceso mediante el cual algunas de nuestras creencias colectivas fundamentales tienen por origen comprobables falsificaciones históricas. Mentiras fundadoras rigen algunas de las certezas más íntimas de nuestra conciencia colectiva. La aparición de la Virgen de Guadalupe es una de ellas, pero hay otras. Por ejemplo, la idea de que es Cuauhtémoc con su resistencia heroica quien representa, mejor que Cortés, con su conquista predatoria, el espíritu de la mexicanidad, y que la raíz española es una raíz intrusa y opresiva, en vez de una raíz fértil y pródiga de nuestra construcción nacional. Otro ejemplo: la idea de que debemos la independencia del país a la violencia rasgadora de Hidalgo y Morelos, más que a la conciliación pragmática de Iturbide. Otro más: la idea de que los jefes perdedores, Zapata y Villa, representan mejor que los jefes triunfadores —Carranza, Obregón o Calles— el verdadero espíritu
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de la Revolución Mexicana. Y nuestra patética colección de héroes derrotados. Y nuestra bisutería de pípilas inexistentes y dudosos niños héroes. Mentiras fundadoras. ¿Estamos condenados a vivir con ellas, a no poder disipar los fantasmas que nosotros mismos hemos construido?64
La historia de bronce, afirmaba Aguilar Camín en 1998, ha erigido como mitos preferentes a los derrotados y ha puesto en un segundo plano, cuando no satanizado, a los triunfadores. El problema de consagrar a los derrotados en vez de a los triunfadores es que instala en la conciencia histórica nacional un sentimiento de inconformidad, si no es que de resentimiento, con los hechos reales de nuestra historia.65
Las derrotas tienen un lugar privilegiado en la épica nacional debido a su efecto en la memoria colectiva. Remember Renan: las penas son de mayor valor que los triunfos porque imponen responsabilidades mayores. La perspectiva comparada nos revela que ese sentimiento —pertenecer a la patria de los perdedores— no es patrimonio exclusivo de los mexicanos. Lo mismo le ocurre a los italianos. Maurizio Viroli refrasea la pregunta implícita en la lamentación de Aguilar Camín y hace eco de la admonición de Renan: ¿Puede un pueblo que carece de orgullo nacional, que no tiene sentimiento de propia dignidad, construir o reconstruir una república democrática?.66 No importa —se responde Viroli— si la Italia que sentimos como nuestra fue siempre la Italia de los derrotados. Las derrotas por causas justas sirven más que el recuerdo de los triunfos, en cuanto educan un sentimiento de dignidad que es inmune a la vanidad y la vanagloria, y que está sostenido por el respeto y la comprensión hacia quien no salió airoso de su empresa.67
¿Un elogio de la derrota? Ambos argumentos parecen convincentes. Lo cierto es que lo edificante para la imaginación patriótica no es obvio en lo absoluto. “No hay —afirmaba Soledad Loaeza— razón para que los libros de texto de la escuela primaria sigan enseñando una historia que ha sido superada por los especialistas”.68 Enrique Florescano, uno de los autores de los manuales, concurría: “Antes que una ‘historia oficial’, es ésta una historia crítica”. En los libros no había [40]
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mitología de los héroes, ni explicación del desarrollo histórico a través de hombres providenciales o fuerzas mecánicas, sino explicación de los procesos colectivos e individuales, actualización de la historia antigua, revalorización de la época colonial y del Porfiriato, y consideración de la historia contemporánea a partir de los nuevos conocimientos producidos por la investigación reciente.69
¿Puede la historia patria ser a la vez cívica y científica? El llamado a una historia para adultos parece suponer que sí. Sin embargo, el propósito principal de una historia nacional es didáctico. Renan lo sabía muy bien. La lectura de esa historia debe ayudar a la identificación colectiva, debe contribuir a que los individuos se imaginen como parte de una misma nación. Ello hace que en sentido estricto ambas historias sean irreconciliables. El problema no es si la historia patria debe o no incluir mitos, sino cuántos y de qué filiación ideológica. Un desprecio absoluto de los hechos tampoco es eficaz. El equilibrio entre mito didáctico y realidad es difícil de lograr y siempre es precario. “Hacer que el niño vea lo gris del mundo”, reflexionaba Lorenzo Meyer, que “raras veces es maniqueo, que es muy difícil saber dónde está el bien y el mal; tal vez es mucho pedirle a un sistema educativo [...] probablemente cuando el niño se convierte en adolescente es el momento en que debería hacerse”.70 Como admite Luis González: “una desmitificación total de la historia no se puede hacer. Todos vivimos de mitos en mayor o menor grado”.71 O’Gorman coincidía: “la historia nacional, como todas las historias, es una mentira [...] ¿Para qué darle a un niño una imagen fea de su país? Es más valioso y tiene más sentido político y racional darle una imagen positiva de su país”.72 Dos años después, Lynne Cheney coincidiría con los mexicanos. “Creo —afirmó— que nuestros niños necesitan héroes”. Como resultado de la controversia pública, y para afirmar el compromiso patriótico del gobierno mexicano, el 13 de septiembre de 1992 el entonces presidente Salinas reconoció que los Niños Héroes eran una “parte fundamental” de un legado “cuya fuerza permite a las nuevas generaciones mantener la defensa de los valores patrios”. Nosotros, afirmó Salinas, “siempre estaremos dispuestos a promover el recuerdo de los hechos históricos y a honrar la memoria de los Niños Héroes de Chapultepec”.73 En las páginas de los nuevos libros reaparecieron, con bombo y platillo, los nombres de los Niños
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Héroes, el Pípila y el resto del carnaval de mitos. El panteón se mantiene, en términos generales, incólume. Un encuesta levantada en el 2003 encontró que para los mexicanos, Benito Juárez es el héroe más importante; le siguen Hidalgo, Zapata, Villa, Cárdenas, Morelos, los niños héroes, Madero, Guerrero y Carranza.74 En 1992 los críticos de los libros de texto protestaban por lo que percibieron como una desnaturalización simbólica de la historia patria; por el abandono de mitos torales que daban coherencia a una imagen de quiénes habían sido en el pasado los mexicanos y quiénes debían ser en el futuro. En un mar tempestuoso, esos mitos y símbolos eran un faro en la tormenta, pues proporcionaban dirección. La singularidad de las batallas por la memoria mexicana, me parece, no puede apreciarse cabalmente si no se comparan con otras experiencias similares.75 En 1994 se abrió un frente histórico en las guerras culturales que se libraban en Estados Unidos. Dos países con formas de recordar el pasado aparentemente muy distintas parecieron converger en un mismo tipo de guerrilla histórica con apenas un par de años de diferencia. ¿Fue una casualidad?
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