Hay que quebrar el círculo del odio

14 oct. 2013 - concordia a través de las leyes de amnistía y de los indultos convalidados por la Corte. Suprema de Justicia de la. Nación. Muchos nos ilusio-.
384KB Größe 5 Downloads 35 vistas
OPINIÓN | 19

| Lunes 14 de octubre de 2013

heridas abiertas. Justicia asimétrica no es justicia, dice el

autor. Si no se juzga y se condena a todos los responsables de la violencia política de los años 70, la única alternativa válida es optar por la amnistía o el indulto

Hay que quebrar el círculo del odio Ibo Marché —PARA LA NACIoN—

A

lgunas manifestaciones de Héctor Ricardo Leis en su artículo “Los militares tienen que romper el silencio”, publicado en esta página el 2 de septiembre pasado, suscitaron asombro entre muchos de quienes anhelamos la paz, la concordia, el perdón y la reconciliación entre los argentinos. Creíamos que Leis –que en los años 70 integró la organización Montoneros y que hoy rechaza “la verdad violenta” que sustentó hace ya muchos años– compartiría aquel anhelo y se sumaría a quienes estamos empeñados en dejar atrás un deplorable pasado de odios y discordia. ¿Estábamos equivocados? Por lo pronto, disentimos en el punto de partida. Confío, sin embargo, en que coincidamos en la meta, que es para ambos la reconciliación nacional. Leis expresa en su artículo que en los años 70 “hubo crímenes terribles de todas las partes”; que no fueron las Fuerzas Armadas “las que comenzaron el caos y la orgía de violencia que se extendió por el país a partir del 25 de mayo de 1973”; que “no existe ninguna declaración de parte de militares que tomen posición de forma autocrítica”; que “el silencio de los militares afronta su dignidad”; que “se explica que la mayoría de los ex guerrilleros no quieran hablar, lo hacen para no perder la confortable e indigna condición de víctimas en la que los mantiene este gobierno”, pero que le “resulta inexplicable que personas prácticamente condenadas a morir en la cárcel decidan no hablar en defensa de su dignidad”. No ponemos en duda la recta intención de Leis, pero creemos que, con las bases que él propone, la reconciliación es imposible y la “ley del odio” –así la denominaba Joaquín V. González en un célebre trabajo publicado en 1910– continuará su obra devastadora. Las consecuencias de esa tendencia están a la vista: un clima en el que la revancha de quienes fueron derrotados militarmente se ceba sobre ancianos octogenarios. Difícilmente se haya dado antes una situación similar. Y no se vislumbran para el futuro inmediato alternativas claras, prometedoras de un restablecimiento pleno del sistema republicano y, por ende, de las libertades constitucionales, con separación de poderes y administración de

justicia independiente e imparcial, sin ideologismos ni partidismos que la desnaturalicen. Finalizados los juicios a las juntas militares, Alfonsín y Menem levantaron la bandera de la concordia a través de las leyes de amnistía y de los indultos convalidados por la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Muchos nos ilusionamos entonces con el comienzo de un período de paz que fuera fecundo en todos los planos y sirviera de base a un proceso de recíproco perdón y genuina reconciliación. La llegada del matrimonio Kirchner frustró esa línea de pacificación por la que optamos en los siglos XIX y XX, después de graves conflictos internos. En contraste con sus antecesores, y olvidando las buenas relaciones que tuvieron en Santa Cruz con el gobierno militar, los Kirchner levantaron la bandera de la discordia, el enfrentamiento y la descalificación del adversario, todo en nombre de una supuesta construcción de poder que, a la luz de los

La revancha de quienes fueron derrotados se ceba sobre ancianos octogenarios últimos comicios, tenía bases muy frágiles y perecederas. Tal vez lo más censurable haya sido el avance del Poder Ejecutivo sobre el Judicial. Como resultado de esa política institucionalmente regresiva, hoy los jueces vulneran sin parpadear el principio de legalidad y aplican retroactivamente normas penales, lo cual, siguiendo a Giuseppe Betiol, más que una herejía es una blasfemia jurídica. Además, se hizo tabla rasa con el principio constitucional de la cosa juzgada, se resucitaron arbitrariamente acciones penales extinguidas, se modificó la jurisprudencia sobre detención domiciliaria que, en forma discriminatoria, les fue negada a los militares mayores de setenta años, pasando por alto el claro sentido de la normativa vigente. Los presos militares se están muriendo sin atención médica elemental: se les niega la internación en establecimientos adecuados a sus enfermedades a enfermos muy graves.

Tal vez lo más ofensivo del proceder judicial de la última década ha sido la asimetría con que se han abordado las secuelas de nuestra última guerra. Cualquier militar, incluso cuando no se trata de quien ha ejercido funciones de comando, sino de un subteniente veinteañero que simplemente estaba destinado en una u otra unidad, ha pasado a ser responsable de delitos de lesa humanidad y condenado –como dice Leis– a “morir en la cárcel”. En contraste, los guerrilleros de todos los niveles, aunque sean responsables directos de crímenes abominables, han quedado transformados, bajo el influjo de los Kirchner, en “jóvenes idealistas”, se les han pagado indemnizaciones altísimas cuyas cifras cuidadosamente se ocultan, han sido beneficiados con una sentencia de la Corte Suprema (“Lariz Iriondo”) que les garantiza la más absoluta impunidad y fueron premiados con cargos y altas funciones en la administración del Estado.

Ésta es la situación que omite exponer Leis en su artículo y que debe ser previamente resuelta porque justicia asimétrica no es justicia. Es más bien un atentado contra la justicia. Pretender construir la reconciliación sobre tales cimientos es como querer edificar sobre arena movediza. Por esta vía, el proceso de desintegración y decadencia seguirá su curso y dejaremos a nuestros hijos y nietos un país en ruinas, fragmentado, cargado de resentimientos y sed de venganza. Aparentemente, para Leis, el motivo de la discriminación que se hizo en la era kirchnerista entre las extralimitaciones de los guerrilleros y las de los militares es que éstas fueron de mayor gravedad. En rigor, es un enfoque que no adoptó ninguna de las numerosas amnistías sancionadas en el curso de nuestra historia. Ello a pesar de que, cuando se aprobó la primera, en el Pacto de Unión Nacional entre la Confederación y Buenos Aires, quedaron amnistia-

das –entre otras prácticas salvajes– todas las bárbaras ejecuciones a lanza y cuchillo que hacían a veces los vencedores con los vencidos, si éstos no huían a tiempo. ¿Esas prácticas no fueron acaso también delitos de lesa humanidad? Hay que quebrar el círculo del odio y debemos todos abrirnos a una genuina pacificación. Para recorrer el camino que conduce al perdón y a la reconciliación nacional, están disponibles las medidas previstas en la Constitución: la amnistía y el indulto (arts. 75 inc. 20 y 99 inc. 5° C.N.). La primera extingue la acción penal y la segunda configura una condonación. A ellas han recurrido los pueblos sabios después de las guerras civiles, tanto en Europa como en América. También nosotros, para aplacar los odios engendrados por nuestros enfrentamientos armados. Si se considera que no es conducente al bien común juzgar y condenar a todos los que participaron en los horrores de la guerra, la única alternativa válida es optar por la amnistía o el indulto. Inadmisible e injusto es adoptar un criterio sesgado y asimétrico, como se ha hecho a partir de los Kirchner, que libera de toda responsabilidad a quienes iniciaron la guerra y encarcela de por vida a los que, aun con extralimitaciones, los derrotaron militarmente en cumplimiento de órdenes de aniquilamiento impartidas por dos presidentes constitucionales, mediante decretos que firmaron todos los ministros. No es cierto que los delitos imputados a militares, policías y algunos civiles no sean amnistiables ni indultables. La Constitución y los tratados mencionados en el art. 75 inc. 22 no lo prohíben. Hay dos que incluso expresamente lo autorizan: son los art. 4 incs. 2 y 6 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y al art. 6 incs. 2 y 4 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que autorizan la amnistía para los “delitos más graves”, incluso los castigados con pena de muerte. El proyecto de ley de amnistía presentado en 2004 por el entonces diputado Jorge R. Vanossi, con impecable fundamentación constitucional, marca un camino que en algún momento deberíamos emprender. © LA NACION El autor es abogado y publicista

LÍNea direCta

Potenciar al Congreso

Intercambios productivos, aprendizajes múltiples

Hugo Alconada Mon

A

llá atrás en los años, en 2005, cuando el kirchnerismo afrontaba su primera campaña electoral desde el poder (y se llevaba muy bien con el Grupo Clarín), el presidente Néstor Kirchner les concedió una entrevista a periodistas de ese grupo. “¿Por qué plantea la elección en términos dramáticos, como un plebiscito?”, le preguntaron. La respuesta, que Pepe Eliaschev rescata del olvido en su último libro, Esto que pasa, resultó sintomática: “La Argentina no puede tener un presidente débil. Será distinto cuando el país esté normalizado”. Hoy, ocho años después, el país está “normalizado”. o, al menos, así lo vende el kirchnerismo. Tasas chinas de crecimiento, inflación controlada según el Indec, (sólo) “sensación” de inseguridad y “década ganada” son algunos de los logros (reales o no tanto) alcanzados. Ergo, el país podría darse el lujo de contar con un partido gobernante (algo) más débil. o dicho de otro modo: un sistema menos verticalista. El problema es, sin embargo, que distintos partidos opositores tampoco reenfocan la discusión para ese lado, el institucional. “Ella o vos”, “+a”, “¿Y si ahora la ayudamos?” y “No a la re re” son sólo algunos de sus eslóganes de campaña. Así, tan centrados están en derrotar a Cristina Fernández de Kirchner, en una suerte de plebiscito de su gestión, que eclipsan cuál es (o debería ser) el eje de esta campaña: el Congreso. obvio, todos apuntan a 2015. Pero al hacerlo olvidan un dato fundamental que el profesor de la Universidad de Berkeley, Steven Fish, expuso en un estudio que publicó en 2006 con un título elocuente: “Legislaturas más fuertes, democracias más fuertes”. Basado en un análisis cuantitativo y cualitativo de las democracias jóvenes de Europa del Este, Fish encontró una correlación notable entre el poder real que ejerce el Congreso de un país, la salud de sus parti-

—LA NACIoN—

dos políticos y el desarrollo democrático. Publicado en un par de revistas especializadas, Fish lo expandió luego a una larga lista de democracias alrededor del mundo junto al profesor de la Universidad de Georgetown Matthew Kroenig hasta darle forma de libro, en 2009. Allí encuadraron al Congreso argentino a mitad de camino entre lo que es y lo que podría ser. ¿A qué conclusión general llegaron? A una que debería resultar obvia, pero que en la práctica cotidiana dista de serlo: “La presencia de una Legislatura poderosa es una bendición indudable para la democratización”. Ahora, los argentinos afrontamos una oportunidad para potenciar al Congreso, al que a menudo despreciamos como una mera “escribanía” del gobierno de turno, de la mano de los “superpoderes” que promovió Carlos Menem, amplió la Alianza, potenció Eduardo Duhalde y Kirchner convirtió en permanentes. Quizá sea un buen momento para que diputados y senadores recobren (o resuciten) algunas de sus facultades y, por qué no, se den otras nuevas también. Aunque eso pueda significar abrir el cofre del gran fantasma: la renegociación de la coparticipación federal. Algo que, de manera previsible, todo presidente prefiere esquivar para así, con mano y chequera férreas, controlar a los legisladores de más de una docena de provincias. Fish sale al cruce de esa visión verticalista, a la que los argentinos somos tan proclives con tal de delegar tareas y dejar que otro (el o la presidente) se las arregle como pueda. “La tentación de concentrar poder en el Ejecutivo es grande –dice–. La gente a menudo confunde poder concentrado con poder eficiente y el (o la) presidente es usualmente el beneficiario.” Así es como los votantes solemos entregar cheques en blanco a quienes ocupan la Casa Rosada (el gran Guillermo o’Donnell

alertó durante años sobre los riesgos de la “democracia delegativa”) y soslayamos la influencia que debería asumir el Congreso, al punto de que llegamos a considerar la división y el equilibrio de poderes como contraproducentes. Pero eso sí: luego pasamos a la decepción y al “yo no lo/la voté”. Afrontamos ahora una oportunidad de asumir las consecuencias de nuestros votos y mantener a todos los legisladores con la rienda corta. Sean oficialistas u opositores. Porque, en definitiva, si estamos ante una “década ganada”, ¿para qué se necesita aún de una ley de “emergencia económica”? ¿o acaso el goteo constante de las reservas y otras varias luces amarillas, como el déficit energético, el cepo al dólar o los subsidios al transporte, anticipan que debemos darnos por satisfechos si nos mantenemos en el Purgatorio durante los próximos años? ¿o acaso los Kirchner nunca aspiraron de verdad a alcanzar la pregonada “normalidad” porque la “anormalidad” es su terreno favorito? ¿o acaso muchos legisladores opositores se sienten cómodos (demasiado cómodos, incluso) delegando funciones propias en el oficialismo y limitándose a pronunciar barrocos discursos que a menudo no escuchan ni sus pares, para luego, si algo sale mal, irle a la yugular y denunciar su negligencia? Por eso, éste no es un planteo centrado en el kirchnerismo o en los variados partidos opositores. Intenta ir más allá, de la mano de Fish y su estudio sobre el potencial efecto sanador de las legislaturas alrededor del mundo. Y apunta a la calidad de nuestra democracia. Porque si se tratara sólo de los K, las elecciones de 2009 demostraron cuán verdes estaban los partidos opositores para asumir un eventual rol de liderazgo; también, que para los pingüinos no fue el fin del mundo. El Congreso puede dejar de ser una anodina “escribanía”. © LA NACION

Graciela Melgarejo —LA NACIoN—

E

l intercambio siempre ha sido productivo. Que lo digan, por ejemplo, aquellos entrerrianos de Concordia que, hace muchísimos años, cruzaban el río Uruguay en balsa hasta la hermana ciudad uruguaya de Salto para comprar más barato algún producto, generalmente alimentos. A su turno, los de Salto cruzaban a Concordia para aprovechar las ofertas que les convenían. Las lenguas en contacto también han hecho intercambios, pero lingüísticos. Hoy, gracias incluso a Twitter, los hispanohablantes interesados en su idioma pueden ampliar sus horizontes. Producto de ello, quien esto escribe aprendió la semana pasada una nueva expresión, que no era fácilmente deducible. El sitio chileno www.ojoseco.cl (que se presenta así: “ojo Seco @ojosecocl Nuestra misión es promover el interés por la lectura y los libros con un lenguaje accesible y amable”) envió el siguiente tuit: “¡CoNCURSo! No diga que somos mano de guagua: deje un comentario aquí http://ojoseco. cl/2013/10/concurso-fuerzas-especialesde-diamela-eltit … y participe x un libro firmado por Diamela Eltit”. ¿Qué quiere decir “mano de guagua”? Ante la duda, la consulta, y, por supuesto, la respuesta casi instantánea, repartida en dos tuits por aquello de los 140 caracteres: “Guagua se les dice a los bebés en Chile. Y «mano de guagua» es aquella persona que es mezquina, tacaña…” y (como) “la mano de bebé siempre está apretada, en posición de no dar nada. ¡Un abrazo!”. Los integrantes de ojo Seco tienen razón: ellos no son “mano de guagua”. Consultar sigue siendo por lo visto una excelente estrategia para aprender. Por ejemplo, el lector Roberto Ángel Me-

neghini escribió, el 12/9: “En el comentario de Carlos Pagni publicado en la nacion el 12/9, se dice: “Sus liderazgos han sido tan pregnantes...” (sic). ¿Me puede explicar el significado de la palabra «pregnante», porque no figura en el Diccionario de la Real Academia. Estoy cansado de que muchos periodistas inventen términos”. Meneghini lleva razón, pero en parte. A veces los periodistas inventamos palabras, pero en este caso preciso el hecho de que pregnante no esté en el Diccionario no significa que no esté el sustantivo pregnancia. El DRAE define así: “pregnancia. 1. f. Cualidad de las formas visuales que captan la atención del observador por la simplicidad, equilibrio o estabilidad de su estructura”. Sobre esa base, se puede deducir el significado del adjetivo pregnante. [En la entrada –ncia se define: “(sufijo) Forma sustantivos femeninos abstractos, de significado muy variado, determinado por la base derivativa. Toma las formas –ancia, cuando la base derivativa termina en –ante. Extravagancia, importancia: -encia, cuando termina en –ente o –iente. Insistencia, dependencia.] Como pregnante es de uso muy frecuente en arquitectura, diseño y decoración, tanto como pregnancia, no estaría mal que figurara en la próxima edición del Diccionario. A propósito, ¿han visto ya los lectores de esta columna el nuevo diseño y las incorporaciones del portal electrónico de la RAE, www.rae.es? La “versión beta”, puesta en marcha el 10/10, es una promesa cumplida, y muy bien cumplida, aunque todavía, advierten los académicos, muy susceptible de ajustes y correcciones. © LA NACION

[email protected] Twitter: @gramelgar