Gengis Khan

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LITERATURA | ANTICIPO

Gengis Khan Con la idea de leer la realidad política y social desde la narrativa, Emecé publicará Los días que vivimos en peligro. Dieciséis

escritores argentinos narran los hechos que conmovieron al país (1982-2008). El cuento que ofrecemos, protagonizado por viejos ídolos del catch, está ambientado en el día en que mataron a los piqueteros Kosteki y Santillán POR LEONARDO OYOLA

E

scondido detrás de sus anteojos negros, Julio César, el más grande emperador romano, no dejaba de jugar con los anillos de oro de su mano izquierda. Atila el Huno lloraba a moco tendido mientras que David el Pastor y el Hombre Cavernario se confundían en un abrazo. En la vereda de la cochería de los Coelho, Sancho Panza y el Diábolo suspiraban recordando a Don Quijote, uno de los primeros en irse junto con Ulises el Griego y hasta el mismísimo armenio. ¿Entonces? ¿Era verdad nomás? Sí. Lo era: Gengis Khan había muerto. Y uno a uno venían llegando el resto de los titanes para darles el pésame a la viuda e hijos del compañero caído. De un Peugeot 504 amarillo bajaron, junto a sus respectivas esposas, la Momia y el Caballero Rojo –anteriormente conocido como el Hombre Vegetal y otrora Dink-C–. De un tres diecisiete en la parada de República de Portugal e Islas Malvinas venían Joe el Mercenario, el Hippie Jimmy y el Androide. Y descendiendo de la puerta trasera de un noventa y seis también se sumó El Ejecutivo, luciendo el mismo traje verde que sabía usar cada vez que se subía al ring. Míster Moto apareció de repente en su Harley Davidson inmaculada trayendo al Gitano Ivanoff. El Gitano nos dio dos besos a cada uno. Míster Moto no. Hacía rato que nos había retirado el saludo. Pero eso no le iba a impedir darle el último adiós a un amigo. Si hasta el Ancho, el gran campeón argentino, y Paula, la hija de Martín, se aparecieron. Porque Gengis Khan, el mongol, era un ser humano extraordinario. Un pan de Dios. Un padre de familia ejemplar. Un esposo cariñoso. Un trabajador incansable. Un luchador arriba y abajo del cuadrilátero. Más de treinta años de titán y un cuarto de siglo de sodero. El corazón le dijo basta descargando sifones en una parrillita al paso en la avenida Cristianía; ahí, muy cerca de donde había vivido siempre. Doña Luisa, su mujer, me vio subiendo las escaleras y salió a mi encuentro. “Jorge…, Jorgito”, balbuceó antes de hundir su cara en mi pecho para seguir llorando su pérdida. La sostuve en mis brazos. Le di un beso a su melena completamente encanecida y revoleé los ojos hacia arriba haciendo fuerza para contener mis lágrimas. Fue peor. La luz blanca de los tubos fluorescentes me encegueció. Porque ésos eran los dos tipos de luces que ahora nos encandilaban. Hacía un buen rato que ya se ha-

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bían apagado las de los reflectores del Luna Park, las de los estudios mayores de los canales de televisión abierta, las del estadio Defensores del Chaco, las de tantas canchas en tantos otros países hermanos. Las luces que nos enceguecían ahora eran éstas: las de las casas velatorias o las que iluminaban el final del túnel, las que te llevaban al otro barrio. Ararat fue quien me relevó de la tarea magnánima de contener a la viuda. Y junto a Doña Luisa hicieron un dúo de llantos y más sollozos lastimeros. Después, se les sumaron en el abrazo y en el dolor el hijo más chico del mongol y Pepino el gran payaso. Todo era tan triste.

adnOYOLA Cultor del policial negro Nacido en Buenos Aires en 1973, Leonardo A. Oyola se ha ido afianzando como autor de novelas policiales. Escribió Siete & el Tigre Harapiento, Santería y Hacé que la noche venga. En España publicó las novelas Gólgota y Chamamé (Premio Dashiell Hammett de la Semana Negra de Gijón 2008 al mejor policial en español). Ejerce la crítica cinematográfica en la edición argentina de Rolling Stone

“No lo pensés más, Bocacci”; me dije a mí mismo y encaré de una puta vez para el cajón. Y cuando logré asomarme encontré a mi hermano, a mi compañero, a mi amigo; ahí con los ojos cerrados y una mueca en la boca como si se estuviera aguantando la risa. Intenté mentirme y creer que cuando menos lo esperáramos Gengis Khan iba a abrir los ojos de golpe y lanzar su alarido inconfundible, su grito de guerra; ese gesto que largaba en primer plano ante cámara o en plena cara de un chico al que le daba el susto y la alegría de su vida cada vez que hacía su aparición para entrar en combate. Pero ahí, en esa cochería de Isidro Casanova, no se escuchaban gritos ni chiflidos ni abucheos de esos que tanto cosechaba el mongol en su andar. Lo único que se oía eran llantos y más llantos propios de los que son dedicados al que se fue para no volver. Al otro lado del ataúd apareció un hombre de buena contextura física que me resultaba curiosamente familiar. Con solo la derecha agarró y tapó las dos manos del mongol. Suspirando hondo, con los ojos irrigados

en sangre, empezó a reprocharle en voz alta un “¿Qué hiciste, monstro? ¿Qué hiciste?” “Fuerza, Aranda. Fuerza”, le pidió el hijo mayor de Doña Luisa, acercándose, y ahí me di cuenta de quién era ese tipo: difícil reconocer al Superpibe cuando el pendejo ya llegó a los cincuenta. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo vi. Martín lo había echado del gimnasio poco antes de que Galtieri le declarara la guerra a los ingleses. Nunca había ocurrido algo así entre nosotros. Ésa fue la primera vez. Lamentablemente tampoco fue la última. El armenio era muy reservado. Un tipo cuidadoso. Cuando nos explicó que lo había dejado afuera de la troupe porque se había retirado el sponsor del personaje ninguno le creyó. Pero tampoco volvimos a preguntar o hablar del tema. Sus buenas razones habrá tenido Martín para hacer lo que hizo. A Aranda lo había traído Gengis Khan. Se conocían del barrio. Se tenían mucho aprecio. Y cuando el mongol sintió que ya había pagado derecho de piso y que era un auténtico titán, le pidió a Martín que dejara entrenar a Aranda porque veía en el chico cualidades. Y no se equivocaba. El pibe entró junto con un protegido de Joe Galera, aquel que llegaría a ser el Caballero Rojo, después de haber sido el Hombre Vegetal después de haber sido Dink-C. De hecho, Aranda pudo haber sido Dink-C. Estaban disponibles esos dos personajes, Dink-C y el Superpibe; y para ver con cuál se quedaba cada uno hicieron una lucha grecorromana. El vencedor elegía. Ganó Aranda, ahicito nomás, y pidió ser el Superpibe. Lo escogió porque pensó que con ese personaje se aseguraba su presencia en el programa y además una cierta popularidad garantizada desde el vamos entre todos los chicos a la hora de la merienda. Dink-C era sólo un jugo de naranja que recién aparecía. ¿Cuánto iba a durar? Bueno, Aranda se equivocaba: la leche chocolatada Superpibe dejó de auspiciar a los titanes no bien terminó el contrato; mientras que los jugos DinkC en todas sus variedades lo renovaron durante cinco temporadas hasta que la fábrica quebró. Aranda ni salió a buscar nuevo auspiciante ni se preocupó en crear una nueva figura para que él mismo encarnara. Era un pendejo tosco y orgulloso. Bruto como él solo. Era un pendejo tosco, orgulloso y bruto que había tenido hacía poco a su primera hija… y que se había quedado sin trabajo para alimentar a la familia. Así fue como de ser un titán pasó a ser un fumigador, como el suegro. Cambiando el ring por alacenas y bajomesadas. Dejando de combatir contra el Hombre