OPINIÓN | 21
| Miércoles 7 de Mayo de 2014
visión profética. En su novela El otoño del patriarca, el gran escritor colombiano quiso retratar a los dictadores de América latina,
aunque no al líder cubano, a quien admiraba; sin embargo, anticipó allí la decadencia de quien sería el más longevo de todos ellos
Gabo y el otoño de Fidel Marcos Aguinis —PARA LA NACIoN—
E
l justificado vendaval de letras que produjo la muerte de García Márquez condujo a innumerables anécdotas e interpretaciones. No debo guardarme las que ayudan a comprender mejor su jardín de opiniones, sentimientos, fijaciones y altibajos. Lo conocí personalmente en el año 1970. Demostró que su brusca y potente fama no le había amputado la modestia. Yo acababa de ganar el Premio Planeta con La cruz invertida y él manifestó a mi editorial su deseo de visitarme. Regresé al hotel Ritz luego de una entrevista con periodistas en un café cercano y ya me esperaba en la recepción. Aún tenía el cabello y bigotes negros, estaba flaco y parecía tímido. Elegimos un rincón silencioso. Enseguida preguntó por sus amigos Paco Porrúa y Tomás Eloy Martínez. Peloteamos elogios sobre Cortázar, a quien confesó admirar sin límites: “Es un maestrazo”. Le conté que conocía la vida, obra y milagros de Juan Filloy, a quien Cortázar le había dedicado unos renglones en su monumental Rayuela, porque ambos éramos entonces vecinos de Río Cuarto. Antes de los diez minutos, con el rostro serio y los ojos brillantes, produjo un giro en la conversación al formularme la pregunta que más circuló en España por aquellos días: “¿Cuándo abandonaste los hábitos?”. –Nunca fui cura –expliqué–. Pero interrogué a más de veinte, con y sin sotana. –Me sorprendieron tus conocimientos teológicos. Tu novela no sólo es audaz en la estructura, sino densa en el contenido. –Soy un teólogo frustrado, entonces. o rebelde. Nos lanzamos a comentar la Biblia. Dijo que tiene más cuotas de magia que los novelones de caballería, a los que estaba revisando. –No sólo tiene magia, sino psicología y hasta humor –agregué. –¡Claro que sí! –se entusiasmó y, con una sonrisa de oreja a oreja, lanzó la ocurrencia que luego repitió en otros lugares–. Fíjate si tendrá humor que cuando Jonás reapareció ante su mujer con tres días de atraso, le dijo que no había hecho nada malo, que no tenía la culpa, que se demoró porque lo había tragado una ballena. Por cierto que en esa anécdota, como en otras que exprimimos, corrieron sin freno las deformaciones iconoclastas del texto sagrado, como se hace al componer una no-
vela. Le pregunté qué estaba escribiendo. Se ensombreció y durante un largo minuto estudió el fondo vacío de su taza de café. –Mira, el éxito tiene sus bemoles. Se están reeditando mis textos previos y Mario Vargas Llosa ha terminado un voluminoso estudio sobre todo lo que pudo averiguar de mí e interpretar de mis escritos. ¡Es un trabajador infatigable! Le ha puesto un título también religioso: Historia de un deicidio. –Concilio Vaticano II… –Tal cual. ¡Qué buen papa fue el gordo Juan XXIII! –Pero ¿qué estás escribiendo ahora? Se dice que no pasa un día sin que teclees unos renglones. –Sí, es cierto. Ya elegí el título de otra novela, pero no me convence la forma. Para nada. Me tiene angustiado. Se llamará El otoño del patriarca y quiero reventar a todos los dictadores de América latina. Hasta me referiré a los 300 pesos que necesitaba Perón para vivir y el absurdo peregrinaje de un cadáver. No eres peronista, supongo. Quedamos en seguir la conversación en su casa, pero cuando regresara Vargas Llosa, que se había ido por unos días a Perpignan. No pudo ser, porque debí acelerar mi regreso a la Argentina debido a que mi novela iba a ser prohibida por la dictadura militar de entonces. Años después, Vargas Llosa recordó ese frustrado encuentro; en aquella época Gabo y Mario eran casi un matrimonio. En España también intentaron bloquear La cruz invertida. El poderoso editor de Planeta me dijo: “Voy a entrevistar personalmente al Caudillo”. Le explicó que era la primera vez que el premio se otorgaba a un extranjero, que la noticia ya se había difundido por el mundo, que el argumento no se desarrollaba en España, que causaría daño a la nueva imagen que el gobierno se esmeraba en lucir. Entonces Franco levantó la censura. En la Argentina le explicaron al general Levingston que en la España franquista, nada menos, la novela circulaba sin inconvenientes; que la censura provocaría un efecto inverso, un papelón mayúsculo. Entonces el jefe de Estado se avino a dejarla circular. Más adelante, al recordar esa transitoria crisis, dije que pocas veces dos tiranías se ponen de acuerdo para garantizar la libertad de expresión. Sigo con la modestia de García Márquez. El escritor colombiano ya vivía en México y el presidente Alfonsín me invitó a integrar su comitiva cuando fue a ese país. Enterado García Márquez, llegó hasta mi hotel. Ya tenía el bigote blanco y vestía con mucha elegancia, incluso brillaban sus bien lus-
tradas botas cortas. Estaba interesado en la democratización argentina. No hizo falta que le preguntase qué estaba escribiendo, una pregunta que aprendí a detestar. Contó espontáneamente que viajaba seguido a Colombia. “Para exprimir a mis padres y sacarles todo lo que pueda de su accidentado noviazgo”, dijo. Hasta me adelantó el título de esa novela: El amor en los tiempos del cólera. “¿Sabes, Marcos? Contra lo que se supone, todo lo que escribo está basado en hechos reales”, agregó. Inspiré hondo y le descerrajé algo que me burbujeaba en la garganta: –¿Qué opinas, ya con el paso de los años, sobre El otoño del patriarca? –Prefiero callarme… Es barroca, experimental. Estaba presionado por el éxito de Cien años de soledad. Por eso abandoné el preciosismo enseguida y volví a la fluidez con Crónica de una muerte anunciada. Lo miré a los ojos. –Gabo, esta noche asistirás como invita-
do de honor al agasajo que le hacen a Raúl Alfonsín. Un verdadero demócrata. ¿No tuviste en cuenta a Fidel Castro al escribir El otoño…? Amas la democracia, admiras a Alfonsín, pero… –Fidel es un emblema. –Pero no de la democracia. –De la revolución. Entonces, le recordé una anécdota que cuenta su amigo Plinio Apuleyo Mendoza. Viajaban juntos en un auto destartalado por las tristes rutas de Alemania oriental y Gabo se durmió. De súbito, al saltar en un bache, pegó un grito. “¡Qué pasa!”, se sorprendió Plinio. “Tuve una pesadilla”, murmuró Gabo mientras se restregaba las órbitas con furia. “¿Qué pesadilla?” “¡Horrible, horrible! –exclamó Gabo–. ¡Que el socialismo no funciona!” –Sí, tuve esa pesadilla. Pero fue una pesadilla. Amo a Fidel. Y Mercedes lo ama más aún. Preferí cambiar de tema. Quizás advir-
tió que lo contemplaba como a un profeta. En El otoño del patriarca no sólo había ridiculizado, llorado, disecado y enterrado a muchos horribles dictadores del pasado y el presente, sino que había profetizado a quien sería el más longevo y trascendental de todos. Lo pintó antes de ver su decadencia, con los ojos privilegiados de quien perfora las nieblas del futuro. –Me parece que más que Fidel Castro, te subyuga el poder que tiene. El poder es un motor que ningún gran novelista ignora. Me tendió la mano y luego nos estrechamos en un abrazo. Quiso la biología que muriera antes el autor y lo sobreviviera el personaje, como pasa con los genios. Ahí está, atrofiándose, el ruinoso patriarca que García Márquez describió hace casi medio siglo con un lenguaje que envidiaría Góngora: encerrado entre sus recuerdos poblados de las aventuras que jalonan una revolución tan ingenua como criminal. © LA NACION
Una nueva alternativa económica se necesita Carlos Mira —PARA LA NACIoN—
L
a irresponsabilidad económica está en la base del fracaso argentino. Por supuesto que, al mismo tiempo, otras calamidades concurren al mismo efecto: la corrupción, la desaparición de las instituciones, la caída en el nivel de decencia promedio de la sociedad y la acelerada desaparición de la línea que divide lo que está bien de lo que está mal han contribuido fuertemente a que el país cayera en una pendiente que ya lleva más de 70 años. Pero el hecho de que la sociedad empezara a creer en proyectos económicamente mágicos que vendían el supuesto acceso a una felicidad generalizada a cambio de muy pocos esfuerzos es el ingrediente que explica mejor la decadencia argentina. Y esa responsabilidad es, efectivamente, societaria. Por supuesto que existieron los vendedores de humo, los mercaderes de ilusiones baratas que, explotando la demagogia al máximo, hicieron un esfuerzo monumental para “vender” esos proyecto y así encaramarse a los sitiales de poder para explotarlos en su propio beneficio. Pero sin el endoso social esos mercachifles no habrían tenido éxito. Fue la muy baja cultura económica de la sociedad la que llevó a que vastas franjas sociales creyeran
que era efectivamente posible “repartir” una riqueza superabundante para generar la igualdad y la felicidad de todos. El mercachifle convenció a medio país de que la Argentina era un país rico en donde esa acumulación de fortunas estaba mal repartida y que lo que se precisaba era un buen “repartidor” para que todo mejorara. Esos vendedores de ilusiones se ofrecieron, por supuesto, inmediatamente para el cargo. Pero lo cierto es que la riqueza de los países no consiste en un quantum fijo que según como se reparta tornará igualitaria o desigualitaria a una nación. La riqueza es una creación permanente que se genera como consecuencia de la puesta en marcha de mecanismos en donde intervienen distintos factores: el capital, el trabajo, los recursos naturales y físicos, etcétera. Por lo tanto, que haya o no riqueza dependerá del funcionamiento acompasado de esos factores. Cuando funcionan correctamente, la riqueza creada es infinita; no tiene límites y su generación no implica que, como alguien mejora su posición, lo haga a expensas de otro, sino que todos los que participan en el proceso económico se elevan respecto de la posición que ocupaban antes. Esta lógica fue desafiada arteramente en
la Argentina. Se transmitió la idea de que la riqueza era una especie de montaña de recursos físicos finitos y a los cuales se accedía por apropiación. Para generar una sociedad más igual no había que fomentar el funcionamiento eficiente de los factores de producción, sino establecer un orden legal que permitiera apropiarse de la riqueza generada con anterioridad para que el mercachifle repartidor la repartiera. Seguramente razones sociológicas más profundas habrán intervenido en el proceso de convencimiento de las masas de que éste era un procedimiento adecuado para mejorar el nivel de vida de todos, pero, sea como fuere, lo cierto es que desde entonces mayorías decisivas de la Argentina votan proyectos económicos mágicos, más o menos parecidos el uno con el otro, que no han logrado hasta ahora otra cosa que no sea multiplicar la pobreza y la marginalidad, empeorar el nivel de vida de todos y sumergir al país en un declive inexplicable para el resto de las naciones. La pregunta de aquí en más es, entonces, si la sociedad votará en el futuro algo económicamente diferente. Repito: económicamente diferente, no políticamente distinto. En efecto, el país tiene hoy un abanico de
opciones políticas –además de la que representa el propio Gobierno– que podrían dejar conformes a más de un observador que tuviera la duda acerca de si en la Argentina el ciudadano cuenta con opciones a la hora de votar. Ese componente del sistema no está en duda: opciones políticas hay muchas. Pero no sé si podría contestarse con la misma certeza la pregunta acerca de si los argentinos tienen a disposición una alternativa diferente en materia económica para votar. En general, en los países ordenados el sistema de partidos tiende a reproducir una división clásica de las sociedades entre una porción que favorece una mayor intervención económica del gobierno y otra que prefiere un mayor grado de libertad ciudadana. Esa opción muchas veces encuentra su principal herramienta de distinción en el sistema impositivo y casi en ningún lugar civilizado aun las opciones “intervencionistas” ponen en peligro un conjunto de libertades cotidianas de la gente a las que esas sociedades tienden a dar por descontadas. La Argentina carece de esa oferta. Tiene una superabundancia de opciones políticas que no son otra cosa que variaciones más o menos amables del intervencionismo eco-
nómico y no tiene prácticamente ninguna manifestación electoral que represente mayores grados de libertad económica. Es más, la parodia menemista de los años 90 asestó un golpe durísimo a estas ideas cuando, detrás de un discurso “liberal”, ató el tipo de cambio al dólar mientras la estructura peronista impidió al mismo tiempo reformar la estructura del Estado prebendario y las organizaciones sindicales monopólicas y corruptas, provocando un choque de “civilizaciones” que estalló en la crisis de la Convertibilidad, a fines del 2001. ¿Serán las elecciones de 2015 una oportunidad para votar a alguien económicamente responsable? ¿Habrá algún partido que, consciente de la renguera de representatividad que el país tiene, se anime a llenar ese vacío con una oferta económicamente moderna y sensata? ¿o la ciudadanía se encontrará nuevamente con un conjunto de mercachifles lanzados a comprar su voto con más promesas demagógicas, más gasto, más emisión y más inflación? Y si esa opción “económica” surgiera, ¿habrá alguien que la vote?; ¿logrará cambiar el eje de las mayorías decisivas que nos han llevado a la miseria y a la escasez? © LA NACION
libros en agenda
La realidad desplazada de Marcelo Cohen Silvia Hopenhayn —PARA LA NACIoN—
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o es fácil que todas las semanas aparezca un buen libro. Pero los buenos libros se las arreglan para reaparecer, aunque sea en nuevos formatos. Como la colección Relatos Reunidos de Alfaguara, que viene publicando narraciones de, entre otros, Nabokov, Castillo, Faulkner, Tizón, Cortázar, Uhart y onetti en gruesos volúmenes; ahora presenta cuentos de Marcelo Cohen. L a obra de Cohen es tan imaginativa como dilucidadora. En esta ocasión, son cuentos que provienen de distintos libros publicados en los últimos treinta años, ahora agrupados en dos partes: “Cuentos
de este mundo” y “Cuentos del Delta Panorámico”. Decir “este mundo” en Cohen implica una infinidad de posibilidades. Su “fantástico realismo”, como lo llama Guillermo Saavedra en el prólogo, disloca lo real en mil pedazos. La realidad fragmentada propone una variedad de sensaciones, marcadas justamente por la imposibilidad de juntar las partes. Así el lector vive, pues, la intensidad de cada fragmento, con la posibilidad de desplazarse mientras sigue a los distintos personajes. El libro comienza con el cuento “Tristezas de una tarde de sábado”, ciencia ficción
en el mismísimo barrio de once, donde “una soberana nube cuelga a baja altura sobre la fronda del Parque Arcádico”. En ese parque, sin sendas ni canteros, canta un sinsonte. El narrador de este cuento, que es sociólogo, tiene en el parque “una cabina de asistencia anímica” donde sirve té helado con limón para calmar a los que acarrean conflictos. En el cuento “El fin de lo mismo” se hace referencia a “la guarangada ésta que llaman vida urbana”, que se complementa con “el sistema de la noche” del relato “Aspectos de la vida de Enzatti”, cuyo protagonista tiene que lidiar con un grito en el cráneo. Le siguen otros relatos
sobre mujeres misteriosas: olga, maravillosa guardiana de la inestabilidad; Lydia en el canal o Lina en el aeropuerto. El mar está siempre presente, como la “Panconciencia” (otro invento literario de Cohen, especie de red de conciencias, anticipo de Internet). “El mar es una ilusión de continuidad que a cada instante se pulveriza en violencias”, se describe en un cuento. Y así llegamos a la segunda parte del libro: el Delta Panorámico. Los relatos aquí incluidos suceden en el territorio ficcional que creó Cohen, archipiélago del fin del mundo o de una actualidad en cadena perpetua. Hay humor en el uso del idioma,
que formula distintas alternativas de realidad. Así como Burroughs decía que “el lenguaje es un virus que viene del espacio”, en Cohen parece que viniera del cuerpo o de lo sumergido. Juega con esto en “El fin de la palabrística”, cuando los ajanios (ciudadanos de Ajania) realizan una palabra con sus cuerpos, montándose unos a los otros, para lograr la figura de la palabra AHÍ. Hay cuentos inéditos al final del libro, que se suman al archipiélago narrativo de Cohen, como “Según pasan los cuñados” o “La gran bola de pelusa”. Nuevos encuentros cercanos con la realidad adyacente. © LA NACION