Ética desfachatada para pequeños saltamontes
Toda organización humana es algo muy parecido a una selva, mi pequeño saltamontes. De lejos se ve muy atractiva, poblada de cánticos, flores, y cubierta de verdor. Mas cuando la cruzas descubres que también hay víboras, hienas, aves trepadoras, parásitos y otra fauna peligrosa. Es algo que no le enseñan a uno en la universidad, ese lugar de donde salimos deslumbrados por la exuberancia de ciertas organizaciones. Así que ahora que has dado el primer salto y te has adentrado en una de ellas, por si te sirve de algo, ahí te va este botiquín de primeros auxilios. Mi único título para hacerlo es haber construido unas cuantas y observado en el proceso cómo pasiones e intereses llevan a la naturaleza humana a mostrarse en toda su ejemplar bajeza. Ante todo, entra en la selva con discreción, dando saltos muy cortos y mirando a los cuatro vientos. Sé discípula en principio y obedece sin chistar las leyes de los que moran en ella. Hazte la tonta con los tontos y modesta con los listos. La semejanza y la humildad atraen la simpatía; la disparidad y la jactancia, el rechazo. Actúa, en fin, como el camaleón y adáptate cuanto antes al color de los matorrales, los árboles y las piedras. No pretendas cambiar nada mientras no tengas poder. No sé por qué razón uno es proclive a censurar y a hacer mudanza cuando llega a un lugar de éstos. Pero en las organizaciones humanas, no importando que sean públicas, privadas, religiosas, militares, lucrativas o filantrópicas, el poder es la clave de todo. Y tú no tendrás casi ninguno. De resultas, el mayor error que podrías cometer es criticar los
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hábitos del león y sus cachorros. Tu jefe puede que no sepa, pero puede. Y ésta es la suprema ley de la selva. En las organizaciones, lo mismo que en casi todo, la gente es como las setas: sólo los expertos saben cuáles son las venenosas. Vuélvete una experta en setas. Lleva algún tiempo, pero es de los conocimientos más útiles que todo recién llegado puede adquirir. Un modo de detectarlas es saber que rara vez la gente trae sólo primeras intenciones. A veces viene con segundas. Y aún con terceras. Es uno de los artificios del mal. Y el bien, tu bien, consiste en ser cauta y recelosa sin que el mal se percate de ello. Y a propósito, no hagas el bien sin mirar a quién. Es malo ser demasiado bueno. O si quieres, es bueno ser de vez en cuando algo granuja. La fauna adversa debe saber que posees defensas y anticuerpos, pues si hay una constante en la selva es esa manía de impedir que el árbol joven se desarrolle. Tu bondad y tu generosidad han de ser en ti cualidades, no certezas. De lo contrario, serás pasto de los halcones. Con frecuencia, el mal y la estupidez se visten con el mismo traje. Y los estúpidos, como es sabido, suelen hacer más daño que los malos. Trata de no confundirlos. El mal puede corregirse. En cambio la estupidez no tiene arreglo. Sobre todo en la selva. Corres más peligro cuando tu guía es un bobo que cuando es un pícaro o un fresco. No hagas compromisos a la ligera. Un sí apresurado y sin pensar te puede causar más dificultades que un cheque sin fondos. Un déjame pensarlo ambiguo libera la presión del momento y, a la postre, serás más admirada cuanto más astuta y meditada sea tu respuesta. La gente es así. Valora menos a los precipitados que a quienes son capaces de mantener el juicio en suspenso. Conque, a la primera presión, ya sabes: quiebro, capotazo y esperar a que el toro regrese. Calla la mitad de lo
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que pensabas decir y no des más información de la que creas necesaria. Las especies adversas suelen estimar más aquello que no conocen de ti que lo que ya saben. Sé un misterio para ellas. Las comadrejas se detendrán ante ti, temerán tu reacción, te guardarán respeto. Cuídate de quienes te ofrecen favores sin pedir nada a cambio. No es que en la selva no haya fauna agradable y generosa. La hay. Pero muchos buscan en la gratitud una forma de atrapar tu voluntad. Así es el mal. A veces se disfraza de favor que luego se paga a muy alto precio. Sé entusiasta, pero no te pases. Un entusiasmo desmedido sólo sirve para que echen sobre ti los trabajos que los demás no quieren hacer o colocarte en posiciones que nadie desea. No digo que seas perezosa, sólo que no te pongas a dar saltos sin ton ni son. Muestra buena voluntad, pero mide tu energía, y no enseñes tus cualidades de corredora de fondo hasta que no tengas mando o influencia. Una vez en ese escaño, el primero de una larga subida, usa las especies adversas, las pirañas, por ejemplo, los buitres, en tu favor. Te serán más útiles si las tienes de tu lado, las halagas y las premias, que si te pones en su contra. Son el mal, tu mal, pero debes hacerles creer que, para ti, son el bien. He leído muchos libros sobre organizaciones y he puesto en práctica muchos principios, pero en ninguno he leído el consejo que me parece el más importante de todos: la fauna artera y dañina es siempre una fuerza a usar, no a combatir. Y ésta es la habilidad que, a mi juicio, distingue al líder superior del mediocre. Mas, por ahora, recuerda que cualquier bicho puede hacerte daño. Cuídate mucho, mi pequeño saltamontes. Como todos los seres que se mueven por la jungla al ras del suelo, puede que seas humillada, pateada, herida y estrujada. Usa este botiquín siempre que puedas. Sus curitas y su
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alcohol te irán haciendo, si no más virtuosa, más sabia, hasta que llegue ese día en que, con la experiencia adquirida y las cicatrices cerradas, puedas alcanzar las copas de los árboles más altos y ver desde allí la selva.
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De la palabra calzón, sus derivados y afines Nota bene. El autor advierte que el texto que sigue es de alto contenido erótico, y en ocasiones francamente indecoroso, por lo que los lectores más sensibles se adentran en él por su cuenta y riesgo, si bien con la confianza de haber sido escrito desde la serenidad y la seriedad con las que el abajo firmante suele observar los imprevisibles movimientos de la lengua.
Por la costa guatemalteca del Pacífico corre un río que lleva el inquietante nombre de Quitacalzón. Y siempre que paso por él imagino que a sus orillas debió de ocurrir alguna violencia amorosa, algún trance apasionado o una infidelidad semejante a la que contaba García Lorca sobre el hombre que se llevó a una joven al río creyendo que era mozuela, pero tenía marido. Y si deduzco que ha de haber sido una mujer la que fue despojada allí de tan íntimo indumento, es porque calzón, así, en singular, es prenda femenina, en tanto que, en plural, es masculina. Las palabras no son propiedad de nadie, sólo son, a lo sumo, impropias. Y, algo más que palabras, suelen ser todo lo que la imaginación puede hacer con ellas. Uno dice calzón, por ejemplo, y allá te van las insinuaciones procaces o las risitas indiscretas. En cambio, uno dice calzoncillos, y aquí te viene la carcajada, la burla o el empujón. La lengua es mutación, metamorfosis. Y las palabras como calzón se asemejan a los batracios, que nacen siendo una cosa y terminan convirtiéndose en otra. Pues, si uno se detiene a mirar, resulta que todo lo referente a calzón, sus derivados y afines, sus aumentativos y diminutivos, viene de calza, una especie de pantyhose de lana cuyo usuario más conspicuo fue, según Tirso de Molina, un tal Don Gil que las llevaba de color verde.
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Es muy posible que un buen día las calzas fueran recortadas por algún sastre mañoso quien a los pedazos de la parte inferior llamó calcetas –y más tarde, ya más cortas, calcetines– en tanto la parte alta se convertía en flojo calzón que, alargado hasta los pies, recibiría el vulgar nombre de calzones. Lo que no logro explicarme es cómo el palabro calzón derivó en género femenino, en tanto un diminutivo tan coqueto como lo es calzoncillo pasó a ser un palabro tan hombruno. Por si esto fuera poco, las señoras suelen decir que no hay cosa menos atrayente para una mujer que ver un peludo varón, enfundado en los dichos calzoncillos, peor aún si, además, lleva puestos calcetines. De todo lo cual concluyo que, si quedarse en calzón es algo erótico, quedarse en calzoncillos es ridículo. Que, al contrario de lo que pudiera parecer, calzón y calzoncillo no son prendas sinónimas, sino antónimas. Y que estar a medio vestir no es lo mismo que estar medio desnudo. Don Camilo José Cela, Premio Nobel y filólogo de palabras depravadas y licenciosas, dice en su Diccionario secreto que calzones, así, en plural, es un piadosismo. Don Camilo se refiere a esos sinónimos y circunloquios que usamos a veces para no llamar por su nombre a cosas u objetos que nos ruborizan, pero que hay que llamarlos de algún modo. Me explico. Aguacate, por ejemplo, viene de ahuacatl, palabra náhuatl que significa teste, dídimo, glándula masculina y otros nombres más eufónicos que no me atrevo a citar. Tampoco los piadosos frailes que venían con Cortés sabían cómo traducir aguacate al castellano sin que sonara muy feo. Así que, muy pudorosos, lo acabaron por llamar fruta de San Jerónimo. Este piadosismo por el cual algunos llaman calzones a las vergüenzas masculinas (otro piadosismo, éste de Bernal Díaz del Castillo) convive en relación inversa con la palabra
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calzonazos, otra contradicción de la lengua, ya que calzonazos significa lo opuesto de lo que se supone debería ser un hombre con calzones. Un calzonazos, dice el Diccionario de Autoridades de 1780, es «todo hombre floxo por su natural genio y costumbre». También se les llamó calcillas, término que a mi juicio le iría mejor a esos individuos calificados de floxos, laxos o pendexos. El diminutivo, no obstante, perdería vigor ante el empuje brutal de los aumentativos que se gasta el castellano. De hecho, a los calzonazos se les llama en Castilla calzorras, y en Argentina, calzonudos, todos términos muy delicados, como podrá apreciar el lector. Otro importante derivado de calzón es calzoneta, llamado también traje de baño. Trátase de un diminutivo afectuoso. Incluso podría decirse que del calzón a la calzoneta existe la misma distancia que de la pila a la pileta, del corno a la corneta y del puño a la puñeta. Claro que también pudo haber sido calzoncito o calzoncete o calzonceta, pero es claro que el italiano tuvo aquí una influencia decisiva a la hora de suavizar la aspereza del vocablo. Y ya que hablamos de Italia, existe en dicho país una delicada fruta, no de árbol, sino de horno, llamada calzone, que se confecciona a base de varios quesos. Tiene aspecto de empanada y es una delicia, sobre todo si se empuja con un buen Brunello de Montalcino. Pero no creo que su nombre tenga mucho que ver con todo este embrollo de las calzas, las calcetas, los calcetines y demás términos relacionados con el calzado. Aunque quién sabe. El calzone es un plato tan sabroso que todo aquel que lo prueba termina siempre poniéndose con él las botas.
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