Espectáculos
Página 4/Sección 4/LA NACION
(Entrelíneas)
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Domingo 11 de mayo de 2008
Por Pablo Sirvén
En torno a las violencias que supimos conseguir En Cordero de Dios, Lucía Cedrón entreteje una desaparición forzada con un secuestro extorsivo, sin bajadas de línea En la República Argentina, sigue imperando la atroz idea de que hay violencias buenas y violencias malas, según cuán simpático nos caiga quien las aplique. Los que reivindican, a manera de epopeya, el accionar guerrillero setentista hablan pestes de la represión militar de la misma década. Y viceversa: quienes desprecian las insurrecciones armadas ven con buenos ojos la posterior eliminación mortífera de esos elementos (y de gente que tenía poco o nada que ver) por parte de la última dictadura castrense. Las oprobiosas crías nacidas de sendos huevos de la serpiente –los secuestros extorsivos apolíticos que sólo buscan cobrar rescates millonarios– no eran claramente reprobados por los admiradores del Proceso de Reorganización Nacional, en tanto que aquéllos parecían estar preparados por lo que, en un tiempo, dio en llamarse “mano de obra desocupada”. Miraban para otro lado, como hoy en día lo hacen los autotitulados “progres”, cuando vuelven a suceder hechos similares y prefieren hablar de otra cosa porque el discurso de la seguridad los incomoda sobremanera. Son miradas tuertas, miopes patológicos que intentan inculcar en los demás la vista gorda hacia determinados delitos con tal de mantener incólumes sus precarias visiones ideológicas. Lo verdaderamente paradójico, sin embargo, es que el modus operandi de unos y otros no ha sido (ni es) muy diferente: capturan, reducen, golpean, vendan, secuestran, torturan y hasta matan en aras de raras ideas y/o de miserables fines meramente pecuniarios, en grupos comando anónimos y bien resguardados en las sombras. Es muy difícil ver en una misma pieza –se trate de un documento pú-
blico, una película, una obra de teatro, una declaración política o un artículo periodístico– una toma de distancia equidistante y sincera de todo tipo de violencia. Siempre se opta por condenar a una de manera muy histriónica, mientras de las otras no se habla o se las exculpa arbitrariamente. * * * Por todo lo anterior, el estreno de Cordero de Dios, la auspiciosa ópera prima de Lucía Cedrón, no puede menos que incomodar y hasta a no pocas personas, tanto de izquierda como de derecha, podrá irritarlos profundamente porque verán cuestionada la “violencia buena” que tanto defienden unos contra la “violencia mala” de los otros. En Cordero de Dios, Lucía Cedrón –que integra una familia de varios artistas de distintas disciplinas– tiene la osadía de entretejer una desaparición de un militante político, en tiempos de la última dictadura militar, con un secuestro extorsivo, de los que empezaron a sucederse tras la honda crisis de 2001. Lo hace de manera austera y abierta, sin sentencias ideológicas, sin pesadas moralejas. La película podrá resultar mejor o peor lograda, según el gusto de cada uno. Pero el valor principal que tiene no pasa por su nivel de calidad, sino básicamente por haberse animado a hacer convivir en su ficción dos tipos de violencia que siempre se nos quiere presentar como muy distintas, aunque las dos tienen el mismo maldito tronco: maltratar al otro en lo posible hasta matarlo. El film es muy perturbador por ese constante ir y venir que se propuso entre los efectos y las consecuencias de un secuestro y otro, en este caso, además, agravado por los lazos de pa-
GUSTAVO MUÑOZ
Familia e historia Cedrón construye una ficción inspirada en su biografía, en la que desaparece el padre de una niña y su abuelo es secuestrado para pedir rescate
BUENA VISTA
rentesco que unen a víctimas y supuestos victimarios. Detrás de la ficción que montó Lucía Cedrón se esconden genéricamente retazos del drama nacional que nos viene devastando desde hace cuarenta años: dos violencias igualmente execrables –la insurreccional y la represión que, a su vez, engendran los inmundos secuestros por plata–, pero con un grado de gravedad institucional infinitamente mayor cuando el propio Estado se convirtió en salvaje máquina de matar, sin conceder derecho a juicio ni a defensa alguna. * * * Podría haber bajado línea Lucía
Cedrón; podría haber culpado a unos y exculpado a otros y, sin embargo, no hizo nada de eso. Cordero de Dios muestra actitudes, contradicciones y paradojas, producto de esa letal bomba de tiempo que hemos armado y que, vuelta a vuelta, nos explota en la cara, nos mutila y nos resiente en estériles peleas políticas, violencias verbales y en una suicida negación de la historia integral. El trabajo de Lucía Cedrón es doblemente meritorio por su propia historia, rodeada de tragedias y desavenencias políticas que, indudablemente, han inspirado su película: dos de sus seres más queridos, su abuelo y su pa-
dre, encarnaron, de alguna manera, sendas expresiones antagónicas de la política argentina setentista. Según se desprende del libro Galimberti (Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, 2004), de Marcelo Larraquy y Roberto Caballero, el padre de su madre fue Saturnino Montero Ruiz, intendente porteño en tiempos de la presidencia de facto del general Alejandro Agustín Lanusse, que debió irse del país en 1975 con el fin de evitar –dice el libro– “un plan de la Triple A o de la guerrilla para secuestrarlo”, pero que, de todos modos, no pudo conjurar, ni siquiera en París, donde se radicó, ya que igual lo secuestraron el 24 de mayo de 1980.
El papá de Lucía se llamaba Jorge Cedrón, y era un cineasta que simpatizaba con los Montoneros y que filmó Operación masacre, la obra cumbre de Rodolfo Walsh, que reconstruye los fusilamientos de civiles en los basurales de León Suárez, en 1956. Jorge y su familia se exiliaron en Francia tras el golpe militar de 1976 y murió en circunstancias extremadamente misteriosas en París mientras su mujer declaraba por la desaparición de su padre en la policía. Aunque la versión oficial habló de suicidio, en Galimberti se asegura que “estaba tirado en el baño del tercer piso de la Brigada. Tenía cuatro puñaladas. La aorta había sido seccionada. A las pocas horas de la muerte de su yerno, Montero Ruiz fue liberado sin que nadie hubiese pagado rescate”. Lucía tenía entonces sólo cinco años y pudo sobrevivir a aquel infierno. De todos nosotros depende que no se abran nuevos abismos bajo nuestros pies.
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