El nuevo libro de poemas de Tamara Kamenszain es un radical abordaje de la pérdida y la intemperie
En el vacío de la palabra E
EL ECO DE MI MADRE Por Tamara Kamenszain Bajo la Luna 54 páginas $ 33
n los inicios de la poesía de Tamara Kamenszain, el sujeto era una conjetura verbal lejana de todo afán representativo, referencial y emotivo, y, en cambio, se volvía una alusión significante, un efecto. Astutamente, ese sujeto feminizado se llamaba entonces “la sujeta”. Con esa fe alerta en un yo disímil que no ha olvidado nunca las lecciones de Oliverio Girondo o de César Vallejo, Kamenszain fue construyendo una especie de ficción poética autobiográfica: era posible reconocer en sus libros (La casa grande o Vida de living) los espacios de la intimidad y las peripecias de la vida inmediata, como un autoexamen que la poesía proporcionaba, pero también como una prueba de que cualquier sospecha de exhibicionismo sentimental claudicaba ante el irónico distanciamiento de cualquier patetismo. Así, en Tango bar (1998), ese yo era la “alegre mascarita” que encubría el vacío de la persona y jugaba con las retóricas barriales, aludiéndolas y a la vez enfrentándolas. O en el más reciente Solos y solas (2005) se jugaba la retórica de lo amoroso, donde el “amado” no era alguien presente ni ausente sino un nombre por venir. Sin embargo, en El ghetto (2003), la poesía de Kamenszain daba un giro que, sin desdeñar aquellos núcleos de distancia e ironía, se personalizaban de un modo inequívoco con el motivo de la muerte del padre. Era un modo de explorar también el lugar del nombre y, en él, la inscripción del origen: tal como ella misma predicó sobre Alejandra Pizarnik en su notable libro de ensayos La boca del testimonio, el nombre judío de Kamenszain es el nombre del padre. Este nuevo libro puede leerse de modo complementario a El ghetto: el motivo es la enfermedad y la muerte de la madre y, de un modo lateral, la reflexión sobre la lengua materna que llega, precisamente, como un eco al
poema. Eco de la voz materna donde también resuena aquella lengua extraviada, ignorada y reminiscente de los ancestros: el idisch. En la dimensión de la experiencia que El eco de mi madre manifiesta de modo explícito prima la anécdota como núcleo de algo que debería ser contado y la lírica asume. Pero esa anécdota no es, paradójicamente, “anecdótica”, casual, eventual, pues describe un hecho traumático, único y absoluto: el avance de la enfermedad y la muerte, el despertar de otro recuerdo ominoso del pasado, el extravío de dos hermanas en el instante de transformarse en huérfanas. La poesía de Kamenszain registra explicaciones posibles, acontecimientos mínimos, esa cotidianidad menesterosa de la mortalidad que borra el mundo y a la vez parece trivial y miserable: busca ejemplos en escritoras amigas que han documentado otras pérdidas (Lucía Laragione, Sylvia Molloy, Coral Bracho, Diamela Eltit), apunta el proceso del olvido, el borramiento y la desmemoria, se hace cargo del tiempo que resta, asume y dice de nuevo la hora del fin. El tono de esos desgarramientos tiene un decoro que evita el patetismo. Y sabe que, como acto de lenguaje, lo que dice es en cierto modo imposible de comunicar y, por ello, sólo la poesía, paradójica siempre, puede nombrarlo. El poema describe ese hecho traumático que el yo registra con estupor sordo: “No puedo narrar/ ¿Qué pretérito me serviría/ si mi madre ya no me teje más”. Aquel texto-tejido de la lengua materna pierde su fundamento. Por ello, la sabiduría del libro de Kamenszain radica en no rehuir la manifestación llana del dolor y el estupor, y asumir ese vacío de lenguaje donde ahora debe decirse y desdecirse la pérdida: “Correctas educadas casi pomposas/ estas rehenes del Alzheimer/ ponen a congelar la lengua materna/ mientras nos despiden de su mundo sin palabras”. La pérdida de la lengua para la madre es correlato del extravío del yo, que ya no es máscara, sino intemperie. Lo que habla en la voz del poema es eco de lo que no ha sido dicho: “Escuchá lo que no dice te acordás lo que decía”. Pérdida de la madre, de la memoria, del pasado; ignorancia de lo porvenir; naufragio de la gramática, lengua obturada: otra vez el yo se halla en ese lugar negado donde habla en el vacío de lo que se ignora. Y ese espacio de la falta en el poema halla en César Vallejo un modelo eminente para Kamenszain, con ese verso simple y extraordinario de Los heraldos negros: “Hay golpes en la vida tan fuertes… Yo no sé”. La poeta duplica el no saber en el doble vacío que dejan los puntos suspensivos en su verso repetido: “Hay golpes en la vida tan fuertes / que me demoro en el verso de Vallejo / para dejar dicho de entrada / lo que sin duda el eco de mi madre / rematará en puntos suspensivos: / yo no sé… yo no sé… yo no sé”. Jorge Monteleone
pág.
11
Viernes 5 de noviembre de 2010
(una de las pocas excepciones fue la del estadounidense Kurt Vonnegut con su notable Matadero cinco). Michon es, como Sebald, y en más de un aspecto como el argentino Edgardo Cozarinsky, un autor que obliga al lector a trabajar, que lo aísla, alguien que evita a toda costa las simplificaciones y los efectos reductores de las contratapas. Al igual que Sebald, utiliza lo autobiográfico, e incluso a veces la ausencia del yo, para establecer un contacto íntimo, y al mismo tiempo cristalino (lo que por supuesto es un artificio), como si fuese, engañosamente, apenas un mediador; claro que un mediador con recursos poéticos extraordinarios. A la manera de Cozarinsky, también, es un provocador; todo el tiempo está metiendo el dedo en la llaga, mostrando que el lector es parte del asunto y no tan ajeno o inocente como creía. Michon terminó de convertirse en narrador a una edad ya madura. Bastó un primer libro, sin embargo, para sacudir la modorra que por entonces –a mediados de la década de 1980– se había apoderado de la narrativa francesa. A ese libro, Vidas minúsculas, le siguió una decena de títulos, siempre inquietantes e inclasificables, la mayoría de las veces trabajando cerca de ese híbrido tan atractivo que es el retrato o la biografía literaria, que encuentra entre otras referencias ineludibles a Vidas imaginarias de Marcel Schwob, sin duda uno de sus modelos de cabecera. Propias de un autor tardío, la escritura y la estructura narrativa de Michon poseen una suerte de libertad que en parte es ilusoria (porque da la sensación de conocer de antemano hasta el mínimo detalle), pero que le permite entremezclar registros y tonos con una naturalidad que en cualquier otro se volvería fácilmente arbitraria. Publicada en Francia en 2009, Los once es en verdad una nouvelle (novela corta), un dato nada menor a propósito del fenómeno creciente que vive hoy el género y que recuerda los años finales del siglo XIX y los primeros del XX. Francia es una de sus capitales, si se atiende a la irrupción de una serie de autores nuevos y otros, como el insoslayable Patrick Modiano, que parecen hallar en ese formato su mayor comodidad. Imposible pasar por alto ese detalle: Michon prueba, como en su momento Truman Capote (con Féretros tallados a mano) o Juan Carlos Onetti (con Los adioses) que es posible sostener la intensidad de un cuento corto, o un cuento a secas, en alrededor de cien páginas. A la vez, ese límite le permite no ser digresivo, es decir que puede concentrar al lector en una única historia sin temor a que se aburra ni empiece a sentir el tufillo de lo previsible. Los once es, entre muchas otras cosas, la escenificación de una paradoja brillante. Con una excepción, los miembros del tenebroso comité eran, o supieron o quisieron ser, escritores. ¿Cómo fue posible que la razón se transformara, una y otra vez, en traición?