OPINIÓN | 25
| Viernes 28 de febrero de 2014
libération. Acorralado por sus desmanejos financieros y por la crisis
que afecta a toda la prensa gráfica, el diario creado por Sartre se debate entre la asfixia económica y la pérdida de identidad
El largo adiós a un ícono contracultural Hinde Pomeraniec
L
—PARA LA NACIoN—
a frase se la adjudican a Hegel; pronunciada hoy, exhibe un leve tono elegíaco: “La lectura de los diarios es el rezo matutino del hombre moderno”, dicen que dijo. El tiempo suele apaciguar el énfasis; ni la lectura, ni la religión, ni la idea de modernidad significan lo mismo que en tiempos del filósofo alemán. Los diarios, claro, tampoco son lo que eran entonces. Desde hace al menos cinco años, el diario francés Libération es más popular por sus continuos problemas económicos y sus conflictos internos que por lo que debería ser su principal objeto: la información y el análisis de las noticias. A principios de este mes, se hicieron públicos los problemas financieros que ponen al diario al borde de la quiebra y a un paso de la desaparición. Es cierto: el mal momento de Libération no parece una excepción en el universo de los medios gráficos, que atraviesan en los últimos 15 años un traumático pasaje del papel al soporte digital en el marco de la crisis económica internacional y sometidos a una agotadora discusión sobre el rol del periodismo. Sin embargo, este contexto sólo le suma dramatismo a la cuestión básica que hace tambalear a Libé: su financiamiento, un interrogante que los tiene en ascuas como empresa, pero que también viene poniendo en juego su fidelidad a los principios éticos y políticos que le dieron existencia. Es este panorama sombrío, y lo que parece ser su inminente final, lo que le da sentido a esta pregunta: ¿cuándo y por qué se muere un diario? Las primeras ideas para su creación surgieron en diciembre de 1972, cuando cinco intelectuales franceses de la izquierda radical, entre quienes se hallaba Jean Paul Sartre, se sentaron a pensar un diario en el que el pueblo tomara la palabra. Un diario independiente, libre, sin jerarquías, no atado a convenciones capitalistas ni a ninguna forma de subsidio estatal. Un diario símbolo del contrapoder, un espacio contracultural. Los efectos del Mayo Francés no se habían esfumado, los jóvenes soñaban con poner el mundo patas para arriba y los mayores, con olvidar la pesadilla de la guerra. Por entonces, frases como “La imaginación al poder” o “Seamos realistas, pidamos lo imposible”
significaban mucho más que una inscripción en una remera o la poesía anclada en un afiche. Este ideario impulsaba la acción. El 5 de febrero de 1973 salió una suerte de número cero, de cuatro páginas. “La política, para Libération, es la democracia directa”, anunciaban, al tiempo que llamaban al debate. En abril, lanzaron otras cuatro páginas y convocaron a la suscripción, con objeto de financiar “un órgano cotidiano completamente libre”. El 22 de mayo hicieron su aparición regular en los quioscos. La dirección estaba en manos del mismo Sartre y del intelectual maoísta Jean Claude Vernier, quienes se retiraron al año siguiente, luego de un fuerte desacuerdo con otro de los fundadores, Serge July, quien a partir de ese momento se convertiría en el referente icónico del diario y tomaría el puesto de director hasta 2006, cuando, acorralado por el desgaste y presionado por los nuevos dueños, sería obligado a ceder el comando de los contenidos. En los primeros años, el diario respondía a un pensamiento de izquierda radical y animaba a la rebelión, con una línea editorial que incluso apoyaba acciones terroristas de la guerrilla en diversos puntos del mundo. Esto terminó a fines de los años 70, con un primer gran giro que se manifestó en una interpretación menos violenta de cómo debían operarse los cambios políticos. Los problemas económicos comenzaron a atormentar a los trabajadores. Fue entonces cuando el capital hizo su entrada al diario por primera vez, aunque, como los inversores eran conocida gente de izquierda, todos prefirieron ignorar la contradicción. Durante la década del 80, y con el presidente socialista Francois Mitterrand como figura excluyente del panorama político francés, el perfil editorial profundizó su cambio ideológico. De una izquierda combativa se pasó a una socialdemocracia libertaria. Hubo críticas, sí, pero fueron los tiempos de mayor crecimiento del diario y el esplendor, arraigado en una saludable meseta en materia de conflictos internos, se prolongó hasta mediados de los 90. En aquellos momentos, Libération marcó el rumbo para aquellos que buscaban aca-
bar con un periodismo acartonado, viejo y aburrido. La escritora y periodista Rosa Montero lo recuerda así: “Libération era una voz de referencia para los periodistas españoles. Un espejo en el que mirarse, pero también una fuente internacional que citar, como apoyo, cuando en esos agitados años tras la muerte de Franco la prensa española, o al menos buena parte de la prensa, estaba ayudando a construir el cambio político y social del país”. Jorge Lanata y el resto de los fundadores de Página 12 también vieron en Libération un modelo de irreverencia e informalidad. “Tomamos de Libé la forma coloquial de titular –explica hoy Lanata–, pero le dimos una vuelta más con la introducción del humor y las referencias a frases hechas que significaran algo, como títulos de pelí-
culas o refranes. La concepción general de Página tiene que ver con Libération.” En el umbral del siglo XXI, el diario estaba instalado en su comodidad progresista, respaldado por una Francia próspera como parecía ser el resto de Europa. Fuertes en materia de novedad y diseño, fueron también cabeza de playa de calidad en el desembarco de los diarios en Internet. Sin embargo, pocos años después, el sueño de opulencia europea mostraba sus pies de barro y nuevamente Libération salía a buscar financiamiento a cambio de seguir olvidando viejas banderas. Para el experto en medios Martín Becerra, el caso de Libération refleja perfectamente “el predominio actual del factor económico por encima del político-periodístico como fuerza motriz de los medios escritos. No es que
en el pasado la economía no fuese importante, pero un proyecto político-comunicacional de izquierda podía funcionar bien dirigido a un segmento no masivo pero fiel”. En 2005, los grandes números no cerraban y la caída en las ventas era la foto diaria. Entonces aceptaron inyección de fondos de empresarios ajenos a los medios, como el millonario Edouard de Rotschild, dueño de un apellido que sólo podría haberse asociado a Libération décadas atrás en términos irónicos. Para sus viejos lectores, el diario dejó de ser referencia. La decepción creció también por decisiones editoriales que llegaron con los nuevos dueños, como el apoyo al Tratado Constitucional Europeo, en 2005, durante una campaña en la que la izquierda dura había llamado a votar por el no. Sobre el final de la década, mientras se acumulaban los problemas financieros y sus consiguientes correlatos legales, como otra prueba de la decadencia comenzó el éxodo de periodistas y grandes firmas. El ensayista argentino Dardo Scavino vive en Francia desde hace más de dos décadas y conoce de cerca la mirada de los lectores de izquierda, quienes en virtud de los nuevos hábitos de lectura se identifican más con un sitio online como Mediapart, donde se sigue practicando el viejo periodismo de investigación. “Este Libé está muy lejos del fundado por Sartre: ahora es el diario de los Rotschild”, dice Scavino. “La gran diferencia con un diario de derecha como Le Figaro es que, si bien ambos van a apoyar las políticas neoliberales y son pro EE.UU., Libé además va a apoyar el matrimonio gay.” A principios de este mes, Bruno Ledoux, uno de los nuevos dueños del diario –empresario inmobiliario sospechado de lavado de dinero–, comprobó el desprecio de periodistas y lectores cuando trascendió su propuesta de trasladar la redacción y convertir al histórico edificio de la Rue Beranger en una suerte de parque temático (“espacio cultural”, lo llama) decorado por Philippe Stark, y su voluntad de explotar la marca del diario en todo tipo de redes y plataformas digitales. “Nous sommes un journal (somos un diario)”, viene siendo la respuesta de los periodistas desde todo tipo de comunicados, blogs, cuentas en Twitter y Facebook, y, como se estila en los diarios europeos, también desde las propias páginas del diario. Pese a esta muestra de dignidad profesional, se impone una realidad, y es que, como ya lo dijo Sartre, el dinero no tiene ideas. Los finales son tristes, pero inevitables; la decadencia puede ser penosa. De aquella liberación igualitaria de la palabra que imaginaron quienes dieron impulso al diario, más de cuarenta años atrás, apenas si quedan la historia y el archivo de esos deseos. Todo indica que posiblemente, y en poco tiempo, Libération será una ausencia. Y será, también, esa felicidad profunda y algo infantil de quienes aún bucean en ese museo retórico de los 70, idealizando el pasado y parafraseando a Dickens con aquello de “era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad…”. © LA NACION
En la lucha antidroga, hay que aprender de los británicos Juan Gabriel Tokatlian —PARA LA NACIoN—
E
n medio de una incipiente y saludable deliberación en torno al fenómeno de las drogas van surgiendo declaraciones políticas, manifestaciones institucionales, comentarios académicos, proyectos legislativos y decisiones ejecutivas respecto al modo de responder al gradual pero elocuente avance del narcotráfico en la Argentina. Como suele ocurrir, cuando emerge un asunto de interés público respecto a la inseguridad, el delito y la violencia, la tentación inmediata es “hacer algo”. Es también usual que lo primero que se haga sea poco útil o apenas promisorio. Predomina la eficacia simbólica de adoptar un conjunto de medidas que calman las demandas sociales, los reclamos mediáticos y los apuros políticos del momento, pero que escasamente contribuyen a resolver o mitigar el problema original. Las así denominadas leyes Blumberg que endurecieron
las condenas por distintos delitos tuvieron un efecto disuasivo nulo. La tardía radarización del norte del país iniciada en 2011 se produce cuando hay datos evidentes de que las drogas entran a la Argentina por tierra y a través de los ríos. La recurrencia táctica y circunstancial a ciertas normas e iniciativas para enfrentar situaciones que son el producto de una larga, multifacética y compleja evolución se agotan en el corto plazo y sirven sólo para una efímera catarsis colectiva en la que el Estado y la sociedad parecen creer que, en breve, se recuperará la imaginada tranquilidad perdida. Recientemente se conoció una decisión, inicialmente plausible, pero que corre el riesgo de repetir la lógica de la eficacia simbólica. Se anunció la creación de una Subsecretaría de Lucha contra el Narcotráfico en el seno del Ministerio de Seguridad. Hay cuestiones clave por considerar sobre
su ubicación, su alcance y su formato. Por ejemplo, la dimensión presente y potencial del fenómeno de las drogas en el país pareciera indicar la necesidad de concebir una secretaría especial en el marco de la Presidencia o quizás en el Ministerio del Interior y no una subsecretaría en el marco del Ministerio de Seguridad. No se trata de caer en los extremos burocráticos típicos que han caracterizado las políticas públicas de otros países de la región respecto a las drogas –esto sería desconocer su significación o negar su auge. También es clave no olvidar que el control político del asunto es esencial, máxime cuando algunos sectores, aún minoritarios, desean involucrar a las Fuerzas Armadas en la lucha antinarcóticos. Además, los cuerpos de seguridad, en particular, la policía, están en mora de ser sometidos a una profunda revisión; algo que debiera ser el objetivo central del Ministerio de Seguridad.
Sin embargo, no parece conveniente crear un organismo dedicado sólo al tema de las drogas: debiera crearse una unidad consagrada al crimen organizado bajo la premisa de que ese fenómeno más amplio e inquietante vulnera la seguridad humana, las capacidades del Estado y la protección de la democracia. Por último, la creciente inclinación oficial a tender puentes con Estados Unidos puede llevar a pensar que el mejor modelo por replicar en el país es el del FBI; algo que podría ser una decisión equivocada. Es en ese contexto que el Gobierno, los medios de comunicación, los políticos y los académicos haríamos bien en observar el esquema británico hoy representado por el National Crime Agency (NCA). Esta agencia es el producto de tres reformas de los últimos 15 años; lo que muestra, entre otras, la disposición al aprendizaje, la adaptación y la
innovación de los británicos. Ya tiene identificados, vía estudios sistemáticos, unos 5500 grupos criminales (muy ligados a múltiples delitos como tráfico de drogas, de personas, de armas) que involucran a unas 37.000 personas; lo cual confirma la importancia de tener un mapa riguroso del delito y una estructura de inteligencia profesional. Asimismo, la agencia, reactualizada en 2013, procura incrementar la coordinación interinstitucional para combatir más eficazmente el crimen organizado y ser más transparente frente a la opinión pública; dos elementos clave si se pretende maximizar las capacidades estatales y, simultáneamente, asegurar la credibilidad y la confianza ciudadanas. En suma, ojalá no se pierda la oportunidad de dotar al Estado de mejores instrumentos para afrontar los desafíos que genera el avance del crimen organizado. © LA NACION
Un film hecho de huellas y fragmentos Osvaldo Quiroga —PARA LA NACIoN—
A
demás de una excelente película, La grande bellezza refleja algunos aspectos centrales del mundo contemporáneo. Ya se ha dicho que es un film ligado a La dolce vita, de Federico Fellini, y que de esta manera le rinde homenaje a lo mejor del cine italiano. Pero es en la manera de filmar de Paolo Sorrentino, en sus planos extraordinarios, en la velocidad que toma la cámara en alguna toma, en la minuciosa mirada sobre los monumentos y los edificios romanos, donde el film se convierte en una experiencia estética decisiva. El director condensa el pasado y el presente e ilumina algunas de las conductas esenciales de los seres humanos valiéndose de una cámara omnipresente y con ansias de narrarlo todo. No es que el hombre romano de la época de los césares sea como el que camina hoy por la ciudad eterna; lo que es cierto es que padecen, en esencia, los mismos problemas: la vida, la
muerte, el amor, el vacío, la decadencia y el nuevo comienzo de cada generación. ¿Quién es Jep Gambardella en la película de Paolo Sorrentino? El personaje es un periodista cultural que alguna vez ha escrito una novela valiosa. Pero sobre todo es un flâneur de la Roma actual. Un hombre que quizás ame el amor, pero a ninguna mujer en particular. Un eterno conquistador de cuerpos que enseguida desecha, como si detrás de cada una de las mujeres que frecuenta sólo existiera un vacío insoportable, una suerte de asomarse a cierto abismo cotidiano al que le tiene pánico. Jep Gambardella anda por el mundo construyendo escenas dionisíacas en las que la verdad aparece más en el juego que en el sarcasmo. La mayor parte de la película se desarrolla en celebraciones y reuniones en las que se habla de todo y de nada al mismo tiempo. Su visión de la vida es tan cínica e irónica que a menudo se acerca a
la hipocresía. Pero en su deambular entre fiestas y amables excesos, en la liviandad de sus acciones, en los juegos de palabras a los que es propenso, encuentra algunos momentos de felicidad que sustentan su vida y lo alejan de la soledad. En cierto sentido, construye su existencia como las novelas que no escribió. Y su mirada, que es el hilo conductor del film, es la del caminante a la manera de Walter Benjamin, alguien capaz de intuir en el fragmento las huellas de la totalidad. Gambardella ve a los religiosos que deambulan a diario a la vuelta de su casa, ve a los sesentones jugando a ser jóvenes en desgastantes competencias de virilidad, ve a los artistas de vanguardia jugando a que todo lo pueden, ve a los consumidores de drogas destruyéndose con entusiasmo, ve a hermosas mujeres contando lo que fueron, ve a los nobles venidos a menos alquilándose para animar reuniones y, sobre todo, ve a todos bailando por ocupar un lugar en
el devenir de la bella Roma. La ciudad está poblada de las huellas de sus antiguos habitantes, de la misma forma que nuestra conducta presente está preñada de huellas pretéritas y de ancestros que nos hablan como el espectro le habla a Hamlet. El pasado que regresa como presente es también una huella de lo que fue y de lo que fuimos. El amor juvenil que evoca Jep en la película no es más que el vestigio de algo que alguna vez fue una experiencia de vida. Sin embargo, en la búsqueda por retener una imagen de aquel encuentro hay toda una reflexión sobre el tiempo. El tiempo que no es lineal y que está invadido por restos, ruinas y fragmentos tanto de la historia personal como de aquella que es colectiva y social y que se transmite de generación en generación. La historia de Jep Gambardella es la de un viaje de aventuras. Y, como sostiene Benjamin, “…todo viaje de aventuras, para que realmente se pueda contar, debe devanar-
se en torno de una mujer, al menos de un nombre de mujer”. El protagonista de La grande bellezza, a los sesenta y cinco años recién cumplidos, sabe que el límite acecha la vida humana. Su celebración de la mediocridad tiene un horizonte definido por la propia temporalidad. Pero nada le impide, entonces, buscar en las batallas del amor aquel recuerdo de juventud donde todo indicaba que el presente y el futuro marchaban juntos. No importa que sea una fantasía o un sueño; para él es tan real que puede iniciar sus últimas caminatas por la bella Roma con la frescura de un adolescente que intuye que nada se detiene, que todo cambia y que en una misma ciudad conviven distintas épocas. Mientras existan ruinas, fragmentos y huellas, otros retomarán el camino y descubrirán aquello que ya fue descubierto una y otra vez, pero lo harán con otros ojos, con otra mirada. © LA NACION