ARTE
El juego de la ausencia Bernard Marcadé realiza en Marcel Duchamp un retrato exhaustivo del huidizo creador que, con sus originales concepciones artísticas, promovió sin saberlo la mayoría de las vanguardias de posguerra POR ERNESTO SCHOO Para La Nacion
C
rítico, curador de exposiciones, profesor de estética e historia del arte, Bernard Marcadé teje quinientas laboriosas páginas por las que transitan todas las vanguardias del siglo XX y sus protagonistas, sin que falte nadie a la cita. Lo curioso es que esta prolija, densa trama deja en su centro un hueco, un vacío, en el que se inscribe tan sólo el contorno del personaje central. Porque Marcel Duchamp (1887-1968) es, en la historia del arte occidental y desde la perspectiva de la entidad física, lo que deliberadamente quiso ser: una ausencia. Sin embargo, este hombre huidizo (“sabe, siempre existió en mí esa necesidad de escaparme”) ha sido promotor y responsable de prácticamente todas las vanguardias posteriores a la Segunda Guerra Mundial: el op y el pop, el conceptualismo y el minimalismo, los happenings, las instalaciones… Para alguien con tan aparente desinterés por la vida cotidiana, la de Duchamp resulta notablemente movida. Tal vez por aquella proclamada necesidad de escaparse y también porque, como lo reitera a menudo en cartas y entrevistas, se aburre soberanamente, salvo la atracción casi patológica por el juego de ajedrez. Puesto que reniega del calificativo de artista y prefiere ser llamado anartista, parecería adecuado aplicarle el de mecánico aficionado, o investigador de la física recreativa. Porque su más auténtica pasión fuera del ajedrez y, eventualmente, las mujeres, es la creación de artefactos derivados de ciertas relaciones entre las fuerzas que rigen la naturaleza. Él lo toma como un juego, una diversión, a partir de “una concepción subversiva de la vida
y del mundo”, compartida con sus compinches más cercanos: Francis Picabia y Henri-Paul Roché (autor de Jules et Jim, donde narra las relaciones de él y Duchamp con una novia compartida). Su historia empieza un 28 de julio de 1887, en un pueblecito normando donde su padre ejerce como escribano. Marcel es el tercer hijo varón: sus hermanos mayores serán artistas conocidos, Gastón como pintor con el seudónimo de Jacques Villon, y Raymond DuchampVillon como escultor. Mientras éstos ya cursan estudios universitarios en Ruán, Marcel juega con su hermana Suzanne (nacida en 1889) y en 1902 empieza a dibujar, siguiendo los pasos de su abuelo materno, grabador aficionado. La veta artística es un rasgo familiar: Gastón y Raymond abandonan pronto sus respectivas carreras y se marchan a París, a estudiar arte. Marcel los seguirá, a los 17 años. Tras una primera adhesión al impresionismo y un fugaz acercamiento al cubismo, ninguna vanguardia satisface a Marcel. Él quiere abolir lo que llama “el retinismo”, es decir, la impresión sensorial que el color produce en la retina y, sobre todo, la representación, el simulacro de las apariencias del mundo. Respeta a Cézanne y nunca superará cierta desconfianza que le inspira Picasso (no así Matisse). En 1912, dice Marcadé, Marcel ya es un francotirador: le pinta bigotes y barba a una reproducción de la Gioconda, broma infantil que ha dado la vuelta al mundo como un rasgo de genialidad. Confesándose por sobre todo un perezoso esencial, Marcel declara: “No quería que me llamaran artista. Quería aprovechar la posibilidad de ser un individuo, y supongo que lo he logrado, ¿no?”. Esa posibilidad entraña un compromiso, y también un desa-
Marcel Duchamp
MARCEL DUCHAMP POR BERNARD MARCADÉ LIBROS DEL ZORZAL TRAD.: LAURA FÓLICA 584 PÁGINAS $ 90
Para alguien con tan aparente desinterés por la vida cotidiana, la de Duchamp resulta notablemente movida, tal vez por aquella proclamada necesidad de escaparse
fío: abjurar de la ética del trabajo (“Tuve suerte, nunca trabajé para vivir”, le dice a Pierre Cabanne en 1967) para, simplemente, entregarse a la vida y al capricho del azar: “El azar puro me interesaba como una forma de ir contra la realidad lógica”. Tal vez por eso intenta combinar, durante una estada en Montecarlo, el juego de la ruleta con el ajedrez. Eximido del servicio militar en la Primera Guerra y harto del clima bélico, en 1915 se marchó a Nueva York, que se convertiría en su ciudad predilecta. Entre 1918 y 1919 vivió con una amante esporádica, Yvonne Chastel, unos meses en Buenos Aires –que no le gustó nada–, enseñando ajedrez. La fama de Duchamp nace en la famosa exposición del Armory Show neoyor-
quino, en 1913, donde presenta una obra inclasificable, el Desnudo bajando la escalera, que desconcierta o irrita a público y crítica, quienes se preguntan si el personaje es hombre o mujer… Poco antes, había comenzado a proyectar un derivado de aquél, el Gran Vidrio, o La novia desnudada por sus solteros, aún, curioso artefacto que le llevaría ocho años de trabajo, hasta 1923, cuando lo abandonó definitivamente. Pero fue la Fuente, de 1917, exhibida en el primer Salón de Artistas Independientes, en Nueva York, la obra que le dio fama perenne: un mingitorio de porcelana blanca, exhibido a modo de escultura, con la firma apócrifa de “R. Mutt”. Es la creación del ready-made, o sea, el objeto anónimo, manufacturado, al que la firma del artista otorga categoría de arte. A su luz han surgido teorías y movimientos polémicos que aspiran a la seriedad y pasan por alto, al parecer, la cualidad de bromista, de fumiste (según el Larousse, “mistificador, el que hace bromas pesadas”), rasgo característico de Duchamp. También en Nueva York conoció Marcel al único gran amor de su vida, la hermosa brasileña María Martins, a la que dedicaró su última y enigmática obra, Étant donnés, un desnudo femenino decapitado, de alucinante realismo, al borde de la pornografía, ambientado en un paisaje tropical y encerrado en un armario, sólo visible a través de una hendija en la puerta. Casado ya en edad avanzada con Teeny Matisse, ex nieta política del pintor famoso, Duchamp murió en París, de una embolia, el 1° de octubre de 1968. Tan misterioso y absorbente como los agujeros negros de las galaxias, abrió una caja de Pandora de la que no han terminado de brotar aún las energías más opuestas. © LA NACION
Sábado 10 de enero de 2009 | adn | 15