el hombre que vino de cartex

Esta era una área costera de lo más tranquila, de clima templado y favorecida por la cadena montañosa que corría paralela a la costa, a un par de kilómetros ...
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EL HOMBRE QUE VINO DE CARTEX La Otra Cara del Pecado

ENZA SCALICI ***

El Hombre que vino de Cartex Enza Scalici Publicado por The Little French Corrector de Edición Alicia Carriles Diseño de Portada Ana Gaitan Copyright 2013-Enza Scalici

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CAPITULO I La necesidad profunda de fundir sus almas mediante sus cuerpos no disminuía con el paso del tiempo, al contrario, parecía acentuarse. El peligro ya había quedado atrás, el futuro se abría radiante. Cuando Yordan y Yojama – libres finalmente de la pesada carga que había amenazado aplastarlos – decidieron tomarse unas merecidas vacaciones, escogieron, de mutuo acuerdo y sin pensarlo dos veces, Marea Alta. Esta era una área costera de lo más tranquila, de clima templado y favorecida por la cadena montañosa que corría paralela a la costa, a un par de kilómetros de distancia de esta. Allí los vientos no pasaban de ser una suave brisa y las olas lamían la orilla produciendo un suave murmullo, el cual, junto al canto de los pájaros, era el único sonido que turbaba el silencio. El agua cristalina dejaba ver el fondo arenoso donde multitudes de pececillos de fosforescentes colores se movían imperturbables aun cuando había presencia humana, desconociendo el miedo y la amenaza. Para los habitantes de la Diadrea había sitios de descanso para todos los gustos, desde aislados refugios en picos donde nunca se derretía la nieve hasta casitas o cómodos hoteles en playa o montaña, según se deseara

soledad o compañía. Marea Alta había sido proyectada para quien buscaba paz y tranquilidad cerca del mar; por esto las casas de huéspedes distaban casi un kilómetro una de la otra. Si deseaban compañía, los ocupantes utilizaban el vehículo volador y en pocos minutos llegaban al centro habitado de su elección. En la intimidad y el silencio reinante, los dos jóvenes realizaban excursiones, nadaban, tomaban sol y se amaban. El deseo que transmitía sus miradas iba más allá de la búsqueda del mero placer físico. Simplemente, era dos mitades que recuperaban su esencia única fundiéndose. Ocupaban un chalet parecido a una casa de muñecas. Construido en madera, era pequeño y confortable. El androide guardián se ocupaba del aseo y la preparación de alimentos, autodesconectándose en cuanto cumplía su cometido, para no turbar la intimidad de los huéspedes. La parte posterior de la casa era un rincón paradisíaco. La piscina de forma ovalada medía unos veinte metros en sus polos. Los bordes de esta estaban revestidos de toliner acolchado, fibra sintética que absorbía no sólo la humedad sino también el calor de sus cuerpos. Había sido diseñado magistralmente, pues en su borde exterior se endurecía hasta adquirir la firme consistencia de un colchón. Descansar en él era una delicia y hacía innecesario el uso de toallas y reposeras. Al salir del agua se hundían en aquella suavidad, la cual los secaba y los mantenía frescos. Al anillo de toliner – de unos cuatro metros de ancho – le seguía el bosquecillo de bambú, rodeando mitad del óvalo en uno de sus extremos. En la punta opuesta estaba la casa y en el espacio intermedio, palmeras y altos arbustos cuajados de flores de espectaculares colores, formando una verde barrera. Entre ellos varios retorcidos senderos permitían la salida a la playa o al parque circundante.

Las cañas de bambú se curvaban hacia dentro bajo su mismo peso, cubriendo de sombras el suelo de toliner, formando un túnel verde, un nido protegido e íntimo, rincón favorito de los dos jóvenes en sus ocho días de permanencia en el lugar. De hecho apenas habían utilizado el dormitorio, prefiriendo dormir abrazados bajo las estrellas, acunados por el suave murmullo de las olas y el musical sonido de la brisa entre las cañas. Allí se despertó Yordan aquella tarde. Durante unos segundos las tinieblas del sueño lo mantuvieron desorientado; luego recordó. Estaba de vacaciones, con Yojama. Respiró profundamente, agradecido, pensando lo maravillosa que era la vida. Luego se estiró perezosamente, percibiendo la cálida proximidad de su mujer acostada a su lado. Yojama... Se apoyó sobre un codo, mirándola. Estaba tendida boca abajo, los brazos descansando paralelos al cuerpo, ofreciendo el increíble espectáculo de su desnudez. Largas y esbeltas piernas, nalgas suavemente redondeadas, espalda recta. Si cerraba los ojos podía sentir en sus manos la sensación de tener en ellas los senos pequeños y puntiagudos, su fina cintura... el cosquilleo de su vello rozándole la piel... Su sola visión lo emocionaba aun después de nueve años de unión, como si la viera por primera vez. Con esfuerzo alejó los pensamientos tentadores, porque si bien su carita en forma de corazón estaba en estado de completo descanso, sus ojos, bajo los párpados cerrados, estaban vueltos hacia arriba, oscilando en un movimiento rítmico y coordinado. Evidentemente estaba en trance profundo, cargándose de energía. No debía molestarla, y era una pena tener que reprimir el deseo. Yordan frunció las cejas, súbitamente intrigado por un pensamiento.

Buscando energías en un trance profundo... Ellos estaban bien lejos de sus respectivos trabajos y sus altas responsabilidades. Estaban de vacaciones, sin preocupaciones ni trabajo ninguno a la vista. ¿Por qué Yojama estaría procediendo como quien se prepara para realizar una ardua tarea mental? Pensándolo bien él se dio cuenta de que Yojama había actuado extrañamente todo el día. Mientras hacía memoria volvió a tumbarse con las manos cruzadas bajo la nuca, mirando el cielo donde avanzaba el crepúsculo. Aquella mañana, al despertarse, ella había hecho caso omiso de su evidente deseo, esquivándolo con picardía. Aquello, durante su unión, había sucedido contada veces, y nunca en los últimos días, durante los cuales se habían amado con pasión y entrega total, olvidándose como siempre del mundo y el resto de los mortales. Aquel rechazo era insólito. Por si fuera poco había dormido la mayor parte del día, apenas había probado la comida y se había negado a bajar hasta la playa, alegando cansancio, justificando así su inexplicable expresión de languidez. Y aquella soñadora sonrisa que había sorprendido varias veces en sus labios, como quien esconde un agradable pensamiento secreto. Humm... demasiados pequeños detalles para un sólo día. Y no eran conclusiones exageradas puesto que él conocía muy bien a su mujer. Algo estaba tramando Yojama, aunque él había tardado en darse cuenta. Bien, pensó sonriendo, en cuanto la Bella Durmiente se despertara sondearía su mente – si ella aceptaba, desde luego – en el viejo juego de “a ver quien resiste más”. Si estaba escondiéndole algo no le daría tregua, usaría cualquier triquiñuela para tumbar sus defensas y penetrar el misterio. Él comenzó a preparar su estrategia, mientras su mirada paseaba por el cielo donde avanzaba la oscuridad. A duras penas reprimió una carcajada de regocijo. Yojama era una muchacha tranquilla y una profesional muy seria, pero—aun cuando en su relación no tenía cabida la palabra

aburrimiento – de vez en cuando inventaba algo totalmente inesperado, dejándolo sorprendido y deslumbrado, ¡ el pequeño diablillo! Bastante lejos de ahí, en el corazón de un complejo que hervía de ordenada actividad, un controlador seguía el vuelo de la pequeña astronave designada con las siglas NGI proseguía con toda tranquilidad, tal como había comenzado. A pesar de ello, el supervisor se mantenía alerta. Sus ojos se movían desde la gran pantalla donde aparecía la imagen del vehículo, rodeado por las seis esferas transmisoras, al gráfico que salía lentamente por una ranura del gran cuerpo de la computadora. NGI había despegado de Cartex aquella misma mañana, dirigiéndose hacia el segundo planeta —contando desde el centro— de Desolación, nombre apropiado para aquella galaxia oscura y fantasmal, cuyo sol se había apagado hacía millones de años. Por contraste, lindaba con la esplendorosa Diadrea, la cual contaba con dos soles y trece planetas, entre ellos Cartex. Desde que su tecnología se lo permitió, los cartexianos venían observándola con atención pero, aparte de alguna ligera alteración atmosférica detectada en la superficie de uno de los planetas, nunca sucedía nada digno de atención En la noche de los tiempos, quizás, en los seis planetas que la conformaban hubo vida y actividad. Ahora eran masas oscuras y muertas, que flotaban por inercia alrededor de su negro sol. Una tumba, y el sitio ideal para el cautiverio del grawel. El ingeniero revisó una vez más los datos. Conocía, por supuesto, las condiciones especiales de aquel vuelo. La computadora de la nave no tenía autonomía y se limitaba a obedecer órdenes transmitidas desde la base de Cartex, sin poder tomar ninguna

iniciativa propia. Teóricamente tampoco la necesitaba, ya que estaba transitando por una ruta donde no se esperaban imprevistos. De todas formas era un vuelo corto y en pocas horas mas NGI llegaría a destino, y con la ayuda de Dios la pesadilla terminaría. De pronto, en el tablero, una titilante luz se prendió y el silencio de la habitación fue roto por el repiqueteo del instrumental electrónico que cobraba vida. Alertado, el hombre reaccionó con prontitud. Ordenó que avisaran inmediatamente al comandante de la base, luego comenzó a teclear velozmente, tratando de averiguar el motivo de la inesperada conmoción manifestada por la computadora. La máquina le informó que los instrumentos de a bordo estaban registrando una extraña actividad en la atmósfera de Desolación. Era un hecho sin precedentes, por lo tanto no podía explicar los motivos del mismo. —¿Puedes formular hipótesis? Esperó, sin despegar los ojos de la pantalla, oyendo como la computadora intensificaba su actividad comparando datos, explorando posibilidades, en busca de respuestas. Repentinamente, la monotonía de la imagen se rompió, ofuscada por una especie de cortina de humo. Una de las esferas se alejó, para captar la escena en panorámica, y al tener una visión más amplia de pronto el ingeniero comprendió. Era polvo cósmico lo que revoloteaba frente a las cámaras, y esto podía significar... —Está desatándose una tempestad.

La voz metálica de la computadora interrumpió sus especulaciones, confirmándolas. Estalló de golpe, bajo su mirada asombrada, y él no tuvo tiempo siquiera para intentar desviar la trayectoria de NGI. La pequeña astronave se vio envuelta en ella sin escapatoria, encontrándose por pura mala suerte en el centro mismo del área afectada por el inexplicable fenómeno. Comenzaron a formarse remolinos, los cuales, en una vertiginosa carrera, arrastraban polvo y aerolitos, mientras las boas receptoras luchaban para captar imágenes desde todos los ángulos y enviarlas a la base lo más claramente posible. Sacudido sin misericordia, el indefenso vehículo luchaba para mantenerse estable, pero casi nada podía contra las fuerzas que lo atacaban. En aquel momento dos asteroides chocaron entre sí, impulsados por los terribles vientos, fragmentándose. —NGI se encuentra en la trayectoria de uno de los meteoritos más grandes. Hay peligro de colisión. El supervisor del vuelo comprendió que debía tomar rápidamente una decisión. Sin perder tiempo tecleó una orden, dándole cierta autonomía a la nave. Un movimiento de cuarenta y cinco grados a derecha e izquierda. Al normalizarse la situación la revocaría. Ahora el vehículo podía luchar por sí mismo. Y redobló sus esfuerzos para salvarse, zigzagueando a voluntad entre el caos que se había desatado en aquel rincón del universo. Su diminuto tamaño le daba la ventaja de la agilidad. Subía, bajaba, tratando de esquivar los obstáculos interpuestos en su camino, torciendo rápido, buscando un camino más seguro,

mientras el hombre, con los ojos desmesuradamente abiertos, observaba inmóvil, orando en silencio. ¡Debía lograrlo! ¡Dios misericordioso, no permitiría otra cosa! —Colisión inevitable por el lado oeste. —¡Altera la ruta! ¡Haz lo necesario para salvar la nave! —ordenó el hombre, aun sabiendo que ya la máquina había barajado todas las posibilidades antes de dictar su sentencia. —Tomé en consideración cualquier posible movimiento, sin encontrar vía de salida. NGI está condenada. La computadora, con su lapidario anuncio puso fin a las esperanzas. En aquel momento el comandante de la base, seguido por varias personas más, entró apresuradamente y se paró frente a la pantalla, justo a tiempo para visualizar el impacto. La roca llegó con la velocidad de un proyectil. Golpeada en su flanco izquierdo, la pequeña astronave salió disparada en una loca carrera hacia el infinito. Ya aparecían las primeras estrellas, pálido todavía su brillo. Yordan se encontró de pronto sumergido en la belleza de la noche, divagando su mente perezosamente, presintiendo que nunca olvidaría aquellos días en Marea Alta. Repentinamente su sentido de proximidad lo alertó; comprendió entonces que su mujer se había despertado y lo estaba mirando. Ella había salido de un todo de su letargo, sus vibraciones eran fuertes y claras. Sonriendo, Yordan se hizo el desentendido y se quedó dándole la espalda a la expectativa, sin querer dar el primer paso.

El toque de Yojama en su mente al comienzo fue gentil, suave, un roce tierno. Luego aumentó gradualmente hasta convertirse en un ronroneo juguetón y tentador. Se insinuó y lo provocó, sin importarle la falta de respuesta, siguiéndole en el juego, acariciándolo con toda la fuerza de su amor. Finalmente él, sin poder resistir más, se volteó y rodó sobre sí mismo acercándosele feliz. Al ver su rostro sintió el mismo nudo en la garganta que aquella primera vez, nueve años antes, cuando decidió buscar una pareja definitiva, dejando los ya insatisfactorios encuentros pasajeros y sin compromiso. Después de reflexionar sobre su decisión introdujo la petición a la computadora. Desde el nacimiento de un ser cartexiano, ésta comenzaba a recibir los datos correspondientes de cada uno. La ficha de Yordan era particularmente interesante. La procesó rápidamente: veinticuatro años, CI seiscientos ochenta y cinco, cursadas: Astrofísica, Ciencias Biológicas y Mentales y Filosofía de la Conciencia Contemplativa. En curso — bajo la guía personal de Zilak, el actual Gran Maestre— Orientación Primaria y Pensamiento Universal, notándose en el sujeto una sucesiva inclinación hacia una dirección netamente espiritual. Seguía una larga lista de cursos, aprendizajes colaterales y distinciones honoríficas cosechadas desde su más tierna edad hasta la fecha. Los apuntes de Zilak y los demás maestros evidenciaban sin dudas su decisión de designarlo, llegado el momento, Gran Maestre. Cada tantos centenares de años nacía un ser con semejantes condiciones, y no era fácil conseguirle una compañera adecuada. En los siete planetas habitados de la Diadrea había, por supuesto, varias muchachas de alto

nivel intelectual, pero debían de concordar también en inclinaciones, gustos, actitudes, orientación etc. A Yordan pudo ofrecerle solamente cinco opciones. Una de las muchachas encajaba casi perfectamente a los requerimientos. Las otras cuatro, si bien eran inferiores en muchos aspectos, presentaban características adecuadas para ser posibles compañeras. De tener sentimientos, la computadora se hubiera apiadado de él y de sus pocas alternativas. Como no los tenía, le fue mostrando las cinco fotografías sin comentario alguno. El destino lo quiso. La imagen de la que había sido considerada por la computadora como su compañera ideal lo dejó sin aliento. Su carita en forma de corazón, enmarcada por el corto cabello castaño dorado, tenía aire de duendecillo travieso y su sonrisa manifestaba toda su alegría de vivir. Todo en ella lo cautivó. La nariz, pequeña y respingona, las rectas y finas cejas y su piel parecida a un melocotón. Los ojos eran grandes y de un cálido color avellana, orlados por largas pestañas oscuras, y si bien la sonrisa llegaba hasta ellos, iluminándolos, su mirada impresionaba por su profundidad y la sabiduría contenida. Los ojos de Yojama lo hechizaron desde aquel primer momento... y los mismos ojos lo miraban ahora llenos de promesas. Ella, tendida de espaldas, tratando de contener la risa y mantenerse seria, recogió una pierna con la misma actitud perezosa de una gata. —¿Ya no quieres averiguar los secretos de la Bella Durmiente? Desde hacía siglos los cartexianos se comunicaban telepáticamente. Pero, sobre todo en la intimidad, seguían utilizando sus voces para no dejar atrofiar las cuerdas vocales.

Debido a la falta de uso, la voz de Yojama había adquirido un tono ronco, sensual y acariciador. A Yordan se le ponían los pelos de puntas cada vez que la oía. — ¿Tan descuidado y transparente fui? — inquirió acercándosele más. Se quedó apoyado en los codos, la cara a pocos centímetros de la de su esposa, preguntándose cómo hubiese sido su vida si ella, al recibir su proposición la hubiese rechazado por no sentirse preparada a formar pareja, o sencillamente porque él no le gustaba. — Me llegaste aún estando dormida —hundió sus dedos en el cabello rubio de él, en una dulce caricia—. Gracias a Dios no hay un ser en kilómetros a la redonda. Se rieron por lo bajo. Ambos sabían que, en todo caso, nadie se permitía recoger pensamientos ajenos deambulantes. Las tácitas reglas morales así lo exigían. Las manos de ella bajaron hasta la nuca de Yordan y la caricia fue cambiando. —¿Admites que me estás ocultando algo? Yojama asintió, mientras sus largos dedos palpaban suave y expertamente, buscando puntos específicos en el cuello, en los hombros. En la oscuridad casi completa sus expresiones se tornaron intensas. —Y... ¿No quieres decirme... qué es? La muchacha denegó, meneando lentamente la cabeza. Yordan decidió seguirle la corriente. De todas formas, bajo la creciente excitación comenzó a costarle hilvanar los pensamientos. Quiso corresponder la erótica caricia pero ella se lo impidió. Sin dejar de mirarlo

a los ojos le rodeó el cuello con los brazos y, abrazándolo fuertemente, rodó sobre sí misma, cubriéndolo con su cuerpo. El contacto de su sexo húmedo rozándole la piel lo hizo gemir de placer. La tomó de la cintura pero una vez más ella cortó su iniciativa, obligándolo a quedarse quieto. — Es mi juego, amor — murmuró— y lo jugaré a mi manera. Con el corazón latiéndole fuerte de deseo y expectativa, Yordan cerró los ojos y se abandonó. Nadie respiraba en la sala de control. En aquellos dramáticos momentos estaban en juego años de pacientes investigaciones, estrategias y vigilancia. Perseverancia y astucia, le habían permitido finalmente vencer. Ahora una piedra en el camino amenazaba echarlo todo a perder. El vehículo, dando tumbos, totalmente fuera de control, desapareciendo por momentos entre las nubes de polvo, siguió en línea recta llevado por el impulso del golpe recibido, dejando atrás el ojo del huracán cósmico. Milagrosamente no encontró más obstáculos en su camino, y antes de que su velocidad se estabilizara otra vez salió del áreadel desastre. A pesar de la calma y el orden reinante, la sala de control bullía de actividad, cada cual obedeciendo las firmes órdenes del comandante, enviando al rescate las naves auxiliadoras aun antes de establecer las consecuencias del choque. La situación resultante fue clara en pocos segundos. Habían perdido el contacto con la nave, y con ello la visibilidad interior. Parte del instrumental, sin embargo, debía de funcionar. Podían ver los penosos esfuerzos del aparato para volver a su ruta, aprovechando la autonomía recibida antes del impacto. Cinco de las esferas receptoras exteriores habían desaparecido; la única que seguía funcionando se afanaba en

transmitir imágenes desde todos los ángulos, mostrándoles la magnitud del daño. La pequeña astronave se veía prácticamente doblada en dos, el flanco izquierdo hundido hasta casi rozar interiormente la combada pared derecha. A pesar de la elasticidad del material empleado en la construcción del casco, era un milagro que esta no hubiese cedido a la presión. — Si los daños interiores no son muy graves, podemos recuperar el control –murmuró el ingeniero esperanzado, sin parar de teclear, tratando de restablecer el contacto. De funcionar las cámaras internas se hubiesen dejado llevar por el desaliento. El interior de la nave era un caos de paneles desprendidos, cables sueltos y metales retorcidos. Habían cedido casi todos los tornillos y remaches y lo que antes estaba fijado a las paredes se encontraba desperdigado por el suelo, después de haber rodado y chocado violentamente por todos lados. Habían fijado la prisión de Nadroy, el grawel, dentro de un nicho, precisamente en la pared izquierda. Se trataba de un reluciente cilindro de metal parecido a una bombona, rematado en la parte superior por una ventanilla de material transparente, la cual le permitía al ser aprisionado allí adentro recibir algo de luz del exterior. Esta medida fue tomada al desconocer los científicos la consecuencia que podía tener una completa oscuridad en aquella mente dual. Bajo el violento impacto, la rejilla que protegía el nicho había saltado por los aires, seguida al instante por el propio cilindro. Este rodó sin control, arrollando y golpeando todo lo que encontraba a su paso. A pesar de todo, su estructura permaneció intacta, tal fue el esmero con que había sido construido.

Una sola contrariedad. Al chocar violentamente contra la mesa de control, la ventanilla transparente se desprendió en una de las esquinas. En realidad, por la mínima fisura resultante, no hubiese pasado ni la punta de un alfiler. Al cuerpo gaseoso del grawel, sin embargo, le sobró espacio. Sin pensar en desaprovechar la oportunidad, comenzó a filtrarse lentamente, ascendiendo y condensándose. Su conformación física le ofrecía miles de ventajas desconocidas por los humanos. El hilillo de humo blanco pronto conformó una graciosa y flotante nubecita blanca. ¡El grawel estaba libre! No dedicó más de una mirada al caos reinante a su alrededor. Lo esperaba, después del impacto y la sucesiva conmoción, aun ignorando cuáles circunstancias las habían provocado. De todas formas, el resultado era su libertad ¿Acaso importaba otra cosa? Ahora era necesario hacer el punto de la situación. La computadora repiqueteaba en plena actividad. Nadroy observó brevemente la máquina, buscando por donde penetrar en ella para llegar a su cerebro. Un juego de niños. Fue suficiente el espacio dejado por una palanquita de mandos, situada en aquel momento en la posición superior. Se introdujo, y segundos después estaba enterado de los sucesos, teniendo así un cuadro general de la actual situación. Tanto la computadora de a bordo como la de Cartex luchaban para restablecer la comunicación. Era prioritario evitar tal cosa y lo logró en un

santiamén, aumentando aún más los daños en forma irreparable a distancia. Ahora era el momento de reflexionar. Cuando comprendió su destino, la perspectiva de pasar el resto de su existencia gravitando aprisionado alrededor de un planeta muerto lo había casi enloquecido. Para aquel entonces no podía reaccionar. Ya estaba impotente. Ahora no, y tenía que huir con toda rapidez, sin darles tiempo de volver a capturarlo. La computadora tenía una ruta trazada y él no podía alterar muchas cosas. Pero le habían dado algo de autonomía antes de la colisión, para tratar de evitar los obstáculos. Esto la llevaría a virar automáticamente cada vez que algo se interpusiera en su camino... Excitado, el grawel comenzó a ver alguna luz. Visualizó mentalmente un mapa del universo explorado, buscando posibilidades... Seguramente desde Cartex ya habían enviado cantidades de naves auxiliadoras. Pero estas no podrían interferir con sus planes. Como él bien sabía estaban equipadas solamente para prestar ayuda, no representarían ningún obstáculo. Desde luego, en cuanto se dieran cuenta de cuál era su proyecto, enviarían los vehículos apropiados para cortarle el camino. Pero, si se apresuraba, lo interceptarían demasiado tarde para actuar... Luego de unos segundos más de reflexión los bordes de su cuerpo gaseoso se estremecieron graciosamente, fragmentándose como la espuma de una ola. Un precioso encaje que vibraba lanzando destellos de colores. Pocos humanos habían visto esta manifestación en un grawel. Era la expresión de su júbilo. Ignorante del drama que se desarrollaba en Desolación, Yordan estaba experimentando los más dulces placeres.

Las tibias manos de Yojama exploraban su cuerpo localizando puntos eróticos, estimulándolos expertamente, llevándolo lentamente al borde del abismo, de donde retrocedía rápidamente cuando, mirando su aura, lo veía a punto de ceder. Él, bajo aquella tortura, perdió la noción del tiempo, flotando en un paraíso de exquisitas sensaciones. Finalmente sintió el cuerpo de su esposa deslizarse sobre su piel ardiente, tendiéndose a su lado y entrelazando las piernas con las suyas. Sintió su calor y, tembloroso y agradecido, la penetró con un suspiro. Yojama, sin embargo, friccionando un punto determinado en su nuca lo sosegó, cortando sus prematuras ilusiones, invitándolo a que abriera su mente y la recibiera sin reservas. Inmóvil, la sintió penetrar en él como una cálida luz, acariciándolo, envolviéndolo en un mar de ternura. Dócilmente se mantuvo a un lado, dejándola invadirlo, adueñarse de su mente. Era siempre emocionante unirse en cuerpo y mente y llegar juntos al placer. Aquella vez, sin embargo, Yordan percibió cierta diferencia, una intensidad desacostumbrada en la presencia de Yojama en él. Después de los primeros instantes la sensación se hizo más fuerte, casi tangible... Yojama... No estaba proyectando solo sus pensamientos. Se estaba proyectando “ELLA”. ¡Dios! ¡Estaba intentando un desdoblamiento simultáneo! Era una práctica muy poco usual, menos entre dos seres con las mismas capacidades mentales. Un desdoblamiento normal daba buenos resultados solo si había una perfecta comunión entre los dos seres, un conocimiento recíproco muy profundo y una confianza total. En este caso el receptor aceptaba

voluntariamente al visitante, manteniéndose pasivo, prestándole su cuerpo. Se necesitaba una gran capacidad mental y mucha disciplina para vencer la tentación instintiva de reaccionar y expulsar a aquel ser extraño con su bagaje de recuerdos y conocimientos. Por su parte el cuerpo físico del visitante, al ser abandonado, se quedaba sin poder cumplir la vital función de respirar. La “visita”, por lo tanto, duraba sólo unos pocos minutos. Cuántos, dependía de su capacidad de aguante. Era como nadar bajo el agua sin equipo respiratorio; el tiempo de permanencia dependía de la resistencia pulmonar del nadador. Un desdoblamiento simultáneo era mucho más complicado. Al practicarlo, el visitante no abandonaba de un todo su cuerpo; se dividía entre su misión de huésped y dueño. Era arriesgado y muy difícil. Para llegar a desenvolverse adecuadamente se necesitaban años de entrenamiento y, poco antes de ejecutarlo, preparación mental previa y una buenas reservas de energías acumuladas... de ahí la extraña actitud de Yojama en el transcurso del día. Ellos nunca lo habían intentado. Yordan se preguntó emocionado si lo lograrían, y por qué motivo ella había escogido justo aquel momento. Luego se relajó por completo, haciendo a un lado sus pensamientos, facilitándole el camino. Lo invadió por completo y le entregó sus pensamientos, abriendo el archivo secreto de su alma donde guardaba recuerdos y sensaciones muy íntimas. A partir de aquel momento dejaron de ser dos seres para fundirse en uno, y Yordan experimentó la increíble sensación de ser mujer. Era Yojama. Primero fueron imágenes esparcidas, rápidas como relámpagos. Yojama niña, luego adolescente, fotografías atesoradas en las que no era necesario

profundizar vista su rapidez. Ella iba hacia un punto específico, y muy pronto los recuerdos menguaron su carrera y tomaron una secuencia regular. La computadora le preguntó si estaba dispuesta a formar pareja y ella dudó unas cuantas horas, reflexionando sobre el paso a dar. Decidió por fin obrar con cautela. Nada implicaba averiguar quién era el pretendiente. De no gustarle su aspecto contestaba simplemente un “no”, y caso cerrado. La imagen de él apareció en la pantalla y Yojama quedó encantada. Todavía estaba a tiempo para retroceder, pero ella no dudó. Dio el paso tácitamente definitivo y pidió más datos. Cuando finalmente tuvo lugar su primer encuentro, en el Jardín Botánico de Miseya, capital de Cartex, los dos conocían la vida del otro al derecho y al revés, desde el día de su nacimiento hasta la fecha. Aquella cita, precipitadamente concertada para los dos, significaba una aceptación definitiva y a pesar de saber todo lo anterior, Yordan había acudido con el corazón latiéndole de amor, miedo e incertidumbre. Posteriormente, siempre se preguntó con humildad qué vería en él su compañera para inspirarle un amor tan grande. Ahora lo sabía. Ahora que era dueño de su mente pudo ver, sentir en carne propia cuán grande era su amor. La esperaba sentado en un asiento de madera, a la sombra de una de las hermosas esculturas de Andrés, y en cuanto la vio se puso de pie. La pantalla no había podido reflejar de un todo aquella aura de bondad, ni su conmovedora timidez. El rostro que él veía en el espejo le parecía triste, corriente y nada interesante. A ella le encantó su lacio cabello rubio, la nariz patricia, su

mentón cuadrado, suavizada la rígida simetría por el profundo hoyuelo, y aquella expresión pensativa en los ojos grises. Lo vio como en realidad era, un pensador, un joven sabio luchando con sus responsabilidades y el grave problema que lo agobiaba. Si al verlo por pantalla su corazón desbordó ternura, ahora se ahogaba de amor. Al acercársele fue sacudida por el mismo terremoto que lo desestabilizó a él, llevándola a lanzarse inmediatamente a sus brazos como si fuera la cosa más natural del mundo, descubriendo deleitada el roce de la mejilla en la suya, el aroma de su piel, el contacto de sus manos acariciándole la espalda. Luego, el temblor en las entrañas provocado por la tibiez de sus cuerpos abrazados, la necesidad de caricias, el deseo creciendo como una marea, la carrera hacia el apartamento de ella. Su primera vez... Yojama vibraba, impulsada por la urgencia, palpitando en su entrega sin falsos tapujos... y finalmente el placer de sentirlo deslizarse, recibiéndolo con un suspiro, vaso de agua acercado a unos labios sedientos. Aquella sensación de plenitud indescriptible... largos instantes de inmovilidad, de espera, como si el universo se paralizara durante unos segundos, preludios del movimiento, del cataclismo cercano. Entonces era esto lo que sentía una mujer... Él conocía muy bien la sensación de esgrimir virilmente su espada, de resbalar en las profundidades oscuras, en el exquisito calor femenino. Ahora experimentaba la otra cara de la moneda y la emoción fue tan grande que durante unos segundos sus instintos primitivos prevalecieron violentamente, haciéndole casi expulsar a Yojama de su mente, arruinándolo todo. Ella hizo un esfuerzo supremo para recuperar el dominio y retirarlo del borde del orgasmo donde lo había imprudentemente empujado. No era todavía el momento. Debía tener más cuidado. Por ahora solo ternura...

Nuevamente sosegado, Yordan pudo revivir todo el amor y el cariño que Yojama sentía por él. Su instinto maternal despertado por situaciones insospechadas por él, llenándole el corazón de ternura... detalles... los momentos más significativos, las miradas más profundas... Nueve años de perfecta armonía revividos, llenándolo de agradecimiento. Y entonces los recuerdos cambiaron, concentrándose en otro aspecto. Ahora ella se estaba desvistiendo, emocionada, ofreciéndose a su mirada. El juego había cambiado, iniciándose su recorrido erótico. Paso a paso, comenzando por aquella inolvidable primera vez, revivieron su vida sexual como pareja, Yordan experimentando en sus sentidos todas las emociones de su amante. Sus encuentros furtivos y rápidos —cuando el tiempo apremiaba por alguna razón— excitantes hasta cortarles el aliento, las largas horas en su cama... aquella memorable vez, entre la nieve del Pico de los Ancestros... los latidos desordenados de su corazón cuando se reunía con él debajo de la ducha, ansiosa... las situaciones increíbles que a ella le encantaba provocar. Si Yojama había decidido hacerlo enloquecer estaba a punto de lograrlo. Docenas de veces lo llevó a la orilla del placer, para retirarlo luego sin misericordia. Yordan casi no lograba seguir en aquel columpio de emociones. Nunca en su vida había vivido una experiencia ni remotamente parecida a esta, un torbellino de recuerdos apasionados que culminó finalmente en Marea Alta y en la total y absoluta felicidad experimentada por los dos en aquellos días. Habían llegado al final de su largo recorrido, y mientras la esencia de Yojama volvía a su cuerpo —sin cortar desde luego el contacto mental— sus pensamientos parecieron atropellarse. Yordan trató de atrapar las flotantes palabras sueltas, distanciadas adrede. Tenían seguramente un significado preciso pero a él se le

escapaba, en el afán de volver a tomar el dominio de sí mismo y vivir plenamente el momento tan esperado. El anhelo de sus corazones estaba a punto de... estaba el deseo. Yojama titubeó unos instantes más, manteniéndolo en vilo; luego rompió las amarras, cortando finalmente el dominio que había mantenido sobre él, y concentró su mente en el placer que estaban a punto de experimentar, proyectando su pensamiento con toda su capacidad. Yordan ahora contaba solamente con su autocontrol y no quiso esperar un sólo segundo más. Se dejó ir, esperando ansioso el desborde de la ola contenida. En aquel preciso momento ella le envió una última imagen. La confusión de sus emociones no le permitió a Yordan, al principio, comprender aquella visión. Miríadas de. —¿qué eran? ¿ Microbios, células?—corrían una alocada carrera hacia arriba por una especie de túnel, contorsionándose desesperadamente en su prisa, agitando sus colitas alargadas, tratando de llegar hasta el objetivo que allí los esperaba, reluciendo solitario y majestuoso. Casi en la recta final, unos cuantos entre la multitud se adelantaron gallardamente asaltando al óvulo. Y uno de ellos lo penetró triunfante. ¡Espermatozoides! ¡Yojama le estaba mostrando una concepción! La imagen fue sustituida velozmente por otra. Él y su esposa caminaban llevando un niño agarrado de las manos. La comprensión explotó en su cerebro mientras el placer invadía su cuerpo. — ¡Yojamaaa...!

El grito se perdió entre los bambúes, subiendo hacia las estrellas, llevando al universo un mensaje de felicidad. En la locura del éxtasis, sin darse siquiera cuenta, tomó a la muchacha entre sus brazos, apretándola hasta quitarle el aliento, sollozando los dos de placer y amor. Junto a la cordura comenzaron a volver los recuerdos, atropellándose por la complejidad de lo vivido. Conmovido, Yordan dio las gracias a Dios por haber recibido el regalo de la presencia de Yojama en su vida. Si alguna vez, en el transcurso de aquellos años, él hubiera llegado a tener alguna duda – cosa que jamás había sucedido – sobre los sentimientos de su mujer, aquella noche tenía la prueba definitiva de su amor incondicional y total. Mostrarle su archivo secreto... entregarle su alma al desnudo, creando al mismo tiempo un estado erótico enloquecedor. Solamente a ella podía ocurrírsele algo semejante. Nunca olvidarían el momento en que su hijo fue concebido. Los confusos pensamientos se le atascaron en aquel punto. De golpe aterrizó a la realidad. Estaban enroscados con piernas y brazos, como queriendo fundirse en un sólo cuerpo. Mientras sus respiraciones retomaban un ritmo de normalidad, él con cuidado, lentamente, se acomodó para poder mirarla a la cara. — El bebé... ¿No fue parte del delirio? —preguntó con voz insegura. Bañada por la luz de las estrellas, Yojama resplandecía, las mejillas húmedas de lágrimas, los ojos dos lagunas donde flotaba la dicha, y una maravillosa sonrisa en los labios. — Es verdad, mi amor.

Nueve largos años aplazando aquel momento. Cuando comenzaron aquellas vacaciones, sabían que por fin había llegado la hora. Los primeros días, sin embargo, dedicados a saciarse de paz, tranquilidad y amor, no habían tocado el tema, y ella aprovechó para tejer su plan. Liberó su brazo derecho, indicándole significativamente la fina pulsera que rodeaba su muñeca. Todos la llevaban. Era una computadora en miniatura y registraba hasta la más pequeña actividad de sus organismos, alertándolos si algo no funcionaba de la forma correcta. —Hace días la programé para que me avisara cuando estuviera ovulando. Y esta madrugada comenzó a latir. Le hundió las manos en el cabello, atrayendo su cabeza hacia sus senos. —Yojama... ¡Oh, amor mío...! Salió de ella, para no seguir gravándola con su peso, acariciando sus pechos con la cara, recorriendo sus costados con los dedos, suavemente, como si fueran de fino cristal. —¡Aquí quedó develado el misterio de la Bella Durmiente y su egoísmo mañanero! —exclamó ella feliz. — Humm... nunca imaginé lo que tramabas – musitó él besándole la fina piel de la base del cuello, donde el hueso se hundía formando una suave concavidad. — Hemos esperado tanto tiempo este momento, Yordan. Quise crear algo especial. — Y lo fue, amor. Nunca olvidaré esta noche. Lo de mostrarme tu archivo... Muy pocos hombres han sido homenajeados de esta forma. Antes de irnos de Marea Alta retribuiré tu regalo.

— Será una experiencia maravillosa. Gracias por decidirlo... aunque he estado leyendo tu archivo día tras día durante nueve años. Eres como un libro abierto, Yordan, incapaz de esconder tus sentimientos. Tus ojos hablan… tus miradas transmiten lo que sientes. El tiempo dejó de tener importancia para ellos, sumergidos en su propia dimensión. Besos y caricias, intercalados entre frases murmuradas. Momentos de silencio, asimilando de un todo la experiencia de aquella noche y sus consecuencias. — ¿Cómo será nuestro bebé? — Tendrá serios ojos grises y una boca encantadora. Y excepcionalmente dotado, como su papá. —No, no. Tendrá tu clara inteligencia y esta ilimitada capacidad de amar, estoy seguro. Una preciosa carita en forma de corazón... Y, desde luego, la misma picardía. Miradas soñadoras y sonrisas. Besos y pensamientos placenteros. ¿Acaso algo tendría el poder de turbar su felicidad? No. Nada lograría empañarla siquiera. Y de repente, a mitad de una frase Yordan se interrumpió, inmovilizándose con un parpadeo de extrañeza. Yojama se apoyó en un codo, mirándolo interrogante, y él le hizo un significativo gesto con la mano. Un mensaje. Alguien pedía permiso para transmitirle un mensaje. Mientras él cerraba los ojos y se abría a la transmisión, la muchacha frunció las cejas, sintiendo cierta preocupación. La privacidad en días de descanso era sagrada. En su caso particular, habían renunciado a las vacaciones desde hace años, mientras no

encontraban una solución al asunto del grawel. De hecho no tenían una fecha prefijada para regresar. Todos habían entendido su necesidad de saturar sus almas de paz y belleza. Nadie los hubiese molestado, a menos que fuera un asunto de prioritaria importancia. Seguramente algo muy grave había pasado. Dominó su ansiedad, y después de momentos largos como una eternidad Yordan abrió los ojos y se sentó frente a ella con las piernas cruzadas. —Era Zilak —su voz sonaba algo insegura, desconcertada—. Tengo que reunirme con él lo más pronto posible. Aquel mensaje sibilino alarmó a Yojama. — ¿No te dijo por qué? Él denegó moviendo la cabeza. —Me espera en su despacho, sea cual sea la hora de mi llegada. Ella definitivamente sintió pánico, aunque siguió manteniendo su expresión serena. El hechizo anterior estaba roto y disuelto. Durante unos segundos se miraron en silencio, especulando en su interior. Ocho días de completa felicidad, pensaba la muchacha, con un Yordan finalmente sereno y despreocupado. Y ahora volver a verle aquella abatida expresión de desamparo le partió el alma. No tenía sentido tratar de consolarlo con frases hechas. Los dos sabían que la llamada de Zilak seguramente fue debida a algo muy grave y personal. Tampoco podía manifestarle su propio miedo. Su amor la necesitaba y debía apoyarlo con su fuerza, como siempre lo había hecho.

Estiró los brazos y lo atrajo, estrechándolo fuerte. Luego se separó de él y le enmarañó el pelo, sonriendo. —Aunque Zilak parece tener muchas prisas nos bañaremos una vez más en la piscina, antes de irnos. Tal vez finalmente logre ganarte en una carrera. Él sonrió —justo lo que Yojama buscaba— recordando persecuciones en el agua y gritos de felicidad, mientras preguntaba: —¿Nos? Zilak no exigió también tu presencia. Puedes quedarte aquí, amor. Lo más pronto posible me pondré en contacto y decidiremos qué hacer. —¿Aquí sin ti, Yordan?—ella denegó con un movimiento de la cabeza—. No me quedaré. Irás a ver a Zilak y luego, si es posible, regresaremos juntos. Lo miró intensamente, añadiendo: — Yordan, amor mío, yo nunca te dejaré sólo. Nunca estaré muy lejos de donde tú estás. Se abrazaron y él no intentó siquiera discutir su decisión. La necesitaba a su lado. Ninguno de los dos imaginaba que muy pronto los separarían miles de años luz de distancia. Sus pasos provocaban una ligera resonancia en los silenciosos pasillos del precioso palacete revestido de mármol rosado y gris, sede del pensamiento cartexiano. Eran apenas las cinco de la mañana, pero Yordan, obedeciendo el mandado de Zilak, se dirigía resueltamente hacia el despacho de este, en el cuarto piso.

Se había despedido de Yojama frente a la entrada del palacio. El vehículo donde ella se alejaba, saludándolo con la mano, los había traído desde Marea Alta, y conforme se elevaba, él sentía apretársele el corazón en un terrible presentimiento. El ascensor abrió sus puertas y Yordan salió para dirigirse hacia el final del pasillo. Inmediatamente sintió el toque de su mentor, alertado de su llegada por su sentido de proximidad. Te estaba esperando, hijo mío. Pasa adelante. Su pensamiento era, como siempre, claro y potente, muy adecuado a su físico alto y enérgico. La majestuosa presencia de Zilak impresionaba, transmitiendo fortaleza. Sorprendía también descubrir cuánta humildad y gentileza se escondían detrás de su aspecto. Aquella mañana sus anchos hombros estaban ligeramente encorvados, como constató Yordan al penetrar en la habitación. Zilak, con su carga de angustia, no había dormido en toda la noche, pero aquella era la única señal que traicionaba su cansancio. Del resto sus ojos eran claros y límpidos como siempre, y en perfecto orden su cabello color de la nieve y la sencilla vestimenta celeste. Se levantó ágilmente y fue sonriendo al encuentro del joven, apoyándole las manos en los hombros en señal de saludo. Yordan correspondió cariñosamente. A pesar de las circunstancias estaba muy contento de volver a ver a su maestro. Lamento profundamente haber interrumpido vuestro descanso. ¿Cómo está Yojama ? Háblame de ella. Nacida en Vanerly, otro planeta de la Diadrea, Yojama había formado parte del grupo de niños secretamente observados por los Maestros debido a su

alto potencial. Durante un tiempo —ignorantes del hecho— Yordan y ella, con iguales méritos, ocuparon el primer lugar para suceder, llegado el momento, al Gran Maestre. Con el paso de los años, las circunstancias inclinaron la balanza a favor de él. Unánimemente fue designado. Yojama sería Mesiré, ayudante y brazo derecho del Gran Maestre, compartiendo con él las responsabilidades del cargo.Cuando Zilak se enteró de que los jóvenes habían formado pareja su alegría no tuvo límites. Estarían unidos en el trabajo y en la vida, estaban predestinados, no cabía duda. ¡Si hasta sus nombres lo indicaban! Yo y Yo… La trama entretejida por Dios, como siempre, era perfecta. Dos años antes el Consejo, secretamente reunido, los había confirmado a los dos en sus respectivos cargos futuros, y solamente entonces la joven pareja fue informada. La sorpresa de ambos fue pronto sustituida por la alegría, y Zilak en la ceremonia de investidura previa, no logró ocultar unas lágrimas de felicidad. Si, Yojama también ocupaba un lugar especial en el corazón del maestro, y sabedor de esto, Yordan decidió contarle las novedades. Yojama está muy bien, maestro, gracias. Ella... nosotros... concebimos un bebé. La preocupación provocada por la llamada repentina de su maestro fue momentáneamente eclipsada por el recuerdo de su felicidad. Los ojos de Zilak se iluminaron, y siguiendo un impulso muy frecuente en él, estiró los brazos y atrajo al joven en su fuerte pecho, mientras su corazón se apretaba debido a la angustia. Justo en este momento... ¡Pobres muchachos...!

Cuando se separaron, la radiante sonrisa de Yordan se borró, al ver la expresión de dolor y pena en el semblante de su mentor. Y una premonición de desastre hizo presa en él, mientras preguntaba: -Algo muy malo está pasando... ¿verdad? Dímelo rápido, te lo ruego. -Siento mucho darte malas noticias, sobre todo en un momento tan importante para ustedes. No entiendo la crueldad de todo esto… pero, como siempre, debemos aceptar la voluntad de Dios y asumir con valentía las consecuencias de nuestros actos. Había impotencia en la voz de Zilak. Luego suspiró y mirándolo fijamente le dijo: -Nadroy se escapó. Lo siento, hijo mío. El grawel está libre y, lamentablemente, desatado y fuera de cualquier control. De todas las malas noticias aquella era la única que Yordan no pensaba recibir. Daba por acabada la pesadilla de tantos años. Se levantó lentamente, pálido como la muerte, tambaleando, sintiendo desplomarse el mundo a su alrededor. Su recién conquistada paz, la concepción de su hijo, Yojama... su Yo, escondiendo la preocupación, transmitiéndole su fuerza y apoyo... ¿Cómo podría ella volver a soportarlo? No... Dios no podía hacerles esto. No otra vez, no ahora. El Gran Maestre se levantó y lo abrazó, lleno de profunda compasión. Luego lo atrajo otra vez al asiento y bombardeó su mente con pensamientos de ternura y calma, amor y paz. Poco a poco el joven, dominado por aquel gran poder mental, se fue sosegando.

Después de un rato de resignado silencio pidió los detalles y el maestro comenzó el relato. Especularon brevemente sobre el posible significado de aquella imprevista tempestad en el espacio libre de Desolación. -Resulta increíble, y nada dejaba suponerlo, Yordan. En fin... se le dio a la astronave un mínimo de autonomía, y luchó pero, como ya te dije, no sirvió de nada. Después del impacto se interrumpió el contacto y poco sabemos de lo que sucedió en el interior. Ciertamente Nadroy quedó liberado. La nave varió su ruta, trazando un arco hacia la derecha. Evidentemente llegó hasta el cerebro de la computadora y lo confundió, poniendo obstáculos imaginarios en su camino para poder dominarlo. ¿Hacia donde se dirige? Acaba de entrar en la Vía Láctea. Va directamente hacia la Tierra. Yordan cerró un instante los ojos, horrorizado. Si se desatan sus instintos... los terrestres... ¡nunca podrán defenderse de él! Es verdad. Lo siento con toda mi alma, Yordan, pero nada se pudo hacer para impedirlo. Cuando en la base se dieron cuenta de sus intenciones ya las naves auxiliadoras habían salido desde hacía rato. Pero ya sabes que estas no están equipadas para un bloqueo. Se enviaron inmediatamente unos vehículos-madre para interceptarlo, pero él les llevaba ya mucha ventaja. El encuentro se hubiese efectuado en la atmósfera terrestre. Y estando tan cerca de la meta, nada en absoluto hubiera detenido al grawel.” Tengo que ir yo. Fue, por parte de Yordan, la aceptación de un hecho irrevocable.

Y esta vez, Zilak, no podemos pensar en una captura. Sean cuales sean las consecuencias debo intentar destruirlo. Después de esto su contacto mental se interrumpió durante unos minutos, los dos ensimismados en sus pensamientos; el anciano asustado por las últimas palabras de Yordan y sin un sólo argumento para rebatirlas, y el joven especulando sobre la estrategia a seguir. -Esta vez no puedo pedir la ayuda de Andrés, sería demasiado egoísmo por mi parte. Y sin embargo nada podré solo. Reflexionó el joven al rato. -Yordan, no subestimes el cariño de tus amigos. (Lo regaño suavemente el maestro) Dado que Andrés tuvo una parte tan activa en la captura del grawel fue informado del suceso enseguida. Sacó las lógicas conclusiones y se ofreció espontáneamente para acompañarte. Está en la habitación de al lado, esperando. Y la nave que los llevará a la Tierra también está lista. Se adelantaron los preparativos, hijo mío, porque yo no dudé un solo momento pensando cuál sería tu decisión. Y no me defraudaste.

CAPÍTULO II Natalia rompió su concentración con un suspiro de impaciencia. Definitivamente no estaba en su mejor día. Se incorporó en el sillón donde estaba recostada, quitándose ella misma los dos electrodos fijados en su frente. El doctor Gregory Berekov, sentado a su lado con una libreta y un lápiz en las manos, movió hacia la izquierda su sillón giratorio, dejándole más espacio, para que ella pudiera bajar las piernas.

—Lo siento, Gregory. Estoy distraída. De nada sirve seguir perdiendo el tiempo. —¿No recibes el mensaje? Ella, con un gesto nervioso, recogió en la nuca el lacio cabello rubio, mientras contestaba: —Sí, pero muy confuso, tanto así que no me atrevo a consignarlo. Seguramente distorsioné su significado. Lo intenté cuatro veces Gregory, pero no logro descifrarlo. —Lo siento —repitió luego de unos instantes de silencio— No logro concentrarme, tengo la mente en otra parte. —Mejor no insistir, entonces. Aviso que interrumpimos el ejercicio, luego hablaremos un rato. Así diciendo, el médico hizo rodar el sillón hacia el escritorio y alcanzó el teléfono. Si afirmaba que no estaba en condiciones de establecer el contacto era mejor dejarlo para más adelante. No podía presionarla, desde luego. Natalia era la alumna del Instituto más dispuesta, siempre ansiosa de colaborar. Así había sido desde que la doctora Velinsky la trajera, tres años antes. Él habló unos segundos, luego colgó la bocina y se quedó observándola. Las manos abandonadas en el regazo, la mirada fija al suelo... Ahora que habían interrumpido la práctica ella ya no se esforzaba para esconder su perturbación. De estar enferma lo hubiese dicho enseguida. Además su cuerpo casi encogido y su mirada huidiza hablaban solos, el médico conocía aquellas señales. Seguramente los recuerdos de su pasado la estaban lastimando otra vez. Era comprensible, considerando como fue maltratada, mental y físicamente. A veces el psiquiatra se preguntaba cómo la psique de la muchacha había resistido más de veinte años sin

derrumbarse. Tal vez la doctora Velinsky llegó justo a tiempo antes de que esto pasara. Valentina Velinsky, entonces directora del Instituto Investigativo de Fenómenos Paranormales —-dependencia de la prestigiosa Academia de Ciencias Rusa— estaba, ella misma, dotada de notables poderes transmisores. Científica concienzuda, no dejaba nada al azar. Un día llegó a sus oídos la extraña historia relatada por uno de los jardineros. La hermana de éste se había casado con un habitante de un pequeño pueblo situado cerca de Pestovo. Al llegar con el marido a su nueva residencia, oyó hablar de una muchacha del pueblo capaz de leer las mentes ajenas. Decían que desde niña todos habían aprendido a rehuirla, puesto que con ella cerca no había secreto bien guardado. Al principio no lo creyó posible, pero con el pasar de los meses descubrió que Natalia —así se llamaba la muchacha— era todo un personaje en el pueblo... y no muy positivo que digamos. ¡Hasta había quien se persignaba al hablar de ella! Decían que era hija del diablo y todas las desgracias del pueblo se la atribuían a ella. Su propia familia terminó rechazándola sin misericordia. Un día la vio personalmente. La pobrecilla venía caminando con el esposo, un hombretón que la tenía ¡y con razón! recluida en la pequeña finca que poseía. Era una criatura flaca y pálida, que caminaba cabizbaja y sin mirar a nadie a la cara. Le inspiró mucha lástima, pero, a pesar de ello, la hermana del jardinero siguió el ejemplo de los demás: se alejó a toda prisa, por si acaso. No era cosa de buscarse alguna maldición gratuita. Quitando el lado supersticioso, la doctora Velinsky archivó la información en su mente y regresando de un viaje a Leningrado se desvió hacia Pestovo, acompañada por Boris Soronkin, miembro del equipo de seguridad del Instituto. Regresó trayendo con ella a Natalia, y la entregó a los cuidados de Gregory Berekov. Estaba desnutrida, con el cuerpo lleno de moretones y una

mirada de animalito acorralado que tardó meses en desaparecer de sus ojos. El psiquiatra quedó profundamente impresionado por la potencia de sus poderes receptores y transmisores. Y también por el miedo de ella por poseerlos. —¡Ustedes no se preocupen por ello!— Se había apresurado a aclarar la muchacha con expresión ansiosa—. Antes, cuando era niña, inconscientemente escuchaba los pensamientos ajenos, y me divertía repetirlos, viendo como todos se asustaban. Era un juego... ¡solamente un juego! No sabía que no debía hacerlo. Luego comprendí que no era correcto y aprendí a controlarme, abriendo y cerrando “las puertas” de mi mente a voluntad. Traté de explicárselo,pero no me creyeron... Todos me rehuían y estaba tan sola... Les juro... ¡jamás entraré en sus mentes sin permiso! ¡Deben creerme! Al psiquiatra y a la doctora Velinsky le costó meses de trabajo lograr que aceptara sus poderes como algo extraordinario y no todo lo contrario como ella creía. Natalia, agradecida por el vuelco increíble que había dado su vida, colaboraba con toda su alma, sometiéndose dócilmente a las clases, los ejercicios, exámenes médicos y cualquier otro requerimiento de los científicos del Instituto. Por lo tanto, aquella mañana, el psiquiatra ni pensó en presionarla; por el contrario, decidió tratar de descubrir de dónde provenía aquella inusual apatía en Natalia. Después de hablar por teléfono regresó a su lado. Ella estrujaba distraídamente el borde de su blusa con los dedos. Había recuperado varios kilos de peso desde su llegada al Instituto; aun así su constitución, naturalmente delgada, prevalecía, sugiriendo un aspecto de fragilidad casi enfermiza. Los rasgos afilados de su cara le daban un aire de dureza y severidad que desaparecían en cuanto sonreía, cosa que no

hacía con frecuencia. Natalia no era una belleza. Su piel, sin embargo, era suave y aterciopelada, las largas pestañas se curvaban hacia arriba, y al sonreír mostraba unos hermosos dientes, blancos y parejos. Algunas mujeres tenían menos que ella, reflexionó el médico, y lograban parecer casi hermosas, con ropas y maquillaje adecuados. Pero Natalia nunca había tenido oportunidad de dedicarse a sí misma, y el sencillo uniforme —blusa y pantalón caqui de tela más bien basta— proporcionado por el Instituto, no la ayudaba para nada. Suspirando, Gregory hizo a un lado sus pensamientos y le sonrió a la muchacha. — Estas nerviosa, Natalia. Lo noté desde tu llegada, hace rato... ¿Quieres hablar? Tenemos un poco de tiempo, ya que interrumpimos la práctica de comunicación. Gregory era algo bajo de estatura y regordete. Su mirada, detrás de los gruesos lentes, era benévola, y su voz, pausada. A Natalia le recordaba un oso cariñoso, e instintivamente confiaba en él. Pareció desinflarse bajo la mirada del terapeuta. Lo miró de reojo, luego aflojó los hombros y asintió lentamente. —Esta noche soñé con Antón. El psiquiatra no se sorprendió. Antón, el exmarido de ella, era quien más la había brutalizado en menos tiempo. Después de aquella frase Natalia se quedó callada. En pocos segundos desfilaron por su mente años de vida, como en un calidoscopio.

Natalia acostumbraba pensar en su pasado dividiéndolo en dos etapas: “antes” y “después”.

El “antes” comprendía los primeros veintidós desdichados años de su existencia, conformados —desde que tenía memoria— por recuerdos dolorosos, rechazo hacia su persona, aislamiento y lágrimas. Luego, milagrosamente, entró en su vida la doctora Valentina, el Instituto le abrió sus puertas y comenzó el “después”, en el cual era considerada un fenómeno, sí, pero un fenómeno admirado por poseer un don tan raro y especial. Paradójicamente, aquellas dos situaciones opuestas fueron provocadas por un mismo hecho: sus poderes telepáticos. Vivir con sus padres y sus siete hermanos a cierto punto se le hizo intolerable. Ya no soportaba las furtivas miradas de rencor y miedo, ni su silencio, y el aislamiento en que trataban de mantenerla. Pero, ¿qué culpa tenía, si para ella las mentes ajenas eran como un libro abierto? Aun cuando no lo buscara, los pensamientos de los demás le llegaban, fuertes y claros como si estuvieran hablando a viva voz. El truco consistía en cerrar su mente y rechazarlos, pero esto ella lo descubrió con el tiempo, cuando ya se había ganado fama de bruja. El error había sido descubrirles su secreto. ¿Descubrirles? ¡Si ella nunca lo había escondido¡ Aquello, para ella, siempre había sido tan natural como comer o respirar, y en su inocencia de niña creía que a todos le pasaba lo mismo. Con el tiempo, dolorosamente, fue comprendiendo la verdad: ella era un fenómeno maligno, por esto le tenían miedo y la rechazaban. La vivaracha niña rubia, paulatinamente, se transformó en una muchacha solitaria y amargada. La única persona que no le paraba a sus “poderes diabólicos“ era su abuela paterna, una vieja cascarrabias y amante de la vodka. Vivía en una cabaña en las afueras del pueblo, feliz en su aislamiento.

Natalia se fue a vivir con ella y durante cuatro años lidió con su mal genio. Se ocupaba del huerto, preparaba la comida y mantenía la cabaña impecablemente limpia. Al menos una vez por semana se veía en la necesidad de ir al pueblo para comprar víveres. Iba con la cabeza agachada, apresurándose, tratando de eludir las burlas. En las tardes, Mamuska sucumbía al sopor alcohólico, y entonces sobrevenía un insoportable silencio. ¡Hasta sus incoherentes monólogos de beoda eran preferibles a tan honda soledad! En los largos días invernales Natalia lloraba mares de lágrimas, mientras la nieve se acumulaba detrás de los cristales empañados. ¿Para qué vivía? Se preguntaba ¿Hasta cuándo lograría soportar su existencia miserable? Entonces Antón le pidió que se casara con él. Era el único ser humano que, encontrándose de paso, se paraba a charlar un rato con la abuela, compartiendo un vaso de licor. Como descubrió luego la muchacha, los dos congeniaban porque se parecían mucho. Antón tenía —y con razón— fama de bruto, violento y borracho. Como pretendiente, había sido rechazado sistemáticamente. Tenía ya treinta y seis años y necesitaba una mujer —¡cualquier mujer!— para ayudarlo con los trabajos del campo, limpiarle la casa y calentarle la cama. Comenzó a fijarse en Natalia. A él lo tenían sin cuidado las habladurías, además era lo suficientemente hombre para ponerla en cintura. La había observado mientras despegaba de nieve los alrededores de la cabaña. A pesar de su delgadez, manejaba la pala con la fuerza de un hombre. En su época, en el huerto, las legumbres florecían bajo sus cuidados, y la cabaña de la vieja resplandecía desde que la muchacha vivía allí. Natalia se sorprendió mucho por su propuesta, y también se asustó. Antón no era guapo, tampoco era feo. Pero la fama que tenía... Bueno, no podía hacerle nada que ya no le hubieran hecho otros... Su padre y sus

hermanos también bebían, ¿que hombre no lo hacía? Tal vez la mala fama de Antón era exagerada... Además era la única oportunidad que se le ofrecería —ella lo sabía con certeza— para cambiar su mísera vida. Lo aceptó, y nunca terminó de arrepentirse. Dos años después, cuando el carro que traía a Valentina Velinsky se paró en el porche de la casa de Antón, de Natalia quedaba la sombra de la muchacha que había sido. Los recibió un hombretón hosco y de mirada porcina. Resultó ser el esposo de Natalia Kosov y se negó de plano a escucharles. Boris, con cuatro palabras susurradas y poniendo a la vista, como al descuido, su arma, supo convencerlo con rapidez. Y finalmente conocieron a la supuesta telépata. La doctora dudó, impresionada, preguntándose si aquel ser patético, esquelético, de mirada extraviada y con la cara y los brazos cubiertos de moretones tendría de verdad alguna facultad paranormal. Pero las señas eran correctas, y nada costaba preguntar. Al fin, la doctora se atrevió a hablar sobre el motivo de su llegada hasta allí. A Natalia la inesperada visita la había llenado de miedo y aprensión. Aunque Antón no necesitaba motivos para maltratarla, las visitas lo ponían particularmente de mal humor. ¡Y ahora aquella mujer tocaba el tema prohibido, hablando de telepatía y lectura de pensamientos! Comenzó a temblar y su mirada cobró vida, reflejando un genuino terror. —No… ¡no!—se apresuró a negar horrorizada— ¡Yo no leo mentes! Mi esposo puede confirmarlo… ¡Jamás haría semejante cosa! Hay un error, ¡un gravísimo error! ¡Yo no poseo ningún poder diabólico!

Atropellando las palabras, repitió una y otra vez sus negativas. Les rogó jadeante que se fueran y la dejaran en paz, y terminó su perorata sollozando desconsoladamente. Aquella negativa tan vehemente y desproporcionada, y las miradas de pánico lanzadas hacia el marido hablaron por sí mismos. La doctora había pensado hacerle una prueba, pero comprendió que ni la muchacha accedería nunca, ni el esposo lo permitiría. Pero había otro camino. Ella lograba enviar mensajes a un receptor con bastante facilidad, y si la muchacha de verdad tenía las facultades que decían no podía dejar de recibirlo. Se concentró y trató de establecer contacto mental con la otra mujer. No temas. No quiero hacerte ningún daño. Al contrario; vine para ayudarte. Necesitas ayuda, puedo verlo. Confía en mí. No eres la única persona capaz de comunicarse telepáticamente, yo también puedo hacerlo. Contéstame.Tu sufrimiento terminó, te lo aseguro... Amorosamente, siguió enviándole palabras de aliento y simpatía. Debido al miedo, Natalia se había descuidado y sus “puertas mentales” estaban abiertas de par en par. Quedó petrificada por la sorpresa y sus sollozos se cortaron en seco. Estoy soñando. Esto no puede ser verdad… La fuerza de la respuesta de Natalia dejó a la doctora muda de sorpresa. Ella era emisora, no receptora. Por primera vez lograba captar un mensaje mental, y su alborozo no tuvo límites. Es la pura verdad. Recibo tu voz fuerte y clara. ¡Querida Natalia¡ Tu calvario se acabó... No era un sueño. Había por lo menos otro ser como ella.

Allí estaba. Durante unos segundos interminables las dos mujeres se quedaron cara a cara, sorprendida y sonriente una, boquiabierta y desorbitada la otra, mientras Antón, desconfiado, se preguntaba por qué las dos estúpidas se mirarían de aquella manera y Boris Soronkin, sin preguntarse nada, se mantenía alerta. La emocionada doctora seguía alentándola con pensamientos de simpatía y cariño. Para Natalia, que no recordaba haber recibido jamás una caricia, aquellas oleadas de amor fueron demasiado. Algo cedió en su mente. Sus autodefensas se derrumbaron y lanzó hacia la anciana doctora un torrente de atropellados pensamientos, donde se mezclaban su incredulidad al conocer otro ser con su mismo poder, el dolor pasado y los ruegos de sacarla de aquel infierno donde estaba metida. Luego todo se desarrolló como en un sueño. Después de conferenciar un rato con la doctora, Boris se llevó a parte a Antón, le mostró sus credenciales y le habló en voz baja, sin dejar de mirarlo a los ojos. Natalia nunca supo que le dijo, pero su marido, con mirada temerosa y pálido como un muerto, la dejó libre para que se fuera, si así lo deseaba. El muelle asiento del carro el viaje y allí comenzó el “después”. En los meses siguientes, sin embargo, el fantasma del marido no dejaba de perseguirla. Se despertaba en plena noche sudada y jadeando. En sus pesadillas, volvía a sentir el impacto de sus puños, veía sus ojillos entornados y escuchaba su voz pastosa. De día se descubría mirando la puerta de entrada, temerosa de verlo aparecer de un momento a otro, aun sabiendo que Antón desconocía su paradero.

Después de cuatro meses la doctora Valentina encontró la solución. —¿Te quieres divorciar de él, Natalia? —De hacerlo, él ya no tendría derechos sobre mí, ¿verdad? —Ninguno. Firmó un papel que le presentaron y un par de semanas después tenía en sus manos el documento legal del divorcio, debidamente firmado por su marido. Estaba libre. Tal como la doctora Valentina esperaba, este hecho le dio una nueva seguridad en sí misma, y Gregory, su terapeuta, comenzó a notar una evidente y progresiva mejoría en sus condiciones psicológicas. De vez en cuando había justificables recaídas. Sueños, hechos que volvían a su mente… Entonces Natalia quedaba sumida en la depresión. Como aquella mañana, por ejemplo. El psiquiatra suspiró. —Antón forma parte de tu vida pasada, Natalia. Nunca podrás borrarlo de tu mente. Pero él no puede volver a lastimarte, ya lo sabes. Acepta su recuerdo como algo que pasó y quedó atrás. Si no logras esto jamás dejará de perseguirte. Ella dudó un momento antes de preguntar en voz baja: —¿Llegaré a perdonar, algún día? —Esto depende de ti, Natalia. Mira, nadie tiene derecho a maltratar a un ser humano, y menos en la forma en que lo hicieron contigo. Varias veces hemos hablado de esto, y también analizamos las circunstancias. Naciste en un poblado de campesinos, nadie estaba preparado para comprender el

alcance de tu don, ni siquiera tus familiares. No los justifico, pero, ¿has intentado ponerte en su lugar? ¿Cómo hubieses actuado? La muchacha pensó unos instantes, mientras recogía las piernas en el sillón y las abrazaba, en un gesto muy habitual en ella. Finalmente, la sombra de una sonrisa apareció en sus labios. —Recuerdo cuando era pequeña... — hablaba con voz evocativa—. Era muy interesante conocer los pensamientos de mis padres y hermanos. Me divertía mucho. Luego ellos descubrieron un truco, y yo encontraba en sus mentes únicamente canciones de cuna y frases repetitivas, propia de juegos infantiles. Me imagino que... harían malabarismos mentales para no descuidarse. No debe de haber sido fácil, para ellos lo reconozco. Aunque ella no prosiguió, el médico asintió sintiendo cierta satisfacción. Natalia finalmente estaba entrando en la etapa de la aceptación. No sería un trabajo fácil ni breve, pero con paciencia lograría hacerle superar aquel trauma, y algún día ella estaría lista para brillar, y él la presentaría como su creación. Gregory Berekov sería el hombre que la había transformado. Siguieron juntos un rato más. Ella hablaba poco, estaba reflexiva y Gregory respetó su estado de ánimo. Las cosas evolucionarían por sí mismas, sólo necesitaba paciencia. Finalmente llegó la hora del almuerzo y él despidió a la muchacha. —Podemos proseguir los ejercicios en la tarde, si te sientes mejor —le dijo mientras la acompañaba hasta la puerta— ¿Tienes alguna clase, hoy? —No – la muchacha, por primera vez aquel día, sonrió de oreja a oreja. —¿Lo olvidas? —añadió — por el momento ya no tengo clases. —¡Tienes razón! Lo había olvidado.

A Natalia le habían descubierto otra habilidad poco común: una increíble capacidad para memorizar al instante todo conocimiento nuevo. A su tiempo, a duras penas había cursado la escuela primaria. En los tres años de permanencia en el Instituto, había estudiado bajo la guía de un profesor, absorbiendo como una esponja todas las enseñanzas de éste y cumpliendo con suma facilidad las tareas que le dejaba. Al cumplirse un año de su llegada al Instituto, presentó, como alumna externa, los exámenes de enseñanza intermedia, —cuyo curso normal duraba cinco años— superándolos con extrema facilidad. Contenta consigo misma, y alentada por todos, prosiguió su aprendizaje de nivel medio, normalmente de cuatro años de duración. Pocos días antes había vuelto a presentar exámenes, en la escuela local, y había regresado triunfante. Ahora poseía un título de técnico, y por el momento había terminado con sus estudios. —De todas formas, Gregory, me gustaría descansar esta tarde. Tengo ganas de dar un paseo por el parque... poner en orden mis pensamientos. —¡Entonces, hágalo! — La alentó el médico sonriendo— Come y luego distráete un rato. Nos vemos mañana. —Ah... recuerda que no puedes alejarte mucho —añadió cuando ella ya se iba —Los militares no te dejarán. Ella lo miró frunciendo las cejas. —Gregory —dijo— hay una cantidad de ellos adentro del Instituto, formando piquetes, y por los alrededores. ¿No te parece extraña esta historia de los terroristas? Él se encogió de hombros, dudoso. —Aparentemente hay un grupo de disidentes que amenazan con atentados dinamitarios —contestó pensativo— por esto los militares están en alerta máxima, en todo el país.

—Sí, esto mismo me dijo Boris. De todas formas... No sé, creo que es mucho despliegue. Parece como si estuviéramos en guerra, con metralletas y todo lo demás. —Sí, parece un poco exagerado, en efecto. Pero ellos cumplen con su deber. Y ya sabes cómo les gusta presumir a los militares —añadió con una sonrisa— No sé de esto más de lo que sabes tú, pero no te preocupes mucho. Ella se encogió ligeramente de hombros, dudosa. —En fin, de nada sirve especular — murmuró — me voy al comedor.

Allí se encontró con Olga — otra alumna del Instituto que poseía poderes cinéticos— y se sentó con ella en la misma mesa. Era una mujer de unos cuarenta años, bajita y rechoncha, de aspecto maternal.Como siempre, comenzó a charlar sin pausa, saltando con naturalidad de un tema a otro. —Pues, sí, ayer me retrasé y perdí el transporte para bajar al pueblo. Pero no hubo problemas. Los soldados me llevaron cuando llegó el camión para el cambio de guardia. A pesar del fastidio de encontrarlos por todos lados, son maravillosos. Siempre llevan a un retrasado. Es más, ¿sabes qué? Acercó su cabeza a la de la otra muchacha y bajó la voz en tono conspirador. Por lo general Natalia disfrutaba con la charla atropellada de su amiga, pero aquel día le costaba seguirla. Estaba distraída, con ganas de quedarse sola y en silencio. Pero se mostró interesada, para no herir los sentimientos de la otra mujer.

—Varias de las empleadas jóvenes del Instituto remolonean al propósito, para que el autobús las deje y puedan irse en el camión de soldados. ¡Tendremos más de un romance! —Olga lanzó una risita y picoteó la comida, sin cesar su parloteo— En fin, tú no tienes este problema de transporte. Vives aquí. Es comprensibles que no quieran perderte de vista un solo momento. Tú tienes unos poderes muy especiales. Sin embargo, debes de aburrirte como una ostra, encerrada todo el tiempo. ¿No? Bien, yo me moriría. Pero, claro, a mi edad es difícil cambiar costumbres, aun en aras de la ciencia. ¿Sabes, Naty? Siempre me pregunto qué utilidad práctica tienen nuestros poderes. Al fin y al cabo, cuando regreso a mi casa, la cinética no me sirve de nada a la hora de prepararle la comida a mi esposo. Ah, y hablando de él... Natalia la estaba escuchando a medias, reflexionando. Al principio, ella también se preguntaba por qué su extraña capacidad despertó tanto revuelo entre los científicos del Instituto. Ahora ya sabía que, para la ciencia, un poder telepático —sobre todo tan fuerte como ella lo tenía— era algo muy raro y difícil de comprender. Había que explorarlo y estudiarlo. Hasta ahí entendía el interés del gobierno —el Instituto estaba bajo su subvención— en educarla y prepararla. Pero, comida, ropa y alojamiento, ¿por qué gozaba ella también de estos beneficios? Cuando le formuló la pregunta, la doctora Valentina le había contestado vagamente: —Hablé sobre tu caso tan particular... —le dijo— Necesitas ayuda psicológica y... No tienes trabajo, ni residencia. Tú no te preocupes por nada de esto, Natalia. Piensa en estudiar, en prepararte. Ella agradecía profundamente la seguridad allí encontrada. Sin embargo, a veces se preguntaba para qué cosas la estarían preparando. — Naty ¿me escuchas?

Olga la estaba mirando con las cejas levantadas y esgrimiendo el tenedor. —Si, claro. Discúlpame... — Está bien. Te preguntaba si habías vuelto a oír algo sobre la nube asesina. —¿Sobre qué? Ah... No, no he vuelto a oír ninguna noticia. —Me estoy muriendo de curiosidad. ¿No te parece extraño que nos hayan dejado en suspenso? Después de aquel vídeo espeluznante, transmitido durante todo un día, no han vuelto a decir palabra sobre el asunto. ¡Nadie dejó de verlo! Y ahora estamos sin saber siquiera qué pasó. —¿Tanto te interesaba, Olga? De sólo recordar aquellas imágenes, a mí se me revuelve el estómago. Y con una mueca significativa, Natalia alejó su plato. —Bueno... no me resultaba agradable, pero sí intrigante. Una nubecita blanca, dijeron, aparecida en el norte del país, y que, conforme bajaba hacia el sur, dejaba un reguero de animales descuartizados. Tú misma viste el vídeo, sentada aquí conmigo. ¿No te acuerdas de cómo la neblina envolvió la oveja y luego la soltó hecha una papilla? ¡Horrible! ¡Ponía los pelos de punta! Esto fue hace... cinco días, sí. Y desde entonces ni una palabra más. No me parece justo. —Gregory afirmó que no debían permitir latransmisión de programas tan estúpidamente amarillistas —contestó Natalia— y tenía razón. De hecho, después de un día lo suspendieron. No le contó a la amiga cómo se había sorprendido el psiquiatra, al descubrir cuán profunda impresión le había causado a ella aquel vídeo.

—Verdadero o inventado capturó la atención de todos. —Olga no capitulaba-¿Y si fuera cierto, Naty? ¿Qué tal, si hubiese de verdad un monstruo en forma de nube suelto por ahí? ¿Cómo nos defenderíamos? El dramatismo de las preguntas era desmentido por su aspecto tranquilo, mientras recogía con el tenedor el último trocito de carne de su plato y se lo llevaba a la boca con fruición. La muchacha sonrió, meneando la cabeza. —Admito que las imágenes eran muy realistas —contestó— Pero tu hipótesis es fantástica. ¿De donde saldría semejante monstruo? —¡Lo crearon en un laboratorio! —Olga sonreía de oreja a oreja, triunfante por haber encontrado la respuesta perfecta. Miró su reloj. —Humm... cinco minutos más, si no quiero llegar tarde a los ejercicios. — Volvió a dirigir su atención a Natalia— Te quedaste sin respuestas, ¿verdad? De seguro fue un científico loco. Una fórmula mal dosificada. O un experimento atómico fallido. Les salió el tiro por la culata. Sus especulaciones truculentas fueron interrumpidas por la llegada de Boris Soronkin. Era un hombre cuarentón, no muy alto y enjuto, lo que le daba un falso aspecto inofensivo. En la práctica, Boris nunca bajaba la guardia, y bastaba mirar sus fríos ojos azul pálido para darse cuenta. Era un hombre peligroso. De hecho, en tiempos de la guerra fría, había sido uno de los espías más eficientes en el exterior. Finalmente, había matado a un hombre por venganza personal, y ni Georgy Sokarov, su jefe directo, había podido esconder de un todo el hecho. Luchando por él, y poniendo de manifiesto sus trabajos pasados, le había ahorrado un despido vergonzoso, y conseguido aquel puesto de jefe de seguridad del Instituto, una tontería en

comparación a los cargos desempeñados con anterioridad. Georgy esperaba confiado que el asunto pasara al olvido para rescatar a unos de sus mejores hombres. Mientras, Boris gozaba completa libertad en su cargo, y todos se plegaban a su callada autoridad. Como hombre de acción, Boris le tenía una repugnancia natural a la cobardía, y había tenido que hacer un esfuerzo para no saltar al cuello de Antón, al ver enqué condiciones mantenía a la pobre muchacha cuando fueron a buscarla. Le cobró un especial cariño a Natalia, y aun siendo parco con sus sonrisas, siempre tenía una para ella. —Estoy buscando al teniente Alekseyev —anunció después de saludarlas y cambiar un par de frases triviales. —Debería de estar aquí... – añadió el hombre mirando a su alrededor. —Acaba de salir. Hacia ahí... —Olga le indicó con la mano una puerta situada a lo lejos, a espaldas de Natalia. —Bien. Entonces ahí voy. Se alejó, agitando una mano en señal de saludo, seguido por la mirada de Olga. Ésta, volviendo a su tono conspirador, le dijo a la otra muchacha: —Le pregunté sobre la presencia de tantos militares por los alrededores, y me confirmó la historia esta de los supuestos terroristas. Pero, para mí, él sabe más de lo que dice ¿no te parece? —A mí me dio la misma respuesta —contestó Natalia distraídamente, ya cansada de tantas inútiles especulaciones. Y añadió:

—No hay motivos de preocupación, Olga. Boris no nos mentiría. —Esto es un Instituto Científico, Naty. ¿Que interés tendrían en volarlo por los aires? — Insistió la otra poniéndose finalmente de pie. —Los terroristas son todos locos—contestó la muchacha, por no dejar a su amiga sin respuesta—. Quién sabe qué pasa por sus cabezas... La cara de Olga se iluminó, al preguntar: —¿Y si intentaras descubrirlo, Natalia? Tal vez lo logras, con tus poderes telepáticos. Si resulta, por fin descubriríamos cómo darle un empleo práctico a esas extrañas facultades. Se alejó de prisa, riéndose de su propio chiste. La muchacha no se molestó por las palabras de la otra mujer. Allí siempre bromeaban uno con el otro sobre sus poderes. Era una forma de aliviar la carga de saberse, en cierta forma, diferentes a los demás. Por fin estaba libre para su proyectado paseo. Antes de salir, Natalia subió a su cuarto a buscar una chaqueta. Estaban en pleno verano, pero la suave brisa que soplaba en el parque siempre la hacía estremecer. Ella gozaba al contacto de la suave lana color lila sobre su piel. Era la única prenda elegante que poseía. Se la había regalado la doctora Valentina poco antes de morir, un año antes, de un infarto fulminante. Mientras se alejaba del edificio, dirigiéndose a su rincón favorito en el parque, recordaba las veces que había hecho el mismo recorrido en compañía de su protectora. Nunca dejaría de añorar su presencia. Gregory Berekovhabía sucedido a la doctora como director del Instituto. Desde que Natalia llegara allí, había sido su terapeuta, y siempre la había tratado con cariño y suavidad. Pero nunca podría ocupar el lugar de su antecesora en el corazón de la muchacha.

Un movimiento, hacia la derecha del sendero, llamó su atención. Descubrió a cuatro soldados, a unos veinte metros de distancia, cerca de la fuente de las Ninfas, vigilando. Prosiguió su perezoso paseo con un encogimiento de hombros, y pronto se olvidó de ellos, llevada por sus pensamientos. La charla de Olga había disipado, en parte, su depresión. Pero en el fondo persistía la tristeza. Las heridas tardarían en cicatrizar, así mismo tardaría el perdón... Lentamente, había llegado a su meta, un asiento de cemento construido debajo de un sauce llorón. En aquella época estival, las ramas colgantes tupidas de hojas lo cubrían en parte, formando una especie de refugio en donde Natalia se introducía. Se acurrucó, recogiendo las piernas, y durante los primeros minutos disfrutó de la paz y el silencio. Aquel lugar siempre la calmaba y aclaraba sus pensamientos, por el momento perturbadores. Sugestionada por la sugerencia de Gregory, comenzó a reflexionar sobre los sentimientos de su familia. No le resultó fácil hacerlo imparcialmente, pero lo intentó. Su padre y hermanos eran, como la gran mayoría de los habitantes del pueblo, campesinos. A parte su hermano mayor —que se había ido de la casa para entrar en la Marina— estos últimos no habían podido proseguir estudios, viéndose en la necesidad de trabajar en el campo, para ayudar en el sustento de la familia. Hasta su madre, en la época de la cosecha, tenía que colaborar con ellos. Su madre... Tenía clara su imagen, con la basta ropa, el eterno pañuelo recogiéndole el pelo y su expresión sufrida. Una mujer vieja antes de tiempo, dividida entre los trabajos de la tierra y el cuidado de la casa y de

sus ocho hijos. ¿Cómo se sentiría, cuando la penúltima de estos —única hembra entre siete varones— comenzó a repetirle, al pie de la letra, todo lo que pasaba por su cabeza? Y sus hermanos, ya hombres unos, adolescentes otros, con sus mentes llenas de sueños, rencores y deseos, y con aquella mocosa explorándolas, mientras los miraba con malicia... Natalia, como le sucediera repetidas veces desde el comienzo de la terapia, comenzó a sentir una gran incomodidad. Y por primera vez decidió enfrentarla, sin rehuir los hechos de su pasado. No, no debía de haber sido fácil para ellos, sobre todo por su madre. La pobre... ¿cómo estaría? Le gustaría volver a verla... Se enderezó de golpe, sorprendida por su propio pensamiento, y le permitió al resentimiento volver a ofuscarla. ¿Se había vuelto loca? ¡Ni arrastrada regresaría a su casa, aunque fuera de visita! Suspiró impaciente, sin darse cuenta de que sus sentimientos ocultos afloraban, y surgían, siempre más seguido... Pero, por el momento, no le permitió a su mente ir más lejos. Todavía no estaba lista. Se concentró en cosas más agradables. Al comenzar a vivir el “después”, ella había comprendido que sus poderes telepáticos estaban indisolublemente ligados a su vida futura. Orientada por Gregory y la doctora Valentina, decidió estudiar, luego, parapsicología. Su preparación previa, por lo tanto, estuvo basada en esto, y al momento, era acreedora de un título que la calificaba como asistente en Ciencias del Cerebro. Ahora se abrían varios caminos frente a ella. Cediendo a su insistencia, Gregory le había prometido que muy pronto la dejaría trabajar allí mismo, en el Instituto, siempre y cuando esto no

interfiriera con sus ejercicios para perfeccionar su poder telepático y sus estudios. Respecto a este último tema, le había informado que podía seguir cursos a distancia, o podía irse a Moscú, a estudiar en la Academia de Ciencias. Allí seguiría gozando de los mismos beneficios actuales (ropa, alojamiento, etc.). Debía pensarlo y decidirse. En el asiento debajo del sauce no penetraba el sol, y ella comenzó a tener algo de frío. Se deslizó al suelo, fuera de las ramas colgantes del árbol. Se tendió sobre la hierba tibia, y enseguida se sintió mejor, bañada por los cálidos rayos de la tarde. Con las manos debajo de la nuca siguió reflexionando. La idea de viajar e ingresar en la prestigiosa universidad la llenaba de jubilosa incredulidad. ¿De verdad todo aquello le estaba sucediendo a ella? Sí, era verdad. En los tres años transcurridos, habían cambiado muchas cosas en su vida. Pero, aunque ya no fuera aquella muchacha asustadiza de antaño, en el fondo no se sentía, todavía, preparada para dejar el Instituto. Este era para ella un refugio seguro, y pensar en irse de ahí le daba miedo. Tal vez más adelante, cuando estuviera más segura de sí misma... Sí, esta era la mejor decisión. Seguiría estudiando a distancia y, desde luego, empezaría a trabajar. En este punto se mantendría firme. Trabajaría sin descuidar ninguna de sus otras tareas, Gregory podía estar seguro de ello. Y al evocar al psiquiatra sonrió, descubriendo cuánta razón tenía él, al repetirle que solo viviendo el presente y pensando en su futuro lograría aceptar el pasado. Mientras estaba planificando, su tristeza se había esfumado. Ahora se sentía otra vez tranquila, llena de confianza, y finalmente, con la mente libre de pensamientos amargos, tomó conciencia de la belleza derramada a su alrededor. Descubrió una sinfonía de colores. El verde de la grama y las hojas de los árboles, el amarillo, rojo y blanco de las flores y el azul del cielo, salpicado

de pequeñas, impalpables nubes. La naturaleza se manifestaba en todo su esplendor, sin escatimar esfuerzos, sabedora de que el verano ruso era muy breve. Natalia se estiró perezosamente, sintiendo en su piel el calorcillo del sol. Comenzó a invadirla una agradable modorra, y cerró los ojos adormilándose, disfrutando aquella sensación de paz, vacía su mente de todo pensamiento y barrera. Entonces la voz explotó en su cabeza, con la fuerza de una bala de cañón. NATALIA, POR FAVOR ESCUCHA ¡NO CIERRES, ES MUY IMPORTANTE ¡ NECESITO DESESPERADAMENTE TU AYUDA. Ella lanzó un grito ahogado y sé incorporó, apretándose las sienes, mirando desorientada a su alrededor. ESCÚCHAME, ¡EN EL NOMBRE DE DIOS!... LA NUBE ASESINA... TENGO QUE DESTRUIRLA Y NO PUEDO HACERLO SOLO. NECESITO TU AYUDA. POR FAVOR ¡NO DEJES DE ESCUCHARME! ¡POR FAVOR...! Encajó los hombros, tratando de eludir aquella voz, creadora de insoportables ecos en su mente. Aturdida por el dolor, no se daba cuenta de que seguía con sus “puertas” abiertas al contacto. Y esto le dio tiempo al desconocido emisor de seguir enviándole su mensaje, en el mismo tono tan increíblemente alto que amenaza con enloquecerla: ... VENGO PERSIGUIÉNDOLO DESDE OTRA GALAXIA PARA NEUTRALIZARLO, PERO NADA PUEDO HACER SIN TU AYUDA. ¡LOS MATARÁ A TODOS USTEDES! ¡AYÚDAME! ERES MI ÚLTIMA ESPERANZA. NO CIERRES. ¡NO! ¡NO CIER... La muchacha había cortado el contacto.

El dolor de cabeza era insoportable. Comenzó a temblar, aterrorizada, sin comprender lo sucedido. Jadeando, intentó ponerse de pies, huir de allí, pero las rodillas no la sostuvieron y volvió a caer. Por fin logró levantarse y comenzó a caminar, tambaleándose. Cada paso creaba un eco en su mente, las náuseas le cerraban la garganta, pero siguió adelante, desesperada por conseguir ayuda. En un relámpago de coherencia, se acordó de los soldados. La fuente de la Ninfas... Confusamente se dirigió hacia allí, y cuando ya estaba a punto de sucumbir, escuchó un grito de advertencia. Ya la ayudarían... Se dejó caer al suelo, apretándose fuertemente la cabeza, en un intento de parar aquel martirio.

Cuando Gregory Berekov llegó a toda prisa a la enfermería, un médico ya le había suministrado un calmante a la muchacha. Ella estaba tumbada en una de las camas, con los ojos cerrados, pero no dormía. Sus manos estrujaban el borde de la sábana, y su respiración era acelerada y sibilante. — Natalia... — él le acarició la frente— . ¿Cómo te sientes? —Mi cabeza... no soporto el dolor... —El calmante ya hace efecto. Vas a mejorar. Ella lo miró ansiosamente, agarrándole una mano. —¡Fue horrible, Gregory!... Horrible —tartamudeó— Su transmisión... era tan fuerte... creí que enloquecería... —Cálmate. Luego hablaremos de esto.

— ¡No! Tengo miedo... – le apretó febrilmente la mano, levantándose a medias—. Es un extraterrestre... ¡La niebla asesina es un monstruo! Quiere que lo... ayude a destruirlo... Entonces era verdad. Se lo habían dicho cuando fueron a buscarlo, corriendo. Natalia había llegado a la enfermería delirando sobre monstruos y nubes asesinas. Él escondió su preocupación. Liberó su mano y, con firmeza, tomó los brazos de la muchacha, obligándola a tenderse. —Natalia, si quieres mejorar es necesario que te tranquilices. Si no te relajas, el calmante tardará en hacer efecto. —¡No quiero relajarme! —Se resistió ella— si lo hago... mis defensas bajarán, y él puede volver a contactarme... Tengo miedo... No lo soportaría, otra vez. Lo miraba suplicante, temblándole patéticamente el mentón. Se apretó la cabeza con las palmas de las manos quejándose: —Mi cabeza va a estallar... —Debes de calmarte. No mejorarás, si sigues agitándote así. — Tengo miedo, Gregory... ¿No lo entiendes? Estaba adormilada cuando él... me contactó. Si no estoy alerta puede... volver a hacerlo. No lo permitiré... La muchacha siguió tartamudeando su negativa, sin rendirse. Él insistió en sus intentos de tranquilizarla, sin éxito. Por último, viéndola tan alterada, decidió suministrarle un sedante.

Aun en contra de su voluntad, Natalia cedió a los efectos del fármaco. Lentamente se encogió, casi en posición fetal, y cayó en un sueño intranquilo. El psiquiatra se quedó un rato observándola, viendo como movía los ojos detrás de los párpados cerrados. Sus hombros se sacudían ligeramente, y sus manos seguían en un movimiento espasmódico. De vez en cuando lanzaba un débil quejido. Él, encorvado en silla, con el mentón apoyado en el puño cerrado, trataba de entender, sin dejar de mirarla, qué pudo haberle causado a la muchacha aquella increíble fantasía. Porque no era admisible creer que un extraterrestre se hubiese puesto en contacto con ella. Además, se trataba de una fantasía con un viso de realidad. La niebla —o nube— asesina, había sido tema de un estúpido programa de televisión, transmitido y cortado en seco pocos días antes. Natalia lo había comentado con él, manifestándole su impresión. Por lo visto, estaba más impresionada de lo que había dado a entender... De suceder recién llegada ahí, él hubiese podido justificar su alucinación auditiva, ya que sus condiciones psicológicas eran deplorables. Pero, en los tres años transcurridos, ella había respondido satisfactoriamente al tratamiento, sus frecuentes pesadillas iniciales casi habían desaparecido, así mismo el miedo. Parecía adquirir, aunque lenta, una constante confianza en sí misma, y lo demostraba con el entusiasmo que ponía en sus estudios y aprendizaje. Había experimentado un cambio radical, mejorando día tras día... o al menos, esto creía él. Aquel colapso mental parecía inexplicable. Un discreto golpe lo sacó de sus reflexiones.

Acto seguido, la puerta se abrió y Boris Soronkin estiró cautamente la cabeza. —¿Molesto? — preguntó en voz baja. —No, pasa. Está dormida. El hombre entró y se quedó mirándola, desde los pies de la cama. —¿Que le sucedió? —preguntó— me contaron una historia disparatada, de un contacto extraterrestre... De seguro, todos en el Instituto estarían al tanto del asunto, pensó el médico haciendo una mueca. Asintió, contestando: —Sí, me habló de algo por el estilo. Pero desconozco los detalles, Boris. Estaba muy alterada, y decidí sedarla. No sabremos más hasta mañana, cuando despierte. A propósito... — miró su reloj, añadiendo: —La enfermera está a punto de irse, y quiero hablar con ella. Voy a pedirle que se quede esta noche, acompañando a Natalia. —¿Te quedarás tú también? — Preguntó el jefe de seguridad. El médico dudó unos segundos antes de contestar: —No lo creo necesario. Repito, no despertará hasta mañana. —Está bien. De todas formas, yo estoy aquí. Estaré pendiente. — Hazlo. Y si llegara a pasar algo, cualquier cosa, llámame. En diez minutos puedo llegar aquí, lo sabes. Boris, que no había dejado de mirar a Natalia, comentó pensativo: —Duerme, pero no descansa. Mira cómo se sigue moviendo... — Ya lo noté – suspiró el médico —esta muy, muy perturbada...

La mañana siguiente, Gregory Berekov llegó temprano al Instituto, y se fue directo a saber de Natalia. Antes de verla, escuchó el reporte de la enfermera. Según ella, la muchacha no llegó a despertarse en ningún momento, pero había pasado la noche muy inquieta. —A ratos se quejaba, doctor —explicó la mujer— movía mucho la cabeza de un lado a otro. Y los brazos también, a pesar de tenerlos laxos por el sueño. Era como si quisiera rechazar algo invisible... Gregory la encontró pálida y ojerosa, con aspecto inquieto. Tenía los ojos hundidos, de mirada febril. Evidentemente se había levantado temprano, ya estaba bañada y vestida, con el pelo todavía húmedo de la ducha. —¿Cómo te sientes, Natalia? — Bien... sólo un poco cansada. ¿Hablamos aquí o vamos a tu consultorio? — preguntó ansiosamente. Su aspecto nervioso y desmejorado lo preocupó. —¿Ya desayunaste? —No, no tengo hambre. Quiero hablar contigo enseguida de lo que pasó ayer. —¡Nada de esto! Irás a comer, mientras yo organizo unos papeles en mi escritorio. Pasaron tres cuartos de hora, antes de encontrarse ella hundida en un sillón, en el consultorio del médico. — ¿Es posible que exista alguien con semejantes poderes transmisores, Gregory? — Preguntó enseguida— ¡Tengo todavía la cabeza dolorida! ¿Por qué me contactó precisamente a mí?

—Con calma, Natalia — la interrumpió el médico. Miró disimuladamente la grabadora, confirmando su funcionamiento— Quiero que me cuentes todo con orden. —Está bien. Ayer salí a pasear por el parque... — comenzó ella con impaciencia—. Fui al asiento del sauce, y me quedé un rato pensando y reflexionando. Ya hablaremos de esto después, Gregory. Ahora quiero llegar a la transmisión de este hombre... Él asintió, sin interrumpirla. —Me quedé adormilada —prosiguió la muchacha gesticulando con excitación— y al bajar mis defensas, él entró en contacto. No te cierres, me dijo, necesito tu ayuda para eliminar la niebla asesina... Fue como recibir un pistoletazo en la cabeza, Gregory, tan fuerte era el tono con que transmitía—. Se pasó una mano por la frente, suspirando. —Tan aturdida quedé —prosiguió— que no entendía de dónde venía aquella voz. Por eso no cerré a tiempo mis "puertas". Y él tuvo chance de proseguir. Me dijo que venía persiguiendo al monstruo desde otro planeta... no — se corrigió— dijo otra galaxia. Vengo persiguiéndolo desde otra galaxia, así dijo. Y si no lo ayudo no va a poder eliminarlo. A estas alturas yo creía que me iba a estallar la cabeza, entonces comprendí que la voz no venía de afuera. Era una transmisión telepática. Cerré el contacto y traté de alejarme de allí. Ella se calló y se quedó mirándolo. Gregory sabía que la muchacha esperaba algún comentario. Pero ¿qué podía decirle? Además quedaba un detalle para aclarar. — ¿Podrías indicarme a que volumen fue la transmisión?— le preguntó. —Utiliza el radio— añadió, indicándole con la mano el aparato situado en uno de los estantes de la librería.

Ella se levantó, acercándose al equipo. Accionó el encendido y buscó por el dial, hasta escuchar una profunda voz masculina declamando. Fue elevando el volumen, hasta que la voz atronó en la pequeña habitación. Entonces se volteó hacia el asombrado médico, y gritó por encima del desorden: —¡Así era el volumen, Gregory! Asintió repetidas veces, y finalmente, satisfecha, apagó el aparato. En el repentino silencio, tomó conciencia de lo absurdo que parecía todo aquello. Miró perpleja al médico. — Esto... parece descabellado, ¿verdad? — preguntó mientras volvía a sentarse. Él abrió los brazos. — Tú lo has dicho, Natalia.— contestó con suavidad— Parece todo un poco... fantasioso. — Pero es cierto —afirmó ella con decisión—, este hombre, sea quien fuera, me habló, aunque admito que su tono parece increíble, y eso del mensaje sobre el monstruo extraterrestre todavía más... La expresión tranquila del psiquiatra no dejaba translucir la preocupación que sentía. No sabía qué pensar. ¿Cómo creer en las afirmaciones de Natalia? Su cuento, de principio a fin, no tenía sentido. —Oye, Gregory— ella lo estaba mirando con los ojos entornados—,¿no será una broma de alguno de los emisores con los que trabajo? —Conoces las normas estrictas que hay al respecto, Natalia. Nadie puede utilizar sus poderes mentales para hacer bromas anónimas.

— Pero bueno, —añadió el médico jugueteando con un lápiz, mientras escogía con cuidado sus palabras —supongamos por un momento que tu suposición fuera cierta. ¿Y el tono de la transmisión, Natalia? ¿Sabes de algún emisor capaz de transmitir con tanta fuerza, como para dejarte enferma? —Aquí en la Tierra no, Gregory ¡Pero él afirmó venir de otra galaxia! Ella se levantó de golpe y comenzó a pasear de un lado a otro, gesticulando enfáticamente con las manos. —¿Qué sabemos de los seres de otros mundos? —preguntó— Siempre hemos supuesto que son mucho más inteligentes y avanzados que nosotros ¡Y es verdad! ¡Yo tengo la prueba de su capacidad mental! A Gregory Berekov lo que más le impresionaba era la absoluta convicción manifestada por la muchacha. La duda de que pudo haber sido una alucinación auditiva, no la rozaba siquiera. Para ella, de verdad un extraterrestre se había puesto en contacto para pedirle ayuda ¡Para matar un monstruo protagonista de un programa televisivo! ¿Qué estaría sucediéndole a su cerebro? Tal vez su gran poder telepático se estuviera manifestando como un arma de doble filo... — Hubiese sido maravilloso confirmar la existencia de seres extraterrestres, Naty... —le dijo con cautela— si el mensaje no fuera tan... extraño. Tan difícil de aceptar. Natalia, otra vez enroscada en el sillón, lo miró a los ojos durante unos segundos. En su excitación, no le había hecho caso a la actitud del médico. A su reserva, a su poco velada incredulidad. De hecho— ahora lo comprendía— desde el comienzo de su relato, Gregory, con mucho tacto, le había llevado la contraria.

— Tú no me crees ¿verdad, Gregory? ¿Piensas que estoy mintiendo?— preguntó con incredulidad. — No, Natalia— él movió l la cabeza, escogiendo con cuidado sus palabras: — Al contrario: creo que estas totalmente convencida de la veracidad de tus palabras. —¡Esto es todavía peor!— exclamó ella después de breve reflexión.— ¡Estás pensando que tuve una alucinación y creo en ella como hecho sucedido!— añadió acalorándose. ¡Yo de verdad escuché esta voz! ¿Cómo debo decírtelo? — Natalia ¡cálmate! — Ordenó el médico con su voz más firme—. Tú no eres ninguna neófita. Tienes un título en Ciencias Mentales. Por favor, como científica, invierte los papeles y ponte en mi lugar. ¿Cómo hubieses reaccionado? La muchacha no contestó. Ella hablaba con tanta convicción, pensó, porque había vivido el hecho en carne propia. Había tenido aquel contacto, estaba segura. Pero, de estar en el lugar de Gregory ¿cómo hubiese reaccionado...? —Además, —prosiguió Gregory— no estoy emitiendo ningún diagnóstico. No quiero hacerlo, sin antes someterte a una serie de exámenes. —¿Piensas que tengo algún problema orgánico? Natalia habló con calma. De pronto parecía haberse desinflado. — No pienso nada, todavía. Pero no está de más descartar cualquier posibilidad. Y ahora, Natalia, quisiera que ampliaras los sucesos de la tarde de ayer. Necesito saberlo todo, paso a paso.

—Cuando nos separamos— comenzó ella con voz medio apagada— fui al comedor y almorcé con Olga. Luego salí a dar un paseo, como ya te había dicho. —¿Cuál era tu estado de ánimo? Me gustaría que me hablara de tus sentimientos del momento, conforme relatas. —Bueno... estaba algo deprimida. Olga siempre me divierte, tiene una forma de expresarse muy cómica, ya sabes. Pero ayer... no veía la hora de librarme de ella. Estaba distraída, con ganas de pensar en mis cosas... Me dirigí hacia aquel árbol donde acostumbro sentarme. Me encanta este lugar, en verano... Él sonrió, asintiendo. —Como tú me habías dicho, me puse a reflexionar sobre los posibles sentimientos de mis familiares, cuando yo vivía con ellos. Le di vueltas al asunto, y... no sé... —titubeó, agachando la cabeza. —No debe de haber sido fácil, para ellos... —prosiguió dudosa, como a regañadientes. —Terminé admitiéndolo. ¡Pero tampoco puedo justificarlos! El médico no abrió la boca. Más adelante retomarían este tema. Por ahora quería hacerse una idea general sobre el estado de Natalia, la tarde anterior, antes de escuchar la supuesta voz. —De pronto se me ocurrió algo, y quedé sorprendida yo misma. Sentí... por un momento... deseos de volver a ver a mi madre. Se quedó callada, como avergonzada de sus palabras. —Eso es muy interesante, Natalia —la alentó Gregory sorprendido—. Continúa, por favor.

—Yo no lo encontré interesante – se rebeló ella— de hecho rechacé el pensamiento. ¡No puedo llegar al punto de... de... —¿Perdonar? — Preguntó él suavemente. Natalia lo miró y desvió con rapidez la mirada, sin contestar. —Te estás negando a escuchar tu subconsciente, Natalia —la advirtió el médico sonriendo. Y pensó que, de no ser por aquella alarmante novedad de la voz extraterrestre, Natalia estaba a un paso de superar los traumas de su pasado. — Tarde o temprano tendrás que aceptarlo— añadió. — Ahora no quiero seguir hablando de ello... — contestó la muchacha de mala gana. Se veía abatida y algo deprimida. —Muy bien... prosigue con tu relato. Natalia le contó entonces sus planes por el futuro, la decisión de permanecer en el Instituto y seguir estudiando a distancia. Gregory se sintió muy contento al escuchar esto. Había sido su terapeuta desde su llegada al Instituto, en aquellas lamentables condiciones. En poco tiempo descubrió todo su potencial, oculto bajo capas de miedo, ignorancia y represión. La doctora Valentina informó a la Academia, en Moscú, sobre su hallazgo, y durante unos días temieron que los científicos de allí reclamaran a la muchacha. Pero no, analizando su situación psicológica y el apego que le tenía a la doctora, viéndola como su salvadora, decidieron sabiamente, no romper su precario equilibrio emocional con un cambio tan drástico. Natalia, diamante en bruto, se quedó allí, y Gregory, poco a poco fue sacándole brillo, informando paso a paso sobre los progresos realizados. Persistía, sin embargo, la preocupación de que, tarde o temprano, la

muchacha decidiera a irse, o solicitaran su presencia en la Academia, y en este caso otro tomaría a cargo su educación y tratamiento, para, al final, llevarse los méritos. Gregory soñaba con presentarla él mismo en todo su esplendor, con demostrarles las capacidades de aquella mente brillante, capacidades que él mismo había ayudado a desarrollar. Y quería llevarse los honores. Por esto la decisión de Natalia de seguir allí lo alegró tanto, distrayéndolo durante unos segundos del problema actual. Natalia había terminado su relato del día anterior, y estaba ensimismada y pensativa. Antes de sacar conclusiones, él quería esperar el resultado del chequeo. Y al pensar en esto, miró el reloj y le dijo a ella: — Te están esperando en el laboratorio para unos análisis. Dentro de poco me reúno contigo en la sala de tomografía. Natalia asintió y se levantó, dirigiéndose lentamente hacia la puerta. Antes de abrir lo miró unos segundos, titubeante. —Gregory —le dijo finalmente—, sé que no te gusta tocar el tema pero... ¿te acuerdas las hipótesis de la doctora Valentina? —¿Las supuestas comunicaciones mentales con seres superiores? — preguntó él con tono ligeramente irónico. Desde hace un buen rato se estaba preguntando cuándo, Natalia, tocaría el tema... —Sí. Aunque sabía que tú no aceptabas esta teoría, ella me habló de esto varias veces. No llegó a profundizar porque no tuvo tiempo. Se murió antes de hacerlo. Me hablaba de seres mucho más adelantados, que se comunicaban mentalmente con nosotros para orientarnos, aconsejarnos.

—¿Con un tono tan alto? — Se burló amablemente él. —¡Gregory, por favor! —Suplicó ella— Es posible que ella tuviera la razón. Si aceptas la existencia de seres extraterrestres, ¿por qué no puedes creer también en esto? — Porque son dos cosas diferentes, Natalia —contestó él con firmeza— Sería absurdo seguir considerándonos como los únicos habitantes del universo, dada su inmensidad. Creo en las apariciones de platillos voladores, y sé que muy pronto tendremos contactos visuales con estos seres. Pero no puedo imaginar una jerarquía de seres orientándonos como si fueran dioses. Con el debido respeto por la memoria de mi ilustre predecesora, yo no mezclaré la ciencia con teorías místico religiosas. Esto lo discutí con ella y contigo. Y no estoy dispuesto a cambiar mis convicciones. — No debes de ser tan pragmático, Gregory. Todo buen científico deja una puerta abierta a cualquier posibilidad. —Natalia, no estoy dispuesto a dejar ninguna puerta abierta a esta posibilidad porque la considero absurda —la cortó tratando de ser suave. No podía alimentar aquella fantástica ilusión—. Simplemente no creo en nada de esto, y no quiero seguir hablando del asunto. Tampoco me gustaría que tú te aferraras a esta idea. No existen seres sobrehumanos que contacten telepáticamente. —Y yo insisto que no imaginé aquella voz.— insistió ella con convicción- Te juro que de verdad la escuché. ¡Te lo juro! Abrió la puerta y salió, cerrándola detrás de ella. El médico se quitó los lentes, suspirando con cansancio. Estaba deseando de todo corazón que el chequeo arrojara algún resultado positivo.

Aparte una breve pausa para almorzar, durante la cual se limitó a revolver la comida con el tenedor, sin probar casi bocado, Natalia pasó el resto del día en manos de los médicos del Instituto. Le hicieron electroencefalogramas, placas y tomografías. Le extrajeron sangre y todos tipos de muestras, la pincharon por todos lados y poco les faltó para que la voltearan al revés como un guante; tal era el afán de Gregory de encontrar algo oculto en su organismo. A cada resultado negativo él parecía ensombrecerse más, aun cuando faltaban varias respuestas. Algunos exámenes no estarían listos antes del día siguiente. Natalia, silenciosa, se aisló del manipuleo a que la sometieron, y pudo analizar con calma los sucesos del día anterior y luego su conversación con el psiquiatra. Las palabras transmitidas por el hombre desconocido todavía resonaban en su mente, una por una. Aquello no fue una alucinación, fue algo real. Pero... ¿Algo real que venía de afuera, o creado por su mente? Recordando las palabras de Gregory, le entraba la duda. ¿Habría escuchado de verdad la voz del extraterrestre, o era un invento de su psique? No, se repetía firmemente, ella no lo había imaginado. Todavía podía sentir su tono suplicante, rogándole que lo ayudara a matar a la Nube Asesina. La Nube Asesina, sin embargo, apareció en un programa televisivo, es decir: era un personaje fantasioso... Allí, Natalia rechazaba el pensamiento, negándose a seguir adelante. Sabía que, de seguir ahondando en él, tal vez, terminaría dándole la razón a Gregory... No, no podía ser. Ella había recibido aquel mensaje. Excéntrico, extraño, pero real.

Y recomenzaba su recorrido en círculo...

Aquella noche se acostó exhausta, y sintiéndose miserable. Gregory, al despedirse para regresar a su casa, le dijo que se quedara durmiendo otra vez en la enfermería. Ella accedió sin hacer preguntas; total, su habitación no difería mucho de los pequeños cuartos añadidos a la enfermería, para casos de emergencia. Eran más de las diez, y no lograba conciliar el sueño. Comprendió que nunca lo lograría si seguía con los puños crispados y el cuerpo en tensión. Estaba hecha un manojo de nervios. Abrió las manos e intentó aflojar sus músculos, relajándose. Un ejercicio mental la ayudaría. Respiró profundamente varias veces, y visualizó la pradera donde siempre se refugiaba mentalmente cuando buscaba paz. Se dejó llevar por la suave brisa que ondulaba la hierba verde y brillante, sintiendo el tibio sol en su piel, alejando de su mente todo lo demás, compenetrándose con la naturaleza. Un riachuelo bajaba desde una colina, formando una pequeña cascada. El ruido del agua al caer fue arrullándola... la brisa la acunaba y ella se fue relajando. Las imágenes se volvieron borrosas, sus defensas bajaron... Entonces volvió a suceder. ¡NATALIA NO CIERRES EL CONTACTO! ES NECESARIO QUE HABLE CONTIGO. ¡ES CUESTIÓN DE VIDA O MUERTE, CRÉEME! ¡TE SUPLICO, ESCÚCHAME HASTA EL FINAL...! Se incorporó lanzando un grito ahogado. Y antes de pensarlo, de reflexionar, envió su mensaje de rechazo:

¡NO QUIERO ESCUCHARTE! ¡NO QUIERO! TU TONO ME TIENE ENFERMA. ¡ME ESTÁS MATANDO! ¡DÉJAME EN PAZ! Su corazón latía descontrolado, igual que su cabeza. Acercó su mano temblorosa al timbre, para pedir ayuda, mas, antes de apretar el botón, lo soltó otra vez. ¡Aquella voz no era imaginación suya! El fuerte dolor de su cabeza lo confirmaba. Pero, ¿le creerían, o terminarían declarándola loca? Empezó a llorar desconsoladamente, preguntándose qué hacer. En aquel momento la puerta se abrió y la enfermera —alertada por su grito anterior— asomó la cabeza, ahorrándole cualquier decisión. Gregory Berekov, restregándose los ojos, escuchó por teléfono el relato del médico de guardia. —¿Y no quiere volver a dormir? — preguntó con incredulidad. —Así es —confirmó su colega—. Afirma que, al cerrar los ojos, seguramente el tipo intentará un nuevo contacto. Por lo tanto quiere permanecer despierta. — Me visto y voy para allá... — suspiró Gregory — No lo creo necesario, doctor. Su dolor de cabeza está cediendo y se ve tranquila. Eso sí, muy determinada a mantener su decisión. En todo caso, cualquier otra cosa llegue a pasar lo llamo enseguida. — Está bien — cedió el psiquiatra—. No le suministre sedantes. De todas formas no podrá mantenerse despierta sólo porque ella así lo quiere. El sueño terminará venciéndola...

Natalia no se dejó vencer por el sueño.

Paseó por la habitación y los corredores, mientras la enfermera y el médico intentaban disuadirla. Vistos inútiles sus esfuerzos, finalmente la dejaron deambular en paz, sin perderla de vista. Fue tres veces a la sala de guardia del personal médico, a buscar café, intentó leer un libro. Luego lo dejó y siguió paseando, luchando contra el cansancio, mientras las mismas preguntas daban vueltas en su mente: ¿Quién era el desconocido emisor? ¿Acaso quería hacerla enloquecer? ¿Habría recibido su mensaje? Y por fin... ¿Habría tal emisor, o de verdad su mente estaba colapsando? Cuando vio despuntar el amanecer, a través de los vidrios de la ventana, suspiró aliviada. La luz del día siempre daba otra perspectiva a cualquier situación.

Boris Soronkin se presentó en el consultorio del psiquiatra con expresión preocupada, pidiendo respuestas. — Todas las pruebas de ayer resultaron negativas —le informó el médico, lúgubremente. — Pareces decepcionado, Gregory. — Para serte sincero, hubiese preferido tener algo concreto entre manos. Luego de un breve silencio Boris preguntó: —¿Ya informaste a Moscú sobre las novedades? —No. Quiero esperar unos días, a ver si cambia la situación. — Es una lástima... una muchacha tan brillante. ¿Cuál es tu opinión Gregory? ¿Puede seguir empeorando?

El médico abrió las manos, con impotencia. — De todas formas —contestó—, aparte su alucinación, puedo decirte que está muy bien. Hay un notable avance en sus condiciones psicológicas. —Humm... Me enteré de su decisión de no dormir, anoche. No parece una actitud muy cuerda. ¿Piensa luchar con el sueño por el resto de su vida? —Eso mismo le pregunté yo en cuanto llegué. Mírala... Así diciendo Gregory se acercó a la ventana y separó la ligera cortina. Abajo, arrebujada en su chaqueta lila, Natalia caminaba por el jardín, tratando, sin lograrlo, de mantener un paso vivo. Mientras los dos hombres la observaban en silencio, llegó, casi arrastrando los pies, al final del perímetro de la construcción, y regresó, siguiendo su vaivén debajo de las ventanas que allí se asomaban. —¡Tiene un aspecto espantoso! —constató Boris. En efecto, la muchacha se notaba extremadamente pálida y con las mejillas hundidas. Su lacio pelo pendía sobre sus hombros apagado y sin brillo, igual a los ojos, cansados por falta de sueño. —Está muy cansada, por supuesto— Gregory meneó la cabeza—. Insiste en decir que el extraterrestre volvió a contactarla, anoche; por esto no quiere dormirse. Soltó la cortina y volvió a su escritorio, mientras Boris, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, paseaba lentamente por la habitación. — Pero tú, Gregory, ¿No tienes ni la más remota idea de lo que le está sucediendo? —Preguntó el jefe de seguridad— ¡No podemos tomar en consideración la hipótesis del extraterrestre hablando con ella!

—¡Claro que no! Y mucho menos en este tono... Así diciendo, el médico manipuló la grabadora y por último oprimió una tecla. Una voz de hombre atronó por la habitación. A los pocos segundos, la de Natalia, tratando de sobreponérsele: —¡Este era el volumen, Gregory! Después de esto, el médico apagó el aparato. Boris silbó por lo bajo. —¿Afirma que el tipo le habla así de fuerte? —preguntó con incredulidad. El psiquiatra asintió. — Para serte sincero, Boris, estoy preocupado. No es fácil aventurar una hipótesis, mucho menos con una mente tan privilegiada como la de Natalia. ¡Si ni siquiera sabemos cómo funciona esta mente, de dónde le vienen sus extraordinarios poderes!— exclamó el médico, con pasión. Luego continuó: —No puedo emitir un diagnóstico sin estar completamente seguro de ello. Sé, de cierto, que sufre una alucinación auditiva. ¿Qué puede estarla provocando? Desde un simple agotamiento mental, hasta un cortocircuito irreparable. No lo sé, y tal vez nunca lo sabré. Esto es todo lo que puedo decirte. Boris se puso de pie suspirando, con los labios apretados. — Si tienes algo nuevo que decirme, por favor, llámame. Ahora, me voy a mis quehaceres. Gregory asintió en silencio, sin cuestionar el profundo interés del jefe de seguridad por la salud de una de las pupilas del Instituto.

Si él era el enlace con los científicos de la Academia de Ciencias de Moscú, Boris lo era con las autoridades. Esto estuvo claro desde que llegó allí, con carta blanca para preguntar y entrometerse donde lo creía oportuno. Estaban bajo otro régimen, y los médicos, si bien a regañadientes, se resignaron una vez más a tener a un desconocido, totalmente ajeno a los temas que allí se estudiaban, metiendo su nariz en todo, estorbando su trabajo y cuestionando sus decisiones. En la práctica no fue así. Sus métodos eran otros. No se entrometió con el trabajo de los científicos, como no fuera por cuestiones relacionadas con seguridad. Observaba, vigilaba y preguntaba poco, pero siempre lo sabía todo. No descuidaba un sólo detalle, ni nadie se escapaba a su escrutinio, y más de una vez se sorprendieron al saberlo conocedor de temas, los cuales, supuestamente, no debían de haber trascendido las puertas de los laboratorios o de las salas de práctica. Sin embargo, debido a su extremada discreción, todos terminaron aceptándolo sin condiciones, acostumbrándose a su presencia. Gregory sabía que Natalia despertaba un gran interés, no solo en los científicos, sino también en las autoridades de la capital, y siendo Boris su representante, sus preguntas sobre ella no lo sorprendían. Después de irse el jefe de seguridad, él mandó llamar a Natalia. A parte del aspecto cansado por su empecinamiento en quedarse despierta, se veía abatida y cejijunta. Él le comunicó el resultado negativo de todos los exámenes que le practicaron; luego hablaron de lo sucedido la noche anterior. —Sé que mi decisión de no dormir fue infantil, Gregory, pero no encontré otra solución. Cuando me contacta es como si estuvieran bombardeando mi cabeza con balas de cañón. No lo soporto.

—¿Y qué piensas hacer esta noche? —¡No lo sé! —ella empezó a llorar suavemente. — Si no aceptes que es una fantasía nunca te librarás de ella... A este punto, su conversación comenzó a girar en círculo. —Te lo juro, Gregory, él volvió a contactarme. Las mismas palabras, el mismo mensaje, pidiendo ayuda. —Naty, es una alucinación. Debes tratar de aceptarlo. —¡Una voz tan real no puede ser una alucinación! ¿Por qué no me crees, Gregory? Dos veces este hombre se ha puesto en contacto conmigo, pidiéndome ayuda. ¡No estoy mintiendo! ¡No lo estoy inventando! —Nunca he dicho que estás mintiendo, haz memoria. Tú estás convencida de tu verdad. — Entonces, ¿me estoy volviendo loca? —ella habló con desesperación, meciendo su cuerpo en el asiento. —Otro pensamiento infantil, indigno de una científica. Estás perfectamente cuerda, y lo sabes. Solamente, por alguna razón, tu cerebro asumió un comportamiento anómalo. Vamos a descubrir qué provocó estas alucinaciones, y vamos a corregirlo. No tengas miedo, Natalia, yo te ayudaré. Pero es imprescindible que aceptes la realidad: nadie, en la Tierra supera tus propios poderes telepáticos. No existe un transmisor tan potente como tú lo describes... Y siguió hablándole largo rato en el mismo tono tranquilizador, alentado por el silencio de la muchacha. Ella en efecto, vistos inútiles sus esfuerzos para convencerlo, se había encerrado en triste mutismo. Escuchaba pasivamente y, por momentos, se

inclinaba a creer los argumentos de él. Luego se rebelaba. Claudicar, significaba admitir que aquella voz había sido una fantasía, y no era así. No. Era una verdad indiscutible, aunque Gregory no quería aceptarlo. Ojalá pudiera demostrárselo, ojalá pudiera hacerle escuchar los ecos de aquella potente voz en su mente. O el dolor insoportable que experimentaba durante la transmisión... ¿También era una fantasía? Él no se dejó engañar. Natalia lo estaba oyendo sin escucharlo. Pero tarde o temprano aceptaría la verdad. Por el momento, era mejor interrumpir la terapia, y ver si se decidía a dormir un rato. La despidió con esta recomendación, y ella se fue sin prometer nada. Pasó la tarde luchando con el cansancio, y dándole vuelta una y otra vez a los mismos pensamientos. Poco después de las seis, irrumpió en el consultorio del psiquiatra jadeando, con una mirada alucinada. —¡Gregory, ayúdame! ¡No soporto más! Se agarró del escritorio, para no derrumbarse. Él, asustado, se levantó a sostenerla, y la llevó hasta el sillón, preguntando: —¿Qué té pasa, dime, que sucede? ¿Te sientes mal? ¿Te duele algo? ¡Habla Natalia! — ¡No me duele nada! —Sollozó ella— ¡Quiero dormir, ya no aguanto el cansancio! Después del susto experimentado, aquello lo indignó.

—¿Y quién te impide dormir? —explotó dominando a duras penas la rabia — ¡Por todos los diablos, Natalia! ¡Té estas portando como un infante malcriado! —¡Tengo miedo, Gregory! ¡No quiero que él me vuelva a torturar en cuanto cierre los ojos! Se veía patética, doblada sobre sí misma, llorando desconsoladamente con la cara hundida en las manos. —¿Y qué puedo hacer yo al respecto? —Preguntó él abriendo los brazos con impotencia—. ¡No puedo exorcizar los fantasmas! La situación se le escapaba de las manos, estaba claro. Si al día siguiente no había cambios, decidió, informaría a Moscú. Tal vez los científicos de allí acertarían el diagnóstico. Y si la reclamaban, pues la enviaría, con todo el dolor de su alma. Mejor perder el mérito, que verla hundirse en la locura... —Oye, Gregory... —ella se enderezó, sorbiendo por la nariz— La otra noche, después del primer contacto... me dormí, y no volví a escucharlo... —Estabas sedada —le recordó el médico, tendiéndole unos pañuelos de papel. — A eso me refiero... Se secó las lágrimas, añadiendo: —Quiero un sedante, para poder dormir en paz. —¡Lo último que necesitas es un sedante! —se sorprendió él— ¡Si no te sostienes de pie! — No quiero correr riesgos — hipó Natalia tercamente—... Bajo los efectos de la droga no volví a escucharlo.

Volvían al círculo vicioso y Gregory prefirió no insistir. Se veía tan alterada... Era mejor ceder y dejarla dormir toda la noche, un buen sueño la restauraría. Sí, le daría una pastilla calmante, y al día siguiente ella vería las cosas bajo su justa óptica. Por lo menos eso esperaba él.

A la mañana siguiente, surgió algo que le hizo entrever una luz en la oscuridad. Fue como si alguien hubiese escuchado sus ruegos. Natalia durmió toda la noche sin despertarse. Pero, según el reporte de la enfermera, volvió a presentarse la inquietud que no la dejaba descansar bien. Dio vueltas y vueltas en la cama, quejándose ligeramente y moviendo mucho la cabeza de un lado a otro. A pesar de esto, se sentía bastante descansada en la mañana, mientras se dirigía hacia la consulta, la cual, evidentemente, había vuelto a ser diaria, como los primeros tiempos de su llegada al Instituto. Iba recelosa. Comprendía que los argumentos de Gregory, poco a poco, estaban mellando su convicción, y esto la llenaba de confusión. ¿Tendría razón él? ¿De verdad imaginaría aquel mensaje desesperado? Una risa, al fondo del corredor la distrajo de sus cavilaciones. Al girar la cabeza vio a Olga que volteaba el recodo final, corriendo, apresurada como siempre. Su amiga no la vio. Abrió una puerta y desapareció de su vista, dejándola petrificada. Porque ahora, de repente, recordaba la conversación sostenida con ella durante el almuerzo, poco antes de... ¿recibir el primer mensaje?

La niebla asesina, Natalia. Aquel monstruo sanguinario que mataba animales. ¿No has vuelto a escuchar nada sobre él?... ¿Coincidencia?... Reanudó suspirando su camino, su mente vuelta un caos. Tendría que contárselo a Gregory, aunque la enfermaba de antemano pensar en las implicaciones… Diez minutos después, Gregory Berekov lanzaba un interior suspiro de alivio. Finalmente surgía una pista, y la misma Natalia, saltaba a la vista, había sacado las lógicas conclusiones. Se había acabado su actitud terca, estaba abatida, cabizbaja en el sillón de siempre, mirándose las manos, inertes sobre su regazo. A él le dolía verla tan deprimida, pero lo importante era que aceptara su problema y colaborara con la terapia. Con paciencia, comenzó a elaborarle su teoría, según la cual, el fantástico monstruo la había impresionado mucho, grabándose en su subconsciente las imágenes televisivas. Aquel día Olga, con su charla, las había reactivado, provocando una reacción anómala en su psique. —Estabas en un estado de ánimo particular ¿recuerdas? Habías soñado con tu pasado... no lograste concentrarte ni en los ejercicios... —Aquel sueño tuvo consecuencias más bien positivas ¿no crees? — protestó ella débilmente. —Sí, te llevó al camino del perdón. Pero tú, al momento, no quisiste aceptarlo. Te negaste a seguir ahondando el tema, rechazándolo. Había, y sigue habiendo, un conflicto muy grande dentro de ti. —¿Y esto me llevó a escuchar voces? —ironizó ella

—Natalia, el hecho sucedió, esto está afuera de discusión. Lo que estamos buscando son los motivos, y al llegar al núcleo, buscaremos la forma de resolver el problema... A fuerza de explicaciones lógicas, logró hacerla dudar. Con el paso de las horas, ella se negó a seguir pensando que de verdad alguien le había transmitido aquellos mensajes. Gregory tenía razón, se repetía, estos temas ella los había estudiado a fondo, no podía seguir negándose a aceptarlo: había sufrido una alucinación auditiva. Pero, si bien trataba de razonar con su mentalidad de científica, a ratos surgía la rebeldía, y la certeza de haber escuchado aquella voz... pensamiento rechazado con prontitud. A pesar de sus buenos propósitos, al llegar la noche ella se puso nerviosa, y pidió un sedante para dormir. Gregory, vistos los buenos resultados obtenidos, se lo suministró. Y si esta era la única forma para verla descansar, decidió que seguiría dándole calmantes las noches siguientes, si era necesario.

El día siguiente fue casi una réplica del anterior. Natalia tuvo su consulta con el psiquiatra, luego, en un intento de reanudar su vida normal, regresó al salón de ejercicios, donde no pudo concentrarse en ningún momento. Gregory, en vista de la situación particular, le aconsejó un alto en sus tareas, hasta sentirse con mejor disposición. Ella, cansada de darle vueltas a los mismos argumentos, intentó leer un rato, paseó y, alrededor de las cuatro de la tarde, aprovechó el equipo de uno de los salones para escuchar música.

Cuando los militares llegaron, instalándose en un barracón prefabricado, en las afuera del pueblo, los habitantes del mismo se extrañaron sobremanera, y especularon sobre su presencia. Recibieron vagas respuestas a sus preguntas, y a los pocos días ya se habían acostumbrado a verlos circular por allí, amistosamente. Los encontraban patrullando el área —agrícola y boscosa— en grupos, montados en jeep cubiertos o en camiones. Sin descuidar su vigilancia, charlaban con los campesinos, gastaban alguna broma y seguían su monótono camino. En el Instituto montaban tres turnos de guardia, cubriendo las veinticuatro horas, y los choferes llevaban con agrado algún trabajador del mismo que perdiera el transporte regular. Aquella tarde —mientras Natalia disfrutaba un poco de paz al compás de la Obertura 1812 de Tchaikowsky— Tery, una ayudante del laboratorio de análisis, se montaba en la cabina del camión militar, para bajar hasta el pueblo. Nicolás, el soldado copiloto, le hizo espacio y comenzó a charlar con ella, atraído por su juventud y simpatía. Una vez más, Tery volvió a preguntar sobre los motivos de su presencia allí, y terminó recibiendo las mismas respuestas evasivas. —¿Y cómo está la muchacha que se desmayó el otro día? —Preguntó Nicolás a cierto punto—. Yo estaba de guardia en el parque, cuando ella llegó tambaleándose hasta nosotros. Parecía muy enferma... —Ah... estás hablando de Natalia.

Nicolás no dejaba de mirarla. Halagada, Tery explicó con pelos y señas todo lo que había escuchado sobre el malestar de Natalia, gozando de la atención de la cual era objeto. —…E insiste en decir que era un extraterrestre. Según ella, necesita su ayuda para eliminar la niebla asesina. ¿No vieron este programa, hace unos días? —Yo lo vi —intervino el chofer, impresionado— ¡Pero es un monstruo de fantasía! ¿Se estará volviendo loca? — Ella tiene poderes paranormales —siguió explicando Tery, sintiéndose importante— Es capaz de comunicarse mentalmente con otras personas instaladas a kilómetros y kilómetros de distancia. —¡Increíble! —Nicolás la miraba con la boca abierta. — Sí, y peligroso también, por lo visto. Ahora su mente le está gastando una buena broma...

Aquella noche, Natalia volvió a deslizarse en el sueño sin problemas. No hubo nuevos contactos, ni nadie la molestó. Durmió corrido hasta las seis de la mañana siguiente. A pesar de esto, despertó cansada y con la cabeza pesada. “Culpa del sedante — pensó— Gregory tiene razón: estoy abusando." Se dirigió hacia la ducha, preparándose con desgana para enfrentar el nuevo día, pensando que, últimamente, los días le estaban resultando muy amargos...

A las siete de aquella misma mañana, en el barracón del pueblo, un grupo de soldados se preparaba para ir a relevar a sus compañeros de la guardia en el Instituto. Apoyado en la puerta del camión —estacionado a un costado de la construcción— el soldado Nicolás se vanagloriaba con un compañero de lo fácil que le estaba resultando conquistar a Tery, sin percatarse de que estaban justo debajo de la ventana del improvisado despacho del comandante. Éste, ya enfrascado en la revisión de unos documentos, frunció las cejas, molesto por el lenguaje irrespetuoso utilizado por su subordinado al referirse a la muchacha. Siguió escribiendo, prometiéndose llamarle la atención a la primera oportunidad. De pronto se inmovilizó con la pluma en el aire y agudizó el oído. —... Un extraterrestre, sí —estaba diciendo Nicolás— y según ella tiene que ayudarlo a matar un monstruo televisivo, la llamada niebla asesina. ¿Has oído hablar de esto? Apareció en un programa, una neblina blanca bajando del cielo... Tres minutos después, cuando Nicolás se aprestaba a subir al camión con sus compañeros, recibió una orden tajante: debía presentarse en seguida frente a su comandante.

Una hora después, Boris Soronkin recibió una extraña llamada por teléfono. Tenía horas ya trabajando. Desde la llegada de los soldados, el trabajo parecía haberse triplicado. El problema principal consistía en mantener cierto equilibrio en las relaciones. A sus hombres, a veces les costaba

mantenerse calmados frente a la arrogancia de los militares, quienes se creían superiores a los comunes mortales. Estaba concentrado en el reporte de la noche, cuando repicó el aparato. Alargó la mano buscándolo, sin despegar los ojos de las hojas que estaba repasando. — Boris al habla... —¿Soronkin? Le habla el general Kostantinov, desde Moscú. Él frunció las cejas, sorprendido. El general hacia parte del alto mando militar, detentando mucho poder en sus manos. Conocía su fama de hombre intransigente y autoritario, orgulloso y arrogante. ¿Qué querría de él, para rebajarse a llamarlo personalmente? — Lo escucho, general. —Necesito que traiga en seguida a Natalia Kosov aquí —ordenó el militar, sin preámbulos—. Lo hará por tierra. Tendrá una escolta armada. Pero como la muchacha está bajo su protección, responderá con su propia vida por la de ella. Boris estaba inmovilizado por la incredulidad. El general no tenía facultad para darle órdenes. Su tono cortante y autoritario lo molestó sobremanera. —General —contestó tratando de dominar la cólera— Desde hace tres años estoy encargado de la seguridad del Instituto y de Natalia Kosov en particular, ejecutando órdenes de mi jefe... — Ahora las está recibiendo de mí— lo interrumpió el general con voz cortante— Tráeme a la mujer enseguida. —... y creo haberlas cumplido a conciencia —continuó Boris sin darse por enterado—. Haré este viaje... si mi jefe confirma sus órdenes...

—Las confirmará. — En dado caso, si Natalia corre algún peligro concreto, ruego al general que me dé detalles, para saber contra quién tendré que exponer mi propia vida. —Mantenga los ojos bien abiertos, esto es todo —contestó el militar pasando por alto el evidente sarcasmo. —Puede que esta muchacha sea muy valiosa para un caso de seguridad nacional. Boris, mientras escuchaba, estaba analizando a todo vapor la situación. Era imprescindible hacer una pregunta y él la hizo: —Si tiene tanta prisa en tener a la muchacha en Moscú ¿por qué viajar en carro y no en avioneta? De paso, le informo que Natalia ha estado un poco... alterada, últimamente. No sé si está en condicio... —Limítese a obedecer órdenes y no discuta— lo cortó el militar.— Ella tiene que viajar. Y ya le dije: por tierra. Y dicho esto el general cortó la comunicación. Boris, sin poder creerlo, se quedó unos segundos mirando la muda bocina. Cuando se recuperó de la sorpresa, llamó a su jefe. Conforme le relataba lo sucedido, escuchó sus bramidos de cólera. —¡No te muevas de allí y espera mi llamada! —Aulló Georgy Sokarov—. ¡Este muñeco no es quién para impartirle órdenes a un subordinado mío! Veinte minutos después llamó, como había prometido. —Tráeles a la muchacha, Boris. Haz lo que él te dijo. Órdenes superiores. Estaba manso como un cordero. Toda su rabia anterior había desaparecido. Conociendo a su jefe, Boris se abstuvo de hacer comentarios al respecto.

—Después de dejarles a la muchacha, pasa por aquí —añadió Georgy—. Trataremos de descubrir qué se traen entre manos. — Desde luego, iré, Georgy. Hay algo que no entiendo... Si el general tiene tanta prisa en tener a Natalia, ¿por qué me ordenó viajar en carro? En avioneta hubiésemos llegado en un santiamén. —No termino de entenderlo yo tampoco. Todo el asunto es como muy misterioso. En fin... Antes de salir, avísame, para calcular la hora de tu llegada. Te estaré esperando aquí en la sede, aunque llegues de madrugada. Se despidieron rápidamente, y Boris se apresuró a buscar al director del Instituto, para comunicarle la novedad. Gregory quedó impactado. Natalia se iba, y mucho antes de lo que él había imaginado. —¿Estará en condiciones de ponerse en viaje ahora mismo? —¿Y por qué tanta prisa?— el médico no salía de su asombro. —No lo sé.— admitió el otro. Luego explicó sucintamente: —Me llamó el general Kostantinov en persona, y me dio pocas explicaciones... Por no decir ninguna. Mi jefe reiteró la orden: tengo que acompañar a Natalia hasta Moscú y entregársela al general. Eso es todo, no sé más nada. Estoy tan extrañado como tú, pero no podemos discutir las órdenes ¿verdad? Lo miró a los ojos con firmeza. Boris comprendía el estado de ánimo del médico, pero no podía hacer nada al respecto. Tampoco tenía tiempo para dejarle asimilar la noticia. —¿Podrá ella viajar sin correr riesgos su salud? — Preguntó.

— Sí, puede —admitió el psiquiatra a regañadientes—. Natalia físicamente no está enferma. De todas formas, podría acompañarles en el viaje un médico de aquí, por si acaso se presente algún problema. Yo le daría las instrucciones pertinentes. —Me parece muy buena idea —convino el jefe de seguridad—. Ahora es mejor informarla a ella. Mientras se prepara, nosotros nos ocuparemos de los detalles. —De acuerdo... El médico hizo una llamada por teléfono. —Ya le avisan — dijo, dejando la bocina en su lugar. —Una cosa más, Boris —añadió—... No sabemos cuánto tiempo se quedará Natalia en Moscú, ni qué quieren de ella los militares. Pero, en este momento necesita atención psiquiátrica, esto está afuera de discusión. Tendrá que tomarla a cargo un médico de la Academia. Ahora mismo voy a llamar, para informar de todas estas novedades. —No veo ningún problema. Nadie me dijo que mantuviera en secreto este viaje. —Enviaré una copia de su historia médica, incluyendo las cintas grabadas en las últimas consultas. Este sobre tendrás que entregarlo personalmente al profesor Usarov, en la Academia. Sobra decirte que, a su manera, te estoy entregando un material secreto... —Lo entiendo, Gregory. Se lo daré al profesor en sus propias manos. En aquel momento tocaron a la puerta y apareció Natalia, convencida de haber sido convocada para su consulta. Si la presencia del jefe de seguridad en el consultorio la extrañó, cuando le explicaron los motivos, definitivamente se alarmó.

—¡Yo no quiero irme de aquí! —exclamó— ¿Qué quieren de mí los militares? — No lo sabemos —admitió Boris — Sin embargo, Natalia, el interés de las autoridades por tus poderes siempre ha sido notorio, tú lo sabes. Tal vez creen que ha llegado el momento de aprovecharlos, por alguna razón desconocida para nosotros. Ella hizo una cantidad de preguntas: —¿No podemos irnos mañana? ¿Cuándo regresaré? ¿Y adónde me quedaré, allí en la capital? ¿Boris, te quedarás todo el tiempo conmigo? No pudieron darle muchas respuestas, y ni manifestando todas sus dudas y preocupación logró cambiar la situación: debía preparase ya, para salir enseguida. Gregory trató de tranquilizarla como pudo. — Muchas veces —le dijo— los cambios son saludables para un ser humano. Verás como todo saldrá bien. Estoy seguro de que será una experiencia muy positiva para ti. Aunque dudaba en manifestarla, Natalia tenía una preocupación específica: ¿qué haría si el desconocido emisor se ponía en contacto con ella por el camino? Preguntarle esto a Gregory significaba admitir que, en el fondo, sus dudas permanecían. Y allí estaban, por lo visto, aunque ella trataba de sofocarlas... —Gregory... —titubeó, queriendo hablar y buscando las palabras adecuadas— ¿Qué... haré sí durante el viaje... pasa algo? Es decir, si me siento mal... —Vendrá un médico con nosotros —intervino Boris, deseoso de verla lista cuanto antes. — Ahora, es mejor que vayas a prepararte.

—Pensé en la doctora Zara —comentó el psiquiatra—. Irá con gusto, estoy seguro. Sube a prepararte Natalia —añadió notando la impaciencia del otro hombre—. Irás acompañada y protegida, no te preocupes por nada. —¿Dónde guardaré mis cosas? No tengo maleta... —se preocupó ella, recordando de pronto el detalle. —Yo puedo darte un bolso —sonrió Boris, notando su desamparo—. Lo busco ahora mismo y te lo llevo a tu cuarto. Ella se fue, llena de confusión y de temor. Su vida estaba dando un vuelco imprevisto y no le gustaba para nada la novedad. En su cuarto, fue poniendo sus efectos personales sobre la cama, sin parar de darle vueltas a sus pensamientos angustiosos. De pronto se percató de algo mucho más prosaico por lo que tenía que preocuparse. Sus pertenencias terrenales estaban conformadas por tres conjuntos de basto algodón para el verano, dos faldas de lana y tres suéteres bastante gastados, más un abrigo y una bufanda, para el invierno. Tres conjuntos disparejos de ropa interior, un par de botas —una de las pocas compras hechas por Antón en calidad de marido— y dos pares de gastados zapatos. Aparte de las botas y el abrigo, el resto se lo había proporcionado el Instituto. Boris, trayéndole el bolso, la encontró mirando desconsolada aquel patético despliegue, y comprendió lo que estaría pasándole por la cabeza. —No te apenes —la consoló— Si necesitas algo, en Moscú te lo proporcionarán. Yo mismo le explicaré la situación, en cuanto lleguemos. —¿A quién? —Supongo que al general... Cómo sea, no te dejaré desamparada, te lo prometo. Ahora, apresúrate. El carro ya está listo, esperándonos. Ah, lleva

el abrigo en las manos. Al norte el aire está mucho más fresco y puedes necesitarlo. Ella asintió a todo. El hombre volvió a salir con prisas. Empacó sus cosas y se puso la chaqueta que le regalara la doctora Valentina sobre los pantalones y la blusita caqui. Luego se peinó y bajó, cargando su escaso equipaje. Gregory tenía razón, venía pensando. Los cambios imprevistos son muy favorables. Porque de pronto ella había tomado conciencia de que, durante toda su vida había estado a merced de los demás. En los últimos tres años, había vivido en una especie de limbo, sin hacerse preguntas, dejándose llevar, aceptando decisiones tomadas por otros, intuyendo que algún día las autoridades —sean quien fueran— interesadas en sus poderes mentales, la requerirían para algo. Y allí estaba ella, comenzando un viaje indeseado, obligada a hacerlo. Aquel estado de cosas había llegado a su fin, decidió. De ahora en adelante, tomaría las riendas en sus manos, en lo bueno y en lo malo. Estaba ligada al Instituto —o a la Academia de Ciencias, en caso de quedarse en Moscú— por lazos indisolubles, y nunca dejaría de agradecerle lo que habían hecho por ella. Pero, en adelante, las cosas cambiarían. Necesitaba trabajar, tener dinero propio para satisfacer sus necesidades. Este sería su objetivo principal, luego de este viaje. Gregory había hablado de conseguirle un trabajo en el mismo Instituto. Si regresaba, él tendría que darle una respuesta definitiva, y si ésta era negativa, buscaría algo en el pueblo. Al fin y al cabo ella estaba acostumbrada a los duros trabajos del campo, cualquier cosa serviría. Mientras, seguiría con sus ejercicios mentales, y lo más pronto posible reanudaría sus estudios para terminar la carrera comenzada. Pero, en adelante, tomaría sus propias decisiones.

Justas o equivocadas, serían las suyas. Dejaría de ser una pajita a merced del viento. En esto estaba cuando llegó hasta el carro, con una leve sonrisa en los labios. Los otros ya estaban allí, Boris guardando algo en el portaequipaje, la doctora Zara apretando su bolso con aire perplejo —seguramente preguntándose el motivo de aquel apresurado viaje—, y Gregory mirándolos ensimismado. Este último sintió alivio al ver llegar a Natalia bastante más tranquila, sonriente inclusive. Le hubiese gustado hablar con ella, conocer los motivos de aquel cambio en su estado de ánimo, pero no hubo tiempo. El chofer, otro miembro del cuerpo de seguridad, se puso al volante y prendió el motor, mientras Boris cerraba el baúl, y la doctora se acomodaba en el asiento de atrás, después de hacer un leve gesto de saludo con la mano. La despedida fue breve. Natalia abrazó al médico, prometiéndole que regresaría pronto, luego se montó al lado de la otra mujer, mientras Boris lo hacía al lado del chofer. El vehículo arrancó, seguido por el rugiente camión repleto de militares, su escolta. El libro completo adquiérelo en los más reconocidos vendedores de eBooks en la web.