OPINIÓN | 27
| Martes 17 de dicieMbre de 2013
un visionario. Mandela pertenece a la estirpe de los que se proponen aquello
que al común de los mortales nos resulta no sólo irrealizable, sino incluso inconcebible
El hombre que vino del futuro Santiago Kovadloff —PARA LA NACION—
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ohn Carlin tiene razón: el nombre de Nelson Mandela quedará asociado a “la capacidad de los pueblos para superar su pasado”. Es decir, para no verse a merced de lo irremediable. El hombre que ayudó a su nación a liberarse del pasado fue el mismo al que el gobierno racista de Sudáfrica sentenció a cadena perpetua y, con ello, a verse privado de futuro. El efecto de esa terrible condena, en la mayoría de quienes la padecen, suele ser devastador. No lo fue en el caso de Mandela. Por el contrario: Mandela, entre rejas, concibió su porvenir. Más aún: desde la concepción de ese porvenir aprendió a habitar su presente de prisionero. Fue en la cárcel donde comenzó a hacerse oír como un hombre que provenía del futuro. Sus sueños lo dieron a luz. Sus sueños le enseñaron a razonar políticamente. A decretar la inutilidad del odio y la venganza para llevar a cabo la transformación que requería su país. Lo encarcelaron para silenciarlo y quienes lo hicieron no lograron sino que se lo escuchara cada vez más. A lo largo de veintisiete años inimaginables de cautiverio, Mandela se liberó de su inicial resentimiento. Dispuesto a aprenderlo todo sobre la idiosincrasia de quienes se empecinaban en ser sus enemigos, estudió la lengua de los afrikaaners y frecuentó su historia. Exploró su lógica y su ideología. Mensuró el alcance de cada uno de sus valores y sopesó la proyección en el tiempo de los objetivos de quienes procedían como verdugos de su pueblo. Es que Mandela aspiraba a derrotar una cultura y no un ejército. Conocerla, inscribirla en una interpretación realista y ya no en la intransigencia del desprecio, significó para él aprender a proceder. Mandela entendió la democracia como una superación escalonada del caudal de problemas impuestos a su país por el despotismo blanco. Las soluciones que aportó mediante la abolición del racismo dieron lugar al encuentro de Sudáfrica con los gran-
des desafíos del mundo moderno. En un orden moral, ellas posibilitaron su tránsito social desde el siglo XVII hasta el siglo XX. Sin los pasos que dio Mandela, la marcha que luego de él emprendió Sudáfrica, aun colmada de vacilaciones como estuvo, no hubiera sido posible. Dos ejes confluyentes vertebraron el pensamiento de ese hombre excepcional: la memoria como deber imprescriptible y el perdón como gesto indispensable. No había, para Mandela, otra herramienta capaz de afianzar la paz, de disolver el sectarismo y neutralizar el odio profusamente sembrado. Religioso y de izquierda, Mandela fue a la vez un campesino y un aristócrata. Su personalidad escapa a las explicaciones de intensión exhaustiva y sólo se deja abordar por la admiración. Para entenderlo, al menos en un sentido histórico, hay que tomar en cuenta la índole del país en el que surgió y desplegó su inagotable energía. Sami Nair lo señaló certeramente: Sudáfrica es muchos mundos. En ella convergen varios continentes. Comunidades tan diversas como las integradas por cristianos de distinta orientación, judíos, musulmanes e hindúes. Occidente implantó allí su cultura y, como parte de ella, su crueldad. La trama de creencias africanas que atraviesa ese escenario humano se enhebra con todo lo recibido y preserva al unísono su especificidad y su enorme influencia. “Mandela –anota Nair– bebió de las fuentes de todas estas culturas mezcladas y, en su calvario de prisionero de por vida, las transformó en una feliz síntesis universalista, en un camino de reencuentro entre seres que, para vivir juntos, debían tenderse la mano.” Su sabiduría sorprendió incluso a los más prevenidos. Una vez que alcanzó el poder no aspiró a perpetuarse en él. Se negó a homologar la investidura presidencial a su persona. Se sabía idealizado por su pueblo y se propuso desbaratar la tentación demagógica favorecida por ese magnetismo. Finalizado su único mandato, se retiró de la política. Al proceder como un gobernante de transición entre el pasado y el porvenir, fortaleció el sistema republicano.
Mandela logró lo imposible, es decir lo que sólo es viable cuando la imaginación supera la estrechez con que el prejuicio concibe la realidad. Supo aprender y enseñó a reconocer como ineludible la convivencia entre blancos y negros, si se aspiraba a hacer de Sudáfrica una nación y a que dejara de ser un mero conglomerado de fuerzas contrapuestas. Estaba persuadido y persuadió a su pueblo de que el odio, lejos de brindar identidad, la hipoteca en el desprecio. En Mandela no hubo disonancia entre actos y palabras. La clásica disyuntiva romana
–res non verba– no regía para él. A partir de esta conjunción infrecuente en un dirigente político, supo amortiguar, en un mismo ideal comunitario, un vendaval de discrepancias y conflictos hasta entonces insalvables. Fue magnánimo sin ser ingenuo. Quienes empezaron por temerle, terminaron admirándolo; quienes creyeron que bastaba con admirarlo, aceptaron la tarea mayor que Mandela les propuso: empeñarse en concebir a los enemigos de ayer como compatriotas de hoy. Es cierto que Mandela no terminó de rescatar a su país de las desigualdades sociales.
Pero posibilitó que ellas decrecieran sensiblemente al encontrar, en el escenario de la democracia incipiente, un marco promisorio, digno y dinámico, para emprender su desarticulación. Al tender sólidos puentes entre los sudafricanos mediante la abolición del apartheid, brindó una prueba cabal de que el hombre no está condenado a extraviarse en la barbarie. En un mundo en crisis, agobiado por la ausencia de liderazgos políticos a la altura de los desafíos de la época, la ejemplaridad de Nelson Mandela resulta, al unísono, luminosa y abrumadora. Son contados los hombres capaces de reconciliar la ética con el ejercicio de la política. Los profetas judíos clamaron por esa reconciliación. Sócrates fue, seguramente, el primero que la exigió en Occidente. Mandela, hasta donde sé, fue, en nuestro tiempo, uno de los pocos que la concretó. “Soy el capitán de mi destino”, escribió. Y con ello dio a entender que había aprendido a administrar sus pasiones y a subordinar los reclamos de su padecimiento personal a las exigencias de su proyecto político. Albert Camus no se equivocó al caracterizar al siglo XX como “el siglo del miedo”. Pero tampoco Mandela se apartó de la verdad sobre el siglo al matizar ese diagnóstico con el perfil triunfante de la redención moral. Mandela probó que el hombre puede, a veces, impedir la tragedia del desencuentro con sus semejantes. “A odiar se aprende –escribió–. Y si es posible aprender a odiar también es posible aprender a amar.” Sobre él se lo sabe todo. Sólo una incógnita subsiste. ¿Cómo fue posible un hombre semejante? ¿Qué alquimia misteriosa produce la aparición esporádica de espíritus como el suyo? Mandela pertenece a la estirpe de quienes se proponen y llevan a cabo lo que al común de los mortales nos resulta no sólo irrealizable, sino incluso inconcebible. La energía que los impulsa es una fuerza poco menos que sobrenatural. Más honda que la inteligencia. Más potente que la ambición. Más sustancial que el coraje. Más sorprendente que la osadía. Más sagaz que el sentido de la oportunidad. Es la energía que distingue a los visionarios. A los hombres que provienen del mañana e irrumpen en el presente dotados de una comprensión superior de la naturaleza de sus conflictos. Cuando parten de este mundo, como ahora lo hace Mandela, siempre se los llora porque quisiéramos retener y preservar algo de lo que han sido y mucho de lo que han significado. Y no estamos seguros de saber hacerlo. Acaso ese algo sea la luminosidad prodigiosa que irradian, sembrando claridad donde falta. Acaso ese algo sea el abrazo fraterno que se atreve a la reconciliación donde reina el desencuentro. Acaso ese algo sea la palabra inspirada que desbarata el escepticismo, disuelve la desconfianza que aleja y enfrenta, supera la incredulidad que envenena los vínculos. Acaso ese algo sea la convicción de que la muerte que debemos temer es la claudicación moral y no la extinción física. Sí, Nelson Mandela fue uno de esos hombres inusuales. Maestros como él no abundan. Discípulos suyos, tampoco. Y bueno, muy bueno sería, que fuesen más. © LA NACION
El saqueo de los corruptos Jorge Eduardo Lozano —PARA LA NACION—
L
os acontecimientos de violencia de los últimos días nos dejan un sabor amargo y una preocupación seria a futuro. Quienes me conocen saben que no soy de pensar que todo tiempo pasado fue mejor, pero debemos reconocer que en algunos valores sociales hemos tristemente involucionado. Pongo un ejemplo: hace décadas, si un niño regresaba a casa con un lápiz que había encontrado en el suelo del aula, el papá o la mamá lo obligaban a darlo a la maestra al día siguiente para preguntar a quién se le había caído. Como contracara, en esta semana vimos familiares de diversas generaciones robando juntos. Pero no quiero distraerme de lo que quiero contar. En varios comentarios de noticieros o programas periodísticos se censuraba duramente a quienes robaban electro-
domésticos y no comida. Un argumento de dudosa solidez. Robar está mal. Mentir también. Y matar, ni te cuento. Pero a la hora de señalar la seriedad de los delitos, debemos aclarar que coimear para la trata de personas es más grave que robar un plasma. La corrupción que usurpa los dineros del pueblo también aprieta gatillos con balas de hambre o de mala atención de la salud. Los sobreprecios en contrataciones de obras públicas. Los sobornos para pasar cargamentos de droga. Los funcionarios policiales y judiciales prendidos en redes de trata. Los saqueos morales que nacen en la incoherencia –“haz lo que yo digo pero no lo que yo hago”– son más violentos y dañinos para el tejido social. Incluso habría que pensar si los gastos excesivos en bienes (o males) superfluos, viajes y estilos de vida lujosos no son un insulto a
la cultura del trabajo y deterioran la moral del pueblo. Los dirigentes (sociales, políticos, religiosos, judiciales), los comunicadores, debemos dar ejemplo de honestidad e integridad moral. Como sociedad hemos visto violencia en los saqueos a los comercios o casas particulares y debemos rechazarla y reprobarla. Pero no debemos mirar para otro lado ante la violencia de la inequidad y la injusticia. El papa Francisco escribió hace unas semanas algo que nos viene como anillo al dedo: “Hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres, pero sin
igualdad de oportunidades las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad –local, nacional o mundial– abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad”. San Juan Crisóstomo, uno de los padres de los primeros siglos del cristianismo, lo decía con claridad: “No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos”. Y también San Basilio lo predicaba: “El que despoja a un hombre de su vestimenta es un ladrón. El que no viste la desnudez del indigente cuando puede hacerlo ¿merecerá otro nombre? El pan que guar-
das pertenece al hambriento. Al desnudo, el abrigo que escondes en tus cofres. Al descalzo, el zapato que se pudre en tu casa. Al mísero, la plata que escondes”. ¿Entonces? Llamemos a las cosas por su nombre y su realidad. Es cuestionable la acción de robar, saquear y destruir. Pero también es cuestionable, y tal vez con más fuerza, el vandalismo de los ricos y el saqueo de los corruptos. Jesús se quejaba de la hipocresía de los líderes de su tiempo y les decía “guías ciegos” que “filtran un mosquito y se tragan un camello”. La amistad social y la paz anhelada se construyen sobre la justicia y la equidad. Lo demás es papel picado fuera del carnaval. © LA NACION El autor, obispo de Gualeguaychú, preside la Comisión Episcopal de Pastoral Social de la CEA
claves americanas
El plan de Kerry para América latina Andrés Oppenheimer —PARA LA NACION—
E
WASHINGTON
stados Unidos, que está negociando acuerdos de libre comercio con países asiáticos y europeos, está explorando lanzar un plan de comercio regional en las Américas que sería la iniciativa económica más ambiciosa de Washington en varios años. El secretario de Estado de los Estados Unidos, John Kerry, me dijo en una entrevista que está contemplando proponer negociaciones para profundizar el ya existente Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta) de Estados Unidos con México y Canadá, y ampliarlo luego al resto de América latina. El Nafta cumplirá 20 años en 2014 y, en los últimos años, ha perdido mucho de su impulso inicial. Los funcionarios estadounidenses dicen que el aniversario de 2014 será una gran oportunidad para relanzarlo. Durante la entrevista que me concedió la semana pasada Kerry dijo que está ana-
lizando la idea de relanzar el Nafta con ex embajadores y representantes comerciales de su país. Estados Unidos, México y Canadá serían “el bloque central, que se ampliaría al resto de Centroamérica, el Caribe, Latinoamérica”, dijo. Agregó que el plan es empezar por Norteamérica, ya que varios países sudamericanos todavía no están dispuestos a estrechar vínculos con Estados Unidos. Algunos colaboradores de Kerry me dijeron que el plan podría anunciarse en fecha tan temprana como en febrero, cuando está previsto que el presidente Obama se reúna con sus contrapartes de México y Canadá en una cumbre de líderes norteamericanos por realizarse en México. Estados Unidos no ha propuesto ningún nuevo bloque comercial en las Américas desde que fracasaron las negociaciones del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) en 2005, cuando Brasil, la Argentina y Venezuela aniquilaron la idea en una cumbre celebrada en Mar del Plata, a
la que asistió el entonces presidente George W. Bush. Desde entonces, Estados Unidos ha firmado acuerdos comerciales bilaterales con Perú, Colombia y Panamá, pero no ha intentado revivir un acuerdo de libre comercio regional en América latina. En cambio, Obama ha lanzado negociaciones para firmar un Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP) con 11 países de la cuenca del Pacífico –casi todos ellos asiáticos, como Japón y Malasia, pero que también incluye algunos países latinoamericanos de la costa del Pacífico, como México– y otro tratado para crear una Sociedad Transatlántica de Comercio e Inversión (TTIP) con 28 naciones de la Unión Europea. Si Washington firma el acuerdo TransPacífico y el Transatlántico, varios países latinoamericanos importantes que no están incluidos en ninguno de ellos –como Brasil, la Argentina y Venezuela– se que-
darían afuera de los bloques comerciales más grandes del mundo. Kerry negó que no le haya prestado gran atención a América latina y explicó que tuvo que atender crisis en otras partes del mundo. Desde que fue designado como secretario de Estado, realizó 20 viajes, pero sólo dos de ellos fueron a Latinoamérica. El comercio entre Estados Unidos, México y Canadá se disparó tras la firma del Nafta en 1994, pero fue creciendo más lentamente en los últimos años debido a los duros controles fronterizos de Estados Unidos tras los ataques terroristas de 2001 y también debido a los sentimientos antimexicanos estimulados por opositores a la reforma migratoria que han hecho que los políticos estadounidenses se intimiden a la hora de proponer una profundización de los lazos comerciales con México. Pero una encuesta reciente realizada por el Centro de Estudios Norteamericanos de American University reveló que el 32% de los
ciudadanos de Estados Unidos quiere que Washington priorice los acuerdos comerciales con Canadá y México por sobre sus acuerdos con Asia y Europa. Mi opinión: no está mal que Estados Unidos negocie tratados de libre comercio con Asia y Europa, pero es un error hacerlo sin profundizar simultáneamente los lazos comerciales en las Américas. Si Estados Unidos quiere competir exitosamente con China y otras potencias comerciales, debe construir cadenas de valor para abastecerse de productos y servicios en sus países vecinos. En ese sentido, la revelación de Kerry de un posible relanzamiento del Nafta es una buena noticia, si es que se hace en serio. A juzgar por la encuesta de American University, no debería haber excusas para no hacerlo inmediatamente en la cumbre de presidentes norteamericanos que tendrá lugar en México, en febrero. © LA NACION Twitter: @oppenheimera