OPINIÓN | 23
| Miércoles 19 de febrero de 2014
fin de ciclo. El kirchnerismo acumuló un poder inédito en democracia mediante el estímulo desenfrenado del consumo, la
confrontación con el establishment y la alianza con sectores progresistas; pero, al gastar más de lo que había, hipotecó el futuro
El callejón sin salida del consumismo Ricardo Esteves —PARA LA NACIoN—
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i bien todo indicaría que camina raudamente al ocaso, no se puede desconocer que durante los primeros 8 o 9 años de los 10 que lleva en el poder, el kirchnerismo ha sido en términos políticos un régimen muy exitoso. Ha sido el único en la democracia que ha llegado a su tercer mandato consecutivo y ha ejercido el poder con un control inusitado sobre la vida del país. Ningún otro gobierno en democracia detentó tanto poder e impuso sus políticas como el régimen actual, a pesar de encontrarse hoy acorralado en sus propias garras. ¿En qué se han basado su fuerza y su éxito? Se han sustentado principalmente en tres vigas maestras. La primera de ellas fue exacerbar por todos los medios y con todos los resortes del poder el consumo popular desde el primer día de gobierno. Su consigna fue llenarle los bolsillos a la sociedad, con la convicción de que con esa fórmula jamás perdería su apoyo. Y lo hizo promoviendo año tras año subas reales del salario sin aumentar la productividad y repartiendo planes sociales que socavaron la cultura del trabajo y crearon dependencia clientelar. otra viga consistió en presentarse ante la sociedad como el principal enemigo del establishment (con la cuidada excepción de sus socios y sus empleados), de las clases altas y del capital extranjero. La estrategia consistió en que ningún otro actor de la escena política nacional encarnara como ellos el enfrentamiento a las elites y al sistema internacional. Buscaron capitalizar así el justificado resentimiento que existe en general en la sociedad hacia el establishment. Ese resentimiento, sobre el cual el autor de esta nota ya se explayó en estas páginas, viene de lejos. El régimen predominantemente conservador que controló el país hasta el advenimiento de Perón nunca concluyó su tarea de incorporar a todos los sectores de la sociedad. Ignoró y subestimó a vastas franjas del país. El establishment resiente a su vez que sectores mayoritarios de las clases media y baja han apoyado causas políticas que supone destruyeron el país. El kirchnerismo interpretó y aprovechó muy bien esa fractura. En esa cruzada, colocó en el mismo plano de enemistad al sistema financiero internacional, con el que dinamitó todos los puentes y al cual ha acudido con desesperación en los últimos tiempos para que le brinde un salvavidas
que lo exima de hacer los ajustes que pretende imponerle la realidad. La tercera viga consistió en una alianza con las organizaciones de derechos humanos –para tener cobertura moral– y un arreglo con sectores de la intelectualidad, la cultura, el periodismo, el deporte y el espectáculo, a fin de tener presencia mediática y comunicacional. Engarzadas las tres vigas en el famoso “relato” y bajo los eslóganes de la distribución y de lo nacional y popular, se hipotecó el futuro, ya que esa combinación conlleva inevitablemente el desaliento a la inversión. Todo con un estilo autoritario y absolutista de ejercer el poder. Habría una cuarta viga, pero no puede imputarse a la cuenta del éxito: cederles un rol central en la administración a un grupo de jóvenes ideologizados sin aptitudes previamente comprobadas. La exacerbación del consumo funcionó exitosamente hasta que se agotaron los recursos. Fue una palanca extraordinaria en la construcción de poder sobre la base de dos aspectos: haber iniciado la carrera consumista justo después de la caída más brutal del consumo que haya experimentado la Argentina en su historia, con lo cual había mucha tela para cortar. Y sobre todo en las consabidas condiciones tan favorables en el plano económico internacional que llegaron justo al inicio del ciclo kirchnerista, donde las commodities fundamentales de nuestra exportación experimentaron unos precios excepcionales y la disponibilidad de liquidez y bajas tasas de interés en el mundo favorecieron el comercio y la inversión. Esa exacerbación del consumo se llevó adelante sin reparar en ninguna consecuencia, como si un auto se desplazara todo el tiempo a 150 kilómetros por hora sin contemplar curvas, subidas ni bajadas. Y una carrera no se gana yendo a 150 todo el tiempo. Las alternativas de transitorios “ajustes” o de “enfriar la economía” por un breve período estuvieron siempre descartadas. La gran mayoría de la sociedad, que mide las cosas según los resultados, palpó en carne propia esa bonanza. Fueron casi 10 años de abundancia, algo absolutamente desconocido en un país donde los ciclos suelen durar dos o tres años y luego viene un freno. ¿Por qué entonces escuchar las voces agoreras? ¿Por qué no seguir apoyando la fiesta? El mito de los superávits gemelos y el dólar competitivo de los primeros años fue apenas una circunstancia y no un sistema de manejo de la economía. Desaparecieron incluso mucho antes de que Néstor Kirchner muriera.
Si uno va a un restaurante e invita a todas las mesas, al salir debe pagar la cuenta. Y al Estado no le alcanza la billetera para pagarla. Quemó ya todos los activos comunitarios. Para seguir necesita que alguien le preste. Pero rompió lazos y credibilidad con los potenciales acreedores. Y a Dios gracias, pues la mayor tragedia para el país sería asumir deuda pública para financiar consumo. Por ese camino iríamos derecho a otro default aún más estrepitoso que el de 2001.
Por eso, desde este análisis, se considera entre lo más destacable de la actual administración haber roto con el sistema financiero internacional y haber inhibido al país de recurrir a deuda externa para financiar consumo, es decir, viajes a Miami, Fútbol para Todos, el atesoramiento de dólares de sectores pudientes –vaya paradoja– en el marco de la flexibilización del cepo cambiario y eludir así otras experiencias nefastas que el país ya vivió. Es legítimo que los argentinos puedan darse esos gustos si lo
consideran prioritario, pero con recursos genuinos, no con deuda externa o emisión espuria. Es cierto que esa ruptura perjudicó a las empresas nacionales, que son pilares imprescindibles para el desarrollo del país. Pero ellas se hubieran hundido junto al portaaviones de la Nación en el cual se asientan si el país hubiera recurrido irresponsablemente una vez más al crédito externo para financiar gasto. El crédito externo debe reservarse para un modelo de inversión. Fruto de esa exacerbación del consumo, el Gobierno padece una crisis fiscal de muy graves consecuencias. Lo que recauda por todos los conceptos no le alcanza para cubrir sus gastos. Como no tiene quien le preste para cubrir el faltante, debe emitir más de lo que corresponde a fin de pagar sueldos y gastos de la administración. Esa emisión sin respaldo, es decir, no sustentada en una cantidad equivalente de bienes que el país no produce, hace que el peso pierda valor y la gente huya a refugiarse en el dólar. De ese proceso resulta eso que se llama inflación, que destruye toda la economía y el poder de compra de los salarios. Y marca el fin de la marcha triunfal del consumismo. Simultáneamente está la crisis de los servicios públicos, sacrificados precisamente en esa doble estrategia: se congelaron sus precios para que a la gente le sobrara dinero para gastar en otras cosas, y de paso se castigaba así al capital extranjero que vino al país en los años 90. El mes pasado se han tomado medidas que eran imprescindibles para la producción y las economías regionales, pero sin atender la cuestión de fondo, que es el déficit fiscal. En el actual contexto, las mejores medidas correctivas resultan entre inocuas y perniciosas si no se corrige simultáneamente el agujero fiscal. Mientras el Gobierno no dé una señal contundente a los mercados de que está decidido a recortar el gasto público, éstos le jugarán en contra. El mercado, para darle apoyo, exige un corte significativo en los gastos que conduzca al equilibrio fiscal. Es decir, que los gastos igualen a los ingresos. ¿Qué sacrificar? ¿Por dónde cortar? Si por una de esas casualidades se predispusieran a hacerlo, ésa es una tarea que le compete en exclusividad al oficialismo. Nadie de la oposición ni de ningún otro sector debería indicarles el camino y tener que asumir la pesada carga de ser señalados como los verdugos del pueblo argentino. © LA NACION El autor es empresario y licenciado en Ciencia Política
Los caminos del ballottage Luis Gregorich
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n la Argentina, el sistema del ballottage o doble vuelta electoral (nos resistimos a decir “balotaje”, palabra que nos evoca más bien un juego de pelota o bolos) es un hijo natural del acuerdo pactado por Carlos Menem y Raúl Alfonsín, que se concretó en la reforma constitucional de 1994. El sistema de doble vuelta es bien conocido: cuando ningún partido alcanza en la primera vuelta la mitad más uno de los votos emitidos, los dos partidos más votados deben concurrir a un segundo cotejo. Así ocurre, por ejemplo, en países como Francia, Brasil, Chile y Perú. La rareza del “argenballottage”, como se sabe, está definida en los artículos 97 y 98 de nuestra Constitución reformada. Para ganar, se necesita un 45% de los votos, sin que importe lo que obtenga el segundo, o bien un 40%, siempre y cuando el segundo quede a una distancia mayor de 10%. Ejemplos extremos: la fórmula que consiga el 45,1% será proclamada ganadora aunque la segunda haya obtenido el 44,9; en cambio, si la primera alcanzó el 44,9%, y la segunda el 35,1, habrá una segunda vuelta. El fantasma del ballottage acecha, con mayor protagonismo que en comicios anteriores, la todavía lejana elección pre-
—PARA LA NACIoN—
sidencial de 2015. Es una metáfora de la fragmentación del sistema político, y una muestra cabal de la desconfianza que los distintos partidos y (frágiles) alianzas, sobre todo aquellos que pertenecen al arco opositor, sienten frente a su propia habilidad para captar votos. La máxima aspiración de esos opositores tal vez se resuma en la módica y obvia expresión de un paso intermedio: “Hay que llegar al ballottage”. Ahora bien, ¿están trabajando con seriedad para lograrlo? Si se evalúan con realismo los números que hoy nos brindan las diferentes encuestadoras, quizá el deseo de los partidos opositores no sea sencillo de alcanzar. Cuando a los ciudadanos en edad de votar (o que lo estarán en 2015) se les pone por delante un listado de eventuales candidatos presidenciales, siempre ocupan los dos primeros lugares Sergio Massa y Daniel Scioli, en ese orden o en el inverso, aunque ninguno con mayoría suficiente para ganar en primera vuelta. Bastante retrasados marchan otros posibles candidatos, como Hermes Binner, Mauricio Macri, Julio Cobos, Ernesto Sanz y Elisa Carrió. ¿Qué significa esto? olvidemos por un instante la inquietante crisis económica que vive la Argentina, y que amenaza con trans-
formarse, pronto, en crisis social. No enturbiemos el análisis con supuestos derrumbes institucionales; limitémonos a la necesaria esperanza de un pacífico y racional período que concluye el 10 de diciembre de 2015. La certeza principal, que difícilmente cambie, es que nadie podrá ganar en primera vuelta y que, en consecuencia, el ballottage será inevitable. La siguiente sospecha, menos segura, es que quizá lo disputen dos representantes del peronismo: uno ligado directamente al gobierno actual (si bien no su estricto heredero), y el otro constructor de una ficción opositora que no alcanza a ocultar, sin embargo, sus rasgos genéticos. Dos candidatos peronistas: divididos por razones tácticas y no por programas o ideología. Si todas estas predicciones se cumplen –y por el momento no hay opositor con apoyo suficiente que las ponga en peligro–, entonces los peronistas podrán confesar en voz baja, pero con fundamento, que el sistema del ballottage los favorece, y que parece haber sido creado a su imagen y semejanza. Con dos candidatos peronistas en esa teórica segunda vuelta, no habría quien pidiese al propio peronismo una rendición de cuentas acerca de un país al que han gobernado, a través de sus distintas vertien-
tes, 23 de los últimos 25 años. No habría ningún costo político que pagar. Asistiríamos, de nuevo, a la victimización peronista, a sus excusas de inocencia, a sus reiteradas transferencias de culpas. Mientras tanto, nos seguiría gobernando un movimiento que ignora los consensos válidos y los largos plazos, además de instituir el reino del clientelismo y de la corrupción que jamás tiene castigo. Enfrentada a este panorama, la oposición tiene varias obligaciones. Una de ellas consiste, obviamente, en mejorar su propia oferta programática, sin lo cual el peronismo siempre podrá sucederse a sí mismo sin escrúpulos. También debe tener la lucidez suficiente para acompañar la culminación pacífica del mandato presidencial, hasta el último día de los cuatro años que por la Constitución y las leyes le corresponden. ojalá este objetivo implique también intercambio de ideas, diálogo e incluso algo de concertación. La cortesía republicana no debería impedir una profunda revisión ideológica y política que anticipara ya, en toda la extensión del 2014, la decisiva campaña presidencial del año próximo. Aquí se podrá comprobar en qué medida la oposición es capaz de crear nuevos liderazgos, a la vez
sostenidos por ideas y programas creíbles. El peronismo, mal o bien, ya los presentó en sociedad. No caben más que dos posibilidades. Una, la más probable, es que se enfrenten, en el ballottage, dos fracciones peronistas. Para el votante peronista se trataría de dirimir una nueva interna. Para el no peronista sería una obligada y resignada opción, con un sentimiento de inautenticidad y la sensación de estar votando el mal menor. La otra posibilidad, por supuesto, es que haya un candidato peronista (próximo o no al gobierno actual) y uno de la oposición no peronista. No es fácil que ello ocurra. Si se concreta, sería una paradójica rehabilitación del ballottage, porque para cada elector el voto tendría sentido, así como lo tendría el consiguiente debate sobre el pasado y el futuro del país. La fuerza del peronismo residirá, ya desde la primera vuelta, en la presencia de dos candidatos. En cambio, la oposición, si quiere estar en el bendito ballottage, tendrá que tener uno solo, reuniéndose en torno a unos pocos e ineludibles puntos de acuerdo, y deponiendo infantiles prejuicios personales e ideológicos. Gobernar exige firmeza y sacrificios. © LA NACION
libros en agenda
De paseo por la muerte Silvia Hopenhayn —PARA LA NACIoN—
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a realidad de la muerte provista por las imágenes mediáticas es siempre violenta, acuciante, plagada de espanto y dolor: atentados, secuestros, accidentes terribles. Pero la muerte no sólo es noticia escatológica. Una lectura distinta podría ser aquella que, como trofeo de vidas pasadas –y no de vidas arrebatadas en un presente desquiciado–, ofrecen los cementerios. El reconocimiento de que otros ya han vivido antes que nosotros forma parte de la alegría de vivir. Recuerdo el título de la autobiografía de Anthony Burgess, Ya viviste lo tuyo. La muerte puede ser el sello de una vida colmada.
El nuevo libro de Mariana Enríquez, Alguien camina sobre tu tumba (Galerna), es un curioso y vivaz paseo por la muerte, atravesando sus altivos recintos: los cementerios. La autora, especialista en tramas tenebrosas, nos lleva a Staglieno (Génova), Trevelin (Chubut), Cementerio Principal (Fráncfort), Necrópolis de Colón (La Habana), Cementerio de Montparnasse (París), Cementerio Azul (provincia de Buenos Aires), entre muchos otros. Si bien el tema parece conducir a la oscuridad, aquí se vuelve novela de ruta con varias paradas sepulcrales. Poco a poco, estamos “en el camino” de los muertos, como viajeros
de la vida deslumbrados ante la belleza evocativa de expresiones esculpidas en estatuas o palabras borroneadas en lápidas entibiadas por el sol. En tono íntimo, el libro nos sumerge en historias personales de pueblos y ciudades, en dilemas estéticos y morales. También aparecen cementerios del pasado, como el famoso y pestilente Los inocentes, citado por Patrick Süskind en su célebre novela El perfume, creado en París en el siglo XII, donde, como escribe Enríquez, “había fosas comunes, galerías de huesos a la vista: la muerte reinante, obscena, al aire”. El primer capítulo revela una iniciación en la ruta de los cementerios
muy particular: el encuentro con Enzo, un músico genovés vestido de “uniforme de violinista romántico”, muy apropiado para la idea de belleza que tiene la narradora: “Turbia y pálida y elástica, oscura y azul, un poco moribunda, pero alegre, más atardecer que noche”. Ambos van juntos a visitar el cementerio de Génova. Al final del capítulo, el romanticismo del joven se impone. “Enzo no vino a despedirme a la estación, claro. Lloré durante todo el camino a Milán. Fue así como me enamoré de los cementerios.” En los siguientes capítulos habrá nuevos hallazgos y encuentros, siempre del lado de la vida y al lado de los muertos. La
elección de las tumbas visitadas no se regirá por la fama del enterrado, sino por la curiosidad y la empatía (¡igual que con los vivos!): la atracción por un epitafio, las oraciones en dialecto, estremecedoras leyendas. Así, Enríquez destaca a la viejita Campodónico, con su canasta sobre un pedestal, o la rara ecuación entre vivos y muertos que hay en Nueva orleans, una ciudad de menos de un millón de habitantes con 42 cementerios. Vale estremecerse con la visita a la isla Martín García en el capítulo “Acá nadie se muere”, sobre todo ante la última imagen del “río plateado y quieto, como una serpiente mojada”. © LA NACION