CRÍTICA DE LIBROS TEMPORADA DE INVIERNO POR CAROLINA ESSES BAJO LA LUNA 55 PÁGINAS $ 28
CRÓNICA
Viaje a los orígenes “M
iro el pozo abierto de Chuquimata, que en pocas horas volverá, como en los últimos ochenta y siete años, a sufrir otra explosión, y otra más, cada una de ellas equivalente a un terremoto de magnitud cinco en la escala Richter, pienso en las interminables tronaduras a lo largo de interminables mañanas, y no estoy seguro –¿quién podría estarlo?– de que Apu y los otros dioses hayan previsto lo que los hombres harían cuando extrajeran el mineral.” Al referirse a la mina de cobre a cielo abierto más grande del mundo ubicada en el desierto de Atacama, Ariel Dorfman apunta hacia los daños ecológicos y humanos a causa de la explotación despiadada. Éste es uno de los tantos hitos consignados en Memorias del desierto, libro surgido de la propuesta que le hizo National Geographic para que viajara a cualquier lugar del mundo y relatara luego la experiencia. Leerlo en estos tiempos, tras el reciente terremoto y las continuas réplicas que siguen asolando el sur de Chile, es una experiencia inquietante. Porque así como la obra de Dorfman explora de un modo obsesivo o e inevitable cómo la gente sobrevive en n las peores circunstancias emocionales o psicológicas y es capaz de construir unaa existencia alternativa, este libro se des-pliega en torno a la supervivencia en un n territorio que tensiona al máximo esass circunstancias. En 2002, durante tres semanas,, Dorfman recorrió junto con su mujer,, Angélica, el Norte Grande de Chile. De e toda la Tierra, escogió el desierto más seco del mundo, por el que ya había pasado fugazmente haciendo dedo cuarenta años antes, en 1962, como parte de su búsqueda de la “identidad latinoamericana”. Ahora podía saldar esa deuda y justificar el regreso con varios motivos, articulados en un polisémico viaje a los orígenes que comienza en el sur, en Valdivia, donde se guarda la huella más antigua del pie de una niña en América, para después saltar al norte. Ese desierto, donde se desarrolló la historia de la explotación sucesiva del nitrato, de los salitrales y del cobre, representa las fuentes del mundo del escritor, el Chile de la desigualdad y la miseria, y también el de la esperanza (de que las injusticias pudieran superarse a través de la lucha
16 | adn | Sábado 27 de marzo de 2010
Ariel Dorfman ARCHIVO
política). Orígenes universales también, porque allí, en el cerro Las Campanas, se encuentra una de las instalaciones de astronomía más poderosas del planeta. Orígenes políticos, porque Salvador Allende y otras figuras se proyectaron en representación del Norte. Orígenes familiares, pues los antepasados perdidos de Angélica vivieron en esa zona, y
MEMORIAS DEL DESIERTO POR ARIEL DORFMAN RBA TRAD.: EDUARDO HOJMAN Y ANGÉLICA MALINARICH-DORFMAN 304 PÁGINAS $ 44
finalmente, personalesDorfman necesita reconstruir parte de la vida y la muerte de Freddy Taberna, amigo de la juventud y compañero de militancia nacido en Iquique, que tras el golpe militar fue ejecutado en Pisagua por orden de Pinochet y continúa desaparecido. Relatos íntimos, historia de la minería o de la política chilena, fragmentos sobre técnicas de fabricación, teorías antropológicas, leyendas, recuerdos, reflexiones, Memorias del desierto es una crónica extraordinaria que cruza la autobiografía con el diario, la memoria con el relato de vida. Escrita originalmente en inglés (la traducción al español es inmejorable), recibió el Premio Lowell H. Tomas, en Estados Unidos, como el mejor libro de viajes del año 2004.
Asistidos por una serie de ayudantes, antiguos conocidos o gente del lugar, Dorfman y Angélica visitan algunos de los pueblos abandonados a lo largo de 800 kilómetros de desierto, desde Tatal hasta Piragua, aquellos que crecieron espectacularmente durante la primera mitad del siglo XX gracias a nativos e inmigrantes de todo el planeta, atraídos por la fiebre del nitrato, y que luego se fueron despoblando cuando en Alemania, a finales de la Primera Guerra Mundial, se obtuvo el nitrato de laboratorio. Con teatros donde Sarah Bernhardt recitó a Racine, restaurantes, pulperías, prostíbulos, en esos pueblos salitreros se acumularon y derrocharon riquezas y también se desarrollaron los primeros grupos socialistas de Chile. Esta zona del libro tiene una atmósfera casi onírica. Algunos de estos sitios tienen o han tenido custodios para evitar su desguace, como Julio Valdivia, guardián de Santa Laura y único habitante de ese pueblo declarado museo. En Oficina Chacabuco, Roberto Saldívar oficia de guía del que fue uno de los centros de detención y tortura durante la dictadura de Pinochet. En Antofagasta lo espera el gran novelista Hernán Rivera Letelier, un pampino que trabajó en los infiernos de las minas y escapó de la vida de pobreza y sufrimiento mediante la palabra escrita. La reconstrucción de los últimos años de Freddy ocupa la parte final del libro, junto con la búsqueda de los ancestros de Angélica, pintoresca historia que no se resuelve allí, sino más adelante y por casualidad en San Fernando, en la provincia de Buenos Aires. “Terminé conociendo a Freddy mucho mejor en la muerte que cuando estaba vivo”, afirma Dorfman, quien debió hospedarse en el único hotel de Pisagua, que antes fue la cárcel donde alojaron y torturaron a presos políticos, entre ellos a su amigo. En este desierto, que funciona como metáfora y advertencia, nada parece perderse: los secretos del pasado pueden revelarse; sólo esperan que “la mirada y la pregunta adecuadas los devuelvan a la vida”. Se puede aprender del desierto, y Dorfman ofrece este maravilloso libro para que los lectores comiencen a hacerlo. Laura Cardona © LA NACION
Paisajes familiares H
ay en Temporada de invierno, de Carolina Esses (Buenos Aires, 1974), un sentido de la fugacidad que gravita sobre cada uno de los poemas, un centro inestable que irradia desde la voz que dicta los versos, la huella de un universo precario. El viaje, las vacaciones, la circunstancia de que todo ocurra en casas, caminos y paisajes que aparentan ser de puro tránsito refuerzan el fondo vacilante sobre el que se recortan los poemas. El primero, por ejemplo, demarca un espacio que habrá de tener su continuidad a lo largo del libro, una figura compuesta por las relaciones entre el paisaje y las personas que lo habitan; la intimidad entendida como el punto donde se cruzan el mundo natural o el mundo de las cosas con las vidas de los individuos: “La montaña cabía en la palma/ de la mano. Sólo hubo que ponerle un nombre./ Cada uno debería seguir en ella su ambición/ su naturaleza, corrigió mi padre./ Él, que nunca ha visto la nieve/ camina delante de mí”. De un padre a una madre, a la hermana o la amiga, a un presumible caballero que parece destinado a convertirse en “pareja”, todos y cada uno son personajes de un drama sin representación, como si la autora detuviera el movimiento justamente allí donde las estaciones repiten su ciclo con obstinada, ciega indiferencia, esa fuerza que sólo puede ser quebrada por la acción de la escritura: “Escribir es un ejercicio del presente”. Es ahí entonces, desde el presente, que la duración se hace posible. De amplias resonancias visuales, cada poema de Temporada de invierno –libro finalista del concurso Olga Orozco con un jurado compuesto por Juan Gelman, Gonzalo Rojas, Jorge Boccanera y Antonio Gamoneda– concentra una imagen que luego se dispersa, o mejor dicho se desdobla, persigue un eco o se repliega, en riguroso equilibro con la materia sonora que forma cada verso: “No soy hábil para medir distancias/ pero sé que entre dos piedras/ colocadas una al lado de la otra/ se abre el mismo vacío que entre dos acantilados”. Sandro Barrella © La Nacion