OPINION
Viernes 10 de septiembre de 2010
Cómo debe gobernar una coalición MARIO D. SARRAFERO PARA LA NACION
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L recuerdo de lo ocurrido con la Alianza (1999-2001) y el futuro que se avecina en 2011 invitan a reflexionar sobre las coaliciones. La Argentina ha tenido coaliciones electorales, pero nunca pudo conformar y mantener coaliciones de gobierno a nivel nacional. ¿Cómo no vincular la “gran crisis de 2001” con esta deficiencia? Es probable que el año que viene el candidato que triunfe llegue a la presidencia bajo el formato de una coalición. Hay dos cuestiones clave en la conformación y el mantenimiento de la coalición: la claridad en cuanto a la necesidad de un programa de políticas públicas consensuado y la ingeniería institucional de la coalición. Una pregunta medular se soslayó desde los inicios de la Alianza entre la UCR y el Frepaso: cómo se debía construir una coalición de gobierno relativamente estable. Se hablaba de la “ingeniería institucional de la Alianza” y por ello se entendía la distribución de candidaturas a nivel de presidencia, vicepresidencia, Jefatura de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y la provincia de Buenos Aires. Faltaron las preguntas necesarias para institucionalizar una incipiente coalición; entre otras: ¿qué papel jugará el presidente de la coalición teniendo en cuenta el sistema presidencial fuerte de la Argentina?, ¿qué rol tendrá la vicepresidencia, considerando que seguramente será ocupada por una figura prominente de otro partido?, ¿qué nuevo papel tendrá la Jefatura de Gabinete?, ¿cómo será, en definitiva, el mecanismo de toma de decisiones?, ¿cuál será el papel de los partidos en el diseño y la implementación de las políticas públicas?, ¿cómo será el esquema de resolución interna de los conflictos?, ¿cómo serán distribuidos los cargos no electivos? En cuanto al papel del presidente, coalición y sistema presidencial es una combinación más dificultosa que las alianzas en sistemas parlamentarios, pero perfectamente factible. El Ejecutivo es uno, el presidente, y según la Constitución es el encargado de llevar adelante los asuntos de la nación. Pero cuando de coalición se trata, este presidente
Se trata de diseñar un esquema institucional de poder que implique consensuar un programa común de gobierno debe tener dos cualidades esenciales. De un lado, debe ser un presidente con autoridad, para que las distintas filas partidarias se mantengan cohesionadas bajo el cobijo de un derrotero presidencial sólido. Y del otro, debe ser un presidente con estilo consensual, para que los otros partidos de la asociación se sientan integrados. La elección del vicepresidente y su relación con el presidente son cuestiones esenciales. Esa relación debe ser cooperativa y el presidente debe otorgarle un papel importante, pues, seguramente, el vicepresidente representará a un sector significativo de la coalición. En cuanto a la toma de decisiones, el presidente, si quiere mantener la coalición en saludable estado, debe consensuar también las políticas públicas por implementar. Es cierto que la Constitución le otorga potestades exclusivas como la designación y remoción de los ministros, pero también lo es que el marco de una coalición implica cierto cambio en el estilo de hacer política. En la Argentina los partidos son herramientas para el acceso al poder, pero una vez en el gobierno son los funcionarios los que ejecutan las políticas. Una coalición requeriría de una conducción que integrara a los partidos que la conforman, no sólo para nutrir de ideas al gobierno sino también para debatir las líneas por seguir y las rectificaciones necesarias. Una alianza debería tener un núcleo de reglas y criterios claros acerca de cómo encarar las tareas de gobierno, cómo integrar el gabinete y los ministerios, cómo proveer las figuras de reemplazo. La conformación del gabinete de ministros es un punto crucial. Allí la representación de los partidos puede obedecer a distintos criterios: la proporcionalidad del caudal de votos, el interés de los partidos por determinadas áreas o la especialización en la tarea de gobierno. Otro aspecto es la decisión acerca de la feudalización partidaria de los ministerios, donde el partido en cuestión manejaría todos sus resortes, o bien una integración relativa con políticos de otras fuerzas de la coalición. En el primer caso se priorizaría la homogeneidad con el riesgo del encapsulamiento partidario; en el segundo, el equilibrio se llevaría también dentro de cada ministerio con el riesgo de una gestión menos coherente. Una coalición de gobierno no es sólo repartir cargos entre los socios. Es diseñar un esquema institucionalizado de poder que implique consensuar un programa de gobierno común, establecer los caminos para implementar las medidas, concordar los aspectos operativos, distribuir responsabilidades –no sólo cargos–, diseñar medidas de confianza mutua entre los socios y mecanismos de resolución de conflictos, consolidar vías de comunicación estable y un sistema de retroalimentación entre el gobierno, las autoridades de la coalición y los partidos que la integran. La Argentina no resiste más improvisaciones. © LA NACION Investigador principal del Conicet. Miembro de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas
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EL FRUSTRADO ATAQUE DE JUNIO VALERIO BORGHESE, 60 AÑOS ANTES DEL 11-S
Un príncipe bombardea Nueva York HUGO BECCACECE PARA LA NACION
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ASI sesenta años antes de que se produjera, el 11 de septiembre de 2001, el atentado contra el World Trade Center, del que mañana se cumplen nueve años, la Real Marina Italiana planeó minar y hacer estallar el puerto de Nueva York. Es un hecho conocido, sobre el que hay una abundante bibliografía, pero no suficientemente recordado. El episodio muestra cómo la historia de Estados Unidos abunda en enemigos que, casi sin solución de continuidad y sin escrúpulos ideológicos, se convierten en aliados. En el verano de 1942, el príncipe Junio Valerio Borghese (1906-1974), comandante de la X Flotilla MAS (Medios de Asalto), meses después de que Estados Unidos entrara en guerra, le encargó al teniente de navío Eugenio Massano que hiciera saltar por los aires los muelles de la ciudad más importante y más segura de Occidente. Para esa misión debería haber utilizado un submarino “canguro” o “nodriza”, que pudiera cobijar dos minisubmarinos CA. Durante la travesía, la “nodriza” debería haber eludido todo contacto con las fuerzas aliadas para llegar hasta la desembocadura del río Hudson. Allí “soltaría” a sus “chicos”, los submarinos de bolsillo, tripulados por hombres rana, que minarían toda la rada y, de ser posible, se infiltrarían en Manhattan para demoler con explosivos un rascacielos. El proyecto parece hoy fruto de una mente alocada y, sin duda, era muy difícil de realizar, pero no imposible. La Real Marina Italiana (RMI) contaba con una ventaja sobre las fuerzas armadas de los otros países en lucha. Era la única que, ya desde la Primera Guerra Mundial, tenía experiencia en las operaciones de comando submarinas ejecutadas por torpedos humanos que no eran kamikazes. Quienes maniobraban los submarinos enanos se eyectaban antes de llegar al blanco. Sólo los ingleses en la década de 1940 estaban desarrollando un cuerpo de hombres rana que pudiera compararse, aunque en neta desventaja, con el de Italia. La X Flotilla MAS estaba formada por marinos de elite, grandes nadadores, con una preparación física inusitada para la época. La única nave de la RMI que estaba en condiciones de realizar el cruce transoceánico era el submarino Leonardo da Vinci, que se encontraba en las costas españolas. Pero debía ser reacondicionado para poder transportar los CA. También había que perfeccionar los CA, si se quería alcanzar el éxito. Todas esas tareas requirieron tiempo. Durante ese lapso de preparación, que llegó hasta mayo de
1943, la situación bélica del Eje empeoró de un modo irremediable. Los militares italianos más lúcidos eran conscientes, ya en el segundo semestre de 1942, tras la entrada en combate de Estados Unidos, de la derrota que Hitler y Mussolini sufrirían. Sabían, por otra parte, que el ataque a Nueva York no cambiaría el resultado de la guerra; pero estaban seguros de que un acontecimiento semejante provocaría un fuerte impacto psicológico. Por eso, un grupo de los fascistas y los combatientes más osados, entre los que se encontraba el príncipe Borghese, pensaban que la destrucción del puerto de Nueva York produciría desánimo en la población y las fuerzas estadounidenses, que se verían obligadas a distraer efectivos para proteger las costas de América. Esos hechos hubieran retrasado la victoria de los aliados y, de acuerdo con una visión optimista de los partidarios de la acción, le habrían permitido a Italia rendirse con honores y en condiciones más ventajosas. Otros, por el contrario, sostenían que un hecho de esa envergadura le habría de costar muy caro a toda la península, a la hora de la victoria aliada. Para que una idea semejante fuera tomada en serio, era preciso que la llevara adelante un hombre temerario y aventurero, con mucho carisma, lo que no excluía diplomacia, gentileza y dotes militares probadas. El príncipe Junio Valerio Borghese contaba con todos esos atributos, pero también tenía un lado autoritario, sinuoso y ambiguo, que era el reverso de las virtudes mencionadas. En el bando fascista, el “príncipe negro”, como lo llamaban, ocupaba un lugar muy especial. Descendía de una de las familias más aristocráticas de Italia. Entre sus antepasados, estaban el papa Pablo V (Camillo Borghese, 1552-1621) y Paulina Borghese (1780-1825), hermana de Napoleón Bonaparte. Junio Valerio podía mirar a todos quienes lo rodeaban como vulgares arribistas y, al mismo tiempo, exhibir un coraje que muy pocos de los enfervorizados jerarcas de camisas negras tenían. Era un héroe de guerra. (La X Flotilla MAS hundió aproximadamente 300.000 toneladas en el curso de la contienda.) Esas razones hacían que Mussolini, a pesar de que le debía al príncipe varias victorias marítimas, lo considerara (sobre todo desde 1943) una figura que podía hacerle sombra.
A pesar del empeño de Borghese, los neoyorquinos no sufrieron el ataque planeado. El Leonardo da Vinci, en viaje hacia la base de Burdeos, donde debía ser acondicionado para la misión transatlántica, fue destruido por la armada británica el 23 de mayo de 1943. El proyecto estaba condenado. El 25 de julio de 1943 cayó el gobierno de Mussolini y el 8 de septiembre se firmó el armisticio. Aunque Borghese renunció a atacar Nueva York, no se rindió a los estadounidenses. “Para salvar el honor del país”, siguió luchando contra los aliados, lo que lo llevó a estar junto a las fuerzas nazis, respecto de las cuales la X MAS se consideraba autónoma: se había firmado una especie de pacto-reglamento entre la X MAS y los alemanes, que establecía esa independencia. En los hechos, esa “libertad” era casi imposible. Borghese, anticomunista acérrimo, no había ocultado nunca que su pensamiento era de extrema derecha, aunque no podía considerárselo un mussoliniano (Mussolini no le simpatizaba) ni tampoco un nazi. A la hora de la derrota, los partisanos quisieron ejecutar a Borghese por todo lo que había hecho durante el período de la República de Salò, el Estado títere que Mussolini había creado en 1943 en el norte de Italia, bajo la vigilancia de Hitler. Borghese nunca había estado a total disposición de Mussolini, menos aún en el período de Salò, hasta se le había enfrentado en alguna ocasión, pero había terminado combatiendo junto al ejército alemán y matado a italianos del bando contrario, aunque había jurado no hacerlo. A pesar de todo eso, las fuerzas norteamericanas exigieron que los partisanos les entregaran a Borghese, al que necesitaban para obtener información y para luchar contra el comunismo, encarnado en Tito, que iba a estar a las puertas de Italia, apenas cruzada la frontera con Yugoslavia. De salvar al príncipe se ocuparon personalmente el general William Donovan, el “padre de la inteligencia estadounidense”, que inspiró la creación de la CIA; su hombre de confianza, James Angleton, y se dice que también la Iglesia (el obispo Montini, futuro Pablo VI, era el contacto de Donovan en el Vaticano). El príncipe italiano que había querido destruir Nueva York se con-
virtió en pocos días en un informante de primer nivel para los Estados Unidos. Todas las operaciones secretas submarinas que se ven hoy en los films de acción de Hollywood derivan de las enseñanzas impartidas por el príncipe a sus nuevos amigos. A pesar de su súbita “buena voluntad”, Borghese debía ser castigado porque habría sido un escándalo y una humillación para los partisanos que el príncipe quedara en libertad. Sometido a juicio, fue sentenciado a doce años de cárcel, de los que cumplió sólo cuatro. Ya libre, por supuesto, fue director de un banco. En la posguerra, Borghese estuvo siempre cerca de los grupos neofascistas como el Movimiento Social Italiano, de Giorgio Almirante y cuando éste le pareció demasiado “liberal”, formó otra agrupación aún más dura, el Fronte Nazionale. En 1970 llegó a montar un golpe de Estado, al que se conoce como “golpe Borghese”, que fracasó. El objetivo de ese hecho, nunca del todo aclarado, habría sido el secuestro del presidente de la República, Giuseppe Saragat, y la formación de un gobierno autoritario de derecha. Para evitar ser detenido, Borghese se refugió en España. La mitad de los políticos italianos y del Vaticano rogaban que no abriera la boca. En 1974, mientras pasaba unos días de vacaciones en Cádiz, después de haber tomado una copa de champagne en una lujosa finca, Borghese murió. Se dijo que lo habían envenenado; se dijo que había llegado a Cádiz acompañado por una bella mujer que desapareció. Se dijo que esa mujer era de la RAI. Otros, simplemente, negaron esa presencia femenina. Hasta se piensa que el príncipe puede haber muerto de un “normal” infarto. © LA NACION
DE NO CREER
Boudou, el converso, la pasa mal CARLOS M. REYMUNDO ROBERTS LA NACION
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OBRE Amado Boudou: después de verlo el otro día por televisión hablando mal de la Justicia y de los diarios, me pregunté hasta cuándo seguirán pidiéndole los Kirchner pruebas de que su conversión a la causa nacional, popular y progresista es sincera. ¿Hasta cuándo? Nada parece alcanzarles. Es cierto, Boudou era un liberal convencido, militante de la Ucedé... Todo eso es cierto. Pero, ¿hasta cuándo deberá cargar el pobre con ese estigma? ¿Nunca se convencerán de que eso ya pasó y que ahora se ha dado cuenta de que estaba equivocado? ¿No entienden que aquellos gustos y preferencias fueron pecados de juventud que apenas si llegaron hasta sus cuarenta y pico de años? ¿Se puede castigar eternamente a alguien por haber descubierto la verdad un poquitín tarde? ¿No es preferible una conversión postrera (y “exprés”, para usar palabras del ministro) que morir en el error? Cada vez que el bueno de Amado recita el credo progre, aprendido de apuro; cada vez que habla bien del Estado y mal del mercado; cada vez que condena al Fondo Monetario Internacional o a las corporaciones, ya sabemos que detrás ha estado
el matrimonio presidencial azuzándolo y pidiéndole pruebas de amor y fidelidad. El, culposo, entrega esas pruebas con extraordinario empeño, sobreactuando todo, y cuando cree que por fin Néstor y Cristina están convencidos, se despachan con el reclamo de nuevas pruebas. Por eso, sospecha que este juego perverso no terminará más, y su peor pesadilla es verse arrojado fuera del Gobierno después de haber dejado en la porfía toda su historia, sus viejos amigos y sus creencias. Como Gaudio, Boudou no la está pasando bien. Es verdad que como economista liberal de tercera o cuarta línea probablemente no hubiese llegado nunca a ser ministro. Pero ponerlo frente a las cámaras de televisión para que hable mal del diario LA NACION, con el que seguramente tanto se ha identificado siempre, no le debe haber resultado fácil. De hecho, en esa conferencia de prensa se lo vio nervioso, inquieto, incómodo, como quien repite por encargo un libreto que le parece horrible. Imaginémoslo al pobre Amado encontrándose en la calle con sus ex alumnos de la Universidad del Centro de Estudios Macroeconómicos Argentinos (CEMA), el
antro liberal en el que hasta hace pocos años enseñaba las bondades de la economía del mercado. ¿Qué les dirá? ¿Cruzará de vereda o intentará reconvertirlos? Pensemos también en su biblioteca de estudioso y docente, que de pronto se tornó incómoda y hostil. ¿Ya habrá tirado esos libros que para él eran la Biblia, temeroso
Es verdad que como economista liberal de tercera o cuarta línea quizá no hubiese llegado nunca a ser ministro de que alguien se los descubra? ¿Habrá salido a comprar otros, opuestos, cuyos títulos seguramente ni siquiera recordaba? Pensemos en cómo ha de temer que algún malvado les dé la palabra a sus antiguos compañeros de ruta de la Ucedé o le dispare con un archivo de todo lo que ha hecho y dicho. Ya se ve que no es fácil la vida de un buen burgués, amante de la noche, de las discos, de las motos de alta cilindrada, de
lujosos departamentos en Mar del Plata, su ciudad, que de buenas a primeras tiene que mostrarse como el campeón del mundo de los progres. Y, el colmo de los colmos, trabajando para patrones que ni siquiera le creen. Con toda la razón, él bien podría argumentar que esos mismos patrones hoy se abrazan con Osvaldo Papaleo, un reaccionario que cerró el diario La Opinión, de Jacobo Timerman, y que aplaudía cuando la Triple A de su admirado López Rega derramaba sangre montonera. Con toda razón podría recordarles que ahora tienen como aliado en el Senado a Carlos Menem, y si definitivamente se ofusca podría citar las furibundas críticas que años atrás hacían las Madres de Plaza de Mayo de Santa Cruz al entonces gobernador por negarse a recibir a Hebe de Bonafini y por darle la espalda a la causa de los derechos humanos. Humildemente, yo me permito aconsejarles a los Kirchner que no tiren demasiado de la cuerda. Que no exageren. No sea cosa de que Amado se suba a su HarleyDavidson y, harto y arrepentido, tome a toda velocidad el camino de regreso. © LA NACION