La estrella de la lluvia
Santa Cruz de La Palma, julio de 1982 Recuerdo aquel inicio de atardecer en el que mi tío Abel me invitó a conocer su nueva propiedad en Santa Cruz de La Palma. Se trataba de una antigua casa, situada en el mismo casco de la ciudad, en una más de las muchas calles marcadas por la acentuada pendiente que la capital palmera tiene a lo largo de su trazado urbano. El recorrido me producía una mezcla de calor, resudor y cansancio, que se acrecentaba a medida que caminábamos atrapados por el sol propio del verano de 1982. Al pasar por el portal del Ayuntamiento, sobrecogido, me busqué entre los pequeños grupos de muchachos sentados en los bancos a la sombra. Protegidos del intenso sol, comenzaban sin duda su divertida tarde veraniega y pensé: «Ese de ahí podría ser yo en otros tiempos». Aquellos momentos no podían volver y con resignación me alegré al pensar que la vida seguía apenas sin cambios. Habíamos dejado atrás el Teatro Chico, al inicio de la calle Díaz Pimienta. En mi memoria surgió el recuerdo de la emisora de radio que albergó este lugar en mi niñez, con sus programas en directo, con sus gratos momentos y con la misma ilusión que hoy supondría para cualquier niño la visita a un plató de televisión. −Ángel, la sorpresa que te tengo debe ser un secreto −advirtió mi tío−. Como siempre, no se lo contaremos a nadie −añadió. • 17
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−De acuerdo −le aseguré, y sonreí. Ambos nos miramos y mi tío aceptó. Su pensamiento se refugió en aquella sonrisa amarga que le perseguía desde que lo conozco. Abel Herrera era el tercero de los siete hijos de don Fernando Herrera y de Sara Castro. Demostraba una actitud positiva y desafiante ante la falta de recursos con los que atender las necesidades de los suyos y, como les sucedía a muchas otras familias palmeras y del resto de las Islas, en él y en sus padres afloraban los deseos de marchar a América1 por su fama de riqueza, la buena acogida que allí se les dispensaba a los isleños y la búsqueda de fortuna. Todo ello les hizo emigrar a Cuba. De todos era sabido que el espíritu de los emigrantes estaba mentalizado para sufrir las circunstancias más adversas: sacrificios, naufragio, hambre, sed e incluso el riesgo de morir. De mi tierna infancia surge con facilidad la presencia de mi abuela Sara, mujer pequeña pero de una gran fortaleza y profundos sentimientos. Me la imagino atravesando el océano Atlántico en un barco de la época, viajando a Cuba como una emigrante, como una heroína. Sí, en una larga travesía hacia la peligrosa América hispana, de la que todo el mundo había escuchado historias sobre navíos atacados por filibusteros estadounidenses que acosaban a barcos españoles, además de los nunca olvidados episodios de la guerra de Cuba. En mis sueños, solo una persona, la abuela Sara, había conseguido con su comportamiento ejemplar tranquilizar a la familia, y con su conducta esperanzaba al resto de los aventureros. Había sido una mujercita pequeña pero 1 En la América hispana se mezclaron idealistas, contrabandistas, mercenarios y negreros para luchar al lado de los independentistas, que querían liberarse del despotismo de la corona española. Actuaban principalmente desde Florida, donde los filibusteros estadounidenses acosaban a los barcos españoles. Los historiadores ven en este proceder, que continuó hasta el siglo XIX, una preparación para la guerra de Cuba.
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corpulenta, isleña; la inmortalizaba con su cabello blanco, recogido en una especie de moña. Toda ella perduraba en mi recuerdo como un personaje de intenso luto: zapatos, medias cortas, vestido con enormes botones y rebeca a la que tenía adherida la imagen de su Virgen, la de Las Nieves. Recordaba su pequeña nariz, sus grandes ojos marrones y una antigua cicatriz casi invisible en la mejilla derecha que resaltaba en su blanca piel y ante tanto negro. Durante la Segunda República, la familia retornó a La Palma ante el empeoramiento económico y político de Cuba. Las buenas noticias sobre la situación de la Isla hacían florecer de nuevo en ellos el sentimiento ancestral. Nunca habían olvidado el lugar al que pertenecían realmente, y añoraban la casa familiar y la vida aquí. Durante la guerra civil y tras la victoria nacional, que dio inicio a la dictadura militar del general Franco, la vida de mi tío Abel pasó por una época de penurias y necesidades, al igual que la de la mayoría de los desafortunados de esta guerra. El hambre que no era capaz de mitigar las cartillas de racionamiento y, sobre todo, el acoso por parte del nuevo régimen durante toda su niñez, adolescencia y madurez lo convirtieron en un personaje con aire melancólico, sumamente introvertido, desconfiado y temeroso, que se refugiaba en su familia y su trabajo. Mi tío Abel y sus hermanos vivieron toda la vida con el miedo en el cuerpo, sentimiento que se convirtió en una norma que heredamos sus hijos; para mí era como una enfermedad genética que asumimos desde la infancia. Aquel amanecer de julio de 1982 me desperté con el presentimiento de que algo importante ocurriría. Estaba de nuevo en mi isla tras una larga ausencia y era consciente de encontrarme embestido por la nostalgia de mi infancia, que se acrecentaba a medida que recorría las calles y escondrijos de la capital, Santa Cruz de La Palma. Me resultaba
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tentador resbalar por la pendiente de la melancolía. La Palma, lejos de ser un lugar monótono y evocador del pasado, aún me resultaba una isla viva, llena de alegría, que mantenía sus costumbres. Estaba pisando mi isla encantada, rodeado de recuerdos que me hacían pensar que el tiempo no había pasado. De esta forma transcurrieron los días, a lo largo de los cuales me dediqué a caminar por mis lugares preferidos, que cada vez se me ofrecían más fascinantes. Tenía sentimientos contrapuestos. Por una parte, quería recuperar las pérdidas que el tiempo nos ocasiona sin renunciar a mi vida actual, a mi propia familia. Por otra, no podía evitar la nostalgia que despertaba el pasear por lo que quedaba de las playas de mi infancia, el muelle, la avenida Marítima, mi antigua casa; lugares donde me reunía con amigos, encuentros con mi hermano... e intentaba resistir la remembranza que daba lugar a la melancolía. Si bien es común que uno espere que pueda suceder cualquier mal, pocas veces estamos prevenidos para ello, al igual que no se puede lograr que retorne el agua que ya pasó y, sobre todo, que olvidemos lo que ya sucedió, pues uno puede lamentarse, pero no rehacerse. −Vamos, Ángel, date prisa, está cerca −dijo mi tío Abel al notar que estábamos cada vez más separados. Asentí. Iba algo rezagado, por lo que aceleré el paso. Miré a ambos lados de la calle y comprobé una vez más lo solitaria que estaba. Seguí a mi tío a través de aquel camino estrecho, más encorvado que las calles y algo liado por las vueltas innecesarias de su recorrido, entre callejones de trazado irregular que conducían al visitante extraño siempre al mismo lugar. Así hasta que el final del cruce de la calle Díaz Pimienta se perdió a nuestras espaldas. −Cansado, ¿eh? Falta poco... Casi estamos –dijo mientras cruzaba la acera y me animaba de nuevo.
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Sus palabras me hicieron pensar en la baja forma física que tenía yo ahora en comparación con el poco esfuerzo que me hubiese costado durante mis correrías infantiles. En esta parte de la ciudad, las viejas viviendas no se alzaban más de dos alturas. En ellas se veía siempre algún nuevo detalle que nos podía indicar el futuro trágico al que estaban abocadas y que comenzaba con el abandono, la rotura de ventanas, puertas desvencijadas, fachadas sin pintar, balcones maltratados, tejas caídas y rotas, que parecía que solo beneficiaban al osado verode. Su supervivencia estaba a expensas del tiempo, de los regidores y del amor de sus propietarios, que eran los que habían decidido su subsistencia, su destrucción o su tránsito hacia lo nuevo. Nos detuvimos frente a un portón, similar al de otras casas que nos encontramos en todo el recorrido, de construcción antigua. Quizá esta entrada se diferenciaba del resto en su madera no labrada, manchada, oscurecida, deteriorada por el tiempo, y la humedad, extendida a la totalidad del frente de la vivienda. Sus laterales estaban protegidos por altos muros de piedra que no solo rodeaban la fachada, sino que se perdían en el fondo de la calle y al pie de la montaña, lo que le daba una mayor privacidad. Por un momento me la imaginé con su colorido y aspecto original, y eso me animó.
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La casa de los Mendoza Frente a nosotros se levantaba lo que me pareció el despojo abandonado de un hogar, humilde para nuestros tiempos, que indudablemente honró a sus antiguos dueños. Mi tío sacó un manojo de llaves y, al tercer o cuarto intento, la cerradura cedió. Tras el crujir deseosamente esperado, comenzó a abrirse la puerta. La levantamos para evitar los desagradables sonidos que surgían de lo que me pareció una mezcla de rechinamientos y chirridos, como si la misma puerta se quejara. −Tranquilo, siempre le cuesta abrirse; date cuenta de que estuvo mucho tiempo cerrada, pero ya verás como lo soluciona el maestro Juan, el carpintero. ¡Ya lo tengo avisado! –aseguró mi tío, adelantándose a mi incertidumbre y con ánimo de justificarse. Siempre le preocupaba mucho lo que los demás pensaran de él y del cuidado que les prestaba a sus posesiones. Continué en silencio, hasta que al fin actuaron las bisagras, con ese ruido característico que indicaba que se resistían. Forzamos la puerta hasta conseguir el espacio necesario que nos permitiera acceder a la casa. Mi tío me invitó a entrar con un leve gesto y, nada más en el interior, ambos respondimos con una mueca de desagrado ante el maloliente aire que nos llegó.
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La penumbra cubría la totalidad del interior de la casa, pero poco a poco comencé a distinguir los trazos de una escalera que se iniciaba en el lado derecho de la puerta. También advertí un corredor que comunicaba el pequeño vestíbulo y el pasillo de entrada; me pareció una pequeña sala que recibía luz propia a través de una ventana y que justificaba un patio interior. −Dale tiempo a que tus ojos se acostumbren a la oscuridad –me susurró mi tío, apartándome para adelantarse y abrir la ventana. Esto hizo que mejorara rápidamente la visibilidad del lugar y noté cómo el aire fresco empezaba a circular. De pronto nos encontramos en el interior de una estancia con paredes cubiertas de estanterías atiborradas de libros y cuadros que cubrían los pocos espacios libres que estas dejaban. Una mesa antigua con su sillón ocupaba una zona que entendí, por su disposición, como un lugar de trabajo, rodeado de pinturas que me parecieron representaciones de ángeles, retratos de personajes no familiares... Observé a mi tío, que estaba embobado. Él rió y me guiñó el ojo. −No sé lo que tiene este lugar, Ángel. Tú sabes que tengo necesidad de pasear a diario para compensar mi trabajo sedentario, y todos los días termino frente a esta casa, como si me hubiese convertido por casualidad o por fortuna en su guardián, después de haberla comprado a finales del año pasado. ¿Sabes?, la propiedad era de uno de los descendientes del matrimonio que vivió aquí hasta su muerte –explicó mientras trataba, ensimismado, de ordenar su pensamiento y continuar con su relato−. Recuerdo que le pregunté al heredero si tenía intención de dejar la vivienda limpia de muebles u objetos personales y me respondió que le disculpara, que no tenía tiempo. Ni podía llevarse los trastos de la familia, con los cuales llevaba mucho tiempo sin tener contacto. Para él la herencia había sido una sorpresa.
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−¿Volviste a verlo? −le pregunté intrigado y con la esperanza de que hubiera rectificado. −Sí –respondió–. Ya en el notario insistí en que visitara la casa, que quizá encontraría alguna cosa que le gustaría conservar, pero dejé el tema al ver que no tenía el menor interés en ello. Una vez más se cumplía la máxima de lo difícil que es que un hombre consienta un consejo y lo fácil que es el hecho de que terminará por aceptar dinero. Esto se traduce en que el dinero vale más que el consejo. Aunque me negaba a admitir esta reflexión, esta vez compartía su sentimiento. −No me gustaría recibir ese trato ni después de muerto –me apresuré a decir. −Quiero ser impecable con mis palabras y no hacer suposiciones sobre lo que los demás hacen o piensan −dijo, y continuó con cierto remordimiento−: estoy cansado de que las personas comprendamos mal las cosas, convirtamos en algo personal nuestras diferencias y, al final, acabemos haciendo un gran drama, con la tristeza que ello conlleva. Ante estas confesiones de mi tío, me vinieron a la memoria las muchas veces que había participado y sido testigo de chismorreos, a partir de suposiciones, como una forma de comunicarnos y enviarnos ponzoña los unos a los otros. La mayoría de las veces el temor a pedir una aclaración casi nos obliga a que hagamos figuraciones, y lo peor es que creemos que son ciertas; después, las acogemos e intentamos que sea la otra parte la que está equivocada. Solo vemos lo que queremos ver y oímos lo que queremos oír. Por eso yo mismo me había propuesto evitar fantasías, imaginaciones e invenciones y apoyarme en la realidad. −Ángel, bienvenido a la que fue la morada de don Floricel Mendoza y de su esposa, doña Nélida Santos, que en paz descansen. Era un matrimonio que pasó desapercibido y que no tuvo hijos; su irrelevante vida pasó inadvertida,
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excepto para sus únicos vecinos, los García, cuya situación estratégica les permitía desde siempre saber lo que pasaba en la casa, y hay que decir que los Mendoza también se enteraban de todo lo que hacían ellos. Ya te contaré con calma lo poco que conozco de esta familia desde que el destino me convirtió en beneficiario obligatorio de sus intimidades −relató mi tío, que en este punto se quedó abstraído un momento y después continuó−. Este lugar está lleno de tesoros y te los dejo para que los descubras; haz lo que quieras, pero yo siendo tú comenzaría por los libros, tus amigos, a los que estás acostumbrado a tratar. Conocía bien el uso que mi tío le daba a la palabra tesoro; no se podía aplicar en su sentido estricto. Para él significaba algo más: una mezcla de misterio, enigma, secreto, y su importancia crecía a medida que profundizaba en ello. Mientras fuese resolviendo las incógnitas, ese tesoro sería una nueva fuente de conocimiento sobre la historia no contada de Santa Cruz de La Palma, en la cual Abel era experto. −¿Ves? Esta estantería está repleta de libros −continuó mi tío−. Además, haremos un trato: te llevas lo que quieras, siempre que me tengas informado de tus averiguaciones. –Acepté con una sonrisa, acompañada de una mirada de complicidad.
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Mi tío Abel y su casa taller Su profesión de joyero, platero, orfebre, artesano... le hacía merecedor del respeto de muchos y era consultado por coleccionistas, anticuarios e incluso sacerdotes que querían conservar sus reliquias. Actuaba a veces como estimador y consejero en el reparto de herencias y legados importantes de obras de arte, monedas y joyas antiguas. Todo ello lo convertía en confidente de grandes y ricas familias de la Isla. Mi tío Abel me había contado múltiples secretos de personajes muy conocidos en La Palma. Siempre me advertía que por respeto a la familia del personaje, sus narraciones debían ser un secreto profesional, como si de un sacerdote o de un médico se tratara, por lo que aquella información no se podría divulgar. −Ángel, te lo cuento porque quiero que lo que he visto en otras familias no ocurra en la nuestra; incluso con tristeza hay que aprender de las miserias humanas –decía convencido. Me hablaba de ventas de alhajas, joyas, reliquias y prendas de gran coste, sin menospreciar su valor afectivo. También de cómo se desprendían de su patrimonio por vicios disimulados y deudas de juego y, a veces, de objetos de procedencia familiar que le hacían dudar de su
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legítima pertenencia. Me contaba incluso de hijos que vendían a escondidas de sus padres o del marido que lo hacía con desconocimiento de su mujer. Me revelaba con desánimo cómo determinadas mujeres se deshacían de sus joyas más queridas, y él, como tasador de la colección, siempre que podía apartaba determinadas piezas que tenían como valor añadido el aspecto sentimental, sin menosprecio del precio final, para que continuasen en posesión de sus dueñas, a las que se las devolvía al término de la tormenta económica familiar. Él no olvidaba cómo se lo agradecían. En la intimidad de su taller, que compartía espacio con su propia vivienda, vendía, reparaba y, para mí, daba forma a verdaderas obras de arte. Obtenía joyas únicas y complementos para piezas antiguas. Estaba acostumbrado a realizar encargos como zarcillos, colgantes o pendientes que hicieran juego con el anillo heredado que había pertenecido, como mínimo, a una bisabuela. Él, con su oficio, era capaz de obtener una pieza de una gran semejanza con la joya excepcional, merecedora de cualquier comparación con reliquias originales de distintas épocas. En su negocio taller de joyería abierto al público, donde sin embargo la clientela era atendida a puerta cerrada, la intimidad rozaba lo familiar. El interesado llamaba a la puerta de la calle y mi tía, que servía y cuidaba a su esposo con verdadera devoción, lo recibía. −María, mira a ver quién es –decía con voz que sonaba en toda la casa. Desde una de las ventanas del taller o desde la parte más familiar de la vivienda, advertía la visita e inmediatamente informaba a mi tío Abel, a la espera de recibir órdenes precisas. Los inoportunos o indiscretos eran considerados como verdaderos intrusos y no se les permitía el acceso a la casa. Esta negativa no llevaba ningún tipo de disculpas: era una práctica que su clientela encajaba bien.
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Más de una vez oí decir a mi tío: «Dile que vaya al mercado o a la carnicería de Chano y que luego vuelva», como si supiera exactamente las necesidades o el recorrido que tenía que realizar el cliente, con el fin de evitarle el perjuicio de la demora. La familia de mi tío vivía como en un castillo medieval o en un barco; solo podía subir a bordo quien estuviera realmente invitado. Era como si la escalera que unía la puerta de la calle con el taller fuese un puente con el mundo, que lo alejaba temporalmente de los vínculos y obligaciones que le podían imponer la sociedad y su propio oficio. La entrada a la casa se realizaba a través de una soportada escalera de dos tramos que servía de camino al taller. Un hermoso peldaño de arranque separado a menos de un metro de la puerta de la calle reducía el espacio para el visitante. Aunque el primer tramo era corto, entre los peldaños existía una altura difícil para los ancianos o personas con algún impedimento físico. Tenía una baranda que admitía sujetarse y un rellano para permitir el descanso, al que se añadía un pasamanos como elemento decorativo y protector. El segundo tramo facilitaba el paso al taller y tenía solo tres peldaños. Desde el cuarto de trabajo se podía acceder con facilidad a cualquier parte privada de la vivienda, la cual permanecía abierta, sin barreras: no tenían nada que ocultar. Se trataba de una casa antigua y bien conservada, con suelos de madera y ventanales que incorporaban miradores.
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Donde se cuenta cómo fue el descubrimiento de Ephemerides Familiares No puedo precisar en qué momento mi tío me dejó solo en la casa de los Mendoza Santos; quizá había pasado más de una hora, pero la noción del tiempo transcurrido se fue aminorando a medida que desaparecían las primeras sensaciones, que dieron lugar a otras, como el olor a papel enmohecido. Todos mis sentidos se dirigían a la búsqueda; mis manos rozaban las cubiertas de algunos libros u otros objetos que me resultaban interesantes. Tenía prisa. La luz que suministraba la ventana iba siendo insuficiente y la estancia carecía de alumbrado eléctrico, así que apunté en mi memoria el volver mejor preparado la próxima oportunidad. Descubrí entre los títulos, borrosos por el paso del tiempo y en medio del estante de un armario, varios ejemplares desconocidos para mí. Arrebaté uno y con interés lo examiné. Se trataba de un viejo volumen protegido en pergamino en el que resaltaban letras negras sobre un fondo de piel clara. Forcé la vista, acerqué el libro a la luz que proporcionaba el ventanal y me pareció leer «Ephemerides Familiares».2 Aunque perfectamente encuadernado, 2 Ephemerides. Uso derivado del latín. Se llamaba así el libro que recoge o narra los hechos diarios. Efemérides procede del latín ephemerĭdes, ‘de un día’. De la misma voz procede el adjetivo efímero. Empezó a utilizarse el término en el siglo XVI.
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estaba compuesto a mano y distinguí tres tipos de letra, todos en castellano antiguo. Escrito por una sola cara, los bordes desgastados y más oscuros del papel viejo y amarillento enmarcaban cada página; tuve la impresión de que aquel libro era la clave de algún misterio importante, mantenido o alimentado por generaciones diferentes. De nuevo pasé las páginas del documento hasta la primera y lo leí en voz alta. Sí, no cabía duda, el armario se encontraba en un sitio privilegiado, como si de forma intencionada sus guardianes hubiesen tratado de tomar las medidas necesarias para su buena conservación. Me pude percatar de que el armario no estaba adosado a la pared y permitía la circulación del aire; los ejemplares no estaban apilados y se encontraban en posición horizontal. Además, el mueble estaba provisto de un sistema de ventilación indirecta pero permanecía cerrado. Me cercioré de que se encontraba en una zona no expuesta a la luz natural y de que los puntos de iluminación artificial no se encontraban próximos. Estaba seguro de que estas medidas evitaban que en esa zona se condensara la humedad, que se mantenía constante, al igual que la temperatura suave y regular de la capital palmera. Todo ello contribuía a mantener durante años, quizá siglos, unas condiciones óptimas de conservación. A pesar de ello, temí que la interrupción de los cuidados en los últimos años y la falta de limpieza pudieran haber producido daños en los ejemplares. Envolví mi trofeo con la chaqueta para protegerlo, con el propósito de dar por finalizada mi visita, cuando a la salida de la sala me encontré con una puerta que no había examinado. Vencido por la curiosidad, la abrí y me hallé en un sombrío y estrecho corredor; caminé a tientas, rigiéndome por el muro, como si intentase orientarme dentro de una oscura gruta, hasta que llegué a una puertita situada en lo más profundo del pasillo. La abrí de par en par y me quedé bruscamente hipnotizado cuando surgió ante mis ojos un
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patio interior con una encantadora fuente, iluminada por los últimos rayos de luz del día, que se proyectaban de una manera extraordinaria. El patio servía de distribuidor y daba acceso a otras dos puertas, una de las cuales estaba abierta y separada del centro por un pequeño pero distinguido pasaje sostenido por dos columnas de un estilo pintoresco y casi moruno. Sus paredes y techos mantenían todavía el vestigio de exquisitos realces, originalmente de colores vivos y con antojadizos adornos. La otra puerta daba a un dormitorio y a una ventana a ras del suelo, que comunicaba con el patio, del mismo estilo sin duda, y que seguro también tenía su historia. No sé cómo, inmediatamente me encontré en una habitación larga y sombría con techo pintado y con gruesas vigas, paredes encaladas, libre de mobiliario y sin rastro de su antigua decoración. Tenía dificultad para describir el suelo, no sé si malogrado o sucio, pero vislumbraba algo de colorido y armonía con el resto. Parecía que la habían mantenido desierta desde siempre y el aspecto del lugar me sugestionó fuertemente. Quedé impresionado ante una morada sencilla en el exterior e innegablemente lujosa y confortable en su intimidad. Lo entendí como el afán de evitar ostentación ante los desconocidos y con un oculto interior lleno de todas las delicias y refinamientos para el disfrute de sus moradores y sus invitados. Todo aquello era un enigma; se trataba de una entrañable casa que seducía y atraía a simple vista. Mientras la abandonaba me pregunté cómo haría para penetrar en los íntimos secretos allí escondidos. Salí de la casa con la sensación de ser vigilado; mi instinto de protección actuó de forma inmediata, ocultando lo que consideraba ya mío. Bajé aprisa por aquel callejón semioscuro y con el silencio roto por mis pasos. Aquella noche, de regreso a mi apartamento, todo me parecía inverosímil. Tras haber contemplado la poética morada
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que había abandonado horas antes, me sentía confuso; necesitaba volver a ella de día y con buena luz, analizar mi hallazgo. Entonces, una idea surgió en mi mente y rememoré un argumento que solía angustiarme, pero que en otros tiempos y circunstancias me había ayudado a ser más cauto en mis pasiones. Fue el momento en que recordé una copla: Yo me enamoré de noche y la luna me engañó. Otra vez que me enamore será de día y con sol. En la soledad de mi casa familiar busqué un rincón cómodo. Me propuse proteger el documento evitando las manipulaciones innecesarias. Con las manos secas y limpias, decidí leer las primeras líneas, pero me costaba entender muchas de sus palabras, lo que me obligó a dar saltos, releer y usar mi inspiración y mi fantasía para completar la parte oscura del contenido. Sin darme cuenta me había sumergido en un mundo de imágenes y sensaciones desconocidas para mí. Me pareció que el libro relataba la historia de un hombre joven, acompañado de su familia, que llegó a la isla de La Palma desde Cataluña con la esperanza de encontrar una vida nueva. La narración comenzaba con la huida de un personaje que intentaba borrar todo rastro de su vida anterior y sus protagonistas se me antojaban tan reales como el aire que respiraba. Su lectura me arrastraba a un pasadizo de aventuras y misterio que no quería desaprovechar. Me dejé sitiar por la historia hasta muy entrada la noche y aguanté la fatiga. Me negaba a decir «hasta la vista» a sus personajes y no pude precisar cuándo me venció el sueño. Al día siguiente estuve tentado de llevar a fotocopiar lo que consideré un manuscrito, pero recordé que no se acon-
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sejaban los procedimientos de reproducción que entrañaran manipulación mecánica, ya que podían producir efectos negativos sobre la conservación. Así que anoté en mi memoria la necesidad urgente de fotografiar todo el ejemplar. Los tres últimos días pasaron a una velocidad de vértigo; necesitaba reunirme con mi tío. Tras mi jornada laboral, ansioso, regresé a la capital. Deseaba informarlo de mi descubrimiento y del plan que estaba fabricando, que incluía como primera medida releer de cabo a rabo nuestro libro. Ya la noche anterior le había dado un nuevo repaso porque tenía numerosas dudas sobre aspectos lingüísticos que no era capaz de interpretar o comprender. Impaciente, me encontré con notas cargadas de escritura confusa que necesitaba desmenuzar, y así asimilar lo leído. Tuve que frenar, pues no podía leer continuamente: debía ser más cuidadoso, pensar más, evitar perder parte de su contenido. Con la esperanza de que poco a poco todo tomara cuerpo y se afincara en mi mente, me propuse que el repaso de los pensamientos depositados en el manuscrito no serían huellas de un viajero en la arena. El relato me permitía ver el camino que habían seguido a través de sus propios ojos, pero tenía que aprender el uso exacto de sus palabras y no solo el efecto de su empleo. Comencé a admirar las cualidades de los personajes de la historia que leía, su atrevimiento y sus amarguras, superadas gracias a su gran espíritu de lucha contra los contrastes sorprendentes de sus vidas; aprendí las diferencias entre su pasado y su presente: eran seres vivos de épocas pretéritas, reconocidos por su valor y sus obras, que chocaron con la maldad y con el desamor al prójimo. No quería que la lectura se convirtiera en una forma fría y muerta que almacenara en mi mente. Intrigado, mi tío inspeccionó con sumo cuidado el documento, mientras yo respetaba su silencio durante el tiempo que creí sensato. Después lo interrogué.
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−Entonces, ¿el libro es un borrador, un diario familiar? –pregunté desconcertado. −Por lo que aquí se ve es una encuadernación de tres escritos diferentes, guardados celosamente y con buenas condiciones. Deduzco que tenía suma importancia para sus dueños y se trata de un manuscrito. −¿Podría ser el original de un libro? –cuestioné. −Estoy convencido de que podemos averiguar su procedencia, a pesar de que sus dueños murieron hace más de tres años y de que las condiciones adversas de conservación, sobre todo la humedad, hayan malogrado su cubierta −aportó mi tío−. A lo mejor... Alberto; sí, Alberto nos puede ayudar. Sabes que sus opiniones me merecen el mayor respeto –añadió−. Habría que buscar la manera de indagar sobre las actividades y costumbres de los antiguos habitantes de la casa; igual a través de sus vecinos... El único que me ha revelado interés ha sido Juan García, pero tengo ciertas reservas. No creo que sea prudente contarle nada, por su excesiva curiosidad. ¡Todo lo quiere saber! Mi tío tenía trato diario con personajes importantes de la Isla como anticuarios, coleccionistas, amantes del arte en todas sus expresiones... Siempre me hablaba de ello, de sus tertulias y, sobre todo, de su amigo Alberto; de él destacaba su sensibilidad especial y el amor que sentía por su ciudad y por cualquier tipo de expresión artística. Alberto era un acreditado conocedor del arte y la cultura de La Palma, una autoridad en la materia, popular por su buen gusto. Era muy respetado por todo el mundo, incluso por aquellos personajes que querían controlar la vida de los demás para que se pensara, hiciera y sintiera lo que ellos consideraban su doctrina. Esta manera de actuar era una práctica habitual entre algunos palmeros y causaba grave daño a la sociedad. En el caso de Alberto, confundían la delicadeza y refinamiento con suposiciones infundadas sobre sus tendencias sexuales.
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Lo que aconteció en la visita al taller de las bordadoras Aquel mediodía, después de comer, mi tío me propuso que nos acercásemos hasta la calle Trasera. Como ya era costumbre, durante todo el trayecto caminé tras sus pasos, sin poder alcanzarlo. Como no quería perderme, se detuvo antes de doblar la esquina, desde donde me señaló por dónde debía seguir. Al fin entró en una bocacalle y esperó a que llegara a su altura, y así entramos juntos al taller de Alberto. Ya en su interior, lo encontramos concurrido, con una buena representación de aprendices y mujeres bordadoras de la Isla, que acudían allí desde siempre y cuyos diseños artesanales estaban considerados como la corriente oficial. Eran famosas las tertulias permanentes que se prolongaban durante toda la santa tarde en su taller. En él se congregaban generaciones diferentes, desde mujeres ancianas a casi niñas. Rechazaban a las curiosas desocupadas sin aficiones artesanales; allí no se iba a perder el tiempo, lo que no impedía que, entre labor y labor, pasaran la tarde charlando de los principales sucesos ocurridos en La Palma, comentando cuanto se veía y oía. Alrededor de la mesa principal había un grupo de mujeres de todas las edades, ataviadas con batas de colores cálidos con predominio de matices dorados o rojizos. Al fondo del taller, junto a una ventana, se veía a varias sentadas en
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torno a una mesa, bordando y conversando animadamente. Entre ellas reconocí a la que parecía de mayor edad: era Nieves, una conocida artesana. A su lado se encontraban Carmen, de algunos años menos, y Lola, una jovencita de agradable semblante, gracias al cual se enmendaba su alterada figura, fruto de su sobrepeso. Pensé que en mi niñez todas las mujeres palmeras eran así, naturales, sencillas y afables. Mi tío se detuvo un momento para contemplar, complacido, cómo trabajaban las bordadoras, gozando de su calma, de sus rostros serenos, de sus sonrisas... Su retahíla parecía tan inocente como el ronroneo de un gato y, de vez en cuando, alguna de las muchachas reía escandalosamente, acompañada de risitas roncas que le servían de coro. Daban la impresión de estar pasándolo muy bien, desprendían alegría. Siempre me ha llamado la atención cómo los trabajos manuales no impiden realizar a la vez otras actividades, y cuando se llevan a cabo en compañía, las personas disfrutan de una mayor relajación; su mente está más preparada para la comunicación. No deja de ser una buena medicina para resolver los conflictos y las preocupaciones. A medida que nuestra presencia se hacía evidente, el ruido que emanaba del taller disminuía progresivamente para dar lugar a un rumor ininteligible que crecía mientras atravesábamos el lugar. Sabía que estábamos siendo observados con curiosidad. Después llegaron nuestros saludos, nuestros «buenas tardes, señoras» y las correspondientes respuestas en forma de vocablos, muecas, gesticulaciones y contorsiones, entre otros gestos de simpático recibimiento. En cualquier caso, no dejaba de ser una interrupción de su trabajo y su tertulia, pero seguro que nuestra presencia les suponía una nueva fuente de cháchara. Nieves rompió el silencio echándose a reír como una chiquilla y se distrajo hasta el punto de que se pinchó con su aguja; se chupó el dedo y se quedó mirando a la joven
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Lola. Alegremente, la anciana bordadora volvió a reír y las muchachas de su mesa la imitaron. −¡Vamos, vamos! −surgió la voz autoritaria de Alberto. Mientras se acercaba, su figura chocaba con las uniformadas bordadoras. −Señoras, ¡seguimos trabajando! −increpó. Como si su paternal guiño fuera una invitación, se acercó y miró cómo las manos curtidas de las bordadoras trabajaban veloces. Sin reparos, comenzó a animar a una de las jovencitas. −Muy bien, niña, sigue así con tu richi,3 te está quedando lindo. De inmediato, la niña le correspondió con una hermosa risita. −Hombre, Abelito −dijo Alberto dirigiéndose a mi tío−, mi colega, ¿a qué se debe esta distinción? −Abusando de nuestra confianza, he traído a mi sobrino Ángel. Está de visita y quiere saber tu opinión sobre un documento familiar que encontró. Parece que tiene bastante antigüedad; hemos pensado que podrías asesorarnos acerca de su fecha o su importancia histórica, si la tiene –explicó mi tío. −Vaya, los plateros y los médicos haciendo el trabajo de los historiadores −dijo con cierto tono burlón, que acompañó de su habitual naturalidad y delicadeza en el trato y de una sonrisa abierta que desprendía una amabilidad con la que nos cortejaba y nos hacía sentir bien recibidos. Alberto nos indicó que le siguiéramos a una mesa apartada, intentando darnos algo de intimidad a sabiendas de que eso era imposible en su taller, y nos invitó a 3 Richi es el nombre con el que se conoce popularmente al richelieu, un tipo de punto. De la antigüedad de las técnicas de bordado da fe su rico vocabulario, sembrado de arcaicos portuguesismos. La producción textil de La Palma fue, durante los siglos posteriores a la conquista, una de las principales actividades económicas. Los tejidos de lino, seda y lana sostuvieron las rentas insulares hasta principios del XVII.
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sentarnos. De su ropa blanca de algodón, similar a la indumentaria que usan los palmeros en la fiesta de Los Indianos, dejaba entrever su colgante de piedras azules, un enorme medallón con imágenes de murciélagos de la suerte. «Una ocurrencia más en un día como hoy, cargado de incitantes sensaciones», pensé. −¿Qué?, ¿el hijo de Celestino? −sondeó Alberto mirándome directamente a los ojos sin pestañear. −Sí, Alberto, estoy encantado de estar de nuevo en tu taller; ya lo visité en muchas ocasiones en mi infancia, acompañado de mi madre, que buscaba fuente de inspiración para sus bordados. Me entretenía con aquellos dibujos extraños, incluso ayudé a veces a calcar los patrones –respondí. −A ver −dijo Alberto, bajando la voz para buscar más confidencialidad−, ¿qué documento es ese que mueve a don Abel de su palacio? Le dirigí una mirada a mi tío y él consintió. Sin más preámbulo, le tendí el manuscrito a Alberto, que lo examinó con entusiasmo por un espacio de tiempo no muy largo, pero que a mí me pareció enorme. Incluso tomó algunas notas sobre un pequeño recorte de un diseño, que entendí que incluían fechas y algunas reflexiones. Lo observamos en silencio y esperamos su sentencia. −Sugestivo −murmuró con tono misterioso−. A esto lo llamo yo la suerte del novato. ¿Me lo dejarás ver con más detenimiento en otro momento, cuando tengas más información que podamos compartir? −preguntó, mientras guardaba con cierto disimulo sus notas en el bolsillo de su guayabera blanca−. Lo has leído, supongo −añadió. −Solo la primera parte; estoy trabajando en Los Llanos y he tenido poco tiempo. Lo descubrimos la semana pasada y eres la única persona a la que hemos consultado −me disculpé. −Te envidio, Ángel, ¿sabes cuántos manuscritos como este conozco?
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Negué en silencio; cientos, supuse. Noté una vez más mi facilidad para sonrojarme y, como siempre, evité la mirada, pensando que de esa manera mi semblante pasaba inadvertido, pues sin duda me avergonzaba. −Ninguno −precisó Alberto−. Excepto el tuyo, el resto fueron destruidos. −¿Destruidos? –me sorprendí. Rememoré entonces datos que conocía de la historia de Santa Cruz de La Palma, como el saqueo y quema de una parte de la ciudad por el ataque del francés Pata de Palo,4 el incendio de los archivos y de los registros masónicos y la queja continua, por parte de los historiadores e investigadores, sobre la pésima conservación de la documentación oficial. −No te sorprendas, es un documento auténtico. Lo percibo en la manera de relatar la historia: se exponen los acontecimientos por orden cronológico por parte de alguien que está o ha estado en el lugar de los hechos −añadió Alberto, dándose un nuevo respiro, mientras ojeaba otra vez el libro−. Créeme, amigo Ángel, existen cosas inconfesables que no puedes decir, ni siquiera escribir, pero que ocurren. Son verdades que pueden determinar nuestras vidas, nos afectan y nos cambian, aunque solo sea por dentro –comentó mientras escondía en su puño el colgante y acariciaba su corazón con su bella y cuidada mano de artista. Me quedé solo con Alberto hasta muy entrada la tarde. Le comenté mi visita a la casa de los Mendoza y él me apuntó algunos aspectos que tenía que incorporar a la investigación. Nos despedimos casi al mismo tiempo que abandonaban el sociable y exclusivo lugar de trabajo las últimas bordadoras. 4 Ataque de la Armada francesa, dirigida por François Le Clerc, más conocido como Pata de Palo, quien se presentó en la ciudad el 21 de julio de 1553. Él y sus hombres entraron por el barrio de El Cabo e incendiaron gran parte de la ciudad, particularmente las casas consistoriales y su archivo.
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En el que se narra el encuentro con el Grillo Al salir del taller caía la tarde, el calor era menos intenso y me apetecía rememorar la costumbre de dar largos paseos por la avenida Marítima, desde el muelle a la explanada. La vía estaba verdaderamente concurrida por todo tipo de paseantes en busca del fresco de la noche, como siempre en esta época del año. En mi camino dejé a la derecha el océano; su cercanía me permitía percibir el olor a mar y la suave brisa que transporta su fragancia, con el riesgo de ser salpicado por las aguas que rompían sobre la muralla protectora. A mi izquierda distinguía admirables balcones, labrados en madera pintada, indudablemente mimados por los cuidados que recibían y que me recordaban mi último viaje a Lisboa. Ya cuando el sol se ponía dejé atrás el paseo de la avenida y crucé a la altura del Barco de la Virgen. Repasé los mástiles de la Santa María5 y me desilusioné un poco al ver que sus velas no estaban desplegadas. No pude evitar mirar hacia el barranco y La Encarnación para 5 Réplica de la carabela colombina que cada cinco años, durante la celebración de la Bajada de la Virgen de las Nieves, despliega sus velas y cobra vida en un diálogo con el castillo que está situado en lo alto del otro lado del barranco, en La Encarnación. Sus cañones se disparan y estremecen cada lustro este rincón de la capital palmera.
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ver la imagen del castillo, mientras me llevaba las manos a los oídos, como si quisiera protegerme del ruido estremecedor que produce el disparo de sus cañones. Entonces, como si me despertara, pude frenar el diluvio de recuerdos y continué con la intención de cruzar mi Alameda. Por las calles bien cuidadas y empedradas comencé a escuchar el ruido de los pasos de alguien que llevaba el mismo itinerario que yo. Sentí que estaba siendo perseguido por un individuo y, algo asustado, no podía calmarme al ver que este respondía a los cambios de ritmo de mi andar, aunque se mantenía en la distancia. Sin duda buscaba un encuentro en solitario, y yo estaba dispuesto a darle la oportunidad de que me abordase cerca de la plaza de La Alameda, zona habitualmente transitada, pues me permitiría una fácil huida si la situación se complicaba. Si fuera necesario, podía desembocar en la calle Real y en el centro de la ciudad, lugar muy socorrido en mi infancia por la presencia continua de vigilancia municipal. Cruzando de esquina a esquina, busqué la oscuridad de los soportales y me escondí tras sus columnas. Intenté escuchar los pasos de mi perseguidor, que se hacían más lejanos, lo que atenuaba mi agitada respiración. Ya más sereno, noté cómo una sombra cruzaba rápidamente la bocacalle, lo que hizo que perdiera la esperanza del encuentro. Al ver que pasaban los minutos en una de las esquinas de la plaza, apenas sin luz, poco a poco recuperé el resuello y terminé de tranquilizarme. Dispuesto a regresar por la calle principal, bien alumbrada, ya había caminado unos pocos metros cuando me encontré de frente con Juan García, el Grillo, personaje que marcó mi infancia. Su aspecto me hacía huir; era difícil de olvidar por su fisonomía, particular donde las haya: su cara recordaba a un grillo con patas de tarántula. Con fama de avispado y socarrón, no había en Santa Cruz de La Palma quien lo aventajase en el conocimiento general
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de los negocios ajenos, de los cuales almacenaba el secreto para su propio beneficio. Comentaban de él que dormía con un ojo abierto y con sus enormes orejas listas para poder escuchar, hasta en sueños. Pocas cosas que ocurrieran a su alrededor le pasaban desapercibidas. −Qué bonita noche hace hoy –comenté sin saber qué más decir. −Sí, así es −me respondió don Juan, forzándome decididamente a detenerme. −Y hace calor también −añadí. −Y eso que ya no hay sol –argumentó de forma incuestionable y tratando de interrumpir la amabilidad de la expresión, con un tono que hacía visible su previo enfado antes de abordar cualquier asunto. Miré a mi alrededor mientras sentía que la tensión se acumulaba. Nos quedamos momentáneamente en silencio, si bien ese instante me pareció eterno. −Ángel –comenzó él al fin−, no te has parado aquí para charlar sobre el clima, ¿o sí? −No, en realidad no. −Entonces, ¿qué quieres de mí? –me preguntó. Pensé que esa pregunta me correspondía más a mí, pero le seguí el juego y pensé que el momento de la verdad había llegado. −Bueno, don Juan, quería saber la historia de sus antiguos vecinos, los Mendoza, que fallecieron hace unos años. −¡Ah! −exclamó en un tono que daba a entender que lo sabía todo−. Estuviste acompañando a tu tío el joyero hace unos días en la casa de Floricel y Nélida, que en paz descansen. ¡Seguro que encontraron algo que te asombró! Sentí que volvía a sonrojarme, pero confiaba en que con la oscuridad de la noche no se me notara. Entonces el Grillo me contó. −Los ocupantes de la casa de los Mendoza, como tú los llamas, han estado desde siempre ligados a mis antepasados.
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Por proximidad y por los relatos de los míos te puedo decir que lo que allí ha ocurrido no me sorprende en absoluto −aseguró−. Me consta que eran descendientes de las primeras generaciones de sefarditas; sí, de los que fueron expulsados por los Reyes Católicos.6 Pero lo verdaderamente sorprendente ha sido cómo todos ellos han influido en todos los aspectos importantes de nuestra isla a través de la historia; han sido y son una parte muy importante de una verdadera organización secreta. La lucha inicial de aquellos supervivientes, judíos marcados para siempre por la expulsión y opuestos a la eliminación del judaísmo, ha tenido como objetivo final impedir la integración de los conversos. −Don Juan, si de verdad eran judíos que huían, ¿lo lógico no hubiera sido tratar de pasar desapercibidos? −Claro. Ellos, al igual que otros perseguidos, se escaparon para asentarse en un nuevo territorio y aceptaron sus normas de convivencia. Se organizaron sin prisas, con unos objetivos bien elaborados: se ayudaban entre ellos, ocupaban los puestos donde podían tomar decisiones, se protegían, evitaban las oposiciones y, al final, conseguían una sociedad, una religión y una economía acordes con sus intereses. Y de esa manera no perdían su cultura y sus costumbres. A medida que el Grillo hablaba me fui sintiendo más tranquilo y, sin darnos cuenta, continuamos caminando hasta llegar a un banco de La Alameda, en el otro extremo del Barco de la Virgen, bajo la protección de los frondosos laureles de Indias y disfrutando de una refrescante calma. Allí nos sentamos, sin perder de vista el Barco de la Virgen y la Cruz del Tercero, donde todo empezó.
6 Es cierto que las persecuciones religiosas que se produjeron en la Europa del siglo XVI intensificaron la llegada de flamencos, irlandeses e ingleses, que centraron su interés en actividades mercantiles. Hay que destacar la presencia de judíos que, expulsados de Castilla y Portugal, cambiaron sus nombres, adaptaron sus costumbres para evitar los procesos inquisitoriales y se instalaron en la Villa de Apurón, la que luego sería la ciudad de Santa Cruz de La Palma.
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−La casa de los Mendoza... No sabes la pena que me dio el no haber tenido la oportunidad de hacerme con esa propiedad. Hubiera dedicado lo que me queda de vida a sacarle los secretos que sus paredes guardan –dijo desconsolado. −¿Ha hablado con mi tío sobre este asunto? –me apresuré a preguntar. −Le insinué mi interés por la casa, pero ya lo conoces, él es de los que compran y no venden; desde mi casa lo he visto vigilándola a diario, comprobando que la puerta está cerrada. ¡Cómo lo envidio! De todas formas, peor habría sido que hubiera caído en manos de un especulador o un contratista. Abel sabe valorar las joyas, y más una como esta −afirmó. Mientras conversaba no dejaba de agarrarme el brazo. ¿Costumbre o un modo de expresar la autoridad que le daba fama? A esas alturas de la conversación me di cuenta de que casi no era necesario interrogarlo. A pesar de todo, le pregunté: −¿Quién visitaba la casa? −La casa fue siempre un lugar de reunión y el punto de encuentro de personajes conocidos de la Isla. A nuestra familia le llamaban la atención la discreción con que llevaban las actividades y las extrañas visitas que recibían por parte de forasteros, que siempre daban la impresión de refugiados. Entre los personajes conocidos que acudían, aparte de ser de buena posición social, no había relación fuera de la casa. Don Juan continuó relatándome más y más de esta historia emocionante, pero el cansancio y mi escasa capacidad de desentrañar tanta información en tan poco tiempo me obligaron a pedirle un descanso. Así que interrumpimos nuestro encuentro, no sin antes citarnos para el siguiente fin de semana. Bajaba la calle Real pisando sus pulidos adoquines, que exigían tener cuidado para evitar resbalar. «Pero qué
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importa ahora que patine», pensé ansioso. Apenas cuatro días antes no podría haberme imaginado siquiera que estos manuscritos existieran. Me encontraba, de pronto, con una extraña información difícil de digerir: ¿una organización secreta o serían las fantasías de un loco? Sin embargo, las piezas comenzaban a encajar en el rompecabezas. Todo parecía una locura; los sucesos insistían en recordarnos que para entender lo que estaba ocurriendo había que conocer el pasado. Como no quería desaprovechar el tiempo, esa misma noche, antes de abandonar la capital, pasé por el taller de joyería con intención de informar a mi tío sobre los últimos acontecimientos. Quería sorprenderlo y cambiar impresiones. Me asusté nada más verlo: no era la misma persona de la que pocas horas antes me había despedido. «¿Habrá recibido una mala noticia?», pensé. Aunque intentaba disimularlo, estaba alterado y pálido. Me hacía gestos para que mantuviera silencio delante de la tía María. Ella, nada más verme, me transmitió su preocupación, porque su marido no había probado bocado desde el mediodía. La tía lo encontraba raro y me pidió que lo observara. Ya solos en el taller, y después de tranquilizar a la tía quitándole importancia a la situación, Abel me dijo: −Ángel, desde que te dejé con Alberto me he sentido vigilado toda la tarde por un desconocido que se dedicó a seguirme por las calles, a pesar de que cambié de dirección en varias ocasiones. Al llegar al taller se quedó en la esquina de la casa hasta que oscureció. ¡No estaba solo! −exclamó con mayor angustia−. Al rato fue reemplazado por otro; en ningún momento he visto que intentasen ocultarse, querían que me diera cuenta de la situación. ¡¿Lo ves?!, todavía sigue ahí –añadió acercándose a la ventana. Extrañado de que no fuera conocido de mi tío, asentí manifestando también mi preocupación y comencé a relatarle mi aventura. Me interrumpió en varias ocasiones, en
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una de las cuales me aclaró que la hija de Juan García estaba bordando en la casa de Alberto. −¿No te fijaste, Ángel? Era una jovencita que no dejaba de mirarnos y que incluso se cambió de sitio para estar más cerca de nosotros. Se llama Gloria −precisó− y fue la joven que abandonó a toda prisa el taller, dejando sus labores a otra compañera. Noté cómo se excusaba. No dudo de que fuera a informar a su padre, por eso te esperaba. Dicen que la hija del Grillo ha heredado las aficiones de su padre. −¿Y cuál debe ser nuestro plan a partir de ahora? –le pregunté. −Ángel, no sé lo que buscan ni lo que quieren −apuntó mi tío−, pero lo que es innegable es que está relacionado con nuestra aventura en la casa de los Mendoza y que lo más prudente es que interrumpamos nuestra búsqueda por el momento. Incluso creo que sería inteligente que diéramos la impresión de que abandonamos definitivamente nuestra investigación. Te propongo que enviemos señales que así lo indiquen; yo, por mi parte, evitaré visitar la casa y sus alrededores y volveré a mis antiguos paseos por la avenida Marítima. −¿Qué hacemos con la documentación que hemos encontrado allí? −le pregunté con pena. Su respuesta fue instintiva; estaba claro que ya lo tenía pensado. −Tenemos que organizarnos; la trasladaremos a un lugar más seguro, sin llamar la atención. Estoy pensando que una buena fecha sería el día de Las Nieves. Desde temprano todos los palmeros nos vamos de peregrinación a alabar a la Virgen a su santuario, y entre tanta gente pasaremos desapercibidos para volver y hacer la mudanza con tranquilidad. Mientras, decidiremos dónde ubicarla. −Entonces −dije−, esperaremos para comprobar si esos personajes son capaces de acercarse a la casa.
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−Será interesante conocer hasta dónde llega su interés –repuso mi tío. −¿Y nosotros qué haremos? –insistí. −Aguardar y observar en silencio –afirmó seguro. La decisión estaba tomada, la orden no admitía discusión y así lo asumí. −Otra complicación −apunté. −Otro misterio −completó−. De los que a ti te gustan. Ambos sonreímos y nos despedimos. Aquella noche, que parecía interminable tras un día cargado de tantos acontecimientos, dejé al fin a mi tío más tranquilo; yo diría que más animado e ilusionado. Estaba seguro de que su miedo fue vencido por su espíritu soñador. Al salir del taller, el personaje ya no estaba en la esquina y yo pensé que ya había cumplido con su propósito: ¿querría asustarnos?
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