Pídele papeles a Santa Simpa (Extracto)
Martín Zeke Ochoa
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Capítulo 0
Raisha fue la que me avisó de lo del templo de la costilla asada. Salma Raisha, la morita que ayuda en el bar del polígono de Guadalhorce. El templo busca gente, eso es todo lo que me dijo y no le pregunté para qué, ¿qué diferencia podría haber? Me da igual si el horario es de continuo o de cortado, o si mis compañeros van a ser buena gente o unos auténticos sinvergüenzas. Lo mismo da la paga, ya que, en cualquier caso, en quince días estaré otra vez de patitas en la calle. ¡No lo sé bien yo! Allí están buscando personal y a mí me urge trabajar al menos por ese par de semanas de pruebas. En mi sencilla aritmética de los números naturales, una semana de trabajo es igual a… ¡Comida! Una, cuatro, o seis comidas: comida al fin. Motivo suficiente para sentir alegría por algo, y como están las cosas, eso ya es mucho. El templo busca fichaje y a ello iré, ya te lo digo yo, pero más vale no subestimar la coerción que te puede imponer estar privado de necesidades tan básicas como comer y dormir. Cuando estás famélico, hablar de proyectos a una semana vista es como hablar de la deriva de los continentes. Cuando llegue el día en que de verdad tengas hambre, estarás encantado de cambiar la mitad de tus ideales por un tibio y humeante
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guiso de fabes con zanahoria, pimiento, panceta, cebolla de verdeo, puerro, ajo bien picadito y tropezones de chorizo criollo. Feliz de echar todo al traste a cambio de un primer plato con guarnición, pan, vino, postre y café, ah, y que vaya rematado con una copita de crema de orujo gallega, aunque solo sea una. Nada como echar mano de la vieja hambre de toda la vida para empezar a conocerse a uno mismo. Un método insuperable para descubrir cuál es el nivel máximo de vergüenza que eres capaz de soportar. Deja que te corten setenta y dos horas los víveres y tú también estarás saltando en una pata para que te contraten de lo que sea. Hasta ahí llega la esperanza de vida de mis principios. Setenta y dos horas de pascual vigilia siempre han sido suficientes para transformarme en quien sea necesario. Tanto lo sé, que a cambio de unos billetes de veinte sería capaz de hacer lo que sea, ¡cualquier cosa! Podría disfrazarme de costilla asada ambulante y salir a repartir octavillas, afiliarme a los Legionarios de Cristo, convertirme al judaísmo, al travestismo, al nacionalismo, a la prostitución bilingüe o en hombre bala; en testaferro, prestamista, matarife, chivatón, o en ladrón al detalle; incluso creo que hasta podría convertirme en abogado. Pero por más desesperante que la situación se pueda presentar, en el fondo sé que no hay de qué preocuparse, porque todo forma parte de un plan, un plan maestro que conduce a la iluminación, a una redención a la que solo se llega a través de la pérdida. Créeme, no sabes quién eres hasta que llegas al punto en que lo has perdido todo. La buena noticia es que ya sé quién soy. Es mi momento ―es ahora― me digo. Y aquí me ves a mis treinta y cuatro, con un diploma universitario debajo de la cama y listo para comerme el mundo; después de una buena cena, claro. Luchando por acceder al raro privilegio de trabajar de
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camarero junto a niños de diecisiete años. En el templo de la costilla asada necesitan gente, compay, y en la puerta del templo me tienes. Con la página del anuncio en la mano, me abro camino entre los suecos que esperan mesa bajo la marquesina de la entrada. El salón crepita en un barullo de voces destempladas y de gritos infantiles en varios idiomas. Cruzo entre la muchedumbre, me acerco a la barra y pido hablar con la encargada: «Me está esperando» aseguro. De un cuchitril sin ventanas sale una chica, que no es mayor que el resto de las camareras, y se me acerca arqueando un poco las cejas. Un gesto que podría leerse como un saludo con signos de interrogación. Con la misma economía de protocolos, levanto el periódico y le señalo el anuncio. ―¿Tienes papeles? ―fusila antes de que alcance a presentarme. ―Sí, claro ―miento casi ofendido, y suspira con alivio. Agita la cabeza un par de veces, ya sin ocultar cierta sorpresa, se pone a reír y me confiesa que soy el primero con papeles que responde al anuncio. ―¿Idiomas? ―Inglés del monte, mejor que cualquier camarero, vamos... ―¿Disponibilidad? ―Inmediata ―aseguro, y antes de que alcance a entrar en detalles, me frena en un agite de palmas. Con una mirada cómplice me dice que no necesita saber más. Ochocientos euros al mes y un día libre a la semana. ―Empiezas mañana ―dice. Los «papeles», esos que a ella tanto le preocupan, por supuesto que no los tengo. Así y todo me he presentado al puesto porque confío en que mi engañifa no será descubierta hasta el final de la segunda semana de pruebas. Es el tiempo de gracia que los empresarios hosteleros sue-
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len tomarse antes de pedirte el DNI para el contrato. Dos semanas aquí y el resto será cuestión de esperar, después ya veremos. Llevo casi cuatro meses saltando de un período de pruebas a otro, y siempre con el único objetivo de seguir a flote, de mantenerme remando en la galera por el mayor tiempo posible. Por cierto, cuando finalmente te insten a mostrar el DNI, lo recomendable es decir que te ha surgido otro trabajo, y tratar de que te paguen las horas que has hecho en ese mismo momento. Ni se te ocurra reconocer que no tienes papeles, o puede que te hagan la picardía de irse a la trastienda a berrearle a la pasma y que tengas que salir por patas, y encima sin sacar ni un solo puto hurón de todo el chiste. Así es como te premian por torearle al camelleo… Cuando te ves en el desafío de vivir fuera de la legalidad, te das cuenta de que tus sensaciones, tus impresiones, y hasta tus más íntimas percepciones comienzan a cambiar, cambian de forma lenta y casi imperceptible. Sin que puedas evitarlo, cada día que pasa tu rostro parece ir desdibujándose en los espejos. Tus manos comienzan a hacerse traslúcidas, tus ojos ya no toleran exponerse a la luz directa, tu piel se torna hipersensible y te vuelves tan vulnerable como una cría de marsupial. Sales a la calle como salen los renacuajos al estanque de las urracas. Enceguecido, exánime y falto de toda coraza, tu única defensa consiste en usar esa hipersensibilidad para adivinar lo que tus depredadores están a punto de hacer en todo momento. Se trata de volverte una larva visionaria, un verme invisible que, desde su crisálida, todo lo oye y todo lo ve. Una alimaña premonitoria capaz de adivinar en dónde caerá el próximo zapatazo, uno que esquivarás con ese oportuno salto que al fin te devuelva a lugar seguro. Un organismo lo suficientemente pequeño como para vivir dentro de las rajaduras de la gran pirámide de la mancomunidad económica ultramuerta.
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Y es gracias a que he descubierto cómo moverme por estas grietas que he aprendido, no solo a sobrevivir, sino incluso a prosperar de forma notable. No me ha quedado más remedio que poner a prueba la tolerancia que soy capaz de inspirar en mis empleadores. Lo de hacerles perder el tiempo con mis cantigas no es nada personal. Solo consecuencia de algunos principios de civilización que, como buen salvaje de los trópicos, he aprendido rápidamente a fuerza de escuchar la estación de radio favorita de los economistas. Mi vecino al otro lado de la pared suele sintonizarla todos los días a la hora de comer. Para ponerlo en términos económicos, lo de ganarme el pan a base de decir mentiras es una mera cuestión de coste y beneficio. No solo me resulta más rentable engañar a mis empleadores, sino que, según he descubierto escuchando tertulianos, esa misma sagacidad me convierte en todo un pequeño emprendedor de la economía sumergida. Tras pasar un par de meses sin conseguir echar ni un hurón al bolsillo con la sinceridad por delante, finalmente decidí convertirme de todo corazón a la religión neocaníbal y erguir mi pequeño emporio palurdo empezando desde doble cero. He entendido cómo funcionan las cosas por aquí, vaya que sí. Todo es cuestión de avanzar pisando cabezas, sin remordimiento alguno y sin echar nunca la vista atrás. Engañar trescientos euros aquí y doscientos allá, una y otra vez, de manera de ganar tiempo hasta que por fin llegue un golpe de suerte que lo cambie todo. Ahí está la clave: en llegar vivo a tu gran golpe. No hay más secreto que hacer lo que sea necesario para mantenerte andando, siempre despierto y atento y sin dejar nunca de escudriñar desde la cueva, a la espera de que pase algo especial, algo distinto, algo nuevo que lo cambie todo: el descenso de los casquetes polares, la llegada del Mesías, de la iluminación, de la revolución o de un hombre bomba, eso sí que sería un cambio en toda regla. ¡Un milagro!
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Eso es lo que necesito. Cualquier cosa que no sea un milagro sería, a todas luces, insuficiente. Conteniendo las ganas de saltar en una pata de la alegría, dejo atrás la maroma de comensales, hago una carrerita por el jardín delantero, corro por la acera hasta la parada del autobús y en un cantero de césped bien regado me dejo caer de espaldas. Es todo lo que necesitas para cambiar en un segundo tu perspectiva: lo que tienes ahora frente a tus ojos no es la autovía nacional sino el espinazo de la noche. Solo hace falta dejarse caer boca arriba para que de tu campo visual desaparezca la carretera nacional N-340 y en su lugar ahora veas la nebulosa anular M-57. Y con este cielo estrellado, ya no arriba, sino frente a mí, pongo los brazos en cruz como para abrazarlo. ―¡Techarí! ―grito de puro júbilo. Es una palabreja gitana que quiere decir «libertad», y que siempre logra ponerme de un ánimo excelente. La lejana luz del tiempo sigue brillando allí arriba, cada noche y solo para mí; lo sobrenatural no es que las estrellas me sigan chispeando, sino que además de mirarlas ahora pueda verlas. Puedo sentir el aliento muerto de ese vacío respirándome al oído mientras me dice: «¡Felicidades! Aún no ha llegado tu hora», pero lo que sí ha llegado es el autobús, y me levanto de un salto. Es el último de la noche y de ninguna manera puedo perderlo. Me interpongo a mitad del carril, hago señas al conductor, y no le dejo más opción que echar un frenazo algo violento. Dos hileras de caras cetrinas me lo recriminan por lo bajo cuando subo, todos putos extranjeros de mierda. El último autobús de la noche solo lo usamos los miembros más bajos de la pirámide alimentaria. Compro mi tique, las puertas se cierran y el aparato arranca. A paso tambaleante avanzo hacia el fondo, abriéndome camino entre este ecléctico grupo de cocineros, camareras, limpiadoras, repositores, porteros, juntavasos y cuidacoches. Una caterva que invade
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desde países tales como Lituania, Brasil, Mauritania, Uruguay, Chechenia, Surinam, Uzbekistán, Santo Domingo o hasta de la misma tierra de los tártaros. Todos juntos conformamos la grasa animal que aceita la rueda infinita de las contrataciones y los despidos, somos los decapitados rituales a lo alto de la gran pirámide, ese puñado de sacrificios adicionales que hacen falta para llegar más lejos, más rápido, ¡más alto! en el nuevo triatlón paneuropeo del trabajar, chingar y dormir hasta morir. ¿Qué pintan los extranjeros en esta carrera? Pues que por aquí no se conoce otra forma de prosperar que no sea alimentando mareas de ganapanes. En Europa, el extranjero ilegal toma la forma del trabajador cuántico perfecto: ―¿Dónde están los simpas? Cuando haces la vista a un lado, un enjambre de ellos aparece de la nada y te construye un parque acuático en Matalascañas. Cuando llega la hora de pagarles las vacaciones: ―¿Dónde están?―. Vuelves a mirar y ya no hay nadie allí. Ahora, esto de aprovecharse de las fuerzas emprendedoras de la tierra, implica grandes riesgos. ―¡Acá tan!―. Uno de ellos es que llegue un día en que todos estos fantasmas sin rostro se cansen de su anodino papel de partículas díscolas. Que se harten de bajar siempre el morro y que empiecen a salir de las rejillas de los baños, de detrás de los muebles de las cocinas y hasta de dentro de las novelas de autor novel. El miedo es que llegue el fatídico día en que levanten sus morros carasucias, transformen sus fregonas en antorchas y en una sola marea desmadrada carguen sobre la ciudad arrasándolo todo. Tranquilos, gafapastas, que todavía falta para eso. La trituradora de sueños sigue funcionando a buen ritmo, y nosotros, los invisibles, como buenos espectros, de momento solo aparecemos cuando hay que asustar a algún merdellón en recambio de contrato. Bokanovskis de todos los
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rincones del mundo, enceguecidos por las luminarias de neón, acudimos a puñados, sí, a barrer los vasos rotos en el final de fiesta del holocausto caníbal. Me desplomo en uno de los asientos del fondo y pego la cabeza a la ventanilla. Rodamos junto al paredón blanco del hotel Marbella Club. Por entre una apretada fila de casuarinas alcanzo a entrever una glorieta llena de músicos vestidos de frac. Blanden arcos sobre violines, violas y cellos. Veo un círculo de mesas blancas y un resplandor de velas destellando en las gargantillas y en los gemelos de los comensales. Apenas si lo adivino todo a través de un altísimo castillo de copas de champagne. Se alza entre resplandores dorados, justo entre ellos y yo. Cual lupa gigante miro a través de ella, y ahora los músicos parecen una ululante horda de jorobados, los comensales tornan en morsas coléricas y sus acompañantes en una variopinta selección de animales marinos, y la imagen me deja tan absorto que al tomar la curva me doy de jeta contra la ventanilla. Pasamos entonces sobre un puente que balconea directamente sobre el mar, sí, justo sobre el agua de luna de este mar nuestro que sin embargo no es mío. Nadie me ha dado permiso para sentir este cielo de estrellas europeas como mío, y sin embargo este cielo me habla; o más que hablarme, lo que hace es cantarme al oído algo parecido a una canción, pero sin ritmo, compás ni tono. Algo así como esa música lejana que, a veces, me parece escuchar justo en el preciso momento en que empiezo a quedarme dormido. En mi mente vuelvo a la escena de los músicos, a la torre de copas y a las mesas bien servidas, y es de lo más extraño que sus comensales y yo nos encontremos viviendo en el mismo planeta. Mi impresión al verlos es la de estar mirando por un vórtice hacia otra dimensión. Y si es verdad que vivimos todos en la misma realidad, está más que claro que lo hacemos dentro de distintos mundos. Y aquí
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me siento tentado de pensar que mis problemas de personaje clandestino son mucho más dramáticos que los de todos ellos pero, después de darle un par de vueltas, me doy cuenta de que eso no tiene por qué ser así. En cierta forma, todos estos escaladores de castillos de copas están, al igual que yo, atrapados en la red de espejismos que tejen las circunstancias. Para mí, el drama podría ser pagar una comida y, para ellos, que alguien note que no saben para qué sirve ese tercer par de cubiertos que le han puesto junto al plato. Aunque resulte difícil de creer, también los nuevos ricos de Marbella tienen sus pequeños grandes problemas. Uno de los inconvenientes de forrarte demasiado rápido, como suele pasar en Marbella, es que pronto notas que el simple hecho de tener dinero no te abre mágicamente las puertas del panteón de los triunfadores. Estos han construido un secreto código de palabras claves, de santo y señas, de usos, signos y caprichosos gestos con los que se reconocen entre sí. Estos códigos perduran a través de los siglos con la única función de mantener alejada a gente ordinaria como tú. El problema de tener mucho en que gastar es que la evidencia de tu mal gusto y falta de criterio se expande de forma exponencial allí por donde va pasando tu tarjeta. Y no puedes evitar que cada movimiento de cuenta dispare un nuevo motivo de secreto escarnio. Pronto descubres que, aun habiendo conseguido el logro máximo del éxito en la tierra y del grande caudal, todavía sigues siendo un don nadie. Has hecho suceso apenas para darte cuenta de que sigues estando fuera. Solo has logrado elevar la categoría de tus verdugos porque, no importa cuánto te esfuerces en imitarlos, ellos siempre se guardarán una palabra clave que tú nunca alcanzarás a adivinar. Nunca serás como ellos, nunca podrás pronunciar bien los nombres de sus putos vinos de mierda, ni podrás decir que eres descendiente de
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matamoros en tercera rama, ni de marqueses del ocaso, ni de duques del alba. No eres hijo de cruzado, de magistrado, ni de rey coronado, y no has nacido entre una hueste de criados. Solo eres un truhán con suerte. Te has pintado a ti mismo como decimocuarto invitado en la última cena, eres un colado en el cuadro de honor y un polizón en la orla de los laureados. Eres un don nadie, un mierda; no existes. Para ellos eres peor que un proletario, un ex convicto o un simpa, para ellos estás casi al nivel de los economistas, y es entonces cuando te das cuenta que sigues fuera: «¿Qué hacer? ¿A dónde ir ahora?». Llegó un buen día en que esta misma pregunta se la hicieron, exactamente al mismo tiempo, el traficante de armas, el futbolista, el discjockey, la bailarina a gogó, el concejal de vivienda, la mujer de torero muerto y el dueño de bote con bandera de Gibraltar. Se miraron a los ojos y se dieron cuenta de que, sin saberlo, estaban todos excavando de la misma cantera. Fue entonces cuando unos y otros unieron sus manos para retozar juntos bajo el cielo turquesa del agosto andaluz. Como resultado de esta unión de notables, nació esta Marbella nocturna que desfila por mi ventanilla a toda velocidad. Ciudad en la que sales a esparcirte y acabas por disgregarte. Sumérgete en su vida nocturna y, más temprano que tarde, terminarás catalogado entre las polillas que mueren bajo las farolas, esas que el amanecer pone a dormir la mona de tapones en los oídos y persianas bajas. Como las buenas noticias, Marbella duerme hasta el mediodía para amanecer bien entrada la tarde. Su fiebre se mide en altas presiones de Bloody Mary y sudores fríos de Caipiroska. Marbella es un soleado monte del Olimpo poblado por un panteón de dioses de invernadero, unos dioses ya casi ciegos de tanto sentarse a aplaudir puestas de sol. En ella los ingenieros de ríos construyen cataratas de copas de cristal, los notarios terminan las partidas de dardos yendo a tablas, y la marca regional de velocidad solo ha
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sido rota por un noruego desacostumbrado al mojo picón al levantarse para ir al baño. Ella, la más despreocupada, la más feliz, la más alegre de las brillantes estrellas de mar y la más bella de todas las pelandruscas con gonorrea. «¿Te reís? ―dice el tango― ¡porque solo vos la ves! ¿Podés verla?» No dejes que te confunda con ese manto de blanco virginal con que viste sus paredes al sol del mediodía, que no te engañe con las sonrisas de las estudiantes suecas, ni con las letanías de cantina que desafinan los ingleses cuando sale la luna. Ella intentará engatusarte con sus aceras decoradas con tulipanes, sus asadores a la vista, sus vendavales de aroma a chipirones y sus baños turcos, sus grandes y traslúcidos ojos de ventana de tienda de diseño, sus sillas de bronce patinado, resplandeciendo, brillando bajo un sol de alegría flamenca; un sol que, si se hace crepúsculo de terraza al mar, es solo para volver en entreabierta celosía de un amanecer de entrepierna. Ella es una mujer con pasado pero sin historia, como buena nieta de puta es como la victoria, que tiene muchos padres, aunque de madre sea casi huérfana. Tratará de azotarte con los latigazos que zamarrea el viento a los toldos blancos y azules de los chiringuitos de luxe de la calle de amarras. Ella es una arpía con largas uñas de tigre, un monstruo con aliento mañanero de oso pardo, un coloso, sí, uno con el cerebro de una niña de cuatro años que todavía se hace pis encima cuando alguien le grita. Para nosotros, los fantasmas, los que servimos sus mesas, ella es como una giganta dormida. Vivimos nuestras perras vidas a su sombra y protegidos por nuestra propia ingravidez. Somos tan insignificantes que no valemos el veneno para ratas que haría falta para exterminarnos. Esta ciudad intentará seducirte con la rusticidad de un trópico que se adivina tan cerca como a un tiro de piedra. La galleta María que es España, cada mañana, moja sus bajos en el chocolate caliente de la salvaje
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África, y toda la Europa hipoalergénica corre para no perder la oportunidad de pasar el dedo. A mitad de su eterna digestión de queso de cabra y vino tinto, la buena Europa blanca se muere de hambre… ¡Y no hay contradicción! En Europa una persona es capaz de morir de anemia al mismo tiempo que su digestión transforma un puré de trufas en la hecatombe de unos cuantos buenos pedos. Famélicos de este tipo se cuentan en este continente por ejércitos, pero si están hambreados no será por llevar dietas pobres de vitaminas, o del potasio del plátano, hierro del hígado, zinc de las nueces o calcio de un buen besugo a la sal, ya que se trata de otro tipo de hambre: de una anemia crónica a causa de la privación extrema de cualquier experiencia verdaderamente intensa. En un intento desesperado de búsqueda de esa intensidad es que los bárbaros han vuelto a las costas, pero ya no los verás llegar vestidos con pieles de reno, sino cinchados en chalecos color caqui, y ya no se embadurnan el cuerpo en grasa de foca, sino en pantalla solar factor treinta y nueve. Pero, a pesar de todas estas protecciones, ellos no bajan a estos parajes fronterizos solo para tomar el sol, vaya que no, ni para comprar delantales de cocina con motivos de sevillana. Vienen aquí a respirar el aire africano, ese que llega por sobre el estrecho. A hundirse en los vahos a tintura artesanal que flotan en los zocos granadinos, a colapsar sus olfatos de preparaciones fuertemente especiadas: un sucedáneo edulcorado que les recuerde que más allá de Gibraltar existe un mundo verdadero, fascinante y brutal. Un mundo lleno de peligros, pero al que se envidia, en secreto, por una autenticidad que a este lado del charco se encuentra ya muerta y enterrada. El continente europeo se muere de hambre de la intensidad negra, y el sur de España es el parque temático de los salvajes trópicos. Una suerte de placebo de lo que ocurre más allá del infierno de prohibiciones del
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nuevo mundo libre caníbal. Una recreación confitada de lo que pasa tras el alambre electrificado, allí, en el mundo real. Los turistas que vienen del norte no piden más que restregarse un poco las partes de intensa bestialidad ecuatorial, imploran por una experiencia de primera mano que les haga ver de forma patente que son algo más que meros engranajes de la usina laboral. Apuesto a que si vienes del norte de Alemania casi te parecerá que los califas levantaron sus bártulos y se mandaron mudar justo un rato antes de que aterrizara el avión de Ryanair. Tras bajar en mi parada, camino un par de calles pendiente arriba y en la Avenida Oriental me detengo en el portal de un edificio amarillo. Miro hacia el balcón de la tercera planta porque conozco a uno de los que viven allí arriba. Lo veo todas las mañanas en el espejo del baño cuando me levanto y, aunque sé que el del espejo soy yo mismo, y que esta es la casa en donde duermo, basta que adquiera esta voz de narrador de novelas de mierda para que todas mis circunstancias adquieran la apariencia de un argumento cinematográfico. Y mi casa ya no es mi casa, sino un plató, mis compañeros de piso pasan a ser actores de reparto y yo soy un protagonista al que le pagan la guita loca por representar el papel de sí mismo. Lo de ponerme a narrar para mis adentros cada cosa que hago es un recurso al que echo mano cuando la cosa se pone seria de verdad. Es algo que me ayuda a tranquilizarme durante los momentos de desesperación. Lo que hago es imaginarme que soy un relator de radio, un locutor que tiene que transmitir a un público hipotético todo lo que digo y hago: «Entonces se detiene junto al portal mirando hacia arriba vestido en un atribulado manto de dudas». ¿Cuánto llevo? ¿Cuarenta y ocho horas ya? ¡Necesito dormir! Manito y Malena están en la cocina picando cebollas para una tortilla. En la sala
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está Yago con una rusa que se habrá ligado en el bar de abajo. Yago es el que tiene el contrato de alquiler del piso, y todos los nombrados, incluido yo, claro, somos sus inquilinos. De haber sabido a tiempo a qué se dedica la familia de Yago hubiera salido huyendo de aquí, y esta historia sería ahora muy distinta. Lo cierto es que nunca tuve esa oportunidad, cuando lo supe ya era demasiado tarde. Queriéndolo o no, estoy metido en el ajo hasta las orejas. Yago y la rubia están solapados sobre una de las esquinas del sofá, en una posición que no parece la más cómoda. Mi amigo ya está en sintonía. Lo noto porque me recibe con una alharaca de bienvenida algo exagerada. Se levanta del sillón de un salto y se me echa encima en un abrazo, ese tipo de abrazo fraternal que necesariamente va siempre acompañado de un alientazo a alcohol. Una de esas demostraciones de cariño que solo el alcohol puede despertar, un gesto inducido alguien dirá, sí, pero un contacto humano al menos. Cuando Yago se ha venido a mis brazos no he podido menos que reír porque lo conozco bien. Me está recibiendo como esos gatos que te traen una rata destripada a la cama. Después de mucho intentarlo, finalmente el cretino ha conseguido traerse carnacha a casa. Yago está en un grado de excitación casi delirante, ni él se cree su suerte, porque esta lagarta sí que tiene un par de polvos. Celebro la dicha ajena y quisiera hacer mutis por el foro pero no puedo, porque los dos están despatarrados sobre mi cama. Desde que Malena y Manito se han mudado a vivir con nosotros, yo duermo en el sofá del salón. Como venían juntos, Yago les dejó su habitación, que tiene cama doble. Yo le pasé la mía a él, y me mudé al sofá de la sala. Este ajedrez de camas calientes es algo más o menos usual en el piso. La chica es una rusa cuya familia emigró a Italia cuando la perestroika. Como no domina el español nos habla en italiano, dando por sentado que las diferencias entre idiomas deben de ser mínimas.
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―¿Qué cosa diche? ―¡Cómo te llamas! ―repito intentando casi deletreárselo. ―¿Il mio nome? Se llama Ludmila, Mila para los amigos, y cualquiera diría que acaba de bajarse del avión hace una hora. Aunque no habla ni jota de español, alcanzo a enterarme de que lleva más de medio año en la Península. La falta de dominio de nuestra lengua la compensa haciendo uso de un histrionismo que termina por desembocar en una absurda conversación por señas, en la que se mezclan sinónimos en italiano, verbos latinos, nombres propios en ruso, antónimos en francés, pantomimas, caracteres cirílicos pintados en el aire, sombras chinescas y algunos dibujos sobre el mantel. Gracias a todas estas referencias me entero de que viene de Venecia, que tiene, según dice: «trenta e cinque anni» y que intenta conseguir: «un posto di lavoro alla Spagna». Pero realmente lo que pueda descubrir sobre ella me interesa tres carajos. Si me esfuerzo por comunicarme es solo para no recordar el sueño que tengo. No estoy yo para estos trotes, si solo necesito que me dejen dormir un rato, un par de horas, ¡mierda!, ¿es pedir mucho? Se me antoja innecesario hacer ahora un retrato cantado de Mila, así que obviaré descripciones floridas sobre lo larga y puntiaguda que tiene la nariz, sobre sus saltones ojos azules, sus alpargatas de esparto blancas con plataforma, sus pantalones pescadores ajustados, su sujetador negro con transparencias, y sobre la cuña que abren sus pechos desde el tercer botón abierto de su blusa. Correré también medios velos sobre el fraseo entrecortado y algo pueril con que intenta expresarse cada vez que se aventura en alguna observación jeroglífica. Y, ya que estamos, tampoco diré que encuentro particularmente inquietante cuando te interrumpe con esos repentinos ataques de risa sin venir a cuento de nada. Ahora, no me cuesta ningún trabajo repasar, en cambio, todo lo
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que ella no es. Y así, sobre la marcha, diré que no es fea, ni excesivamente delgada, ni gorda, ni plana. Tampoco es ya joven, ni muy astuta, ni demasiado graciosa, ni del todo ingenua. No es una morena salerosa, ni es una rubia infartante, no tiene una personalidad chispeante pero sí que es bastante afectuosa. No será hasta un par de semanas más adelante que me tocará en gracia descubrir que su falta de rapidez para aprender idiomas es solo la arista más evidente de una incompetencia casi general, una que parece dejar impronta en casi cualquier empresa que se le ocurra afrontar. Ya esté por llenar una bañera o por calentar agua para el café del desayuno, a su mando la tarea tiene grandes probabilidades de terminar en una pequeña tragedia doméstica. No será por una cuestión de falta de interés. De hecho, si le hicieras cualquier encargo, te llamaría la atención el auténtico entusiasmo con que lo encarará pero, por algún motivo, hay un punto a la mitad de casi todas sus actividades en que su atención suelta velas, corta amarras y parece poner rumbo a una tierra lejana. Es entonces cuando el agua de la olla rebasa, la bañera desborda, y cuando a su culo en traje de noche, se le arrima la ñoña cebolleta del penúltimo billarista borracho del Curaçao. Da la tentación ahora de presentar una descripción casi periodística de esta absurda conversación en la que ella suelta largos soliloquios en italiano, describir las caras perplejas que me dedica Yago y todo lo que intercambiamos de nuestras biografías casi reales. Dan ganas de ponerse a detallar cada cosa que hay arriba de la mesa, describir los aretes de bronce patinado que lleva Mila, la barba de tres días de Yago, las chorreaduras de grasa de los cristales, las telas de araña de la lámpara, las botellas que todavía quedan en la despensa, y dejar constancia hasta de las maletas vacías bajo las camas, hacer una reproducción cantada de todo este pequeño universo poblado por seres como nosotros, que, aun
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insignificantes, somos capaces de abarcar tantos distintos niveles de realidad. Una cantidad tan amplia de niveles que no alcanzaría una vida entera para describir todos los hechos nimios que están ocurriendo aquí mismo, a un tiempo, y en cada una de las habitaciones en las que duermen nuestros compañeros de casa, en la acera bajo nuestra ventana, en las casas de los vecinos, en los edificios al otro lado de la calle, y ahora mismo en la ciudad entera, mientras Mila, Yago y yo nos miramos, echados, unos sobre otros, en el sillón. Manito y Malena se van a dormir. Cuando Yago se levanta, Mila aprovecha para reacomodarse, recogiendo las piernas, y se sienta vuelta hacia mí. En un gesto de estudiada despreocupación peina ahora su media melena con las dos manos, y me mira como si yo llevara el espejo del baño colgando del cuello. Con una mano recoge su peinado por detrás, a la altura de las orejas, mientras con la otra lo termina de afirmar en una cola de caballo. Yago apaga todas las luces. En ese instante en que quedamos los dos frente a frente, llega otro momento de esos de intercambiar una de sus miraditas desconcertantes. Yago solo deja encendida la lámpara de pie que está junto al sillón. Le ha echado encima una pañoleta estampada en azul. Vuelve a nuestro lado y se deja caer otra vez en donde había estado antes, en la esquina, dejando a Mila entre los dos. Esa música tribal repetitiva, la atmósfera cargada y la forzosa cercanía que nos impone compartir el único asiento de la casa, rápidamente nos sume en una nube opiácea, un vaho formado por nuestros alientos exánimes, nuestras voces lejanas a dos lenguas, y nuestras transpiraciones que brillan en índigo. La luz filtrada a través de la tela nos pinta a los tres con una iridiscencia violácea que nos hace parecer dioses, sí, dioses hindúes. Y creo que los tres reflejamos el cambio de iluminación en nuestros ánimos de forma parecida, de un momento a otro ya nadie tiene más nada que decir, nos quedamos mudos
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por un buen rato y quizás lo más curioso de ese silencio es que a ninguno le resulta incómodo y nadie hace ni el menor esfuerzo por romperlo. Yago es el primero en encontrarle utilidad a nuestro pequeño momento para la meditación, y lo aprovecha para volverse sobre Mila y hacerle una caricia en la mejilla con el dorso de dos dedos, algo que ella no esperaba y que parece llevarla a un estado de cierta confusión. Yago aprovecha para reacomodarse en el asiento, colándose detrás de ella. La aferra por los hombros y empieza a amasárselos con suavidad. Ella cierra los ojos, suelta un suspiro meloso y su cabeza empieza a escorar perdiendo velas. Su pelo va escurriéndose sobre una de sus mejillas hasta hacerla cambiar de fase. Entra en un tibio ensueño que doblega cada miembro de su cuerpo y, cuando ya casi parece a punto de irse al suelo, gira media vuelta para reacomodarse, estira las piernas y las recuesta sobre mi regazo. Con parte de sus nalgas templándome la gaita pierdo un poco el sentido poético y me queda más que claro que, definitivamente, no soy ningún dios azul de la india…
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