Los tropezones que, finalmente, no son caídas

8 jun. 2014 - reponer Made in Lanús porque la otra que se estaba estrenando no te- nía arreglo. A las 48 horas, Rodolfo. Ranni, que era su protagonista, se.
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espectáculos

| Domingo 8 De junio De 2014

Viene de tapa

La pulsión por reparar sólo en los éxitos es un espejo que deforma. Cualquiera podría decir que el productor Carlos Rottemberg es un ganador (y lo es). Pero veamos. Pragmático y directo como es, en una charla de hace cuatro años, decía: “Tres obras me funcionan muy bien; tres, más o menos, y seis patinan. Las seis que patinan, por suerte, terminan rápido. No hay que estirar los fracasos, no le sirve a nadie”, contaba el productor que, en su haber, tiene más fracasos que éxitos. ¿Cuánto se tarda en saber que una obra no funciona? Para él, puede ser cuestión de minutos: “Cuando estrenó El televidente, en el Multiteatro, a los 40 minutos, en medio de la noche del debut, me vine a la oficina para llamar a Soledad Silveyra para reponer Made in Lanús porque la otra que se estaba estrenando no tenía arreglo. A las 48 horas, Rodolfo Ranni, que era su protagonista, se fue dejando la sala vacía”. Dos años después, el actor protagonizó Vengo por el aviso (vaya título). En ese caso, la sala estuvo llena. Rottemberg, seguramente, no conoce a Luciana Acuña. Luciana es bailarina, coreógrafa, es una de las fundadoras de Krapp (un grupo que es todo un punto de referencia en el mapa de la danza independiente). El segundo espectáculo de Krapp se llamó Mendiolaza. Eso fue un éxito. Hizo tres o cuatro giras. Daba plata (y plata verde). Aquello, para ella, fue felicidad, felicidad de la plena. Pero todo tiene su lado B. La última obra de los Krapp se llamó A donde van los muertos. En verdad, fueron dos; el lado B y, luego, vino el lado A (sí, son raros, no respetan el orden del abecedario). En la obra Por el dinero, que está en cartel, ella revisa su trayectoria. Dice: “En 2009, con tus mejores amigos, dirigís dos obras completamente radicales. Vos estás feliz, pero son el mayor fracaso de público de toda tu vida. Hoy, 2013, tu grupo supuestamente es reconocido, pero, la verdad, es que vos no ves un peso, salvo por alguna gira en las mismas dos putas universidades en Estados Unidos que los invitan siempre”. La falta de dinero es como la sala vacía: un dato irrefutable que, en algunos, hace que se tomen decisiones radicales. Hasta 1990 a Gabriel Goity le iba bien. O, en verdad, dejemos que lo cuente él. “Hacía obras en el teatro independiente que tenían muy buenas críticas, pero no veía un sope”, contó hace poco en Radio Ciudad. Decidió dejar el teatro e irse a los Estados Unidos. El mismo día en que tomaba el avión, almorzó en la casa de su madre como despedida (ravioles, para más datos). En plena comilona, sonó el teléfono. Era el director Ricardo Bartis. Le ofrecía formar parte de Hamlet (o la guerra del teatro), que se estrenó en 1991, en el Teatro San Martín. Por un instante, mirando la valija, dudó. Pero no había forma de dar vuelta atrás. Con profundo odio por lo inoportuno del ofrecimiento, subió a un avión que hacía varias escalas (era el más barato). Meses más tarde, se encontró cavando zanjas para ganarse unos dólares. Muchas veces, pensaba que podría estar en el bar de al lado del San Martín mirando a las bailarinas del ballet contemporáneo, pero no. “Totalmente derrotado, volví dispuesto a laburar de mozo”, dijo. No encontró laburo de mozo, pero sí haciendo la limpieza en un restaurante. Por entonces, en el San Martín, Alberto Ure estaba montando un Shakespeare que la crítica destrozó. Fernán Mirás, que formaba parte del elenco, se fue y hubo que reemplazarlo. Y ahí, amigos mediante, apareció “el Puma” Goity. De limpiar el restaurante pasó directo al elenco de Noche de reyes. Esa obra nunca fue un gran éxito, pero fue el inicio de su camino al éxito (y sus matices, claro). Un año después de esa obra que puso los pelos de punta a varios, nació De la cabeza. En ese programa de TV estaba Alfredo Casero (aquel que, mucho tiempo después, tuvo su propio ciclo televisivo que duró una sola emisión). En aquel programa de América también estaba Vivian El Jaber. Como el Topo Gigio, hace años, y como Arturo Puig, hace poco, ella también se fue con un

Alfredo Alcón en Los caminos de Federico, éxito rotundo en Buenos Aires

¿Qué he hecho yo para merecer esto?

Los tropezones que, finalmente, no son caídas los fracasos. Gabriel Goity recuerda los tiempos en que anduvo a destiempo, Claudio

Tolcachir rememora cuando hacía teatro en su casa, el PH del timbre 4, para conjurar la mala racha, y Marilú Marini habla de la tristeza del abandono; historias de naufragios teatrales que, como otros, terminaron siendo puertas al futuro sandra biondi

Historia de una patinada opinión Carlos Rottemberg PARA LA NACION

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Alfredo Alcón en Los caminos de Federico, fracaso rotundo en Mar del Plata

Martín Fierro bajo el brazo por su trabajo en Farsantes y brilla todas las noches como Débora en Guapas. Pero, claro, conoce la cara opuesta de esa noche glamorosa. “En el teatro, una sala vacía se remonta con tus compañeros. Siempre. Claro que el que se derrumba porque tuvo que levantar la función es porque puso el foco en el ego. Si te pasó eso, cagaste. Si zafaste y te apoyaste en el grupo, se generan cosas maravillosas, de enorme energía. Yo lo viví. Y viví fracasos en televisión, hasta programas que nunca salieron al aire y en los que terminaba yéndome sola a casa. Esa escena, creeme, es de una soledad tremenda. En teatro terminás en un bar con el resto del equipo pensando qué hacer para la próxima función. En todo esto, se cuelan otras cuestiones vinculadas con el medio. Yo el año pasado hice teatro, La extraviada, y televisión, Farsantes. Con mis compañeros de teatro, sigo hablándome; con los chicos de Farsantes, no. Y eso no tiene que ver con los grupos humanos, tiene que ver con las características del medio”, apunta esta brillante actriz.

Un knock out, pero en contra Cuando se programó el estreno del documental Maravilla, la película, la distribuidora local del film (Disney) imaginó que la proximidad del lanzamiento con la pelea que esta madrugada libró el boxeador argentino Sergio Martínez en Nueva York, en defensa de su título mundial de los medianos, funcionaría como aliciente inmejorable para convocar al público a los cines. La expectativa quedó completamente frustrada y la película de Juan Pablo Cadaveira, pese al buen recibimiento de la crítica, se convirtió en el gran fracaso del año para el cine local. Se estrenó el 29 de mayo en 36 pantallas y hasta anteayer, cumplidos diez días de exhibiciones, vendió apenas 2292 tickets, según los números de Ultracine. Al entrar en su segunda semana, el film desapareció literalmente de la cartelera porteña y bonaerense, y sólo puede verse en contados horarios en los complejos del Incaa Gaumont y Artecinema. Ni siquiera las vísperas del combate elevaron el interés: entre el jueves y anteayer apenas 24 espectadores pagaron su entrada para verla.

La humillación Claudio Tolcachir podría ser la imagen del director, actor y autor exitoso. Pero vamos a lo otro, porque de eso va todo esto. Su llegada a la dirección nace de la frustración. 1998 era su año. Era el protagonista de la película Buenos Aires me mata y de la novela Las chicas de enfrente. En Canal 13 ya le hablaban de cómo encarar la fama, de dónde hacer los acuerdos para que se empilche como la fama dice que hay que empilcharse. La película fue elegida una de las peores del año. El programa duró tres meses. Tolca vivía en un PH de Boedo. En un timbre 4, para más datos. Una tarde encontró un mensaje en su contestador. Era de Canal 13. Ilusionado con romper la mala racha y la falta de dinero, llamó. Lo atendieron del archivo del canal. Le dijeron que, como estaban haciendo limpieza del sector, querían saber si iba a buscar su currículum antes de tirarlo al tacho. “Esto no era lo que me imaginaba”, se dijo mirando el teléfono. Fue duro (durísimo). La manera que encontró para zafar del bajón fue ponerse a dirigir sus obras, convirtiendo su casa en un teatro. El teatro se llama, obvio, Timbre 4. Y vino su primer espectáculo: El jamón del diablo. El trabajo anduvo bien, aunque varias noches hubo más gente en escena (eran 16) que en la platea. Hicieron temporada en Mar del Plata. Ahí montaban el show en los restaurantes del puerto a cambio de rabas y cornalitos. Y ellos lo hacían, claro, felices y hambrientos. “En los grupos, ante una situación de fracaso, te agarra orgullo, la decisión de defender la obra a muerte, y eso no te lo genera el éxito. Yo he tenido más conflictos en obras a las que les va bien que en las que no funcionaron de público. Cuando nos va mal, nos ponemos más fuertes, más cariñosos”, dice el director de La omisión de la familia Coleman (¿hará falta decir que esa obra es un exitazo?).

La falta de dinero es como la sala vacía: un dato irrefutable que, en algunos, hace que se tomen decisiones radicales En los grupos, ante una situación de fracaso, te agarra orgullo, la decisión de defender la obra a muerte

Lo que no mata, engorda Como actor, Tolcachir formó parte de Doce casas, el ciclo de Santiago Loza que se emite por la Televisión Pública. Ahí compartió el set con Marilú Marini (la actriz de las mil variaciones). Dice ella: “Lo primero que me genera un fracaso es como una tristeza, esa tristeza de ser abandonada, de que lo que digo no interesa. Ésa es mi primera reacción, te lo confieso. Pero también es cierto que el fracaso me da más entereza. Es un poco lo que dice Nietzsche: «Lo que no mata, fortalece». O como dicen en el campo: «Lo que no mata, engorda», que es una idea parecida, ¿no? Ahora claro, un fracaso te puede hacer pasar por unos pozos negros espantosos, es un puñetazo al ego... Hay una palabra en alemán que me impresiona mucho”. Entonces, ella la pronuncia con perfección. Yo, asumiendo mi propio fracaso, ni me animo a escribirla. Por suerte, ella continúa. Dice que esa expresión significa “abandonado del alma de tu madre”. “¿Te das cuenta? ¡Es lo peor…! –se ríe con ganas–. Esa expresión es maravillosa, es el perfecto estado en el cual, te

soy sincera, a veces me siento cuando algo no me sale...” Por fuera de los parámetros evidentes, repara en los matices, se detiene en su actuación en El juego del amor y del azar, de Marivaux, una puesta de mediados de los ochenta. “Me costó el proceso, era como si a ese texto tan lleno de vericuetos deliciosos no lo pudiera plasmar –cuenta–. Para salir de eso, me tuve que poner en una situación de total humildad. O sea, poner nalgas sobre el asiento y pensar, estudiar, trabajar. Y, fijate, fue muy beneficioso para mí. Eso sí, debo confesarte que no tengo el efecto marketing del fracaso. Es decir: no pienso que para el próximo espectáculo deba ser chiqui chiqui pum para levantar la puntería. Quizá tenga que ver con algo destroy mío, pero no estoy detrás del ingrediente que no hay que repetir para que la escena de lo frustrante no reaparezca. Ni me parece que sea eficaz ese intento”, dice. Volvamos a Rottemberg, el señor de los teatros devenido en esta nota en el señor de los fracasos. En 1988 fue a ver a Alfredo Alcón, quien estaba haciendo Los caminos de Federico. El San Martín estaba a pleno. Le propuso llevarla a Mar del Plata. La primera respuesta de Alcón fue una pregunta: “¿Te parece que la gente en verano irá a escuchar los versitos de García Lorca?”. Rottemberg lo convenció. Alquiló tres equipos de amplificación sonora para que los “versitos” de Lorca llegaran hasta la última fila. Pero la última fila nunca estuvo ocupada. A tres días del debut, ya negociaba con quien le había alquilado el sonido para que desarmara los parlantes de las últimas filas. A la semana, ya sólo quedaban amplificadas las primeras 7 filas. La temporada terminó mucho antes con una carta de Alcón dando el portazo (muchos años después, dijo: “Si el fracaso enseña algo, soy un ignorante”). Los caminos de Federico volvió al San Martín. Y fue éxito, claro. Había vuelto a ganar el misterio.ß

ño 1993. Me viene a ver Omar Grasso, junto con Patricio Contreras, para proponerme que produzca Corrupción en el Palacio de Justicia, obra del italiano Ugo Betti. Pensamos que era el momento justo para estrenarla, ya que el tema de la corrupción estaba de moda, cuatro años después de haber comenzado el gobierno de Menem. Acepté hacerla. Lo primero que hice fue buscar el teatro más cercano al Palacio de Tribunales. Así fue como llegué al Lorange (hoy Apolo) por estar en Corrientes y Uruguay. Mi lógica indicaba que la primera masa crítica de espectadores estaba ahí, entre jueces, secretarios, fiscales, abogados, que saldrían a empalmar su trabajo diurno con el teatro. Sólo con ese movimiento de profesionales ya tendría el primer paso del éxito asegurado. Un mes antes del estreno, inundé la ciudad con una campaña gráfica incógnita. Era un afiche doble paño, negro, que sólo tenía inscripto en blanco el título. En semicírculo, la palabra “corrupción” y en dos líneas “en el Palacio de Justicia”. Llamaba la atención y, convencido de que la gente supondría que era una denuncia amenazadora por destaparse, giraba en mi coche por las calles esa primera noche de la pegatina, disfrutando las conjeturas que imaginaba que ese afiche generaba. Llegada la fecha del estreno, reforcé la campaña con otro afiche que develaba el misterio, ya con los nombres de los actores y los demás créditos habituales del teatro. También se publicitó en otros medios y los comentarios de las primeras horas eran muy buenos. Todo conjugado para el éxito... sólo que el público no llegó nunca. Ni el de Tribunales ni de ningún lado. El primer sábado debimos suspender la segunda función por falta de público, pese a una crítica excepcional. Casi diría que ni a la familia de los actores les interesaba. Fallido entonces el cálculo, confirmando lo poco que se sabe de esto, siempre dije que al final no me enteré si la errada fue porque no había corrupción y la queja estaba siendo inventada, o por lo contrario: que había tanta que no había ganas de pagar una entrada para que te cuenten en el escenario lo que a diario se vivía en la calle.ß El autor es productor teatral